Mujer Akata - Nnedi Okorafor - E-Book

Mujer Akata E-Book

Nnedi Okorafor

0,0
6,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Desde el momento en que Sunny Nwazue descubrió que tenía unas singulares habilidades mágicas, se esforzó por comprender sus poderes mientras trataba de equilibrar sus diferentes facetas: su vida pasada en Estados Unidos y la nueva en Nigeria, el mundo normal y el espiritual, su papel de buena hija y el de persona leopardo. Ahora, todas esas duras lecciones se ponen a prueba en una misión tan peligrosa y fantástica que embarcarse en ella sería una locura..., como también lo sería dejar pasar la oportunidad. Con la ayuda de sus amigos, Sunny emprende la búsqueda de un valioso objeto escondido en las profundidades de un extraño reino. Para conseguirlo deberá sacrificar algo... Y si triunfa, eso la cambiará para siempre. Mujer Akata es la tercera parte de la serie Akata (compuesta por Bruja Akata y Guerrera Akata), donde Nnedi Okorafor -ganadora del Hugo, el Nebula, el Locus y el World Fantasy Award- desarrolla en Nigeria una mágica historia de aventuras que la revista Time ha incluido entre las mejores series fantásticas de todos los tiempos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 452

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Título original: Akata Woman

Copyright de la obra y los dibujos: © Nnedi Okorafor, 2022

Akata Witch Series: Akata Woman (Book 3) - © 2022 by Nnedi Okorafor All rights reserved including the rights of reproduction whole or in part in any form.

© de la traducción: Carla Bataller Estruch, 2023

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: julio de 2023

ISBN: 978-84 -19680-10-5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para mi madre, la doctora Helen Okorafor

La carretera debe conducir, al final, al mundo entero

JACK KEROUAC

En el camino

NSIBIDI PARA «DIBUJO»

Al principio hubo un río. El río se convirtió en una carretera y la carretera se expandió a todo el mundo. Y, como la carretera había sido un río, siempre tenía hambre.

BEN OKRI:

El camino hambriento

NSIBIDI PARA «ESPEJO»

Hasta en los palacios hay arañas.

UDIDE, LA ARAÑA ARTISTA:

El libro de las sombras de Udide

NSIBIDI PARA «DIBUJO ULI»

MUJER AKATA

NSIBIDI PARA «BIENVENIDO»

ONYE NA-AGU EDEMEDE A MURU AKO:

ÁNDATE CON CUIDADO, LECTOR

Saludos desde el colectivo de la biblioteca Obi del Departamento de Responsabilidad de Golpe Leopardo. Somos una organización muy ocupada, pero aquí estamos otra vez, siguiendo las órdenes de la bibliotecaria jefe para alertarte, para ayudarte a que vayas con cuidado. Sé precavido. Aguza la mirada. Si tienes miedo al juju. Si te sientes incómodo cerca de poderes que pueden zumbar, vibrar, entrar y vivir en este planeta y más allá. Si no quieres saber. Si no quieres escuchar. Si tienes miedo de partir. Si no estás listo. Si. Si. Si. Estás leyendo esto. Bien. Este libro rebosa juju.

Juju es como a las personas de África occidental nos gusta llamar la magia, el misticismo manipulable o los encantos encantadores. Es salvaje, enigmático y está vivo e interesado en ti. Siempre resulta imposible definir qué es juju. No cabe duda de que incluye todas las fuerzas engañosas e incomprensibles arrancadas de las fuentes más profundas de la naturaleza y el espíritu. Hay control, pero nunca es absoluto. No te tomes a la ligera el juju, a menos que busques una muerte inesperada.

Los jujus hacen piruetas en estas páginas, como motas de polvo en una tormenta de arena, como una araña en el viento. Nos da igual si tienes miedo. Nos da igual si alguien te ha dicho que no leas libros como este. Nos da igual si crees que este libro te traerá buena suerte. Nos da igual si eres un intruso. Lo único que nos importa es que leas este aviso y, por tanto, que quedes avisado. Así no podrás culpar a nadie más que a ti mismo si disfrutas de esta historia.

Hay lugares a los que perteneces, donde la sangre te da acceso. Sin embargo, no siempre es bueno visitarlos. Este libro habla sobre Sunny y su viaje a un lugar donde perteneció, pero quizá debería replantearse si debe ir de verdad. Habla sobre una deuda heredada, sobre la responsabilidad y sobre ofrecerse voluntario… cuando quizás no deberías. El sentido común es el resultado de una educación auténtica. La educación es como el vino. Tarda tiempo en crearse. Es un proceso. Los jóvenes a veces tienen que pasar por ella… y a veces mueren intentándolo.

Atentamente,

El colectivo de la biblioteca Obi

del Departamento de Responsabilidad de Golpe Leopardo

1

AGARRA

Sunny y Lechezúcar paseaban de nuevo. A Lechezúcar le gustaba pasear. Ese día transitaban por el mercado oscuro, la parte más turbia de Golpe Leopardo, donde se llevaban a cabo las negociaciones más turbias. Ahí podías comprar chittim con dinero borrego, aunque si la conseguías de esa forma, la moneda leopardo adquiría una pátina reveladora que disminuía su valor.

Ahí podías comprar marihuana superbarata, aunque la marihuana más potente y especial se adquiría a un precio mucho más elevado en la zona general de Golpe Leopardo. Ahí podías comprar todo tipo de polvos juju, oscuros e ilegales, desde Djinn Líquido hasta Aceites Borrables de la Muerte para cautivar y adiestrar almas de los arbustos.

Lechezúcar y Sunny pasaron junto a una mujer que vendía rosas de noche. Una de esas crueles plantas llenas de espinas intentó arañar a Sunny y le tiró las gafas al suelo cuando se acercó demasiado.

—¡Oye! —dijo, apartándose de su alcance—. ¡Madre mía!

Estiró el brazo para recoger las gafas y las inspeccionó en busca de arañazos. Al no ver ninguno, se las puso de nuevo y le dirigió una mirada asesina a la planta.

—Aquí debes cubrirte tú sola las espaldas, Sunny —dijo Lechezúcar, sacudiendo la cabeza—. Venga, alumna, no me avergüences, sha.

—Me estás culpando a mí cuando ha sido ella quién me ha golpeado —protestó Sunny mientras seguían avanzando.

—Aquí la culpa no me interesa. Presta atención. Cuando sangres, sentirás el dolor, pero la planta solo sentirá satisfacción porque es mala sin complejos. —Suspiró—. En fin, mucha gente viene al mercado oscuro para negociar y hacer tratos —explicó mientras pasaban junto a un hombre que vendía unos enormes buitres negros con alas musculosas. Estaban encaramados en una rama gruesa, y el del extremo observó a Sunny como si deseara su muerte para poder comérsela—. Cuando necesites que alguien haga algo por ti que para la mayoría de la gente no es aceptable, ven aquí. Algunas de esas peticiones no son necesariamente malas, malignas o ilegales. Conozco a una erudita que venía porque había un hombre que vendía un aceite que le dejaba el pelo oliendo a flores durante meses, incluso después de lavárselo. No encontró ese aceite en ninguna otra parte. Tengo ciertas teorías sobre su procedencia. Por algo es tan difícil de encontrar. —Rio entre dientes—. Me gusta pasear por aquí de vez en cuando para recordar que todas nuestras facetas son útiles.

—¿Incluso ese tipo de ahí, el que vende seis millones de formas de morir? —preguntó Sunny.

El hombre lucía unas rastas que le colgaban hasta los tobillos, tan ordenadas y perfectas que parecían cables. Su alargada mesa estaba repleta de botellas coloridas de distintas formas y tamaños; muchas contenían algo undulante en su interior. Nadie se detenía a observar sus mercancías… por el momento.

—En el gran esquema de las cosas, sí —respondió Lechezúcar —. Bueno, Sunny, ya puedes deslizarte bastante bien. Es útil, ¿verdad?

—No podría salir de casa de ninguna otra forma —se rio la chica—. He oído que es un juju muy complicado.

Deslizarse era una de sus habilidades naturales, lo que significaba que, a diferencia de la mayoría de la gente, ella no necesitaba polvos juju para hacerlo. Deslizarse implicaba introducir su espíritu en la vasta selva, tornar invisible su cuerpo físico. Sunny había hecho un pacto con la vasta selva (el mundo espiritual) y el terrenal (el mundo físico) para pasar entre los dos como una rauda brisa.

—Deslizarse como habilidad natural es morir un poco… y resucitar. Y sí, es un juju extremadamente sofisticado para aquellas personas que no poseen esa capacidad. Como se te da tan bien, puedes acceder a algo más. Ya lo has hecho… en una ocasión.

Sunny se detuvo. A su alrededor, la gente proseguía con sus negocios turbios, vendía su mercancía turbia y se miraban con turbiedad entre sí. El sol ni siquiera alcanzaba esa zona porque un toldo andrajoso proporcionaba sombra. Y, sin embargo, Sunny se concentraba con todo su ser en su mentora. Llevaba más de un año esperando esa lección. Desde que lo había hecho una vez y la habían enviado al sótano de la biblioteca Obi por aquello.

—Se llama «agarrar» —dijo Lechezúcar.

Y entonces toda la actividad a su alrededor se detuvo. El primer instinto de Sunny fue agacharse. Su cerebro registró la ausencia de ruido como justo lo opuesto a lo que era. El silencio y la falta de movimiento sonaban con mucha fuerza, discordantes, terroríficos. Miró a su alrededor. El hombre de los buitres, el hombre que vendía veneno, las mujeres que vendían montones y montones de algo que parecían bloques de queso, todos estaban… agarrados.

—Excepto tú —aclaró Lechezúcar.

—¿Cómo lo estás haciendo?

—Es complicado y sencillo a la vez. Lo pienso, lo deseo, lo atraigo hacia mí. Es como meter las dos manos en un caudaloso río y agarrarlo. Es como saltar a una carretera llena de coches que se mueven a toda velocidad y hacer que todos los conductores me vean al mismo tiempo y se detengan. Es el juju más intencionado que existe. No es algo para lo que se pueda usar polvos. Debe ser un don.

Sunny no comprendía nada de aquello, pero pensó que podría hacerlo. Eso ayudó. Ya lo había hecho en una ocasión.

—¿Por eso puedes respirar en este estado? ¿Porque tienes el don? Casi maté a ese tal Capo cuando lo hice.

Lechezúcar asintió.

—Puedes llevarte a gente al vacío agitado que has creado. Sin embargo, si la persona no posee esa habilidad natural, es como si la sacaras al espacio. Morirá en un minuto. No puede respirar porque has detenido todas las moléculas, sus órganos, todo.

—Así que casi lo maté de verdad —susurró la chica.

—Sí. Por suerte, no lo hiciste. Dominar el agarre es una cuestión de control, intención y audacia. Hace falta mucho valor para detener el tiempo. Si eres asustadiza, nunca podrás hacerlo.

—Si es necesario concentrarse tanto, ¿durante cuánto tiempo puedes… agarrar?

—Soy una mujer mayor. Me olvido de cosas, pero poseo una voluntad de hierro. —Cerró su mano huesuda en un puño—. Puedo agarrarlo durante mucho tiempo. No se mantiene con esfuerzo. Una vez que agarras, lo haces hasta que paras. Pero, para seguir agarrando durante más de unos minutos, tienes que dejar un objeto tuyo. Un talismán. —Sacó una piedra blanca de su bolsillo—. Debe ser algo muy muy especial para ti. Tengo esta piedra desde que era un bebé. Es una de las pocas cosas que conservo del poblado de los babuinos Idiok.

—¿La llevas contigo?

—Siempre. Si quisiera agarrar el equivalente a, no sé, tres días, pondría esta piedra en el suelo, en un lugar donde nadie la viera, y me aseguraría de saber dónde encontrarla a mi regreso.

—Así que ¿debes volver a ese sitio al terminar?

—Sí. Pero sujetar tanto tiempo no es sano.

—¿Por qué no?

—Pues porque siempre hay un sacrificio.

Sunny estaba a punto de preguntar qué tipo de sacrificio, pero algo se aproximaba. Por instinto, se acercó a Lechezúcar. El ruido era como el de la llegada de un tren. Cuando pasó a su lado, todo prosiguió. Una suave brisa pasó junto a ellas y Sunny captó un olor a perfume floral. Se giró hacia Lechezúcar, sonriendo.

La mujer se rio.

—Regresar al tiempo es como un soplo de aire fresco. Y… nunca me aburre. —Le guiñó un ojo—. ¿Estás lista para intentarlo? —Sunny asintió—. Espera… Tu rostro espiritual. ¿Está contigo?

La mirada de dolor que le dirigió su mentora incomodó a Sunny.

La chica frunció el ceño y miró a lo lejos. Aquello siempre le resultaba muy humillante. Anyanwu se marchaba a menudo. A diferencia de una cara espiritual normal, Anyanwu pasaba más tiempo en otros lugares que con Sunny. Una cara normal no podía…, no querría marcharse porque era el… espíritu de una persona. Eso era lo que implicaba el desdoblamiento, un estado muy raro y obsceno del que Sunny culpaba a la terrible mascarada Ekwensu. Por lo poco que se había animado a leer sobre el desdoblamiento, casi nadie sobrevivía al trauma de esa violenta separación.

—No te preocupes —se apresuró a decir Lechezúcar—. Quizás venga cuando te deslices. Puedes agarrar el tiempo sin ella. Recuerda que tienes la ventaja de haberlo hecho antes de forma intuitiva. Eso es bueno. Piensa en ese momento. En tu rabia. En el Capo delante de ti. En cómo dirigió esa fraternidad para maltratar y casi matar a tu hermano. Piensa en lo que deseabas hacer. —Hizo una pausa—. Es el deseo. Así fue como lo hiciste. No con la rabia, sino con el deseo. Y el poder que tiene.

La gente caminaba a su alrededor y Sunny se distrajo. Sin embargo, conocía de sobra la expresión de Lechezúcar. Las excusas eran irrelevantes, o lo hacías o no lo hacías. No había una opción intermedia. Apartó toda distracción y se obligó a recordar esa noche, ese momento con el Capo; cuando estaba tan segura de lo que quería y no saber cómo conseguirlo no afectó el claro hecho de que lo conseguiría. En ese instante, había querido aislarlo de todos y de todo.

—Y ahora, agarra —dijo Lechezúcar, mirándola con intensidad.

Con la fuerza impulsada por la rabia ardiente que había sentido en el pasado, Sunny pensó la misma palabra de esa noche: «Detente». Esa vez sí que lo sintió, no como antes. Luego notó que Anyanwu volaba dentro de ella. Se irguió más fuerte; comprendía lo que Lechezúcar había querido decir al explicar que era como agarrar un caudaloso río. Ocurrió en menos de un instante, pero resultaba emocionante y podía controlarlo.

Todo se detuvo.

—¡Eeeeeeeh! —exclamó con una sonrisa—. ¡Lo he hecho!

Un montón de minúsculos chittim de oro cayó a sus pies. «¡Anyan-wu!», pensó, y sintió que su rostro espiritual sonreía. Era un buen sentimiento.

Lechezúcar se rio.

—Los chittim minúsculos y los chittim gigantescos implican que destacas en una habilidad. Bien hecho. A medida que vayas avanzando, espero que ahorres algunos chittim. —Sunny contó treinta y tres. Todos del tamaño de una uña e igual de ligeros—. La primera vez es la más difícil. Esta es tu segunda. Ahora, suéltalo.

Sunny se imaginó el río avanzando hacia delante con fuerza y vida, y en ese instante llegó el soplo floral de todo. Tuvo ganas de volver a intentarlo, y lo hizo. Luego soltó.

—No juegues con esa habilidad —dijo Lechezúcar, apuntándola con un dedo—. Y guárdatela para ti. Practícala, pero a solas. No suele haber un motivo para usarla. Pero, cuando llegue, la usarás. Es una herramienta poderosa en tu caja de juju.

Sunny sonrió.

—Ya sé cuál será mi objeto.

Tocó la peineta de zyzzyx que llevaba en el pelo, la hermosa obra que había hecho Della, su avispa artista, para regalársela. Además de tenerle cariño, era el objeto más bonito que poseía. Toda la peineta estaba hecha de unas minúsculas cuentas multicolores de cristal zyzzyx brillante, incluso los dientes. Relucía con un matiz naranja amarillento, pero solo cuando giraba la cabeza de un modo concreto. Si no, las múltiples cuentas coloridas parecían más oscuras.

—Buena elección. Tu insecto se sentirá halagado. —Sunny se rio—. Ven —le indicó Lechezúcar, y entrelazó su brazo con el de ella—. ¿Por qué no me compras un puñado de esas rosas de noche con tus minúsculos chittim? A las arañas de mi despacho les gustarán y huelen muy bien cuando llega la medianoche.

2

DE UN PIE A OTRO

Tras las lecciones del día, Sunny necesitaba relajarse. Nada más llegar a casa, se cambió de ropa y corrió al campo de fútbol. Justo a tiempo, porque acababan de empezar. Llevaba dos años jugando con esos chicos y tenían un acuerdo tácito de que nadie le preguntaría cómo o por qué podía jugar al sol. Todos eran borregos y, por tanto, no podría habérselo explicado de ninguna forma.

Por culpa del albinismo, el sol había sido su enemigo durante toda su vida. Pero luego había superado su iniciación y todo eso había cambiado… por arte de magia. Unos meses antes, le había preguntado a Lechezúcar por ello y su mentora había respondido a su pregunta con otra pregunta:

—Antes de que te iniciaras en el mundo leopardo, antes de que este mundo místico se abriera ante ti, ¿cuál era tu mayor deseo?

Sunny ni siquiera se lo tuvo que pensar:

—Jugar al fútbol al aire libre como…, como cualquier otra persona. —Y, al darse cuenta de una cosa, susurró para sí—: Me imaginaba como una bailarina sobre el escenario. Bailando.

—¿Cómo dices? —preguntó Lechezúcar.

Sunny sacudió la cabeza sin más.

—Pensaba en ello… a menudo.

—A veces ocurren cosas en la iniciación. Sobre todo cuando ese deseo es fuerte y está muy unido a lo que se está activando. Hay confusión y, en esa confusión, tu deseo se convirtió en un don.

Sunny nunca había agradecido tanto un don, accidental o no. Poder correr bajo el sol, sin quemarse, por el campo de fútbol alimentaba su alma. En ocasiones se sentía tan exuberante que las lágrimas acudían a sus ojos. Nadie lo sabría nunca ni tampoco lo entendería. Se suponía que no podía hacer aquello, pero lo hacía. Los chicos a su alrededor nunca comprenderían lo que daban por sentado. Y eso estaba bien, en cierto sentido.

Sunny corría, regateaba la pelota de un pie a otro, bailaba alrededor de los chicos que intentaban robársela con sus veloces pies. Qué bien le sentaba jugar… y no pensar en nada más. Posó la pelota en la punta del zapato y luego la golpeó con el talón. Sonrió. Ah, ya estaba en su onda. Aquello se convirtió en una danza y los chicos que la rodeaban desaparecieron. A lo lejos, oyó que uno se reía y decía:

—¡Joder, tío, mira eso! Qué bestia.

Respiraba rápido, sin dificultad; todo a su alrededor estaba en armonía, cada movimiento de su cuerpo era una ondulación de agua en un océano. Casi veía la física de su movimiento, sobre todo cuando sitió a Anyanwu. Sí, Anyanwu estaba con ella; siempre la acompañaba cuando jugaba.

Allí estaba la portería. Y allí su compañero de equipo, Emeka. La pierna de Sunny era una herramienta de la física sobre un cojín de matemáticas. Dirigió el balón a Emeka, que lo atrapó con los pies y lo envió hacia la portería, más allá del portero, que ni siquiera estaba en el lado que tocaba.

—¡Mierda! —gritó el portero mientras se retorcía y hacía un intento mediocre por detener la pelota que ya había entrado.

—¡Muy buena! —gritó Sunny mientras Emeka corría por el campo, chocando manos.

Entrechocó la de Sunny y ella rio; luego se giró para correr en dirección contraria. Al hacerlo, un chico llamado Izuchukwu, nuevo en el grupo, pasó a su lado, le propinó un azote en el trasero y luego se lo agarró.

—Ojalá estuvieras en mi equipo —dijo, mirándola con lascivia—. Se me ocurren formas mejores de jugar contigo.

—Pero ¿qué…?

Sunny ni lo pensó. En esos partidos no había árbitros, solo un código general de conducta al que todo el mundo se ceñía. Y ese código permitía vengarse si estaba justificado. Corrió hacia Izuchukwu y lo tiró al suelo con un empujón de hombro.

Oyó que Anyanwu se reía en su mente. Sunny se cernió sobre el chico, aguardando. Él se levantó y la taladró con la mirada. Los chicos que los rodeaban guardaron silencio. Sunny se alegró de que Izuchukwu no intentara ir a por ella de nuevo. Ya empezaba a sentirse culpable por tirarlo y sabía que, si hubiera intentado otra cosa, habría acabado con él.

Todos continuaron como si nada. Fue un buen partido, aunque a Sunny le dolía un poco el hombro.

En casa, dedicó gran parte de la tarde a ayudar a su madre con la cena. Ese día prepararon uno de los platos favoritos de Sunny y de su padre, ofe onugbu. Lavar las hojas amargas siempre era su trabajo, y lo detestaba porque le dejaba las manos con un residuo amargo y un olor raro. Pero valía la pena; el ofe onugbu que su madre y ella preparaban siempre estaba muy sabroso. Les quedaba espeso, con taro perfectamente sazonado, cangrejos de río, trozos de ternera y cabra, pimiento picante, pescado seco, ¡lo de siempre!

En cuanto la cena estuvo lista, su hermano y su padre aparecieron de donde fuera que estuvieran y se reunieron en la mesa. A Sunny siempre le molestaba aquello, aunque también le complacía. Era un sentimiento extraño: le encantaba cocinar y comer, pero también le gustaba que otra gente comiera lo que ella había preparado.

—Delicioso —dijo su padre mientras se servía más sopa con una bola aplastada de fufu. Su madre sonrió con ganas—. Ugo, ¿has terminado los deberes? ¿Qué tal las mates?

—Odio cálculo —respondió el chico mientras mordía un trozo de carne de cabra.

—Solo porque dejas que te dominen. ¡Tú debes dominarlas a ellas!

Ugonna sacudió la cabeza.

—No, es que no les veo sentido. Voy a ser artista.

Su padre chasqueó la lengua e hizo rodar una bola de fufu entre los dientes.

—Tonterías.

—Las mates son un arte también —dijo su madre mientras se comía la sopa.

Ugonna gruñó y Sunny se rio. Los dos tenían razón.

Después de cenar, Sunny se retiró a su habitación y cerró la puerta. Se acurrucó en su cama, con el libro de nsibidi en la mano. No lo había tocado durante dos semanas, por sugerencia de Lechezúcar. A esas alturas ya leía nsibidi con soltura, pero seguía sin poder controlar el impacto que le causaba. Las memorias de Lechezúcar, transformadas en libro de cocina, que a su vez se transformó en novela de ciencia ficción, que se transformó en libro de historia leopardo, que se transformó en sátira sobre el continente africano, que se transformó de nuevo en unas memorias, siempre eran una lectura embriagadora, por mucho que cambiasen de forma. Sunny no había necesitado un libro para leer por placer desde que lo compró.

—Aun así, deberías pasar una temporada lejos de él —había dicho su mentora—. Lee algunos libros borregos para daros a Anyanwu y a ti un respiro.

Y así, durante las últimas dos semanas, Sunny había leído dos novelas. Eran estimulantes y absorbentes, pero ninguna contenía juju. Y desde que era leopardo, los mundos sin juju no le interesaban demasiado. A Anyanwu esos libros le parecían aburridos. «No están en el mundo real», había dicho.

Sunny abrió el fino libro de nsibidi y observó la primera página. Los símbolos hicieron piruetas, se retorcieron, estiraron, giraron y contonearon por doquier. Luego se calmaron, temblando ligeramente, hasta mantener sus posiciones. Ese día, el libro había decidido ser las memorias de Lechezúcar. Sunny sonrió y pasó las páginas hasta alcanzar el último tercio.

Siempre recordaba dónde lo había dejado, por mucho que la narrativa cambiase. Según Lechezúcar, uno de los trabajos del nsibidi era ejercitar y fortalecer la memoria de una persona. Sunny se adentró en la época de estudiante de su mentora, hacía mucho tiempo. Sentía júbilo cada vez que se dejaba llevar por el nsibidi. Era una sensación agradable. Pero, mientras leía, una parte de su mente pensaba en su amiga Chichi.

Tanto Sunny como Chichi habían pasado por ciertas cosas hacía poco. Y habían estado presentes cuando la otra había sufrido ese momento de extrañeza. Chichi estaba con Sunny en un día lluvioso cuando un coche cercano retrocedió y atropelló la cola peluda de un gato. Las chicas iban corriendo a casa de Chichi durante un intenso diluvio repentino cuando Sunny lo oyó. Quizá porque el gato atigrado maulló con gravedad, casi como un sonido humano que resonó sobre el estruendo de la lluvia, o quizá porque a Sunny le gustaban los gatos y no veía a muchos bien cuidados en Nigeria. Fuera lo que fuese, los maullidos del gato llamaron su atención.

—¡Espera! —gritó, deteniéndose. Tanto Chichi como ella estaban empapadas hasta los huesos y Sunny tenía que limpiarse la cara sin parar para ver lo que tenía delante.

Chichi corrió unos pasos más y luego se dio la vuelta.

—¿Qué pasa?

Se hallaban junto a la carretera y, cada vez que pasaba un coche, las salpicaba. A esas alturas, ya no importaba.

—¡Escucha!

Las dos escucharon. Los maullidos sonaron de nuevo. Cerca.

—¡Miau!

Sunny se giró hacia la carretera y vio un coche aparcado con los intermitentes encendidos. Junto a una rueda trasera había un gato atigrado, empapado y triste. El neumático le pisaba la cola. Las dos se acercaron corriendo al coche y Sunny fue a la ventanilla del conductor. Su preocupación por el pobre gato era tan intensa que ni siquiera prestó atención a los coches que pasaban a toda velocidad muy cerca de su espalda.

—¿Dónde está el dueño del coche? —gritó Chichi.

—Ni idea —contestó Sunny mientras ahuecaba las manos para mirar el interior del vehículo. Las llaves no estaban puestas.

Las dos buscaron al conductor. El gato maullaba y maullaba sin cesar. Al cabo de unos minutos, Sunny no pudo más. Se acercó al gato y se agachó a mirar. El gato le bufó, intentó huir y luego siguió maullando.

—¡Tenemos que dejarlo! —dijo Chichi.

—¡No! —gritó Sunny.

Chichi la miraba sin moverse.

—Ya, no podemos —aceptó, y empezó a quitarse la camiseta—. A lo mejor podemos envolverlo con mi camiseta y…

—No. Déjame intentar una cosa.

Examinó de nuevo a su alrededor, esa vez para asegurarse de que nadie miraba.

—¡No! Si alguien te ve, la junta…

—No voy a hacer eso.

Tiró al suelo la mochila empapada y agarró el lateral del coche. Fue cosa del instinto y la desesperación, no una expectativa realista. Apretó los dientes, respiró varias veces y entonces tiró. Y tiró. Y TIRÓ. Sus hombros se flexionaron y tensaron, las lumbares se apretaron, los brazos se constriñeron. Sunny estaba al límite, al borde de sus fuerzas. Y entonces sintió que el coche… se levantaba. Abrió los ojos de repente, justo a tiempo para ver al gato salir huyendo.

—¡Lo has hecho! —gritó Chichi.

El gato se detuvo a unos metros, mirándolas bajo el diluvio como si a él también le sorprendiera lo que acababa de hacer. Lo que seguía haciendo. Sunny se miró las manos, que aferraban el borde del coche. El neumático se hallaba a unos centímetros del suelo.

—¿Qué demonios? —susurró. Soltó el coche y este rebotó con suavidad en el barro.

—¿Qué estáis haciéndole a mi coche? —gritó una mujer cerca.

Sunny y Chichi se dieron la vuelta y echaron a correr.

En casa de Chichi, Sunny se había inquietado sin cesar mientras se apretaba las mejillas con las manos.

—¿Qué ha sido eso? ¿Cómo lo he HECHO? ¡He levantado un coche! ¡Dios mío, Dios mío! ¡Un coche, Chichi! Y no te he enseñado… Es que ahora es cuando empieza a notarse. ¡MÍRAME LOS BRAZOS! ¿¡Por qué!?

Se levantó la manga de la camiseta y flexionó. Sus bíceps eran finos, pero magníficos y duros como una piedra. Chichi pellizcó el izquierdo.

—Kai! Na bodybuilda! —exclamó Chichi con una carcajada—. Sunny, eres una guerrera de Nimm. ¿Cuántas veces te lo tengo que recordar? Eso es lo que suele pasar.

—Pero acabo de levantar un coche —repitió la chica—. Por un gato.

—Y el gato te lo agradece…. Bueno, no te lo ha agradecido, pero eso no importa.

Sunny se sentó en el suelo y acercó las rodillas al pecho. Apenas podía hacerlo porque sus esbeltas piernas musculosas eran muy largas. Ya superaba el metro ochenta. Apretó la cara contra las piernas y suspiró.

—Cuando consigo pillarle el truco a algo, otra cosa más fuerte aparece y lo desequilibra todo. Esto no tiene nada que ver con el juju o con ser leopardo.

—No, es cosa de la sangre.

Unos días más tarde, los papeles se invirtieron. Sunny estaba con sus hermanos, Chukwu y Ugonna, jugando al fútbol. Era por la tarde y el sol casi había desaparecido, y Sunny se lo estaba pasando bien… hasta que llegaron las chicas. No sabía sus nombres. Con sus hermanos iban y venían chicas distintas cada dos semanas o así, porque seguían a Chukwu desde la universidad los fines de semana que visitaba a su familia, como si no soportaran estar lejos de él unos pocos días. Y siempre traían a una amiga para Ugonna, algo patético porque él no se había graduado aún en el instituto.

Sunny las estaba viendo caminar hacia el jeep de Chukwu cuando oyó un ¡psss! Frunció el ceño y se giró hacia los arbustos en el lado más alejado del campo de fútbol. ¿Anyanwu le estaba gastando una broma otra vez? Le gustaba hacerlo al anochecer, cuando todo tenía un aspecto raro.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

—Yo —respondió una voz.

Sunny miró hacia donde estaban sus hermanos con las dos chicas y luego fue corriendo a los arbustos.

—Eh, ¿dónde vas? —oyó que gritaba Chukwu.

—Creo que hay una pelota de fútbol vieja en los arbustos —respondió.

Redujo el ritmo al alcanzarlos y echó un vistazo a su espalda. Cuando se giró de nuevo hacia los arbustos y los árboles, notó enseguida que le dolía la cabeza.

—¿Qué…? —Delante de ella, todo palpitaba, suave y profundo en la luz del atardecer. Sacudió la cabeza y parpadeó. Entornó los ojos. Había alguien agachado—. ¿Chichi?

Todo palpitó de nuevo, esa vez acompañado por un leve resplandor rojizo que desapareció enseguida. Sunny lo notó en la garganta y en las plantas de los pies. Chichi estaba enroscada en una bola, con las piernas en el pecho y la cabeza contra las rodillas. Llevaba un largo vestido rojo y, como siempre, iba descalza.

—¿Estás bien? —preguntó Sunny, acercándose—. ¿Chichi?

Hubo otro pálpito y Sunny oyó algo a lo lejos… ¿Una flauta? Se tensó y retrocedió un paso.

—¿Qué ha sido eso?

—No te preocupes —susurró Chichi—. No están cerca. Creo.

—¿De quién hablas? —preguntó su amiga, arrodillándose delante de ella.

Las hojas de los árboles temblaron, pero no corría brisa. Chichi gimió y apretó la cabeza contra las rodillas.

—¿Tienes un móvil?

—Sí.

—¿Puedes poner la música de mi padre?

Sunny se detuvo y notó calor en el cuello. El padre de Chichi era un famoso y rico cantante afrobeat, pero nunca le había enviado nada a la madre de Chichi y lo único que su amiga tenía de él era un viejo DVD que le había dado. Chichi apenas hablaba de él, pero al padre de Sunny le encantaba su música y le había transmitido esa pasión a su hija.

—Ah, para —protestó Chichi—. Sé que tienes su música en el teléfono. Te he oído ponerla.

Sunny sacó el móvil y seleccionó «Rebelde con cinco causas», una canción que recibía una gran influencia del hip hop y enumeraba cinco formas de causar problemas al gobierno de Nigeria. A Sunny le encantaba no solo porque era genial, sino porque había cabreado tanto al gobierno que el año anterior la habían prohibido en Nigeria. El sonido ahogó la lejana flauta nativa. El extraño pálpito siguió apareciendo, sincronizado a la perfección con la música, y se tornó más soportable.

—¿Sunny? —susurró Chichi.

—¿Sí?

—He aprobado.

—¿Eh? ¿Aprobado el qué?

—El segundo nivel. He aprobado Mbawkwa.

—¡Oooooh! —exclamó Sunny, contenta—. ¡Guau!

Había cuatro niveles en el mundo leopardo. Ekpiri era el primero y el más bajo, más bien una iniciación que otra cosa. Todo el mundo lo pasaba a los cinco o seis años. Los sujetos independientes (los leopardos que procedían de las familias borregos y que descubrían su condición de leopardo mucho más tarde) lo pasaban después, como había hecho Sunny. El segundo nivel era Mbawkwa y la gente que se presentaba a él lo hacía con dieciséis o diecisiete años. Sunny acababa de cumplir quince, pero Chichi… Ni siquiera ahora Sunny sabía lo mayor (o joven) que era su amiga.

—Chichi, ¿cuántos años tienes? —La interpelada solo chasqueó la lengua—. Es que…

—Eso no es importante —espetó Chichi.

Se miraron durante un momento.

—¿Cómo ha sido?

—No es lo mismo para todo el mundo —explicó su amiga. Se apretó las sienes con los dedos mientras las cosas a su alrededor palpitaban con tanta fuerza que podían oírlo por encima de la música—. Yo… Esto…

Apartó la mirada.

—¿Tú qué? —insistió Sunny—. Venga, dímelo. Quizás te haga sentir mejor.

—¿Tú crees? Pensarás que estoy…

—¡Sunny! —la llamó su hermano Chukwu—. ¿Quién está ahí?

Chichi la miró y negó con la cabeza.

—¿Puedes… reprimirlo? —preguntó Sunny—. ¿Hacer que pare? Al menos hasta que te llevemos a tu casa.

Chichi cerró los ojos con fuerza y guardó silencio un momento cuando sonó un latido. Respiró hondo y soltó el aire por la boca. Y, poco a poco, todo lo raro disminuyó.

—Sí —dijo, abriendo los ojos. Pero estaba sin aliento y parecía más cansada.

—¿P-Puedes andar?

—¿Es Chukwu? —preguntó Chichi.

—Sí. ¿Puedes andar?

—Uf, sí.

Sunny se levantó.

—¡Es Chichi! Ahora vamos.

—Joder —maldijo Chichi mientras se levantaba despacio. Se tambaleó de pie.

—¿Quieres que…?

—No.

Echaron a andar hacia el grupo. Sunny se detuvo.

—¿Qué ha pasado durante la prueba?

Chichi se paró antes de hablar.

—He hablado con una mascarada. ¿Por qué siempre vienen a por mí?

Las mascaradas eran espíritus y ancestros que habitaban y bailaban en todas partes, desde la vasta selva hasta el mundo terrenal. Monstruosas, preciosas, estoicas, enormes, minúsculas, locas, ingeniosas, salvajes; cada una era un universo por sí mismo, pero todas tenían una cosa en común: eran poderosas. Siempre. A las personas leopardo les podían dar privilegios, maldecir, poner a prueba, otorgar. Si querían. Existían más allá del tiempo y del espacio, y de la vida y la muerte, y podían bailar en todo ello también. A pesar del poco tiempo que llevaba siendo leopardo, Sunny se había encontrado con varias mascaradas. Y nunca volvía a ser la misma después de cada encuentro.

—Siempre van a por ti, Chichi, ¡porque tú siempre vas a por ellas! —soltó Sunny. Se llevó una mano a la boca—. Lo siento.

Pero Chichi se rio.

—Es cierto. No sé por qué. Siempre tengo ganas de molestarlas, de pincharlas, de fastidiarlas. Según mi madre, mi abuelo era igual.

Al cabo de unos pasos, Sunny preguntó:

—¿Qué…, qué te ha dicho?

Chichi volvió a reírse.

—Todo esto no es por lo que ha dicho, sino por lo que ha hecho.

—¿Y qué ha hecho?

—No lo sé. Pero nada más hacerlo comenzó todo esto, y anoche, cuando tocaba un objeto, podía oír su… historia. Toqué mi silla y vi cómo crecía el brote de árbol, cómo echaba raíces, cómo vivía su vida. ¡Ha sido alucinante! Gracias a DIOS que ya va parando.

Casi habían alcanzado a su hermano y a los demás cuando el corazón de Sunny dio un vuelco repentino. Había estado tan centrada en Chichi que se le había ido de la cabeza una cosa: la pasivo-agresividad que persistía tras más de un año y medio entre Chukwu y Chichi después de que su amiga lo dejara. «¡Un momento! Esto será raro», pensó.

Alcanzaron a Chukwu, Ugonna y las dos universitarias.

—¿Cómo va todo, Chichi? —dijo Ugonna. Le agarró la mano, la sacudió y la entrechocó. Chichi sonrió como si nada fuera mal. Sunny se maravilló al ver ese cambio.

—Ugonna, o, qué elegante —respondió su amiga, arrastrando las palabras. Se giró hacia Chukwu, sin reconocer en absoluto la presencia de las chicas.

Chukwu estaba paralizado, no dejaba de mirarla.

—Hola —saludó Chichi, alzando la voz—. ¿Estás bien? Es como si hubieras visto un fantasma. Estoy vivita y coleando, sha.

Chukwu parecía tan incómodo que Sunny se rio.

—Ah, sí, Chichi, hola, ¿qué haces aquí? —Su hermano carraspeó y se irguió—. ¿Me estás espiando o algo?

Chichi puso los ojos en blanco.

—Me alegro de verte. —Arrastró un poco a Sunny—. Tu hermana me va a llevar a casa. ¿Te parece bien? —Se movió sin esperar una respuesta—. Que tengáis buena tarde. —Saludó por encima del hombro—. Ha sido un placer veros.

—Para el carro —dijo Sunny entre risas.

—Si paro, me derrumbaré y este sitio ondulará y sonará como el corazón de un gigante.

Sunny la seguía con sus piernas largas.

—Ah, vale, no hace falta que lo repitas.

—¿Vas a ir a la cita con Orlu?

Sunny sonrió y puso los ojos en blanco.

—Eso espero.

—Tus padres son demasiado estrictos.

—Más mi padre. No se fía de Orlu.

Chichi se rio con malicia.

—Tonterías.

—Ya ves.

Solo tardaron unos minutos en llegar a la casa de Chichi. Sunny la ayudó a extender el saco de dormir entre los montones de libros. La habitación palpitó y Chichi suspiró de alivio por no tener que contener la energía que la atravesaba.

—¿Dónde está tu madre?

—Volverá pronto. Estuvo en mi iniciación. Sabe lo que me… pasa. Ha ido a Golpe Leopardo a conseguirme una cosa para aliviarlo.

—Y deberías haberte quedado tumbada, ¿verdad?

—Es que se volvió demasiado raro y tenía que verte. Sasha… No quiero que cargue con esto. Se pondrá empalagoso.

—Yo no soy tan maja —dijo Sunny con una sonrisa.

—Cuento con eso. —Una vez que se quitó el extraño vestido rojo y se puso la ropa de dormir, Chichi le dijo que se fuera a casa—. Ya estoy bien y mi madre volverá pronto.

—¿Estás segura?

—Sí.

Pero Sunny se quedó con ella hasta que su madre regresó. En ese rato, las dos chicas se sentaron juntas para leer en el amplio saco de dormir. Sunny eligió un libro llamado El libro de los edans y Chichi Reina lluvia, juju suave, obras que Anatov les había mandado leer para la siguiente semana.

Durante la lectura, Sunny no dejó de mirar a su amiga. No había dicho nada al respecto y ella tampoco pensaba mencionarlo. Justo debajo del cuello, tenía lo que parecía una línea que se tornaba en bucle hasta dividirse en una cruz, y una de las dos mitades se enroscaba en una espiral apretada. La espiral se tensaba y relajaba y retorcía cuando Sunny la miraba. La marca seguía fresca, en carne viva, roja e hinchada, como hecha en las últimas veinticuatro horas. Y daba igual cuánto la observase, que no podía centrar del todo la mirada en ella. ¿Era cosa de la mascarada? Cuando la madre de Chichi llegó a casa, le echó un vistazo a su hija pero no dijo nada sobre la marca. A lo mejor no era tan importante.

Tres días más tarde, cuando Sunny vio a Chichi después de que el mundo alrededor de su amiga recuperase la estabilidad, se fijó en que la marca se había vuelto de un negro intenso. Y ahora podía leerla con claridad. Estaba en nsibidi y decía: «Como el leopardo no habla, en cuanto lo hace, se convierte en una mujer».

3

LA CITA

Sunny llevaba una semana esperando ansiosa su cita con Orlu. Se merecía algo de diversión y se merecía vivirla con Orlu. Le gustaba muchísimo. Nunca lo confesaría, pero tenía tres fotos suyas en el teléfono, en un álbum secreto. Una la había hecho mientras comían en el instituto. Otra era un selfi que Orlu se había sacado con Sasha en el Puestecillo Peculiar de Mama Put. Y la tercera Sunny se la había hecho en secreto mientras sonreía a una enorme rana que había atrapado en la lluvia. Esa era su favorita. Orlu era un alma amable que la entendía y no juzgaba lo que no entendía…, como su desdoblamiento.

—Porfa, porfa, porfa —les había suplicado Sunny la semana anterior a sus padres ceñudos. Estaban al tanto de lo suyo con Orlu, pero no les entusiasmaba la idea—. Solo es una cena. No iremos a más sitios.

—No —dijo su padre.

—Ya lo hablaremos —respondió su madre, mirándolo.

—No —repitió este.

Luego llamaron a los padres de Orlu, que advirtieron al chico. Los padres de Sunny, sobre todo su padre, la habían advertido a ella. Y ahora Orlu y Sunny iban de camino al Puestecillo Peculiar de Mama Put, sin prestar atención a que había tantas restricciones sobre su «cita» que apenas tenían tiempo para cenar de verdad. Sunny llevaba su vestido amarillo favorito y Orlu unos vaqueros que nunca le había visto, una camisa verde de franela y zapatillas blancas que, por lo que Sunny sabía, él no quería desgastar.

Ninguno de los dos sabía a qué venía la fiesta en la calle, pero no se quejaron. Sunny decidió que era lo más guay que había visto nunca…, aunque estuviera a punto de acabar cubierta de polvo.

—¡Unámonos a la fiesta! Ya iremos al Puestecillo Peculiar de Mama Put en otro momento.

—Me parece bien —convino Orlu—. Pero recuerda que debemos controlar la hora. Si la fastidiamos, nunca saldremos de nuevo… sin meternos en problemas.

El polvo empezó después de que cruzaran el puente de Golpe Leopardo. Los envolvió en una brisa cálida mientras recorrían el sendero.

—Hala —exclamó Sunny.

El vestido le llegaba por las rodillas, así que no debía preocuparse por si se levantaba, solo por si se ensuciaba. Intentó apartar el polvo con la mano, pero solo se espesó más.

—No es polvo normal —comentó Orlu—. Lo respiro y no me hace toser.

—Escucha. ¿Lo oyes?

Se quedaron allí para observar la colina que conducía a las tiendas y restaurantes de Golpe Leopardo. Sonaba música, música en directo. Y brillaban unas luces. Sin embargo, había tanto polvo en medio que solo distinguían una cúpula de luz borrosa y colorida.

Todo Golpe Leopardo parecía envuelto en una gran nube de música y polvo respirable. Sunny y Orlu intercambiaron una mirada, sonrieron y corrieron hacia ella. Olía a madreselva. Remolinos de polvo rodaban a su alrededor y tiraban tierra a la cara de quienes miraban demasiado. Sí que acabaron con la ropa sucia. A ninguno de los dos les importó. Era muy divertido. De hecho, se trataba de algún tipo de celebración, aunque ni Sunny ni Orlu se molestaron en preguntar de qué.

Gente leopardo de todas las edades bailaba, cantaba, reía y comía en los remolinos de polvo. Había una energética pista de baile cerca de la banda, que tocaba una especie de fusión afrobeat, hip hop y heavy metal. Sunny entró de un salto y dio tres vueltas a la pista.

Sin embargo, hubo un momento turbio. La música sonaba con fuerza y Sunny disfrutaba de ella con el resto de juerguistas. Tenía las manos alzadas y reía mientras daba vueltas en círculo con un grupo de adolescentes. Y entonces algo llamó su atención: unos árboles fuera de la fiesta, al otro lado de las luces y el polvo. Los veía porque, por un instante, se halló en el borde de la multitud. Se detuvo y se apartó de los demás para echar un vistazo. La música resonaba, el ritmo de un corazón que amplificaba el temor distante que sentía.

El polvo se arremolinaba y la música la llamaba. Pero… había algo detrás de los árboles. Algo muy grande, descomunal. El polvo se espesó, ocultándolo. Cuando amainó, la cosa había desaparecido. «Algo de esas dimensiones no podría haber estado ahí y haber desaparecido tan rápido», pensó Sunny. Pero sabía que sí. Aquello era del tamaño de una casa pequeña. Y quizá incluso tuviera un aliento con olor a casas quemadas. Pero ya había desaparecido. Sunny alzó las manos y regresó al baile. Negar que había visto algo siempre era más fácil.

Al final regresó con Orlu, que estaba sentado en una silla plegable y comía una mazorca de maíz.

—¡Ven a bailar! —dijo, sonriendo.

—No, gracias, tú sigue —respondió el chico. Le dio una servilleta para que se secara el sudor de la frente.

Había una tienda fuera de la librería que servía una comida festiva maravillosa, y Sunny probó un poco de todo, como akara, maíz asado, puff puff, suya de rata cortapasto y pollo, treinta tipos de arroz jollof, sopa de pimiento contaminado en cuencos hechos de ñames y los trozos de piña más dulces que había comido en toda su vida. Orlu se ofreció a pagar, pero Sunny le compró otra mazorca a cambio.

—Ya me invitarás a la próxima —dijo mientras mordía un delicioso puff puff caliente y grasiento—. Jo, ¡QUÉ BUEEEEENO!

Orlu tomó de la servilleta de Sunny la segunda de las dulces bolas fritas de masa. La mordió y sonrió asintiendo con la cabeza.

—Le doy mi aprobación.

Se quedó con el último puff puff de la servilleta.

Lo que Sunny no pudo procesar fue la visión de Lechezúcar bailando con unas mujeres igbo en un círculo, tan agachada que parecía estar trillando arroz. Sunny se quedó en un lateral con Orlu, sonriendo tanto que le dolían las mejillas.

—Eeeeeeh, esa es mi mentora —gritó, y Lechezúcar alzó la mirada hacia ella, sonrió y bailó con más ganas.

Para cuando Sunny y Orlu salieron de la celebración desconocida, tres horas más tarde, tenían la panza y el corazón llenos. Todo el estrés que llevaban dos años intentando procesar, incluso el de los últimos días, parecía hallarse a miles de kilómetros de distancia. Sudaban, estaban cubiertos de polvo y, ahora que habían dejado la fiesta, vieron la luna bien alta en el cielo, iluminando la noche.

Mientras regresaban por el sendero, descubrieron que estaban solos; la fiesta había quedado a sus espaldas.

—Te dije que valdrían la pena tantas molestias —comentó Orlu.

Sunny se rio.

—Sí que me lo dijiste, sí.

—¿Te lo has pasado bien?

El chico la agarró de la mano.

—¡Sí! —Se detuvieron y se giraron cara a cara—. Aún estoy flotando.

La brisa les lanzó más polvo. Orlu bajó la mirada hacia sus zapatillas, muy sucias, y Sunny rio entre dientes y se encogió de hombros. Se inclinó hacia delante y se encontró con Orlu a mitad camino. Sus labios eran suaves y su boca, fría y cálida a la vez. Olía a polvo y colonia. Sunny le acarició la nuca mientras él tiraba para acercarla más. ¿Las hojas se movían en la brisa polvorienta? ¿El tiempo fluía? Cuando el beso terminó, Sunny estaba segura de que había estrellas fugaces en el cielo, aunque no pudiera verlas por el polvo. Las sentía. Un gran chittim de cobre cayó entre ellos con fuerza. Lo recogieron y se miraron. No por primera vez, Sunny se preguntó de dónde procedían los chittim y quién decidía cuándo enviarlos.

—¿Quieres quedártelo?

Orlu se encogió de hombros.

—Es de los dos.

—Lo sé. —Sunny se lo dio—. Vamos a casa.

Cruzaron el puente sin esfuerzo. Ni Anyanwu ni ella le dedicaron más que un pensamiento pasajero a la bestia que vivía allí abajo.

Al llegar a casa, se despidió de Orlu, algo que le costó diez minutos y la dejó con un pitido en los oídos y la ropa revuelta. Cuando el chico se marchó, se giró hacia la puerta principal.

—Vale. —Se sacudió. Era como despertar de un sueño… o regresar a la Tierra después de volar por el espacio. Todo el peso regresó a sus hombros. Tenía que darse prisa—. Vale —repitió, sacando el puñal juju. Hizo una rápida floritura y dijo—: Polvo al polvo.

Se sacudió otra vez y el polvo del vestido, la piel y el pelo cayó con pesadez al suelo. Entró en casa. Su hermano Ugonna estaba en el sofá del salón viendo la televisión.

—Mira que te gusta el desastre, Sunny —dijo riéndose—. Cinco minutos.

Sunny puso los ojos en blanco y se sentó a su lado en el sofá.

—Si llego puntual es que soy puntual. ¿Qué ves?

—Una película animada que se llama El cuadro. La animación y las novelas gráficas de Francia son las mejores.

Tenía su cuaderno de dibujo en la mano y sus dedos manchados de tinta también sostenían su rotulador favorito. Sunny no miró lo que estaba dibujando. Últimamente su hermano la asustaba tan a menudo con sus imágenes inconscientes del mundo leopardo que era mejor no mirar.

—El gato del rabino era muy buena —coincidió, reclinándose para mirar la película.

—Quizá deberías decirles a mamá y a papá que ya estás en casa.

—Como si no hubieran oído la puerta abrir y cerrarse.

Él se encogió de hombros.

—Cierto. Pero es una cuestión de respeto.

Sunny asintió y se levantó.

—Vale.

—Bien.

Encontró a sus padres sentados en la mesa de la cocina, los dos con cuencos de ugba. A pesar de tener el estómago lleno, a Sunny se le hizo la boca agua. Le encantaba ese plato picante hecho con habas trituradas. No era fácil de preparar y su madre no lo hacía a menudo. Y claro que había elegido servirlo el día en que Sunny no estaba.

—Hola. Ya estoy en casa.

—Bien —gruñó su padre, examinándola de la cabeza a los pies.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó su madre.

—Ha estado guay.

—¿Dónde te ha llevado? —preguntó su padre.

—Pues… a un sitio bonito. He comido más de lo que debería… ¿Queda algo de ugba?

Sus padres se rieron y Sunny también.

—Te has ido y te lo has perdido —replicó su madre.

Su padre se rio un poco más y Sunny frunció el ceño. Se dio la vuelta para marcharse.

—No pongas esa cara —dijo su padre con una sonrisa—. Te hemos guardado un cuenco grande para ti. Tienes suerte de haber llegado a tiempo.

—Gracias, papá —contestó Sunny sonriendo.

De vuelta en su habitación, encendió la luz. Miró el nido de Della en el extremo más alejado del dormitorio, cerca del techo.

—Hola, Della. Ya estoy en casa.

No esperaba una respuesta. La avispa artista dormía a esas horas, ya que prefería hacer sus obras de arte antes del amanecer. Sunny había estado despierta algunas veces durante el proceso creativo de Della. En esos momentos, el insecto ni siquiera reconocía su presencia.

Se estiró en la cama y suspiró satisfecha, observando el techo.

—Menuda noche —susurró. Se rio para sí. Orlu le gustaba muchísimo.

NSIBIDI PARA «BUEN CORAZÓN»

4

CONMEMORACIÓN

Sunny miró a su alrededor y aceleró el paso.

—Qué mal rollo —musitó.

No había planeado salir de casa ese día, pero la madre de Chichi solo preparaba sopa afang cada mucho tiempo y quería tomarla recién hecha. Se detuvo un momento para echar un vistazo a la fiambrera con la sopa. La olió y sonrió. Riquísima con esas hojas de agua tan bien cortadas y cocinadas, con camarones y especias picantes. La madre de Chichi aún usaba aceite de palma, no como la suya, que lo había reemplazado por aceite de oliva, más sano pero menos sabroso. Cerró la fiambrera, regresando al presente, y recordó que no era un buen momento para estar al aire libre. Se apresuró.

Era mediodía, pero las calles estaban vacías. Los mercados, los bancos y los colegios estaban cerrados. Ese día había una gran manifestación a favor de Biafra para destacar el día en que el pueblo igbo declaró la región como un país independiente, la República de Biafra. Así conmemoraban a los soldados y civiles biafreños que murieron durante la resultante guerra civil y protestaban por la discriminación contra la gente igbo que seguía dándose décadas más tarde. En la plaza de la ciudad se iban a reunir muchos separatistas a favor de Biafra. Las autoridades locales habían avisado de posibles casos de violencia callejera y las fuerzas de seguridad patrullaban las calles.

Antes de atravesar el portón de su casa, Sunny se giró para observar la calle tranquila una vez más. No había ni un alma fuera, ni un vehículo en la carretera.

—Qué apocalíptico —dijo.

Entornó los ojos al captar un callejón oscuro entre dos casas al otro lado de la calle. Por un instante pensó que había visto algo en las sombras. Se estremeció y entró enseguida. Al abrir la puerta, su madre se asomó desde el salón con el teléfono en la mano.

—Ay, gracias a Dios que has vuelto. ¿Has visto a tu padre fuera?

—No, ¿por qué…?

—¿Has oído algo?

—Es un pueblo fantasma, mamá. No hay ni coches.

—Eso no es lo que estoy viendo en Twitter —dijo su madre mientras miraba el móvil y bajaba por la pantalla.

Sunny no entraba demasiado en Twitter. Tenía una cuenta, pero sin apenas seguidores y solo seguía a otra cuenta que subía cosas sobre mascaradas, a unas cuantas fuentes de información, al padre de Chichi, a sus padres y a la cantante Rihanna. Ser una persona leopardo dejaba en ridículo las redes sociales; ese mundo virtual de pretextos y engaños no podía competir contra el juju real, donde podías encontrarte con auténticos espíritus y explorar un mundo más grande que…, ¡que el propio mundo! Sunny apenas prestaba atención a lo que veía por internet. Aun así, las redes sociales tenían su utilidad, como para mantenerse al día de lo que estaba pasando en el mundo borrego y en su hogar.

—Empieza a dar miedo —añadió su madre.

Regresó al salón, donde el televisor sonaba a todo volumen. Sunny la siguió.

—Las manifestaciones pacíficas de hoy parecen haberse convertido en disturbios —decía la presentadora. Se hallaba a una distancia prudente, pero incluso desde allí se oían el bullicio y los chasquidos de los disparos.

—Dios mío, ¿dónde estará tu padre? —gritó su madre, lanzando el teléfono al sofá.

Sunny miró su móvil, nerviosa de repente. Entró en su cuenta de Instagram. Nunca había subido nada, pero iba bien para cotillear con discreción a su hermano Chukwu. Lo único que había subido ese día era un vídeo en el que aparecía rebotando sus enormes pectorales mientras sonreía a cámara y cantaba «Thug Life».

—Ugonna no ha ido, ¿verdad? —preguntó.

—No, está en su cuarto con sus amigos jugando a videojuegos —respondió su madre. Se sentó en el sofá para ver la televisión.

Sunny se acomodó a su lado, tensa y preocupada también.

Cuando la puerta principal se abrió media hora más tarde, las dos se levantaron de un salto. Su padre y su hermano Chibuzo estaban cubiertos de polvo y olían a humo.

—¡Ciérrala! —gritó su padre—. ¡Ciérrala!

Chibuzo se peleó con la puerta mientras su padre se sentaba justo ahí, en el suelo del pasillo, sin dejar de toser. Ugonna bajó corriendo de su habitación con sus amigos y todos se quedaron contemplando la escena.

—¡Ugonna, tráenos cerveza! —reclamó su padre. Cuando alzó la mirada, Sunny ahogó un grito. Tenía los ojos llorosos y tan rojos que parecían sangrar—. ¡Han usado gas lacrimógeno!