Cartas para el ejercicio de la oración mental - Miguel de Molinos - E-Book

Cartas para el ejercicio de la oración mental E-Book

Miguel de Molinos

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Beschreibung

Por primera vez desde 1676, se publica una reedición de las Cartas para el ejercicio de la oración mental de Miguel de Molinos. Su autor, la figura más importante del Quietismo español, propone los pasos para el vacío interior, mediante la suspensión del deseo como medio para alcanzar la paz y de ahí la contemplación: la mística unión. A medio camino entre el cristianismo y el budismo, en pleno barroco europeo, estas Cartas suponen un desarrollo en clave más pedagógica de su Guía espiritual, que no se reeditó hasta 1935, y de su Defensa de la contemplación, reeditada en 1983. La presente edición cuenta, además, con un estudio detallado sobre la obra y su autor.

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MIGUEL DE MOLINOS

CARTAS PARA EL EJERCICIODE LA ORACIÓN MENTAL

Traducción deMARÍA NOGUÉS

Edición deSERGIO RODRÍGUEZ

Herder

Título original: Lettere scritte ad un cavaliere spagnuolo disingannato per animarlo all’esercitio dell’oratione mentale

Traducción: María Nogués

Diseño de la cubierta: Purpleprint Creative

Edición digital: José Toribio Barba

© 2022, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN EPUB: 978-84-254-4818-8

1.ª edición digital, 2022

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

PRÓLOGO,Javier Melloni

CARTAS PARA EL EJERCICIO DE LA ORACIÓN MENTAL

El que ilumina al lector

Ventajas de la oración mental (primera carta)

Modo de ejercitar la oración mental (segunda carta)

COMENTARIO HISTÓRICO, FILOSÓFICO Y LITERARIO A ESTA EDICIÓN, Sergio Rodríguez

La figura de Miguel de Molinos

La persona tras el personaje

Comentario a esta edición

Cuestiones pendientes sobre Molinos

Fuentes

Prólogo

— Javier Melloni, SJ —

Miguel de Molinos (1628-1696) encarna uno de los episodios más lamentables de la Iglesia y de la Inquisición romana del siglo XVII. Hoy nos resulta inconcebible que, por defender una doctrina espiritual, alguien pudiera ser difamado y condenado a cadena perpetua y morir en las mazmorras tras nueve años de prisión. A nuestra sensibilidad actual le escandaliza esta violencia de lo sagrado. ¿Qué había en él que pudiera ser tan peligroso? Se le considera el originador del quietismo, enseñanza espiritual que fue repetidamente condenada en sus diversas versiones a lo largo del siglo XVII en los diferentes focos que tuvo en Italia, en Francia (cuyos mayores exponentes fueron Madame Guillon, La Combe y Fenelón) y en España, donde ya había existido el precedente de los alumbrados el siglo anterior. ¿Qué tenía la doctrina de Miguel de Molinos y del quietismo en general que la hizo tan deleznable?

Estamos ante la cuestión indispensable y necesaria del discernimiento que requiere la vida espiritual, en la que está en juego una polaridad que se expresa a través de diferentes binomios: el cuerpo y el espíritu, lo humano y lo divino, la actividad y la pasividad, el hacer y el dejarse hacer. Detrás de la polémica sobre el quietismo hay cuestiones antropológicas y teológicas de primer grado: ¿Cómo actúa Dios en el ser humano y hasta dónde debe llegar la intervención humana en este actuar de Dios? La pasividad de los estadios más avanzados de la vida espiritual no puede ser una huida de la asunción del yo, un elogio de la irresponsabilidad de nuestras acciones, sino su trascendimiento. Trascender no es eludir, sino asumir y llevar más allá. El yo habitado por Dios no queda despersonalizado, sino transpersonalizado en el Tú de Dios y en el tú de los demás. Ello se refleja en la calidad de una vida, en el desprendimiento y el ofrecimiento de uno mismo, liberado del propio autocentramiento. En definitiva, el criterio de la ortodoxia es la ortopraxis: los actos concretos que realizamos en nuestra vida son los que acreditan una doctrina.

El quietismo se mueve por una cresta de montaña muy fina donde el abandono de la voluntad puede llevar a las más altas cimas del dejarse hacer por la acción y la voluntad de Dios o a las más bajas simas de las apetencias pre-yoicas e instintivas. La voluntad personal implica una participación consciente en la transformación de los instintos autocentrados en una entrega a Dios y a los demás, la ofrenda del amor. Si el abandono del yo no lleva al amor, sino a la autojustificación de las propias apetencias, hemos caído de la cima a la sima.

El equilibro de cualquier camino espiritual está, por un lado, en señalar las cumbres y, por otro, en ayudar a dar los pasos precisos para llegar hasta ella. Existe un doble peligro: por un lado, pensar que esas alturas son inaccesibles para la mayoría, que están reservadas a muy pocos, con el resultado de que la propuesta espiritual se quede a medio camino, prohibiendo que nadie ascienda más porque la vía es arriesgada y peligrosa; y, por el extremo contrario, que los que están cerca de la cumbre desprecien a los que han quedado abajo. Mantener con ecuanimidad y sabiduría la doble mirada –el inicio del camino y su término– es lo que hace que una doctrina y vía espiritual sea completa y madura.

No hay mayor error en la vida espiritual que imponer a otros lo que para uno es adecuado, así como dejar de practicar algo porque a los otros no les vaya bien. La escucha de uno mismo corre pareja con la escucha de la alteridad, de modo que podamos ascender juntos, cada cual a su paso.

Parte de las acusaciones al quietismo –y al alumbradismo y, siglos antes, a los begardos y las beguinas– fue por considerar que despreciaban a los que apenas comenzaban a caminar y porque se desentendían de las prácticas comunitarias, encerrándose en un elitismo que les hacía incapaces de dejarse cuestionar. Ello podía llevar a creerse que estaban más allá del bien y del mal y caer en la irresponsabilidad de cualquier acto. Que las acusaciones fueran ciertas hay que verificarlo en cada caso. Cuando nos acercamos a Molinos y a su movimiento, quedamos confusos, porque los posicionamientos a su favor o en su contra están faltos de datos por ambos lados. Conviene saber que las actas del proceso, que duró dos años (primero sobre su ortodoxia y luego sobre su ortopraxis), fueron quemadas en 1798, un siglo después. José Ángel Valente, en la edición de las obras de Molinos, asevera: «La ortodoxia no es tanto una cualidad del Espíritu como una necesidad del Poder».

Las dos cartas que salen a la luz en esta publicación todavía están lejos de estas cuestiones. Son previas a ellas. Fueron escritas por su autor cuando todavía se hallaba en España, antes de ser destinado a Roma en 1663. Contaba entonces no más de treinta y ocho años. Estamos, por lo tanto, ante un maestro espiritual joven, que no ha recorrido todavía toda su propia experiencia orante. Son dos textos relevantes para tener un conocimiento más completo de su itinerario espiritual y de su doctrina.

En la primera carta, Miguel de Molinos defiende la importancia de la vida de oración. Llama la atención la cantidad de autores que cita: Juan Crisóstomo, san Agustín, Juan Clímaco, Tomás de Aquino, san Buenaventura, Luis de Blois (conocido entonces por su latinización Ludovico Blosio), santa Brígida, Teresa de Jesús, Juan de Ávila, Luis de Granada, Pedro de Alcántara, Luis de la Puente. También cita a dos autores más desconocidos: Lorenzo Justiniano y Antonio de Molina. Necesita apoyarse en todos ellos para argumentar con una autoridad que considera que él mismo no tiene, así como muestra que no es nuevo lo que dice, sino que le precede una larga tradición. También la Guía espiritual está muy poblada de citas, puestas claramente para reforzar la ortodoxia de su posición.

La segunda carta está dedicada a cómo hacer la meditación. Propone cinco pasos: la oración preparatoria, la petición, la meditación propiamente dicha del pasaje que se ora, la oración o coloquio con Dios y la acción de gracias. Estas pautas responden plenamente al modelo ignaciano, en el que se ejercitan las llamadas tres potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad.

En la tradición orante de la Iglesia existen tres grados: la oración vocal, que consiste en la repetición de las oraciones comunes y establecidas; la meditación, en la que se ejercitan la mente y la afectividad, y la oración contemplativa, en la que mente y afectos se silencian. En las dos cartas no se hace ninguna mención de la oración silenciosa o contemplativa. La oración es el acto explícito e intencional por medio del cual el ser humano se abre a Dios. A medida que se va orando más profundamente, orar «a Dios» se va convirtiendo en orar «en Dios», lo cual implica, primero, el paso de la oración vocal a la oración meditativa y, después, de esta a la contemplación.

De lo que se trata es de transformar la integridad de nuestra vida. La oración, sea la que sea, no tiene otro objetivo que esta transformación que nos va configurando a imagen de Aquel que contemplamos. De ahí, insisto, que el criterio de discernimiento de una doctrina sobre la oración y sobre una vía espiritual no es otro que su capacidad de desegocentramiento, lo cual se verifica en la vida de cada día.