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En un futuro lejano, innumerables guerras y catástrofes medioambientales han destruido el mundo. El hambre y las enfermedades han hecho retroceder a los seres humanos a sus instintos primarios. Los pocos supervivientes se martirizan, bien como resignados lobos solitarios a través de los interminables inviernos. O bien vagabundean como figuras sin hogar e intentan agilizar la desaparición de toda forma de vida.
Erid malvive desde hace tres años solo en una cueva. Desde que perdió a su compañera, para él solo cuenta el mero hecho de sobrevivir. Entonces aparece en la lejanía una luz extraña. El mismo día, una loba herida busca en su cueva protección. En Erid retorna la curiosidad.
Sucede algo extraordinario mientras busca el origen de la luz con la loba a través de la nieve y la escarcha; y siempre parece que la loba es más lista que él. Una anciana, que comparte con ellos un trecho del peligroso camino, enseña a Erid una nueva confianza. Y finalmente él se encuentra con Miriam...
La novela de ciencia ficción "Brillante esperanza" está escrita como un calendario de adviento, con fotos y textos para cada día.
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En un futuro lejano, innumerables guerras y catástrofes medioambientales han destruido el mundo.
Erid malvive desde hace tres años sólo en una cueva. Entonces aparece en la lejanía una luz extraña. El mismo día, una loba herida busca en él protección. En Erid retorna la curiosidad.
Brillante esperanza
Calendario de adviento
Ciencia ficción
Copyright © 2019, 2023 Annemarie Nikolaus, Annette Paul, Elsa Rieger, Evelyn Sperber-Hummel, Renate Hupfeld, Tine Sprandel, Sigrid Wohlgemuth.
Licencia
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1/12
Erid se acuclillaba en su cueva. Por el techo caían gotas en el fuego. Al pensar en que sobre él yacía una densa manta de nieve y que no había perspectiva de que cambiase, se estremecía.
Su provisión de leña se acabó; como muy tarde por la mañana tendría que subir. Evitar a los lobos hambrientos astutamente en la búsqueda de combustible, que entonces estaba húmedo y tardaba una eternidad hasta que podía calentar con ello. Gimió cuando pensó en eso. Se rascó entre los sucios dedos del pie. Mañana recogería también un cubo de nieve para organizar un lavado del gato. Su búnker ya apestaba a él. Arrugaba la larga nariz.
Los inviernos se volvían cada vez más largos. Ahora debería ser más o menos principios de diciembre ─ entre tanto se podía contar con ocho meses de invierno. Sin embargo, él había sido un venerador del sol que amaba el calor. De mal humor contempló su morena piel mate.
La tierra del techo se desmigajaba sobre su cabeza. Allí desfilaban los bisontes otra vez sobre él. La manada golpeaba con sus patas, todo vibraba. Con suerte el techo de piedra no se vendría abajo un día de estos. Lo aplastarían sin más ni más.
Erid agarró la reserva de nueces y partió un par de nueces con una piedra. El temblor paró y suspiró aliviado.
Después se subió a la bici que impulsaba el generador, para escuchar música. Mientras pedaleaba contra la falta de músculo, escuchaba emocionado el Réquiem de Mozart. Había conseguido traer aquí algunos vinilos y el tocadiscos. Para ello había recorrido muchas noches el camino entre su casa en la ciudad arruinada y ese lugar, que estaba a kilómetros de distancia.
La cueva la había encontrado Erid por casualidad mientras caminaba. Entonces la entrada estaba descubierta. Ahora la había disimulado con piedras. Pero siempre que tenía que salir, le asaltaba el miedo de que su cueva estuviese habitada de otra manera cuando volviese. Hasta ahora había tenido suerte.
El último movimiento del Réquiem tocó a su fin. Erid se bajó de la bici, se tumbó en la cama de pieles, apagó la vela.
Por la mañana se equipó para ir en búsqueda de madera. A lo mejor se le cruzaba también una liebre de las nieves que pudiese cazar. Las nueces le colgaban ya del cuello. Retiró la pila de piedras que ocultaban el agujero y se arrastró hacia fuera. El deslumbrante blanco hizo que a Erid le llorasen los ojos. Se escurrió en los cordones que sujetaban sus zapatos de nieve bajo las botas y se puso en marcha.
El sol transformaba el campo que estaba ante él en millones de cristales brillantes. Con esa claridad, los lobos apenas saldrían del bosque para cazarlo.
Con precaución se acercó Erid al límite del bosque. En ningún caso tenía planeado adentrarse profundamente, pero la madera de ramas derribadas aquí era muy escasa.
Se arriesgó dos metros entre los árboles, la mirada dirigida atenta al más alejado entorno.
Por eso pasó por alto una raíz de abeto y quedó atrapado con el zapato de nieve, se dio de bruces con el suelo. Cuando quiso levantarse, el tobillo se dobló. Reprimió el grito de dolor, se mordió los labios. Temeroso miró hacia la profundida del bosque, pero todo había permanecido silencioso. Cojeó hacia el campo ─ probablemente se le había distendido un ligamento del tobillo. De repente se detuvo. En el horizonte, donde normalmente el azul del cielo formaba una línea conjunta con la nieve, se veía un peculiar resplandor rojizo.
2/12
¿Se suponía que eso era el sol? ¿Anunciaba el próximo fin del invierno? Erid se olvidó del tobillo doliente y su pecho se ensanchó con el pensamiento de la primavera. Quizá solamente durase un poco de tiempo hasta que el calor se extendiese de nuevo sobre la Tierra por un par de meses.
─¡Sol, te adoro! ─murmuró Erid, se arrodilló y alzó las manos.
¡Qué tontería! Se aupó de nuevo.