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Una explicación brillante, sintética y accesible de los límites del paradigma de la sostenibilidad (y qué puede hacerse al respecto). ¿Qué es la sostenibilidad? Haz la prueba: búscalo en Google. Verás un montón de fotos de stock, recreaciones de la Tierra dibujada entre flechas que simbolizan el reciclaje, montajes con unas manos que la sostienen con extremo cuidado, bombillas cubiertas de césped... Estamos inmersos en una gran confusión que nos induce a pensar que si algo es sostenible significa que «cuida del planeta». Pero no es así. La sostenibilidad se ha transformado en una brújula averiada que, en vez de hacernos progresar hacia el futuro, nos aleja de él con falsas promesas de cambio. La economía circular, la neutralidad de carbono, el coche eléctrico o las finanzas verdes son solo algunos de los cimientos sobre los que se edifica la sostenibilidad, convertida en un elemento más de la mercadotecnia empresarial e institucional. Para construir un mundo nuevo y recuperar el futuro necesitamos, antes que nada, desmontar los andamios económicos, ambientales y sociales sobre los que se asienta el desarrollo sostenible. Solo así seremos capaces de planificar un bienestar compartido y democrático, en el que decidamos por dónde transitar dentro de los límites de lo posible, sin ser deslumbrados por el brillo cegador de las promesas vacuas de la sostenibilidad.
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CONTRA LA SOSTENIBILIDAD
Andreu Escrivà
© del texto: Andreu Escrivà, 2022
© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.
Edición gestionada a través de Oh! Books Agencia Literaria
Primera edición: enero de 2023
ISBN: 978-84-18741-93-7
Diseño de colección: Enric Jardí
Diseño de cubierta: Anna Juvé
Maquetación: Compaginem Llibres, S. L.
Producción del ePub: booqlab
Arpa
Manila, 65
08034 Barcelona
arpaeditores.com
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
PRIMERA PARTE
El porqué
El origen
El camino
PRIMER INTERLUDIO
SEGUNDA PARTE
Contra la neutralidad climática
Contra la extralimitación y la geoingeniería
Contra el mantra de las generaciones futuras
Contra la superpoblación y los superricos
Contra la huella de carbono
Contra la energía que salvará el planeta
Contra la transición ecológica
Contra la dominación de la naturaleza
Contra el ecomodernismo
Contra el catastrofismo
Contra la economía circular
Contra el reciclaje
Contra el coche eléctrico
Contra las finanzas sostenibles
SEGUNDO INTERLUDIO
TERCERA PARTE
Insostenible
Significado y significante
Nombrar lo desconocido
La conversación
Erosión y progreso
Futuro
TRES BREVES EPÍLOGOS
Epílogo uno: luciérnagas en la oscuridad
Epílogo dos: contra este libro
Epílogo tres: tu espacio
NOTAS
AGRADECIMIENTOS
REFERENCIAS
A mi madre, Julia, y a mi padre, Emilio, por regalarme la ciencia, la palabra y una curiosidad infinita. Por legarme cultura, tiempo y paisajes. Por habérnoslo pasado tan bien juntos, y por seguir haciéndolo.
Pero, sobre todo, por ser la mejor madre y el mejor padre que podría haber tenido. Me siento muy afortunado.
«Renunciar a la salvación es rebelarse, también, contra toda condena. No seremos salvados porque no estamos condenados. El sentido de la lucha es el que tiene ahora, aquí, para nosotros».
MARINA GARCÉS
«Lo que nos mantiene en marcha, en última instancia, es nuestro amor de los unos por los otros, nuestra negativa a agachar la cabeza, a aceptar el veredicto, por poderoso que parezca. Es lo que la gente común tiene que hacer. Hay que amarse los unos a los otros. Hay que defenderse los unos a los otros. Hay que luchar».
MIKE DAVIS
«No obstante, a pesar de sus carencias, espero que el libro sirva para aportar una pequeña contribución a que esas bromas sobre socializar la piscina de Ana Botín dejen de serlo».
LAYLA MARTÍNEZ
«Todo va aún por este camino, y el planeta es todavía lo bastante amplio y lo bastante rico para el número de sus habitantes; pero existe un gran peligro en demorarse, y es que los apetitos del hombre se han convertido en necesidades apremiantes a las que nada pone freno, y si no se pone cierto límite, en un tiempo dado, a esas necesidades, ya no habrá proporción entre las exigencias del hombre y la producción del planeta».
GEORGE SAND
Haz la prueba: busca «sostenibilidad» en Google. Verás un montón de fotos de stock, recreaciones de nuestro planeta inserto entre las flechas que simbolizan el reciclaje, montajes con unas manos que lo sostienen con extremo cuidado, plantas germinando y bombillas cubiertas de césped. Mucho verde, eso siempre.
Estamos inmersos en una gran confusión, que nos induce a pensar que si algo es «sostenible» significa fundamentalmente que «cuida del planeta»; la parte que se resalta —al menos de cara al marketing— es aquella que hace referencia al medio ambiente. De esa forma se explica que se puedan vender camisetas sostenibles de las que sabemos todo de los tintes, el algodón y hasta el cartón de la etiqueta, pero nada de las condiciones laborales de quienes la han fabricado. Parece que solo nos importara esa parte vendible y bonita, porque es la que se puede pintar de verde. En la que podemos disimular la suciedad y el dolor que engrasan la maquinaria de nuestro sistema productivo.
Afirma1 el sociólogo Ernest García que «la semántica de la expresión “desarrollo sustentable” es de una enorme, casi desesperante, complejidad». Así es. Entre el fuego amigo de las sinonimias cruzadas, se confunde todo una y otra vez. En muchos casos, lo sostenible quiere implicar simplemente un menor impacto ambiental, ni siquiera su eliminación. Como si pegar un poco menos fuerte a un desconocido por la calle no solo no fuese considerado agresión, sino que nos diesen un reconocimiento por ello.
Un conocido supermercado etiqueta en su página web algunos productos con un recuadro verde en el que se puede leer, en mayúsculas: «SOSTENIBLE». Te lo puedes encontrar tanto en un vino de 400 euros como en camisetas deportivas de 15 euros. Y lo único que indica, cuando te fijas en el tipo de productos que están agrupados bajo ese paraguas, es que disponen de alguna certificación o sello, o que sencillamente han modificado algún pequeño paso en su producción. En el mejor de los casos, puede que no sean tan contaminantes como lo eran antes, pero en ningún caso son lo que podría considerarse sostenibles.
Esta, evidentemente, no es la dirección que se debe seguir.
***
Hablando un día de ello con Elena, mi pareja, que es ingeniera agrónoma y economista, y ha trabajado en estos asuntos en distintos puestos profesionales, me dio una clave fundamental. Le comentaba que no sabía cómo salir del laberinto semántico, cómo deshacer el entuerto en el que me estaba metiendo al escribir este libro. Cómo mostrar de una vez por todas que debíamos abandonar la visión de la sostenibilidad como brújula sistémica, dado que estaba indicándonos la dirección errónea.
«¿Qué es algo sostenible? Dímelo en tus palabras», me preguntó. Yo balbuceé un par de respuestas, sin creérmelas demasiado, tratando de evitar la definición canónica acuñada por la ONU. Resultaba evidente que era incapaz de definirlo con precisión, sin mil y una frases subordinadas o con multitud de cláusulas condicionales. «¿Y qué es algo insostenible?», replicó, desafiante. Ahí sí. Ahí lo tuve muy claro. Que no se puede sostener en el tiempo, que llegará un momento en que tropezará con sus propios límites, sean estos lejanos o cercanos, haya que detectarlos con tecnología punta o se vean a simple vista, dependan de otras circunstancias o de una sola variable. «Es un concepto que solo tiene sentido cuando se pone en negativo», sintetizó.
Así es: mientras la sostenibilidad es maleable, apropiable y banalizable, la insostenibilidad es un cuchillo afiladísimo que lo parte todo en dos. Es cualitativa, no cuantitativa; no es una gradación, como inducen a pensar los lemas comerciales que nos bombardean con productos o servicios más sostenibles. Tal y como leí unos meses después en un artículo del filósofo Fernández Buey2:
La palabra clave es insostenibilidad: si no es sostenible la base material de mantenimiento de la vida humana sobre la Tierra, evidentemente tampoco puede mantenerse sobre ella el tipo de civilización que ha sido causa de tal perturbación.
Lo insostenible es, en definitiva, lo que no se puede (o no se debe) mantener, bien sea por causas económicas, sociales o ambientales. Una de esas cosas insostenibles es, paradójicamente, el concepto banal en el que hemos convertido el desarrollo sostenible. Miguel Delibes pronunció estas palabras en su discurso de ingreso en la Real Academia Española3, el 25 de mayo de 1975.
El hombre se complace en montar su propia carrera de obstáculos. Encandilado por la idea de progreso técnico indefinido, no ha querido advertir que este no puede lograrse sino a costa de algo. De ese modo hemos caído en la primera trampa: la inmolación de la Naturaleza a la tecnología. Esto es de una obviedad concluyente. Un principio biológico elemental dice que la demanda interminable y progresiva de la industria no puede ser atendida sin detrimento por la Naturaleza, cuyos recursos son finitos. Toda idea de futuro basada en el crecimiento ilimitado conduce, pues, al desastre. Paralelamente, otro principio básico incuestionable es que todo complejo industrial de tipo capitalista sin expansión ininterrumpida termina por morir.
A lo que nos remite la noción de sostenibilidad es, se tome un camino más largo o corto, a la idea de crecimiento ilimitado. Vestido con un traje verde y perfumado con esencias silvestres, pero crecimiento sostenido, al fin y al cabo. Y, como afirmaba Delibes, eso solo conduce al desastre.
***
Para construir un proyecto de futuro colectivo, duradero y humano, no podemos asentarlo sobre los cimientos viciados de una definición que lleva siendo tergiversada durante más de tres décadas. Necesitamos algo nuevo, pero para ello primero tenemos que dejar bien claro qué nos han estado colando por sostenible, sin serlo. Este libro intenta aportar información a ese esfuerzo que cuestiona las verdades sonrientes y señala las mentiras autocomplacientes. Son muchos los discursos académicos, los grupos de activistas, las brechas políticas que tratan de abrir camino en esta redefinición de lo que entendemos por sostenibilidad y en la impugnación del propio término.
Cuando esbocé el esquema de este libro tuve que tomar una decisión clave sobre cómo orientarlo. Podía dedicarlo todo a cuestionar el concepto de sostenibilidad, a trazar su historia, sus desventuras académicas y políticas, las contradicciones epistemológicas que anidan en él. O bien podía ir ejemplificando todo eso en una serie de capítulos breves y directos, para que se pudiese entender mejor a qué nos referimos cuando denunciamos la banalización del concepto. Para que fuese más útil y también más entretenido.
Las páginas que siguen son un compendio de los autoengaños, trabas y lugares comunes que nos impiden avanzar y ralentizan la acción de una forma casi criminal. Que nos roban los debates productivos que como sociedad deberíamos tener, que rompen y mojan la tiza necesaria para trazar los planos de otros futuros posibles. El problema es que, en vez de obstáculos al uso, que son fáciles de reconocer porque hay que saltar arañándose las manos, o nos obligan a arrastrarnos por el lodo para superarlos, nos enfrentamos a decorados de cartón piedra llenos de colores y música estridente, como los de un parque de atracciones. A espejismos de abundancia y tecnología redentora. A la satisfacción que provoca saber que salvas el planeta varias veces al día, con el desayuno sin aceite de palma, el cartón reciclado de los paquetes que te llegan a casa, el suave ronroneo del coche eléctrico al entrar en el aparcamiento subterráneo.
¿Cómo vamos a saber hacia dónde salir corriendo si ni siquiera nos damos cuenta de que estamos en el lugar equivocado?
Dice un amigo que tengo una memoria prodigiosa para lo que él denomina El Mal™. Que luego me olvido de caras y nombres de conocidos majísimos o de fechas señaladas, pero que ¡ay!, cuando llegamos a lo malo; de lo malo sí me acuerdo. Me dice, quizá para consolarme, que no ve rencor en ello, sino tan solo una capacidad extraordinaria de grabar en mi cerebro los detalles de todo aquello que me genera desazón o rechazo, que me causa vergüenza ajena. Y quizá tiene razón.
Por supuesto que esto es una exageración, que nos permite reírnos de vez en cuando. Pero sí es cierto que retengo con inusual clarividencia algunos episodios perturbadores de mi vida académica, activista y profesional, y muchos de ellos tienen en común un elemento: la decepción.
***
El 25 de febrero de 2013, en plena crisis económica, yo estaba en el paro y con una tesis doctoral a medio escribir. Pese a la desorientación del momento, que compartí con muchísima gente de todas las edades, tenía claro que quería seguir en aquello del medio ambiente y la sostenibilidad, aunque fuese el primer departamento que cerraban en las empresas. Así que trataba de compaginar la búsqueda de trabajo, las tareas de laboratorio y las opciones formativas que podía permitirme. Entre ellas estaba asistir a charlas gratuitas, especialmente si tenían relación con mi campo profesional. Aquel día, una prestigiosa entidad de mi ciudad invitaba a un reputado ingeniero forestal a hablar de sostenibilidad, así que allí me planté.
Una vez en la sala, me vi rodeado de un público compuesto casi en exclusiva por hombres, que iban a escuchar una mesa también compuesta únicamente por hombres, pero eso es algo a lo que solo empezaría a prestar atención unos años después. Lo me impactó ese día fue la inanidad de la charla, la veneración acrítica a un concepto de una simpleza hiriente, la nada disimulada pulsión capitalista. Por las caras que observé, la audiencia se dividía en dos sectores. Uno, los afines, amigos y colegas profesionales del conferenciante, que asentían sin demasiado entusiasmo. El otro, los que por interés en el tema acudíamos a una charla sobre los trescientos años del concepto primigenio de sostenibilidad, y que volvimos a casa arrastrando el eco de una retórica agresiva en pro de la desprotección del territorio, la liberalización de los montes y el ataque sin cuartel a las administraciones públicas. En resumen, el desprecio por toda consideración de sostenibilidad que no tuviese que ver con poder sostener en el tiempo la extracción anual de un número determinado de metros cúbicos de madera.
Pese a todo, fue una conferencia extraordinariamente productiva. Si estoy escribiendo este libro es, en parte, gracias a lo que escuché aquel día y aún resuena en mi cabeza. Me he descubierto rebobinando la charla en más de una ocasión, obligándome a rebatirla más allá del exabrupto facilón. Es más difícil de lo que parece, y es por ello por lo que escribo este libro: la armadura formal e intelectual de las visiones deformadas y utilitaristas de la sostenibilidad son tremendamente resistentes a la crítica y el cuestionamiento. Brillan mucho, y nos pueden cegar con su reflejo.
***
Tal y como explicó el conferenciante, el concepto de «sostenibilidad» fue acuñado por el jurista alemán Hans Carlowitz en 1713. Nachhaltigkeit. El manejo sostenible de los bosques era una realidad en muchos aprovechamientos comunales a lo largo de la geografía europea —y en numerosas culturas ancestrales—, pero es desde entonces cuando se convirtió en un concepto capaz de orientar políticas y estrategias comerciales. Resulta más que comprensible la voluntad de conjugar una necesidad acuciante (extraer madera para usarla como combustible o material de construcción) con las previsibles necesidades futuras, cuando se necesitaría la misma madera e incluso más, debido al desarrollo industrial y minero. Todo ello sucedía en un momento en el que los límites de los recursos naturales y el cambio paisajístico ya eran palpables, tras la deforestación sufrida en toda Europa —y en particular el territorio que actualmente ocupa Alemania— en los siglos precedentes.
Aquel manejo, sin embargo, se reducía a obtener una tasa de reposición. Es decir, a no extraer más de lo que se podía regenerar. Ese cálculo, más matemático que ambiental, no dice nada sobre la propiedad de la tierra y la madera, sobre quién se enriquece, sobre qué otros impactos generan su comercio ni sobre cómo afecta la extracción al entorno y a la biodiversidad. No nos transmite más que lo que debería ser una obviedad: hay límites si queremos mantener una actividad extractiva de un recurso natural finito. Y eso, en 1713, era un cambio de mentalidad de enorme calado, pero en pleno siglo XXI deberíamos darlo por sabido.
***
La sostenibilidad es un trampantojo dialéctico tremendamente resultón. Cuando se representa mediante un diagrama de Venn, como el resultado de la intersección entre las vertientes ambiental, social y económica, da la sensación de ser un portal a un futuro mejor. Y el concepto mismo quizá lo sea. Es posible que su significado profundo, lo que muchos entendemos por sostenibilidad, sí sea una herramienta realmente transformadora, pero siempre y cuando no se pongan las tres vertientes en un plano de igualdad.
La sostenibilidad débil, de génesis economicista, considera que el capital natural y humano son intercambiables y que lo que cuenta es la suma de ambos. Profesa una fe inquebrantable en el crecimiento y considera que el progreso económico soluciona por sí solo los problemas ambientales, por lo que su receta básica para afrontarlos consiste en alimentar, sea como sea, al Producto Interior Bruto (PIB). Cuanto más ricos, más sostenibles, menor contaminación. La sostenibilidad fuerte, por contra, niega esta posibilidad de intercambio de capital natural por artificial, y por lo tanto cierra la puerta a las trampas contables que permite la visión débil. En vez de representarse mediante un diagrama de Venn en el que distintos círculos interseccionan, se suele dibujar mediante círculos concéntricos: la esfera económica está contenida por la social y ambas dos están, a su vez, dentro de la esfera ambiental. Ni la economía ni la sociedad pueden existir en el vacío.
Todo lo que hemos producido los seres humanos —mayormente cemento, metal, plástico, ladrillos y asfalto— ya pesa más que todos los seres vivos del planeta, según un estudio publicado en Nature en 20201. La parte humana de la ecuación está engullendo al resto de la realidad biofísica, de forma coherente con la visión imperante, según la cual no importa si el capital es natural o artificial, siempre que crezca de forma sostenida. Ninguna acepción de sostenibilidad debería ser capaz de justificar esta realidad.
***
Sostenibilidad no es un sinónimo estricto de desarrollo sostenible, pero sin estar este fijado en el imaginario colectivo no sería posible la epidemia de sostenibilidad que padecemos hoy en día. Todo parece ser sostenible. Los coches, los briks de leche, las sillas, las vacaciones, las casas, las chaquetas de piel o sintéticas, las lechugas o los teléfonos móviles. El verdadero problema está, a mi parecer, en la sostenibilidad, porque mientras el debate sobre el desarrollo sigue anclado en cuestiones académicas, es el concepto de sostenibilidad el que se ha colado como un auténtico caballo de Troya en nuestras vidas. Es posible que desconozcamos qué economistas definieron la visión mercantilista del capital natural, o qué debates profundos se dan en las facultades sobre el alcance exacto de la valoración de daños o la integración de las externalidades negativas en los costes, pero sí nos han hecho creer que si compramos ese paquete de galletas ayudamos al planeta. Que si conducimos un eléctrico estamos salvando a los osos polares. Que mientras usemos ropa eco podremos estrenar todas las camisetas que queramos cada año.
¿O no?
Durante años he defendido el término sostenibilidad. Su integridad, su utilidad. He explicado sus orígenes y su potencial, su capacidad de entroncar con conceptos transformadores de la educación ambiental y provocar cambios transversales. Su cualidad como brújula y cantimplora, como esa utopía de la que escribía Eduardo Galeano, que nunca íbamos a alcanzar, pero que nos permitiría avanzar. Como el Santo Grial, nos abría las puertas de una eterna juventud ambiental, social y económica: ¡si era sostenible significaba que no se iba a acabar! Qué mejor promesa que esa, qué futuro más deseable que aquel en el que siempre podríamos hacer lo que quisiéramos sin agotar el mañana. La cuadratura del círculo, el fin último de la humanidad.
Todo el mundo ha ansiado durante décadas encontrar esta piedra filosofal, capaz de transformar la sobrepesca en delfines sonrientes, la roturación de tierras en avutardas felices, los tubos de escape en alcorques llenos de flores y abejas. Sin embargo, en algún momento del camino, algunos se dieron cuenta de que, en vez de dedicar más tiempo, esfuerzos y dinero en ese camino hacia la ansiada sostenibilidad, era más fácil tratar, simplemente, de imitarla. Pintarlo todo de verde, invertir más en el departamento de marketing que en el de medio ambiente, influir para conseguir leyes menos duras y ambiciosas, para así estar siempre a la vanguardia de estas. En un camino inverso a la utopía de Galeano, atrajeron la sostenibilidad hacia sus pies, para así poder ir retrocediendo hasta hundirnos en el lodazal en el que nos encontramos hoy inmersos.
***
Algunas voces, provenientes en su mayoría del primigenio ecologismo y de departamentos universitarios, impugnaron desde su mismo nacimiento el concepto de desarrollo sostenible, del cual se derivaría a su vez el de sostenibilidad. Muchas de estas críticas encontraban su germen en el informe sobre «Los límites del crecimiento» del MIT (Massachusetts Institute of Technology), publicado en 1971. También en otros trabajos académicos, como los llevados a cabo por el economista rumano Georgescu-Roegen, cuyo trabajo fundamental, «La ley de la entropía y el proceso económico», data asimismo de 1971. Lo que se ponía en cuestión en todos ellos era el concepto mismo de crecimiento, y su perversa e interesada sinonimia con el de desarrollo. En pleno proceso conocido como «La Gran Aceleración», en el que la dimensión económica y energética de la humanidad pegó un estirón sin precedentes, las costuras biofísicas del planeta empezaban a acusar la tensión. La preocupación por su resistencia —y el mundo que nos quedaría tras un reventón— justificaba sobradamente los análisis nada optimistas que se hicieron sobre la posibilidad de seguir aquel ritmo de crecimiento exponencial.
Para sortear la imposibilidad física de mantener un crecimiento infinito en un planeta finito se acuñó el término «desarrollo sostenible». Sus líneas maestras consistían en incorporar el futuro a las decisiones del presente, mirar más allá de nuestras narices en lo ambiental pero también en lo económico y social, ser conscientes del legado y del impacto que estábamos teniendo. Aquella era sin duda una visión valiosa, más aún en un momento en el que el mundo se encontraba inmerso en la guerra fría y la reaganomics marcaba el paso. Así pues, las esperanzas de varias generaciones de activistas, políticos y académicos cristalizaron en aquel concepto, peligrosamente dúctil incluso tras acuñar la ONU una definición formal en el conocido como Informe Brundtland, en 1987, cuyo título oficial era «Nuestro Futuro Común»: «Satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las generaciones futuras para atender sus propias necesidades».
Tan positivo como inane, tan poco concreto que todo el mundo podía aceptarlo. Y por eso triunfó. Como explica el economista José Manuel Naredo1 en un artículo sobre los orígenes del concepto «sostenibilidad», fue Henry Kissinger, jefe de la diplomacia americana durante gran parte de la década de los años setenta, quien en 1974 vetó, vía telegrama, el término ecodesarrollo. El hueco dejado lo ocupó sin dificultad la noción de desarrollo sostenible que, como explica el mismo Naredo, podía ser aceptado por los economistas más convencionales, al mimetizarse con la idea de «desarrollo autosostenido», tan del gusto de la época. Los pilares sobre los que se asentó entonces fueron aquellos que se pretendían reformular, tras su cuestionamiento a inicios de la década: crecimiento y desarrollo, los dos elementos que estaban descosiendo las costuras planetarias.
Moldeado al gusto del paradigma económico del último cuarto del siglo pasado, en ningún momento cuestionaba ni definía las «necesidades de las generaciones presentes». ¿Entran ahí los yates de lujo, la moda de usar y tirar, los coches deportivos, las vacaciones en un resort de Bali? ¿De qué generaciones habla, exactamente? Porque, aunque compartan espacio y tiempo en este planeta, las necesidades autopercibidas de un neoyorquino rico y un marroquí pobre —por poner un ejemplo entre los miles posibles— son dramáticamente distintas.
La segunda parte de la frase incide en la confusión: sin comprometer las posibilidades de las generaciones futuras para atender sus propias necesidades. Ajá. ¿Y si para satisfacerlas limitamos las opciones de quienes vengan después? ¿De cuánto tiempo después estamos hablando, exactamente? ¿Quién tiene prioridad? ¿Cuándo deja una generación de ser futura y entra en el terreno neblinoso de la especulación? Con todas estas preguntas sin una respuesta clara, la excusa perfecta para la procrastinación está servida: Ya se apañarán. Algo inventarán. Nosotros también lo tuvimos difícil, no nos dejaron un lienzo en blanco, nos tocó lidiar con problemas de todo tipo.
El núcleo del choque generacional que vivimos viene de querer defender lo indefendible por parte de quienes llevamos aquí más tiempo, pero también porque lo que reclama una parte de las generaciones más jóvenes no es una impugnación del sistema, sino que hagamos algo para que la fiesta no pare. Para que ellos puedan disfrutar de la misma cornucopia desarrollista de la que disfrutamos hoy gran parte de nosotros.
Cuando se habla de un futuro robado por el que pedir perdón —que muchos países y para miles de millones de personas es presente y también pasado—, ¿a qué futuro nos referimos? ¿A uno en el que mantener a toda costa el modo de vida depredador que las sociedades occidentales hemos impulsado y subvencionado durante décadas, condenando a más de la mitad de la humanidad a la pobreza y la explotación? Estoy seguro de que no, en muchos casos. Pero se debe tener cuidado con qué anhelos parecen traslucir las protestas teñidas de un cariz generacional. El desarrollo sostenible venía a decir que todos (¿todos?) podríamos disfrutar de un modo de vida «fantabuloso», a la americana, y que los que vinieran después también podrían gozarlo, y sus hijos, y los hijos de sus hijos, en una especie de dinastía planetaria de humanos felices y sostenibles. Por eso la definición tuvo un éxito arrollador, y por eso su aplicación ha sido un completo fracaso.
En su defensa cabe decir que el Informe Brundtland, del que beben todos los discursos y políticas sobre la sostenibilidad desde hace más de treinta años, parece estar tratando de imponer unos límites. En la continuación de la definición del término desarrollo sostenible, que no está resaltada en ningún encabezamiento sino constreñida en el punto veintisiete del apartado tercero, capítulo primero, se apunta una idea que, aunque tímida, tiene mucho valor:
El concepto de desarrollo sostenible implica límites —no límites absolutos, sino limitaciones impuestas a los recursos ambientales por el estado actual de la tecnología y la organización social, y por la habilidad de la biosfera de absorber los efectos de las actividades humanas.
Los límites, tan denostados desde las muy fundadas reflexiones e investigaciones de inicio de la década de los años setenta, nunca se fueron, aunque hubiésemos tratado de darles esquinazo. Reaparecieron en la propia definición de desarrollo sostenible, si bien disfrazados con eufemismos y alguna trampa al solitario; pero límites, al fin y al cabo. No es de extrañar, pues, que nadie se acuerde de cómo continuaba la definición al citarla con pompa y boato en discursos y estrategias de sostenibilidad.
***
Confesaba al inicio que he dedicado años a defender y divulgar el concepto de desarrollo sostenible. Quizás ahora nos resulta conocido, hasta cansino, pero a principios de siglo XXI el «medio ambiente» remitía, para gran parte de la gente, a incendios, osos panda, el Exxon Valdez, el agujero de la capa de ozono y la contaminación de los ríos. Por contra, el paraguas que ofrecía el desarrollo sostenible para hablar no solo de medioambiente sino de territorio, economía, salud, justicia social y muchos otros temas era innegablemente atractivo, y muy útil; iba mucho más allá de los temas clásicos del ambientalismo. Así que, incluso conociendo desde un principio sus flaquezas y limitaciones, muchos tratamos de aprovechar ese halo de solución mágica para introducir cuestiones que seguían siendo marginales en la agenda social e incluso ambiental.
Sin embargo, ya es hora de asumir que nos ha llevado por un camino tremendamente peligroso, y que el problema de todo está en su génesis. Estamos bordeando el precipicio con inconsciencia, como si hubiera un asidero mágico al que agarrarnos. Y esa ilusión, la de pensar que siempre hay una salida a mano, es más peligrosa que un resbalón.
Mis padres cuentan pocos chistes. Sin embargo, repetían cada cierto tiempo algunos de Eugenio, un humorista muy popular a finales del siglo pasado. Hay uno que se me quedó grabado desde la primera vez que lo contaron, y que con el tiempo ha ido adquiriendo cada vez más sentido.
Saben aquel que diu... que es un tío que va por el campo cazando mariposas, y tiene la mala fortuna de caer a un precipicio de 1.500 metros de profundidad, pero a los veinte metros logra agarrarse a una rama situada en el borde y desde allí empieza a preguntar: «¿Hay alguien?... ¿Hay alguien?» hasta que se oye una voz profunda, penetrante, con personalidad que le dice: «Sí, hijo mío, está Dios. Sigue mis instrucciones, sin miedo. Suelta tus manos, déjate caer al vacío, que antes de que tu cuerpo se estrelle contra el suelo mandaré 40.000 ángeles mayores y, al mando de mi bien amado Arcángel San Gabriel, batiendo sus potentes alas vencerán la ley de la gravedad y succionando el aire te remontarán otra vez hasta el punto de partida...». «Vale, gracias, pero... ¡¿hay alguien más?!».
La propuesta de Dios suena absurda, imposible, lo suficiente como para rechazarla a pesar de la gravedad de la situación, incluso aunque el infortunado personaje del chiste fuese creyente. Casi tanto como la promesa de poder seguir creciendo en un planeta finito, y hacerlo sin cuestionarse siquiera sobre qué estamos edificando ese crecimiento, qué lo está nutriendo, cómo está socavando los cimientos de nuestro bienestar y obstruyendo las arterias por las que fluye el futuro.
Estamos agarrados a la rama que sale de la roca, que va quebrándose cada vez un poco más, confiando en que aguante un peso a todas luces excesivo.
¿De verdad queremos sostener esta situación?
A veces, para avanzar, hay que ir a la contra.
Para ir más allá de la sostenibilidad, primero debemos mostrar por qué esta ya no nos sirve. Qué es lo que está mal en toda la maraña actual de términos sostenibilistas. Con qué trucos de trilero nos quieren hacer creer que avanzamos, cuando en realidad seguimos en el mismo sitio de siempre: dando vueltas a la manecilla de la insostenibilidad, confiando ciegamente en que si algo funcionaba ayer también lo hará mañana.
Así que ahora toca ponernos a la contra. Ir, uno por uno, derribando los principales pilares de la sostenibilidad. No es un esfuerzo destructivo gratuito. Es, sencillamente, el primer paso de la construcción de algo nuevo.
«Lo que no conviene a la colmena,no conviene a la abeja».
MARCO AURELIO
Si hay algo que simboliza a la perfección nuestra devoción por desplazar los problemas presentes a fechas futuras es la neutralidad climática, net zero en inglés. Hemos inventado un concepto que nos permite seguir emitiendo enormes cantidades de gases de efecto invernadero, con la promesa de que en el futuro lo compensaremos. Ni siquiera planteamos reducirlas de forma drástica o eliminarlas por completo, sino simplemente compensarlas de alguna forma, lo que permite posponer varias décadas la toma de medidas. Como si dijésemos que nos hemos propuesto dejar de fumar porque sabemos perfectamente que es un hábito muy dañino para nuestra salud (¡no somos negacionistas del cáncer, por favor!), pero que tenemos pensado dejarlo en unos veinte años, más o menos. Esta propuesta sería absurda, poco más que una broma de mal gusto; entonces, ¿por qué estamos vendiendo el equivalente climático como la gran solución del siglo? Porque es sostenible.
Si emitimos tanto como somos capaces de capturar (mediante árboles o tecnología que ni siquiera existe hoy en día) se puede sostener. Obtenemos la cuadratura del círculo. Y, además, nos permite algo todavía más valioso: vender en 2023 los informes sobre las emisiones de 2050. Ponernos medallas, exhibir nuestro compromiso con la sostenibilidad, recibir premios por las estrategias corporativas, que el departamento de comunicación y el CEO de nuestra empresa puedan dar entrevistas desde la Antártida y parecer legitimados para hacerlo.
El concepto de la neutralidad, en sí mismo, no es negativo. Quizás en otro momento histórico podría haber tenido recorrido y utilidad; por ejemplo, en una ucronía en la cual hubiésemos tomado acciones contundentes a principios de los años ochenta del siglo XX, aprovechando la ventana de oportunidad que con dolorosa claridad dibujó Nathaniel Rich en Perdiendo la Tierra. Hoy en día, sin embargo, es un espejismo que nos está dirigiendo hacia un peligroso camino del que nos resultará muy difícil salir. Llévatelo ahora, paga después.
Si aceptamos la neutralidad climática tal y como está planteada, les estamos otorgando una patente de corso a las empresas energéticas para emitir lo que quieran. A las mismas que nos han metido en este embrollo con su avaricia y voracidad. ¿Le confiarías la gestión de tu cuenta corriente a unos tipos que hace más de cincuenta (¡50!) años ya sabían el daño que estaban provocando, y no osaron abrir la boca con el fin de seguir ganando montañas de dinero? ¿Unos tipos que durante todo ese tiempo ocultaron pruebas, presionaron a gobiernos, se saltaron leyes (o directamente las redactaron) y dirigieron campañas de acoso y violencia contra quienes les investigaban e intentaban exponer sus sucias prácticas?
No parece muy buena idea, ¿verdad?
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La neutralidad climática hace aguas por varios sitios. Los compromisos suelen ser vagos, no cuestionan el modelo de negocio, torturan los datos y aplican una muy psicodélica contabilidad creativa (de carbono, de hectáreas y de dinero). Y constituyen, ante todo, una peligrosísima distracción. Es por ello por lo que debemos señalar sus debilidades, que pueden quedar ocultas tras una millonaria estrategia de mercadotecnia.
El primer agujero en el casco es la estrategia de muchas multinacionales, que consiste en poner una fecha lejana y asumir que será entonces cuando empezarán a compensar lo emitido. No antes, porque ello supondría disminuir sus márgenes de beneficio. Un caso paradigmático es el de la empresa cárnica de origen brasileño JBS, que sacrifica la escalofriante cantidad de nueve millones de animales cada día. Su límite para alcanzar la neutralidad climática es 2040, lo que significa más de tres lustros de emisiones desbocadas. Un poco antes, en 2035, se plantea eliminar la deforestación asociada a su cadena de suministro, que hoy en día se relaciona con más de 100.000 ha deforestadas solo en Brasil, de las cuales hasta tres cuartas partes pueden ser ilegales; quizá por ello no nos sorprenda saber que JBS está salpicada por numerosos escándalos de corrupción. En abril de 2022 se hizo público un estudio1 en el que se constataba que JBS había aumentado sus emisiones un 51 % en solo cinco años, de 2016 a 2021. El compromiso futuro de neutralidad climática es, simplemente, una larguísima prórroga para seguir con un modelo de negocio cada vez más insostenible y depredador.
Otro caso de promesa que no tiene ningún atisbo de hacerse realidad es la que hizo pública la petrolera Shell en 2019: se comprometió a compensar un total de 120 millones de toneladas anuales de carbono en 2030. Sin embargo, y aquí el giro de guion es para enmarcar, el mercado mundial de compensaciones voluntarias de carbono de ese mismo año, 2019, era de 104 millones de toneladas2. ¿Cómo esperan compensar ellos solos los 120 millones de toneladas prometidas? Los planes de neutralidad climática de estas empresas, como el de tantas otras, no guardan relación alguna con el mundo que dicen querer proteger. Solo son papeles para contentar a sus accionistas, salir en los periódicos y lavarse las manos ante la opinión pública. Un greenwashing de libro.
Los compromisos de neutralidad climática no siempre hacen referencia a toda la actividad de la empresa, lo que se conoce como los «Alcances». Las emisiones de «Alcance 1» son las emisiones directas, es decir, lo que la actividad genera (habitualmente al quemar combustible). Las de «Alcance 2» son las que se conocen como indirectas, por ejemplo, las derivadas de la electricidad consumida. Las de «Alcance 3» son aquellas que se producen a consecuencia de la actividad del emisor, pero son de propiedad y control ajeno al mismo, tanto adquirido (viajes, servicios, bienes) como por el uso que se da a sus productos. Veámoslo con un ejemplo práctico. En el caso de la petrolera Exxon, como en el resto de empresas similares, su compromiso de neutralidad climática no afecta al 85 % de sus emisiones, que son las que se incluyen en el Alcance 3; es decir, el petróleo y derivados que comercializa. Eso significa que podrán comprar todos los camiones eléctricos que quieran, o hacer funcionar sus oficinas con paneles solares, pero su actividad principal seguirá siendo extraer petróleo y agravar el cambio climático.