Bruja Akata - Nnedi Okorafor - E-Book

Bruja Akata E-Book

Nnedi Okorafor

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Beschreibung

«Brillante, original y perspicaz». PATRICK ROTHFUSS. «Nnedi Okorafor escribe una literatura fantástica fabulosa». NEIL GAIMAN. «Bruja Akata está lleno de maravillas mitológicas». RICK RIORDAN Sunny Nwazue vive en Nigeria, pero nació en Nueva York. Sus facciones son corrientes, pero es albina. Se le dan muy bien los deportes, pero no puede practicarlos bajo el sol. En resumen, no parece encajar en ningún sitio... Hasta que un día sucede algo increíble: ve el fin del mundo en la llama de una vela. Lo que parecía ser una alucinación es lo que la acaba uniendo a otros tres chicos en su misma situación: tiene habilidades mágicas. Cuando Sunny y sus nuevos compañeros empiezan a seguir el rastro de un criminal que también domina la magia, lo visible y lo invisible se funden en una realidad que, como pronto descubren, no para de transformarse. Porque ¿qué significa "real" cuando lo irreal ha demostrado formar parte de la existencia? Nnedi Okorafor -ganadora del Hugo, el Nebula, el Locus y el World Fantasy Award- crea en Bruja Akata una espectacular historia de aventuras, misterio y magia arraigada en Nigeria. Cita de reseña crítica: «Brillante, original y perspicaz. Necesitamos más escritores como Nnedi Okorafor». Patrick Rothfuss, autor de El nombre del viento «Si estás cansado de caballeros, dragones o magos al estilo de Merlín y te interesa explorar un mundo mágico que sea nuevo y diferente, prueba con Bruja Akata. Está lleno de maravillas mitológicas». Rick Riordan, autor de Percy Jackson «Nnedi Okorafor escribe sobre fantasías fabulosas. Sus mundos te abren la mente a cosas nuevas». Neil Gaiman, autor de American Gods «Hay más imaginación en una página de Nnedi Okorafor que en otros libros enteros de fantasía épica». Ursula K. Le Guin, autora de Un mago de Terramar «Mientras leía Bruja Akata, mi Fitbit interpretó que estaba haciendo ejercicio por mi pulso. Menos mal que va a haber una secuela. ¡No puedo esperar!». John Green, autor de Bajo la misma estrella «Cada capítulo está lleno de color, vida y muerte. ¡La obra de Nnedi Okorafor es maravillosa!». Diana Wynne Jones, autora de El castillo ambulante «La imaginación de Okorafor es asombrosa». The New York Times «Nnedi Okorafor está abriendo las puertas a otros mundos extraños y llenos de belleza. Sustanciosa, misteriosa y convincente, Bruja Akata conduce la fantasía hacia un inolvidable rumbo nuevo». Jonathan Stroud «Las novelas fantásticas más imaginativas, apasionantes y cautivadoras que he leído». Laurie Halse Anderson, autora de Cuéntalo

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Título original: Akata Witch

Copyright de la obra y los dibujos: © Nnedi Okorafor, 2011

Akata Witch Series: Akata Witch (Book 1) - © 2011 by Nnedi Okorafor

All rights reserved including the rights of reproduction whole

or in part in any form.

©de la traducción: Carla Bataller Estruch, 2019

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: febrero de 2020

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-62-3

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

BRUJA AKATA

PRÓLOGO

VELA

Siempre me han fascinado las velas. Mirar la llama me tranquiliza. Aquí, en Nigeria, la ECN siempre nos está cortando la luz, así que guardo unas velas en mi habitación por si acaso.

ECN es la empresa Eléctrica de Consumo de Nigeria, pero a la gente le gusta decir que en realidad se llama Enciende un Cirio en Nigeria. En Chicago teníamos ComEd y la electricidad siempre funcionaba. Pero aquí no. Aún no. Puede que en el futuro.

Una noche, después de que la luz se fuera, encendí una vela como siempre. Y luego, también como de costumbre, me senté en el suelo y me quedé observando su llama.

Mi vela era blanca y gruesa, como las de la iglesia. Me tumbé sobre el vientre y la miré y la miré. Muy naranja, como el abdomen de una luciérnaga. Fue agradable y relajante hasta que… empezó a parpadear.

Y entonces me pareció ver algo. Algo importante y grande y escalofriante. Me acerqué.

La vela titilaba sin más, como cualquier otra vela. Me acerqué más, hasta que la llama quedó a tres centímetros de mis ojos. Veía algo. Me arrimé más aún. Ya casi estaba. Justo cuando empezaba a entender lo que veía, la llama rozó algo sobre mi cabeza. Me llegó entonces el olor ¡y la habitación se iluminó de pronto con un brillo naranja y amarillo! ¡Mi pelo estaba en llamas!

Grité y me golpeé la cabeza con todas mis fuerzas. El pelo ardiendo me chamuscó las manos. Lo siguiente que recuerdo es que mi madre estaba allí. Se quitó la rapa y me la tiró sobre la cabeza.

La luz regresó de repente. Mis hermanos entraron corriendo, seguidos de mi padre. Mi habitación olía fatal. Me había desaparecido la mitad del pelo y me dolían las manos.

Aquella noche, mi madre me cortó el pelo. El setenta por ciento de mi precioso cabello largo desapareció. Pero lo que vi en la vela fue lo que más se me quedó grabado. Había visto el fin del mundo en esa llama. Incendios descontrolados, océanos hirviendo, rascacielos derrumbándose, tierra fragmentada, gente muerta y moribunda. Fue horrible. E iba a ocurrir.

Me llamo Sunny Nwazue y confundo a la gente.

Tengo dos hermanos mayores. Al igual que mis padres, mis dos hermanos nacieron aquí, en Nigeria. Luego mi familia se mudó a Estados Unidos, donde nací yo, en la ciudad de Nueva York. Cuando tenía nueve años, regresamos a Nigeria, a un lugar cercano a la ciudad de Aba. Mis padres pensaron que sería un sitio mejor para criarnos a mis hermanos y a mí, o al menos eso es lo que dice mi madre. Somos igbo, un grupo étnico de Nigeria, de modo que supongo que soy estadounidense e igbo.

¿Veis por qué confundo a la gente? Soy nigeriana de sangre, estadounidense de nacimiento y nigeriana de nuevo porque vivo aquí. Tengo rasgos de África occidental, como mi madre, pero mientras que en el resto de mi familia predomina el marrón oscuro, yo tengo el cabello rubio claro, la piel del color de la «leche agria» (o eso es lo que me dicen algunos idiotas) y los ojos castaños, como si Dios se hubiera quedado sin el color adecuado. Soy albina.

Al ser albina, el sol es mi enemigo: me quemo la piel con tanta facilidad que casi parezco inflamable. Por eso, pese a que era muy buena al fútbol, no podía ir con los chicos cuando jugaban después del colegio. Aunque tampoco me habrían dejado porque soy una chica. Qué estúpidos. Tenía que jugar de noche, con mis hermanos, cuando a ellos les apetecía.

Pero, claro, todo eso fue antes de aquella tarde con Chichi y Orlu, cuando todo cambió.

Ahora lo pienso y veo que ya había señales de lo que estaba a punto de ocurrir.

Cuando tenía dos años, durante una breve visita a Nigeria con mi familia, pillé la malaria. Fue un caso grave y casi morí cuando regresé a Estados Unidos. Me acuerdo. Mis hermanos me decían que era muy rara porque podía recordar cosas de hace tanto tiempo.

Tenía mucho calor, ardía entera por la fiebre. Mi madre se quedó junto a mi cama, llorando. No recuerdo que mi padre estuviera mucho por allí. Mis hermanos entraban de vez en cuando para darme palmaditas en la frente o besos en las mejillas.

Pasé unos días así. Pero luego una luz vino a mí, como una llama o un sol, diminuta y amarilla. Se reía y desprendía calor, pero un calor bueno, como el agua de un baño que lleva unos minutos reposando. A lo mejor por eso me gustan tanto las velas. Flotó justo delante de mí durante mucho tiempo. Creo que me estaba velando. A veces los mosquitos iban volando hacia ella y se volatilizaban.

A lo mejor decidió que no iba a morir, porque al final se marchó y yo mejoré. No es como si no me hubieran pasado cosas raras.

Sabía que parecía un fantasma. Por lo pálida que era. Y se me daba bien ser tan silenciosa como un fantasma. Cuando era más pequeña, si mi padre estaba en la habitación principal bebiéndose una cerveza y leyendo el periódico, yo entraba a hurtadillas. Podía moverme como un mosquito cuando quería. No como los de Estados Unidos, que te zumban en la oreja, sino como los nigerianos, silenciosos como los muertos.

Me acercaba sigilosamente a mi padre, me paraba justo a su lado y esperaba. Era increíble que no me viera. Me quedaba allí sin más, sonriendo y esperando. Y entonces él miraba a un lado, me veía y daba un salto que casi llegaba al techo.

—¡Niña tonta y más que tonta! —siseaba, porque lo había asustado de verdad… y porque quería hacerme daño, porque sabía que yo sabía que él estaba asustado. A veces odiaba a mi padre. A veces sentía que él también me odiaba. No tenía ninguna forma de ser el hijo que él quería o la preciosa hija que había aceptado en su lugar. Pero no podía dejar de ver lo que había visto en la vela. Y no pude evitar ser aquello en lo que acabaría convirtiéndome.

¿QUÉ ES UNA PERSONA LEOPARDO?

A las personas leopardo se las conoce por muchos nombres en todo el mundo. El término «persona leopardo» se acuñó en África occidental, derivado del término efik «ekpe», «leopardo». Todas las personas con una habilidad mística auténtica son leopardos. Y a medida que la humanidad ha ido evolucionando, los leopardos también se han ido organizando por todo el planeta. Hace dos mil años, se produjo una gran masacre del pueblo leopardo a escala mundial. Se desató en Oriente Medio tras el asesinato de Jesucristo (este tema se trata en el capítulo siete: Breve crónica de la historia antigua). Las matanzas se expandieron por todo el mundo. Nadie estaba a salvo en ninguna parte. A esta masacre se la conoce como el Gran Intento. Sin embargo, somos invencibles, te lo digo yo, y desde entonces hemos revivido. Claro está, se usó juju para encubrir los hechos del Gran Intento, un juju muy potente. ¿Quién lo hizo? Hay muchas especulaciones, pero ninguna sólida. (Una vez más, mira el capítulo siete).

deCompendio de hechos para sujetos independientes

por Isong Abong Effiong Isong

1

ORLU

En cuanto Sunny entró en el patio del colegio, la gente se puso a señalarla con el dedo. Las chicas también empezaron a reírse, incluso con las que solía juntarse, sus supuestas amigas. «Idiotas», pensó Sunny. Aun así, ¿podía culparlos de verdad? Su cabello rubio y con textura de lana, cuya longitud muchas habían envidiado, había desaparecido. Ahora llevaba una media melena abultada a lo afro. Las fulminó con la mirada y chasqueó la lengua con fuerza. Tenía ganas de darles un puñetazo en la boca.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Chelu. Ni siquiera tuvo la gentileza de quitarse la sonrisa tonta de la cara.

—Necesitaba un cambio —dijo Sunny, y se alejó. A su espalda, oyó cómo seguían riéndose.

—Ahora es fea con ganas —comentó Chelu.

—Debería ponerse unos pendientes más grandes o algo —añadió Buchi. Las examigas de Sunny se rieron con más fuerza. «Si supierais que tenéis los días contados…», se dijo. Se estremeció y apartó las imágenes de lo que había visto en la vela.

Su día fue a peor cuando su profesora de lengua y literatura les devolvió la última tarea. Las instrucciones fueron escribir una redacción sobre un pariente. Sunny lo había hecho sobre su prepotente hermano mayor, Chukwu, que se creía un regalo de Dios para las mujeres, aunque no lo era. Pero, claro, tampoco era de gran ayuda que su nombre significara «ser supremo».

—La redacción de Sunny ha recibido la nota más alta —anunció Miss Tate, pasando por alto los comentarios de desprecio y burla de la clase—. Además de estar bien escrita, era interesante y cómica.

Sunny se mordió el interior de la mejilla y esbozó una sonrisa débil. Su intención no había sido que la redacción fuera graciosa. La había escrito en serio. Su hermano era un creído nyash de verdad. Y, para colmo, sus compañeros de clase habían sacado unas notas nefastas. De diez puntos, la mayoría había sacado tres o cuatro.

—Pierdo el tiempo intentando enseñaros a escribir bien —gritó Miss Tate. Le arrebató la redacción a un chico y la leyó en voz alta—: «Mi’ermana siempre anda pidiendo pero se gana una pasta gansa. Le gusta tener pero dar no. No va cambiar». —Estampó la redacción en el pupitre del chico—. ¿Venís aquí a contemplar el vacío? ¿Eh? Y habéis sido muy tímidos en vuestros escritos. ¿A quién le interesa leer que «mi madre es muy buena» o «mi tía es pobre»? ¡Y encima mal escrito! Por eso os dije que escribierais sobre un pariente. ¡Se suponía que era fácil!

Mientras hablaba, recorría el aula dando pisotones a diestro y siniestro y su rostro iba enrojeciendo cada vez más y más. Se detuvo delante del pupitre de Sunny.

—Levántate, por favor.

Sunny miró a sus compañeros. Todos le devolvieron la mirada, con caras impertérritas y ojos enfadados. Poco a poco, se levantó y se estiró la falda azul marino de su uniforme.

Miss Tate la dejó de pie mientras volvía a su mesa en la parte delantera de la clase. Abrió un cajón y sacó su fusta amarilla de madera. Sunny se quedó boquiabierta. «Ah, ah, me va a azotar —pensó—. ¿Qué he hecho yo?». Se preguntó si era porque tenía doce años y era la más joven de la clase.

—Ven —dijo Miss Tate.

—Pero…

—Ahora —añadió con más firmeza.

Sunny se acercó despacio al frente del aula, consciente de las miradas de sus compañeros en su espalda. Soltó un débil suspiro cuando se situó ante la profesora.

—Extiende la mano.

Miss Tate, henchida ya de rabia, tenía la fusta preparada. Sunny cerró los ojos y se preparó para el escozor. Pero no sintió dolor alguno. En vez de eso, notó que le colocaban la fusta en la mano. Abrió los ojos enseguida.

Miss Tate observó el aula.

—Cada uno de vosotros se acercará y Sunny os propinará tres golpes en la mano izquierda. —Sonrió con ironía—. A ver si ella consigue que os entre algo de razón a golpes.

El estómago de Sunny se hundió mientras sus compañeros formaban una fila ante ella. Todos parecían muy enfadados. Y no con ese tipo de rabia roja que se extingue enseguida, sino con una rabia oscura, de esas que se llevan fuera de clase.

Orlu iba el primero en la fila. Era el único que tenía casi la misma edad que ella, sólo un año más. No hablaban demasiado, pero parecía majo. Le gustaba construir cosas. Lo había visto durante la hora de la comida, cuando sus amigos charlaban y él se quedaba a un lado montando torres y lo que parecían personitas a partir de tapones de Coca-Cola, Fanta y envoltorios de caramelo. No quería, por nada del mundo, hacerle daño en las manos.

Orlu se quedó mirándola sin más, esperando. No parecía enfadado como los demás, pero sí nervioso. Si hubiera hablado, Miss Tate le habría pegado en la cabeza.

A esas alturas, Sunny estaba llorando. Sintió una llamarada de odio hacia Miss Tate, la que hasta ese día había sido su profesora favorita. «Ha perdido la chaveta —pensó desconsolada—. A lo mejor debería zurrarla a ella».

Sunny se quedó allí de pie, de esa forma que tanto odiaba su madre: patética e infantil. Sabía que su rostro pálido estaba sonrojado. Soltó un fuerte sollozo y tiró la fusta al suelo. Eso hizo que Miss Tate se enfadara aún más. Apartó a Sunny a un lado.

—Siéntate —gritó.

Sunny se cubrió la cara con las manos, pero se encogió ante cada golpe de la fusta. Y luego cada persona siseaba, chillaba, ahogaba un grito o hacía lo que más se ajustaba a su dolor. Oía cómo los pupitres se llenaban a su alrededor a medida que los alumnos recibían su castigo y se sentaban. Alguien detrás de ella le propinó una patada a su silla.

—¡Estúpida, carapálida, bruja akata! ¡Tienes las horas contadas!

Sunny cerró con fuerza los ojos y se tragó un sollozo. Odiaba la palabra «akata». Significaba «animal de los arbustos» y se usaba para referirse a los negros americanos o a los negros que habían nacido en el extranjero. Era una palabra muy muy obscena. Y, encima, Sunny conocía la voz de la chica.

Después de la escuela, intentó huir del patio. Llegó lo bastante lejos como para que ningún profesor viera cómo la asaltaban. Jibaku, la chica que la había amenazado, lideraba el grupo. Justo allí, en la parte más alejada del patio del colegio, tres chicas y cuatro chicos pegaron a Sunny mientras gritaban mofas e insultos. Ella quería defenderse, pero se lo pensó mejor. Eran demasiados.

Aquello fue una paliza de patio y ninguna de sus examigas acudió a socorrerla. Se quedaron a un lado y observaron. Incluso aunque quisieran, no eran rivales para Jibaku, la chica más rica, alta, dura y popular del colegio.

Fue Orlu quien acabó poniéndole fin. Llevaba desde el principio gritándoles que pararan.

—¿Por qué no la dejáis hablar? —bramó.

A lo mejor fue porque necesitaban recuperar el aliento o porque sentían curiosidad de verdad, pero todos se detuvieron. Sunny estaba sucia y magullada, pero ¿qué podía decir? Jibaku habló en su lugar… Jibaku, que la había abofeteado con tanta fuerza que hizo que le sangrara el labio. Sunny la fulminó con la mirada.

—¿Por qué has dejado que Miss Tate nos pegue? —El sol caía inclemente sobre Sunny y le escocía en su piel sensible. Lo único que quería era refugiarse en la sombra—. ¿Por qué no lo has hecho y ya está? —gritó Jibaku—. ¡Eres una esmirriada, no nos habría dolido demasiado! Podrías haber fingido que eras una floja al golpearnos. ¿O te gusta ver cómo una mujer blanca nos pega así? Tú también eres blanca, ¿eso te hace feliz?

—¡No soy blanca! —le gritó a su vez Sunny después de encontrar la voz.

—Mis ojos me dicen lo contrario —dijo un chico regordete llamado Bígaro. Le habían puesto este mote porque le gustaba la sopa de bígaros.

Sunny se limpió la sangre del labio.

—¡Tú cállate, chupacaracoles! ¡Soy albina!

—«Albina» es sinónimo de «fea» —replicó.

—¡Oooh, ya ha sacado las palabrejas! ¡A lo mejor deberías haber usado algunas de esas en tu ridícula redacción! ¡Ignorante idiota! —Añadió cierta gravedad a su voz y pronunció la palabra «idiota» con su acento más nigeriano, haciendo que sonase como «idi-uta». Algunas personas se rieron. Sunny siempre les hacía reír, incluso cuando era ella la que estaba a punto de echarse a llorar—. ¿Creéis que puedo ir por ahí pegando a mis propios compañeros de clase? —dijo, agarrando su paraguas negro. Lo sostuvo sobre la cabeza y se sintió mejor enseguida—. Vosotros tampoco lo habríais hecho. ¡Ja! O a lo mejor tú sí, Jibaku.

Sunny observó mientras se gruñían entre ellos. Algunos incluso se dieron la vuelta y echaron a andar hacia sus casas.

—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué debería disculparme?

Se produjo un largo silencio. Jibaku chasqueó la lengua con fuerza y examinó a Sunny de la cabeza a los pies con asco.

—Estúpida bruja akata oyibo —escupió. Hizo un gesto a los demás—. Vámonos.

Sunny y Orlu los observaron irse. Sus miradas se encontraron y la chica se apresuró a apartar la suya. Cuando se giró de nuevo, Orlu seguía contemplándola. Se obligó a mantener la vista en él, a verlo de verdad. El chico tenía unos ojos rasgados casi felinos y los pómulos altos. Era bastante mono, aunque no hablaba mucho. Sunny se agachó para recoger sus libros.

—¿Estás…, estás bien? —preguntó Orlu mientras la ayudaba.

—Estoy bien —respondió ella con el ceño fruncido—. No gracias a ti.

—Tienes toda la cara roja y, bueno, molida a palos.

—¿Y a quién le importa? —soltó mientras colocaba el último libro en su bandolera.

—A tu madre.

—¿Y por qué no los detuviste? —gritó. Se colgó la bandolera del hombro y echó a andar. Orlu la siguió.

—Lo he intentado.

—Pues vale.

—Lo he hecho. ¿No has visto a Bígaro y a Calculus hacerme esto? —Se giró para que ella pudiera verle la mejilla hinchada.

—Oh —dijo, avergonzada de repente—. Lo siento.

Para cuando llegaron al cruce donde el camino hacia sus casas se dividía, Sunny se sentía mejor. Le parecía que Orlu y ella tenían mucho en común. El chico estaba de acuerdo en que Miss Tate se había pasado de la raya, le gustaba leer libros por placer y él también se había fijado en los pájaros tejedores que vivían en el árbol junto a la escuela.

—Vivo un poco más allá —explicó Orlu.

—Lo sé —respondió Sunny, mirando la carretera asfaltada. Al igual que la suya, la casa de Orlu era blanca y tenía una modesta valla a su alrededor. Su mirada se posó en la vivienda vecina, una choza de barro con las paredes dañadas por el agua—. ¿Conoces a la señora que vive ahí? —preguntó.

De la parte trasera salía humo. «Seguramente será de una hoguera para cocinar», pensó. Sólo había visto una vez a la mujer que vivía allí, hacía unos años. Tenía la piel marrón y suave teñida de un leve matiz rojo por el aceite de palma que se echaba. Mucha gente de la zona creía que era algún tipo de bruja y la dejaba en paz.

—Es la casa de Nimm. Vive con su hija —dijo Orlu.

—¿Hija? —repitió Sunny. Había supuesto que la mujer vivía sola.

—¡Eh! —gritó alguien a sus espaldas—. ¡Orlu! ¿Quién es la onyocha?

—Santo cielo —se quejó Orlu—. ¿Cuándo acabará todo el drama?

Sunny se dio la vuelta.

—No me llames así —espetó antes de poder ver bien a la chica—. Odio cuando la gente me dice eso. ¿Tengo pinta de europea? ¡Ni siquiera me conoces!

—Te he visto por ahí —dijo la chica. Tenía los huesos finos, la piel marrón oscuro y parecía delicada, pero su voz era gritona, fuerte y arrogante. Igual que su sonrisa. Llevaba un vestido anticuado de color rojo, amarillo y azul e iba sin zapatos. Se pavoneó delante de Sunny y las dos se quedaron allí, midiéndose con la mirada.

—¿Quién eres? —preguntó Sunny al fin.

—¿Quién eres tú? —replicó la otra—. ¿Te han atropellado?

Orlu suspiró en voz alta y puso los ojos en blanco.

—Sunny, esta es Chichi, mi vecina. Chichi, esta es Sunny, mi compañera de clase.

—¿Cómo es que no te he visto nunca en el colegio? —preguntó Sunny, aún molesta. Se sacudió la ropa sucia sin éxito—. Pareces tener nuestra edad, aunque eres un poco… pequeña.

—Nunca me ha hecho falta vuestro ridículo colegio. —Antes de que Chichi pudiera añadir algo más, Orlu y ella intercambiaron una mirada—. Y nunca te diré mi edad. Podría tener más años o menos que tú. Nunca lo sabrás, aunque seas mitad fantasma y mitad humana. —Sonrió con altanería y examinó a Sunny de arriba abajo, con ganas de pelea—. Aunque hablas igbo, no suena nada a igbo.

—Es mi acento. Soy estadounidense —dijo Sunny con los dientes apretados—. Me he pasado gran parte de mi vida allí. No puedo evitar hablar así.

Chichi alzó la mano en una especie de defensa burlona.

—Oh, ¿he metido el dedo en la llaga? Lo siento mucho. —Se rio.

A Sunny le habría encantado abofetearla. A esas alturas, otra pelea no habría supuesto mucha diferencia.

—Bueno —se apresuró a decir Orlu, interponiéndose entre las dos—. Esto no va demasiado bien.

—¿Vives allí? —preguntó Sunny. Se inclinó evitando a Orlu y señaló la choza.

—Sí —respondió Chichi—. Ni mi madre ni yo necesitamos demasiado.

—¿Por qué?

Orlu se apartó, perplejo.

—No te lo diré nunca —dijo Chichi con una sonrisa maliciosa—. Hay más cosas en el mundo aparte de caserones. —Se rio entre dientes y se alejó—. Que tengas una buena tarde, Orlu. Nos vemos, Sunny.

—Ya, eso si no te piso antes —contestó Sunny.

—Ya, y eso si yo te veo venir, chica fantasma —replicó Chichi por encima del hombro.

Orlu se limitó a sacudir la cabeza.

HOGAR

Tu casa no volverá a ser la misma en cuanto descubras lo que eres. Toda tu vida cambiará. Nigeria ya está llena de grupos, círculos, culturas. Tenemos muchas formas. Eres yoruba, hausa, ibibio, fulani, ogoni, tiv, nupe, kanuri, ijaw, annang, etcétera. Añádele a eso ser una persona leopardo y tus grupos se dividirán en mil más. El mundo se convierte en algo mucho más complicado. Si viajas al extranjero, será aún más complejo. Además, eres un leopardo viviendo en un mundo de borregos idiotas, y eso no ayuda. Tienes suerte, porque al ser un sujeto independiente, te sitúas (incómodamente) con el resto de nosotros, el pueblo leopardo, y de una forma más cómoda con los borregos. Tu ignorancia limará las asperezas a la hora de tratar con ese mundo del que solías formar parte.

deCompendio de hechos para sujetos independientes

2

CHICHI

Durante las dos semanas siguientes, Orlu y Sunny adquirieron la costumbre de regresar a casa juntos. La amistad germinó entre ellos. Para Sunny, aquello suponía una agradable distracción de lo que había visto en la vela. Pero también existía otro motivo por el que últimamente regresaban juntos a casa.

El nombre del motivo era Sombrero Negro Otokoto, un asesino ritual que andaba suelto. Los periódicos locales no dejaban de publicar historias espantosas sobre él con titulares como: SOMBRERO NEGRO OTOKOTO SE COBRA A OTRA VÍCTIMA; EL ASESINO ANIQUILA LA CALMA OTRA VEZ y RECIENTES MATANZAS RITUALES EN OWERRI.

Las víctimas de Sombrero Negro siempre eran niños.

—Asegúrate de volver con el chico ese, Orlu —insistía la madre de Sunny. Orlu le había caído en gracia desde el día en que Sunny había entrado a casa toda magullada y le había contado que Orlu había detenido la pelea.

Casi todos los días, Chichi estaba allí para saludarlos y Sunny empezó a acostumbrarse a ella. Chichi decía que pasaba la mayor parte del tiempo ayudando a su madre en su choza. Cuando no estaba ayudando, hacía lo que según ella era «viajar»: iba a pie al mercado, al río, kilómetros y kilómetros campo a través. Sunny no sabía si creerse esa historia de Chichi según la cual caminó cincuenta y cinco kilómetros hasta Owerri y luego regresó en la misma tarde.

—Me compré este vestido en el mercado de allí —dijo, sujetando un trozo colorido de tela.

De hecho, era muy bonito.

—Parece caro —observó.

—Sí —respondió Chichi con una sonrisa—. Se podría decir que lo robé.

Soltó una carcajada ante la cara de indignación de Sunny.

A Chichi también le gustaban las rimbombancias y los engaños. Alardeaba de que a veces se acercaba a hombres desconocidos y les decía lo atractivos que eran, sólo para ver su reacción. Si se comportaban con demasiada simpatía, los regañaba por ser repugnantes y pervertidos y les recordaba que sólo tenía diez o trece años, la edad que más le apeteciera usar en ese momento. Luego se marchaba corriendo y riéndose.

Sunny nunca había conocido a nadie como Chichi, ni en Nigeria ni en Estados Unidos. Chichi no sabía dónde estaba su padre, y eso era lo único que decía al respecto. Pero Orlu le contó a que el padre de Chichi era un músico que en el pasado fue el mejor amigo de la madre de Chichi.

—Nunca se casaron —dijo—. Cuando se volvió famoso, la dejó para seguir con su carrera.

Sunny casi combustionó de forma espontánea cuando Orlu le reveló que era Nyanga Tolotolo.

—¡Es el músico favorito de mi padre! —exclamó—. ¡Lo oigo en la radio a todas horas!

Cuando se encaró con Chichi para hablar sobre ese tema, la chica se encogió de hombros sin más.

—Ya, ¿y? —dijo—. Lo único que tengo para demostrarlo son tres CD viejos de su música y un DVD de sus vídeos que nos envió hace mucho tiempo. Nunca nos ha dado dinero. Es un inútil.

Al cabo de un tiempo, Sunny decidió que Chichi no estaba tan mal. Era más interesante que cualquiera de sus examigas, eso desde luego.

Un día, Sunny se encontró andando sola hasta casa. Orlu tenía que irse a alguna parte después del colegio.

—Te veré mañana —fue lo único que le dijo mientras subía de un salto a un autobús.

«Si no me piensa contar adónde va, no preguntaré», pensó Sunny. Por suerte, Jibaku y compañía sólo la miraron con desprecio y se rieron disimuladamente cuando se marchó del patio del colegio.

Sin Orlu para hablar, no dejó de mirar a su alrededor por si aparecía Sombrero Negro Otokoto. Luego sus pensamientos se trasladaron a un terreno más oscuro, a lo que había visto en la vela… El fin del mundo. Y otro día había pasado, lo que lo acercaba más. Se estremeció y aceleró el paso.

—¿Qué te pasa?

Se giró para enfrentarse a Chichi, con el rostro dispuesto a reflejar molestia. Pero en el fondo se alegraba.

—¿Por qué eres tan maleducada? —preguntó Sunny.

—Digo lo que pienso. Eso no me hace maleducada —respondió Chichi con una sonrisa. Le estrechó la mano a Sunny con un apretón de la amistad. Ese día llevaba un vestido verde maltrecho y, como siempre, iba descalza.

—En tu caso, sí —se rio Sunny.

—Me da iguá —afirmó Chichi arrastrando las palabras—. ¿Vas a casa?

—Sí. Tengo deberes.

Chichi se mordió el labio inferior y dibujó un arco en el suelo con el pie.

—Así que ahora Orlu y tú sois buenos amigos.

Sunny se encogió de hombros.

—Bueno —dijo Chichi—. Si vas a ser amiga íntima de Orlu, entonces tendrás que ser amiga mía también.

Sunny frunció el ceño. Creía que ella y Chichi ya eran amigas, más o menos.

—¿Y eso por qué?

—Porque tú eres su amiga del colegio y yo soy su amiga de fuera del colegio.

Sunny se rio y sacudió la cabeza.

—No soy su novia.

—Oh, ni yo tampoco. Sólo somos amigos.

—Vale —dijo Sunny con el ceño fruncido—. Eh…, bueno, pues… vale, está bien.

—Aún no te conozco demasiado. No lo suficiente para decir que somos amigas —comentó Chichi. Ladeó la cabeza—. Pero sé que hay más en ti. Lo sé.

—¿A qué te refieres con «más»?

Chichi esbozó una sonrisa misteriosa.

—La gente dice cosas sobre las personas como tú. Que sois todas fantasmas o mitad y mitad, con un pie en este mundo y un pie en el otro. —Guardó silencio un momento—. Que podéis… ver cosas.

Sunny puso los ojos en blanco. «Otra vez no —pensó—. Menudo tópico. Todo el mundo piensa que la anciana, el jorobado, el loco y la albina tienen poderes mágicos perversos».

—Pues vale —refunfuñó. No quería pensar en la vela.

—Tienes razón —se rio Chichi—. Son estereotipos absurdos sobre los albinos. Pero, en tu caso, creo que algo de verdad sí que hay. —Hizo una pausa, como si fuera a decir algo muy importante—. ¿Sabes? Orlu puede desmontar cosas…, deshacer cosas malas.

Sunny arrugó el ceño.

—Lo veo trastear todo el rato, arreglando radios y cosas así. ¿Y qué?

—No es lo que te crees.

—¿Adónde quieres ir a parar, Chichi?

—Bueno, si vas a ser la amiga de Orlu, deberías conocer la verdadera historia.

Estaban de pie a un lado de la carretera. Un coche pasó zumbando y las envolvió en una nube de polvo rojo.

—Dime algún secreto sobre ti misma —dijo Chichi de repente—. Eso sellará nuestra amistad, creo.

—Antes dime tú algo sobre ti misma —replicó Sunny, siguiéndole la corriente. Aquel era un juego muy raro.

Chichi frunció el ceño y volvió a morderse el labio.

—Eh, ¿tienes que irte a casa enseguida?

Sunny se lo pensó. Sus deberes podían esperar un poco más. Llamó a su madre con el móvil y le dijo que estaba con Chichi. Después de un largo silencio, su madre le dio una hora y si le prometía terminar los deberes en cuanto volviese.

—Venga —dijo Chichi, cogiéndole la mano—. Vamos a mi casa.

La choza de Chichi tenía pinta de que en la temporada de lluvias se fundiría con el suelo. Las paredes torcidas estaban hechas de barro rojo, y las enredaderas, los árboles y los arbustos a su alrededor trepaban demasiado cerca de ellas. La entrada delantera no tenía puerta y estaba tapada por una sencilla tela azul. La nariz de Sunny se vio asaltada por el olor a flores e incienso en cuanto entró. Estornudó mientras inspeccionaba el entorno.

Las únicas fuentes de luz eran tres lámparas de queroseno; una en el techo bajo y las otras dos sobre pilas de libros. Aquel sitio rebosaba de libros: los había sobre una mesita en el centro de la habitación, bajo la cama, amontonados contra la pared y hasta el techo. Los rincones del techo estaban repletos de telarañas y habitados por grandes arañas. Un geco se deslizó detrás de una pila de libros. Sunny estornudó otra vez y sorbió por la nariz.

—Lo siento, o —dijo Chichi, y le dio una palmadita en el hombro—. Hay un poco de polvo aquí dentro, supongo.

Sunny se encogió de hombros.

—No pasa nada. Mi habitación está igual.

No estaba en tan mal estado como la choza de Chichi, pero iba por el mismo camino. Ella se había quedado sin sitio en las estanterías, así que había empezado a meter libros debajo de la cama. La mayoría eran ediciones de bolsillo baratas que su madre había encontrado en el mercado, pero había podido traerse unos cuantos libros de Estados Unidos, entre los que figuraban sus dos favoritos: Cuentos, de Virginia Hamilton, y Las brujas, de Roald Dahl.

Allí, los libros parecían más viejos y gruesos, y seguramente no serían novelas. La madre de Chichi estaba encaramada sobre un montón de libros, leyendo. Alzó la mirada, las vio y usó una hoja para marcar por dónde iba. Lo primero que notó Sunny fue que la mujer tenía el pelo más largo, espeso y basto que había visto en su vida. Le llegaba por debajo de la cintura.

—Buenas tardes, Nimm —dijo Chichi—. Esta es Sunny.

Sunny se la quedó mirando. ¿Así llamaba a su madre?

—Buenas tardes —graznó al final.

—Me alegro de oír que tienes voz —respondió la madre de Chichi con amabilidad.

—T-tengo voz… —consiguió balbucir Sunny.

La mujer se rio entre dientes.

—¿Quieres una taza de té?

Sunny dudó. ¿Dónde calentaría la madre de Chichi el agua? ¿Tendría que salir y encender un fuego? Pero también era de mala educación actuar como si no hubiese un sitio donde hacerlo.

—Eh, sí, por favor —respondió.

La madre de Chichi recogió la tetera y salió de la cabaña.

—Siéntate sobre esto —le indicó Chichi, señalando un gran volumen grueso—. Ya lo hemos leído las dos tantas veces que no lo necesitamos más.

Sunny no pudo ver el título del lomo.

—Vale.

Chichi se acomodó a su lado, en el suelo de tierra, y sonrió.

—Aquí es donde vivo —dijo.

—Guau, cuántos libros. ¿Qué pasa cuando llueve?

Chichi se rio con ganas ante el comentario.

—No te preocupes. Llevo toda la vida viviendo aquí y nunca he visto un libro que sufriera daño alguno.

Guardaron silencio durante un momento; lo único que se oía era el silbido de la tetera en el exterior. «Menuda rapidez —pensó Sunny—. Tiene que haber un fuego fuera». Pero no recordaba haber visto humo antes de entrar.

—¿Tu madre los ha leído todos? —preguntó.

—Todos no —dijo Chichi—. La mayoría. Yo también he leído muchos. Traemos libros nuevos e intercambiamos los que ya nos aburren.

—Así que esto es lo que haces en vez de ir al colegio.

—Eso si no estoy viajando por ahí.

Sunny se removió inquieta. Se estaba haciendo tarde.

—Eh… ¿Qué secreto ibas a contarme?

Antes de que Chichi pudiera responder, su madre entró con el té. Sunny cogió una de las tazas de porcelana. Tenía el borde desportillado y el mango roto. Las otras dos tazas no ofrecían mucho mejor aspecto.

—Gracias —dijo con educación. Tomó un sorbo y sonrió. Era de la marca Lipton, ligeramente endulzado, justo como a ella le gustaba.

—Eres la hija de Ezekiel Nwazue, ¿no? —preguntó la madre de Chichi, sentándose de nuevo en su pila de libros.

—Sí —respondió Sunny—. ¿Conoce a mi padre?

—Y a tu madre. Y sabía de ti. Te he visto por ahí.

—Como para no fijarse en ella —intervino Chichi, pero sonreía.

—¿Qué está leyendo? —inquirió Sunny.

—¿Este libro viejo y apergaminado? —respondió la mujer—. Es uno de los pocos que he leído tantísimas veces que nunca intercambiaré.

—¿Por qué?

—Contiene demasiados secretos que resolver. ¿Quién habría dicho que en un libro escrito por un hombre blanco podía pasar algo así?

—¿Cómo se titula?

—A la sombra del arbusto, de P. Amaury Talbot. De 1912. Sombras, arbustos, selvas, el continente negro. Suena a estereotipo, pero esta antigualla contiene muchas cosas. El hombre que lo escribió se las apañó para preservar información importante… sin saberlo él.

Sunny quería hacer más preguntas, pero había otra cosa que le molestaba. Según su padre, lo único que hacía falta para tener éxito en la vida era recibir una educación. Él se había pasado muchos años en la universidad para llegar a ser abogado y luego se había convertido en el vástago con más éxito de su familia. La madre de Sunny era médica y a menudo hablaba sobre cómo al destacar en la universidad se le habían presentado ciertas oportunidades que las mujeres, tan sólo dos décadas antes, no solían recibir. Así que Sunny también creía en la educación. Pero ahí estaba la madre de Chichi, rodeada de cientos de libros que había leído, viviendo en una choza decrépita de barro con su hija.

Bebieron a sorbos el té y hablaron sobre nada en particular. Al cabo de un rato, la madre de Chichi se levantó y dijo que tenía que ir a hacer unos recados.

—Gracias por el té, señora… —Su voz se apagó, avergonzada. No sabía si la madre de Chichi usaba el apellido de su padre o no. Ni siquiera sabía cómo se apellidaba Chichi.

—Llámame Miss Nimm —dijo la mujer—. O puedes llamarme Asuquo, mi nombre de pila.

Sunny se dio cuenta de una cosa en cuanto la madre de Chichi se marchó.

—El nombre de tu madre… ¿Es efik?

—Sí. Mi padre es igbo, como tú.

Hubo un silencio extraño.

—¿Desde cuándo conoces a Orlu? —preguntó Sunny al fin.

—Oh, desde que teníamos unos cuatro años. Nosotros…

Como si lo invocaran al mencionar su nombre, oyeron que la puerta de la casa de Orlu se abría con un chirrido. Chichi sonrió, se levantó y salió.

—Orlu —dijo al cabo de un momento—. Ven aquí.

Chichi acababa de sentarse cuando Orlu apartó la tela y echó un vistazo dentro.

—Chichi, he llegado justo… Oh, Sunny —dijo con un gesto contrariado—. Qué sorpresa.

Se adentró en la choza.

—Creo que Chichi me ha dejado entrar en su club secreto —comentó Sunny.

—¿Club? —preguntó él, dedicándole un ceño muy fruncido a Chichi.

—¿Quieres una taza de té? —se apresuró a preguntarle esta.

—Claro —dijo, y se sentó despacio sobre una pila de libros.

Chichi salió fuera y dejó a Sunny y a Orlu mirándose. Sunny quería romper el silencio incómodo, así que dijo lo primero que le pasó por la cabeza:

—Orlu, ¿es cierto que puedes «deshacer» cosas?

Él no dudó en girarse hacia la puerta trasera y gritar:

—¡Chichi!

—¿Qué? —gritó ella a su vez.

—Ven aquí.

—¿Qué? —farfulló Sunny—. ¿He dicho algo…?

Chichi entró dando zancadas.

—No me hables con ese tono, Orlu.

—Ah, ¿por qué eres tan bocazas? —bramó Orlu—. ¿No puedes…? —Apretó los labios—. ¿Tu madre sigue en casa?

—No —respondió Chichi, con la mirada fija en los pies. Sunny frunció el ceño. Era raro que Chichi no replicara a gritos.

Los tres permanecieron en silencio. La mirada incómoda de Sunny pasó de Orlu a Chichi, y luego de nuevo a Orlu. Este observaba furioso a Chichi y Chichi miraba al techo. Y entonces Orlu se dio una palmada fuerte en la rodilla y dijo:

—¡Explícate, Chichi! ¿Por qué?

—No —chilló Sunny—. ¡Explícate tú, Orlu! Se supone que somos amigos. ¡Dímelo y luego ya puedes regañarla!

—No es asunto… —Se giró hacia Chichi—. ¿Eres tonta? Que tú estés sola con tus mil y un secretos no significa que todos debamos pasar por lo mismo. ¡Yo no elegí ser así! ¡Y sé guardar secretos!

—No perderemos la amistad de Sunny. Confía en mí. Déjala entrar —dijo Chichi—. ¡Mírala!

—¿Y? ¡Que sea albina no significa nada! Es sólo una afección médica. ¡Todo el mundo tiene sus anomalías físicas!

—En este caso, no. Incluso mi madre lo cree —replicó Chichi.

—¡Esperad! —gritó Sunny lo bastante alto para que los dos dieran un salto—. ¡Callaos y esperad! ¡Decidme lo que está pasando!

Orlu y Chichi se miraron durante un rato largo.

—De acuerdo —dijo Orlu con un suspiro. Se sacó un trozo de tiza blanca del bolsillo—. Sólo lo haremos así —dijo cuando Chichi empezó a protestar—. No de otra forma. Tenemos que asegurarnos.

Chichi chasqueó la lengua con fuerza y apartó la mirada.

—Deberías decírselo tú primero. Si es una buena amiga, deberías confiar en ella.

—No es cuestión de confianza —respondió Orlu mientras recogía un libro tras otro. Eligió uno encuadernado en piel. En la contracubierta, dibujó lo siguiente con tiza:

Curiosamente, la tiza lo delineó con claridad en la superficie lisa de cuero del libro. Orlu musitó algo y sombreó el centro del círculo. Alrededor de la circunferencia y de las líneas, garabateó con rapidez una serie de símbolos parecidos a los que se tatuaban los estadounidenses en los bíceps y los tobillos.

—Es bastante bueno —dijo Chichi, impresionada.

—Márcalo —gruñó Orlu sin hacerle caso.

Chichi apretó el pulgar sobre el círculo sombreado. Luego lo alzó, cubierto de tiza blanca.

—Haz lo mismo, Sunny —indicó el chico. Su voz se había suavizado.

—¿Qué es?

—Si quieres saber algo, antes tienes que hacer esto.

Sunny nunca había visto a alguien realizar juju, pero al verlo supo lo que era.

—Mi madre dice que estas cosas son malignas —dijo en voz baja.

—Sin ánimo de ofender, tu madre no sabe nada sobre juju —respondió Orlu—. Confía en mí.

Aun así, Sunny dudó. Al final, venció la curiosidad, como siempre… Sobre todo después de lo que había visto en la llama de la vela. Deprisa, antes de que pudiera pensárselo dos veces, apretó el pulgar en el mismo sitio donde Chichi lo había hecho. Orlu las imitó. Luego sacó un puñal tan grande como su mano. Chichi siseó.

—¿Es necesario? —preguntó, irritada.

—Quiero que sea potente.

—Pero si casi no sabes ni hacerlo.

Orlu la ignoró y se tocó la lengua con el puñal. Hizo una mueca, pero nada más. Con cuidado, le pasó el puñal a Chichi, que se detuvo con un mohín. Luego hizo lo mismo y le ofreció el puñal a Sunny.

—Manéjalo con cuidado —le advirtió Orlu.

—¿Queréis que…?

Había sangre en la hoja. El recuerdo del sida, la hepatitis y otras enfermedades que había descubierto en el colegio y por medio de su madre le asaltaron la mente. Lo cierto era que apenas conocía a Chichi ni a Orlu.

—Sí —respondió el chico—. Pero, en cuanto lo hagas, no hay vuelta atrás.

—¿De qué?

—No lo sabrás a menos que lo hagas —dijo Chichi con una sonrisa socarrona.

Sunny no podía soportarlo más. Miró el puñal. Respiró hondo.

—Vale.

Se cortó con el trozo de la hoja que no tenía sangre. ¡Estaba muy afilada! Apenas tuvo que tocarse la lengua. Pero, cielos, ¡cómo escocía! Se preguntó si la habrían recubierto con alguna sustancia química, porque de repente todo a su alrededor se volvió raro.

—Espero que sepas lo que estás haciendo —oyó que Chichi le decía a Orlu.

—Ya veremos —musitó el chico. Los dos observaban atentamente a Sunny.

—¿Qué está pasando? —murmuró.

Nada cambiaba…, pero todo lo hacía. La habitación seguía igual: los libros, Orlu y Chichi, la mochila a su lado. Oyó que fuera pasaba un coche. Pero todo era… diferente. Como si la realidad floreciese, abriéndose y luego abriéndose más. Más de todo, pero todo igual.

—Tú… ¿lo ves? —se asombró Orlu con los ojos abiertos de par en par.

—Haz que pare —pidió Sunny.

—¡Ves! —dijo Chichi—. ¡Yo tenía razón!

—Oh, para —le espetó Orlu—. No lo sabes a ciencia cierta. Podría ser sensible y ya está.

Pero Chichi parecía satisfecha.

—¿Juras solemnemente por la gente que más quieres, por las cosas que más quieres, que nunca hablarás de lo que estoy a punto de contarte a nadie de fuera? —preguntó Orlu.

—¿De fuera de qué? —chilló Sunny. Sólo quería que aquello parase.

—Tú jura.

Sunny habría jurado cualquier cosa.

—Lo juro.

Antes de que pudiera pronunciar la segunda palabra, todo se detuvo, se asentó, se aquietó, se volvió normal.

Chichi se levantó, recogió las tazas de té vacías y salió. Sunny bajó la mirada hasta el libro. Las marcas habían desaparecido. Aún saboreaba la sangre en la boca.

—Vale, pues pregunta y te diré lo que quieras saber —dijo Orlu.

Mil cosas cruzaron volando la mente de Sunny.

—Dímelo y ya.

—¿El qué?

Ella gruñó, exasperada.

—¿Qué acabamos de hacer?

—Hemos dado nuestra palabra —respondió Orlu—. Eso era un nudo de confianza. Evitará que le cuentes a alguien algo de esto, incluso a tu familia. No podía decirte nada a menos que hiciéramos uno.

—Chichi me lo habría dicho.

—Bueno, me alegro de que no se lo pidieras. No hace lo que debería. Todos nos habríamos metido en muchos problemas si se te hubiera escapado algo de lo que ella te diga.

—¿El qué?

Orlu juntó las manos.

—Chichi y yo —empezó— y nuestros padres somos…

—No te molestes en contárselo así —intervino Chichi al regresar. Llevaba una bandeja con tres tazas de té recién hecho—. Es una ignorante.

—Eh, no, no lo soy.

—Además, entiende mejor las cosas si se las enseñas —prosiguió Chichi—. La conozco.

Orlu negó con la cabeza.

—No, demasiado pronto.

—En realidad, no —dijo Chichi—. Pero dile antes lo que puedes hacer.

Orlu miró a Sunny, luego bajó la mirada y suspiró.

—No me lo puedo creer. —Pareció recomponerse—. Es difícil de explicar. Puedo deshacer cosas malas, jujus… malignos. Es como un instinto. No tuve que aprender a hacerlo.

—¿No son todos los jujus malignos? —preguntó Sunny.

—No —respondieron sus amigos.

—Es como todo: hay algunos buenos, algunos malos y algunos que simplemente son —dijo Chichi.

—Así que sois… ¿brujos o algo así?

Los dos se rieron.

—Supongo —dijo Orlu—. Como estamos en Nigeria, nos llamamos el pueblo leopardo. En la antigüedad, había grupos poderosos llamados ekpe, sociedades leopardo. El nombre se quedó.

Sunny no podía negar lo que había visto. El mundo había florecido de forma rara y, aunque había parado, aún lo sentía en su interior. Sabía que podía ocurrir de nuevo. ¿Y qué pasaba con la vela?

—Chichi puede recordar cosas si las ve —dijo Orlu—. De modo que su cabeza está llena de todo tipo de juju. ¿Ves todos esos libros? Pídele que recite un párrafo de una página en concreto y lo hará.

Sunny se levantó despacio.

—¿Estás bien? —le preguntó el chico.