Guerrera Akata - Nnedi Okorafor - E-Book

Guerrera Akata E-Book

Nnedi Okorafor

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Beschreibung

«Brillante, original y perspicaz». PATRICK ROTHFUSS «Una literatura fantástica fabulosa». NEIL GAIMAN Sunny Nwazue es parte de la sociedad leopardo, personas con habilidades mágicas que pueden tratar con seres invisibles a ojos de los demás (los borregos), tales como mascaradas y saltamontes fantasma. Aunque Sunny dedica toda su atención a estudiar con su mentora, Lechezúcar, y a amoldarse a su refugio (rodeado por un caudaloso río donde habita un monstruo acuático), un día sucede algo que tambaleará los cimientos de todo lo que daba por sentado. Para solucionarlo deberá viajar con sus amigos hasta una ciudad hecha de humo a la que sólo se puede llegar atravesando dos mundos: el visible y el invisible. Guerrera Akata es la secuela de Bruja Akata, donde Nnedi Okorafor -ganadora del Hugo, el Nebula, el Locus y el World Fantasy Award- desarrolla en Nigeria una mágica historia de aventuras. Cita de reseña crítica: «Brillante, original y perspicaz. Necesitamos más escritores como Nnedi Okorafor». Patrick Rothfuss, autor de El nombre del viento «Si estás cansado de caballeros, dragones o magos al estilo de Merlín y te interesa explorar un mundo mágico que sea nuevo y diferente, prueba con Bruja Akata. Está lleno de maravillas mitológicas». Rick Riordan, autor de Percy Jackson «Los mundos de Nnedi Okorafor te abren la mente a cosas nuevas». Neil Gaiman, autor de American Gods «Hay más imaginación en una página de Nnedi Okorafor que en otros libros enteros de fantasía épica». Ursula K. Le Guin, autora de Un mago de Terramar «Mientras leía Bruja Akata, mi Fitbit interpretó que estaba haciendo ejercicio por mi pulso. Menos mal que va a haber una secuela. ¡No puedo esperar!». John Green, autor de Bajo la misma estrella «Cada capítulo está lleno de color, vida y muerte. ¡La obra de Nnedi Okorafor es maravillosa!». Diana Wynne Jones, autora de El castillo ambulante «La imaginación de Okorafor es asombrosa». The New York Times «Nnedi Okorafor está abriendo las puertas a otros mundos extraños y llenos de belleza». Jonathan Stroud «Las novelas fantásticas más imaginativas, apasionantes y cautivadoras que he leído». Laurie Halse Anderson, autora de Cuéntalo

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Título original: Akata Warrior

Copyright de la obra y los dibujos: © Nnedi Okorafor, 2017 Akata Witch Series: Akata Warrior (Book 2) - © 2017 by Nnedi Okorafor

All rights reserved including the rights of reproduction whole or in part in any form.

© de la traducción: Carla Bataller Estruch, 2021

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: mayo de 2021

Edición digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-18440-13-7

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

GUERRERA AKATA

ONYE NA-AGU EDEMEDE A MURU AKO:

ÁNDATE CON CUIDADO, LECTOR

Saludos desde el colectivo de la biblioteca Obi del Departamento de Responsabilidad de Golpe Leopardo. Somos una organización muy ocupada con cosas más importantes que esta tarea. Sin embargo, hemos recibido la orden de escribirte esta breve carta de información. Es necesario que comprendas en qué te estás metiendo antes de empezar a leer este libro. Si ya lo sabes, entonces puedes ignorar este aviso y saltar directamente a la continuación de la historia de Sunny en el primer capítulo.

Bien, empecemos.

Ándate con cuidado, lector, porque este libro contiene juju.

«Juju» es como a las personas de África occidental nos gusta llamar la magia, el misticismo manipulable o los encantos encantadores. Es salvaje, enigmático y está vivo e interesado en ti. Siempre resulta imposible definir qué es juju. No cabe duda de que incluye todas las fuerzas engañosas e incomprensibles arrancadas de las fuentes más profundas de la naturaleza y el espíritu. Hay control, pero nunca es absoluto. No te tomes a la ligera el juju, a menos que busques una muerte inesperada.

Los jujus hacen piruetas en estas páginas, como motas de polvo en una tormenta de arena. Nos da igual si tienes miedo. Nos da igual si crees que este libro te traerá buena suerte. Nos da igual si eres un intruso. Lo único que nos importa es que leas este aviso y, por tanto, que estés avisado. De este modo, no podrás culpar a nadie, excepto a ti mismo, si disfrutas de esta historia.

Veamos: esta chica, Sunny Nwazue, vive en el sudeste de Nigeria (considerado territorio igbo), en un pueblo no muy lejos de la próspera ciudad de Aba. Sunny tiene ahora unos trece años y medio, pertenece al grupo étnico igbo y es «naija-estadounidense» (que significa «nigeriano-estadounidense», es decir, nació en Estados Unidos de padres nigerianos; aunque esto lo podrías haber consultado en internet). Sus dos hermanos mayores, Chukwu y Ugonna, nacieron en Nigeria. Sunny, en cambio, nació en la ciudad de Nueva York. Su familia y ella vivieron allí hasta que cumplió nueve años y luego se mudaron a Nigeria otra vez. Esto quiere decir que habla igbo con acento estadounidense y dice «balompié» en vez de «fútbol». También quiere decir que a veces tiene que aguantar que sus compañeros de clase la llamen akata cuando quieren molestarla.

Akata es una palabra que algunos nigerianos usamos para referirnos y, con mucha frecuencia, degradar a los estadounidenses negros o que han nacido en el extranjero. Algunos dicen que significa «animal de los arbustos», otros que es «recolector de algodón», otros que quiere decir «animal salvaje» o «zorro»… No se ponen de acuerdo. Sea cual sea su significado, no es una palabra bonita. Pregúntale a cualquiera que haya recibido este apelativo por parte de un nigeriano arguyendo los motivos por los que los nigerianos llaman a otra gente akata y verás que nadie disfruta de esa experiencia.

Oh, y resulta que Sunny también tiene albinismo (un trastorno genético que reduce la cantidad del pigmento melánico de la piel, el cabello y/o los ojos), y por eso no está del todo aquí ni del todo allá.

Debes saber de antemano, lector, que hace año y medio Sunny Nwazue asumió por fin su auténtica identidad y la introdujeron oficialmente en la sociedad leopardo local. Para mayor claridad, citamos el manual básico Compendio de hechos para sujetos independientes, de Isong Abong Effiong Isong:

A la gente leopardo se la conoce por muchos nombres en todo el mundo. El término «persona leopardo» se acuñó en África occidental, derivado del término efik «ekpe»,«leopardo». Todas las personas con una habilidad mística auténtica son leopardos.

Las personas leopardo recibimos muchos otros nombres en muchos otros idiomas. Una característica esencial de alguien leopardo es que uno de tus mayores «defectos» naturales o tu singularidad es la clave de tu poder. Para Sunny fue su albinismo. Está aprendiendo poco a poco qué significa esto. Además, al ser una persona leopardo, tienes un rostro espiritual; este es tu rostro más auténtico, el que siempre tendrás. Y revelarlo delante de los demás es como trotar por ahí en cueros. Asimismo, Sunny se está acostumbrando despacio a la existencia, intimidad y poder de su cara espiritual, cuyo nombre es Anyanwu.

El año pasado, Sunny descubrió que es un sujeto independiente, ya que la línea leopardo se había saltado una generación. Los sujetos independientes no tienen padres que les enseñen quiénes son al nacer. Un sujeto independiente no sabe nada sobre la sociedad leopardo ni sobre otras personas leopardo, conocimientos sobre juju y el mundo místico, ni tampoco han estado expuestos a lugares místicos como Golpe Leopardo. Se acaban de dar cuenta de su condición de leopardo y saben que el caos ha estallado en su mundo.

Sunny descubrió que era leopardo a los doce años. Su misteriosa abuela por parte de madre era la persona leopardo en su familia y, si no hubiera muerto a manos del alumno de quien era mentora, habría presentado a Sunny al mundo leopardo como es debido.

Debes saber, lector, que el mundo de Sunny ahora está lleno de gente mística y también de seres que sólo las personas leopardo pueden ver, como mascaradas, tungwas, almas de los arbustos, saltamontes fantasma y demás. Esto es particularmente cierto en el refugio para la sociedad leopardo local llamado Golpe Leopardo, un terreno aislado conjurado por los antepasados y rodeado por un caudaloso río donde habita un monstruo acuático astuto y vengativo. La entrada a este lugar consiste en un puente tan estrecho como un viejo poste telefónico que atraviesa el río.

Entiende que, para apreciar este libro, debes saber qué es y qué no es una mascarada. Las mascaradas no son hombres vestidos con elaboradas máscaras y disfraces de rafia, tela, cuentas y esas cosas. He aquí una cita sobre estas criaturas extraída del libro Compendio de hechos para sujetos independientes, de Isong Abong Effiong Isong:

Fantasmas, brujas, demonios, cambiaformas y mascaradas: todo real. Y las mascaradas siempre son peligrosas. Pueden matar, robarte el alma, arrebatarte la mente, quitarte tu pasado, reescribir tu futuro e incluso causar el fin del mundo. Como sujeto independiente, no te relacionarás con las mascaradas auténticas si no quieres enfrentarte a una muerte segura. Si eres inteligente, dejarás las mascaradas de verdad a quienes saben qué hacer con los juju.

Las mascaradas cobran muchas formas: pueden ser del tamaño de una casa o de un abejorro. Hasta pueden ser invisibles. Pueden ser una sábana polvorienta sobre un montón de polillas o parecer un túmulo de hierba seca; pueden tomar la forma de una sombra dando vueltas o tener muchas cabezas de madera. Nunca lo sabrás hasta que lo sepas.

Ten en cuenta, por favor, que cuando la autora del libro citado arriba, Isong Abong Effiong Isong, era adolescente, acosó demasiadas veces a una Mmuo Ifuru (mascarada de flores) que vivía en su jardín. Esa mascarada pasó a convertir la vida de Isong en un infierno durante tres años, y el prejuicio de Isong contra ellas se refleja en su libro. No todas las mascaradas son seres enfadados, perversos, malignos o peligrosos. Muchas son bastante amables y hermosas; algunas no son nada de esto, no quieren relacionarse con seres vivos, etc.

Debes saber, lector, que cuanto más aprenda Sunny a leer ese libro de nsibidi que compró el año pasado, más verá. El nsibidi es un alfabeto del sudoeste de Nigeria. Hay que leer nsibidi con mucho cuidado y habilidad; las palabras en nsibidi leídas sin la debida atención pueden conducir a la muerte. Sé consciente de que, a medida que leas sobre Sunny, tu mundo puede cambiar, expandirse, aclararse y adquirir más vida. No es necesario mirar debajo de la cama cada noche, pero puede que quieras asegurarte de que todos los libros de tu habitación son libros de verdad.

Ándate con cuidado, lector, porque esta jovencita, Sunny, tiene amigos que también practican juju. Y cuando los cuatro se juntan, pueden salvar o destruir el mundo. Chichi es la chica que vive con su madre en la pequeña cabaña en medio de casas grandes y modernas, pese a pertenecer a la realeza por parte de madre y a tener un padre ausente que es un cantante famoso de highlife y afrobeat. Chichi podría tener más años o menos que Sunny; ¿quién sabe, a quién le importa? Puede que Chichi sea baja de estatura, pero su boca y su fuerte voluntad rivalizan con las de la mujer más próspera del mercado. La memoria fotográfica de Chichi y su intensa inquietud son las claves de su talento personal.

Orlu, que tiene casi quince años, es su vecino; Sunny no habló con él hasta que su destino floreció. Orlu es tranquilo y posee un temperamento equilibrado; cualidades que Sunny aprecia en un chico. La dislexia de Orlu lo guio hasta su asombrosa habilidad para deshacer por instinto cualquier juju que se encuentre. El mejor modo de saber si hay problemas mágicos es observando las manos de Orlu.

Sasha, de quince años, es del Estados Unidos negro; del South Side de Chicago, para ser exactos. Sus padres lo enviaron a Naija (jerga para «Nigeria») por sus problemas con la autoridad, en concreto con la autoridad en forma de policía. Es como Chichi: rápido, hiperinteligente y lo recuerda todo como un ordenador. Es problemático en el mundo borrego (no mágico), pero en el mundo leopardo tiene un don maravilloso.

Debes entender, lector, que poco después de entrar en la sociedad leopardo, Sunny, Orlu, Chichi y Sasha tuvieron que enfrentarse a un maligno asesino ritual llamado Sombrero Negro Otokoto, quien tenía la intención de traer a Ekwensu, la mascarada más poderosa, fea y malvada, al mundo material. Como los cuatro siguen vivos, se puede suponer que las cosas no salieron del todo mal en su encuentro. Por último, Lechezúcar, la bibliotecaria jefe de la biblioteca Obi (el punto central de la sociedad leopardo) ha accedido, para alegría de Sunny, a ser su mentora al fin.

La única pretensión de este libro es la de procurar contar la historia de las posteriores idas y venidas de este sujeto independiente llamado Sunny Nwazue.

Atentamente,

El colectivo de la biblioteca Obi del Departamento de Responsabilidad de Golpe Leopardo

1

PIMIENTOS CONTAMINADOS

Era una estupidez salir de noche en esa zona, sobre todo con los sueños perturbadores que Sunny tenía últimamente. Sueños que, según sospechaba, no eran sueños en absoluto. Sin embargo, su mentora Lechezúcar la había retado, y Sunny quería demostrarle que se equivocaba.

Sunny y Lechezúcar se habían enzarzado en una de sus discusiones acaloradas, en esa ocasión sobre las chicas estadounidenses modernas y, en general, sobre su poca maña en la cocina. La anciana torcida había mirado con condescendencia a Sunny, riéndose.

—Estás tan americanizada que me apuesto lo que quieras a que no sabes preparar sopa de pimiento picante —dijo.

—Sí, sí que puedo, ma —insistió Sunny, molesta e insultada. No era tan complicado preparar sopa de pimiento.

—Ah, claro, pero eres una persona leopardo, ¿no? Pues tienes que hacer la sopa con pimientos contaminados y no con esos debiluchos que los borregos trituran y usan.

Sunny había leído la receta para la sopa de pimiento contaminado en su Compendio de hechos para sujetos independientes, pero de verdad, en serio, de veras, no podía cumplir el desafío de Lechezúcar. Al preparar sopa de pimiento contaminado, si cometías un error minúsculo (como usar sal de mesa en vez de sal marina), las consecuencias podrían ser aterradoras, como que la sopa se envenenara o explotara. Eso había disuadido a Sunny de intentar prepararla.

Aun así, no pensaba admitir su incapacidad para hacerla. No ante Lechezúcar, a quien había tenido que demostrar su valía derrotando a uno de los criminales más poderosos que la comunidad leopardo había conocido en siglos. Sunny sólo era un sujeto independiente, una persona leopardo criada entre borregos y, por tanto, desconocía muchas cosas. Aun así, su chi, que se manifestaba como su rostro espiritual, era Anyanwu, alguien genial en la vasta selva. Pero, en serio, ¿qué más daba si había sido una tipa dura en el mundo espiritual? Ahora era ahora, y ella era Sunny Nwazue. Aún tenía que demostrar a la bibliotecaria jefe que era digna de tenerla como mentora.

Así pues, Sunny había salido de los terrenos de la biblioteca Obi, pese a que ya era pasada la medianoche, para recoger tres pimientos contaminados del pimental que había al final del camino. Lechezúcar había puesto los ojos en blanco y luego le prometió que tendría los otros ingredientes de la sopa en su mesa para cuando Sunny volviera. Hasta carne de cabra recién cortada.

Sunny dejó su bolso y las gafas allí. Le complacía sobre todo dejar las gafas. Estaban hechas de un plástico verde ligero como una pluma, pero aún no se había acostumbrado a ellas. Durante el último año, aunque su sensibilidad a la luz había disminuido por ser una persona leopardo, su vista no había cambiado. Siempre la había tenido mejor que la mayoría de personas albinas, pero eso no quería decir que fuera perfecta.

Después de la revisión del mes anterior, su oftalmólogo había dicho al fin lo que Sunny sabía que acabaría diciendo en algún momento: «Vamos a ponerte gafas». Eran del tipo que se oscurecen con la luz del sol, y Sunny las odiaba. Le gustaba ver la luz del sol de verdad, aunque le lastimara los ojos. Aun así, últimamente la incapacidad de sus ojos a la hora de dejar pasar la luz solar diluía tanto el mundo que apenas podía percibir los detalles. Hasta había intentado llevar una gorra de béisbol durante una semana, con la esperanza de que la visera le hiciera sombra en los ojos. Como no sirvió de nada, tocaba ponerse gafas. Pero, siempre que podía, se las quitaba. Y esa era la mejor parte de la noche.

—Espero que le cueste encontrar carne de cabra a estas horas —musitó Sunny mientras se precipitaba por la entrada de la biblioteca Obi hacia la estrecha carretera de tierra.

No había pasado ni un minuto cuando sintió la picadura de un mosquito en el tobillo.

—Oh, venga ya —murmuró. Caminó más deprisa. La noche era cálida y empalagosa, una compañera perfecta para su humor de perros. Era la temporada de lluvias y las nubes habían soltado el equivalente a una hora de lluvia el día interior. La tierra se había expandido y los árboles y las plantas respiraban. Los insectos zumbaban con emoción y Sunny oyó el gorjeo de unos murciélagos pequeños mientras se atiborraban de bichos. En dirección contraria, hacia la entrada de Golpe Leopardo, el comercio estaba en pleno apogeo. Era la hora en la que se desarrollaban tanto las transacciones más discretas como las más escandalosas. Hasta desde donde estaba podía oír unas cuantas de estas últimas, incluidos dos hombres igbo que discutían en voz alta las limitaciones y el precio excesivo de los hechizos de suerte.

Sunny aceleró el paso. Cuanto antes llegara al pimental donde crecían los pimientos contaminados silvestres, antes podría regresar a la biblioteca Obi y demostrarle a Lechezúcar que, en efecto, no tenía ni idea de cómo preparar sopa de pimiento contaminado, uno de los platos más típicos del pueblo leopardo en Nigeria.

Suspiró. Había ido a ese pimental varias veces con Chichi a recoger pimientos. Allí crecían silvestres y no eran tan concentrados como los que vendían en los puestos de verduras y en las tiendas de Golpe Leopardo, pero a Sunny le gustaba que sus papilas gustativas funcionaran, muchas gracias. Chichi siempre preparaba la sopa y a ella también le gustaba suave. Además, allí los pimientos contaminados no costaban nada y podías recogerlos a cualquier hora, de día o de noche.

En esa época del año, los pimientos estaban gordos, o eso decían Orlu y Chichi. Sunny había descubierto la existencia de Golpe Leopardo hacía tan sólo un año y medio. No era tiempo suficiente para conocer los hábitos de los pimientos contaminados silvestres que crecían cerca de los campos de flores que se usaban para hacer polvos juju. Como Chichi y Orlu se habían pasado la vida yendo a Golpe Leopardo, Sunny estaba dispuesta a creerles. A los pimientos les encanta el calor y el sol y, a pesar de las recientes lluvias, había mucha cantidad de ambos.

Cuando llegó al pimental, recogió dos pimientos rojos hermosos y los guardó en su cesta resistente al calor. El huertecito brillaba como una pequeña galaxia. El destello verde y amarillo de las luciérnagas era como naves extraterrestres esporádicas. Más allá de los pimientos brillantes había un campo de flores púrpura con el centro blanco, que se recogerían, secarían y machacarían para confeccionar muchos tipos de polvos juju habituales. Sunny admiró el paisaje nocturno.

Estaba prestando atención; hasta se fijó en la tungwa que flotaba perezosa a unos metros de distancia, justo por encima de unas flores. Redonda y grande como una pelota de baloncesto, su fina piel marrón rozaba la parte superior de una flor.

—Qué cosa más ridícula —musitó cuando la tungwa explotó con un suave pop y derramó en silencio mechones de pelo negro, trozos de carne cruda, dientes y huesos blancos sobre los pimientos. Sunny se arrodilló para buscar el tercer pimiento que quería recoger. Dos minutos después, alzó la mirada de nuevo. Lo único que pudo hacer fue parpadear y mirar—. Pero… ¿qué… demonios? —susurró.

Agarró con fuerza la cesta de pimientos contaminados. Tenía el mal presentimiento de que necesitaría todos los sentidos en ese momento. Estaba aturdida por la intensidad de su desconcierto… y de su miedo.

—¿Estoy soñando?

Donde antes estaba el campo de flores púrpura, ahora había un lago. Sus aguas estaban tranquilas y reflejaban la reluciente media luna como un espejo. ¿Desprendían los pimientos algún vapor que causaba alucinaciones? No le extrañaría nada. Cuando estaban demasiado maduros, emitían un ligero humo y a veces hasta crepitaban. Pero, además de ver el lago, lo estaba oliendo: olía a selva, a mar, a mojado. Hasta podía oír el croar de las ranas.

Sunny se planteó dar media vuelta y correr hasta la biblioteca Obi. «Lo mejor es fingir que no has visto nada», la avisó una vocecita en su cabeza. «¡Vuelve!». En Golpe Leopardo, si eres una niña que se tropieza con alguna cosa rara inexplicable, a menudo lo más sensato es hacer la vista gorda y alejarse.

Además, tenía que pensar en sus padres. Era sábado por la noche y no estaba en casa, sino en Golpe Leopardo, un lugar que la gente no leopardo como sus padres tenía prohibido conocer y mucho menos pisar. Sus padres no podían saber nada relacionado con el mundo leopardo. Lo único que sabían era que Sunny no estaba en casa y que aquello se debía a algo parecido a lo que la madre de la madre de Sunny solía hacer cuando vivía.

Su madre seguramente estaría muerta de preocupación, pero no le preguntaría nada al volver a casa. Y su padre le abriría la puerta enfadado y luego regresaría en silencio a su habitación, donde, al fin, también podría dormir. A pesar de la tensión entre sus padres y ella, les prometió mentalmente que permanecería sana y salva.

Pero los sueños de Sunny habían sido una locura últimamente. Si empezaba a soñar estando despierta y de pie, sería un nuevo problema. Debía asegurarse de que no era eso. Sacó la llave de su casa y encendió la linterna diminuta que llevaba en el llavero. Se arrastró hasta el borde del lago para verlo mejor, apartando plantas mojadas, tupidas y verdes que no eran ni pimientos contaminados ni flores púrpura. La tierra permaneció seca hasta que alcanzó la orilla del agua, donde estaba esponjosa y encharcada.

Agarró una piedrecita y la tiró. Plonc. El agua parecía profunda. Unos dos metros, al menos. Enfocó su diminuta luz débil hacia allí justo a tiempo de ver cómo un tentáculo salía disparado e intentaba enrollarse en su pierna. Falló y acabó agarrando y arrancando unas plantas altas. Sunny gritó y se alejó a trompicones del agua, de donde salieron más tentáculos grandes y blandos a toda velocidad.

Sunny se dio la vuelta y huyó; se las apañó para dar siete zancadas antes de tropezar con una cepa y caer sobre unas flores, a unos metros del lago. Miró hacia atrás, aliviada por estar a una distancia segura de la cosa del lago. Se estremeció y se levantó con dificultad, horrorizada. No se lo podía creer. Pero no creerlo no lo hacía menos cierto. El lago estaba ahora a menos de un metro de ella: sus aguas se acercaban arrastrándose a cada segundo que pasaba. Se movía rápido, como una ola en el océano. La tierra, las flores: todo se hundía en silencio a su paso.

Los tentáculos se deslizaron alrededor de su tobillo derecho antes de que pudiera alejarse. Le tiraron del pie justo cuando dos y hasta tres tentáculos más se enrollaron en su tobillo izquierdo, su torso y muslo. La hierba se incrustó en los vaqueros y la camiseta de Sunny y luego en la piel de su espalda cuando los tentáculos la arrastraron hacia el agua. No se le daba bien nadar. Cuando era niña, nadar siempre era algo que se hacía bajo el sol, así que lo evitaba. Ahora era de noche, pero definitivamente no quería nadar.

Golpeó y se retorció, luchando contra el horror; el pánico no la llevaría a ninguna parte. Esa era una de las primeras cosas que le había enseñado Lechezúcar el primer día de clase. Lechezúcar. Se estaría preguntando dónde andaría Sunny. Casi había llegado al agua.

De repente, uno de los tentáculos la soltó. Y luego otro. Y otro. Era… libre. Salió del agua con dificultad, sintiendo el amasijo de barro, hojas y flores húmedas debajo de ella. Observó el agua, mareada a causa del miedo alimentado por la adrenalina. Durante un momento, vio de un modo extraño, a través de dos pares de ojos, los de su rostro espiritual y los de su cara mortal. A través de ellos vio, a la vez, el agua y algo más. Se le revolvió el estómago ante la visión doble. Se agarró la barriga y parpadeó repetidas veces.

—Pero estoy bien, estoy bien —susurró.

Cuando volvió a mirar, una mujer de piel negra con unas rastas tupidas y muy muy largas flotaba en la superficie del lago a la luz de la luna. Soltó una carcajada gutural y se zambulló de nuevo en las profundidades. «Tiene una aleta», pensó Sunny.

—Los monstruos del lago son reales y Mami Wata es real. —Se rio.

Se apoyó en los codos un momento, cerró los ojos y respiró hondo. Orlu conocería al monstruo de lago; seguramente sabría hasta el último detalle sobre él, desde su nombre científico hasta su sistema de apareamiento. Rio un poco más. Luego se quedó quieta porque se produjo un fuerte chapoteo a su espalda. La tierra bajo ella se estaba humedeciendo por momentos. Sunny se atrevió a echar un vistazo.

Agitándose en el agua había una bola de tentáculos que colmaba el lago. Emergió la parte superior de una cabeza bulbosa y mojada. ¡Un pulpo! Un pulpo enorme. El animal echó la cabeza hacia atrás y reveló un recio pico del tamaño de un coche. El monstruo lo cerró y abrió con fuerza varias veces y profirió un ruido sordo que resultó más aterrador que un rugido.

La mujer flotaba entre el monstruo y ella, de espaldas a Sunny. El monstruo se quedó quieto, pero aún la miraba. Sunny se levantó de un salto, se dio la vuelta y echó a correr. Oyó el batir de unas alas y alzó la cabeza justo a tiempo de ver cómo una enorme silueta oscura y alada pasaba volando sobre su cabeza.

—¿Cómo? —jadeó—. ¿Ese es…?

Pero tuvo que guardar energías para correr. Alcanzó la carretera de tierra y, sin mirar atrás o arriba, siguió corriendo.

La sopa de pimiento picante olía como el néctar de la vida. Fuerte. También llevaba pescado. ¿Caballa? La habitación estaba caldeada. Sunny seguía viva. El repiqueteo de la lluvia de fuera se oía por la ventana. El sonido la desveló. Abrió los ojos ante cientos de máscaras ceremoniales colgadas de la pared: algunas sonreían, otras mostraban una mueca gruñona, unas cuantas tenían la mirada fija. Ojos grandes, ojos protuberantes, ojos rasgados. Dioses y espíritus de muchos colores, formas y actitudes. Lechezúcar le había dicho que cerrara el pico y permaneciera sentada diez minutos. Sunny se había quedado dormida cuando Lechezúcar salió de su despacho para «ir a por unas cosas».

Ahora la anciana estaba arrodillada a su lado con un cuenco lleno de algo que Sunny supuso que sería sopa de pimiento picante. La mujer se encorvaba hacia delante; con su columna torcida, le resultaba difícil arrodillarse.

—Como lo has pasado tan mal recogiendo los pimientos, he ido a comprarlos —dijo la mujer. Se levantó despacio, satisfecha—. Me he encontrado con Miknikstic de camino al mercado nocturno.

—¿Estaba…, estaba allí?

«Así que era él quien ha pasado volando», pensó Sunny.

—Enderézate —le indicó Lechezúcar.

Le dio el cuenco de sopa. Sunny empezó a comer y la sopa le calentó el cuerpo de un modo agradable. Había estado tumbada en una esterilla. Examinó el suelo en busca de las minúsculas arañas rojas que Lechezúcar siempre tenía merodeando por su despacho. Detectó una a pocos centímetros de distancia y se estremeció. Pero no se puso en pie. Lechezúcar decía que las arañas eran venenosas, pero que si no las molestaba, ellas no te molestarían. Tampoco se tomaban demasiado bien que fuera maleducada, de modo que tenía prohibido apartarse de ellas enseguida.

—Había un lago —explicó Sunny—. Donde crecen los pimientos contaminados y las flores púrpura. Sé que parece una locura, pero…

Se tocó el pelo y frunció el ceño. Lucía una media melena afro y había algo enredado en ella. Un pensamiento irracional le dijo que era una araña roja gigante y todo su cuerpo se tensó.

—Estás bien —le aseguró Lechezúcar con un gesto de la mano—. Has conocido a la bestia del lago, prima de la bestia del río. Aunque no sé por qué quería comerte.

Sunny se sentía mareada, ya que su atención se dividía entre intentar averiguar qué tenía en la cabeza y procesar el hecho de que la bestia del río tenía parientes.

—¿La bestia del río tiene familia? —preguntó.

—¿No la tiene todo el mundo?

Sunny se frotó la cara. La bestia del río vivía debajo del puente estrecho que conducía a Golpe Leopardo. La primera vez que lo había cruzado, la criatura había intentado engañarla para que muriera. Si Sasha no la hubiera agarrado de su collar, la bestia lo habría logrado. La idea de que tuviera familia no la tranquilizaba.

—Y Ogbuide te salvó de ella —prosiguió Lechezúcar.

Sunny parpadeó y alzó la cabeza.

—¿Te refieres a Mami Wata? ¿El espíritu de agua? —preguntó. Las sienes empezaban a palpitarle. Levantó las manos para tocarse la cabeza, pero las bajó—. Mi madre siempre habla de ella porque de niña le daba miedo que la secuestrara.

—Historias absurdas —dijo Lechezúcar—. Ogbuide no secuestra a nadie. Cuando los borregos no entienden algo o se olvidan de la historia real de las cosas, lo reemplazan con miedo. La cuestión es que aún eres nueva. La mayoría de las personas leopardo saben alejarse cuando ven un lago que no debería estar ahí.

—¿Hay algo en mi cabeza? —susurró Sunny, intentando no soltar el cuenco. Quería preguntar si era una araña, pero no quería molestar a su mentora más de lo que ya lo había hecho por casi morir.

—Es una peineta —dijo Lechezúcar.

Aliviada, Sunny estiró el brazo y la sacó.

—Oooh —canturreó en voz baja—. Qué bonita.

Tenía un aspecto parecido al interior de una concha de ostra, con un brillo rosa azulado iridiscente, pero pesaba y era sólida como el metal. Miró a Lechezúcar en busca de una explicación.

—Te ha salvado —dijo—. Y luego te ha dado un regalo.

A Sunny la había atacado un monstruoso pulpo que rondaba por ahí usando un lago gigante igual que una araña usa su telaraña. Luego la había salvado Ogbuide, la célebre deidad del agua. Y luego había visto volar a Miknikstic, un campeón de la final de lucha libre de Zuma que había muerto en combate y se había convertido en ángel guardián. Sunny estaba sin palabras.

—Guárdala bien —dijo Lechezúcar—. Y, si yo fuera tú, no me cortaría el pelo en mucho tiempo. Es probable que Ogbuide quiera que tengas una buena melena para sujetar esa peineta. Compra también algo bonito y brillante y ve a un lago o un estanque de verdad o a la playa y tíralo. Ella lo encontrará.

Sunny se acabó la sopa de pimiento. Luego aguantó otros treinta minutos más de Lechezúcar sermoneándola sobre cómo ser una chica leopardo más cauta. Cuando su mentora la acompañó fuera, estaba lloviendo y le dio un paraguas negro muy parecido a los que solía usar Sunny hacía poco más de un año.

—¿Podrás cruzar el puente sola?

Sunny se mordió el labio, se paró a pensar y asintió.

—Pasaré deslizándome.

Deslizarse consistía en sumergir su espíritu en la vasta selva (jerga leopardo para «el mundo espiritual») y volver invisible su cuerpo físico. Llegaría a un acuerdo con el aire y luego pasaría zumbando por el puente como una brisa repentina.

La primera oportunidad que tuvo para deslizarse por instinto fue cuando cruzó el puente de Golpe Leopardo por tercera vez con la esperanza de evitar la bestia del río. Gracias a la formación posterior de Lechezúcar, Sunny había perfeccionado tanto esa habilidad que ni siquiera emitía la habitual ráfaga de aire caliente al pasar junto a otras personas. Con la ayuda de polvos juju, todos los leopardos podían deslizarse, pero la habilidad natural de Sunny le permitía hacerlo sin polvos. Deslizarse como ella lo hacía era adentrarse en parte y peligrosamente en la vasta selva. Sin embargo, Sunny se deslizaba tan a menudo y lo disfrutaba tanto que aquello no le preocupaba.

—¿Tienes dinero para el tren apestoso?

—Sí —respondió Sunny—. No me pasará nada.

—Espero que me prepares una buena cantidad de sopa de pimiento contaminado la semana que viene.

Sunny tuvo que esforzarse para no quejarse en voz alta. A la próxima compraría los pimientos contaminados. Por nada del mundo pensaba volver al pimental que había al final de la carretera. No durante una temporada. Alzó el paraguas por encima de su cabeza y se adentró en la cálida madrugada lluviosa. De camino a casa, vio muchos charcos y un río caudaloso, pero por suerte no se topó con ningún lago.

«NSIBIDI PARA «NSIBIDI»

Este libro nunca será un superventas. El idioma en el que está escrito es muy similar al empleado en el ámbito académico más elevado. Es, por definición, egoístamente exclusivo. Es autocomplaciente. Esta es la naturaleza de cualquier obra escrita en el místico alfabeto basado en juju conocido como nsibidi.

Puedes oírme. Eres especial. Perteneces a este grupo exclusivo. Puedes hacer algo que la gran mayoría de personas leopardo no puede. Así pues, cierra, desconecta, apaga, desenchufa. Nota la brisa; es cálida y fresca. Huele a hojas de palma y de iroco, a tierra roja húmeda; aquí aún no han empezado a perforar buscando petróleo. Hay pocas carreteras, por lo que la gasolina con plomo no ha envenenado el aire. Hay una paloma en la palmera que tienes a la derecha; te mira con sus suaves ojos negros cautos. Un mosquito intenta picarte y tú lo aplastas en tu brazo. Ahora te rascas porque has sido demasiado lenta.

Camina conmigo…

de Nsibidi: el idioma mágico de los espíritus

2

BOSTEEEEZO

—En ciencias sociales aprendemos sobre historia, geografía y economía. Lo ponemos todo junto para estudiar cómo vivimos unos con otros —dijo la señora Oluwatosin mientras se sentaba en su silla delante de toda la clase—. Pero, en muchos sentidos, la clase de ciencias sociales es sobre vosotros. Debería ayudaros a que os examinéis y os preguntéis: «¿Quién soy yo? ¿Y qué quiero ser cuando sea adulto?». Así pues, hoy quiero preguntaros a todos quiénes queréis ser. ¿A qué os queréis dedicar cuando seáis mayores?

Se detuvo, aguardando. Nadie en el aula levantó la mano. Sunny bostezó y se alzó las gafas por enésima vez. Estaba demasiado ocupada abriéndose paso por un mundo mágico intenso como para pensar en qué quería ser de mayor. Sólo había conseguido dormir dos horas después de regresar a casa. Y esas dos horas estuvieron plagadas de pensamientos sobre pulpos gigantes que vivían en lagos e intentaban agarrarla. «¿Qué diablos quería?», se preguntó por enésima vez. Le había dado pereza desayunar y, aunque había terminado todos sus deberes, apenas recordaba qué había hecho. A su lado, Precious Agu alzó la mano. La señora Oluwatosin sonrió aliviada y le hizo un gesto con la cabeza para que hablara.

—Quiero ser presidenta —dijo Precious con una gran sonrisa.

Se hizo el silencio y, entonces, toda la clase se echó a reír.

—No puedes ser presidenta si no eres rica —dijo Bígaro desde el otro extremo del aula.

—¿Qué pensará tu marido? —preguntó el chico que había a su lado. Los dos chocaron los cinco.

Precious les lanzó una mirada asesina y se dio la vuelta, siseando.

—Aún vivís en los años oscuros —musitó.

—Porque vivimos en el continente negro —replicó Bígaro, y la clase se rio con más ganas.

—¡Silencio! —espetó la señora Oluwatosin—. Precious, es una buena idea. A Nigeria le vendría bien tener a su primera mujer presidenta. Aférrate a tu sueño, estudia mucho y puede que lo hagas realidad.

Pareció que Precious se hinchaba de orgullo, a pesar de las risitas de los chicos. Sunny lo observó todo a través de una neblina de aturdimiento. Le caía bien la señora Oluwatosin. Acababa de incorporarse al profesorado del exclusivo instituto de Sunny y fue una incorporación muy bienvenida: era el tipo de profesora que creía de verdad en el potencial de sus alumnos.

Bígaro alzó la mano.

—Quiero ser jefe de policía —dijo cuando la señora Oluwatosin le dio permiso para hablar.

—¿Para que la gente pueda darte dinero a diestra y siniestra? —preguntó Jibaku.

Más risas. Bígaro asintió.

—Mi plan es tener muchas muchas esposas, así que necesitaré dinero extra para que estén contentas. —Le guiñó el ojo a Jibaku, pero ella chasqueó la lengua y puso los ojos en blanco.

—Tendrás suerte si consigues una sola esposa —le soltó—. Con ese cabezón gordo.

Sunny se rio y apoyó la barbilla en las manos. La maldad de Jibaku era más graciosa cuando no estaba dirigida hacia ella. Cerró los ojos un segundo y sintió cómo el sueño intentaba llevársela. En la oscuridad detrás de sus párpados, percibió esa sensación de nuevo, como si algo tirara de ella hacia la izquierda y otra cosa tirara de ella hacia la derecha. Era inquietante, pero intentó analizarlo durante un momento. Al hacerlo, se le revolvió el estómago. Notó que su cuerpo oscilaba y, a punto de abrir los ojos, oyó a alguien roncar.

«¡Oh, no! Me he dormido», pensó, y abrió los ojos enseguida, convencida de que la gente la estaría mirando. Nadie lo hacía, menos mal. Al parecer, los ronquidos sólo se daban en su cabeza.

—Orlu —dijo la señora Oluwatosin—. ¿Qué quieres ser de mayor?

Sunny se espabiló. Orlu estaba en primera fila, así que no le veía la cara. Esa mañana sólo había tenido ocasión de saludarlo, pero parecía que su amigo había dormido como un tronco por la noche. Se preguntó qué habría hecho con su mentora Taiwo el día anterior y cómo había podido volver tan temprano para dormir bien.

—Zoólogo, creo —respondió—. Me encanta estudiar animales.

—Muy bien —dijo la señora Oluwatosin—. Es una carrera excelente. Y también muy emocionante.

Sunny estaba de acuerdo. Además, Orlu ya era como una enciclopedia andante en lo referente a criaturas y animales, fueran mágicos o no.

—¿Sunny? ¿Y qué me dices de ti?

Sunny abrió la boca y acto seguido la cerró. No sabía lo que quería ser. «¿Jugadora profesional de balompié? Eso se me da bien».

Durante los últimos meses, había jugado con los chicos de su clase cuando se juntaban en el campo que había junto al colegio. Demostrarles que era lo bastante buena como para jugar con ellos había sido fácil. Lo único que tuvo que hacer fue tomar el balón y dar rienda suelta a su habilidad; le salió con tanta naturalidad como respirar.

Sin embargo, lo complicado fue explicar cómo podía tener albinismo y, aun así, jugar bajo el sol abrasador de Nigeria, ya que no podía contarles que su capacidad para hacerlo estaba relacionada con su condición de persona leopardo. «Mi padre ha traído una medicina de Estados Unidos que me permite estar al sol», les contó a los chicos que preguntaron. Era una futbolista tan buena que todos aceptaron su respuesta y la dejaron jugar. Era muy muy feliz cuando estaba en el campo de fútbol.

Pero eso no era una carrera profesional. No una de verdad. No para una chica. Y, en serio, ¿quería convertirse en una estrella del espectáculo para ganarse la vida? Si jugaba, jugaría por Nigeria y destacaría demasiado con su albinismo. Frunció el ceño; sus propios pensamientos le dolían. «No se me bien nada más», pensó.

—Eh… No sé, ma —respondió—. Aún lo estoy pensando.

La señora Oluwatosin se rio.

—No pasa nada, tienes tiempo de sobra. Pero ponte a pensar en ello. Dios tiene planes para ti y querrás saber cuáles son, ¿verdad?

—Sí, ma —dijo Sunny en voz baja. Se alegró de que la señora Oluwatosin siguiera con la lección. Teniendo en cuenta el caos que fue el año pasado, Sunny no estaba del todo segura de que quisiera saber los «planes de Dios» para ella. «Lo sorprendente sería que Dios se haya fijado en mí», pensó, cansada.

—Está claro que la bestia del lago y la del río te tienen entre ceja y ceja —dijo Sasha esa tarde en la cabaña de la madre de Chichi—. ¿Qué les has hecho en tu vida pasada? —Soltó una sonora carcajada. Chichi rio entre dientes, se dejó caer en el regazo de Sasha y se inclinó contra su pecho. Llevaba un libro enorme y pesado y Sasha resolló bajo su peso—. Dios, Chichi, ¿intentas matarme?

—Oh, sobrevivirás —dijo la chica. Le dio un beso en la mejilla y la acarició con la nariz. Alzó el libro con esfuerzo y empezó a pasar páginas. Sunny puso los ojos en blanco, pero sonrió. Era genial estar con sus amigos después de todo lo que había ocurrido en las últimas veinticuatro horas.

—La bestia del lago es del género Enteroctopus —dijo Orlu—. Nacen y crecen en lugares completos en familias extensas. Muchos se aventuran en el mundo moviéndose junto con sus masas de agua. ¿Por qué estaba en Golpe Leopardo?

—¿Qué son los «lugares completos»? —preguntó Sunny.

—Sitios que se mezclan homogéneamente con la vasta selva —explicó Orlu—. Hay unos cuantos en Nigeria: Osisi, Arochukwu, Ikare-Akoko y, a veces, Chibok también se completa un poco. Los lugares completos están un poco aquí y un poco allá, forman capas y se combinan.

—Una bestia la atacó en Golpe Leopardo —dijo Chichi—. ¿A quién le importa por qué estaba ahí? Esas cosas van y vienen todo el rato por lo que sea. ¡A mí me interesa más quién te salvó! ¿Puedo ver la peineta?

Ella se la sacó del pelo y se la entregó a Chichi. En cuanto se la quitó, fue muy consciente de que ya no estaba ahí. La peineta pesaba bastante, pero su peso era agradable, reconfortante. Los colores de ostra quedaban bien con el afro espeso y rubio de Sunny.

—¿Qué es? ¿Metal o concha? —preguntó Chichi.

Sunny se encogió de hombros y se puso en pie.

—Tengo que irme a casa.

Chichi le devolvió la peineta y Sunny la encajó en el pelo. Entrechocó las manos con Sasha y Chichi le dio un abrazo.

—¿Estás bien?

—Sí. No me atrapó, estoy viva.

—No sé por qué esa cosa va a por ti si puede pillar presas más pequeñas y débiles —dijo Chichi, pellizcándole uno de sus brazos fuertes.

Sunny sonrió, pero apartó la mirada. Aunque siempre había sido alta, hasta ella tenía que admitir que se había vuelto bastante fuerte. Seguramente se debía a todo el fútbol que jugaba con los chicos, pero también era por algo más. No estaba echando músculo como una culturista, sino que había… cambios, como el hecho de poder apretar la muñeca de alguien hasta que le doliera de un modo horrible, darle una patada al balón tan fuerte que, si golpeaba a alguien, le haría daño y ser capaz de levantar cosas que el año pasado no podía alzar.

—¿Quieres que le eche algún juju para humillar a todos sus antepasados y deformar a cada uno de sus hijos? —preguntó Sasha.

Sunny sonrió y se tomó un segundo para considerarlo.

—Nah. Que el karma se ocupe de él.

—El juju funciona mejor y más rápido que el karma —intervino Chichi.

Sunny salió de la cabaña; Orlu la siguió y le agarró la mano con delicadeza.

—Nos vemos mañana —dijo el chico cuando Sunny le soltó la mano para salir a la carretera de tierra.

Sunny sonrió, mirándolo directamente a sus tiernos ojos.

—Sí.

Aún no estás leyendo esto como es debido si es la primera vez que lees nsibidi. Sigue leyendo. Ya llegará. Pero puedes oír mi voz y ese es el primer paso. Estoy contigo. Soy tu guía.

Nsibidi es el alfabeto de la vasta selva. No está hecho para la humanidad. Sin embargo, que no esté hecho para nosotros no significa que no podamos usarlo. Hay quien puede. El nsibidi está para «jugar» y para ver de verdad. Si pierdes este libro, te encontrará otra vez, pero no sin obligarte a sufrir un castigo… si te lo mereces. No pierdas el libro…

de Nsibidi: el idioma mágico de los espíritus

3

HOGAR

Chukwu, el hermano mayor de Sunny, estaba sentado en su jeep delante de la casa mirando la pantalla de su teléfono móvil mientras tecleaba rabioso un mensaje. Sunny lo observó, acercándose en silencio. Su hermano fruncía mucho el ceño, con las aletas de la nariz dilatadas. El año pasado había descubierto que tenía facilidad para desarrollar músculo: sus bíceps y pectorales recién hinchados se contraían mientras agarraba el móvil.

—¿Qué le pasa a esta tonta? —murmuró. Sunny se apoyó en el jeep con el brazo sobre la puerta caliente. La mugre no le preocupaba. Como siempre, el coche estaba impecable. Sunny sospechaba que Chukwu pagaba a algunos chavales del barrio para que lo lavaran a menudo. Había recibido el jeep hacía tres semanas y se lo llevaría a la Universidad de Port Harcourt dentro de cinco días.

No la vio allí de pie. Nunca la veía. Desde niños, Sunny le hacía cosas así, y también a su otro hermano, Ugonna, y a su padre. Nunca se acercaba sigilosa a su madre. Algo en ella, incluso cuando Sunny tenía tres años, le decía que no se lo hiciera nunca.

Sunny puso los ojos en blanco. Allí tenía al mayor de sus hermanos. Apestando a colonia. Con su ropa más elegante. El pelo bien rapado y perfecto. Diecisiete años, pronto dieciocho, y ya era un experto en hacer malabares con cuatro novias que dejaría en menos de una semana. Pronto serían cinco si convencía a la que estaba escribiendo de salir con él ese fin de semana. Sunny leyó el mensaje mientras los dedos de Chukwu volaban sobre la pantalla táctil.

Tu prueba —tecleó—. Sabes k t intereso pk sabes k te lo hago pasar muy bien.

Sunny se alegraba de no estar tan enganchada a chatear. ¡Qué tonta parecía la gente! Además, a ella no le hacía falta. Sólo usaba su móvil para llamar a sus padres y avisarles de dónde estaba. Cuando sabes juju, mucha tecnología parece primitiva.

—¿En serio? —dijo al fin, cuando ya no pudo soportar ver cómo su hermano quedaba fatal.

Chukwu gritó, se sobresaltó y dejó caer el móvil en su regazo. Luego la miró furioso.

—¡Joder! ¿Qué demonios quieres? —A Sunny le dio la risa tonta—. ¡Odio cuando haces eso!

En su regazo, el móvil vibró y Chukwu lo agarró.

—Esto es privado. Ve a preparar la cena o algo. Tengo hambre. Haz algo útil.

—¿No tienes suficientes novias?

Su hermano le dedicó una sonrisa dentuda y se apresuró en responder a la chica.

—Es que es tan fácil… No puedo evitarlo.

—Imbécil —murmuró Sunny mientras se acercaba a la casa.

—¿De dónde vienes así de sudada? —le preguntó su hermano, alzando la cabeza.

Sunny había estado jugando con los chicos. El equipo de fútbol de Chukwu era mayor, así que no tenía ni idea de que su hermana jugaba. Si se enteraba, Sunny no sabía cómo se lo iba a explicar. Aunque en realidad le preocupaba más Ugonna, que tenía dieciséis años. A veces los chavales de su edad jugaban con chicos de la edad de Ugonna. Por suerte, a él no le interesaba demasiado el fútbol y todo iba bien por ahora.

—No es asunto tuyo —respondió por encima del hombro y entró deprisa en la casa.

Sus padres no llegarían hasta dentro de unas horas. Su madre estaba de guardia y les había enviado un mensaje para decirles lo que podían comer. Y su padre siempre volvía tarde a casa los jueves. Ugonna estaba en la mesa de la cocina mordisqueando una naranja. Tenía un lápiz en la mano; estaba dibujando de nuevo. Sunny se planteó irse de la cocina, pero tenía hambre.

A Ugonna siempre le había gustado el dibujo; esbozaba caras sonrientes e imágenes imprecisas de chicas, árboles y coches que le gustaban y zapatillas deportivas. Pero en el último año, después de descubrir un sitio de formación en internet, se había tomado más en serio su habilidad. En vez de salir con sus amigos, empezó a pasar más y más tiempo en la mesa de la cocina, dibujando. Lo que mejor se le daba era dibujar caras y paisajes abstractos de bosques.

Algunos de esos dibujos abstractos le recordaban a Sunny al nsibidi que estaba aprendiendo a leer. No tenían el mismo aspecto, pero sí una energía similar. Los dibujos de Ugonna no se movían literalmente como el nsibidi del libro, aunque parecían moverse. Los árboles parecían mecerse y los insectos de las ramas, caminar.

Y entonces, el mes pasado, Ugonna había dibujado lo mismo que Sunny llevaba soñando desde la semana posterior al enfrentamiento con Ekwensu. La ciudad de humo. Era un buen dibujo. Su madre pensó que era tan bonito que lo había enmarcado. Sunny tenía que ver esa imagen colgada en la pared de la sala de estar cada vez que quería ver la tele o salir de la casa. Como si los sueños no fueran lo bastante horribles.

Eran peores que la visión del fin del mundo. Los sueños mostraban lo que ocurriría cuando el mundo se acabara. Una ciudad de humo que ondeaba mientras ardía, que parecía casi como otro mundo totalmente distinto. Era como ver a través de los ojos de una deidad. La primera vez que tuvo el sueño, se despertó, corrió hacia el cuarto de baño y vomitó en el retrete. La segunda vez, una semana más tarde, había enfermado unas horas después y fue incapaz de salir de la casa durante dos días mientras hacía frente a un caso terrible de malaria. La tercera vez se despertó llorando desconsoladamente. No le había hablado a nadie de los sueños. Ni siquiera a Lechezúcar. Y, sin embargo, su hermano no leopardo estaba dibujando la ciudad y su madre había enmarcado y colgado el dibujo en la pared de la sala de estar.

—Hola —gruñó Sunny, pasando rápidamente a su lado de camino a la nevera.

—Buenas tardes —respondió su hermano sin apartar los ojos de lo que estaba dibujando.

Sunny abrió la nevera; su estómago soltaba unos rugidos espantosos. No había desayunado, se le había olvidado la comida, no llevaba suficiente dinero para comprarse algo para almorzar, no le apetecía volver a pedírselo a Okwu; básicamente, no había comido desde la sopa de pimiento picante que le había dado Lechezúcar tras el ataque de la noche anterior. Sacó tres plátanos maduros.

—¿Chukwu sigue en el jeep? —preguntó Ugonna.

—Sí.

—Qué cabezón es. ¡No sé por qué mamá y papá se lo han comprado! Se va a alojar en la residencia del gobierno, ¿qué imagen va a dar?

—Papá lo intentó —respondió Sunny encogiéndose de hombros. Chukwu iba a causar sensación en la universidad. Además de ser uno de los mejores estudiantes de su clase, era uno de los mejores futbolistas de la zona. No obstante, su padre quería que su hijo mayor experimentara cómo era la vida universitaria de verdad. Así pues, en vez de hacer que Chukwu se quedara en una de las residencias de estudiantes privadas más cómodas que había fuera del campus, había insistido en que Chukwu viviera en una residencia propiedad del gobierno, más austera, dentro del campus. Tendría que quedarse en una habitación grande y compartirla con otros cinco estudiantes. Chukwu había protestado, enfadado, pero al final se calló cuando descubrió que su madre le había comprado un jeep de segunda mano.

Ugonna se rio entre dientes. Sunny también lo hizo. Hizo un corte en la piel de los plátanos negros y amarillos y los peló. Luego los cortó en trozos finos, redondos, aunque ligeramente en diagonal, y los puso en un cuenco grande. Encendió una olla honda con aceite caliente y echó los plátanos para freírlos. Mientras hacía todo esto, evitó la tentación de ver qué estaba dibujando su hermano. Una vez más, se preguntó cómo era posible que hubiera dibujado aquella horrible ciudad en llamas. No era leopardo. ¿Alguien le habría echado algún juju a ella? ¿A su familia?

Frunció el ceño y le dio la vuelta al plátano friéndose. Sacó la primera tanda y colocó las rodajas en un plato cubierto con tres servilletas de papel. Tomó una y la mordió. Su boca se llenó de saliva al percibir el sabor fuerte y dulce de la fruta frita que se parecía mucho y poco a la vez a la banana. Perfecto.

Se centró en freír los plátanos y no en la charla que planeaba mantener con Lechezúcar al día siguiente por la noche. Ni en el hecho de que había mantenido ocultos grandes secretos a sus amigos. A Orlu, en concreto, que era lo más difícil. Pronto se lo contaría. Y los tres pondrían el grito en el cielo.

Colocó el plato de plátanos en el centro de la mesa.

—¿Quieres? —preguntó mientras se servía unas cuantas rodajas.

Ugonna miró el plátano y acto seguido se levantó a por un plato.

—Gracias.

Los dos comieron y vieron una película de Nollywood en la televisión de la cocina. Unos minutos más tarde, Chukwu se reunió con ellos. Mientras se reían de una mujer boba que había sido tan tonta como para dejarse a su bebé en un taxi, Sunny miró el dibujo de Ugonna. Era un Viper tuneado con una mujer sensual sobre el capó.

Sunny sonrió y disfrutó del plátano y de su hermano.

Esa noche, Sunny estaba tumbada en la cama mirando la foto de su abuela. Su abuela, la única de todos sus parientes que era una persona leopardo, la única con quien habría podido hablar sobre todas las cosas leopardo. Sunny era albina, con la piel, el cabello y los ojos pálidos, mientras que su abuela era de un negro índigo con el pelo negro cortado muy corto. Sunny se acercó más la foto y miró el puñal juju que su abuela sujetaba contra el pecho.

Era bastante grande, casi como un machete acabado en punta, y parecía hecho de hierro puro y pesado. En ambos filos había muescas como dientes afilados y diseños grabados a fondo. «¿Te enterraron con él?», se preguntó Sunny. «Después de que Sombrero Negro te matara, ¿quedó cuerpo que incinerar?». Cerró los ojos. Era tarde y estaba cansada. No era el mejor sitio al que llevar su mente antes de dormir. Apartó la foto y desplegó el otro objeto que había en la caja junto con la carta de su abuela: un trozo fino de papel con símbolos nsibidi.

Intentó leerlo de nuevo. Cuando sintió que le daban náuseas, volvió a plegarlo. Cerró los ojos, con la esperanza de que la angustia pasara. La primera vez hizo caso omiso a los avisos de su cuerpo y persistió con sus intentos de leerlo una y otra vez. Acabó vomitando como una loca, tanto que su padre se dejó llevar por una feroz preocupación por más que su madre, una médica, le asegurase que Sunny estaba bien.

«Pero ¿por qué no podemos llevarla al hospital?», preguntaba sin parar, enfadado, de pie con su madre junto a la cama de Sunny. «¡Kai! Es una enfermedad normal, ¿no? ¡Pues entonces el tratamiento será normal!».

Al final la angustia pasó y dejó a Sunny con la pregunta acuciante de qué quería decir el nsibidi en ese trozo de papel. Tenía que mejorar leyendo nsibidi para descubrirlo. Miró el papel durante un breve instante. Luego guardó las cosas de su abuela y cogió el libro Nsibidi: el idioma mágico de los espíritus.

No estaba lista para leer la hoja con el complejo nsibidi de su abuela, pero sí que había mejorado muchísimo con la lectura. Cada día progresaba más y más «leyendo» el libro de su mentora, sobre todo cuando había descansado y comido bien y había conseguido pasar gran parte del día sin hablar con nadie. El nsibidi no se leía del mismo modo que se lee un libro o una partitura de música. Era un alfabeto mágico. Tenía que llamarte y sólo llamaba a quienes podían y querían cambiar su forma.

Los cambiaformas que leían nsibidi veían cómo los símbolos se movían y hasta los oían susurrar. Sunny lo había percibido en cuanto eligió al azar ese libro en el Bazar de Libros de Bola el año pasado. Y aunque le había costado muchos chittim (la moneda de los leopardos que sólo podía ganarse adquiriendo conocimiento), valía la pena. Fue su primera lección para dominar un arte leopardo. Aprender a leer nsibidi era intuitivo al principio, ya que obligaba al lector a llegar a lo más hondo y entender que los símbolos estaban vivos y también eran cambiaformas. Y cuando los símbolos nsibidi cambiaban su forma para ti, el mundo entero se transformaba.

La primera vez que le pasó fue dos semanas antes, después de que Sunny creyera que ya había aprendido a leer nsibidi. Había logrado pasar de la primera página, que en el fondo era una introducción al libro o, al menos, eso pensaba ella. Lechezúcar decía que su libro nunca se convertiría en un éxito de ventas. Muy pocas personas podían «oír» nsibidi y muchas menos estaban dispuestas a escuchar. Decía que el nsibidi era más un idioma de los espíritus que de los humanos. Luego empezaba a explicar que la obra estaba dividida en secciones. Como el libro era bastante fino, las secciones eran muy breves. Hasta ahí había llegado Sunny.

Por alguna razón, por mucho que diera vueltas en su cabeza a los símbolos que se retorcían, por mucho que desenfocara la mirada y se esforzara por «escuchar» lo que decían los susurros, no podía avanzar más en su lectura. Estaba bloqueada.

Sudada y frustrada, había dejado el libro sobre la cama con sus gruesas páginas abiertas. Se recostó en las almohadas.

—Venga ya —murmuró, cansada.

Entender aquella primera página había sido muy satisfactorio. Con todo lo que había vivido en el último año, había encontrado algo que para ella tenía sentido. Cada parte de su ser amaba y deseaba entender nsibidi. Y parecía que la comprensión llegaba hasta ella gracias a esto. Era agotador, mentalmente exigente y frustrante, pero lo adoraba. Y pudo entenderlo. Pero entonces se encontró con ese bloqueo.

Ahora, al mirar el breve libro con sus páginas gruesas de color crema y sus símbolos granates que se movían casi como gelatina y que a veces rotaban, se encogían y estiraban, Sunny se relajó y suspiró.

—Ya vendrá —susurró. Se relajó más. Su respiración se ralentizó. Tenía otros deberes que hacer. El nsibidi era su amigo, no un león que domar o algo que someter a palos. Estaba a punto de levantarse a comer algo; notaba el estómago vacío, aunque acababa de cenar.

—Sunny —oyó que murmuraba alguien con suavidad.

Al mirar el libro, sintió que unas manos frías y tiernas le presionaban las mejillas para estabilizar su cabeza.

—Aguanta —dijo la voz.

Todo desapareció. Lejos.

Nada excepto el susurro de los símbolos.

Palabras habladas y escritas a la vez.

Había calidez en su rostro, como la luz del sol.

El sol de ahora, no el de antes de su iniciación en la sociedad ekpe. La sociedad leopardo. El sol no quemaba.

Siguió un sendero, la jungla virgen a su izquierda, la jungla virgen a su derecha. Había un retumbar de tambores, pero podía oír la voz de Lechezúcar con claridad; Sunny veía los símbolos danzando delante de ella cuando Lechezúcar los llamaba, hundiéndose en la tierra cuando hablaba, girando en un círculo como un tornado cuando los pronunciaba.

—Este libro se titula Nsibidi: el idioma mágico de los espíritus. Pero tiene trampa. Al igual que yo, cambia de forma. Tiene otro título, uno secreto para aquellas personas que pueden leerlo. Truhana: mi vida y mis enseñanzas, escrito por Lechezúcar, es su título secreto, su auténtico título. Este libro forma parte de mí. Es maravilloso que estés aquí y que estés escuchando. Es bueno.

Lechezúcar siguió contándole/mostrándole que esa jungla era el lugar donde creció. Estaba presentando a un babuino viejo y peludo que procedía de un clan que ella denominaba los Idiok, cuando Sunny volvió a sí misma de repente. Tuvo que parpadear varias veces antes de que su visión y su mente se centraran. Alguien llamaba a la puerta; miró la hora en su móvil. ¡Habían pasado dos horas! No había leído más que una página.

—¿Sunny? —la volvió a llamar su madre. Sunny se puso tensa. Nadie en su familia sabía nada de nada. No podían, tanto por juju como por la ley leopardo. Por culpa de eso, leer el libro de nsibidi, entre otras cosas, era una tarea complicada. Su madre llamó a la puerta.

—¿Qué estás haciendo?

¡Clinc, clinc, clinc, clinc! Diez pesados chittim de cobre cayeron al suelo delante de la cama de Sunny. La moneda leopardo caía cuando se adquiría cualquier tipo de conocimiento y esas eran las de más valor. Tenían forma de barras curvas y venían en distintos tamaños; podían estar hechos de cobre, bronce, plata y oro: los de cobre eran los más valiosos y los de oro, los de menos. Nadie sabía quién los dejaba caer o por qué nunca hacían daño a nadie cuando caían.

Sunny se enderezó de un salto, agarró rápidamente los chittim y los guardó en su bolso. Sí, había aprendido algo importante y sabía que podría mirar el libro de nuevo y «escuchar» nsibidi del mismo modo.

—Guau —susurró, escondiendo el bolso detrás de sí, con los chittim tintineando con fuerza en su interior. Y entonces le llegó el dolor de barriga y se encorvó. Hambre, pero un hambre terrible y agresiva. Se aclaró la garganta e intentó sonar normal—. Sólo estoy estudiando, mamá.

Su madre probó a abrir la puerta.

—¿Y por qué te has encerrado?

Sunny se arrastró hasta el borde de la cama y apoyó los pies en el suelo frío.

—Lo siento, mamá —dijo, mientras se obligaba a levantarse.