Cautiva de tu amor - Maureen Child - E-Book
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Cautiva de tu amor E-Book

Maureen Child

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Beschreibung

Quizá no pudiera ofrecerle amor, pero seguía queriendo tenerla en su cama... Aunque Rick Hawkins había sido una pesadilla para Eileen Ryan, de pronto se vio obligada a pasar mucho tiempo con el guapísimo asesor financiero y se dio cuenta de que la estaba cautivando con sus encantos. Prometió mantener con él una relación puramente profesional, no sería más que su secretaria... pero era obvio que él también la deseaba y no tardaron mucho en compartir un beso que desató toda la pasión contenida... y que finalmente dio lugar a un embarazo. Siempre había tenido miedo al compromiso, pero había decidido hacer lo correcto por su hijo. Así que le pidió a Eileen que se casara con él, le ofreció su nombre, su hogar, todo... excepto su corazón.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Mureen Child

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cautiva de tu amor, n.º 1281 - junio 2016

Título original: Sleeping with the Boss

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8243-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Eileen Ryan se encaró a su abuela para librar la batalla, sabiendo que al final perdería la guerra. Su abuela seguía invicta. Si quería algo, Margaret Mary Ryan, Maggie para sus amigas, solía encontrar la forma de conseguirlo. Pero Eileen estaba empeñada en defenderse.

–Abuela, ya no soy secretaria.

La luz del sol bailoteaba en la pequeña sala de estar. La diminuta casita de playa que Maggie Ryan había considerado su hogar más de cuarenta años, estaba llena de recuerdos, pero siempre muy ordenada. La abuela estaba sentada al sol, con el cabello gris perfectamente peinado, un vestido color melocotón, medias y cómodos zapatos negros. Su rostro, surcado de arrugas, esbozó una sonrisa paciente y apoyó las manos en los brazos de su sillón favorito. Tenía un aspecto majestuoso; esa era una de las razones por las que nadie conseguía ganarle en una discusión.

–Ya, pero es como montar en bicicleta –contraatacó la abuela–. Nunca se olvida.

–Se puede, si uno se esfuerza lo suficiente –replicó Eileen con testarudez. Ella había hecho lo posible por olvidarlo. Habían pasado tres años desde que trabajó en una oficina por última vez, y no lo echaba de menos.

Siempre había odiado el trabajo de oficina. En primer lugar, estaba la sensación de estar atrapada detrás de una mesa y tener que aguantar a un jefe que espiaba lo que una hacía desde atrás. Para Eileen, lo peor de ser secretaria era ser más lista que el jefe y tener que soportar que la tratara como a una idiota. Reprimió un pinchazo de dolor. Su último jefe, Joshua Payton, había dicho que la quería, que la necesitaba; eso sólo duró hasta que, tras un fulminante ascenso, se sintió tan importante que la devolvió a la agencia de secretarias temporales.

No estaba dispuesta a que volvieran a utilizarla y desecharla. Había conseguido escapar y no regresaría, ni siquiera temporalmente.

–Paparruchas.

–¿Paparruchas? –repitió Eileen riendo.

–No es como si te estuviera pidiendo que te lanzaras al fondo de un abismo.

–Se parece mucho.

–Sólo te pido que ayudes a Rick durante dos semanas. Su secretaria está de baja por maternidad y…

–De ninguna manera, abuela –negó con la cabeza y dio un paso hacia atrás. Volver a una oficina sería un retroceso, una visita a un pasado que prefería olvidar.

Maggie ni siquiera parpadeó. Simplemente miró a Eileen con sus ojos verde esmeralda y esperó. Y siguió esperando. Eileen plegó velas; nunca había sido capaz de resistir ese truco del silencio.

–Vamos, abuela. Son mis vacaciones.

–Tus vacaciones están canceladas.

Era cierto. Tina, su mejor amiga, y ella habían pensado pasar dos semanas en México. Pero Tina había desaparecido de repente con su novio de toda la vida, dejándole un mensaje telefónico pidiendo disculpas. Eileen se encontraba con el pasaporte en la mano y ninguna gana de ir a una fantástica playa ella sola.

Se sentía frustrada, porque había pasado mucho tiempo organizándolo todo para que su floristería siguiera funcionando en su ausencia. Había adiestrado y dado todo tipo de indicaciones a su personal para permitirse dos merecidas semanas de vacaciones. Octubre era el mejor momento para ella. Era una época de poco trabajo para las floristerías; más adelante, no tendría un momento libre hasta después del día de los enamorados.

–El viaje está cancelado. Sigo teniendo mis dos semanas –dijo Eileen con angustia; casi sentía cómo el tiempo se escurría entre sus manos.

–Y nada que hacer –apuntó su abuela.

Volvía a tener razón, su abuela la conocía demasiado bien. Probablemente se volvería loca sin nada en lo que ocupar el tiempo, pero estaba dispuesta a arriesgarse.

–Oye, nunca se sabe. Quizá aprenda a disfrutar de no hacer nada.

–No, tú no, cariño –Maggie soltó una risita–. Nunca has sabido quedarte sentada sin echar a correr.

–Entonces quizá sea hora de que me tranquilice un poco –Eileen comenzó a pasear nerviosamente por la habitación–. Podría leer. O ir al cine. O sentarme en la playa a ver las olas.

–No aguantarías ni veinticuatro horas –Maggie hizo un gesto de rechazo con la mano.

–Rick Hawkins es un pesado, abuela, y lo sabes –dijo Eileen, tratando de aplacar a su abuela pero sin rendirse.

–Sólo lo dices porque solía tomarte el pelo.

–No lo dudes –Eileen asintió con la cabeza–. Siempre que venía a recoger a Bridie para salir, me atormentaba. Solía enfurecerme.

–Eras una niña pequeña y él era el novio de tu hermana mayor. Se suponía que debía tomarte el pelo. Era su función.

–Ya, ya.

–Su abuela es una vieja amiga, a la que quiero mucho –Maggie entrecerró los agudos ojos verdes.

–Fantástico –interrumpió Eileen–. Entonces iré a ayudarla a ella.

–Buen intento, pero Loretta no necesita una secretaria. Quien la necesita es su nieto.

–¿A qué se dedica? –Eileen se dejó caer en un sillón–. Con lo malvado que era conmigo, supongo que debe ser el cerebro de algún grupo criminal.

–Asesor financiero –Maggie alzó la mano y se colocó un rizo–. Y, según Loretta, le va muy bien.

–Es su abuela, la pobre se engaña –replicó Eileen sin inmutarse.

–Eileen…

–Bueno. Así que es rico. ¿Va por la quinta esposa?

–Eres muy curiosa, ¿no?

–Es un defecto trágico.

–Una ex esposa, sin hijos –Maggie se esforzó por no reír–. Por lo visto la mujer era una barracuda.

–Ni siquiera una barracuda puede enfrentarse a un gran tiburón blanco –Eileen odiaba admitir que sentía cierta compasión por un tipo al que no había visto en años, pero los divorcios nunca eran agradables. Aunque no lo sabía por experiencia propia: para divorciarse había que casarse antes. Su único compromiso había terminado, a Dios gracias, antes de llegar al altar.

–De verdad, Eileen –recriminó su abuela–, haces que el hombre suene odioso –frunció el ceño–. Es el nieto de una amiga muy querida.

El sólido cepo de acero del remordimiento empezaba a cerrarse. Eileen sentía las frías y afiladas garras clavarse en su piel. Intentó resistirse.

–Yo tampoco le caía bien a Rick, ya lo sabes.

–No seas tonta.

–Seguramente no le gustaría que lo ayudara.

–Loretta dice que está muy agradecido por tu oferta.

–¿Ya lo sabe? –a Eileen casi se le salieron los ojos de las órbitas. El libre albedrío de los demás no existía para su abuela.

–Bueno, algo tenía que decirle, ¿no crees?

–¿Y lo primero que se te ocurrió fue ofrecerme como voluntaria? –su única familia se había revuelto contra ella como una serpiente.

–Eres una buena chica, Eileen. No creía que te importase.

–Rick Hawkins –masculló ella, sacudiendo la cabeza. Hacía seis años que no lo veía, desde el funeral de su abuelo. Seis años era mucho tiempo, pero no el suficiente. Verlo con un traje de negocios no había borrado sus verdaderos recuerdos de él. Lo recordaba como un bravucón que se había burlado de una niña de once años que, en cierto modo, estaba medio enamorada de él. De ninguna manera iba a trabajar para él. En absoluto–. No pienso hacerlo.

Maggie Ryan apoyó los codos en los brazos del sillón tapizado con tela de flores y curvó los dedos. Inclinó la cabeza hacia un lado y miró a su nieta.

–Cuando tenías diez años, rompiste la taza de porcelana de la tatarabuela O’Hara.

–Oh, Dios… –Eileen se dijo «corre, corre y no dejes de correr».

–Creo recordar que dijiste algo del estilo de «Lo siento mucho, abuela. Haré cualquier cosa para compensarte. Lo que sea».

–Tenía diez años –protestó Eileen, buscando desesperadamente un escape–. Eso fue hace diecisiete años.

Maggie soltó un suspiro dramático y se puso una mano sobre el corazón, como si le doliera.

–Ya, así que las promesas que se hacen en esta casa tienen un límite de tiempo, ¿no?

–No, pero… –el cepo se cerró un poco más. A Eileen empezaba a costarle respirar.

–Era la ultima taza del juego que mi abuela trajo consigo del viejo continente.

–Abuela… –el frío acerado del remordimiento la rodeó, las garras del cepo estaban a punto de cerrarse.

–Su abuela le regaló ese juego como regalo de bodas –la anciana puso los ojos en blanco–. Para que pudiera traerlo desde County Mayo, un pedazo del viejo mundo. Y lo aceptó con amor, sabiendo que no volverían a verse en esta vida.

–Lo sé, pero… –si su abuela empezaba a contarle lo de la bodega del barco, otra vez, todo estaba perdido.

–Mantuvo esas tazas a salvo en el barco. No fue fácil. Viajaba en la bodega, sabes y…

–Me rindo –Eileen alzó las manos. Por mucho que quisiera evitar trabajar para Rick, la había atrapado y lo sabía–. Lo haré. Trabajaré para él, pero sólo dos semanas. Ni un día más.

–Fantástico, cariño –Maggie llevó la mano a la taza de té que tenía al lado–. Preséntate mañana a las ocho. Le dije a Rick que te esperase a esa hora.

–Sabías desde el principio que lo haría, ¿no?

La abuela sonrió.

 

 

–Para que lo sepas, aún no te he perdonado por lo de la muñeca Barbie.

Rick Hawkins se limitó a observar a la pelirroja alta y elegante que había en la puerta de su despacho. Su expresión de desagrado no conseguía disimular su belleza. Los verdes ojos irlandeses estaban entrecerrados, pero no lo suficiente para ocultar su brillo. Tenía la boca carnosa y sensual, y las cejas finas y arqueadas. Ondas de cabello oro rojizo caían sobre sus hombros. Llevaba una camisa blanca remetida en unos pantalones negros y estrechos, bajo los que asomaban unas relucientes botas negras. Llevaba aretes de plata en las orejas y un reloj de pulsera en la muñeca izquierda. Tenía un aspecto muy profesional, digno y demasiado atractivo.

No debería haber escuchado a su abuela. Iban a ser dos semanas muy largas.

–Tenías once años –le recordó, por fin.

–Y tú casi dieciséis –contraatacó ella.

–Eras un incordio –al mirarla supo que no le molestaría nada tenerla cerca, y eso lo preocupó. Ya se había dejado engañar por una cara bonita antes. Había confiado en ella, la había creído. Y ella se había marchado. Como todas las mujeres de su vida, excepto la abuela que lo había criado cuando su madre decidió que prefería ser un espíritu libre a sentirse atada a un niño.

–Cierto –admitió ella–. Pero no tenías por qué decapitar a la Barbie.

Él sonrió levemente.

–Puede que no, pero después me dejaste en paz.

–Bueno, sí –ella cruzó los brazos sobre el pecho y golpeó con el pie la alfombra azul acerado–. Comprendí que terminarías siendo un asesino en serie.

–Siento desilusionarte. No tengo un historial espeluznante. Sólo soy un hombre de negocios.

–Viene a ser lo mismo.

Rick movió la cabeza. Seguía teniendo el mismo temperamento que cuando era niña. Siempre lista para la batalla. Debía ser culpa de ese pelo rojo. Pero una personalidad así podía serle muy útil.

–¿Va a convertirse la oficina en un campo de batalla durante las dos semanas siguientes? Porque si es así…

–No –Eileen tiró el bolso de cuero negro sobre el escritorio que ocuparía mientras estuviese allí–. Sólo te estoy tomando el pelo. Ni siquiera es culpa tuya.

–Eso me alivia.

–Muy gracioso.

–Paz, ¿de acuerdo? Te agradezco mucho que me ayudes, Eileen –lo decía en serio. Necesitaba ayuda, lo que no necesitaba era el tipo de distracción que ella iba a suponer.

–¡Eh! –ella alzó las cejas y sonrió–. Eso es una gran mejora. No me has llamado Ranita.

–No –dijo él, mirándola de arriba abajo con aprobación. La escuálida niña con trenzas y costras en las rodillas había desaparecido. Esa mujer estaba a un mundo de distancia de la niña a la que había apodado Ranita–. No hay duda de que ahora eres una «Eileen».

Ella inclinó la cabeza en silencio y él pensó que parecía haber aceptado la tregua.

–Ha pasado mucho tiempo –dijo ella.

–Sí –de hecho, habían pasado seis años desde la última vez que la había visto. Cuando estaban creciendo, las hermanas Ryan y él habían pasado mucho tiempo juntos, debido a la amistad de sus abuelas. Pero después del instituto, desde que Bridget y él rompieron, dejó de ir a su casa.

Entretanto, Eileen Ryan había crecido, y muy bien. Maldijo entre dientes.

–¿Cómo está tu abuela? –preguntó.

–Igual de dinámica y manipuladora que siempre –dijo Eileen con una rápida sonrisa que lo dejó deslumbrado–. Que yo esté aquí lo prueba. Es la única mujer del mundo capaz de convencerme para aceptar un trabajo cuando debería estar de vacaciones.

–Es muy buena.

–Lo es –Eileen alzó la mano y se puso el cabello tras las orejas. Los aros de plata brillaron al sol–. Y te echa de menos. Deberías pasar a verla algún día.

–Lo haré –replicó él con sinceridad. Maggie Ryan había sido como una segunda abuela para él. Se avergonzaba de no haber mantenido el contacto.

–¿Y tu abuela?

–En Florida –sonrió él–. Ha ido para ver el despegue de la lanzadera espacial la semana que viene.

–Siempre andaba haciendo cosas emocionantes, por lo que recuerdo –Eileen apoyó una cadera en el borde del escritorio. Rick se sonrió; su abuela siempre había sido una aventurera.

–No es normal. Tengo la impresión de que nació en una familia de gitanos y se la vendieron a la mía cuando era un bebé.

–¿Qué es normal? –Eileen encogió los hombros y su fabulosa cabellera destelló luz y color.

–No tengo ni idea –admitió él. Antes había creído saber qué era normal. Era todo lo que a él le faltaba. Una familia corriente, con padre y madre. Una casa con valla de madera y un perro grande con el que jugar. Sueños y planes y todo lo que él había luchado por conseguir. Pero ya no estaba seguro.

Para alguna gente, lo «normal» no funcionaba. Y no le importaba desde que comprendió que él mismo formaba parte de ese grupo. Había probado esa normalidad. Se había casado con una mujer que creía que lo quería tanto como él a ella. Para cuando comprendió que no era así, ella se había ido, llevándose la mitad de su negocio. Y llevándose también su capacidad de confiar.

–Bueno –la voz de Eileen interrumpió sus pensamientos y la miró agradecido–. ¿Qué es exactamente lo que quieres que haga?

–Eso –él se dijo que era buena idea centrarse en el negocio. Que sus familias tuvieran amistad no era razón para que ellos no se comportaran de forma estrictamente profesional. Pensó que sería mucho mejor así, cuando la echó una ojeada y notó que se le espesaba la sangre. Iban a ser dos semanas muy largas.

–Sobre todo, necesito que te ocupes del teléfono, tomes mensajes y mecanografíes informes.

–Básicamente, que tape el agujero e impida que esto se hunda mientras consigues a alguien permanente.

–Bueno, sí, esa es una forma de expresarlo –Rick echó la americana azul marino hacia atrás y metió las manos en los bolsillos del pantalón–. Desde que Margo tuvo que irse de baja de maternidad prematuramente, esto es un caos, y la agencia de secretarias temporales no puede enviarme a nadie durante al menos dos semanas.

–Ehhh… –Eileen alzó una mano y lo miró. Tenía que admitir, al menos para sí misma, que Rick Hawkins era algo más de lo que esperaba. Por alguna razón, había seguido pensando en él como un adolescente de dieciséis años: alto, desgarbado, con el pelo alborotado y sonrisa traviesa. La sonrisa seguía ahí, pero ya no era desgarbado. Tenía el cuerpo de un hombre que sabía bien lo que era un gimnasio.

Su voz era dulce como chocolate derretido. Ella era una mujer que podía distraerse por eso. Y mucho. Hasta que había oído las palabras «al menos». No pensaba darle ni un segundo más que el tiempo pactado.

–¿Al menos? –repitió–. Sólo puedo hacerlo dos semanas, Rick. Después me convierto en calabaza y vuelvo a Larkspur.

–¿Larkspur?

–Mi tienda –su orgullo y su alegría, el lugar que tanto había trabajado para poner en pie.

–Ah, es cierto. La abuela me dijo que trabajabas en una floristería.

–Soy dueña de una floristería. Pequeña, exclusiva y centrada en el diseño –llevó la mano hacia su bolso, removió en su interior unos segundos y sacó un tarjetero de latón. Lo abrió y le dio una tarjeta. Era de grueso papel de lino azul claro, con el texto en relieve. En el lado izquierdo se veía un tallo con flores de aspecto delicado que rodeaba el nombre Larkspur. El nombre de Eileen y su teléfono aparecían, discretamente, en la parte inferior.

–Muy bonita –dijo Rick, alzó la vista hacia ella y, automáticamente, se guardó la tarjeta en el bolsillo de la americana.

–Gracias. Trabajamos muy bien. Pruébanos.

–Lo haré –pasaron unos segundos y el silencio de la habitación se hizo más espeso, más cálido. Algo indefinible chisporroteaba entre ellos y Rick se dijo que debía detenerlo.

Nunca había tenido relaciones con una empleada y ese no era el momento de empezar. Si Eileen se quejaba, tendría a dos abuelas dispuestas a cortarle la cabeza.

–En cualquier caso –dijo, con voz más alta de lo que pretendía–, dos semanas estará muy bien. Estoy seguro de que la agencia encontrará a alguien.

–Hay montones de agencias de empleo temporal. ¿Por qué no pruebas otra?

–He probado muchas –negó con la cabeza–. Esta siempre me envía a buena gente, la mayoría no. Prefiero esperar.

–¿Por qué no buscaste a alguien antes de que Margo se marchara?

–Buena pregunta –rezongó él–. Debería haberlo hecho, pero estaba tan ocupado intentando dejarlo todo en orden antes de que se fuera, que se me pasó el tiempo. Además, en el último mes, Margo no fue tan organizada como suele ser.

–Seguramente tenía cosas más importantes en la cabeza.

–Eso supongo –su leal y fiable secretaria lo había dejado en la estacada mucho antes de dejar el trabajo. El habitualmente lúcido cerebro de Margo se había disuelto en un mar de hormonas y sueños de piececitos corriendo por el suelo. Estaba deseando que diera a luz para que las cosas volvieran a la normalidad–. Me alegro un montón de que quiera volver a trabajar después de tener al bebé.

–Es una pena –dijo Eileen.

–¿Eh? –la miró fijamente–. ¿Por qué?

–Si yo tuviera un bebé, me gustaría quedarme en casa y cuidarlo yo misma –Eileen dejó el bolso en la mesa otra vez, la rodeó y fue hacia la silla de cuero azul–. Es decir, conozco a muchas mujeres que tienen que trabajar, pero si no hace falta…

–Margo se volvería loca si no tuviera algo que hacer –discutió él, recordando la vitalidad de su secretaria–. Le gusta mantenerse ocupada.

–Dicen que los bebés consiguen eso sin problemas.

–Ni lo menciones –Rick se estremeció al pensar que Margo decidiera quedarse en casa–. Tiene que volver al trabajo. Dirige este lugar.

–Entonces, probablemente vuelva –Eileen abrió el cajón superior del escritorio y lo inspeccionó, intentando familiarizarse con el entorno–. Sólo decía que…

–No lo repitas. Me traerás gafe.

–Eso es muy maduro –cerró el cajón y abrió otro, removiendo libretas, cajas de lápices e incluso una bolsa de bombones que Margo había dejado. Sacó uno, le quitó el envoltorio plateado y se lo metió en la boca–. ¿Hay cafetera?

–Está allí –Rick señaló y apartó la vista para no fijarse en cómo la punta de su lengua recorría el labio inferior para limpiar el chocolate.

–Gracias a Dios –masculló ella, poniéndose en pie. Cruzó la habitación y lo miró por encima del hombro–. Como es mi primer día, incluso te haré una taza a ti. Después de eso, tú mismo. No soy camarera, sino secretaria. Temporalmente.

«Temporalmente», se recordó él, clavando los ojos en la curva de un trasero que se movía con tanta gracia que elevaría la temperatura corporal de cualquier hombre. Pensó que todas las relaciones acababan siendo temporales; al menos esa llevaba la etiqueta correcta desde el primer momento.

Sabía que sólo iba a darle problemas y se preguntó cómo diablos sobreviviría durante dos semanas con Eileen de nuevo en su vida.

 

 

Al tercer día, Eileen recordaba exactamente por qué había dejado el mundo de los negocios para dedicarse al de las flores. Las flores no daban dolores de cabeza, ni esperaban que una tuviera respuestas para todo. Las flores no estaban monumentales con traje y chaleco.

Admitió que la última no había sido una de sus razones originales para dejar la profesión, pero empezaba a ocupar un lugar muy alto en la lista.

El trabajo no era difícil. De hecho era bastante interesante, aunque nunca lo habría admitido delante de Rick. Después de llevar dos años poniéndose vaqueros y una amplia selección de camisetas, era agradable volver a arreglarse. Era una suerte no haberse desprendido de su vestuario de trabajo: pantalones, blusas, zapatos discretos o botas. Además, se maquillaba un poco y se arreglaba el pelo todos los días. Un gran cambio con respecto a su cola de caballo y un leve toque de carmín. Pero nada de eso compensaba el hecho de que pasaba demasiado tiempo observando a Rick.

De pequeña había estado encaprichada de él, por supuesto. Al menos hasta el desafortunado incidente de la Barbie. Bridie y él la ignoraban la mayor parte del tiempo, y cuando estaban obligados a estar con ella, Rick le hacía rabiar hasta que deseaba pegarle. Pero…, volvió la cabeza lo suficiente para vislumbrar el despacho por la puerta entrecerrada.