Cuentos + Cuentos - Nathaniel Hawthorne - E-Book

Cuentos + Cuentos E-Book

Nathaniel Hawthorne

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Beschreibung

Antología de cuentos realistas, fantásticos y de ciencia ficción: "El pan duro de esa bruja", de O. Henry; "El pozo", de R. Güiraldes; "Las tres muertes del señor Higginbotham", de N. Hawthorne; "La mendiga de Locarno", de H. von Kleist; "Los ladrones de cadáveres", de R. L. Stevenson; "El nuevo acelerador", de H. G. Wells y "El hombre sin cuerpo", de E. P. Mitchell. En la sección Aquí y ahora, se plantea el límite entre ficción y realidad. En Enfoques para analizar, se trabajan los conceptos de cuento, estructura y características específicas de las tres clases de cuentos leídos.

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Colección Generación Z

Realización: Letra Impresa

Autores: O. Henry, Ricardo Güiraldes, Nathaniel Hawthorne, Heinrich von Kleist, Robert Louis Stevenson, Herbert George Wells y Edward Page Mitchell

Traducción: Juan Manuel Pano y Laura Pizzi

Diseño: Gaby Falgione COMUNICACIÓN VISUAL

Fotografía de tapa: Macarena Díaz Bradle

Cuentos + cuentos / Ricardo Güiraldes ... [et al.]. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2021. Libro digital, EPUB Archivo Digital: online ISBN 978-987-8933-16-0 1. Cuentos Clásicos. I. Güiraldes, Ricardo. CDD A860.9283

© Letra Impresa Grupo Editor, 2020 Guaminí 5007, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Teléfono: +54-11-7501-126 Whatsapp +54-911-3056-9533contacto@letraimpresa.com.arwww.letraimpresa.com.ar Hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total, el registro o la transmisión por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin la autorización previa y escrita de la editorial.

Índice de contenido
Portada
Inicio
Aquí y Ahora
Cuentos Realistas
El pan duro de esa bruja
O. Henry
El pozo
Ricardo Güiraldes
Las tres muertes del señor Higginbotham
Nathaniel Hawthorne
Cuentos Fantásticos
La mendiga de Locarno
Heinrich von Kleist
Los ladrones de cadáveres
Robert Louis Stevenson
Cuentos de Ciencia Ficción
El nuevo acelerador
Herbert George Wells
El hombre sin cuerpo
Edward Page Mitchell
Actividades

Escape a la ficción

Contamos nuestras experiencias para informar algo a otros o, simplemente, para recordar lo vivido. A propósito de alguna situación concreta, contamos una anécdota curiosa o divertida. La Historia, por su parte, cuenta los hechos del pasado para que no se olviden y también para que su conocimiento permita entender el presente. Pero, además, contamos cuentos y nos deleitamos cuando otros nos los cuentan.

Imaginemos una escena remota. Un grupo de hombres primitivos, sentados junto al fuego, comparten sus experiencias del día: el resultado de la pesca, la migración de animales, la pelea contra otro grupo, etc. Pero si prestamos atención a las palabras de alguno de ellos, notaremos que su relato está enriquecido con elementos de su invención. Este narrador no solo busca informar. Además tiene otra intención: tal vez entretener, quizá sorprender o atemorizar y, siempre, capturar la atención de su auditorio. Él está fundando la literatura y es el antepasado de cada uno de los escritores del presente. Y sus oyentes son los antepasados de los lectores actuales. La pregunta es: ¿por qué, después de tanto tiempo, estas prácticas siguen vigentes?

La vida de todo ser humano es limitada. Vive en una época y durante una cantidad limitada de años, en un lugar más o menos 4 Cuentos + Cuentos fijo, se relaciona con un número limitado de personas, desarrolla unas pocas actividades (estudia, tiene un trabajo, una profesión, practica algún deporte). Pero el ser humano siempre busca escapar de los límites. Al respecto dice Mario Vargas Llosa en su libro La verdad de las mentiras: “(…) Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos –ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros– quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar –tramposamente– ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. (…)”[1]. Entonces, la literatura nos permite transportarnos a otras épocas y lugares, y vivir experiencias alejadas de las nuestras. Durante el escaso tiempo que nos lleva la lectura de un cuento o de una novela, podemos ser piratas en el Caribe, un estudiante de una escuela para magos, astronautas, simples labradoras o reinas medievales, testigos de una lucha entre guerreros africanos, un corrupto hombre de negocios, una modelo en Nueva York o enfrentarnos con fantasmas en un castillo gótico. Y todo esto, sin levantarnos de un sillón. Sí, la ficción literaria es la que cumple nuestros deseos irrealizables.

Tampoco los escritores han vivido todo lo que cuentan. Al escribir, también ellos escapan de las limitaciones de sus vidas y crean aquellas que posiblemente les hubiera gustado tener. ¿Cómo lo hacen? Salgari, por ejemplo, fue un gran escritor italiano del siglo XIX, autor de innumerables novelas de aventuras. Durante algunos años trabajó como simple marinero. Seguramente esta experiencia le sirvió a la hora de describir un velero, referirse a las costumbres a bordo, construir ciertos personajes como los que integran la tripulación de un barco. Pero indudablemente no vivió ni la mínima parte de las aventuras que narra en sus libros. Jane K. Rowling es una señora inglesa, contemporánea a nosotros, que cuenta las peripecias de Harry Potter. La acción de sus novelas se ubica en la actualidad y en Inglaterra, y mucho de lo que cuenta y describe está tomado de la realidad: el modo de hablar de los personajes, el hecho de cursar la secundaria en un internado, etc. Pero ni los magos (los que realmente hacen magia y no trucos) ni las escuelas para estos magos existen. Lo mismo sucede con todos los escritores, quienes toman algunas de sus experiencias o se inspiran en las de otros y las transforman, las enriquecen con elementos inventados. Así, construyen un mundo nuevo, distinto del real y más interesante. De este modo nacen las ficciones.

El mundo de la ficción

Desde la antigüedad, se cuentan historias que, más que reflejar la realidad tal cual es, crean un mundo independiente que solo toma algunos de sus aspectos. Sucede que en la literatura, la realidad es lo de menos, porque la literatura es, esencialmente, ficción.

La palabra ficción tiene su origen en el término latino fictio que, a su vez, proviene del verbo fingere, cuyo significado es “fingir”, “mentir”, “engañar” y también “transformar”. Entonces, las obras que componen la literatura fingen una realidad, exponen a los ojos de sus receptores una mentira. Pero, ¿en qué se parecen y en qué se diferencian estas mentiras de las que decimos en la vida cotidiana? En ambas se cuentan hechos que no han sucedido. Se diferencian en que el propósito de las literarias no es engañar a los lectores haciéndoles creer que se trata de verdades. En la ficción existe un pacto implícito entre el autor y el lector que establece que lo que se cuenta, ese mundo creado mediante palabras, es una invención que no puede ser juzgada en términos de verdadero o falso. Su mayor o menor cercanía con la realidad no la hace ni mejor ni peor.

Así como cuando jugamos aceptamos las reglas del juego y esto es fundamental para divertirnos, cuando leemos aceptamos las reglas de la ficción: no nos cuestionamos si fuera del libro esa historia es posible. Solo importa que, dentro del mundo creado, estén dadas las condiciones para que lo sea. Por ejemplo: si se cuenta la historia de una persona pobre e inculta que, de la noche a la mañana, se convierte en rica, el cambio en su situación económica debería ser justificado porque recibió una herencia inesperada, ganó la lotería, etc. Ahora, si también de la noche a la mañana se convirtiera en una persona culta, esto solo tendría sentido si se lo atribuyera a la magia, porque no existe otro modo de que suceda inmediatamente. La magia explicaría el cambio. Pero si esta transformación no hubiera sucedido por arte de magia, la historia no tendría coherencia interna.

El escritor es la persona real que crea el mundo de ficción. No forma parte de su obra, pero podemos descubrirlo en ella: el modo de pensar de su época, su personalidad, su conocimiento del mundo, sus sentimientos, sus experiencias, su estilo están presentes en su obra. Tal como afirma Enrique Anderson Imbert en Teoría y técnica del cuento: “(…) Podemos formarnos una vaga idea del escritor que está detrás de lo que escribió porque, como al trasluz, lo vemos en la tarea de seleccionar lo que nos cuenta (…)”[2]. Como ya dijimos, el escritor inventa su historia. Esta historia existe en su imaginación antes de convertirse en un texto y podría ser contada de muchas maneras distintas. Pero en el momento de hacerlo, es decir, en el momento de transformar en palabras lo que existía en la imaginación, elige qué partes contará y cómo. La combinación de estos dos componentes da como resultado el estilo particular de un escritor.

La ficción continúa

Es difícil concebir la vida del ser humano sin la presencia de la ficción. En la literatura, toma la forma del cuento, de la novela y también del teatro. En la actualidad, tal vez el mayor contacto con la ficción se produzca a través de los medios audiovisuales. El cine y la televisión representan historias ficcionales en las que, al guión (una nueva forma literaria) se suman la imagen y el sonido, y se mantienen las reglas de las que hablamos en los párrafos anteriores. La popularidad de las películas y de las series reafirma el placer que los seres humanos siguen encontrando en las historias imaginadas por otros.

El desarrollo tecnológico permitió sumar estos nuevos modos de mostrar la ficción al que nos acompaña desde hace siglos: el libro. Incluso este va cambiando su soporte: hoy al papel se suma la pantalla de los libros electrónicos. Y tanto el lector frente a un libro publicado en papel o electrónicamente, como el espectador de una película se parecen al hombre primitivo que escuchaba un cuento y, por un rato, se sentía parte de él.

Circunscribiéndonos a la literatura, el cuento es quizás, entre todos, el género preferido por los lectores del siglo XX y, probablemente, lo siga siendo durante el siglo XXI. Tal vez podamos encontrar una explicación a esta elección en el hecho de que, en un mundo de urgencias y de tiempos reducidos, en el que la brevedad es un valor, los cuentos tienen la medida exacta del viaje en colectivo, de la espera en el consultorio del médico, de ese ratito anterior a dormirnos por la noche y, por qué no, del recreo.

[1] Vargas Llosa, Mario; La verdad de las mentiras, Buenos Aires, Seix Barral, 1990.,

[2] Anderson Imbert, Enrique; Teoría y técnica del cuento, Buenos Aires, Marymar, 1979.

El pan duro de esa bruja

O. Henry

La señorita Martha Meacham tenía una pequeña panadería en la esquina. Es esa panadería en la que se entra subiendo tres escalones y donde suena una campanita cuando uno abre la puerta.

La señorita Martha tenía cuarenta años, dos dientes postizos, una cuenta en el banco que ascendía a dos mil dólares y un corazón sensible. Muchos se han casado con mujeres que ofrecían menos.

Dos o tres veces a la semana entraba en el negocio un cliente que no tardó en despertar su interés. Era un hombre de mediana edad, con anteojos y una barba oscura cuidadosamente recortada. Hablaba inglés con un fuerte acento alemán. Usaba ropa gastada y zurcida en algunas partes, y abolsada y arrugada en otras. Pero se lo veía limpio y tenía muy buenos modales.

Siempre compraba lo mismo: dos rebanadas de pan duro. El pan fresco costaba cinco centavos la rebanada. En cambio, por la misma cantidad se podían comprar dos trozos de pan duro. Y aquel hombre nunca pedía más que pan duro.

Cierta vez, la señorita Martha advirtió que su cliente tenía los dedos manchados de marrón y rojo. Se convenció de que era un artista y muy pobre. Sin duda, debía vivir en una buhardilla donde pintaría cuadros, comería pan duro y soñaría con las exquisiteces que había en la panadería de la señorita Martha.

A menudo, cuando la señorita Martha se sentaba a comer sus chuletas, panecillos tiernos, té y jamón, suspiraba. Hubiera querido que aquel artista, de tan gentiles modales, compartiera esos sabrosos alimentos, en lugar de comer unas duras cortezas de pan en su desolado altillo. Como ya dijimos, el corazón de la señorita Martha era muy sensible.

Para comprobar su teoría acerca del oficio de su cliente, un día llevó a la panadería un cuadro que había comprado en un remate y lo apoyó en los estantes donde ponía el pan.

El cuadro representaba un paisaje veneciano. En primer plano había un magnífico palacio de mármol (o eso pretendía mostrar la pintura). En el resto, se veían góndolas en las que iban damas que tocaban el agua con sus manos, nubes, cielo y una gran abundancia de claroscuros. Seguramente un artista no dejaría de notar aquellos detalles.

Dos días después, el cliente entró en la panadería.

–Dos rebanadas de pan duro, porr favorr –pidió con su acento alemán.

Y mientras ella se las envolvía, agregó:

–Usted tener un cuadro muy bello, señora.

–¿Sí? –dijo la señorita Martha, feliz con el resultado del ardid [1]–. Admiro mucho el arte y… –como no se atrevió todavía a decir “a los artistas”, completó–: y las pinturas. ¿Le parece bueno este cuadro?

–Palacio no estar bien dibujado. Perspectiva no ser correcta. Buenos días, señora –respondió el cliente, tomó el pan, saludó con una inclinación de cabeza y salió presurosamente.

Sí, debía ser un artista. La señorita Martha llevó nuevamente el cuadro a su cuarto.

¡Qué gentiles y bondadosos brillaban sus ojos detrás de los anteojos! ¡Qué cejas tan anchas tenía! Un hombre capaz de juzgar una perspectiva con una sola mirada… ¡y teniendo que subsistir con un trozo de pan duro! ¡Pero a menudo el genio debe sufrir antes de ser reconocido!

Qué estupendo sería para el arte y la perspectiva que el genio estuviese respaldado por una cuenta de dos mil dólares en el banco, una panadería y un corazón sensible, para… Pero eso es soñar despierta, señorita Martha.

A partir de entonces, cada vez que el cliente llegaba, conversaban un rato mostrador de por medio y él se mostraba deseoso de oír las alegres palabras de la señorita Martha.

Pero continuaba comprando pan duro. Y jamás una torta, nunca una tarta ni uno de esos deliciosos pasteles llamados Sally Lunns.

Ella pensó que él comenzaba a verse más delgado y desanimado. Su corazón ansiaba añadir algo rico a la modesta compra de su cliente. Pero le faltaba el coraje para hacerlo. No se atrevía porque conocía el orgullo de los artistas.

La señorita Martha comenzó a usar su entallado vestido de seda azul debajo del delantal. Y en la trastienda, a preparar una misteriosa mezcla de semillas de salvado y bórax que muchas usaban para el cutis.

Un día el cliente llegó como de costumbre, depositó su moneda de níquel sobre el mostrador y pidió sus dos rebanadas de pan duro. Y mientras la señorita Martha las sacaba del estante, en la calle se oyó un gran estruendo y un camión de bomberos pasó a toda velocidad.

El cliente corrió hasta la puerta para mirar, como cualquiera lo haría. Y la señorita Martha, con una repentina inspiración, aprovechó esa oportunidad.

En el extremo del mostrador, estaba la manteca fresca que el lechero había dejado diez minutos antes. Con el cuchillo, la señorita Martha hizo un profundo corte en cada una de las dos rodajas de pan duro, insertó en ambas una generosa cantidad de manteca y las apretó para que quedaran como antes.

Cuando el cliente regresó, ella estaba envolviendo el pan. Y cuando se fue, después de una inusual y placentera charlita, la señorita Martha sonrió para sí, no sin cierto estremecimiento de su corazón.

¿Acaso habría sido demasiado atrevida? ¿Se ofendería el artista? Seguramente no. Lo que había hecho no quería decir nada en particular. La manteca no simbolizaba la audacia de una soltera.

Ese día pasó un buen rato pensando en aquel asunto. Imaginaba la escena que se produciría cuando él descubriera su pequeño engaño: dejaría su paleta y sus pinceles, y miraría su caballete, en el que se lucía una pintura cuya perspectiva resistiría cualquier crítica. Luego, se prepararía para tomar su almuerzo: solo pan duro y agua. Mordería una rebanada y… ¡Ah!

La señorita Martha se ruborizó. ¿Pensaría él en la mano que había puesto eso en su comida? ¿Se animaría a…?