Desaparecido sin rastro - Tim Weaver - E-Book

Desaparecido sin rastro E-Book

Tim Weaver

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Desapareció sin previo aviso. Desapareció sin dejar rastro. Para millones de londinenses, la mañana del 16 de diciembre es como cualquier otra. Pero no para Sam Wren. Una hora después de salir de casa, se sube a un vagón del metro y desaparece. No hay testigos, y en las cámaras de seguridad no hay rastro de él. Seis meses después, sin opciones y desesperada por encontrar respuestas, la mujer de Sam, Julia, contrata a David Raker para localizarlo.  Raker ha hecho de la búsqueda de personas desaparecidas su profesión. Entiende cómo piensan y sabe que todos tienen algo que ocultar. Sin embargo, en este caso, los secretos son más profundos de lo que pudiera haber imaginado. A medida que Raker comienza a sospechar que incluso la policía le está mintiendo, se hace evidente que alguien lo está observando. Alguien que sabe lo que sucedió en el metro ese día. Y, con Raker en su punto de mira, hará cualquier cosa para mantener ocultos los secretos de Sam. --- «Los libros de Weaver mejoran cada vez más: tensos, complejos…, escritos con estilo y cuidado». The Guardian ⭐⭐⭐⭐⭐ «No pude dejarlo». The Sun ⭐⭐⭐⭐⭐ «Estos libros son imposibles de soltar. Si aún no has conocido a Raker, te espera una sorpresa». Mick Herron ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un thriller psicológico bien elaborado y oscuro». Raven Crime Reads ⭐⭐⭐⭐⭐

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Seitenzahl: 552

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Desaparecido sin rastro

Desaparecido sin rastro

Título original: Vanished

© Tim Weaver, 2012. Reservados todos los derechos.

© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

Traducción: Ana Castillo, © Jentas A/S

ISBN: 978-87-428-1342-3

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

Published by agreement with Darley Anderson and Associates Ltd.

15 de junio

Al acercarse al borde del complejo, Healy miró el indicador de temperatura exterior. Casi veinte grados. Parecía que hacía más calor. Había mantenido encendido el aire acondicionado durante todo el trayecto desde la comisaría, pero fue inútil. Se había arremangado y desabrochado el primer botón de la camisa, pero el ambiente dentro del coche seguía estando cargado. Incluso en plena noche, oculto por la oscuridad, el calor seguía aumentando.

Se detuvo, mirando a través de la ventanilla del Mercedes el laberinto de viviendas en ruinas. La urbanización más infame de Londres parecía estar hibernando. Ni luces en el interior de las casas ni niños en los patios ni grupos de chavales pululando por las aceras. Solo más tarde, cuando llegaron los coches patrulla para pintar con sus luces intermitentes los muros de hormigón de diez pisos de altura, empezó a vislumbrar siluetas en la noche, que lo observaban desde las oscuras ventanas y pasillos.

Salió del coche. Lejos, a la izquierda, los periodistas se agolpaban tras la cinta policial, con sus ropas de verano y sus caras sudorosas. Era un caos. Los reporteros se disputaban la mejor posición, resbalando sobre la hierba mojada. Alboroto. Luces. Voces gritando su nombre. Quizá en otra vida habría disfrutado de la fama. A algunos policías les gustaba. Pero, cuando miró la sombría entrada del edificio, Healy se dio cuenta de que todo era un truco. Aquello no era fama. Aquello era estar al borde del precipicio en medio de un huracán. En ese momento estaban detrás de él, y él se encontraba en ese precipicio. Pero, si hubiera tardado más, si hubiera empeorado, si la policía no hubiera encontrado al culpable antes de que los periodistas hubieran acampado detrás de otra cinta amarilla, todo lo que estarían haciendo sería conducirlo a la oscuridad.

Cruzó el patio de cemento hasta la verja y echó un vistazo al interior. Todo estaba desvencijado y se caía, como si el edificio estuviera a punto de derrumbarse por su propio peso. El suelo estaba resbaladizo debido al agua que se filtraba desde quién sabía dónde, y a lo largo del pasillo una puerta destrozada, que conducía al primer conjunto de apartamentos, colgaba de sus goznes. Había basura por todas partes. Algunos no habían visto un lugar así en toda su vida: un infierno de doscientos pisos. El tipo de lugar cuya fealdad ni siquiera la noche más oscura podría ocultar.

A su izquierda, al final de un tramo de escaleras, vio a un agente uniformado con un portapapeles. Levantó la vista cuando Healy se acercó, apuntando la linterna en su dirección.

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches.

—El ascensor no funciona.

Healy echó un vistazo al papel pegado a las puertas del aparato, que advertía de la avería. En la pared de al lado, desconchada por la humedad, alguien había añadido una flecha y la frase «Esto va directo al infierno» con un bote de spray.

Tras mostrar su placa al agente, Healy subió tres pisos de escaleras mal iluminadas. Por todas partes, el olor recordaba al de un retrete público. Pasó por encima de los cristales desparramados en lugares donde alguien había roto deliberadamente las bombillas. En el rellano del tercer piso se encontró con otras personas —agentes de policía y especialistas forenses— que iban y venían del interior del apartamento 312. Una técnica de escena del crimen dejó de esparcir polvo de detección en el marco de una puerta para entregarle un traje de papel blanco y un par de guantes.

—Será mejor que use esto —le dijo la mujer—. Aunque no hay muchas posibilidades de que contamine las pruebas.

Healy cogió el mono y los guantes.

En el interior se habían colocado unos focos cuya deslumbrante luz inundaba el pasillo. Aparte del zumbido del generador de energía, el piso estaba casi en completo silencio. El clic de alguna cámara al disparar una foto. El murmullo de algún especialista forense. Algo de ruido de los pisos colindantes. Nada más.

Tras subirse la cremallera del traje y ponerse la capucha, Healy entró en el apartamento. Se parecía al de las otras víctimas. Decadente. Sucio. Húmedo. En el suelo de linóleo de la cocina, a la que se accedía desde el salón, un charco había dejado una gran mancha marrón. Dentro de la estancia, Healy vio a la inspectora jefa Melanie Craw observando a su alrededor. Desde el salón también se accedía a un dormitorio. El superintendente jefe Ian Bartholomew estaba en la puerta, frente a la cama. Se giró para mirar a Healy, con expresión contrita en el rostro, y luego a Craw, que llegaba desde la cocina.

—Melanie —dijo—. ¿Qué demonios se supone que debo decir a los periodistas?

Luego dio un paso atrás, dejando entrar a Healy. La escena del crimen. Un dormitorio pequeño, con un armario, una cómoda y un televisor apoyado en una silla en un rincón. La moqueta estaba raída; el papel pintado, desconchado. Sobre la almohada había un montón con el cabello de la víctima. Se lo había afeitado como a las demás y lo había dejado allí. Podrían haber encontrado el cuerpo en el colchón.

Pero ese era el problema.

Nunca dejaba los cuerpos.

PRIMERA PARTE

1

12 de junio

Su despacho estaba en la cuarta y última planta de un edificio de ladrillo rojo junto a Shaftesbury Avenue. Las otras plantas estaban ocupadas por una agencia de publicidad y una importante empresa internacional de televisión. Dos puertas de cristal con cerraduras codificadas y un guardia de seguridad parecido a un luchador profesional protegían del mundo exterior a los elegantes y serios ejecutivos. El resto de aquella avenida estaba muerta o moribunda. Una zapatería y una tienda de antigüedades habían cerrado sus puertas hacía tiempo. Al lado, un restaurante italiano con la puerta cubierta de tablas exhibía el cartel «Cerrado» en la ventana. El último en resistir era un videoclub que parecía a punto de rendirse: dentro solo había una estantería de DVD, unos cuantos carteles descoloridos y dos hombres discutiendo.

Era una cálida tarde de junio. Aunque el sol había brillado todo el día, la lluvia parecía acechar a la vuelta de la esquina. Había traído una chaqueta por si acaso, pero de momento llevaba una camisa negra con cuello clásico, unos vaqueros y zapatos de cuero italiano. Una pequeña obra maestra que había comprado en la Galería Vittorio Emanuele de Milán. Los había usado poco porque parecían hechos para torturar mis pies. Pero era un sacrificio que valía la pena hacer por la mujer con la que estaba a punto de encontrarme.

Liz salió de uno de los ascensores del vestíbulo al cabo de unos quince minutos. La gente había empezado a salir del edificio a las cinco, pero ella, como estaba a cargo de su despacho, siempre era de las últimas en marcharse. Enseguida me vio en la puerta de la desaparecida tienda de antigüedades, y me impresionó su belleza: sus ojos oscuros brillando al sonreír, su larga melena color chocolate recogida sobre su rostro perfectamente modelado. Elizabeth Feeny, abogada defensora, había triunfado en una ciudad repleta de machos alfa: se había enfrentado a peces más gordos que ella y había ganado; les había quitado clientes y se los había quedado; había reunido, bajo el paraguas de Feeny & Company, un equipo de abogados extraordinarios, con los que había abordado una serie de casos de gran repercusión que habían cimentado la reputación del bufete. Habría sido difícil no impresionarme, incluso habiéndola visto todos los días durante los últimos ocho meses y vivido a su lado durante mucho más tiempo. Al cruzar la calle, con su blusa blanca y su falda oscura perfilando sus suaves formas, parecía encajar a la perfección en su papel. Pero su arma secreta era esa sonrisa que te hacía sentir la única persona sobre la faz de la tierra. En los tribunales, era un recurso muy valioso.

—Señor Raker —dijo, y me besó.

—Elizabeth.

Me recordó con una suave palmada que no le gustaba que la llamara por su nombre, la acerqué hacia mí y le di un beso en la cabeza.

—¿Qué tal el día? —le pregunté.

—Lleno de reuniones.

Nos quedamos así un momento. Esto era nuevo para los dos. Habían pasado dos años y medio desde que mi esposa Derryn murió de cáncer de mama, y casi dieciséis desde que nos conocimos. Liz se había casado a los veinte años, se quedó embarazada seis meses después y se divorció casi de inmediato. Había pasado dos años criando a su hija Katie, para luego retomar la carrera de Derecho que había dejado aparcada y convertirse en abogada. Prácticamente no había tenido ninguna relación seria desde antes de su boda.

—¿A dónde vamos a cenar? —preguntó.

—Conozco un lugar italiano. —Giré sin soltarla, mostrándole el restaurante cerrado junto a la tienda de antigüedades.

Ella me dio un apretón.

—Eres un hombre muy gracioso, Raker.

—Reservé mesa en un local sudafricano a tiro de piedra de Covent Garden. Podemos emborracharnos con cerveza Castle.

—¿Sudafricano?

—¿Has oído hablar del babotie?

—La verdad es que no.

Caminamos despacio.

—Bueno, pues esta es tu noche de suerte.

El restaurante estaba situado en un estrecho sótano de una calle lateral entre Covent Garden y el Strand. Se habían tallado varios huecos en los toscos muros de piedra, que albergaban fotografías de vistas enmarcadas de Sudáfrica. Una de las más cercanas representaba en blanco y negro la noria del parque de atracciones Gold Reef City de Johannesburgo, congelada por un instante sobre el fondo de un cielo inmaculado. En mi vida anterior como periodista había pasado mucho tiempo en esa ciudad y sus alrededores; un año entero para seguir las elecciones de 1994. En aquellos días era un lugar diferente, más una zona de guerra que una ciudad real, y la gente que vivía allí lo hacía con miedo y odio.

Liz me dejó elegir a mí, así que pedí dos botellas de cerveza Castle, pollo peri-peri para empezar y, de plato principal, babotie, que es carne picada con especias y cocida con huevos. Mientras esperábamos a que llegara la comida, me habló de su día y yo a ella del mío. Solo dos días antes había resuelto un caso: un fugitivo de diecisiete años escondido no lejos del puente de Blackfriars. Sus padres, una pareja que vive en una vivienda social de Hackney, me dijeron que solo tenían dinero para tres días de investigación. Me llevó cinco. La situación se había complicado porque el chico no tenía amigos, apenas hablaba con nadie y había huido llevándose solo la ropa que tenía puesta. Sin móvil. Sin tarjeta de crédito. Sin dinero. Prácticamente nada rastreable. Les había dicho a sus padres que me pagaran los tres días y que se pusieran en contacto conmigo cuando tuvieran el dinero de los otros dos. Eran buena gente, pero no volvería a verlos. No solía ser tan caritativo, pero me resultaba aún más difícil dejar un trabajo a medias.

Después de que nos sirvieran el babotie, la conversación se desvió hacia la hija de Liz y su vida en la universidad. Estaba en el último curso de Económicas. Aún no había tenido ocasión de conocerla, pero, por las descripciones de Liz y las fotos que había visto, era un reflejo de su madre.

Pedí dos botellas más de Castle y, mientras Liz seguía hablando, me di cuenta de que una mujer me observaba desde el otro lado de la sala. La miré un momento, esperando que se girase de nuevo, pero ella mantuvo la mirada en el plato mientras cortaba un filete. Volví la vista a Liz; diez segundos después, la mujer me miraba otra vez.

Debía rondar los veinticinco años, y tenía el pelo rojo y rizado hasta los hombros y un puñado de pecas cubriéndole la nariz y las mejillas. Era de una belleza discreta de la que parecía no ser consciente; o tal vez no le importaba. Los delgados dedos de su mano derecha agarraban el tenedor; los de la izquierda rodeaban el cuello de la copa de vino. Llevaba un anillo de casada.

—¿Estás bien?

La mujer volvió a apartar la mirada y Liz se dio cuenta de que la estaba observando.

—Esa chica que está sentada en la mesa de la esquina, ¿la conoces?

Liz se dio la vuelta.

—Creo que no.

—Sigue mirando hacia aquí.

—No puedo culparla —replicó Liz con una sonrisa—. Eres un hombre apuesto, Raker. No es que quiera subirte el ego ni nada de eso.

Seguimos cenando. Lancé un par de miradas en dirección a la mujer, pero no capté su atención. Después, treinta minutos más tarde, desapareció de repente. Su silla estaba vacía; solo quedaba medio filete en el plato y una copa llena de vino. En el borde de la mesa, en una bandeja blanca, estaba el dinero de la cuenta.

Se había ido.

2

Poco antes de salir del restaurante, Liz recibió una llamada de un cliente. Levantó la vista y buscó un rincón tranquilo. Le hice señas de que la esperaría fuera.

La lluvia que flotaba en el ambiente por fin había llegado. Me puse la chaqueta y me refugié un par de puertas más abajo del local. Al otro lado de la calle, la gente salía de la estación de metro de Covent Garden, algunos cautelosamente armados con paraguas e impermeables, la mayoría en mangas de camisa o camisetas y faldas de verano. Al cabo de unos cinco minutos vi al otro lado de la carretera una figura que se acercaba por la izquierda moviéndose entre las sombras. Cuando estuvo a mi altura, con la cara iluminada por la ventana de un pub, la reconocí.

Era la mujer del restaurante.

Cruzó la carretera y se detuvo a un par de metros de mí.

—¿Señor Raker?

Reconocí su mirada de inmediato. La había visto innumerables veces en las personas a las que ayudaba: aquella mujer había perdido a alguien, o sentía que estaba a punto de suceder. Su rostro era joven, pero sus ojos estaban cansados y mostraban todo su dolor, dándole un aspecto extraño e incierto; ni joven ni vieja, ni bella ni fea. Solo una mujer derrotada.

—Siento mucho presentarme así —dijo, colocándose un mechón de pelo detrás de la oreja. Sonaba nerviosa, con un tono de voz ligero pero tenso—. Me llamo Julia Wren.

—¿Qué necesita, Julia?

—Yo, eh... —Se interrumpió. Una bolso le cruzaba el pecho en diagonal. Metió la mano en él, lo llevó ante ella y lo abrió. Sacó un monedero y de él, un papel. Cuando me lo enseñó, enseguida me di cuenta de que era la impresión de una fotografía—. He leído sobre usted —dijo—. En Internet.

Era la imagen de un reportaje de la BBC, en ella se me veía siendo escoltado fuera de la comisaría por un inspector y dos agentes uniformados en compañía de mi abogada, Liz. Tres días antes de que se tomara esa fotografía, me había metido en la guarida de unos asesinos y casi pierdo la vida. Habían pasado dieciocho meses desde entonces, pero mi cuerpo seguía llevando las cicatrices.

Había otros artículos sobre ese caso. Muchos más. Yo ni siquiera había concedido entrevistas a los que habían sido mis colegas en el periódico y que me habían llamado rogándome que hiciera unas declaraciones. Pero había sido un gran suceso. Estuvo en las cadenas nacionales durante una semana y luego, como todas las noticias, se olvidó. Para todos, fue relegada a la historia.

Pero no para la mujer que tenía delante.

—¿Me ha estado siguiendo durante mucho tiempo, Julia?

Sacudió la cabeza.

—No.

La creí: en el restaurante me había fijado en ella de inmediato, e incluso mientras se acercaba. Si me hubiera seguido antes, me habría dado cuenta. Perseguir es un arte. Hay que saber hacerse invisible.

—He leído sobre usted —continuó señalando la foto con la cabeza—. Bueno, es obvio. Leí lo que hizo cuando encontró ese lugar en el norte. Cómo intentaron hacerle daño. Lo que... —Se interrumpió, bajando la mirada hacia las cicatrices de mis dedos—. Lo que le hicieron. Luego leí otro artículo sobre un caso del año pasado. Estuvo involucrado en la captura de ese hombre. El que secuestraba mujeres. Y cuando leí esas historias pensé: «Él puede ayudarme».

—¿Ayudarla?

—¿Cree en el destino?

Sacudí la cabeza.

—No, no creo en eso.

Mi respuesta pareció hacerle perder el hilo, pero luego se recuperó.

—Lo he visto a usted y a su... —Su mirada se dirigió hacia el restaurante—. Su amiga. Los he visto caminando detrás de mí. El hombre sobre el que había leído en Internet. Así que, cuando han pasado por mi lado, no he podido evitar tomarlo como una señal del destino. Y supongo que he mentido un poco. Lo he seguido, pero solo después de verlo esta noche. He venido al restaurante porque quería asegurarme de que era usted. Y, cuando he tenido la confirmación, he sabido que tenía que hablarle.

—¿Qué necesita, Julia?

—Quiero que encuentre a mi marido —respondió. Luego guardó silencio y se cogió las manos. Por un momento, pareció desaparecer entre las sombras: la cabeza inclinada, los hombros encorvados, como para protegerse en caso de que yo me hubiera marchado, ignorándola—. Hace seis meses entró en la estación de metro de Gloucester Road. Y nunca volvió.

3

Veinte minutos después estábamos sentados en un café de Long Acre. Liz se había ido a casa en mi coche, haciendo todo lo posible por acallar su curiosidad. En los ocho meses que llevábamos saliendo, había visto lo suficiente como para saber que esa no era mi forma normal de trabajar. Me gustaba hacer balance de la situación antes de ver a los familiares; quería saber quiénes eran y de dónde venían. Pero con Julia Wren no había podido planificar nada. Era un lienzo en blanco.

Pedimos dos cafés y nos sentamos junto a la ventana, con los letreros de neón difuminados por la lluvia ligera bajo un cielo negro y cargado de nubes. Colocó la fotografía impresa sobre la mesita, sujetándola con una mano como si en cualquier momento el viento pudiera llevársela. Las personas en su situación suelen estar atrapadas entre la esperanza y el miedo: esperanza de volver a ver por fin a sus seres queridos; miedo de que ocurra a través del cristal de un depósito de cadáveres.

Me miró, colocándose un mechón de pelo rojo detrás de la oreja. Aún no sabía si era tímida por naturaleza o solo estaba nerviosa.

—Leí que era periodista.

—Hace tiempo. Puede tutearme.

—Lo mismo digo. ¿Te gustaba?

—Desde luego, me lo pasé bien.

—Supongo que tuviste que viajar mucho.

—Fui por todo el mundo, pero lo único que hice fue trabajar sin poder disfrutar de los lugares en los que estuve —sonreí—. Que, además, a menudo eran zonas de guerra.

—¿Dónde estuviste?

—Ida y vuelta a Estados Unidos durante cinco años. Sudáfrica, antes y después de las elecciones. Israel y Gaza, Irak, Afganistán.

—Debes haber visto mucho.

Una imagen se formó en mi mente: yo, corriendo por mi vida en un suburbio sudafricano, balas zumbando por el aire, cuerpos ensangrentados desplomados a lo largo de la carretera, polvo y escombros, gritos de dolor.

—Digamos que te haces una idea de lo que la gente es capaz de hacer.

Julia permaneció en silencio. Movió la cabeza de un lado a otro como si estudiara la siguiente pregunta, pero yo ya sabía cuál sería.

—¿Dejaste el periodismo por tu mujer?

—Sí. —No me extendí más—. ¿Por qué no me hablas de tu marido?

Asintió y sacó una fotografía de su bolso.

—Este es Sam.

Era más o menos de la edad de su mujer, con grandes ojos azules, pelo claro y una nariz demasiado grande para su cara. Un aspecto inusual, pero no desagradable. En la foto aparecía de pie en un salón, con traje negro y corbata roja. Debía de medir un metro setenta, ligeramente bajo de peso. El traje le quedaba holgado, y en las mejillas tenía pequeñas hendiduras donde parecía que la piel le apretaba demasiado. Me prometí que se lo preguntaría más tarde: la gente puede adelgazar porque está enferma o porque no come lo suficiente; o porque algo le preocupa.

—¿Cuándo fue tomada esta foto?

—Hace seis meses. El 10 de diciembre.

Me acerqué la imagen a la cara. En una de las ventanas se reflejaba un árbol de Navidad.

—¿Después de cuánto tiempo desapareció?

—Seis días después. El 16.

Cada año desaparecen en el Reino Unido unas doscientas cincuenta mil personas, y aunque dos tercios son varones menores de dieciocho años, el segundo grupo más numeroso son hombres de entre veinticuatro y treinta años. Sam Wren estaba dentro de las estadísticas. Las razones por las que desaparecen los varones adultos suelen ser predecibles —relaciones extramatrimoniales, problemas financieros, alcohol, trastornos mentales—, mientras que las soluciones rara vez lo son. Muchas veces se presenta la denuncia cuando llevan demasiado tiempo desaparecidos y ya es imposible seguir su rastro. E incluso cuando se denuncia la desaparición al cabo de uno o dos días, a menudo la fuga resulta estar planeada con mucha antelación, específicamente diseñada para borrar cualquier rastro. Hacía seis meses que no se veía a Sam, y al mirar la fotografía imaginé que en el momento en que fue tomada ya había estudiado cómo marcharse.

Señalé la imagen.

—Háblame del día en que desapareció.

Julia asintió, pero permaneció en silencio. Ahí empezaba todo, ahí empezaba a desenredarse la madeja; ahí se bifurcaba el camino, y al final volvería a encontrarse con él, o bajo las sábanas, o frente a un saco negro.

—Salió de casa un poco antes de lo habitual —empezó a narrar en un susurro—. Normalmente salía sobre las siete y veinte, siete y media. Esa mañana se fue a las siete, las siete y diez a más tardar.

—¿Había alguna razón?

—Todo lo que dijo fue que tenía mucho que hacer. Lo cual no era inusual. En otras ocasiones había salido a esa hora cuando le esperaba un día ajetreado.

—¿En qué trabajaba?

—Trabajaba en un banco de inversión en Canary Wharf. Le decía a la gente dónde invertir su dinero: bonos, acciones, cosas así.

—¿Cuál es el nombre de la empresa?

—Investment International. I2, abreviado. Fue fundada hace unos años por un hombre que trabajó con Sam en la empresa J. P. Morgan. Habían ido juntos a la universidad. Sam entró en el programa de graduados del banco HSBC, pero no le gustó, así que su amigo lo ayudó a trasladarse a J. P. M., y luego lo metió en I2 poco después de fundar la compañía.

—¿Iba bien la empresa?

Julia negó con la cabeza.

—No mucho. Es bastante pequeña y la crisis la ha golpeado duramente. El sueldo de Sam se congeló a principios de 2010, y también las bonificaciones.

—¿Y a pesar de ello le seguía gustando su trabajo?

—Era bastante estresante, pero yo diría que a él le encantaba tanto como a la mayoría de nosotros los nuestros. A veces llegaba a casa por la noche y me decía que estaba harto, pero al día siguiente, si las cosas iban mejor, cambiaba de opinión. A decir verdad, no parecía más estresado de lo habitual. Todos tenemos nuestros altibajos, días buenos y días no tan buenos.

Volví a mirar la fotografía: la esbelta figura de la que colgaba el traje, la expresión vagamente inquieta. «Quizá los días buenos fueron demasiado pocos».

—¿Así que no te pareció que Sam estaba diferente ese día?

—No. Y, si había algo diferente, era tan imperceptible que no lo noté.

—¿Iban bien las cosas entre vosotros?

—Sí. Todo bien —respondió, y su mirada se desvió hacia la ventana y, luego, de nuevo a mí. Parecía no haber pensado sobre eso. Se quedó esperando a que yo continuara la conversación, con los músculos de la cara rígidos, como si apretara la mandíbula.

«¿Acabas de mentirme?».

Me detuve un momento, prometiendo volver sobre el tema cuando tuviera una mejor idea de quién era esta mujer y por qué podría querer evitar la pregunta.

—¿Dónde vives?

—A menos de un kilómetro de la estación de metro de Gloucester Road —respondió—. Compramos una casa adosada hace unos cinco años. Cuando Sam aún recibía bonificaciones.

—¿Todavía vives allí?

—Sí. —Noté una expresión desesperada en su rostro, como si ya no quisiera vivir sola en una casa que habían comprado dos personas—. Yo regentaba una charcutería en Covent Garden, así que la mayoría de las mañanas, cuando él no tenía mucha prisa por llegar al trabajo, íbamos juntos a la estación de metro.

—¿Ya no trabajas allí?

—Me despidieron en marzo del año pasado. —Hizo una pausa y se sonrojó—. No te preocupes: puedo pagarte. Ahora trabajo en un restaurante en Bayswater. Y tengo ahorros; dinero que habíamos guardado para tiempos difíciles. Y, bueno, supongo que han llegado.

—No me preocupa el dinero —le dije.

Pero ella se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Cuánto tiempo estuviste desempleada?

—Casi once meses.

—¿Así que empezaste a trabajar de nuevo a principios de este año, alrededor de enero?

—El 16 de enero.

Treinta y un días después de la desaparición de su marido. Me pregunté por un momento cómo debió ser: empezar un nuevo trabajo, un nuevo capítulo en la vida, cuando la parte más importante del anterior se ha desvanecido en el aire.

—Durante el tiempo que estuviste sin empleo, ¿cómo te las arreglaste, económicamente?

Se encogió de hombros.

—Las bonificaciones de Sam nos permitieron comprar la casa, pero no sin pedir una pesada hipoteca, incluso para los estándares londinenses. De la noche a la mañana nos encontramos con su sueldo bloqueado y sin extras, y yo sin trabajo. Puedes ahorrar dinero en restaurantes, ropa y salidas los fines de semana, pero no puedes vivir sin una casa. Lo que más nos preocupaba era no poder hacer frente a la hipoteca.

—¿Y ahora?

Julia arrugó la frente.

—¿Qué quieres decir?

—¿Puedes pagar la hipoteca tú sola?

—Sam no se llevó dinero antes de desaparecer y siempre gastaba poco. Así que mis ahorros de emergencia me alcanzarán para otros tres o cuatro meses.

—¿Y después?

Ella mostró una sonrisa sin alegría.

—Bueno, supongo que solo me queda esperar a que encuentres a mi marido.

Si pensaba que así resolvería todos sus problemas, se iba a llevar una gran decepción. Si Sam se había marchado por voluntad propia, probablemente lo había hecho para acabar con el matrimonio, el trabajo y el resto de su vida. No habría remedio instantáneo. Aunque lo encontrara, aunque estuviera vivo, las cosas nunca volverían a ser como antes.

Cambié el rumbo de la conversación.

—¿Así que tomaba el metro en Gloucester Road hacia Westminster y cambiaba allí a Jubilee? ¿O usaba la línea Docklands desde Tower Hill?

—Cambiaba en Westminster.

—¿Y usaba la línea Circle o la District?

—La Circle.

—¿Nunca tomaba la District?

—Rara vez.

—¿Por?

—Una de las razones por las que Sam dejó el HSBC fue que no le gustaba la gente con la que trabajaba allí. No es que hubiera muchos problemas, tan solo no se llevaban bien y a Sam no le gustaba su forma de trabajar. ¿Sabes cuando conoces a ese tipo de personas con las que desde el primer momento estás seguro de que nunca te llevarás bien?

Asentí con la cabeza.

—Por eso buscó la manera de marcharse, y así acabó en J. P. M., trabajando con su viejo amigo. —Me miró y leyó la pregunta en mi cara: «Sí, pero ¿por qué nunca cogía la District?»—. Tres de aquellas personas viven en Wimbledon —añadió.

—Así que usan la District.

—Exacto.

—Pero la probabilidad de encontrarse con ellos debía ser mínima.

Julia se encogió de hombros.

—Sam se acostumbró a usar la Circle.

—¿Crees que esta gente puede tener algo que ver con su desaparición?

Sacudió la cabeza como para expresar una certeza absoluta.

—No. No fue nada grave... Algún desacuerdo inicial estropeó el ambiente, eso es todo.

Tomé nota.

—¿Cuándo denunciaste su desaparición?

—La tarde del 16 de diciembre. No volvió a casa, no contestaba a su móvil y su jefe había dejado un mensaje de voz preguntando dónde estaba.

—¿Ni siquiera había pasado por la oficina?

—No.

—¿Fuiste a la policía?

—Sí. Fueron muy meticulosos: querían saberlo todo sobre sus amigos y parientes, cualquier problema médico y su situación financiera. También vinieron a revisar nuestra casa y se llevaron su cepillo de dientes para tomar una muestra de ADN. Cuando les dije que ni siquiera había llegado a la oficina, me dijeron que también comprobarían las grabaciones de las cámaras de seguridad del metro.

—¿No encontraron nada?

—No. Un agente me dijo que habían solicitado las cintas a la administración del metro. Pero, como seguía sin aparecer después de dos semanas, le volví a llamar y me contestó que no habían encontrado nada.

—¿Nada de nada?

—El agente me dijo que Sam nunca bajó del vagón.

—¿Y le pareció normal?

La expresión de Julia era desoladora.

—No lo sé.

—¿Cómo se llama la persona con la que hablaste?

—Agente Westerley. Brian Westerley.

No es que la policía hubiera sacado lo que podría describirse como su artillería pesada, pero un caso así debería haber suscitado muchas preguntas. Un hombre de casi treinta años, con buen trabajo, un matrimonio sólido, pocas deudas o ninguna, sin problemas mentales. No parecía haber ninguna razón para su desaparición, lo que significaba más hombres y más recursos para encontrarlo. Una vez había visto a la policía desplegar todos sus efectivos tras la desaparición de una chica de diecisiete años. Pero tenía tres características básicas: blanca, mujer, menor de edad. Sam era diferente, al igual que las circunstancias de su desaparición. Sin titulares, sin presión de los medios. Los superiores habían dejado el caso en manos de un simple agente y la investigación había acabado estancada.

Sin embargo, aún quedaba un gran interrogante: ¿cómo era posible que un hombre se hubiera subido a un vagón de metro y nunca hubiera bajado? Quizá eso no había intrigado lo suficiente al policía con el que había hablado, pero para mí era diferente.

—Llamaré a Westerley y oiré lo que tiene que decir.

—Espero que pueda serte de ayuda.

«Lo dudo mucho». Lo último que quería la policía era que alguien husmeara tratando de resolver uno de sus casos, aunque se tratara de una investigación de baja prioridad como la relativa a Sam Wren. Un inspector con el que hablar en mi época de periodista tenía una estantería en su despacho a la que llamaba «MLS». «Me la suda». Allí archivaba y olvidaba los expedientes de personas desaparecidas, drogadictos y pequeños delincuentes recurrentes. Pero nunca he conocido a un agente que no apreciara la curiosidad.

—¿Tiene Sam algún pariente?

—Un hermano. Robert.

—¿Vive en Londres?

—Trabaja aquí, pero vive en Reading.

—Necesitaré su dirección.

Julia rebuscó en su bolso y sacó una agenda. Se había preparado para este momento, para las preguntas que le haría. La hojeó, encontró la página que buscaba y la arrancó. La colocó delante de mí, sobre la mesita. Era una lista de nombres numerados del uno al quince: las personas más importantes para Sam y sus contactos.

—Es toda la gente que pensé que podría ayudar —dijo.

Junto a cada nombre, una nota explicaba la relación que tenía con Sam. A la cabeza estaba su hermano, seguido de amigos y colegas.

—Estupendo —respondí con una sonrisa.

—Si se me ocurre alguien más, te lo haré saber.

Doblé el papel por la mitad.

—Tendré que echar un vistazo a la casa.

Ella asintió con la cabeza.

—Lo que necesites.

—¿Mañana?

—Trabajo por la mañana. Llegaré a casa a las dos.

—Estaré para las tres. —Me dio la dirección y la anoté—. ¿Puedo llevarme esto? —le pregunté, señalando la fotografía de su marido.

—Por supuesto.

Asentí con la cabeza y me acerqué la imagen a la cara. Una de las razones por las que quería revisar la casa —aparte de que era una costumbre que me ayudaba a entender a las personas con las que trataba— era que quería ver más fotografías de Sam, para comprobar si siempre había estado tan delgado como en la última que le habían hecho.

Mi reloj emitió un leve pitido. Las once en punto.

—Solo una última cosa —añadí. Fuera había dejado de llover y reinaba una extraña quietud. Se habían acabado las salpicaduras contra el cristal y los transeúntes. Julia me estudió, esperando—. Si acepto este encargo, entre nosotros no puede haber secretos.

Bajó la mirada hacia la taza de café y luego me la devolvió.

—¿Secretos?

—Cualquier cosa, cualquier motivo de tensión entre vosotros, cualquier problema que pueda tener Sam; necesito saberlo todo. No estoy aquí para juzgarte, estoy aquí para encontrar a tu marido.

Le dejé tiempo para procesar mi petición.

Pero permaneció en silencio.

Si me estaba mintiendo, sus mentiras saldrían a la luz. Siempre lo hacían. Por lo general, los miembros de la familia ocultaban lo que estaban convencidos de que afectaría a mi trabajo; como si yo basara mi compromiso en lo perfectas que fueran sus vidas. Pero la verdad es que no hay vidas perfectas. Todo el mundo tiene secretos.

Solo que algunos están mejor escondidos que otros.

4

Acompañé a Julia Wren de vuelta por Long Acre y la vi desaparecer en la estación de metro de Covent Garden. Las calles empezaban a vaciarse, el ruido del tráfico, a desvanecerse; y una ciudad diferente emergía entre las sombras. Saqué mi teléfono y me desplacé por la agenda hasta el nombre que buscaba: Ewan Tasker.

«Task» era un hombre de unos sesenta años que se había jubilado de la Policía Metropolitana hacía un par de años, aunque seguía ejerciendo de asesor. Trabajaba para el Servicio Nacional de Inteligencia Criminal, el departamento precursor de la Agencia contra el Crimen Organizado. Nuestra relación había ido creciendo poco a poco: un día había acudido a mí con una historia sobre el crimen organizado en Kosovo, que quería que apareciera en los periódicos con la esperanza de que uno de los jefes diera la cara; y yo aproveché la situación para llegar a un acuerdo a largo plazo y asegurarme su cooperación como fuente de información. A veces chocábamos, pero al final nos hicimos buenos amigos. Como ya no podía corresponder a sus favores desde las columnas de un periódico, cada vez que cumplía años me obligaba a jugar una partida de golf benéfica. Para mí, eran dieciocho hoyos de sufrimiento; para él, un auténtico jolgorio.

—¡Raker! —gritó al aparato—. Pero ¿qué horas son estas?

Era tarde, pero sabía que no le despertaría. A Task le encantaba el golf, pero no estaba hecho para la jubilación: se había pasado los seis primeros meses sin trabajar atormentando a su mujer y los seis siguientes, suplicando de rodillas algo que hacer a todos los departamentos de policía que se le ocurrían.

—¿Cómo estás, viejo?

—No voy mal. Hasta arriba de trabajo, pero no me quejo.

—No creo que llevarse una lata de cerveza a los labios pueda considerarse trabajo.

Él se rio.

—Esta mañana no he tenido tiempo ni de tomarme una pinta en el pub... y ya sabes que siempre encuentro un hueco para una, o para diez.

—Creía que solo eras asesor a tiempo parcial.

—Y lo soy. Suelen ser asuntos más tranquilos: una reunión a la semana en Scotland Yard y el resto del tiempo lo paso en casa revisando casos con mi irresistible intuición.

—Pero ¿no esta semana?

—Tengo algunos temas entre manos —respondió—. Nada demasiado emocionante. No por el momento, al menos. ¿Estás siguiendo esta historia del Profanador?

—No demasiado.

—Estás perdiendo tu gracia, Raker.

Sonreí.

—Si alguna vez la tuve. Solo sé lo que leo en los periódicos: entra en casa de las personas y las secuestra mientras duerme.

—Sí... —dijo Tasker—. Debo admitir que tiene cojones.

—Pero no estás trabajando en eso, ¿verdad?

—No. No es lo mío. Pero es el tema del día para la Policía Metropolitana: todo el mundo habla de ello y todo el mundo tiene una opinión al respecto. Y los periodistas zumban sobre la investigación como moscas sobre la mierda.

—No puedo culparles, es la noticia más impactante en mucho tiempo.

—Ese es el periodista mercenario que hay en ti hablando. ¿En qué puedo ayudarte?

Necesitaba conseguir las grabaciones de las cámaras de vigilancia del metro del día de la desaparición de Sam, pero no conocía a nadie que trabajara en el Transporte Público de Londres, ni en la Policía Ferroviaria. Los contactos de Task en la Agencia contra el Crimen Organizado eran una alternativa tentadora: se ocupaban de las mafias, el tráfico de personas, la ciberdelincuencia e incluso la seguridad en los Juegos Olímpicos, así que conseguir las imágenes a través de uno de ellos no levantaría sospechas y me ahorraría muchos problemas. De todos modos, comprobar cualquier actividad sospechosa en los espacios subterráneos formaba parte de sus obligaciones, y una petición de este tipo en los meses previos a los Juegos Olímpicos sería perfectamente normal. Le expliqué a Task lo que quería.

—¿Y para qué necesitas las imágenes?

—Estoy tratando de encontrar a un tipo que desapareció en algún lugar de la línea Circle.

—¿Qué quieres decir con que desapareció?

—Que se esfumó. Se subió a un vagón y nunca se bajó.

—¿Estás de broma?

—Task, ya me conoces: no tengo sentido del humor.

Soltó una carcajada.

—Eso es verdad.

—Esta noche su mujer ha venido a pedirme que lo encuentre. La policía abrió un expediente y puso a un agente a investigar.

—Suena como que le pusieron mucho empeño.

Sonreí con tristeza.

—El agente Ridolini no parece muy preocupado.

—¿Le llamarás?

—Sí. Espero con impaciencia la usual cálida bienvenida de la Policía Metropolitana.

—Puedo preguntar por ahí si quieres.

—No, gracias, está bien —le contesté—. Te pegaré un toque si necesito que me eches una mano.

—OK. Bueno, enviaré la solicitud ahora, pero no se tramitará hasta mañana por la mañana. Debería poder cobrarme un favor y que me la pasaran como prioritaria, así que a media mañana quizá tenga algo. ¿Estarás en casa?

—Sí. ¿Te pasarás?

—Tengo un torneo de golf en Ruislip. No puedo prometer nada, pero si tengo algo te avisaré. Probablemente sobre las diez, diez y media.

—Perfecto. Gracias, viejo.

—No me las des. Me debes dieciocho hoyos.

Quince minutos después, el tren de la línea Piccadilly entraba en la estación de metro de Gloucester Road. Eran las once y media y el andén estaba desierto. En algún lugar por encima de mi cabeza, donde la Circle y la District corrían paralelas, Sam Wren se había esfumado.

Las puertas se abrieron con un suspiro, salí y me quedé observando la estación en toda su extensión. La mañana del 16 de diciembre de 2011 debió verse muy diferente. Sam había embarcado en otra línea desde otro andén y se dirigía hacia otra dirección. Debía ir rodeado de otros viajeros. Pero, al final, el misterio seguía siendo el mismo: ¿cómo puede desaparecer un hombre de un vagón subterráneo? Aunque hubiera seguido hasta el final de la línea, habría tenido que bajarse en algún sitio, y si se trataba de otra estación de la Circle, en lugar de la Westminster, las cámaras de vigilancia habrían tenido que captarlo.

Quizá Julia estaba realmente convencida de que no había sido así; quizá el agente encargado de la desaparición de Sam había comprobado las imágenes sin demasiado interés; pero la realidad, por oculta que estuviera, no podía ser otra: Sam tenía que haberse bajado en algún momento.

Porque la magia no existe.

Pero las ilusiones, sí.

5

A la mañana siguiente, Liz se despertó temprano. Normalmente no necesitaba dormir mucho, lo que es probable que fuera una de las razones por las que era tan buena en su trabajo. Menos horas de sueño significaba más tiempo para prepararse y más tiempo para prepararse significaba un mejor rendimiento en el juzgado. A menudo, al levantarme, la encontraba en el salón, encorvada sobre su portátil, despierta desde hacía horas. Pero no ese día.

Me vestí y me fui a la casa de al lado, donde yo vivía. Sorprendentemente, hacía frío dentro. El edificio estaba orientado hacia el norte, por lo que solo recibía los rayos del sol al amanecer y al atardecer, primero por un lado y luego por el otro. Durante el verano se estaba bien, pero habría preferido una vivienda más fresca.

Empecé a moverme por las habitaciones, preparándome para la visita que haría a Julia Wren más tarde. Antes tenía una oficina, un lugar que me permitía separar la casa del trabajo. Pero, por mucho que intentara evitarlo, enseguida se hizo evidente que ambos lugares acababan mezclándose. Así que, una vez expirado el contrato de alquiler, lo trasladé todo a casa: archivos, fotografías, recuerdos.

Me senté en mi escritorio de la habitación de invitados, mirando a mi alrededor mientras el Mac cobraba vida con un zumbido. Carpetas. Registros. Cuadernos. Bolígrafos. Enfrente, colgado de la pared, había un tablero de corcho que me había traído de la oficina. Estaba lleno de fotos que me habían dado las familias: personas desaparecidas, algunas lejos de ser adultas, congeladas por una instantánea en sus vidas anteriores.

Se me daba bien encontrarlas. Liz me había dicho una vez que yo poseía una especie de atracción gravitatoria, una habilidad natural para traer de vuelta a los perdidos; y aunque lo suyo no era más que una broma, no podía negar que sentía una conexión con aquellos individuos. A veces parecía algo más: una responsabilidad, un contrato no escrito. Quizá por eso me sumergía tan fácilmente en su mundo; quizá por eso a veces había llegado tan lejos.

Ewan Tasker rara vez me había fallado: de hecho, a las diez y media en punto, su Porsche 911 Turbo azul noche estaba aparcado en mi entrada. El coche parecía más bueno de lo que era. Lo adoraba como a un hijo, no pasaba un mes sin que visitara al mecánico.

Salió del vehículo, lo cerró y se dirigió al porche. Su figura llenaba el umbral de la puerta: un metro noventa y casi cien kilos; grande y fuerte, aunque su tono muscular ya no era lo que había sido. Tenía el pelo espeso, negro con algunos mechones grises por encima de las orejas, pero era una de las pocas concesiones que había hecho a su edad.

Preparé café y nos trasladamos al jardín trasero. Junto a la casa había un pequeño patio con una mesa y un par de sillas. Task se sentó con un suspiro teatral, subrayando el hecho de que tenía sesenta y dos años y estaba prácticamente jubilado; pero, además de un físico imponente, seguía teniendo una mente despierta y una gran intuición.

—Tu actuación de jubilado no convence a nadie —dije.

—Me gusta transmitir una falsa sensación de seguridad. —Cuando se inclinó hacia delante para dar un sorbo a su café, vi una memoria USB en el bolsillo de su camisa. La cogió y me la dio—. Eso es todo lo que pude encontrar en el poco tiempo libre que he tenido esta mañana. Me has encomendado una tarea bastante difícil para un hombre de mis capacidades. Por suerte, conozco a un tipo que conoce a un tipo que conoce a un friki de la informática. —Señaló el USB—. Una cosa: me pediste imágenes de todos los vagones de la línea Circle en dirección este entre las siete y media y las ocho. Hay un problema. Las líneas District, Jubilee, Northern, Waterloo y City cuentan con cámaras a bordo, pero en las líneas Circle y Hammersmith aún no se ha completado la instalación. Mi contacto dice que están renovando todos los vagones y que probablemente estén casi terminados, pero hace seis meses muchos estaban sin cámaras.

—Así que aquí está solo el metraje de la estación.

—Exacto. Lo siento.

—No..., está bien. Te lo agradezco mucho, Task.

Pero la verdad era que no servía de nada: las cámaras del interior de los vagones me habrían dado una visión mucho más precisa de los movimientos de Sam, ayudándome a trazar la ruta que había seguido. Así que, en lugar de eso, lo que tenía era la posibilidad de verlo desde un andén a seis o siete metros de altura y poder seguirlo entre la multitud de la hora punta londinense.

Miré el USB y le di la vuelta entre los dedos. Task me había conseguido las grabaciones de la cámara de la línea Circle el día de la desaparición de Sam. Treinta y seis estaciones, aproximadamente diecinueve horas de metraje cada una; seiscientas ochenta en total. Sam había cogido el metro hacia las siete y media el 16 de diciembre, lo que facilitaba un poco las cosas. Pero si, como esperaba, no encontraba el punto en el que se había bajado del vagón, mi mañana se convertiría en un infierno.

6

Cuando Task se hubo marchado a su torneo de golf, empecé a comprobar las imágenes de la estación de Gloucester Road. El sol inundaba la habitación, el aire estaba cargado, el calor me escocía la piel. Sentí la emoción familiar que acompañaba el inicio de cada caso. La falta de cámaras a bordo de los vagones era un problema, pero no irresoluble. Solo tuve que trabajar un poco en ello.

En la esquina de la pantalla aparecían la fecha y la hora. A las cinco y media de la mañana no había ni un alma en la grabación. A la izquierda se veía el andén de la línea District; a la derecha, las dos vías de la Circle, una en dirección este y otra oeste. A las cinco y treinta y ocho entró en escena una mujer, que caminó hasta el centro del andén y se detuvo para consultar su teléfono móvil. Al cabo de tres minutos llegaron más personas. Y luego unas pocas más. A las seis, la estación empezó a llenarse de gente.

Mantuve la grabación hasta las seis y cincuenta. La actividad era febril y la gente bajaba, pero sobre todo subía a los trenes. La cámara situada al principio del andén ofrecía una buena visión. Si la casa de los Wren estaba a menos de un kilómetro de la estación y Sam había mantenido un ritmo de tres kilómetros por hora, habría tenido que entrar hacia las siete y veinte, y aparecer en el encuadre diez minutos más tarde.

Tardó un poco más.

A las siete y cuarenta y cinco apareció en el andén en dirección este, moviéndose con dificultad entre la multitud, especialmente numerosa incluso para un día laborable. En un momento dado se quedó atascado detrás de una pareja de turistas ancianos, paralizados por la magnitud del flujo de personas en el que se encontraban, pero al final consiguió hacerse un hueco no muy lejos del borde del andén. En la mano izquierda llevaba un café para llevar, probablemente el motivo de su ligero retraso, y un maletín en la derecha. El café era un factor interesante. Sugería una rutina; como si aquel día no fuera diferente de cualquier otro y Sam no hubiera esperado ninguna sorpresa. Y, sin embargo, incluso con los colores desvaídos de la grabación, tenía peor aspecto que en la foto que había visto: más pálido, más delgado, con los ojos como dos manchas negras y brillantes en la cara. Permaneció inmóvil, con la mirada perdida. «¿Tienes un plan? —pensé—. ¿O decidiste dejarlo todo cuando te subiste al vagón?».

El tren salió por el borde del marco, las puertas se abrieron y la multitud se agolpó. Los viajeros habituales fueron inmediatamente reconocibles: se dirigieron hacia el transporte con los ojos fijos en las puertas, dispuestos a sacrificar a todos los de su alrededor. Sam era un ejemplo perfecto. Cuando alguien intentaba adelantarle, se ponía delante.

Luego subió al vagón.

Las puertas se cerraron.

Y el tren desapareció en un instante.

Me levanté, fui a por un vaso de agua, después seleccioné el segundo vídeo, el de la parada de South Kensington, y lo reproduje. El tren de Sam había salido de Gloucester Road a las siete y cuarto; dos minutos más tarde entraba en South Kensington. Me acerqué a la pantalla, buscando entre la confusión. Como en la estación anterior, el andén estaba abarrotado. Las mujeres y los hombres, que esperaban el tren hombro con hombro, empezaron a revolverse en cuanto se abrieron las puertas.

Un momento de quietud, luego la muchedumbre se desbordó en un torrente. Me acerqué aún más a la pantalla, hice una pausa y me desplacé por la película fotograma a fotograma con el teclado. La cámara estaba situada a tres cuartas partes por encima del andén y encuadraba aproximadamente el ochenta por ciento del tren. En Gloucester Road, Sam había subido al segundo vagón del principio, así que, a menos que hubiera pasado esos dos minutos arrastrándose de un extremo a otro del tren, abriéndose paso entre un ejército de viajeros, habría salido al alcance de las cámaras.

Pero no salió.

El lugar estaba lleno de gente. Volví a comprobar la película un par de veces para asegurarme, pero no había ni rastro de Sam.

Lo mismo en la estación de Sloane Square.

En la de Victoria habría sido aún más difícil verlo. Al estar en la línea principal, la estación era más grande que las demás, y el andén era un auténtico océano de cabezas. Entonces me di cuenta de algo más: un grupo de personas que llevaban la misma camiseta roja y agitaban pancartas.

Una manifestación.

Me desplacé por la ventana en la que tenía abierto el vídeo y busqué en Google «Manifestación del 16 de diciembre». El primer resultado hacía referencia a un artículo de The Guardian sobre una marcha al Parlamento para cuestionar los recortes del Gobierno. Recordé el hecho. Las autoridades habían exigido que los manifestantes utilizaran la línea Circle y los viajeros y otros usuarios, la District. Algunos habían seguido el consejo, pero no todos. Y uno de los no seguidores era Sam. Si hubiera planeado su huida con antelación, no podría haber elegido un día mejor.

Revisé las imágenes de la estación Victoria y no encontré rastro de él. Luego pasé al siguiente vídeo: Saint James Park. Más manifestantes. Más viajeros. La misma escena: el tren llegó, ni rastro de Sam, el tren se marchó. Fui a Westminster. Adelanté el vídeo hasta pasadas las ocho y pulsé el play. El tren no aparecería hasta dentro de cinco minutos, pero quería hacerme una idea de la escena antes de que llegara.

Era un campo de batalla: miles de rostros asomaban entre la masa de cuerpos en movimiento. El lugar perfecto para iniciar una escapada. Las puertas correderas se abrieron. Observé detenidamente cada cabeza, cada rostro, mientras seguía reflexionando.

El andén estaba diseñado para hacer que la gente saliera lo antes posible. Uno de los pasillos centrales estaba indicado por un cartel que rezaba: «Salida de manifestantes». En el otro extremo del andén apenas pude distinguir otro que señalaba otro pasaje: «Salida de usuarios no manifestantes». El intento de fluidificar el tráfico no había funcionado, y la multitud estaba bloqueada.

En cuanto el tren de Sam entró en la estación, paré la película y volví a hacerla avanzar fotograma a fotograma. Cuando se abrieron las puertas, fue como si se rompiera una presa. La gente salía a trompicones de los vagones: elegantes ejecutivos, turistas con la mirada perdida y una legión de camisetas rojas que se dirigían a la manifestación. La onda expansiva se había propagado demasiado rápido y en todas direcciones, impidiéndome mantener toda la escena bajo control, así que rebobiné la película sesenta segundos y volví a empezar.

La revisé con más cuidado. Sabía en qué vagón iba Sam, así que, cuando se abrieron las puertas, me concentré en ellas. Surgió una multitud; pero no él. Me pareció verlo un par de veces —pelo rubio, traje oscuro y corbata azul—, pero, cada vez que el hombre se daba la vuelta, no era Sam. Volví a reproducir el vídeo y lo revisé por tercera vez, centrándome en los manifestantes. Si suponía que había utilizado el suceso como tapadera, también tenía que considerar la posibilidad de que hubiera llevado la camiseta roja en algún momento. Avancé lentamente la película, comprobando la marabunta de rostros. Cualquiera que se pareciera a él. Cualquiera que llevara una camiseta metida por encima de un traje o una camisa. Que llevara la chaqueta y el maletín, o una de las dos cosas. Nada. En la cuarta y última pasada me concentré en el vagón. Esperaba ver a Sam dentro una vez que se hubiera vaciado. Pero ni rastro de él.

Entonces, casi al final del andén, estalló una pelea.

Primero el movimiento impreso en la masa fue lento, como el de un tornado en formación, y de repente explotó, con la gente empujando en todas direcciones para evitar ser alcanzada. Al cabo de unos segundos, el motivo del alboroto era evidente: dos hombres con camisetas, una roja de la manifestación y otra blanca con la bandera Union Jack a la espalda, se estaban dando puñetazos.

Seis miembros del personal del metro, que esperaban a cierta distancia a lo largo del muro situado detrás del andén, intervinieron de inmediato, pero no antes de que toda la estación se hubiera detenido para contemplar el espectáculo. Los pasajeros a bordo del tren se asomaron a las ventanillas intentando averiguar qué ocurría, y algunos incluso salieron de sus vagones para echar un vistazo. Desde la parte trasera del andén apareció otro miembro del personal agitando las manos, que probablemente estaba aconsejando a la multitud que evacuara y dejara libre el paso. Pero el caos era total y la gente parecía ignorarlo, en parte porque no podían verlo, en parte porque estaban más interesados en la pelea. En unos instantes, los trabajadores del metro crearon una especie de barrera: tres de ellos alrededor de los dos contendientes y los otros tres intentando separarlos. Lo consiguieron al cabo de unos veinte segundos y arrastraron a los dos fuera de una de las salidas centrales, dejando a sus colegas para restablecer el flujo de la multitud. Cuando el hombre de la camisa blanca se acercó a la cámara, leí lo que tenía escrito en el pecho: «Sacrifica hoy, triunfa mañana».

Pero, en todo ese alboroto, nada de Sam.

Ni siquiera una sombra.

Volví atrás, desde el momento en que el tren había entrado en la estación hasta el momento en que se había marchado. Consideré la posibilidad de que Sam hubiera cambiado de vagón mientras el convoy se movía, pero resultaba muy improbable; apenas había espacio para respirar a bordo, y mucho menos para arrastrarse de un vagón a otro. Parecía mucho más plausible que no se hubiera movido ni un metro entre Gloucester Road y Westminster. Ninguna cara que se le pareciera, ningún traje idéntico, ningún maletín como el suyo. A pesar de la multitud, me habría dado cuenta.

Lo que significaba que aún estaba en el tren.

Treinta estaciones más para comprobar.

Tres horas más tarde, el tren llegó a la estación de Hammersmith. Puse el vídeo en pausa y acerqué la cara a la pantalla. Unas veinte personas salieron al andén, algunas en grupos, pero la mayoría solas y fácilmente identificables. Ninguno de ellos era Sam Wren. Había seguido su tren a lo largo de toda la línea Circle; en un momento de desesperación, incluso había pasado de Gloucester Road a Edgware Road en los diez minutos anteriores al embarque de Sam, sin llegar a verlo. No había salido del tren ni se había movido entre los vagones.

La cámara del andén de Hammersmith tenía un ángulo diferente a las demás, lo que permitía una buena visión de los vagones, y no quedaba nadie dentro. Sin embargo, dejé que la película continuara y, poco después, dos vigilantes del metro con chalecos fluorescentes salieron del borde alto del marco y empezaron a caminar por el andén para comprobar los vagones. Al cabo de un par de minutos, las puertas volvieron a cerrarse, los dos intercambiaron unas cuantas bromas rápidas con el conductor y, a continuación, el tren se puso en marcha y desapareció en el túnel.

«¿Dónde diablos está Sam?».

Tuve que empezar desde el principio.

Cada segundo de película. En cada estación. Cada cara.

Cada momento de la desaparición de Sam Wren.

7

9 de enero, cinco meses antes

Healy entró en el despacho, donde los restos de los antiguos adornos navideños aún colgaban de las pizarras y los monitores. Se dirigió a su escritorio, al fondo de la sala. Durante los dos meses de ausencia, su puesto había servido de vertedero: hojas impresas, expedientes, papelería y revistas esparcidas componían lo que parecía una avalancha de basura. También se había convertido en el depósito de los vasos usados de las máquinas expendedoras, que se dejaban amontonados en el borde de la estantería. Se había derramado un poco y, obviamente, nadie había limpiado el café vertido: los restos habían formado un charco pegajoso y goteaban sobre el suelo, manchando la moqueta.

Lo único intacto eran sus fotos, colgadas en la pared a la izquierda del escritorio. Cinco en total: retratos de su mujer y sus tres hijos, y una foto de toda la familia reunida en un momento feliz, de vacaciones en Mallorca. Se sentó y, tras acercar su silla a las fotografías, su mirada se posó en la de Leanne. Sintió que algo le temblaba en la garganta, como un sonido profundo que le subía por el pecho, y apartó la mirada antes de que la emoción se apoderara de él.

Empezó a ordenar tirando todo lo que había en la estantería en una papelera, luego cogió un trapo del rincón y frotó las manchas de café. Al cabo de unos diez minutos, sobre las seis de la mañana, Healy miró a los dos hombres que entraban en la oficina riéndose de un chiste. Cuando lo vieron, se quedaron inmóviles, como congelados, y luego intentaron disimular su momento de vacilación retomando la conversación entre ellos. Conocía a Richter y a Sallows, y ellos lo conocían a él, pero había una división en el seno del Departamento de Investigación Criminal con la que Healy sabía que tendría que convivir: algunos de sus compañeros entendían por qué se había comportado como lo había hecho, las decisiones que había tomado y las leyes que había infringido; otros lo consideraban un insensato, alguien en quien no se podía confiar.