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De nuevo enamorado Leon Malatesta, viudo y padre de una niña, estaba decidido a mantener a su pequeña alejada de la prensa. Y así, cuando una misteriosa belleza empezó a hacer preguntas en la soleada ciudad de Rimini, su italiano instinto de protección entró en acción. Pero cuando esa impresionante extraña resultó no solo ser inocente, sino también la hija desaparecida de su madrastra, Leon supo que Belle traía consigo la posibilidad de un nuevo futuro… ¡Eso, si podía convencerla de que quería casarse con ella por amor, no solo para darle una madre a su hija!
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Seitenzahl: 191
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Rebecca Winters
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Boda a la italiana, n.º 2537 - enero 2014
Título original: A Marriage Made in Italy
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2014
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4118-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
BELLE Peterson salió de la tienda de móviles de la que era encargada y tomó un autobús hasta el bufete de abogados de Earl Harmon en el centro de Newburgh, Nueva York. La secretaria la acompañó hasta la sala de reuniones, donde vio que Cliff, su hermano divorciado de treinta años, ya había llegado y estaba sentado en la mesa ovalada con gesto terco y retándola a hablarle. Hacía seis meses que no lo veía, desde el funeral de sus padres.
Era rubio y muy guapo, pero su fachada ocultaba un alma desazonada. Ese día Belle sintió su aversión mucho más fuerte que de costumbre y decidió sentarse al otro lado de la mesa sin decir ni una palabra.
Ahora tenía veinticuatro años y hacía catorce que la habían adoptado. Los niños del Orfanato de la Iglesia de Newburgh la habían apreciado, al igual que las hermanas, pero en el mundo real Belle no se sentía querida, y se esforzaba mucho en su trabajo para ganarse el respeto de sus compañeros. Su mayor dolor era no haber conocido a la madre que la trajo al mundo. Carecer de identidad era una agonía con la que había tenido que vivir cada día de su vida.
Las hermanas que regentaban el orfanato le habían dicho que la señora Peterson solo había podido tener un hijo y que había logrado convencer a su marido de que adoptaran a la niña de pelo castaño, la niña que no tenía apellido. Aquella fue la oportunidad de Belle de tener una madre, pero desde el día en que la llevaron a casa Cliff había sido cruel con ella y, en ocasiones, había hecho que su vida resultara insoportable.
–Buenos días.
Estaba tan absorta pensando en el pasado que no se dio cuenta de que el señor Harmon había entrado en la habitación. Le estrechó la mano.
–Me alegra que hayan podido coincidir y reunirse aquí. Tengo noticias buenas y malas. Empecemos con las malas.
El familiar ceño fruncido de Cliff era de lo más revelador.
–Como saben, no había seguro, y por lo tanto la casa en la que crecieron se ha vendido para saldar las múltiples deudas. La buena noticia es que cada uno ha recibido mil quinientos dólares por la subasta de los muebles. Tengo los cheques aquí –se los entregó.
–¿Eso es todo? –preguntó Cliff levantándose.
Belle captó pánico bajo su furia. Sabía que había estado esperando recibir bastante dinero, aunque fuera para compensar los atrasos del pago de la pensión de su exmujer. Ella no había esperado nada y se alegró de recibir el cheque, que apretó con fuerza antes de guardarlo en su bolso.
–Lo siento, señor Peterson, pero todo ha ido para pagar las deudas de su padre y cubrir los costes del entierro. Por favor, acepten mi más sincero pésame por el fallecimiento de sus padres. Les deseo lo mejor a los dos.
–Gracias, señor Harmon –dijo Belle cuando Cliff siguió en silencio.
–Si necesitan mi ayuda en algún momento, no duden en llamarme –el abogado le sonrió y salió de la sala.
En cuanto se hubo marchado, un estallido de malicia salió de los labios de Cliff mientras le lanzaba una mirada cargada de furia.
–¡Todo es culpa tuya! Si mamá no hubiera convencido a papá para tener una hija, habría habido más dinero y no estaríamos en este lío. ¿Por qué no vuelves a Italia, que es donde deberías estar?
De pronto, a Belle le latió el corazón con una intensidad vertiginosa.
–¿Qué has dicho?
–Ya me has oído. Papá nunca te quiso.
–¿Y crees que no lo sé? –se acercó a su hermano conteniendo el aliento–. ¿Estás diciendo que mis padres son italianos? –siempre había creído que las hermanas del orfanato le habían puesto ese nombre por el personaje del cuento, o porque, tal vez, tenía raíces francesas.
Toda su vida había estado rezando por descubrir su verdadera descendencia, y había vuelto al orfanato muchas veces en busca de información. Pero cada vez que lo hacía, le habían dicho que no podían ayudarla. Nadine, su madre adoptiva, nunca le había revelado la verdad, pero Belle había oído el desliz de Cliff y ahora se negaba a obviarlo.
Él desvió la mirada y se giró para salir, pero ella se le adelantó y bloqueó la puerta. A sus veinticuatro años, ya no le tenía miedo. Antes de que salieran de ese despacho y se separaran para siempre, tenía que hacerle la pregunta que llevaba grabada en la mente y en el corazón desde que supo que era huérfana.
–¿Qué más sabes de mi auténtica familia?
Cliff le lanzó una burlona sonrisa.
–¿Cuánto estás dispuesta a pagarme por la información?
Apenas podía tragar cuando abrió el bolso, sacó el cheque y, con voz temblorosa, dijo:
–Te daría esto con tal de saber que me ayudará a conocer mis raíces –mientras él la observaba, sacó un boli y endosó el cheque a su nombre.
Por primera vez desde que lo conocía, los ojos de Cliff expresaron sorpresa más que rabia.
–¿Renunciarías a todo este dinero para saber algo sobre una persona que ni siquiera te quiso?
–Sí –susurró ella conteniendo las lágrimas–. No es importante que no me quisieran. Solo necesito saber quién soy y de dónde vengo. Si sabes algo, te suplico que me lo digas –y, haciendo un acto de fe, le entregó el cheque.
Él lo aceptó y se la quedó mirando un momento.
–Siempre has sido patética.
–¿Entonces no sabes nada y solo me has engañado por crueldad? No me sorprende. Venga, quédatelo. De todos modos, jamás pensé que fuéramos a sacar tanto de la subasta. Tú eres una de esas personas con suerte que han crecido sabiendo quiénes son sus padres. Qué pena que estén muertos y te hayas quedado solo. Sabiendo lo que se siente, no se lo deseo a nadie, ni siquiera a ti.
Abrió la puerta y había empezado a salir cuando lo oyó decir:
–El viejo dijo que tu apellido era el mismo que el del bocazas pelirrojo que odiaba en el instituto.
Belle se giró.
–¿Quién era?
–Frankie Donatello.
–¿Donatello?
–Sí. Un día oí a mamá y papá discutir por ti y dijo que ojalá nunca hubieran adoptado a la mocosa de aquella chica italiana. Cuando se marchó al trabajo, le dije a mamá que deberían enviarte con tu auténtica familia porque en casa no te queríamos. Dijo que era imposible porque estaba en Italia.
–¿Dónde en Italia?
–No lo sé. Era algo como «Remenee».
–¿Y cómo lo descubrió? Las hermanas me dijeron que fue una adopción cerrada.
–¿Y yo qué sé?
No importaba porque Belle estaba feliz. ¡Ese acto de fe había dado su fruto! Sin ser consciente de lo que hacía, lo abrazó tan fuerte que casi lo tiró al suelo.
–¡Gracias! Sé que me odias, pero te quiero por esto y te perdono por todas las cosas desagradables que me has hecho y me has dicho. Adiós, Cliff.
Salió corriendo del bufete hacia la parada de autobús y volvió al trabajo. Después de saludar a todos, desapareció en la trastienda y buscó un mapa de Italia en el ordenador. Estaba temblando tanto que apenas podía usar el teclado.
Mientras ojeaba la lista de ciudades y pueblos que iban apareciendo, vio el nombre de Rímini que era el que más se parecía a «Remenee». Le palpitó el corazón al buscarlo y descubrir que era una ciudad de ciento cuarenta mil habitantes que recorría el Adriático. Estaba en la provincia de Rímini.
Rápidamente, consultó el cuadrante de vacaciones de los empleados. Todos tenían una semana libre en verano y otra en invierno. Belle tenía vacaciones de verano en la facultad, donde acudía a clases nocturnas. Sus vacaciones empezarían la tercera semana de junio y para eso quedaban diez días.
Sin dudarlo, sacó un billete a Rímini, y alquiló un coche para cuando llegara allí. Eligió el vuelo más barato, con dos escalas, e hizo una reserva en una pensión que le cobraba solo veintiocho dólares al día. No tenía ni teléfono ni televisión y el baño mixto estaba en la planta baja. Le recordaba al orfanato, pero se conformaba. Una cama era todo lo que necesitaba.
Como no había despilfarrado dinero y compartía piso con dos chicas, había logrado acumular unos ahorros bastante decentes. Llevaba años guardándolo para algo importante aunque nunca había llegado a imaginar que el dinero fuera a ayudarla a encontrar a su madre.
–¿Belle?
Levantó la cabeza y sonrió a su compañero.
–Dime, Mac.
–¿Te apetece tomar una pizza cuando cerremos?
–Lo siento, pero tengo otros planes.
–Siempre dices eso. ¿Cómo puede rechazarme una chica tan guapa? Venga, ¿qué me dices?
Su nuevo ayudante de gerencia era guapo y un auténtico tiburón en cuestión de ventas, pero estaba cansada de que estuviera intentando constantemente convencerla de que saliera con él.
–Mac, ya te he dicho que no me interesa.
–Algunos te llaman la Reina de Hielo –nunca se rendía.
–Lo digo en serio. ¿Hay algo más que quieras decirme antes de ir a terminar tu inventario?
Lo oyó soltar unas cuantas palabrotas antes de que la puerta se cerrara. A lo mejor sí que era una reina de hielo, pero hasta el momento no había recibido muestras de amor y no esperaba tenerlas.
Sus padres biológicos se habían deshecho de ella, sus padres adoptivos habían vivido un matrimonio desdichado, su hermanastro la había utilizado de forma despiadada como su saco de golpes emocional y ella siempre se había sentido al margen, mirándolo todo desde fuera sin llegar a formar parte nunca de nada.
Pensó en las chicas solteras de la tienda que tanto empeño ponían en encontrar chicos con los que salir y que al final siempre se sentían defraudadas con los que acababan. Dos de los cuatro chicos estaban casados y uno de ellos estaba teniendo una aventura. El otro se estaba planteando el divorcio y los otros dos se gastaban el dinero en ropa y coches.
Sus propias compañeras de piso seguían solteras y las aterrorizaba pensar que terminarían solas. Era lo único de lo que hablaban cuando las tres salían a correr por las mañanas.
A Belle no le preocupaba estar sola porque así había estado desde que nació. Las pocas citas que había aceptado fuera del trabajo no habían quedado en nada. Probablemente era culpa suya, porque no tenía tanta autoestima como debería tener. Para ella, el matrimonio no era una opción.
No confiaba en que fuera a durarle ninguna relación y por eso cortaba enseguida. No había conocido a un hombre que le hubiera importado lo suficiente como para acostarse con él. Estaba claro que su madre había experimentado y había terminado teniendo que recurrir al orfanato de la iglesia como único recurso, así que ella se negaba a verse en esas circunstancias.
Lo que sí le importaba era su trabajo, que le daba la estabilidad que había anhelado después de haber tenido que depender, primero del orfanato, y después de sus padres adoptivos. Ahora era libre. Su tienda llevaba dos años siendo la número uno de la región y esperaba que pronto la ascendieran a gerente de alto nivel en su empresa.
Pero primero se tomaría sus preciados días de vacaciones para intentar encontrar a su madre. Si Cliff estaba equivocado, entonces el viaje no serviría de nada, pero tenía que pensar en positivo. La romántica Italia, el mundo de Miguel Ángel, góndolas y el famoso tenor Pavarotti siempre le habían parecido encantadores y algo tan poco alcanzable como la Luna. Pero ahora, por increíble que pareciera, volaría hacia allí.
Al día siguiente se encargaría de equiparse con un Smartphone y una tarjeta SIM cuatribanda. Una vez estuviera en Rímini encontraría una biblioteca local y empezaría su búsqueda con las páginas amarillas más recientes de la ciudad.
Estaba haciendo una lista mental de todo lo que necesitaría cuando Rod, uno de los comerciales, fue a buscarla.
–Ey, jefa. ¿Puedes salir? Hay un cliente hecho una furia que le ha tirado el móvil a Sheila y está exigiendo que le devolvamos el dinero. Dice que se le rompió en cuanto lo compró.
Ella sonrió.
–Si no estaba roto, ya lo está. No hay problema –nada estropearía el primer día importante de toda su vida–. Ahora mismo salgo.
Eran las siete de la mañana cuando Leonardo Rovere di Malatesta, de treinta y tres años e hijo mayor del conde Sullisto Malatesta de Rímini, logró por fin que Concetta, su bebé de seis meses, se durmiera. El médico había dicho que tenía un virus y le había prescrito una medicación para bajarle la fiebre. Ahora estaba dos grados más baja que a medianoche y no había vuelto a vomitar, grazie a Dio!
Después de haber estado paseándose por toda la casa con ella en brazos en un intento de calmarla, estaba agotado. Y el perro también debía de estarlo. Rufo era un spinone ruano marrón, un regalo de bodas de la esposa de su padre.
Rufo había sido leal a Benedetta y había volcado esa lealtad en Concetta después de que Leon hubiera vuelto del hospital sin su mujer. Desde aquel momento su perro no había perdido de vista al bebé ni un instante. A Leon lo conmovía enormemente semejante demostración de amor y acarició la cabeza del animal.
Esa mañana no iría al banco, de ninguna manera. Talia y Rufo cuidarían de su hija mientras él dormía. La niñera llevaba con él desde que Benedetta había muerto en el parto y estaba entregada a la preciosa niña. Si la fiebre le volvía a subir, no tenía duda de que la mujer lo despertaría de inmediato.
Besó la cabeza de Concetta con su fino cabello rubio oscuro y la tendió en la cuna. Los párpados de la pequeña ocultaban unos ojos marrones oscurísimos. Tenía la tez y los rasgos de Benedetta y Leon la adoraba de un modo que no habría creído posible. Su presencia y la atención y cuidados que requería llenaban la dolorosa soledad de su corazón por la esposa que había perdido.
Después de salir de puntillas de la habitación, le dijo a Talia que se iba a dormir y fue a buscar a su ama de llaves, que siempre había trabajado para la familia de su madre. Las dos mujeres eran primas y confiaba en ellas incondicionalmente.
–¿Simona? He apagado el móvil. Si me necesitáis, llamad a la puerta.
La mujer asintió antes de que Leon fuera hacia su dormitorio. Estaba tan agotado que ni siquiera fue consciente del momento en que su cabeza tocó la almohada. El alivio por saber que la fiebre de la niña había bajado lo ayudó a sumirse en un profundo sueño.
Cuando más tarde oyó a alguien llamar a su puerta, miró el reloj. Había dormido siete horas y no se podía creer que ya fuera ¡media tarde! Se despertó de inmediato temiendo que sucediera algo.
–¿Simona? ¿Está peor Concetta?
–No, no. Se ha recuperado. Talia está dándole de comer –la sensación de alivio lo invadió una segunda vez–. Su ayudante del banco nos ha preguntado si podría llamarlo.
–Grazie –salió de la cama y fue a darse una ducha sorprendido de que Berto hubiera llamado a la villa. Normalmente le dejaba un mensaje en el móvil..., aunque tal vez lo había hecho.
Después de afeitarse y vestirse, agarró el teléfono donde encontró un mensaje de su padre proponiéndole cenar juntos. «Esta noche no», pensó.
Había otro mensaje de su amigo Vito. Lo llamaría más tarde, antes de irse a dormir.
Ningún mensaje de Berto.
Entró en la cocina donde Talia estaba dándole de comer a la niña. Rufo estaba tendido en el suelo y moviendo el rabo mientras las observaba con una mirada auténticamente humana.
El dulce rostro de Concetta esbozó una sonrisa en cuanto vio a su padre y sacudió las manos. Siempre que lo hacía, él daba las gracias por estar vivo. Le tocó la frente y, complacido, vio que ya no tenía fiebre.
–Estás mucho mejor, il mio tesoro. En cuanto haga unas llamadas, los dos vamos a salir al patio a jugar.
El día antes le había comprado un juego nuevo de cubos de construcción, pero la niña no les había mostrado interés al no encontrarse bien. Ahora que había mejorado, Leon estaba deseando ver cómo jugaría con ellos. Primero, sin embargo, llamó a su padre para explicarle que la niña había estado mala y que tenían que irse a dormir pronto.
Cuando oyó la decepción en su voz, quedó en cenar con él la semana siguiente si la niña seguía bien. Y con eso solucionado, llamó a su secretario.
–¿Berto? Te he enviado un mensaje de texto diciéndote que mi hija está enferma. ¿Hay algún problema que no pueda esperar a mañana?
–No, no. Hablaremos por la mañana si la bambina está mejor.
–No me habrías llamado si no te hubiera parecido importante.
–Al principio creía que lo era.
–¿Y ahora has cambiado de opinión? –Berto estaba siendo demasiado enigmático.
–Sí. Puede esperar a mañana. Ciao, Leon.
¡Su asistente le había colgado! Miró a su hija, que ya había comido y parecía muy contenta.
–Talia, ha pasado algo en el banco. Voy a ir a la ciudad y volveré en una hora. Dile a Simona que me llame si surge el más mínimo problema.
–La pequeña estará bien.
Besó a su hija en la mejilla.
–Hasta luego.
Después de ponerse un traje, avisó a su guardaespaldas antes de salir de la villa y condujo su deportivo negro por la ciudad costera más célebre de Europa muy curioso por descubrir qué estaba pasando con Berto.
Después de aparcar en la parte trasera del ornamentado edificio renacentista de dos pisos, que había sido parcialmente bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial y reconstruido más tarde, accedió por la entrada privada reservada a su familia. Subió las escaleras de mármol de dos en dos hasta su despacho, donde ejercía como director de activos de la Banca Malatesta, una de las dos mejores instituciones banqueras de Italia.
Bajo la brillante gerencia de su padre, habían crecido hasta tener veinticinco mil empleados. Con su hermano Dante supervisando el departamento de bolsa, el negocio marchaba bien a pesar de la crisis económica en Italia. Si la llamada de Berto significaba que había algún problema, Leon llegaría al fondo del asunto enseguida.
Su asistente pelirrojo estaba allí cuando Leon entró en su suite privada. A juzgar por su expresión, Berto se sorprendió al verlo.
–No sabía que iba a venir.
–Y yo no me esperaba que me colgaras tan rápidamente mientras hablábamos. Quiero saber qué pasa y no vuelvas a decirme que no es nada. ¿Cuál de las cuentas tiene problemas?
–No tiene nada que ver con las cuentas. Una mujer ha venido al banco. La han remitido aquí desde Diamantes Donatello.
–¿Y?
–Marcello, de seguridad, ha llamado para que se ocupara usted ya que su padre no estaba disponible. Y entonces yo lo he llamado a usted. Pero al enterarme de que era una norteamericana pidiendo información sobre la familia Donatello, he supuesto que sería alguna periodista extranjera fisgoneando y por eso he decidido no molestarle más con el tema.
Leon se quedó atónito. Alguien que quisiera hacer algún negocio legítimo habría concertado una cita con él o con su padre.
¿Sería uno de los paparazzi haciéndose pasar por una turista norteamericana para sacar información sobre la familia? Los parientes de Leon tenían que estar en alerta constante para protegerse de los medios que querían remover viejos escándalos para vender más.
Leon lo había visto todo y observaba la vida con suspicacia. Eso era lo que suponía ser un Malatesta, odiados en siglos anteriores y aún objetos de envidia.
–Al no poder contactar ni con su padre ni con usted, he probado con su hermano, pero está fuera de la ciudad. Le he dicho a Marcello que esa persona tendría que dejar un nombre y un número de teléfono. Al estar su hija enferma, no he considerado que se tratara de una emergencia, pero quería tenerlo informado de todos modos.
–Te lo agradezco. Has actuado perfectamente. ¿Tienes la información que ha dejado la mujer?
Berto le pasó la nota.
–Ese es el número de teléfono y la dirección de la Pensión Rosa en la Via Vincenza Monti. La mujer se llama Belle. Marcello ha dicho que tendrá veintipocos años, y que su pelo largo y moreno y sus ojos azules le hacen justicia a su nombre. Cuando se ha acercado, él se ha pensado que era una estrella de cine.
¿No aparecía siempre el diablo disfrazado de bella mujer?
–Buen trabajo, Berto. No le cuentes esto a nadie. Hasta mañana.
Con más curiosidad que antes, Leon salió del banco y, unos pocos minutos después, encontró la pequeña posada al fondo de un callejón, medio oculta por los otros edificios. Aparcó y entró. No había nadie por allí, así que pulsó el timbre del mostrador de recepción. Al momento salió una mujer mayor.
–Soy Rosa. Si necesita una habitación, estamos llenos, signore.
Leon le entregó el papel.
–¿Tiene a una mujer llamada Belle registrada aquí?
–Sí –y con esa respuesta cortante, supo que no le sería fácil conocer el nombre de la huésped.
–¿Podría llamar a su habitación, per favore?
–No hay teléfonos en las habitaciones.
Debió de haberlo imaginado dado el precio del alojamiento anunciado en la pared del fondo.
–¿Sabe si está aquí?
–Salió hace varias horas y no ha vuelto.
Vio una silla apoyada contra la pared, junto a una mesita con una lámpara, y dijo:
–Esperaré.
–Déjeme su nombre y su número y le diré que lo llame desde recepción cuando regrese.
–Me arriesgaré y esperaré a ver si llega.
Encogiéndose de hombros, la mujer desapareció tras el mostrador.
En lugar de sentarse a esperar durante lo que podrían ser horas, llamó a uno de sus empleados de seguridad para hacer la vigilancia. Cuando Ruggio llegó, Leon le dio la descripción de la norteamericana y dijo que quería que lo avisara en cuanto esa mujer apareciera por allí.
Con eso solucionado, salió al callejón y se subió al coche. Se encontraba a medio camino de la villa cuando le sonó el móvil. Era Ruggio.
–¿Qué pasa?
–La mujer que se ajusta a la descripción que me ha dado acaba de entrar. Conduce un coche de alquiler del aeropuerto.
–¿De qué agencia?
Cuando Ruggio le dio la información, Leon le pidió que se quedara allí hasta que él llegara. De vuelta a la pensión, llamó a la empresa de alquiler y pidió hablar con el gerente por una cuestión de vital importancia. En cuanto el hombre oyó que estaba hablando con un Malatesta que investigaba una posible cuestión policial que tenía que ver con el banco, le dijo que el apellido era Peterson y que era de Newburgh, Nueva York. Leon no solía aprovecharse de su apellido para ejercer presión, pero ese caso era una excepción.