2,99 €
Al calor abrasador de Texas... Tras la muerte de su esposa en un terrible accidente de coche, Cal Gentry regresó a casa a curar sus heridas y a buscar una niñera para su hija. Por eso cuando apareció la adorable y seductora Bella, Cal pensó que era la respuesta a sus plegarías... aunque jamás habría pensado que despertaría en él aquella pasión arrolladora. Sin embargo, Bella había traído consigo el peligro al rancho de los Gentry... aunque lo más peligroso seguía siendo dejarse perder en los brazos de Cal. ¿Podría aquella pasión curar las heridas de los dos?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 200
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Linda Lucas Sankpill
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Solo amor, n.º 1260 - enero 2018
Título original: The Gentrys: Cal
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9170-750-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Noticia de última hora: Celebridad local implicada en un accidente mortal.
Callan A. Gentry, natural de Gentry Wells, resultó herido grave la semana pasada cuando una camioneta que trataba de escapar de la comisaría de Fort Worth colisionó lateralmente con su furgoneta. La esposa de Gentry, Jasmine, y el conductor de la camioneta murieron a causa del choque. La hija de cuatro meses de Gentry, Kaydie Ann, resultó ilesa.
Corredor de coches de fama mundial y ganador de varios títulos, Gentry heredó parte del rancho familiar hace doce años, después de que sus padres desaparecieran en el mar y se les diera por ahogados. Gentry se graduó en el Instituto de Gentry Wells y prosiguió sus estudios en la Universidad de Texas, en Austin.
El estado de Gentry sigue siendo grave. El portavoz del Hospital Metodista Harris, en Fort Worth, se negó a confirmar o a negar los rumores de que podría enfrentarse a una discapacidad permanente. Las especulaciones de diversas fuentes de la prensa deportiva se han centrado en la posibilidad de que Gentry se vea obligado a abandonar sus planes para regresar al circuito de competición la próxima temporada.
Dos meses después: Rancho Gentry, Texas.
No había ninguna duda al respecto. Cal Gentry había encontrado por fin algo a lo que no podía enfrentarse. No sabía lo que hacer.
Al oír el llanto de su hija, se acobardó y se preguntó por qué diablos no dejaría de llorar. Mientras tenía a la pequeña en un brazo, Cal consideró las opciones que tenía. Sin embargo, con los movimientos restringidos por la muleta que tenía que utilizar por su lesión de rodilla, estas se desintegraron rápidamente.
Tras hacer unos malabarismos para colocarse a la pequeña, comenzó a pasear a la niña por el salón de la cabaña en la que, temporalmente, residían. El modo de tranquilizar a la pequeña parecía eludirle más que nunca y le dolía la cabeza de lo que se preocupaba por ella. Muy pronto, probablemente se ahogaría en las lágrimas de la pequeña.
Maldijo su mala suerte. En primer lugar, por perder a la niñera de la pequeña aquella misma mañana, dado que la mujer parecía ser la única persona capaz de tranquilizar a la niña. En segundo lugar, porque el abogado de la familia, Ray Adler, se había mostrado muy comprensivo con él, pero no parecía capaz de ofrecerle una solución rápida. Cal la necesitaba inmediatamente.
De repente, alguien llamó con fuerza a la puerta principal. Cal hizo un gesto de fastidio. Tenía que ser alguien de la familia que venía a comprobar cómo estaban. Maldita sea… Odiaba mostrarse tan incompetente delante de ellos casi tanto como ir a la casa principal del rancho para enfrentarse a los dolorosos recuerdos y a su evidente falta de independencia.
El que llamaba lo hacía cada vez con más insistencia, lo que hizo que la esperanza volviera a despertarse en Cal. ¿Y si Ray se había equivocado y solo habían hecho falta unas pocas horas para encontrar una sustituta para la señora García?
Se dirigió hacia la puerta con toda la rapidez que le permitía su pierna inútil. Cuando llegó, tardó un minuto en apoyar la muleta contra la puerta, equilibrar el peso de manera que pudiera estar de pie por sí mismo y colocarse a la niña de manera que no se le cayera. Entonces, abrió la puerta con gran entusiasmo.
Ante él estaba una de las mujeres más exóticas y hermosas que hubiera visto nunca. Cal se quedó boquiabierto.
Entonces, tragó saliva un par de veces y cuando la miró con más detenimiento se dio cuenta de que la bellísima mujer de rasgos mexicanos parecía también muy cansada. Tendría unos veinticinco años y llevaba unas ropas muy raídas y unos zapatos muy sucios, a los que se aferraban el polvo y el barro como si hubiera estado caminando durante mucho tiempo.
Aparte de su aspecto de viajera agotada, era absolutamente espectacular. Tenía unos ojos color chocolate con reflejos dorados, que iluminaban un perfecto rostro ovalado. La piel, del color de la miel, parecía tan suave como la seda. Llevaba el cabello, negro y brillante como el ala de un cuervo, recogido en una desaliñada coleta. Unos suaves mechones le enmarcaban el rostro.
–Señor, vi que salía humo de la chimenea. Perdone por la interrupción, pero…
–¡Gracias a Dios que ha venido! –exclamó él–. Entre. ¡Dese prisa!
Volvió a agarrar la muleta y se echó a un lado para franquearle la entrada. La joven dudó y lo miró con una expresión atónita en el rostro, pero, finalmente, entró en la casa.
Tras dar unos pasos, sus hermosos ojos se fijaron en Kaydie.
–¿Qué le pasa a la niña?
–¿Que qué le pasa? No tengo ni idea. No sé lo que quiere. No puedo conseguir que deje de llorar. Tenga, a ver qué puede hacer usted.
De repente, aquellos ojos tan extraordinarios se llenaron de ira.
–Esa no es manera de tratar a un bebé –le dijo, muy enojada.
–No es culpa mía –dijo Cal mientras dejaba a la pequeña en brazos de la mujer–. Yo no estoy preparado…
Inmediatamente, la mujer estrechó a Kaydie entre sus brazos y le dio un suave beso en la frente.
–¡Madre de Dios! –exclamó interrumpiendo así las excusas de Cal–. Pobrecita… Esta niña está muy caliente.
Efectivamente, a Cal también le había parecido que la niña estaba muy caliente, pero no estaba seguro. Lo que quería era que dejara de gritar.
–¿Y darle besos hará que deje de gritar?
–¿Es que no sabe nada de niños? –musitó la mujer–. Al colocar los labios sobre la frente de la niña me he dado cuenta de que está ardiendo de fiebre. ¿No sabe usted hacer nada por ella más que quejarse? –le espetó, lanzando chispas con la mirada.
–Eh, eso no es justo. Yo no…
–¿Ha llamado al médico?
–No. Acabamos de mudarnos y esta mañana estaba bien.
–¿Cuántos meses tiene? ¿Seis?
–Sí, casi, pero…
–¿Dónde está la cocina? –preguntó ella. Cal le señaló la parte posterior de la cabaña–. Veremos lo que podemos hacer –añadió, antes de salir corriendo con la niña en brazos.
Cal se quedó al lado de la puerta abierta, mirándola fijamente. ¿Qué acababa de ocurrir? Aquella mujer, tan extraña como espectacular, no iba vestida como las niñeras que había visto hasta entonces. En realidad, tampoco había dicho que fuera niñera.
De repente, se le ocurrió que acababa de entregar su hija a una completa desconocida. Salió de la cabaña para mirar alrededor de la solitaria cabaña y comenzó a preguntarse quién sería en realidad aquella mujer. ¿Quién la había llevado hasta allí? Si se paraba a pensarlo, no recordaba haber oído ruido de vehículo alguno.
Aquella mañana, le había dado a la señora García las llaves de su furgoneta cuando ella había pedido poder regresar a la civilización. Cal le había pedido que dejara el vehículo en la estación de autobuses de Gentry Wells. Los médicos no le permitían conducir, pero él sabía que solo tenía que llamar a su hermano mayor, Cinco, para que él los acercara adónde necesitaran o les llevara víveres.
Efectivamente, no había ningún vehículo aparcado frente a la cabaña. Miró a su alrededor y vio que sobre las escaleras del porche había un hatillo que parecía hecho de harapos atados…
Aquello estaba empezando a no gustarle. Aquella mujer podía ser una presa fugada, una lunática o cualquier otro personaje indeseable y él le había entregado a su hija. ¿Qué diablos le pasaba? ¿Tanto le había hipnotizado el hermoso rostro de la mujer como para que hubiera perdido la cabeza?
¿Dónde estaban sus referencias? ¿Cómo había llegado allí? Cal se dio cuenta de que ni siquiera le había hecho las preguntas más básicas, como, por ejemplo, cuál era su nombre.
Se apoyó con firmeza sobre la muleta y, renqueando, regresó a la cocina para obtener algunas respuestas.
Bella Fernández trató de contener la irritación que sentía por la falta de simpatía que aquel gringo había mostrado por la niña enferma.
Había acudido a aquella cabaña para conseguir un poco de ayuda y de compasión para sí misma. Sin embargo, al ver la ignorancia y la confusión del hombre sobre el estado de la niña, una justa indignación se había apoderado de ella.
Aquella había sido siempre la peor de sus faltas. Nunca había sabido mantener la boca cerrada para guardarse sus opiniones. La razón que la había llevado a aquella remota cabaña de los Estados Unidos tenía que ver precisamente en lo mismo.
Colocó a la niña muy suavemente sobre la encimera de la cocina y le quitó el vestido y el pañal. Murmurando suavemente, la examinó rápidamente para buscar algo que indicara que aquello fuera algo más que una simple fiebre infantil.
La niña no tenía ni convulsiones ni lesiones en la piel. No parecía deshidratada ni tenía los ojos amarillos y tampoco estaba excesivamente letárgica.
–¿Qué está usted haciendo con mi hija? –le preguntó una voz a sus espaldas.
Bajo la dorada luz del sol vespertino que entraba por la ventana, Bella se dio cuenta por primera vez del aspecto que tenía el padre de la pequeña. Tendría poco más de treinta años y era esbelto, aunque de anchos hombros. Tenía el cabello castaño claro, muy corto aunque con un ligero flequillo que le caía por la frente. Bella sintió una violenta oleada de deseo que ojalá no hubiera sentido nunca.
En vez de responder aquella pregunta inmediatamente siguió examinando al hombre. Notó que él la miraba también, con unos ojos verdes grisáceos que ejercían una potente atracción sexual sobre ella. Para completar una imagen atractiva hasta la perfección, unos gruesos labios y un hoyuelo en la barbilla suavizaban lo que, de otro modo, hubiera sido una mandíbula demasiado severa. El erótico magnetismo que había en sus ojos le daba un aspecto despreocupado y joven. El físico de aquel hombre mezclaba un excitante atractivo con una firme promesa de pasión.
Bella se dio la vuelta y se concentró de nuevo en prodigar atenciones a la pequeña. Sí. Efectivamente, la mayoría de las mujeres caerían presas del hechizo de aquel seductor. Menos mal que ella no era como la mayoría de las mujeres.
Había aprendido la primera lección sobre hombres atractivos cuando trató de atraer la atención del apuesto hombre que era su padre. Cuando creció, se vio relacionada con otro seductor y ese había sido el que le había hecho entenderlo todo. Si podía, prefería estar a cientos de kilómetros de un hombre tan atractivo como aquel gringo. Sin embargo, en aquellos momentos no le quedaba alternativa. Fuera como fuera, no pensaba abandonar a una niña enferma.
Sin volverse, le preguntó:
–¿Tiene una linterna y un termómetro infantil?
–¿Cómo? ¿Por qué? –replicó él, acercándose para mirar a la niña por encima del hombro de Bella–. ¿Qué le pasa a Kaydie?
–Ya le he dicho que tiene fiebre. Estoy tratando de determinar por qué y lo grave que puede ser –respondió Bella, sin mirarlo a pesar de que sentía el calor del cuerpo del gringo a través de la ropa–. ¿Dónde está la madre de la niña?
Un largo y prolongado silencio fue la respuesta a aquella pregunta. Al fin, el gringo contestó.
–Mi esposa, la madre de Kaydie, murió en un accidente de automóvil hace un par de meses. ¿Quién es usted? –le preguntó a Bella agarrándola por el hombro.
–Siento mucho su reciente pérdida, señor –respondió Bella volviendo la cabeza para contestarle–. Me llamo Isabella María Fernández. ¿Le importa que hablemos más tarde? En estos momentos el bienestar de su hija debería ser su principal preocupación.
–Y así es. ¿De dónde es usted, Bella? ¿Quién la ha enviado?
–No me ha enviado nadie. Por favor, se lo contaré todo cuando me asegure de que la niña no corre ningún peligro.
–¿Qué sabe usted sobre estas cosas? ¿Tiene usted hijos propios o acaso es médico? –quiso saber Cal. Sin querer, le apretó un poco más el hombro.
–En mi país soy enfermera colegiada. Completé mis estudios en los Estados Unidos. Por favor, me está usted haciendo daño. Déjeme que me ocupe de su hija. Después, hablaremos.
Cal le soltó el hombro, pero no se apartó de ella. Siguió observando detenidamente a su hija. Parecía muy preocupado por la situación.
–¿Tiene usted una linterna y un termómetro infantil? –repitió ella.
–Vi una linterna en este cajón –respondió él mientras lo abría para inspeccionarlo y sacar una pesada linterna–. Tal vez haya un termómetro en las cosas de Kaydie, que están en el salón. Todavía no he tenido oportunidad de deshacer la maleta.
Al ver que Bella obligaba a la pequeña a abrir la boca, dudó. Vio que ella, con una mano, le sujetaba la cabeza mientras con la otra le enfocaba la garganta con la linterna.
–Iré a buscar el termómetro –dijo, tras un instante–. Creo que las cajas vienen marcadas –añadió, mientras agarraba de nuevo la muleta y se disponía a dirigirse hacia la puerta–. ¿Se pondrá bien?
–Sí. Su hija se pondrá bien. Parece que tiene bien la garganta y no parece estar tan molesta como cuando llegué, pero tenemos que tomarle la temperatura para estar seguros. ¿De acuerdo?
El gringo asintió y salió de la cocina para ir por el termómetro.
–Ay, niña –susurró Bella a la pequeña–. ¿Qué estás haciendo aquí con un hombre que casi no puede cuidar de sí mismo y mucho menos hacerlo de un bebé? ¿Por qué no hay aquí ninguna mujer que te atienda?
A Bella le había llamado la atención la falta de emoción que había sentido en la voz del gringo cuando mencionó la muerte de su esposa. Tal vez se sentía todavía tan afectado que prefería no hablar para no desmoronarse. Se juró no volver a mencionar a la madre de la niña a menos que él sacara el tema.
–Te llamas Kaydie, ¿verdad? –dijo, centrando toda su atención en la pequeña. Los ojitos azules de la niña la miraban con la típica curiosidad de los bebés–. Bueno, Kaydie, veamos lo que podemos hacer para que te sientas más cómoda.
Después de abrir el grifo, Bella esperó a que el agua comenzara a ponerse templada. Entonces, con mucho cuidado, colocó a la niña en el fregadero, aunque no directamente bajo el chorro del agua. Poco a poco, fue mojándole la tripita y el pecho.
–¿Te gusta? –le preguntó, en español.
La niña abrió mucho los ojos. Parecía entender el idioma, aunque tal vez podría ser el tono de voz que Bella había utilizado o que a la pequeña le aliviara sentir el agua sobre su caldeada piel.
–¿Le está dando un baño? –preguntó la voz del padre mientras regresaba con dificultad a la cocina–. He encontrado el termómetro y he traído también la bolsa de los pañales.
–Muy bien. Deje la bolsa encima de la mesa y acérquese para agarrar a Kaydie en brazos mientras yo le tomo la temperatura.
–Sí, señora –gruñó él mientras hacía lo que ella le había pedido.
Bella reconoció lo molesto que se sentía en el tono de su voz, pero no le importó. Aquel hombre tenía un cierto aire, como muchos otros norteamericanos, que decía que era poderoso, rico y acostumbrado a que se hicieran las cosas a su modo. Sin embargo, en aquellos momentos necesitaba la ayuda de Bella y tendría que hacer las cosas al modo de ella para conseguirla.
Secó a Kaydie y la envolvió en una toalla limpia. Entonces, le dio instrucciones al padre para que se sentara y le colocó a la pequeña en el regazo. Entonces, ella introdujo el termómetro digital en el oído de la pequeña para tomarle la temperatura.
–Usted ya conoce mi nombre, señor –dijo ella–. ¿Le importa que le pregunte el suyo?
–Gentry. Cal Gentry.
Bella se encogió de hombros. Era un bonito nombre, pero nunca lo había oído antes. Cal lo había pronunciado como si ella debiera sentirse impresionada. No lo estaba.
–Bueno, Cal, la temperatura de su hija parece haber bajado después del baño. Este termómetro dice que tiene treinta y ocho –comentó, mientras volvía a tomar a la pequeña en brazos–. ¿Hay alguna muda de ropa limpia en esa bolsa que ha traído?
–Supongo que sí. Creo que vi algo de ropa, pero yo no preparé esa bolsa, así que no estoy seguro.
Bella se colocó a la pequeña sobre el hombro izquierdo y con la otra mano comenzó a revolver en la bolsa. Encontró talco, cremas, toallitas, pañales, ropa limpia y unos cuantos biberones llenos de zumo y de agua. En un bolsillo, encontró un analgésico para niños de tan corta edad, vitaminas, unas botellas de suero y unos tarros de comida infantil.
Bella hubiera dado cualquier cosa por haber tenido tantos recursos cuando trabajaba con las familias de la frontera mexicana. Había estado apañándoselas durante tanto tiempo con lo que tenía a mano que casi no reconocía algunas de las cosas.
–Si usted no preparó esta bolsa, ¿quién lo hizo?
–Supongo que cometí un grave error. Tenía muchas ganas de volver a empezar, por lo que contraté a la primera niñera que encontré y que accedió a abandonar Fort Worth. Esa mujer todavía no había aprendido a querer a Kaydie, ya que solo llevaba un par de días con nosotros. Por eso, cuando vio bien este lugar a la luz del sol, puso el grito en el cielo y afirmó que esta cabaña se estaba derrumbando y que no era segura.
–¿Se marchó y le dejó a solas con la niña? –preguntó Bella, atónita.
–Sí. Yo le dije que se marchara. A este lugar no le ocurre absolutamente nada. Yo creo que es fantástico. Si puedo conseguir que alguien me ayude temporalmente con la niña, me irá estupendamente aquí.
Una hora más tarde, Cal seguía preguntándose quién sería aquella mujer tan hermosa y sensual y la razón por la que habría aparecido en el rancho de aquella manera. No lo entendía.
Ella había estado muy ocupada, dando a Kaydie un poco de la medicina infantil. Entonces, había vestido a la pequeña. Había estado demasiado ajetreada como para responder a sus preguntas, pero parecía saber exactamente lo que hacer con una niña enferma, por lo que Cal había decidido guardar silencio y dejarla hacer.
Se asomó a la pequeña habitación que había al lado de la cocina. Había pensado que aquella sería la habitación de la niñera y allí había dejado las cosas de la pequeña la noche anterior. Bella estaba inclinada sobre la cuna, tapando a la niña con una suave manta. Cuando terminó, se sentó en la cama que había al lado de la cuna y se puso a observar a la pequeña.
–¿Está mejor? –susurró Cal.
–Sí. La fiebre ha remitido –respondió ella, tras ponerse de pie y acercarse a la puerta.
Cal se echó atrás para dejar que Bella entrara en la cocina. Cuando la joven hubo cerrado la puerta, respiró profundamente.
–Creo que, tal vez, el padre de Kaydie también necesita dormir. Parece usted muy cansado, señor. He visto que hay una cama en la habitación de la niña. Es mejor que duerma usted a su lado por si lo necesita –dijo, entre bostezos–. En cuanto a mí, si me da un poco de agua para el viaje y me indica dónde está la frontera, me marcharé enseguida.
–¿Que se marcha?
No se le había ocurrido pensar en aquella posibilidad. De hecho, se había sentido aliviado de que ella estuviera allí toda la noche, por si la pequeña la necesitaba. Además, tenían que hablar. Quería saber más sobre ella, charlar con ella. Lo harían al día siguiente. ¿Es que no se daba cuenta de que Kaydie y él necesitaban ayuda? Más que eso, ¿acaso no sentía la misma atracción que él cada vez que la miraba? Había algo… algo…
Tal vez solo era deseo, pero parecía algo más profundo, más fundamental. Cal no pensaba dejarla marchar hasta que hubiera tenido la oportunidad de explorar lo que estaba ocurriendo entre ellos.
Se sentía cansado e irritable. Sabía que no podía ocuparse de Kaydie aquella noche. Al día siguiente, después de haber descansado bien, todo parecería más fácil y más claro.
–No se puede marchar esta noche. Dormirá aquí –le ordenó–. Le traeré sus cosas.
–Perdóneme, pero no lo entiendo –preguntó Bella en voz muy baja, para no despertar a la niña.
Tal vez su inglés era peor de lo que había imaginado. Aquel hombre no podía haberle ordenado que se acostara con él. Como estaba tan cansada, seguramente había sido que le había dicho que pasara la noche en la cabaña, nada más. Evidentemente, el hambre que tenía le había jugado una mala pasada.
A pesar de todo, sabía reconocer una orden cuando la escuchaba. Tanto si el gringo le había dicho que se acostara con él como si había querido decir que pasara la noche en la cabaña por su propia seguridad, Bella pensaba presentar batalla.
Levantó la barbilla con un gesto desafiante, pero su estómago vacío la traicionó. Lanzó un rugido que se escuchó por toda la casa. Bella se colocó los brazos alrededor de la cintura y se agarró el vientre con fuerza.
Si se quedaba muy quieta, tal vez Cal no haría caso al ruidoso estómago. Tal vez incluso la ayudara a marcharse. Seguía muy preocupada por los hombres que la perseguían, por lo que necesitaba marcharse lo antes posible para poder encontrar un lugar en el que esconderse… antes de que su presencia pusiera a la niña y al padre en grave peligro.
Sin embargo, no tuvo suerte. Cal había escuchado el rugido del estómago. La dura expresión de su rostro se transformó cuando esbozó una arrogante pero arrebatadora sonrisa. A pesar de su incapacidad física, daba la impresión de ser un hombre fuerte y viril, aunque tierno y generoso a la vez.
–Estás perdonada, cielo, pero no resulta difícil darse cuenta de que tienes hambre. ¿Dónde están mis modales? –preguntó. Entonces, le agarró el codo con la mano que le quedaba libre y la llevó a la cocina.–. Déjame que te prepare algo para comer. Además, haré café para los dos.
Bella permitió que la sentara a la mesa de la cocina. A decir verdad, la debilidad que sentía por el hambre que tenía se había empezado a manifestar en una increíble falta de energía. Agradecía su caridad porque sabía que no hubiera aguantado mucho más.