Cómo morir. Cartas sobre la vejez y la muerte - Séneca - E-Book

Cómo morir. Cartas sobre la vejez y la muerte E-Book

Seneca

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Una cuidada selección de las Cartas a Lucilio sobre la vejez y la muerte que acerca el pensamiento de Séneca y la filosofía estoica al presente. ¿Cómo morir? La pregunta suena de mal agüero en nuestra frenética actualidad. Vivimos como si no fuéramos a morir. Y, sin embargo, hemos de afrontar el tema cuanto antes mejor, gracias a la ayuda de la filosofía. Frente al miedo a la muerte, el estoicismo nos propone una liberación: no miremos para otro lado. Séneca nos dice que para no temer a la muerte es necesario tenerla presente, que «se niega a vivir quien se niega a morir». El gran filósofo de Roma se esforzó en combatir el temor a la muerte al igual que hicieron los demás pensadores estoicos. En sus Cartas a Lucilio defendió, con una convicción, coherencia y elegancia nunca antes vistas, ideas que aún chocan con nuestra mentalidad: que el morir no es un mal, que es necesario pensar en la muerte en todo momento, sin dramas, sin tabúes, que podemos mirarla a la cara incluso como un refugio...  Esta nueva edición y traducción del prestigioso filólogo clásico Antonio Cascón Dorado es una continua invitación a la reflexión y el autoanálisis para ayudarnos a afrontar la muerte de forma racional. Además, incluye una introducción en la que Cascón Dorado pondera el actual valor de las Cartas de Séneca desde el contexto en que se escribieron.

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CÓMO MORIR.CARTAS A LUCILIO

 

Título original: Epistulae morales ad Lucilium [Selección]

© del texto: Lucio Anneo Séneca, 62-65 d. C.

© de la traducción: Antonio Cascón Dorado, 2024

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: julio de 2024

ISBN: 978-84-10313-08-8

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Séneca

CÓMO MORIR.CARTAS A LUCILIO

Introducción, traducción del latíny notas de Antonio Cascón Dorado

SUMARIO

INTRODUCCIÓN. UNA PROPUESTA DISTINTA

LIBRO I

Epístola 1. Séneca a su querido Lucilio. Salud

Epístola 4. Séneca a su querido Lucilio. Salud

Epístola 12. Séneca a su querido Lucilio. Salud

LIBRO III

Epístola 24. Séneca a su querido Lucilio. Salud

Epístola 26. Séneca a su querido Lucilio. Salud

LIBRO IV

Epístola 30. Séneca a su querido Lucilio. Salud

Epístola 36. Séneca a su querido Lucilio. Salud

LIBRO V

Epístola 49. Séneca a su querido Lucilio. Salud

LIBRO VI

Epístola 54. Séneca a su querido Lucilio. Salud

Epístola 57. Séneca a su querido Lucilio. Salud

Epístola 61. Séneca a su querido Lucilio. Salud

LIBRO VII

Epístola 63. Séneca a su querido Lucilio. Salud

Epístola 69. Séneca a su querido Lucilio. Salud

LIBRO VIII

Epístola 70. Séneca a su querido Lucilio. Salud

LIBRO IX

Epístola 77. Séneca a su querido Lucilio. Salud

Epístola 78. Séneca a su querido Lucilio. Salud

LIBRO XIV

Epístola 91. Séneca a su querido Lucilio. Salud

LIBRO XV

Epístola 93. Séneca a su querido Lucilio. Salud

LIBRO XVI

Epístola 98. Séneca a su querido Lucilio. Salud

Epístola 99. Séneca a su querido Lucilio. Salud

LIBRO XVII

Epístola 101. Séneca a su querido Lucilio. Salud

Epístola 102. Séneca a su querido Lucilio. Salud

INTRODUCCIÓN

UNA PROPUESTA DISTINTA

En los primeros siglos del Imperio romano el estoicismo rechazó el sistema de valores vigente en aquella sociedad. En su opinión, un comportamiento irracional guiaba la conducta de los individuos, y la educación y las costumbres contribuían a alejarles de la felicidad. Pasiones, temores, deseos, vanas ilusiones… condicionaban completamente la actividad de los ciudadanos; los estoicos reivindicaron las posibilidades de la razón e hicieron una nueva propuesta que suponía una clara subversión del sistema de valores: no desear, no tener esperanzas, no acumular bienes, eliminar los temores, menospreciar la vida, tener presente la muerte…

Pretendían un cambio de rumbo que, de haber triunfado, hubiera supuesto una completa revolución moral y cultural: olvidarse de los desvaríos de la ambición y el deseo, de las ilusiones efímeras e insatisfactorias (riquezas, honores, fama, etc.); buscar a cambio el sosiego, sin frustración, sin complejos, sin miedos, la ataraxia o tranquilidad del alma. Su propuesta no prosperó, aunque sea justo reconocerles un éxito parcial, ya que algunas de sus ideas fueron asumidas por el cristianismo. En líneas generales, el sistema de valores que ellos denunciaron como perjudicial y equivocado para la felicidad del ser humano sigue vigente en nuestra sociedad y, consecuentemente, el plan de vida estoico sigue teniendo pleno sentido en nuestros días como propuesta alternativa.

Ese plan de vida nos es conocido, sobre todo, a través de los escritos que han llegado hasta nosotros de los autores de la Estoa Nueva, los estoicos de época romana. Séneca es uno de ellos, el que más obras ha legado a la posteridad. Entre todas ellas merecen lugar destacado las Cartas a Lucilio, donde se tratan los temas principales de la ética estoica, entre ellos, la forma de enfrentarse a la muerte, el que hemos elegido por su importancia y por su relevancia dentro del corpus para esta edición y al que me referiré más adelante en un apartado específico.

En mi opinión, el valor fundamental de estas cartas es trasladar un contenido netamente doctrinal en un lenguaje casi coloquial. Séneca se dirige a Lucilio, pero también a cualquiera de sus lectores —por supuesto, a cualquiera de los que hoy tenemos la fortuna de leerle—, para indicarnos el camino que cree correcto y lo erróneo de las conductas habituales, y lo hace bajo la apariencia de una misiva improvisada, con frases sencillas para expresar las ideas, porque su mayor interés es que se entienda bien un mensaje que en muchas ocasiones resulta sorprendente, dado que está expresando una idea o un concepto contrario a la opinión común, a las convenciones sociales al uso.

Séneca defiende en estas cartas que la muerte no es un mal, que es necesario tenerla presente en todo momento, que podemos contemplarla como un refugio, que la vida no es un bien y que hay que aprender a menospreciarla, que el suicidio es la máxima expresión de la libertad de hombre… Son ideas que chocan claramente con nuestra mentalidad, pero que el sabio de Córdoba defiende con convicción y coherencia. En la actualidad, hablar de la muerte casi se ha convertido en un tabú. Vivimos como si no fuéramos a morir. Frente al miedo a la muerte, las costumbres nos invitan a mirar para otro lado, pero Séneca nos dice que para no temer a la muerte es necesario tenerla presente, que «se niega a vivir quien se niega a morir».

Puesto que una de las características esenciales del hombre es su mortalidad, sería lógico que desde el nacimiento se nos aleccionase para ese trance, sería lógico que estuviésemos, como dice Séneca, mejor preparados para la muerte que para la vida (61, 4), pero nuestra sociedad parece muy alejada de tal propuesta. El ansia de vivir, que Séneca aconseja moderar, continua con su desbocado avance. En su opinión, hay que esforzarse en vivir bien y no en vivir mucho tiempo.

La lectura de estas cartas puede ayudar a ver las cosas de manera distinta, creo que pueden servir de alivio para quien se angustia cuando piensa en la muerte y pueden consolar al afligido por una muerte cercana, pero, sobre todo, pueden propiciar que veamos la vida de otro modo, que seamos capaces de usar la razón, no para generar ilusiones imposibles, sino para hacer frente a la realidad con la madurez imprescindible. Con acierto podríamos decir que son cartas que no hablan tanto de la muerte como de la vida y que, en realidad, su propósito es que aprendamos a morir para aprender a vivir.

UNA ESTATUA DE SÉNECA

Hay en Córdoba, muy cerca de la puerta de Almodóvar, un monumento inaugurado en 1965 que fue erigido para honrar la memoria de Séneca, y supongo que también para recordar a los turistas que esta hermosa ciudad fue su lugar de nacimiento. Hace solo unos días tuve ocasión de contemplarla con algún detenimiento; observaba su rostro, su mirada, su porte, y tuve la convicción de que aquella imagen tenía poco que ver con la que uno puede hacerse de él tras la lectura de sus obras.

Mientras contemplaba la estatua, pensaba en las cartas de Séneca que tratan el tema de la gloria póstuma, la claritas, como dice él, que traducimos por «celebridad». A su juicio, era esta un bien que el aspirante a la sabiduría debía perseguir, pues el ejemplo de los hombres grandes tiene que ser útil a otras generaciones.1 Me preguntaba si él estaría contento con su actual claritas. Probablemente, se sentiría satisfecho, siendo, como era, tan buen conocedor de la condición humana, pero a mí me parece que la imagen que se ha transmitido de Séneca y la que en general todavía hoy se tiene de él no se corresponde demasiado con sus merecimientos. Es una imagen equivocada como la que, en mi opinión, proyecta la escultura de la puerta de Almodóvar.

Ni siquiera ahora, cuando el estoicismo ha adquirido cierta notoriedad en la sociedad occidental, se ha producido el esperable reconocimiento de sus méritos. Esta nueva ola de estoicismo —generalmente mal interpretado— ha rescatado a Epicteto y encumbrado aún más a Marco Aurelio, pero sobre Séneca siguen manteniéndose las habituales reticencias. Y el caso es que no solo fue un filósofo que desarrolló ideas nuevas y humanitarias, sino que, además, su quehacer político fue tan exitoso que los cinco años que estuvo al frente del Imperio, como tutor del joven Nerón, son conocidos por los propios historiadores romanos como el «el quinquenio de oro». Es, además, uno de los grandes escritores de la Antigüedad; su obra es interesante por su contenido y por el excelente estilo literario con que sus ideas se trasmiten.

Unos merecimientos de esta clase no han servido a Séneca para lograr la celebridad indiscutida que sí podemos apreciar en otras personalidades de la Antigüedad. Frente a la fascinación casi unánime por Marco Aurelio, no es frecuente encontrar a alguien que confiese sin algún reparo su admiración por el sabio de Córdoba. Recordé la impresionante estatua ecuestre del emperador en la plaza del Campidoglio en Roma mientras observaba al togado de la puerta de Almodóvar.

Entonces, como en otras ocasiones, pensaba en las posibles causas de esa discutida gloria; apuntar aquí las que se me ocurren quizá pueda ser útil para bosquejar su fortuna literaria y para acercarnos a la personalidad del autor.

En general, el alegato más repetido contra Séneca tiene que ver con la incoherencia entre sus principios éticos y su vida, con dos reproches fundamentales: el primero, escribió contra la codicia y la posesión de riquezas, pero acumuló una notable fortuna; el segundo, sus postulados políticos y sociales no impidieron los desmanes del despótico Nerón. Estos eran los reproches que Séneca recibió de sus conciudadanos mientras vivía, según sabemos por pasajes de su obra y por lo que cuenta el historiador Tácito, y esos mismos son los que se siguen oyendo en la actualidad.

Séneca se defiende de la primera crítica, la acumulación de riqueza, en su tratado Sobre la vida feliz; dice que el dinero le es indiferente, pero que, ya que la suerte le ha ofrecido la posibilidad de elegir, prefiere tenerlo, porque le hace la vida más fácil y, además, le permite practicar algunas virtudes, como la generosidad.2 Débil defensa, desde luego, al menos en apariencia, pero no sabemos de qué modo y a cuántas personas pudo beneficiar con su riqueza en una sociedad tan desestructurada y desigual como aquella. En cuanto al segundo reproche, su colaboracionismo o pasividad frente al régimen político, creo que para entender la difícil posición de Séneca hay que tener en cuenta el compromiso social e institucional de la llamada Estoa Nueva, que pretendía transformar la sociedad y para ello necesitaba situarse cerca del poder. Recordemos que Séneca hubo de escribir el tratado De otio para justificar su alejamiento de la política.

El caso es que parecidos reproches podrían hacerse a Marco Aurelio, a quien también resultó difícil mantener en puridad los principios del estoicismo. Sin embargo, la diferencia de trato de la posteridad hacia uno y otro resulta evidente y ha de tener razones más profundas. Mientras que ya en la antigua Roma Marco Aurelio contó con historiadores encomiastas de su labor,3 las opiniones sobre Séneca no son muy positivas, aunque aquí es necesario diferenciar entre autores paganos y autores cristianos.

Entre los primeros, Tácito, medio siglo posterior a Séneca, se muestra respetuoso con su labor política, pero es él quien nos ha contado las muchas críticas que el filósofo recibía. Quintiliano, coetáneo aproximado de Tácito, desaprueba su estilo narrativo como orador, y Frontón y Aulo Gelio, ya en el siglo II d. C., se expresan de modo parecido. Por otro lado, es sorprendente que no haya ninguna alusión a él en la obra de otros filósofos de la Estoa Nueva: ni Musonio Rufo ni Epicteto ni Marco Aurelio le mencionan.

Cuenta Tácito que Séneca alcanzó un notable éxito como orador con un estilo novedoso que se distanciaba del ciceroniano tradicional. En algunas de las Cartas a Lucilio encontramos también invectivas contra Cicerón por su vanidad y su apego a los cargos.4 Esta posición crítica y novedosa debió de granjearle la enemistad de los admiradores de Cicerón, entre los que se contaban los autores más arriba citados, y, además, le enfrentaba a la oposición política al régimen imperial, pues Cicerón era un icono ideológico para los partidarios del régimen republicano.

En cuanto al silencio de sus compañeros de doctrina, que, desde luego, no parece casual, pues es frecuente que Epicteto cite a Musonio y Marco Aurelio a Epicteto, creo que Séneca está pagando las consecuencias de su sinceridad y su independencia. Igual que expresó con valentía su opinión sobre un mito como Cicerón, no dudó en manifestar en algunos pasajes de su obra su libertad de opinión frente a los principios de la escuela.5

Por ejemplo, no compartía en absoluto la importancia que Posidonio de Apamea —uno de los máximos exponentes del llamado estoicismo medio— concedía a lo que Séneca denominaba «estudios liberales»: historia, geografía, filología, geometría, etc. Para él tales materias y otras semejantes tenían un interés secundario, y puede que esta sea otra de las posibles causas del desafecto hacia nuestro autor. Es más que probable que ya en la Antigüedad los anticuarios, historiadores, filólogos, etc., no recibieran con agrado los asertos de Séneca y que ello condicionara su opinión sobre nuestro autor. Es posible también que esa renuente actitud se mantenga incluso entre profesionales de hoy en día que interpreten las palabras de Séneca como minusvaloración de sus ocupaciones. En realidad, Séneca solo pretendía señalar la necesidad e importancia de la filosofía, temeroso quizá de que llegara a convertirse en una asignatura más, como habría de ocurrir no mucho tiempo después.

Los autores cristianos le dispensaron mejor trato; es fácil apreciar su influencia en Tertuliano (s. III d. C.), Lactancio (s. IV d. C.) o Martín de Braga (s. VI d. C.). La difusión de una correspondencia apócrifa entre Séneca y San Pablo en el siglo IV, cuando el cristianismo era ya la ideología dominante en el Imperio, contribuyó al renombre de Séneca y, probablemente, a la conservación de su obra en los oscuros siglos medievales. Más adelante, en las últimas décadas de la Edad Media, se difundió una nueva leyenda, la de su conversión al cristianismo. Quizá esta nueva ficción permitió que en el Renacimiento y en el Barroco autores tan respetables como Petrarca, Erasmo o Quevedo pudieran admirar y comentar su obra, pero tengo la impresión de que esta proximidad al cristianismo de Séneca no ha contribuido demasiado a su gloria.

Me parece que, en ese conflicto —siempre latente y a veces expreso— entre paganos y cristianos, ha sido abandonado por unos y por otros. Cualquier cristiano que se acerque con ecuanimidad a la obra de Séneca percibe enseguida su profunda racionalidad: quería creer en la existencia de la Providencia divina y en la supervivencia del alma, pero no deja de manifestar sus dudas en numerosos lugares de su obra; así que no cabe esperar demasiado entusiasmo por parte de los cristianos de hoy. Por su parte, los filósofos racionalistas, ateos o agnósticos, han mirado con lógica prevención a un pensador que por momentos pareció cercano a los teóricos del dogmatismo cristiano.

Después del Renacimiento, Séneca ha sido ocasionalmente rescatado y admirado por escritores tan notables como Montaigne, Rousseau o Schopenhauer, pero, como decía más arriba, su imagen sigue siendo hoy controvertida. Por los géneros que cultivó, por su trayectoria vital y por los caprichos de la tradición cultural, Séneca se ha visto comparado con competidores de gran fuste. En prosa, suele equiparársele con Cicerón; en verso, con Sófocles y Eurípides. Duros contrincantes que también pueden haber contribuido a ensombrecer un tanto su renombre, aunque son muchos los críticos que consideran la prosa de Séneca literariamente superior a la Cicerón, y algunos menos —si bien entre ellos se contarían Racine y Corneille— los que colocarían algunas de sus tragedias al mismo nivel que las de los trágicos griegos.

LA CARRERA POLÍTICA DEL ORADOR

Séneca, como hemos comentado, fue —además de filósofo— político y literato, es decir, un orator, alguien que en la antigua Roma recibía la preparación cultural y retórica suficiente como para ejercer cargos públicos, expresarse de manera elocuente y escribir más que correctamente. La mayoría de los escritores romanos fueron políticos o funcionarios relevantes que habían adquirido la formación del orador que se aprecia claramente en sus escritos. Durante mucho tiempo las magistraturas y el senado estuvieron reservados en Roma a esa casta cerrada que conocemos con el nombre de nobilitas patricio-plebeya, pero en época imperial se fueron abriendo a otros estamentos sociales, como las familias ricas de las provincias que podían permitirse sufragar la costosa formación de un futuro orador. Los Anneo de Córdoba eran una de ellas.

Lucio Anneo Séneca nació en el seno de esa familia en el año 4 a. C., aunque la fecha no es del todo segura. Conocemos bastante bien a sus progenitores. Su padre era un maestro de retórica, del que nos han llegado dos obras, Controversias y Suasorias; su madre se llamaba Helvia y sabemos algo de su personalidad gracias a la consolación que su hijo le dedicó. A su padre se le conoce como Séneca el Rétor o Séneca el Viejo para distinguirlo de nuestro Séneca, conocido como el Joven o el Filósofo. Lucio dedicó algunos de sus tratados a su hermano mayor, Novato Galión, que llegó a ser senador y gobernador provincial. Mela, el más pequeño, también prosperó en la administración imperial y era padre del poeta Lucano.

Séneca debió de llegar a Roma a una edad muy temprana, con cuatro o cinco años. En su Consolación a Helvia recuerda con particular afecto a su tía, una hermana de su madre, que, pienso, debió coadyuvar notablemente a su brillante carrera, pues vivió con ella en Roma y luego en Egipto, donde su marido, Gayo Galerio, ejerció como praefectus Aegypti6 desde el año 16 hasta el año 31. Séneca vivió bajo el gobierno de todos los emperadores de la dinastía Julio-Claudia: Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. Fueron tiempos difíciles para ejercer la política, tiempos de intrigas y enconadas luchas por el poder.

En ese ambiente, la protección de Galerio debió de resultar decisiva para el ascenso en la carrera de Séneca. Después, con los emperadores que sucedieron a Tiberio, no pudo librarse de las intrigas cortesanas. Según refiere Dión Casio, ya tuvo problemas con Calígula; al parecer, la popularidad del brillante senador despertó los recelos del emperador, y Séneca se libró de una muerte segura porque alguien aseguró a Calígula que moriría pronto por la grave enfermedad que le aquejaba.7

No le fue mucho mejor con Claudio. Acusado de adulterio con Julia Livila, hija de Germánico y sobrina del nuevo emperador, fue condenado al destierro en la isla de Córcega, donde estuvo ocho años. Es probable que hubiese permanecido en el exilio algunos años más, si Agripina, la nueva esposa del emperador Claudio, no hubiera propiciado su regreso a Roma en el año 49 para encargarle la educación de su hijo Nerón. Séneca fue nombrado pretor y, cuando en el año 54 murió Claudio, probablemente envenenado, se hizo cargo de la dirección del Imperio junto con Afranio Burro. Durante cinco años, hasta la muerte de Agripina en el año 59, formaron un tándem tan exitoso como para merecer la alabanza casi unánime de los historiadores de época imperial.8

Sin embargo, Nerón, después de ordenar la muerte de su madre, fue pareciéndose cada vez más a ese individuo despótico y caprichoso que tan detalladamente describe la historiografía antigua. La posición de Séneca en la corte era tan difícil, sobre todo después del fallecimiento de Burro en el año 62, que casi hay que considerar sorprendente que pudiera vivir tres años más. En el 65, como es bien conocido, Nerón envió a algunos soldados a la residencia de Séneca con la orden de inducirle al suicidio,9 acusado de participar en el golpe de Estado de Gayo Pisón. Ciertamente, no nos es posible tener certeza de si Séneca participó en esta conjura, pero parece evidente que su indudable prestigio se había convertido en una amenaza para el emperador. Mientras tuvo oportunidad de hacerlo, si hacemos caso a los Anales de Tácito, procuró trasladar al emperador la honradez y tolerancia de su filosofía (XIII, 11, 2), y en el relato del historiador se le ve intervenir con acierto en crisis decisivas del gobierno de Nerón.

Cuenta Tácito que, una vez abortado el golpe, se extendió el rumor de que los conjurados habían designado a Séneca para ocupar el trono imperial como sucesor de Nerón, «elegido para el poder supremo como hombre sin culpas y de esclarecidas virtudes» (XV, 65, 1).

UN FILÓSOFO ESCRITOR

Ahora nos parece normal y casi necesario que un filósofo ponga por escrito sus ideas en distintos tratados y ensayos, pero no siempre fue así. En distintas épocas ha habido filósofos ágrafos, de cuya existencia y pensamientos tenemos noticia gracias a lo que sus seguidores o comentaristas posteriores nos han transmitido. En la Antigüedad, tenemos el caso emblemático de Sócrates, a quien conocemos por lo que sus ilustres discípulos, Platón o Jenofonte entre otros, nos han contado sobre él. Entre los filósofos cínicos la cuestión era más que personal: no escribir era un principio de la escuela.

Los estoicos más antiguos sí escribieron, aunque apenas conservamos algo más que los títulos de sus obras. Sin embargo, los estoicos «nuevos», ya en época del Imperio romano, no parecían muy partidarios de la escritura. A Musonio Rufo, una generación posterior a Séneca, le conocemos por las alusiones de los historiadores y de su discípulo Epicteto, y si conservamos sus Disertaciones es gracias al Florilegio de Juan Estobeo del siglo V d. C. Epicteto también era renuente a la escritura, de modo que, si hoy podemos leer sus Disertaciones y el Manual, es por los apuntes de su discípulo Flavio Arriano.10 De Marco Aurelio conservamos sus Meditaciones, un diario íntimo, no destinado a la publicación sino A sí mismo, que es el título original de la obra.11

Séneca se distancia claramente en este aspecto de sus más ilustres compañeros de doctrina, pues es un escritor notable por la cantidad y calidad de sus obras. En realidad, tenía un interés secundario por la literatura, pero defendía, según hemos visto, la necesidad de llegar a las generaciones posteriores y alcanzar celebridad como algo bueno y necesario. Por alguna de sus cartas sabemos que el tema despertaba cierta polémica incluso entre los estoicos.12 Desde luego, Marco Aurelio parecía considerar pura vanidad los afanes de perpetuarse.13 Probablemente, Musonio, Epicteto y Marco Aurelio se vieron influidos en este tema por sus admirados filósofos cínicos.

No nos han llegado todas las obras de Séneca, pero no podemos quejarnos de lo recibido. Tenemos sus ocho tragedias en verso, que abordan los temas y mitos de los trágicos griegos: Medea, Edipo, Fedra, etc. Se le atribuye casi unánimemente la Apocolocíntosis, cruel parodia en la que se describe la «conversión en calabaza» (apocolocíntosis) del emperador Claudio tras su muerte. También conservamos sus consolaciones, A Marcia, por la pérdida de su hijo; A su madre Helvia, para consolarla de su propio destierro en Córcega, y A Polibio, por la muerte de un hermano.

De sus tratados, la mayoría abordan cuestiones éticas concretas que sirven a Séneca para exponer los principios fundamentales del estoicismo. Sobre la ira es un largo ensayo sobre el origen y características de la cólera, que llama la atención por su profundidad psicológica y su modernidad. En Sobre la brevedad de la vida sostiene que la vida nos resulta breve por el mal uso que hacemos de ella; es el resultado de vivir sin reflexión y de hacer lo que dictan las costumbres. Sobre la tranquilidad del espíritu es un diálogo con su amigo Anneo Sereno en el que expone las causas que nos alejan de la tranquilidad espiritual. Sobre la firmeza del sabio, también dedicado a Anneo Sereno, trata de la imprescindible independencia del que aspira a la sabiduría y de su imperturbabilidad frente a las injusticias. En Sobre la vida feliz defiende que esta consiste en buscar la virtud siguiendo a la naturaleza. Sobre la Providencia está dedicado, como las Cartas, a Lucilio; Séneca le explica por qué, aunque exista una Providencia divina, los buenos sufren tantas calamidades. Sobre el ocio fue escrito para justificar su alejamiento de la política y en él defiende la reflexión activa en busca de la sabiduría.

Hay otros tratados que no abordan cuestiones éticas concretas: Sobre la clemencia está dirigido a Nerón y constituye un intento de llevar al nuevo príncipe por el camino de la tolerancia. Cuestiones naturales es un tratado más próximo a la física que a la ética, en el que se describen los fenómenos naturales y sus causas: el arcoíris, las inundaciones, los terremotos, etc. Sobre los beneficios aborda distintos temas: sobre la ingratitud, sobre la beneficencia…, y otros muy diversos, como la defensa de los esclavos.

A lo largo de estas obras Séneca expone sus ideas, que básicamente coinciden con los principios de la filosofía estoica. Quizá pueda ayudar a la lectura de estas Cartas resumir aquí el núcleo central de esta doctrina:

El hombre es un ser racional, pero hace un uso inadecuado de su razón. Se deja llevar por sus deseos y temores y por las costumbres y convenciones sociales, y ese comportamiento insensato le aleja de la tranquilidad de espíritu que constituye el objetivo de quien aspira a la sabiduría. El sabio es el hombre ideal del estoicismo, pero alcanzar la sabiduría completa es muy difícil; de hecho, los estoicos solo reconocían como sabio a Sócrates y aun con dudas. Quienes se iniciaban en las enseñanzas de la doctrina eran proficientes, personas dispuestas a aprovechar tales conocimientos, pero a los que quedaba un amplio camino por recorrer. Séneca y Lucilio se consideraban proficientes de la tercera clase, muy alejada de la sabiduría.14

El proficiente ha de practicar un autoanálisis permanente y debe distanciarse de los no iniciados para no volver a caer en los antiguos errores. Tendrá que luchar con la parte irracional, pues nos determinan los deseos (sexo, riqueza, renombre…) o los temores (enfermedad, soledad, muerte…). Entre todos ellos, a la razón, nuestro guía interior, le resulta muy difícil cumplir con las funciones que pueden proporcionarnos el feliz sosiego. Ese racionalismo radical es lo que caracteriza al aspirante a la sabiduría, que no se perturba por nada y que no necesita ayuda de nadie; las desgracias no le conmueven, solo le ponen a prueba, y es capaz de controlar sentimientos como el miedo, la tristeza, el enfado, etc.

En general, concedemos demasiado valor a la vida y tememos en exceso a la muerte, que solo es un proceso natural e inevitable. La muerte solo es la desaparición del cuerpo, pero no del alma, que es parte de la divinidad y a ella retorna. Esta posibilidad, la de la pervivencia del alma, así como la de la existencia de Dios o de dioses, eran las que al estoicismo le parecían las más probables, pero tanto Séneca como Marco Aurelio no dejan de manifestar sus dudas en numerosos pasajes: tal vez no exista un Creador del universo y todo sea producto del azar. Epicteto se muestra intransigente con tal posibilidad y se aproxima al dogmatismo cristiano. En todo caso, el hombre debe guiar su comportamiento contando con la posible existencia de los dioses, que son buenos por naturaleza, no pueden hacer mal porque no tienen posibilidad de hacerlo.

La conducta del hombre debe estar guiada por la virtud, que es el sumo bien. La virtud es lo honesto y requiere el comportamiento solidario con nuestros semejantes. «Has de vivir para el prójimo, si quieres vivir para ti», dice Séneca en una de sus epístolas (48, 2). Marco Aurelio compara al hombre con la abeja y a la sociedad humana con una colmena. Por tanto, los conceptos de tolerancia y comprensión con el ignorante y el humilde son básicos en la doctrina. Buena parte de eso que hoy denominamos derechos humanos tiene su origen en el estoicismo. Caritas humani generis, «amor al género humano», es una idea central de la Estoa, pues todos somos criaturas de Dios. Por eso, hay que tratar bien a los esclavos, porque son nuestros hermanos;15 por eso, las mujeres han de recibir la misma educación que los hombres.16

Este es un bosquejo rápido de los principios básicos del estoicismo que Séneca defiende en sus obras, pero en ellas encontramos otros aspectos interesantes de su pensamiento, no bien conocidos, que solo podemos mencionar aquí: por ejemplo, sus avanzados y profundos conocimientos de la psicología humana; sus sorprendentes propuestas educativas, o sus objeciones contra la guerra y el imperialismo.

Uno de los aspectos más admirables del talento de Séneca es su capacidad para incluir entre sus principios cuanto veía de bueno en otras escuelas filosóficas. Tiene que ver, desde luego, con la mentalidad práctica y proclive a la asimilación del hombre romano, pero Séneca demuestra, además, esa mentalidad abierta que le permitió admirar a Epicuro, el máximo rival del estoicismo, y acudir a la cueva de Demetrio el cínico como uno más de sus seguidores. Parece que esta actitud le granjeó algún disgusto entre sus compañeros estoicos, pero siempre hizo gala de su independencia: «No me adhiero a uno en particular de los maestros estoicos: también tengo yo derecho a opinar» (Sobre la vida feliz, 3, 2).

CARTAS A LUCILIO

Sin duda, estas cartas descubren una relación de amistad sincera entre Séneca y Lucilio, pero no podemos decir que su contenido revele las intimidades propias de una correspondencia entre amigos que solo espera ser leída por el destinatario. Parece claro que se trata de una obra claramente destinada a un público muy amplio; tan amplio como para que su autor estuviera convencido de que las Cartas iban a llegar a la posteridad e iban a otorgar a Lucilio un renombre imperecedero.17

Tal vez, sería más apropiado el término «epístolas», que traduce literalmente el latín, Epistulae morales ad Lucilium