Cerebro sano - Maia Szalavitz - E-Book

Cerebro sano E-Book

Maia Szalavitz

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Beschreibung

 Cada vez más personas se autoperciben como adictas o declaran estar recuperándose de alguna adicción, ya sea al alcohol, a otro tipo de drogas, a medicamentos con receta, al sexo, a las apuestas, a la pornografía o a internet. No obstante, si bien nunca se había puesto tanto el foco en este asunto, seguimos entendiendo la adicción de acuerdo con ideas infundadas y más propias del siglo pasado. Tendemos a verla como un acto delictivo o una enfermedad cerebral y, por tanto, aún la abordamos mediante tratamientos igualmente obsoletos.   Cerebro sano   pone en entredicho tanto la idea del «cerebro dañado» del adicto como la de una simple «personalidad adictiva», para ofrecernos un nuevo argumento con una perspectiva radicalmente rompedora: que las adicciones son trastornos del aprendizaje. Adoptar esta perspectiva nos permitirá arrojar luz sobre los debates actuales en torno al tratamiento, la prevención y las políticas en dicha materia. Del mismo modo que sucede con los rasgos autistas, las conductas adictivas abarcan todo un espectro y pueden constituir la respuesta perfectamente normal a una situación extrema.  Cerebro sano nos presenta la historia personal de Maia a la vez que sintetiza más de veinticinco años de investigaciones y hallazgos científicos, para brindarnos un modelo que cambia por completo el paradigma desde el que entendemos la adicción.

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Seitenzahl: 759

Veröffentlichungsjahr: 2025

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CEREBRO SANO

UNA MANERA REVOLUCIONARIA DE ENTENDER LA ADICCIÓN

CEREBRO SANO

UNA MANERA REVOLUCIONARIA DE ENTENDER LA ADICCIÓN

MAIA SZALAVITZ

TRADUCCIÓN DE CARLOS RAMOS MALAVÉ

Título original: Unbroken Brain: A Revolutionary New Way of Understanding Addiction Esta edición ha sido publicada por acuerdo con The Stuart Agency. Todos los derechos reservados.

© Del texto

Maia Szalavitz, 2016

© De la traducción

Carlos Ramos Malavé

© Next Door Publishers, SL

Primera edición: noviembre 2024

Editor: Oihan Iturbide

Diseño: Ex.Estudi

Corrección: Marcapáginas Agencia Literaria, SL Composición: NEMO Edición y Comunicación, SL

Next Door Publishers, SL

c/ Emilio Arrieta 5, entlo. dcha., 31002 Pamplona

+34 948 206 200

www.yonkibooks.com

ISBN: 978-84-126126-5-3

ISBN eBook: 978-84-126126-6-0

DEPÓSITO LEGAL: NA 1837-2024

Gráficas Alzate

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Para Ted

Agradecimiento especial al Programa de Becas de Justicia Soros, que apoyó la finalización de este libro

ÍNDICE

Nota de la autora

Introducción

1. A punta de aguja

2. Historia de la adicción

3. La naturaleza de la adicción

4. Un mundo intenso

5. El mito de la personalidad adictiva

6. Etiquetas

7. El infierno en el instituto

8. Anochecer transitivo

9. Sobre la droga y la dopamina

10. Actitud y entorno

11. Amor y adicción

12. Un asunto arriesgado

13. Pillada

14. El problema con el fondo

15. Conducta antisocial

16. El problema de los Doce Pasos

17. Reducción del daño

18. La estrategia neozelandesa

19. Enseñar la recuperación

20. Neurodiversidad y el futuro de la adicción

Agradecimientos

Referencias

NOTA DE LA AUTORA

Escribir sobre la adicción presenta muchos desafíos. Uno de los más difíciles es la omnipresencia del lenguaje estigmatizador e impreciso. Los activistas han evolucionado mucho en el lenguaje «que antepone a la persona» para describir a personas con otro tipo de afecciones como la esquizofrenia y el trastorno bipolar, dándose cuenta de que caracterizar a los individuos solo por su enfermedad es deshumanizador. Pero dicha evolución no ha llegado todavía a la mayoría de la cobertura mediática dedicada a las adicciones, que además arroja términos degradantes como yonqui, borracho y cocainómano de un modo que resulta inconcebible en otros informes sobre la salud.

En consecuencia, he intentado utilizar persona con adicción o persona con alcoholismo en lugar de adicto o alcohólico. Cuando sí empleo el término breve es solo porque la alternativa habría resultado inadecuada o repetitiva, o porque estoy refiriéndome a un estereotipo. Además, solo he incluido el término degradante abuso para describir problemas de drogas al citar a agencias gubernamentales nombradas desafortunadamente o el diagnóstico psiquiátrico ya obsoleto de abuso de sustancias, que anteriormente designaba problemas más leves que la adicción. En la actualidad se recomienda el término uso incorrecto de sustancias para referirse a los problemas de drogas menos severos, cosa que no asocia automáticamente a los consumidores de drogas con quienes abusan de niños o ejercen violencia doméstica. (Consumo de drogas es el término para referirse al consumo de sustancias que no va asociado al daño o a la adicción).

Es más, al escribir sobre el autismo, he utilizado el término persona autista en vez de persona con autismo porque es el lenguaje que prefieren muchos activistas del autismo. Esos activistas ven el autismo como algo intrínseco a quienes son y consideran que decir persona con autismo es parecido a describir a una mujer como una persona con feminidad. También he empleado personas adictas, en este caso para minimizar las repeticiones y expresiones extrañas.

Por último, quiero señalar que en los pasajes autobiográficos de este libro los nombres han sido modificados.

INTRODUCCIÓN

«A menudo existe una lucha y, a veces, curiosamente, una confabulación entre los poderes de la patología y de la creación».

Oliver Sacks

Estoy tumbada boca arriba dentro del tubo metálico del escáner cerebral del Semel Institute for Neuroscience and Human Behavior («Instituto Semel de Neurociencia y Comportamiento Humano») de UCLA, tratando de no pensar en ataúdes y terremotos. Sobre el muslo tengo una pelota de goma para apretarla en caso de que me entre el pánico, lo cual podrá liberarme de inmediato de esta máquina gigante y blanca en forma de dónut; ahora tengo la cabeza metida en lo más profundo del agujero. Antes, mientras me introducían sobre los raíles deslizantes, no pude evitar acordarme de los cajones donde se guardan los cadáveres en los depósitos. Aunque llevo tapones, el rugido metálico de la máquina, junto con algún temblor y pitido agudo ocasional, parece ensordecedor. Dado que soy claustrofóbica y aborrezco los ruidos fuertes, intento concentrarme en la respiración. Una de las tareas que realizaré aquí se supone que ha de medir el control del impulso, pero yo tengo que hacer uso de casi todo mi autocontrol para no estrujar de inmediato la pelota de goma y escapar.

No me someto a un escáner porque me lo haya dicho un médico. En realidad he elegido yo misma someterme a esta situación como parte de un experimento. Quiero entender más sobre la adicción: sobre mi propia relación con ella y sobre lo que significa en términos más generales. ¿Cómo pasé de ser una muchacha con un «don», estudiante becada de la Ivy League, a inyectarme cocaína y heroína hasta cuarenta veces al día? ¿Por qué me recuperé a los veintitrés años, cuando muchos otros tardan bastante más o acaban sucumbiendo? Lo que es más importante, ¿qué determina quién se engancha, quién se recupera y quién no? ¿Y cómo podemos, como sociedad, mejorar el tratamiento de la adicción? Mientras espero en el escáner, recuerdo la última época de mi consumo de drogas, un período angustioso de 1988 en el que me pasaba el día chutándome, vendiendo droga o intentando comprar. Reflexiono sobre qué ha cambiado... y qué no.

Por desgracia, de haberme quedado dormida en los años 80 y haberme despertado de nuevo en 2015, no habría encontrado gran diferencia en la manera en que enmarcamos y gestionamos la adicción. Cierto, al menos cuatro estados y Washington, D.C. han legalizado la venta de marihuana para uso recreativo. Sin duda eso resultaría sorprendente para cualquiera cuyos últimos recuerdos fueran de la época del «Di no a las drogas». Y sí, la conducta adictiva está de nuevo en el candelero mediático, aunque últimamente lo que llama la atención no es el crack, sino la adicción a internet, la adicción al sexo, a la comida, al juego, y la trágica sucesión de muertes por sobredosis de medicamentos con receta (de celebridades o personas anónimas). Es más, en la actualidad las sobredosis son la primera causa de muerte accidental, por encima incluso de los accidentes de tráfico.

De hecho, hoy en día hay más gente que nunca que se considera a sí misma adicta o en recuperación de una adicción a sustancias: uno de cada diez adultos estadounidenses —más de veintitrés millones de personas— dijo haber superado algún tipo de adicción a las drogas o al alcohol a lo largo de su vida, en una encuesta a nivel nacional realizada en 2012. Al menos otros veintitrés millones sufren actualmente de algún tipo de trastorno de consumo de sustancias. Eso ni siquiera incluye a los millones de personas que se consideran adictas o en recuperación de conductas como el sexo, el juego o las actividades online, del mismo modo que no incluye los trastornos relacionados con la comida. Desde que en 2013 la American Medical Association («Asociación Estadounidense de Medicina») declaró que la obesidad, igual que la adicción, es una enfermedad, hasta uno de cada tres estadounidenses podría entrar en esa categoría debido a su peso corporal.

Al mismo tiempo, las grandes cadenas farmacéuticas, alimenticias, tabaqueras, alcohólicas y empresariales parecen entender muy bien la adicción y cómo manipularla. Sin embargo, la gran mayoría del público estadounidense, incluyendo casi todas las personas con problemas de drogas y sus familiares, no parece entenderlo. Atrapados en ideas desfasadas, muchas de las cuales no han cambiado desde los días de la Ley Seca, seguimos reciclando los mismos debates trillados y reforzando estrategias de criminalización contraproducentes. Pero esto no tiene por qué ser así.

Propongo aquí una nueva perspectiva, algo que podría ayudar a poner fin a este estancamiento y sugerir una manera de avanzar en el tratamiento y la prevención, así como gestionar la conducta adictiva. Como demostrará este libro, la adicción no es un pecado ni una elección. Pero tampoco es una enfermedad cerebral crónica y degenerativa como el alzhéimer. En su lugar, la adicción es un trastorno del desarrollo, un problema relacionado con el momento y con el aprendizaje más parecido al autismo, al trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) y a la dislexia que a las paperas o al cáncer. Esto queda demostrado gracias a los cuantiosos datos disponibles y a la experiencia vivida por personas con adicciones.

Al igual que el autismo, la adicción implica dificultades para conectar con los demás; al igual que el TDAH, también puede superarse en un gran número de casos. Asimismo, al igual que otros trastornos del desarrollo, la adicción puede asociarse a talentos y beneficios, no solo a déficits. Por ejemplo, las personas con TDAH a menudo prosperan como emprendedores o exploradores, mientras que las personas autistas pueden destacar en tareas enfocadas al detalle y muchas de ellas son músicos, artistas, matemáticos y programadores de gran talento. La dislexia puede mejorar el procesamiento visual y el hallazgo de patrones, lo que también resulta útil en carreras de ciencias y matemáticas. La adicción se vincula con frecuencia a un deseo y obsesión intensos, lo cual puede alimentar todo tipo de éxitos si se canaliza de manera apropiada, y muchos creen que la perspectiva «extraña» de las personas con adicciones a drogas ilegales está vinculada a la creatividad. En todas esas afecciones, los límites entre una conducta normal y una problemática son difusos.

En algunos aspectos, claro está, la adicción no parece similar a otros trastornos del desarrollo, sobre todo porque implica elecciones aparentemente deliberadas y repetidas, algunas de las cuales, al igual que consumir drogas ilegales, se consideran inmorales de forma inherente. Los traumas en las primeras etapas de la vida también pueden desempeñar un papel importante en la adicción, si bien en el autismo no desempeñan ningún papel. No obstante, estas diferencias enmascaran similitudes importantes. Tanto en el autismo como en las adicciones, por ejemplo, las conductas repetitivas de adaptación a menudo se malinterpretan como la fuente del problema, en lugar de interpretarse como un intento de solución. De hecho, algunos niños con serios problemas de abandono desarrollan con frecuencia conductas típicas del autista, como por ejemplo balancearse, como manera de calmarse o de estimularse; y los niños maltratados a menudo parecen sufrir TDAH porque están excesivamente alerta a «distracciones» como el sonido de una puerta al cerrarse de golpe.

En todas esas afecciones, incluido el autismo, las conductas repetitivas, alertas o destructivas no suelen ser el problema principal. En su lugar, suelen ser un mecanismo de adaptación, una manera de tratar de gestionar un entorno que con frecuencia les resulta amenazador o abrumador. De un modo parecido, la conducta adictiva suele significar una búsqueda de seguridad y no un intento de rebeldía o un gesto egoísta introvertido (acusación que antes se hacía también contra los niños autistas). A lo largo de este libro veremos cómo el hecho de malinterpretar los intentos lógicos de autoprotección como gestos hedonistas, egoístas o «locos» ha estigmatizado de forma innecesaria a las personas con trastornos del desarrollo incluida la adicción y, como resultado, lejos de ayudar, ha aumentado la discapacidad asociada a los mismos.

Cabe destacar que la adicción no se crea simplemente mediante la exposición a las drogas, ni es el resultado inevitable de tener cierto tipo de personalidad o herencia genética, aunque dichos factores influyen. En su lugar, la adicción es una relación aprendida entre el momento y el patrón de la exposición a sustancias u otras experiencias potencialmente adictivas y las predisposiciones, el entorno cultural y físico y las necesidades sociales y emocionales de la persona. El estado de maduración cerebral también es importante: la adicción es mucho menos común en personas que consumen drogas por primera vez pasados los veinticinco años, y con frecuencia remite con o sin tratamiento entre personas de veintitantos años, justo cuando el cerebro llega a su fase plenamente adulta. De hecho, el 90% de todas las adicciones a sustancias comienza en la adolescencia, y casi todas las adicciones a drogas ilegales terminan llegados los 30 años.

Las implicaciones de la perspectiva del desarrollo tienen un gran alcance. En primer lugar, si la adicción es un trastorno del aprendizaje, librar una «guerra contra las drogas» es inútil. Sorprendentemente, solo entre el 10% y el 20% de aquellos que prueban las drogas más estigmatizadas como la heroína, el crack y las metanfetaminas se convierte en adicto. Y ese grupo, que suele tener un historial significativo de traumas infantiles y/o enfermedad mental preexistente, con frecuencia encontrará alguna manera de automedicarse de forma compulsiva, sin importar las medidas estrictas que adoptemos contra una sustancia u otra. En este contexto, tratar de poner fin a una adicción intentando eliminar drogas concretas sería como intentar curar el lavado compulsivo de manos prohibiendo un tipo de jabón detrás de otro. Aunque seamos capaces de lograr que las personas consuman sustancias más o menos dañinas cuando sean presas de sus compulsiones, no estaremos abordando el verdadero problema.

En segundo lugar, dado que la adicción es un trastorno del aprendizaje, no es necesariamente un problema de por vida que exija tratamiento crónico y la aceptación de una identidad estigmatizada: los estudios demuestran que la mayoría de las adicciones a la cocaína, al alcohol, a los medicamentos con receta y al cannabis termina antes de que la persona alcance los treinta y tantos años de edad y casi todas lo hacen sin tratamiento. De un modo similar, entre un tercio y la mitad de los niños diagnosticados con TDAH ya no cumplen los criterios de ese trastorno llegada la edad adulta, y el tratamiento no parece influir en que superen el trastorno o no, aunque sin duda puede influir en su capacidad de prosperar. Por último, la perspectiva del aprendizaje ofrece información sobre otras afecciones —desde los trastornos de ansiedad hasta la esquizofrenia, pasando por el trastorno bipolar y la depresión— que con frecuencia preceden a la adicción y podrían beneficiarse de enfoques similares.

Al poner en duda la idea del «cerebro roto» del adicto y la noción de «personalidad adictiva», Cerebro sano plantea una nueva manera de concebir las drogas, el ansia y las compulsiones, ya sea en conductas tan extremas como el consumo de drogas o en situaciones tan habituales como las dietas.

Mientras espero a que el escáner mida las estructuras blandas bajo mi cráneo, no puedo evitar pensar en el órgano que los científicos consideran el objeto más complejo del universo conocido. Sé que todas nuestras experiencias están en cierto modo escritas en nuestro cerebro. En algún lugar, entre las curvas sinuosas y las superficies palpitantes del mío deben de hallarse los ecos de todo lo que he aprendido en la vida, lo recuerde ahora o no, y todas las decisiones que he tomado, consciente o inconscientemente.

Y en algún lugar de mi materia gris y blanca están también las estructuras neuronales que me situaban en riesgo alto de adicción antes incluso de haber tomado drogas; también ahí reside cualquier resto de los cambios químicos orquestados por las propias sustancias. Todo lo que soy y todo lo que he sido ha estado en algún momento representado aquí de forma química, estructural o eléctrica: no solo la adicción, sino los más de veinticinco años de recuperación y décadas de otras experiencias vitales.

Espero que mi escáner me ayude a entender por qué el aprendizaje importa tanto en este trastorno. Tras pasar décadas leyendo, informando y escribiendo sobre la adicción, después de cientos de entrevistas con expertos, e incluso más con consumidores de drogas y antiguos consumidores, muchos de los cuales han experimentado adicción, he llegado a creer que el aprendizaje es clave para una mejora del tratamiento, de la prevención y de las políticas de drogas. Si bien los científicos reconocieron hace tiempo la importancia del aprendizaje en la adicción, la mayor parte del público no lo admite, o no es consciente de las consecuencias que tiene verlo de este modo. Sin embargo, tratar de comprender la adicción sin reconocer el papel del aprendizaje es como intentar analizar canciones y sinfonías sin saber teoría musical: puedes identificar por intuición las disonancias y la belleza, pero no alcanzas a entender la estructura profunda que da forma y predice la armonía.

No haber sabido reconocer la verdadera naturaleza de la adicción también ha supuesto pagar un precio catastrófico. Nos impide abordar de forma eficaz todo tipo de problema de drogas, ya sea desde el punto de vista de la prevención, del tratamiento o de las políticas. Eclipsa la necesidad de un enfoque individualizado. También provoca que los debates sobre estos temas se queden anclados en argumentos estériles sobre si la adicción debería considerarse un delito o una enfermedad. Además, malinterpretar la adicción permite que la normativa sobre drogas siga utilizándose como una pelota política y racial que pasa de un tejado al otro, ya que el uso continuado de tácticas ineficaces ha provocado una desesperanza generalizada en torno a las personas afectadas y a sus familiares. De hecho, curiosamente, las investigaciones demuestran que, en general, la adicción es el trastorno psiquiátrico con mayores probabilidades de recuperación, no el peor de los pronósticos, como muchos han dado en creer.

La adicción no sucede solo porque la gente se topa con una sustancia química en particular y comienza a consumirla de forma regular. Es algo que se aprende y que tiene un historial arraigado en el desarrollo individual, social y cultural de la persona. Pensamos que es una simple enfermedad cerebral o un tema de conducta criminal porque no entendemos su historial evolutivo y el papel que desempeña a la hora de generar una serie de problemas que solo son iguales en apariencia. Entender el papel del aprendizaje nos ayuda a explicar lo que sucede realmente y nos dice qué hacer al respecto.

Entendido de forma correcta, el cerebro adicto no está roto, simplemente ha tomado un rumbo evolutivo diferente. Al igual que el TDAH o el autismo, la adicción es lo que podríamos denominar una diferencia en las conexiones cerebrales, no necesariamente la destrucción de tejido, aunque algunas dosis de determinadas drogas pueden sin duda dañar las neuronas. Si bien, como cualquier otra cosa que se aprende, la adicción puede arraigarse más con el tiempo, las personas tienen una mayor probabilidad de recuperación según crecen, y no al revés. Esta paradoja aparente tiene mucho más sentido si se entiende como parte de un trastorno del desarrollo que puede cambiar con las etapas de la vida.

Es más, como bien saben los padres y profesores de todo el mundo, es casi imposible forzar o coaccionar el aprendizaje, sobre todo para modificar una conducta que ya se ha vuelto habitual. Como ya observó el propio B. F. Skinner, «una persona que ya ha sido castigada no está menos predispuesta a comportarse de un modo determinado; a lo sumo, aprenderá a evitar el castigo». El miedo y las amenazas desvían además la energía de las áreas del cerebro responsables del autocontrol y del razonamiento abstracto, justo lo contrario de lo que se pretende cuando se intenta enseñar a alguien una nueva manera de pensar y comportarse. Cambiar la conducta es mucho más sencillo si utilizamos el apoyo social, la empatía y los incentivos positivos, como demuestran innumerables investigaciones psicológicas, pese a que suelen ignorarse en el tratamiento y en la política de las adicciones. Esto afecta de manera evidente a las probabilidades de modificar las adicciones mediante el sistema judicial criminal.

Por último, el papel del aprendizaje y del desarrollo en las adicciones significa que, al contrario que en la mayoría de enfermedades físicas, los factores culturales, sociales y psicológicos están profundamente ligados a su tejido biológico. Si tiramos solo de un hilo, la idea se va deshilachando hasta convertirse en una maraña incomprensible. Si etiquetamos la adicción como algo meramente biológico, psicológico, social o cultural, no podrá entenderse. Sin embargo, si incorporamos la importancia del aprendizaje, del contexto y del desarrollo, todo se vuelve mucho más explicable y manejable.

Entender la adicción como un trastorno del aprendizaje nos permite responder muchas preguntas que antes nos dejaban perplejos, como por qué las personas adictas pueden tomar decisiones aparentemente libres como ocultar su consumo de drogas o asegurar un suministro constante y, en cambio, no lograr modificar sus hábitos cuando estos tienen como resultado más daños que beneficios. El aprendizaje ayuda a explicar por qué las tendencias culturales y la genética pueden influir enormemente y por qué la conducta adictiva es tan variada. Además, el aprendizaje y el desarrollo esclarecen por qué factores como el empleo y el apoyo social afectan a la recuperación mucho más que en los casos de enfermedades físicas. Por desgracia, el cáncer rara vez desaparece cuando alguien se enamora y se casa, pero el alcoholismo y otras adicciones pueden remitir y, con frecuencia, lo hacen.

En el resto del libro, veremos lo íntimamente ligado que está el aprendizaje a todos los aspectos de la adicción: desde los cambios cerebrales moleculares derivados de determinados patrones de consumo de drogas hasta las asociaciones entre las drogas y determinados estímulos y recuerdos que están provocados por circunstancias individuales, familiares, culturales e históricas. Utilizando mi propia experiencia como caso práctico, demostraré por qué una adicción evolucionó de una manera determinada y por qué otras toman un rumbo distinto. Aunque mi historia concreta no sea nada inusual, sus particularidades ilustran la universalidad del aprendizaje en el proceso de adicción y por qué su naturaleza singular en todos los casos es esencial para entender el problema en su conjunto.

Aquí veremos cómo la adicción afecta a un tipo muy específico de aprendizaje, relacionado con rutas cerebrales ancestrales que evolucionaron para promover la supervivencia y la reproducción. Dado que esas son las tareas fundamentales de cualquier organismo biológico, provocan una conducta altamente motivada. Cuando pasamos hambre, cuando nos enamoramos y cuando somos padres, ser capaces de persistir pese a las consecuencias negativas —la esencia de la conducta adictiva— no es un defecto, sino una herramienta, como dicen los programadores. Puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte, entre el éxito y el fracaso. Sin embargo, cuando las rutas cerebrales concebidas para promover la alimentación, el contacto social, la reproducción y la paternidad se ven afectadas por la adicción, esa ventaja puede convertirse en un inconveniente. El amor y la adicción son alteraciones de los mismos circuitos cerebrales, razón por la cual el cariño y el contacto son también esenciales para la recuperación.

El mundo por fin empieza a darse cuenta de que el enfoque punitivo sobre la adicción, que ha dominado la política de drogas durante el último siglo, ha fracasado. Para poder dejarlo atrás, se necesita un nuevo entendimiento del trastorno y de su relación con las drogas y otras conductas. Solo si aprendemos lo que es la adicción, y también lo que no es, podremos encontrar una manera mejor de superarla. Y solo si entendemos a las personas adictas como individuos y las tratamos con compasión podremos descubrir maneras más eficaces de reducir el daño asociado a las drogas.

Tumbada dentro del escáner, me viene a la cabeza el fragmento de una canción de Talking Heads. Dice:

«Bueno, ¿y cómo he llegado aquí?». He ahí el misterio de toda adicción, y para resolverlo hemos de observarlo desde la perspectiva de un adicto, esclareciendo principios generales mediante el análisis de datos específicos y particulares.

1 A punta de aguja

«La heroína era lo único que de verdad funcionaba, lo único que le impedía ponerse a dar vueltas en una rueda de hámster llena de preguntas sin respuesta. La heroína era la caballería... aparecía susurrando en la base de su cráneo y envolvía con sigilo su sistema nervioso, como un gato negro que se enrosca sobre su cojín favorito».

Edward St. Aubyn, Bad News

Llegado el mes de julio de 1988, mi vida había quedado reducida a la punta de una aguja. Vivía con mi novio, Matt, y vendía cocaína. Mis únicos objetivos diarios eran, en primer lugar, arrastrarme hasta un programa de metadona y, después, de algún modo, asegurarme de que ganásemos suficiente dinero para colocarnos y pagar el alquiler y las cosas del gato. Aquel verano fue a la vez el mejor y el peor momento de mi vida. Fue el mejor porque, en agosto, conseguiría por fin vencer la adicción a la cocaína y a la heroína que me había dejado con poco más de treinta y ocho kilos de peso, marcas en brazos y piernas, el pelo fino y rubio oxigenado como el de Madonna cuando intentaba parecerse a Marilyn y la mirada perdida y distante. También fue el peor porque, en fin, yo no recomendaría la adicción activa y la recuperación temprana.

Tenía veintitrés años. Estaba en libertad bajo fianza y me enfrentaba a una sentencia mínima de 15 años y máxima de por vida por unos cargos de posesión de cocaína de 1986, según las leyes de estupefacientes de Rockefeller del estado de Nueva York. Me habían pillado con 2,5 kilos de cocaína encima, lo que me hacía parecer una traficante de alto nivel, aunque en realidad la mayor parte de la droga pertenecía al proveedor de Matt, que le había pedido que se la guardara.

Pocos habrían imaginado un futuro semejante para una chica que a los tres años ya sabía leer, que intentó canalizar su incomodidad social y tenía «muchas probabilidades de éxito» en octavo curso y que destacó académicamente hasta el punto de ser admitida en Columbia en su primera clase de mujeres en 1983. Pero Columbia formaba ya parte de mi pasado. No podía estudiar enfrentada al estrés de un caso de delito grave; de hecho, apenas podía hacer nada en absoluto, ni siquiera tareas básicas de cuidado personal como limpiar la casa, bañarme y hacer la colada.

Creo que ya ha llegado el momento de decir que yo soy diferente, que no era la «típica adicta». Los medios de comunicación estadounidenses nos aseguran repetidamente que dicho adicto desde luego no es blanco, mujer, con educación o de clase media. Pero yo no voy a hacer eso. La historia demuestra que la idea del «adicto típico» es en sí misma un estereotipo cruel forjado en un período de intenso racismo, que tiene mucho que ver con por qué nuestro sistema de tratamiento y nuestras políticas de drogas son draconianas e ineficaces. Esta idea es uno de los obstáculos ocultos que nos impiden entender de verdad los problemas de drogas. Para mejorar, hemos de entender qué es realmente la adicción, y por qué nuestros intentos fallidos por definirla han provocado en realidad mucho daño.

En la década de los ochenta, cuando era adicta, se hacía mucho hincapié en diferenciar entre la adicción «física» y «psicológica», y la creencia popular en la importancia de dicha diferencia sigue siendo sorprendentemente habitual. La adicción física se veía como algo médico: era, en esencia, un problema de dependencia, de necesitar biológicamente una droga para funcionar sin caer físicamente enfermo. De hecho, el término oficial del problema en los manuales de diagnóstico psiquiátrico, en los años 80 y hasta 2013, era dependencia de sustancias.

La adicción «psicológica», sin embargo, se veía como algo moral: significaba que habías perdido el control sobre tu mente y tenías poca voluntad, eras egoísta y mala persona. La adicción física era real; la adicción psicológica estaba solo en tu cabeza. Por desgracia, como tuvimos que aprender por las malas las personas como yo, la necesidad física de la droga para evitar los síntomas del síndrome de abstinencia no es la esencia del problema. En su lugar, la psicología, y el aprendizaje que influye en ella, importa muchísimo más. En el verano de 1988 esa psicología dominaba mi vida.

***

Una de las palabras favoritas de Matt era fétido, algo que describía con bastante precisión nuestras condiciones de vida aquel verano. Nuestro piso de alquiler de setecientos cincuenta dólares en Astoria, no lejos del puente Robert F. Kennedy, era en esencia un cuadrado dividido en cuatro habitaciones, sin apenas muebles, con un colchón tirado en el suelo en un dormitorio, muchos libros, cómics, discos, CD, un equipo de música último modelo y algunas mesas y sillas.

Dispersos por ahí podían verse los indicios del consumo de drogas: cucharas dobladas y ennegrecidas y pipas de cristal para fumar crack, algunas de las cuales estaban rotas y tenían redecillas metálicas carbonizadas en los cuencos. Se veían las puntas naranjas de algunas jeringuillas encima de los montones de ropa sucia, la mía casi exclusivamente negra. En el rincón de uno de los dormitorios había un escritorio con uno de los primeros PC y una impresora de matriz de puntos que yo utilizaba para archivar artículos que escribía para la revista de fumetas High Times. (Mi primera columna nacional, escrita bajo el seudónimo de Maura Less, llevaba por título La patrulla del pis y hablaba sobre los análisis de orina).

Había un arenero en otro rincón, y nuestro gato atigrado de pelo largo y gris, Smeek, se paseaba por allí alardeando de su enorme rabo hinchado. Smeek, al menos, estaba bien cuidado y, quizá, demasiado bien alimentado. Pero por lo demás vivíamos rodeados de mugre y desorden; y desde luego el arenero no siempre estaba limpio, cosa contra la que Smeek a veces se rebelaba haciendo sus necesidades fuera de la caja, con frecuencia sobre los papeles y las prendas desperdigadas por ahí.

Entre tanto, Matt se había obsesionado con sus funciones corporales y le aterrorizaba que le detuvieran los bomberos. Pensaba que los hombres de los camiones rojos eran capaces de monitorizar y detectar los vapores de la cocaína que fumaba. Siempre tenía las persianas bajadas y de vez en cuando se asomaba para ver si los bomberos le tenían vigilado. Aquel muchacho judío de Long Island, otrora un joven ocurrente y artístico, se pasaba ahora la mayor parte de los días metido en casa, vestido solo con unos calzoncillos blancos ajustados y rodeado de basura, convencido de que el crack estaba destrozándole el tracto digestivo, pero incapaz de parar.

Cada mañana me decía a mí misma que no iba a meterme coca, sabiendo que solo me volvería ansiosa, obsesiva y paranoica (¡al menos no con los bomberos!). Me arrastraba hasta el programa de metadona, parecido a una fortaleza, situado cerca de las vías de metro elevadas que circulaban junto a la base del puente de la calle cincuenta y nueve. Había escogido recibir ese tratamiento; sabía que la dependencia física de la heroína era un problema y quería ayuda para desintoxicarme. De hecho, pensaba que aquello sería lo único que tendría que hacer para volver a encarrilar mi vida.

Estaba totalmente influida por la opinión paradójica estadounidense sobre la adicción: pensaba que era a la vez un problema médico y moral. No era capaz de aceptar que tuviera el problema moral; pensaba que eso significaría que mi inteligencia —el único aspecto de mí misma que valoraba— era débil y corrupta. De modo que me dije a mí misma que solo era «físicamente adicta» y que la metadona resolvería ese problema.

La idea era «desintoxicarme» de un opiáceo ilegal proporcionándome uno legal, seguro y no inyectable en dosis cada vez menores a lo largo de seis meses. El Programa de Tratamiento y Mantenimiento de Metadona Bridge Plaza comenzó primero «estabilizándome» con lo que ahora sé que es una dosis demasiado baja. Una dosis eficaz de metadona varía de un paciente a otro, pero suele superar los sesenta miligramos (a mí me daban treinta) y al final reduce el deseo de consumir heroína sin producir euforia. Con una dosis semejante, la metadona también bloquea el colocón si tienes una recaída. Yo jamás experimenté eso.

Pero incluso si el programa hubiese acertado con la dosis original, tampoco habría importado mucho. Empezaron a reducirme la dosis casi de inmediato, disminuyendo la metadona de un modo que las investigaciones ya habían demostrado que resultaba una forma muy ineficaz de utilizar la droga. Como consecuencia, como ya podrían haber predicho esos datos, aumenté mi consumo de heroína conforme me reducían la metadona, consiguiendo que el ejercicio resultase inútil al tiempo que mantenía mi dependencia física. Me sentía impotente, atrapada.

De modo que cambié de táctica. Para empezar, me convencí a mí misma de que la metadona en realidad empeoraba el proceso de desintoxicación. En la calle se comentaba que desengancharse de la heroína era «más fácil» que la desintoxicación con metadona porque lo peor del síndrome de abstinencia de la heroína dura alrededor de dos semanas malas, mientras que el síndrome de abstinencia de la metadona es más prolongado y puede durar meses (aunque, si se hace bien, como descubrí más tarde, debería ser menos severo). Mi nuevo plan para dejar las drogas era el siguiente: completaría la desintoxicación con la metadona y, después, consumiría heroína durante unas pocas semanas para sacarme la metadona del cuerpo. Y solo entonces lo dejaría para siempre. Y sí, también dejaría de consumir cocaína en aquel momento. Hoy, sin embargo, me metería un tiro más.

Dado que Matt y yo vendíamos cocaína y prácticamente la teníamos siempre cerca, ese único chute pronto se convertiría en docenas. Me buscaba alguna de las pocas venas accesibles que me quedaban, aguardando el momento de hallar la mina de oro, y veía brotar la sangre dentro del cilindro como un surtidor de petróleo. Pero incluso cuando eso sucedía con facilidad, ya no predominaba la euforia. Estaba contaminada con la paranoia, ensombrecida por un terror constante e invisible. Lo que había comenzado como una explosión de emociones que abría ante mí un mundo de infinitas oportunidades y capacidades estaba ahora teñido de una sensación de miedo y de estar atrapada, no liberada. El deseo se convertía en terror, que a su vez promovía un deseo frustrante e infructuoso de drogarme más.

Puesta hasta las cejas, temblorosa, incapaz de relajarme, con el corazón latiéndome con más fuerza de la que debería, me daba cuenta entonces de que lo único que me ayudaría sería la heroína. Eso propiciaba una expedición épica para pillar droga en lo que por entonces eran barrios peligrosos de Bushwick, Brooklyn o el Lower East Side de Manhattan.

Me aterrorizaba que me detuvieran comprando droga, no solo por los motivos habituales, sino porque me daba miedo el efecto que tendría eso sobre las condiciones de mi fianza y, por lo tanto, sobre las casas de mis padres divorciados, que juntas servían de aval en lugar de pagar cincuenta mil dólares en efectivo. El elevado precio de la fianza se debía a que los 2,5 kilos de cocaína por cuya posesión me habían acusado cuando me pillaron me catalogaban legalmente como traficante de alto nivel, aunque aquello distaba mucho de la verdad. En realidad era mi primera detención.

En consecuencia, para minimizar el riesgo de una segunda detención, no compraba la droga yo misma, sino que, en su lugar, iba acompañada de amigos que compraban en la calle para mí a cambio de una parte de las drogas. Íbamos en la tartana de alguno hasta Bushwick por la autopista Brooklyn-Queens, temblando mientras atravesábamos las hectáreas de cementerios que dividen ambos distritos. Al acercarnos, yo me escondía en el asiento del copiloto o en el asiento trasero. Mi raza y mi aspecto desaliñado hacían que resultara evidente qué hacíamos en ese barrio. Esperaba ansiosa mientras quien fuera que hubiera accedido a llevarme hasta allí se adentraba en edificios decrépitos y cubiertos de grafitis y tardaba en regresar lo que a mí me parecían años.

La heroína, si acaso lográbamos conseguir algo de material decente —y no una basura adulterada e ineficaz—, me proporcionaba unas pocas horas de ansiada calma. Cuando llegaba a casa, calentaba la cuchara para preparar la heroína, que disolvía en agua, añadiendo una pizca de coca cuando se enfriaba para inyectarme después la mezcla. Si las drogas eran buenas y mi tolerancia no era demasiado elevada —cosa que sucedía con poca frecuencia en aquella etapa de mi adicción— el primer chute era algo celestial. Como la floritura de una sección de vientos, la cocaína me subía como un toque de trompeta mientras presionaba el émbolo; percibía su sabor helado en la parte posterior de la garganta. Pocos minutos después, aparecía la armonía cálida y apaciguadora de la heroína. Cada célula de mi cuerpo se sentía en paz, a salvo, saciada, satisfecha y, sobre todo, amada.

Sin embargo, y por desgracia, no tardaba en decidir que me vendría bien otro chute de cocaína. Eso daba inicio al clásico ciclo compulsivo de «solo uno más», hasta que el estado de alerta y ansiedad provocado por la cocaína eliminaba por completo el efecto sedante de la heroína. Tras una noche sin dormir, el día siguiente era exactamente igual, empezando con las humillaciones del programa de metadona.

Ubicado en una inhóspita zona industrial bajo las vías elevadas de los trenes N y 7, rodeado de negocios como proveedores de piezas de automóviles, el edificio, de poca altura, parecía más bien una cárcel. Todas sus características denotaban un énfasis en la seguridad y esa mentalidad vigilante de intentar conservar los objetos valiosos cuando ves a todos tus clientes como delincuentes. Lluvia, nieve o granizo; no había climatología lo suficientemente extrema como para impedir que se formara una cola frente a la clínica cada mañana antes de su hora de apertura para que pudieran medicarnos y prevenir el síndrome de abstinencia. En ese momento —a veces un poco más tarde, pero nunca un segundo antes— se abría la pesada puerta metálica y nos hacían pasar como un rebaño a aquella trampa, donde nos monitorizaban por videocámara. Cuando se cerraba la primera puerta, se abría una segunda, igualmente fortificada e imponente, para permitirnos entrar.

Una vez dentro, nos colocábamos en fila. Con frecuencia tenías que proporcionar una muestra de orina antes de recibir tu amargo cóctel de metadona y naranjada de manos de una enfermera que empleaba una máquina calibrada a la perfección y debidamente defendida. Este proceso suponía para mí un problema aquel verano: casi siempre me hallaba deshidratada por haber estado metiéndome drogas la noche anterior. Y, en caso de tener que ofrecer una muestra de «orina vigilada», la mujer encargada de tan agradable tarea solía quedarse allí plantada, esperando hasta que yo conseguía expulsar el pis suficiente. Podrían haberme preguntado sin más si había tomado drogas: creo que nunca les di una muestra de orina «limpia», y mi consumo debería haberles hecho sospechar que necesitaba ayuda adicional. Pero ese enfoque habría implicado que me vieran como a un ser humano que estaba enfermo, no como a una yonqui más, y habría implicado también una terapia verdaderamente individualizada, no unas simples normas burocráticas.

Aquel fue mi primer contacto personal con la «ayuda» supuestamente profesional para la adicción: un sistema que te denomina «sucia» si sufres una recaída; un sistema que da por hecho que eres una mentirosa, una ladrona o algo peor, y cuya respuesta frente al agravamiento de los síntomas de la adicción no incluye más ayuda, sino castigos o expulsiones. De hecho, cuando quedó claro que mi «desintoxicación» no estaba funcionando, le pregunté a mi supervisor si podía seguir con la metadona durante más tiempo para ver si así me estabilizaba y mejoraba, pero me dijo que no había consumido heroína durante el tiempo suficiente como para recibir tratamiento de metadona a largo plazo. Y, además, tomaba demasiada cocaína.

En otras palabras, aunque quedaba claro que no iba a lograr desintoxicarme, mi problema era a la vez «demasiado grave» (la coca) y no «suficientemente grave» (no llevaba suficientes años consumiendo heroína) como para recibir más ayuda. El hecho de que mostrara síntomas de adicción fue básicamente el motivo por el que me retiraron el tratamiento. Ni siquiera me derivaron a algún tipo de rehabilitación adicional o tratamiento médico, pese al hecho de que nos hallábamos en el pico de la epidemia del VIH entre consumidores de drogas intravenosas en Estados Unidos y yo estaba en Nueva York, el epicentro de esa epidemia. Al menos la mitad de los consumidores de drogas por vía intravenosa en la ciudad ya estaban infectados; entre ellos se encontraban varios de mis amigos, con los que podría haber compartido agujas. En cualquier otro campo de la medicina durante una pandemia global dicho «tratamiento» habría sido considerado negligencia profesional.

Aun así, eso fue lo que recibí, y lo que por desgracia sigue siendo demasiado frecuente a día de hoy, cuando al menos un tercio de todos los programas de metadona sigue sin administrar una dosis adecuada. Pero, por increíble que pueda parecerme ahora, pese a drogarme docenas de veces al día y enfrentarme a cargos por un delito de drogas, pese a participar en un programa de metadona para adictos a la heroína y haber dejado la universidad después de mi detención, yo seguía sin considerarme una verdadera adicta a las drogas.

Eso cambiaría el 4 de agosto. Ese fue el día en el que reconocí que estaba a punto de cruzar una línea y cumplir con mis propios criterios para la adicción (criterios creados especialmente para intentar excluirme, debo admitir). Aunque con frecuencia las historias de recuperación se cuentan como si fueran el resultado de una revelación súbita que inspira una acción de cambio radical, en realidad los estudios apuntan a que las revelaciones psicológicas no son el camino habitual hacia el cambio y que rara vez conllevan de manera directa o lineal alguna alteración en la conducta. De hecho, las investigaciones sugieren que tener la intención de hacer algo solo se traduce en la conducta deseada en el 33% de los casos, incluso en personas que no tienen problemas con las drogas. Aprender una nueva conducta suele llevar su tiempo.

Mi experiencia, sin embargo, fue algo diferente. Mi historia podría ser el ejemplo de un camino de recuperación que el investigador William Miller ha denominado «cambio quántum», según el cual una minoría de personas realiza cambios abruptos y absolutos en su conducta, frente al proceso más típico y gradual de avances y retrocesos. También podría ser que el proceso de maduración natural de mi cerebro hubiera llegado por fin al punto en el que mi «función ejecutiva» pudiera empezar a poner freno a las regiones que crean el deseo, y ese cambio permitiera que mi epifanía me salvara la vida.

De un modo u otro, había sido uno de esos días dominados por la sensación constante de terror que ocupaba mi consciencia siempre que no estaba lo suficientemente drogada. Ya no tomaba metadona, lo que significaba que había vuelto a la heroína y a la coca. Sentía la angustia premonitoria e insistente del síndrome de abstinencia. Para evitarla, aquella tarde fui al Lower East Side con Heather, la novia de uno de los amigos de Matt. Hacía mucho calor en la calle y nadie parecía estar vendiendo nada. Sin embargo, por fin Heather divisó a un gancho —una persona que pone en contacto a compradores con vendedores— y fue a realizar la transacción mientras yo esperaba.

Pensaba que el corazón iba a salírseme del pecho cada vez que oía un ruido fuerte o veía un coche que pudiera ser de la policía. Habían pasado algunos años desde la Operación Pressure Point, la primera de varias medidas policiales que, periódicamente, llevaban a los consumidores y a los traficantes de poca monta ante la justicia. Yo me hallaba en una calle que conducía hasta una serie de proyectos inmobiliarios de okupas que, en su uniformidad de ladrillo rojo, me parecían amenazantes. Quería esconderme. Los transeúntes parecían no fijarse en mí, como si fuera un desafortunado elemento del mobiliario urbano, como un contenedor de basura rebosante. Yo agachaba la cabeza y miraba para otra parte.

Me vino a la cabeza un sueño que había tenido la semana anterior. En él, había estado tratando de defenderme de una especie de parásito alienígena espacial que quería incrustarse en mi cerebro. Lo veía fusionarse con los demás, otorgándoles una felicidad indescriptible, al tiempo que destruía su individualidad y controlaba todos sus movimientos. Cuando te atrapaba, formabas parte de él y ya no podías ser tú misma. En el sueño trataba de huir, pero no había ningún lugar seguro y, cuando un amigo descubrió mi escondite, empecé a dejarme arrastrar. Me desperté asustada y temblorosa. Viéndolo en retrospectiva, parece que algo en mi interior estaba preparándose para el cambio.

Empezó a preocuparme que pudieran haber detenido a Heather y yo fuese a quedarme en aquella esquina bajo el sol durante horas, encontrándome cada vez más mareada. Pero de pronto apareció al doblar una esquina, caminando con ese paso rápido y decidido que indicaba que había conseguido la mercancía.

Sin embargo, cuando regresamos a Queens, todo salió mal. Había varias marcas diferentes en los dos «fardos» (diez bolsas por cada fardo de cien dólares: uno para ella y su pareja, el otro para mí) que había comprado. Los proveedores callejeros de heroína sellan sus productos con nombres de marcas a veces con un humor macabro; clásicos como DOA (siglas en inglés de «Muerto al llegar al hospital»), Seven to Life y Poison («Veneno»), que alternan con comentarios sarcásticos sacados de los titulares como los del Obamacare. La variedad de marcas, sin embargo, no era buena señal: si no se trata de una estafa, por lo general un vendedor callejero particular no te ofrecerá más de uno o dos sellos diferentes.

Deposité el contenido de una de las bolsas en una cuchara en cuanto entré en la cocina. Empezaba a sentirme físicamente enferma; el síndrome de abstinencia es en realidad mucho peor cuando tienes la droga en tu poder y sabes que pronto podrás consumirla, pero todavía no. No me olió bien cuando se mezcló con el agua. Aun así, me la metí de todos modos, y no experimenté efecto alguno.

Y fue entonces cuando mi mente —sospecho que no gracias a la farmacología de la sustancia aparentemente inerte del paquete— cambió de verdad. Acabé rogándole al novio de Heather, un hombre que no me caía especialmente bien, que me diera algunas de las bolsas de marcas diferentes que ella le había dado. En la calle se le conocía como Castor. Con el pelo y la barba castaños y una sobremordida evidente, sí que parecía una de esas criaturas que construyen presas, aunque no debido a su reputada laboriosidad. Por lo general era extremadamente relajado.

Me encontré a mí misma rogándole otra marca de heroína con la esperanza de que al menos una de las bolsas pudiera contener droga de verdad. No podía permitirme comprar más. Estaba desesperada y empezaba a sentir los efectos del síndrome de abstinencia. Y, tal como le argumenté, dado que él no tenía una dependencia física en aquel momento, la única consecuencia que sufriría sería no poder colocarse aquel día. Yo, por otra parte, me pondría enferma. Además, sabía que tenía que presentarme en el juzgado al día siguiente, uno de los muchos aplazamientos que había solicitado mi abogado con la esperanza de retrasar el día del juicio final sobre mi caso por las leyes de Rockefeller. Ya había «completado» el programa de metadona, así que se suponía que debía estar bien.

Pero Castor no daba su brazo a torcer. Llevada por el pánico, se me pasó por la cabeza la idea de intentar seducirlo, solo para conseguir la droga. Daba igual que tanto mi novio como su novia estuvieran en la misma habitación con nosotros. Daba igual que yo mostrara una actitud de superioridad hacia él y no me atrajese lo más mínimo. Daba igual que la idea fuese una locura y tuviera pocas probabilidades de éxito. Mi cerebro buscaba cualquier estrategia, cualquier forma de obtener heroína, por absurda que fuera.

Sin embargo, cuando se me ocurrió la idea, me sorprendió. No pretendo juzgar a quienes intercambian sexo por drogas o ejercen la prostitución para poder mantener sus hábitos: si se produce algún daño, ellas mismas son las principales víctimas y muchas mujeres que hacen eso tienen un largo historial de abusos sexuales en la infancia. Pese a ello, a mí personalmente la idea me parecía inconcebible. En primer lugar, soy muy sensible al tacto, a la vergüenza y al rechazo. En segundo lugar, cometía el error de pensar que tenías que ser excepcionalmente guapa para conseguir que los hombres pagaran por sexo y, en fin, irónicamente, yo no tenía la autoestima lo suficientemente alta como para creer que pudiera pasar por una prostituta creíble.

Por lo tanto, la idea de seducir a Castor se hallaba tan lejos de lo que en circunstancias normales sopesaría hacer que, de inmediato, me vi obligada a plantearme algo que hasta entonces habría sido impensable: que yo era una adicta inmoral. Físicamente, psicológicamente, como lo quieras llamar: la línea que estaba a punto de cruzar era, para mí, señal de que me hallaba en lo que antes había considerado territorio desconocido, aquel en el que habitaban «esos otros» adictos sin fuerza de voluntad.

En aquel momento empezó a cambiar algo dentro de mí. Recordé mis inicios con las drogas: marihuana y hachís en el instituto, LSD en los conciertos de los Grateful Dead, cocaína en clubes nocturnos de moda. Me visualicé de nuevo en mi habitación de la residencia en Columbia, pesando cuartos de gramo de lo que por entonces me parecía una droga inofensiva que me aportaba alegría y me ayudaba a estudiar. Me acordé de las fiestas, sobre todo de aquella en una de las direcciones más exclusivas de Nueva York, un apartamento de la Quinta Avenida situado por encima de la calle ochenta y seis, con vistas a Central Park, un lugar al que jamás me habrían invitado de no haber vendido drogas. Luego recordé las noches eternas, incapaz de parar, incapaz de dormir, con la nariz sangrando y abandonado ya todo atisbo de glamour. Pensé en cuando me expulsaron de la universidad por traficar y después, tras ser readmitida, por mi detención. Me vi a mí misma esnifando heroína, después inyectándomela, y ahora en ese apartamento mugriento suplicándole droga a un tío que ni siquiera me caía bien.

Miré a mi alrededor y fue como si estuviera viendo mi hogar, y a mí misma en él, por primera vez. Llevábamos tiempo sin cambiarle la arena al gato y el arenero desprendía una peste asquerosa. Todo estaba cubierto por una capa de mugre: pelo de gato mezclado con polvo sobre ropa manchada de heces; pipas de crack calcinadas y rotas sobre periódicos amarillentos. La atmósfera era nauseabunda. De pronto me sorprendió mi entorno y me sentí incapaz de entender cómo había estado viviendo en ese estado durante años.

Fue como si una cámara retrocediera y, al instante, en lugar de ver una masa incomprensible de líneas y colores, distinguí mi vida como lo que era. Mientras suplicaba la heroína, la lente a través de la que contemplaba el mundo se hizo añicos y, de pronto, todo lo que creía seguro, todo lo que pensé que sabía sobre las drogas y sobre mi vida, dejó de ser cierto.

Entonces decidí que necesitaba ayuda. Mi padre se reuniría conmigo en el juzgado al día siguiente; siempre aparecía, sin importar mi aspecto desaliñado y desesperanzado. A mi madre, por el contrario, acudir a mis comparecencias en el juzgado le parecía tan deprimente que se mantenía alejada. Desde hacía al menos seis meses, había empezado a limitar incluso nuestras conversaciones telefónicas a breves charlas en las que siempre me sugería la rehabilitación. Dicha táctica le había sido recomendada por su terapeuta, así como por las clases de asesoramiento sobre drogas que había estado recibiendo para emprender una segunda carrera laboral. Decidí pedirle a mi padre que me llevase al norte del estado, a casa de mi madre, para que ella pudiera ayudarme a recibir tratamiento. Recuerdo mi última noche como consumidora —aquel mal chute resultó ser el último— como un borrón de sensaciones desagradables que pregonaba mi caída sin frenos hacia el síndrome de abstinencia.

Fui al juzgado mareada y sudorosa. Llevaba un vestido «de negocios» negro, aunque al menos floreado, y se me notaban por debajo todos los huesos. Estaba tan débil que apenas pude abrir la media puerta de madera para acceder al puesto de la defensa; mi abogado, Donald Vo-gelman, un letrado defensor muy importante, se ofreció a abrírmela. Era un hombre alto y fornido, de treinta y muchos o cuarenta y pocos años, de pelo oscuro y con un fuerte acento de Brooklyn.

La jueza, Leslie Crocker Snyder, antigua fiscal conocida como la Dama Dragón por sus severas sentencias, dijo después que había estado planteándose encerrarme «por mi propio bien» si no hubiera solicitado ayuda aquel día. Lucía una melena rubia y lisa arreglada a la perfección. Su voz y su lenguaje corporal proyectaban poder y autoridad, no eran solo sus togas. Era tan conocida por sus duras sentencias que necesitaba protección policial las veinticuatro horas del día frente a asesinos a sueldo contratados por los capos de la droga, furiosos por sentencias que llegaban incluso hasta los ciento veinte años.

De pie frente a ella en el juzgado, estaba tan delgada y pálida que podrían haberme confundido con una paciente de cáncer y de hecho no tardaron en sospechar que padecía anorexia. No había estado intentando perder peso; lo que pasaba era que la cocaína me quitaba el apetito. Cuando sí que me molestaba en comer, mi dieta consistía casi exclusivamente en pastel de nata de Boston y otros dulces procedentes de las abundantes y excelentes pastelerías de Astoria.

Mi pelo también daba fe de mi mala salud: si bien antes lucía una desmesurada melena afro-judía, ahora se veía fino y quebradizo, apelmazado, como si hubiera recibido quimioterapia. No solo me lo había dañado decolorándolo en exceso, sino que además había desarrollado tricotilomanía, un comportamiento compulsivo que me llevaba a arrancarme mechones, cosa que puede asociarse con una adicción a la cocaína. Sumado a todo eso, aparentaba más del doble de mi edad. Con las pupilas dilatadas por el síndrome de abstinencia, tenía un aspecto aterrorizado. En aquella etapa de mi adicción, mi madre llegó a describir mi aspecto diciendo que parecía que «no hubiese nadie en casa detrás de mis ojos».

Aquel mismo día comencé la desintoxicación hospitalaria. El 4 de agosto de 1988 es el día que actualmente considero el inicio de mi recuperación. Lo que me hizo cambiar de opinión no fue solo el peso de toda aquella presión legal, ni el deterioro de mi salud; fue la súbita certeza de que cumplía mis propios criterios personales para ser una adicta. No había dejado de hacerlo en el «peor» momento de mi adicción, o cuando «toqué fondo»; eso habría podido ser el día en que me expulsaron de Columbia o la noche que me detuvieron y me sacaron de mi apartamento esposada, o tal vez cuando mi padre me pagó la fianza tras la detención.

En su lugar, dejé de hacerlo cuando me diagnostiqué a mí misma o, básicamente, cuando descubrí que era una adicta.

2 Historia de la adicción

«No obtengo ningún placer en absoluto con los estimulantes a los que a veces con tanto desenfreno me entrego. No ha sido la búsqueda del placer lo que me ha llevado a poner en peligro mi vida, mi reputación y mi razón. Ha sido el intento desesperado por escapar de los recuerdos tortuosos, de una sensación de soledad insoportable y del miedo a una fatalidad inminente y extraña».

Edgar Allan Poe

La primera sala de urgencias a la que acudimos no quiso admitirme, alegando que no trataban a «yonquis». Aunque mi madre llevaba meses intentando convencerme para que aceptara ayuda, la había pillado por sorpresa cuando al fin accedí a ello. No sabía dónde llevarme y descartó de inmediato uno de los hospitales locales. La menor de mis hermanas trabajaba allí como voluntaria, y mi madre no quería que se avergonzara de mi enfermedad. Acabé en lo que por entonces se conocía como el Hospital General Comunitario de Sullivan County, que me aceptó para participar en un programa de desintoxicación de siete días.

Estaba tumbada en una camilla, temblando y llorando, agarrada a la mano de mi madre. En un momento dado, me pincharon algo que pareció no hacerme ningún efecto. La enfermera no me dijo lo que era. Más tarde supe que me habían inyectado naloxona, un antagonista de los receptores opioides que es muy compasivo cuando se utiliza para reanimar a quienes sufren sobredosis, pero que es algo sádico para alguien que ya está sufriendo los efectos del síndrome de abstinencia, pues puede intensificar los síntomas. Funciona como un antídoto, eliminando cualquier droga opioide de sus receptores. (Es la misma droga que utilizan ahora los adictos, sus seres queridos y los agentes de policía para revertir una sobredosis, y esta manera de usarla sin duda salva vidas).

Supongo que la lógica «terapéutica» para administrar naloxona en un proceso de desintoxicación sería la teoría de que eso ayudaría a eliminar rápidamente las drogas de mi organismo; la lógica correctiva, sin embargo, es que aumenta tu angustia. La naloxona empeora los síntomas del síndrome de abstinencia y me la administraron sin mi consentimiento; otra muestra más de la paradoja que supone considerar la adicción como un pecado y, al mismo tiempo, como una enfermedad. La idea de que las personas adictas deberían tener derecho a dar su consentimiento informado como cualquier otro paciente era algo que ni se planteaba. Aunque teóricamente el tratamiento y el castigo serían estrategias opuestas, de hecho las tácticas moralistas severas eran la norma, no la excepción, cuando solicitaba ayuda, y aún hoy siguen formando parte del tratamiento para muchas personas con adicciones.

Antes de buscar ayuda, había leído sobre rehabilitaciones en las que colocaban a los adictos «en el punto de mira» y les echaban la bronca, con todos los presentes señalando cada uno de sus defectos, insultándoles y gritándoles, a veces incluso escupiéndoles. Había oído que esas sesiones a veces duraban horas sin concederles pausas para ir al baño o dormir, había oído hablar de la falta absoluta de intimidad, de los ataques continuados que tenían como objetivo destrozar tu identidad. Había visto que esa clase de programas eran recompensados con cenas benéficas de celebridades y alabados unánimemente en los medios de comunicación. Sabía que estaban ampliamente aceptados. De hecho, gran parte del motivo por el que no lo había intentado antes era el miedo a las tácticas humillantes y brutales llevadas a cabo en los tratamientos hospitalarios de la adicción de los que había oído hablar.

En general, a mí me aterrorizaba el resto de la gente; utilizaba las drogas para protegerme emocionalmente y buscar comodidad social. La idea de que me hicieran más vulnerable y me «rompieran» para curar la adicción me parecía justo lo contrario de lo que necesitaba. Convertirme en el centro de una humillación pública sin poder escapar y sin controlar mi entorno era para mí lo más parecido al infierno, no a la ayuda. No andaba corta de vergüenza, de autodesprecio y de culpa; no me inyectaba cocaína docenas de veces al día porque estuviera precisamente orgullosa de mí misma.