Con voz propia - Nina - E-Book

Con voz propia E-Book

Nina

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Beschreibung

 Desde su infancia, música y canto han sido los acompañantes imprescindibles de Nina. Una carrera profesional dedicada al espectáculo. Trabajo, esfuerzo y dedicación durante más de tres décadas se recogen en unas intensas páginas en las que Nina pone en alza la voz como instrumento profesional y protagonista de toda su trayectoria profesional.  Desde Operación Triunfo hasta la actualidad, siendo protagonista del musical Mamma Mía! Nina rinde un homenaje a la voz y a los comportamientos que hay que tener para no dañarla y otorgarle la importancia que tiene como valor individual de todo ser humano. Un libro que sin duda será de gran utilidad para los amantes de la música, el teatro y sobre todo de la voz.

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CON VOZ PROPIA

NINA

CON VOZ PROPIA

EXLIBRIC

CON VOZ PROPIA

© NINA

© De las imágenes de cubierta: Salvador Musté Tomás

© Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2016.

Editado por: ExLibric

C.I.F.: B-92.041.839

c/ Cueva de Viera, 2, Local 3

Centro Negocios CADI

29200 ANTEQUERA, Málaga

Teléfono: 952 70 60 04

Fax: 952 84 55 03

Correo electrónico: [email protected]

Internet: www.exlibric.com

Reservados todos los derechos de publicación en cualquier idioma.

Según el Código Penal vigente ninguna parte de este o cualquier otro libro puede ser reproducida, grabada en alguno de los sistemas de almacenamiento existentes o transmitida por cualquier procedimiento, ya sea electrónico, mecánico, reprográfico, magnético o cualquier otro, sin autorización previa y por escrito de EXLIBRIC; su contenido está protegido por la Ley vigente que establece penas de prisión y/o multas a quienes intencionadamente reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica.

ISBN: 978-84-16110-71-1

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

NINA

CON VOZ PROPIA

Cuando uno piensa en voz alta o libra (y libera) sus ideas en plaza pública, hace un ejercicio temerario, tal vez insensato: invita a los demás a pasear voluntariamente por los caminos del pensamiento —a veces recodos, a veces atajos— y los invita a formar parte de una construcción que, de hecho, solo es un cañamazo, incluso modificable en sí mismo.

JESÚS TUSÓN

A mi madre, de quien he heredado la voz y el oído.

A Toni.

En la isla. Lluvia suave. Silencios. Y nuestros ojos se encontraron para siempre.

El profesor de música me pidió que lo acompañara al cuarto de los pianos.Debía de tener unos diez años. Cursaba quinto de educación general básica, laEGB, como se llamaba entonces. La hermana Teresa era la tutora de las niñas de quinto. Digo niñas porque, entonces, chicos y chicas no íbamos juntos al colegio, al menos en las Dominicas de la Anunciata. No recuerdo el nombre del profesor de música, sin embargo recuerdo que era francés y que me aburría soberanamente en sus clases. Me apasionaba la música y me pasaba el día cantando, pero me aburría con la asignatura de música. Pensé que lo había notado y que por este motivo quería llamarme la atención o quizás quería regañarme porque una vez más me había pillado cantando mientras se daba el cambio de clase. Las compañeras aprovechaban siempre este inciso para pedírmelo:«¡Vaaa, vaaa! —me decían—, canta la deLucecita», la sintonía de una radionovela que gozó de un éxito considerable a principios de los setenta. En casa, excepto por Semana Santa, la radio siempre sonaba. A las cuatro de la tarde, después de comer y una vez lavados los platos, se hacía un silencio sepulcral. Todo el mundo a escuchar el capítulo del día. La radio, a la fuerza, te obligaba a imaginar los personajes. Era a partir de sus voces, mejor dicho, de las voces de los actores que daban vida a los personajes, que el oyente se creaba la fisonomía de cada uno de ellos. Una voz grave, un galán guapote. Una vocecilla dulce, una chica rubia, delicada y delgada. Una voz ronca, el malo de la historia. Una voz fuerte y punzante, el personaje autoritario. Y así. La voz no solo te permitía crearte un físico a la carta de los personajes sino que, además, te informaba de su personalidad.Lucecitaestuvo muchos años en antena y tuvo tanto éxito que incluso se hicieron folletines. Pero aquí se acabó la gracia. Me llevé una gran decepción al ver las caras de unos personajes que nada tenían que ver con la imagen mental que yo me había construido de ellos. Los personajes que aparecían fotografiados en la revistaLucecitano eran los míos, no eran aquellos que yo visualizaba mientras oía sus voces a través de las ondas. Tras aquella horrible experiencia, siempre he preferido no saber qué cara hay detrás de una voz que me seduce en la radio. Después de haber cantado el pedacito estrella de la sintonía deLucecita,me fui al famoso cuarto con el profesor de música francés con quien me aburría soberanamente. Y allí, entre aquellos dos pianos verticales del año catapún y dos colchones llenos de polvo que sin faltar a la cita debíamos poner en fila y de pie en el otro paño de pared una vez acabada la clase de gimnasia, por primera vez me dijeron que tenía muy buen oído. No sé si eso de tener buen oído lo entendí demasiado bien por aquel entonces. Estaba más pendiente de ver si finalmente me echaba la bronca que de otra cosa. Me pidió que lo explicara en casa y que pidiera a mis padres que me llevaran a clases particulares de solfeo. ¿Clases particulares? ¿De solfeo? Bastante trabajo costaba ya en casa llegar a final de mes como para ir a ningún lado a tomar clases particulares de nada. En casa, la única música que sonaba —si es que se le puede llamar música aunque solo sea por su cadencia percutiva— era la de los motores de las máquinas de coser bragas. Mi abuelo por parte de madre trabajaba como encargado de una fábrica en Calella de Mar, como sereno en otra, y dedicaba los domingos, no por placer aunque le gustaba, a proyectar las dos películas en las sesiones de tarde y noche que daban en el cine Delfos de Pineda de Mar, el pueblo donde había emigrado a los once años de edad. No tenía un oficio concreto, mi abuelo. No lo tuvo nunca, pero sabía hacer de todo. Mi abuelo era eso que hoy llaman un perfil multidisciplinar. Tan multidisciplinar era, el abuelo Joan, que incluso fue capaz de construirse su propia casa. Se dedicó a ello en cuerpo y alma los fines de semana durante siete años, entre trabajo y trabajo, y con la ayuda de la yaya Catalina, que hacía las veces de peón. La yaya, la mama y las tres hijas —y a ratos muertos también el abuelo— trabajábamos en casa donde, en un porche cerrado que antes de serlo fue un patio, teníamos los telares. Ocho máquinas de coseroverlock,lasubarloc, como las llamábamos. Montábamos, cosíamos, cortábamos, pulíamos y embolsábamos las bragas. Con eso entraban unos dinerillos en casa. No muchos, pero los suficientes para cenar un tomate con sal cada noche. Para redondear el sueldo, también planchábamos calcetines y cosíamos, doblábamos y embolsábamos polos, niquis y jerséis. Hablo de cuando tenía entre seis y diez años. De aquella época conservo un callo en el dedo corazón que me dejaron en herencia las tijeras con que cortaba la goma que enlazaba braga y braga. Conservo también un puñado de recuerdos imborrables de una infancia que no cambiaría por nada del mundo.

Tenía la absoluta certeza de que sería cantante. Es más, sabía que lo era, así me sentía y así lo expresaba cuando me preguntaban: «Ytú, guapa, ¿qué quieres ser de mayor?».«Yo soy cantante», respondía.Cantaba cuando iba a la montaña, al subir por la riera hacia la Font de Sant Jaume, al caer las tardes de verano, sentada en uno de los pilares más altos de la escuela, desde donde veía unas puestas de sol impresionantes, a la salida de la iglesia los domingos, cada día en el recreo, en el cambio de clase, en el centro excursionista de verano con elcauo en el centro cultural del pueblo por fiestas de Navidad. No me daba cuenta y cantaba incluso en la mesa, mientras comíamos, hasta que el abuelo Joan me reñía…«¿Es que se canta en la mesa cuando se come?»,me decía. Yo le miraba y ni resollaba. El abuelo me hipnotizaba. Un solo gesto, mirada o palabra y me quedaba muda. Por lo que se ve, debía de cantar bastante, porque un día alguien me escuchó y me echó una mano por primera vez. Este alguien se llama Pere Fort. Un músico totalmente desconocido al que, aun teniendo el derecho de adjudicarse el papel de verdadero descubridor, jamás le he oído decir ni una palabra. Ha habido personas decisivas; Pere fue una de ellas.

Han pasado treinta años desde que subí a un escenario por primera vez y gané un sueldo de 7000 pesetas que no sabía ni cómo agradecer. Vendiendo zapatos, mi primer trabajo remunerado, ganaba 14 000 y 7000 las daba a mis padres. Ganar 7000 en un solo día por cantar durante tres horas fue una experiencia que tardé tiempo en entender y digerir. Treinta años no son muchos años, pero cuando miro atrás empiezo a sentir vértigo.

Ahora que enhebro las primeras líneas de esta aventura tan deseada como temida, pienso que no me importaría en absoluto escuchar tu voz. Acostumbrados como estamos a compartir emociones a través de ella, tú en la platea y yo en el escenario, quizás se te haga extraño no oírme y, en cambio, leerme. Tal vez me resultará extraño pensarte y no percibirte en la oscuridad del patio de butacas. Probémoslo. Al fin y al cabo es nuevamente la voz la que nos unirá mientras dure la lectura de estas líneas. Más de una vez, sin conocernos, hemos sido partícipes de historias contadas con palabras, gestos y notas. Ahora, en el silencio de tu lectura y mi escritura volvemos a ser cómplices alrededor de un instrumento misterioso, capaz de levantarnos el ánimo, transportarnos emocionalmente e incluso mimarnos el alma cuando estamos dolidos. Cambio el señuelo, pero el anzuelo sigue siendo el mismo y escribo sobre la voz. Ahora que hace treinta años que somos pareja de hecho, me apetece ordenar y compartir algunos de los impagables momentos que hemos vivido juntas a lo largo de esta travesía por los caminos del oficio de actriz y cantante. Hemos tenido el privilegio de explorar rutas diversas que nos han puesto a prueba y nos han obligado a conocernos a fondo, saber hasta dónde podíamos llegar, ser conscientes de nuestros límites y nuestras necesidades. La voz ha sido vehículo y compañera de trayecto, una especie de mochila que he llevado colgada a la espalda y donde he ido guardando experiencia compartida y acumulada dentro y fuera del escenario. La voz ha sido un pequeño motor, una especie de fuerza que me ha empujado a desarrollar un oficio inestable por naturaleza, y lo sigue siendo ahora que desde hace nueve años me guía en su estudio, quizás de forma natural, quizás de forma buscada, quizás para entender la naturaleza de un instrumento frágil, cambiante y misterioso. Treinta años para sentirla y vivenciarla. Nueve años para estudiarla y entenderla. Y el resto de años que vengan para seguir la huella del aprendizaje, ensamblar vivencia y conocimiento y crear complicidades con el público desde el escenario o fuera de él. Vacío la mochila sobre la mesa de mi casa. Como era de esperar, aparece de todo un poco. Empezaré a separar pacientemente el puñado de vivencias que sirvan para hablar de aquello que conozco y amo.

Escojo, pues, las notas, y me lanzo a componer esta primera partitura con la voluntad de acercar el oficio de actriz-cantante a quien quiera conocerlo. La orquestación con que visto la pieza es tan variada como los factores que hacen posible el oficio y los que dificultan su desarrollo. Lo reivindico, el mío y cualquier oficio. Ahora casi no se oye a nadie hablar de ello, más bien hablamos del trabajo o del puesto que ocupamos en la empresa donde trabajamos. Raramente se usa el término cuando uno habla del papel que desarrolla en la sociedad y de qué forma le es útil. Hablo de la voz a través de un oficio que he aprendido a fuerza de conocer mi voz. Hablo también de cualquier voz. De las voces de los que la usan profesionalmente y de los que no. De los que no tienen voz pero pueden oír las voces que los rodean, y también de los que no las oyen pero que con la ayuda de las nuevas tecnologías y la rehabilitación logopédica han sido capaces de desarrollar la voz y el lenguaje para así articular aquellos sonidos que les permiten hacerse entender e interactuar con el mundo.

Tu voz es única e irrepetible, como tus huellas dactilares. La dotación anatómica con la que naciste, la voz de tus padres, la lengua que hablas, la cultura a la que perteneces, las voces que te rodean y la música que escuchas, entre otros factores, han ido construyendo a lo largo de los años el sonido que te representa. La voz es el soporte sonoro del pensamiento generado en el silencio de tu cerebro. Si las lenguas, a través de un repertorio específico de palabras, representan tu mundo, la cultura a la que perteneces y la realidad que te rodea, la voz, mediante un abanico de rasgos acústicos, no solo te representa y caracteriza sino que, además, informa sobre tu estado anímico y es literalmente imposible evitarlo. Tendríamos que cerrar el grifo de la información que viaja por las vías nerviosas encargadas de la fonación, cosa totalmente inviable. Para bien y para mal, las emociones penetran en tu voz. Hete aquí que por la voz se te detecta, interpreta o aprecia cualquier sutileza que las emociones, en forma de matiz acústico, aportan a tu mensaje. La voz es un DNI sonoro, un documento de identidad acústico que contiene y transporta en ondas sonoras toda clase de información sobre su propietario. La usas a diario cuando y como quieres. La tienes siempre a tu disposición, y será compañera de viaje en proyectos vitales, personales o profesionales, siempre que la cuides como a cualquier otra parte de tu cuerpo, no solo por una cuestión de salud, que también, sino porque es el gran canal de expresión que te permite la interacción con el mundo. Tú no lo recordarás porque bastante ocupado estabas en ese momento, pero al nacer lo primero que hiciste después de respirar por primera vez fue emitir un sonido. El pistoletazo de salida de la carrera que acababas de iniciar era un grito producido por tu laringe, un instrumento que al asomar la cabecita del vientre de tu madre te permitió manifestar las dos primeras señales inequívocas de vida. En aquel momento no te planteaste cómo abrir la glotis[1] para dejar pasar el aire y respirar, ni cómo volver a cerrarla para unir las cuerdas vocales y articular aquel grito. Tu sistema nervioso estaba suficientemente maduro para poder desarrollar ambas acciones. Si lo piensas un momento, ahora tampoco tienes que hacer gran cosa para articular el puñado de sonidos que emites desde que te levantas hasta que te acuestas. En este instante, mientras lees, tu laringe va produciendo pequeños movimientos. Fíjate. Tal vez hasta se te escape algún sonido ensayando algunas de las vivencias vocales que compartiremos. ¿Te has preguntado alguna vez cuántas horas al día utilizas la laringe? Veinticuatro. Nunca descansa. Siempre está en guardia, incluso cuando muscularmente está en reposo para poder cumplir su gran función vital, la que nos da y nos quita la vida. La respiración.

El abuelo Joan murió hace diez años, tenía noventa y ocho.Durante los últimos meses ya no sabía qué hacer para aferrarse con fuerza a la vida y arañarle un año más…«Hombre, si pudiera vivir un poquicomás», me decía desde la cama. Me pregunto qué debía de sentir el abuelo cuando miraba hacia atrás. Vivir noventa y ocho años, dos guerras mundiales, una guerra civil, una posguerra y una dictadura de cuarenta años da para sentir un poco de vértigo. El abuelo era de pocas palabras, pero de repente, cuando le venía a la cabeza un capítulo de su vida, empezaba a narrarlo sin previo aviso. No le hacía falta. Como al actor que una vez en el escenario sabe que el público está allí, expectante, dispuesto a sumergirse en la historia que está a punto de explicar. El público, claro está, éramos los de casa. Me encantaba escuchar al abuelo explicando las batallas de la guerra civil y, en particular, cuando explicaba cómo lo hirieron cruzando el Ebro. Mientras narraba pausadamente los hechos con una descripción minuciosa, como si fuera la primera vez que él lo hacía y que yo lo oyera, le pedía que me enseñara los trozos de metralla que se le habían quedado incrustados en la parte interna del brazo derecho y que él jamás mostraba de no ser porque una nieta pesada se lo pedía insistentemente. Me divertía ver aquellos trocitos de bala que sobresalían de entre la musculatura del brazo cuando hacía una rotación externa con este. Ya ves tú qué gracia debía de hacerle al abuelo quedarse inmóvil en la cama durante un mes con la muerte rondándolo demasiado cerca. Es fácil comprender por qué se aferraba a la vida del modo en que lo hacía.

No sé si alguna vez el abuelo Joan recordaría las 14 palabras que me dirigió —seguro que no con la frecuencia e intensidad con las que yo las he recordado siempre— el día que le planteé, aun no sé con qué valor, que el profesor de música francés con quien me aburría soberanamente en clase de música me había sugerido tomar clases particulares de solfeo con el objetivo de cultivar y potenciar mi, según él, singular oído. Creo que escogí un mal día para planteárselo, había demasiadas cajas de bragas por cortar.«Siéntate aquí y corta esa caja de bragas que ya te enseñaré yo solfeo», me soltó por respuesta con el humor fino y socarrón que caracterizaba a aquel hombre que con once años emigró de su Andalucía, dejando atrás la caseta de la vía del tren en Los Gallardos, la aldea donde vivía y trabajaba con su padre y desde donde, una vez por semana, se desplazaba en burra hacia el pueblo de donde provenían, Palomares, para llevarles comida a la madre y las hermanas. Pasaba un día entero para ir y otro para volver. Un trayecto que hoy se hace en quince minutos. No solo entendí perfectamente la respuesta del abuelo sino que la esperaba. De hecho, la sabía incluso antes de que me la diera. Éramos pequeños, pero teníamos plena consciencia de la situación en casa. Trabajar, ahorrar y sacrificarse formaba parte de nuestro pan de cada día y era de lo más normal. No lo vivíamos como algo excepcional. Tenía que olvidarme de solfeos y puñetas y seguir cortando bragas. Las llegué a odiar, las bragas, quedé muy harta de cortar sus gomas, una caja tras otra.

Si hoy me encontrara por la calle al profesor de música francés, lo abrazaría y le daría infinitas gracias. Años más tarde entendí su gesto y supe apreciar y valorar la intención educativa en que se apoyaban las palabras que me dirigió. Potenciar las habilidades con las que nacemos y por las que destacamos cuando somos pequeños debería ser el objetivo prioritario del sistema educativo, casi obligatorio, diría, si no fuera porque la palabra me provoca cierta urticaria. Todos nacemos con unas habilidades, un don. Llamadlo como queráis. El talento reside en algún giro de nuestro cerebro. Y aunque no tengamos ninguna prueba de ello, lo cierto es que el talento existe y crea gran admiración hacia los que lo poseen o, mejor dicho, para los que pueden y saben cultivarlo y desarrollarlo mediante la formación, el esfuerzo y la constancia. Nadie nos asegura que algún día lleguemos a ser Mozart, Einstein o Messi; no obstante, no hay otro camino que detectar el talento, formarlo y gestionarlo sabiamente para destacar, disfrutar, ser felices y sentirnos y ser útiles a nuestra sociedad.

Si hoy pudiera hablar con el abuelo Joan horas y horas como lo hacía antes, le daría gracias una y otra vez. Lo sabía cuando estaba vivo, pero cuando se fue aun me di más cuenta de la brutal herencia que me había dejado en cada una de sus palabras y acciones. El abuelo Joan, y tantos otros abuelos, nos han dejado en estima y ejemplo el patrimonio más valioso que ningún niño podrá tener jamás. Años más tarde, al comenzar a cantar profesionalmente, inicié los estudios del dichoso solfeo, pero nunca le dije al abuelo que el lenguaje musical me aburría hasta límites insospechados, que me dormía llevando el compás y que me mareaba solo con pensar que tenía que leer en tantas claves. ¿No bastaba con la de sol? ¡Pobre de mí! Entonces no tenía ni idea del puñado de disciplinas que tendría que aprender para poder desarrollar el oficio con todas las garantías. Yo solo quería cantar. Para hacer el oficio hacían falta dos cosas muy básicas: amarlo y dominar ciertas habilidades. Si quería desarrollar el oficio de cantante, tenía que comprometerme a conocerlo, y eso quería decir batallar en una colección de frentes que se me abrían delante. Se me amontonaba el trabajo, pues, y no precisamente cortando las gomas de las bragas. Ahora prácticamente no se ven overlocks, la gente no tiene telares en casa para ganarse la vida. Pero a menudo, en las sastrerías de los teatros, cuando veo una máquina de coser, un tornamallas o unas tijeras, me dan escalofríos.

Con los conos de los hilos de coser en laoverlockconfeccionaba una especie de batería y con los trozos de caña que cortaba en la riera que había junto a la casa de los abuelos me hacía unas baquetas para apalear aquellos conos de plástico mientras cantaba. Tenía unos cuatro años. Este es el primer recuerdo que tengo de mí misma cantando. Me bastaba con oír una melodía solo una vez para reproducirla automáticamente y lo hacía constantemente porque era el juego que más me divertía. Soy de una generación privilegiada que creció y jugó rodeada de naturaleza, campos de labranza y ganado. Es una de las muchas cosas buenas que tiene el hecho de ser de pueblo. La diversión estaba en la calle, la riera o la montaña. Nunca mostré demasiado interés por los juegos convencionales específicamente de niñas; de hecho, en el cochecito, en lugar de muñecas llevaba conejos, los que se criaban en Ca la Lola, la payesa de delante de casa, donde pasaba todas las horas del mundo cazando renacuajos en el estanque o lavando allí zanahorias. En aquella barriada alejada del centro de Pineda encontré los primeros escenarios. El tejado de una cabaña de pastor medio derruida, uno de los pilares de la escuela donde me encaramaba en verano para cantarle al sol, mientras se iba, la misma canción cada atardecer. Y los conejos en el regazo. Los momentos vividos entonces con la voz están vivos como si hubieran sucedido ayer. Había un vecino que venía a menudo a nuestra barriada y me daba dos reales cada vez que le cantaba una canción. Yo no me hacía de rogar quizás porque en casa no tenían la costumbre de hacer cantar a la nena, hecho bastante enojoso cuando eres un crío muerto de vergüenza. De hecho, nunca me hicieron demasiado caso, bastante trabajo tenían en casa como para andar fijándose si apaleaba los conos o cantaba. En cambio, cuando a los diez años heredé la guitarra de mi hermana y empecé a rasgar aquellas cuerdas, mi madre empezó a escucharme con una paciencia infinita cada vez que se lo pedía. Ella y mis hermanas fueron el primer público incondicional. Y aun lo son ahora.

De mis treinta años de oficio, diecisiete han transcurrido en la ignorancia más absoluta en lo que se refiere a la mecánica de mi laringe; dicho con otras palabras, canté durante diecisiete años sin saber cómo hacía lo que hacía. El aprendizaje y el descubrimiento de la propia voz llegó escuchando otras e intentando reproducir, y por lo tanto imitar, aquello que estilísticamente me interesaba. Tener una voz versátil, capaz de responder funcionalmente a casi cualquier color o matiz vocal era una ventaja para iniciarme en el canto y explorar aptitudes y carencias. Los discos de vinilo fueron mis libros de canto, y los profesores, las voces que he admirado, de las que he aprendido, en las que me he reflejado y las que, en definitiva, han modelado la mía. No había teoría. Vino más tarde. Tenía veintiún años cuando decidí estudiar con una reconocida profesora de canto clásico en Madrid. Hacía unos meses que vivía allí. Me fui un caluroso día de julio de 1987 para actuar como invitada del Un, dos, tres, el concurso más famoso de la historia de la televisión, y me quedé cinco años. De un día para otro, exactamente de un viernes a un sábado, había dejado de ser Anna y me había convertido en Nina. 23 millones de espectadores son muchos millones de personas. Iba por la calle y tenía la sensación de que estaban todos ahí, juntos, los 23 millones, gritando mi nombre. Bueno, el nuevo nombre. En casa, por suerte, seguía siendo Anna Mari y, a pesar de la riada que bajaba, procuraba seguir el curso de la vida que ahora me llevaba a estudiar canto. La aventura con la profesora de clásico, sin embargo, duró un suspiro.

A mi voz le gustaba el jazz. Antes de producirse la aventura madrileña, había empezado a estudiar en el Taller de Música de Jazz. Los estándares de jazz me tenían muy bien acostumbrada a acampar la voz allá donde le apetecía. Las clases de clásico eran como una especie de ahogo, un castigo vocal, una represión a los sonidos que en nombre de una estética no estaba permitido emitir. Aquello era demasiado rígido y yo demasiado rebelde. Ni yo tuve la inteligencia para entender en qué consistía aquel trabajo y la paciencia para ir descubriéndolo, ni aquella buena mujer me lo supo explicar. Tampoco era su deber. O quizás sí. Un profesor debería ser un canal de transmisión de conocimientos y un guía capaz de proveer al alumno de las herramientas adecuadas para alcanzar los resultados que ambos desean.

La discusión sobre si el canto debe nutrirse o no de la técnica es una cuestión que plantean a menudo tanto alumnos como artistas consagrados. He conocido cantantes que no quieren ni oír hablar de técnicas. Argumentar que les pueden maltratar, no en un sentido físico pero sí estético, la acústica de sus voces y, en consecuencia, su personalidad como cantantes. Pero a mí me parece que es como si Messi evitara someterse a un entrenamiento técnico y sistemático para así mantener intacta su genialidad en el campo los días de partido. En el canto, si alguien es un genio lo será con técnica o sin ella, pero será más eficaz si conoce el instrumento y lo entrena.

Entrenar el aparato vocal para explorar sus posibilidades sonoras y hacer uso del abanico de recursos vocales que ofrece no lleva implícita ninguna transformación irreversible. Ciertamente, del entrenamiento muscular laríngeo y de todo el conjunto de estructuras que posibilitan el sonido se derivarán unas consecuencias acústicas y, fruto de este trabajo, el intérprete dispondrá de más recursos para aplicarlos libremente cuando y donde le convenga. La técnica no es limitadora por naturaleza, más bien al contrario, otorga libertad. El conocimiento es un aliado, no un enemigo; en todo caso hace falta canalizar la información que recibimos hacia el propio interés estético y artístico. Es cierto que en algunos géneros como el canto lírico o el teatro musical, el conocimiento de la técnica y el entrenamiento no solo son recomendables sino que se hacen absolutamente imprescindibles. Fisiológicamente, todo el mundo puede cantar, de la misma manera que todo el mundo puede nadar, correr o patinar. El grado de exigencia y profesionalidad con el que queramos o debamos desarrollar una actividad profesional nos marca cuál tiene que ser el nivel de conocimiento y entrenamiento necesarios para hacerlo con éxito. Dominar la técnica y las habilidades inherentes al oficio no tiene que ser ningún impedimento o limitación, más bien al contrario, nos da la posibilidad de crecer, explorar nuestras capacidades y desplegar todo nuestro potencial. La técnica debe estar al servicio de la voz. Al final, lo importante es pasar la información por el propio cedazo y otorgarle alma y singularidad.

A pesar de este desconocimiento anatómico y funcional sobre mi instrumento, siempre he conocido mi voz. Me he sentido muy cerca de ella. Sé cómo está incluso antes de oírla cada mañana. Hemos hecho un largo camino juntas y hemos aprendido a organizarnos del mejor modo posible. Pero a los veintiún años, por cuestiones orgánicas de la edad y por inexperiencia, uno es incapaz de reconocer el sonido de su voz, son muchas las influencias que recibimos, y no solo musicales. La voz se va enriqueciendo o empobreciendo según los modelos en que se refleja. El criterio sobre el propio sonido llega más tarde. Si llega. Alguna vez he oído decir que la voz guarda cierto paralelismo con el vino y, ciertamente, el tiempo es clave para madurar, desarrollar la personalidad vocal y cierto criterio, no solo hacia la propia voz sino también sobre las voces que nos rodean. Los cambios que habitualmente sufre la voz a causa de los procesos orgánicos que comporta la edad son prácticamente imperceptibles en cantantes entrenados. Es de agradecer que un oficio cuya principal característica es la inestabilidad tenga algún tipo de ventaja ante otros que presentan más seguridad emocional y económica. Los actores y cantantes envejecemos, claro está, pero gracias al entrenamiento podemos llegar a la vejez físicamente y vocalmente más jóvenes de lo que nos tocaría por nuestra edad cronológica. Me gusta pensar que este es el regalo que nos llega a medida que cumplimos años. El instrumento ciertamente mejora con el paso de los años si el propietario se encarga, como y cuando hace falta, de su mantenimiento.

Al abrir el armario del cuarto de coser me tropecé con un sospechoso maletín negro. Hacía meses que nos habíamos independizado, por así decirlo, de los abuelos. Habíamos dejado la casa del abuelo Joan para ir a vivir a un piso cerca del mar. Por lo visto, durante la mudanza nos llevamos una overlock porque en el cuarto del que hablo mi madre todavía cosía algunas bragas por la tarde, al llegar del laboratorio fotográfico donde había empezado a trabajar. Yo nunca más volví a cortar las gomas. Cuando entraba en el cuarto de coser miraba de reojo la overlock con cierto desprecio, como si aquel trozo de hierro pudiera llegar a percibirlo. No sabía qué hacer. Me moría de ganas de abrir aquel maletín y al mismo tiempo sabía que no debía hacerlo. Aunque nadie me pillara, sabía que no estaba bien abrirlo y no tenía que hacerlo. Y punto. Estuve días dándole vueltas al tema. Dudaba si contárselo a mis hermanas. Ganas no me faltaban. Quizás ellas conocían la existencia del maletín. No. No se lo diría. Me moría de vergüenza solo con pensarlo. Lo haría pero no se lo diría a nadie.

Con las penurias que pasaba mi madre para llegar a final de mes, la última cosa que me podía imaginar al abrirlo es que me había comprado un tocadiscos, pagado a letras como se hacía antes, cuando su trabajo le costaba a aquella mujer llegar a final de mes. Que aquel artefacto era de mi propiedad lo supe días después cuando me lo regaló pero al abrir a escondidas la misteriosa maletita negra me quedé bastante indiferente e incluso un poco decepcionada. ¿Un tocadiscos? Pensaba encontrar algo más estrafalario. ¿De quién demonios debía de ser? Evidentemente, nuestro no era. Seguramente mi madre lo había guardado allí por alguna razón que desconocía y que algún día sabría. Pues sí, sí que lo supe. Las noches que siguieron no pegué ojo. La ilusión me lo impedía. Me despertaba cada dos por tres para asegurarme de que el tocadiscos estaba exactamente donde lo había dejado.

aun tiene aguja, y alguna vez he hecho sonar algún disco. Era monofónico aunque eso lo supe años más tarde. Qué sabía yo entonces de si sonaba un canal o sonaban dos. Estereofónico o no, el caso es que aquello sonaba y era mío. Y podía escuchar voces. No dependería nunca más de la radio para escuchar música. Aquel aparato me daba libertad para escoger lo que yo quería oír. Claro que en la radio también podía girar el dial cuando una voz no me gustaba. Pero el tocadiscos era un grado más. Implicaba escoger.

Conscientes o no, desarrollamos un criterio sobre la propia voz y las que nos rodean.En cuestión de voces, tomamos decisiones y escogemos igual que hacemos en muchos aspectos de la vida. Escogemos con plena consciencia, por ejemplo, al girar el dial de la radio cuando no soportamos la voz que oímos o para encontrar aquel programa que nos gusta, no solo por su contenido sino por lo que nos transmite la voz de quien lo conduce. Hay voces que nos enamoran, mientras que otras nos resultan insoportables. Podríamos cambiar perfectamente aquel refrán y decircontra voces no hay disputas. Existe cierto consenso, sin embargo, en que las voces graves y con cuerpo son las más atractivas. De hecho, es conocido el fenómeno de transformación deseada y consciente de aquellas voces femeninas que para reforzar su autoridad han adoptado un timbre de voz más grave, estrategia que, afortunadamente, debe de ir a la baja porque la inteligencia y capacidad femenina para ocuparnos de según qué responsabilidades está más que probada. No nos hace falta ganarnos la confianza de nadie utilizando una fachada acústica que se corresponda con aquello que se espera de nosotras. Graves o agudas, cálidas o estridentes, en materia de gustos vocales no hay absolutamente nada escrito ni válido para todo el mundo.

Escogemos las voces en la radio, en la televisión, en la calle, en el trabajo e incluso las escogemos en las aulas de las escuelas o universidades cuando nos encontramos ante un profesor que habla con volumen, entonación y ritmo adecuados. No quiero decir que escojamos al profesor —esto, desafortunadamente, en muchos casos no podemos hacerlo— sino que nuestro cerebro escoge conectarse o desconectarse en función del listón comunicativo que nuestro emisor sea capaz de alcanzar. Se puede dar el caso de que te interese el contenido del mensaje pero la monotonía de la voz y la ininteligibilidad acaben por provocar una irremediable desconexión neuronal, y nunca mejor dicho.

Sin estudios científicos a mano que lo prueben, me atrevo a afirmar que la voz tiene un impacto en el interlocutor y que juega un rol vital en la conexión entre individuos. Que podamos sentir, o no, afinidad con una persona que acabamos de conocer puede ser cuestión de segundos, los que tardemos en percibir la sequedad o la amabilidad, la ternura o la dureza, la convicción o la duda, la verdad o el engaño a través del timbre, el tono, el volumen y el ritmo de quien nos habla. Las palabras encuentran en la voz el soporte acústico para volverse audibles, y justamente por este canal viaja una información no explícita en lo que decimos pero perfectamente perceptible y codificable que informa y condiciona a nuestro interlocutor.

Los formadores en presentaciones orales de alto impacto se preocupan de los contenidos, de la construcción del mensaje, pero no del instrumento que lo hace posible. Es lógicoentonces, que no estén demasiado de acuerdo, como leo a menudo, con la famosa regla 38%-55%-7% de Albert Mehrabian,[2]