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Enterró a su hijo. Pero acaba de verlo vivo. Hace un año, se encontró el cuerpo de Alex Towne. Hace un mes, su madre lo vio en la calle. Hace una semana, David Raker aceptó investigarlo. Ahora, desearía no haberlo hecho. El hijo de Mary Towne, Alex, desapareció hace seis años. Cinco años después, se encontró su cadáver calcinado en un accidente de coche. El investigador de personas desaparecidas David Raker cree que la mujer es incapaz de dejar marchar a su hijo, pero, atormentado por su propia pérdida, acepta a regañadientes reabrir el caso. Gran error. A medida que va indagando, descubre que en el pasado de Alex hay secretos que nunca debieron descubrirse y hombres oscuros y peligrosos dispuestos a matar para protegerlos. Pronto, Raker se dará cuenta de que hay cosas mucho peores que la muerte… --- «Weaver ha creado otro thriller policíaco de primera». Daily Mail ⭐⭐⭐⭐⭐ «No podía dejar de leer». The Sun ⭐⭐⭐⭐⭐ «Los libros de Weaver son cada vez mejores: tensos, complejos, escritos con maestría y cuidado». Guardian ⭐⭐⭐⭐⭐ «El lector aprende a la vez que se entretiene, se siente absorto e intrigado. David Raker es un investigador de lo más complejo y cautivador, cada caso deja huella en su alma, y en la nuestra». Liz Nugent ⭐⭐⭐⭐⭐ «Fantástico». Sunday Times ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una lectura oscura, enrevesada y visceral». Financial Times ⭐⭐⭐⭐⭐
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Seitenzahl: 442
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Persiguiendo a los muertos
Persiguiendo a los muertos
Título original: Chasing the Dead
© Tim Weaver, 2010. Reservados todos los derechos.
© 2024 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
Traducción: Ana Castillo, © Jentas A/S
ISBN: 978-87-428-1332-4
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.
Published by agreement with Darley Anderson and Associates Ltd.
___
Para Sharlé.
___
Y el mar se volvió en sangre, como de muerto; y murió toda alma viviente había en el mar.
Apocalipsis 16:3
PRIMERA PARTE
1
A veces, hacia el final, era como si se estuviera ahogando: me despertaba tirando del borde de mi camisa, con los ojos destellantes, suplicándome que la sacara a la superficie. Siempre me gustaron esos momentos, a pesar de su sufrimiento, porque significaba que había durado un día más.
Su piel era como un lienzo en esos últimos meses, tensada contra sus huesos. También había perdido todo el pelo, salvo algunos mechones alrededor de la parte superior de las orejas. Pero eso nunca me importó; en absoluto. Si me hubieran dado a elegir entre tener a Derryn un día como era cuando la conocí o tenerla el resto de mi vida como era al final, habría optado por como era al final, sin ni siquiera pararme a pensarlo. Porque, en los momentos en que pensaba en una vida sin ella, apenas podía respirar.
Tenía treinta y dos años, siete menos que yo, cuando se encontró el bulto. Cuatro meses después, se desmayó en el supermercado. Yo trabajaba como periodista desde hacía dieciocho años, pero, después de que ella sufriera un segundo colapso —en esa ocasión, en el metro—, dimití, me hice autónomo y me negué a viajar. No fue una decisión difícil. No quería estar al otro lado del mundo cuando recibiera una tercera llamada diciéndome que, esa vez, se había caído y había muerto.
El día que dejé el periódico, Derryn me llevó a una parcela que había elegido para ella en un cementerio del norte de Londres. Miró su tumba, me miró a mí y sonrió. Lo recuerdo con claridad. Una sonrisa atravesada por tanto dolor y miedo que me hizo querer romper algo. Quería golpear hasta que todo lo que sintiera fuera entumecimiento. En lugar de eso, la cogí de la mano, la atraje hacia mí e intenté aprovechar cada segundo del tiempo que nos quedaba.
Cuando quedó claro que la quimioterapia no funcionaba, decidió dejarla. Aquel día lloré, lloré de verdad, probablemente por primera vez desde que era niño, pero, echando la vista atrás, tomó la decisión correcta. Todavía le quedaba algo de dignidad. Sin las visitas al hospital y el tiempo que tardaba en recuperarse de ellas, nuestras vidas se volvieron más espontáneas, y esa fue una forma emocionante de vivir durante un tiempo. Ella leía mucho y empezó a escribir un diario, y yo hice algunos trabajos en la casa, pintando paredes y arreglando habitaciones. Y un mes después de que dejara la quimioterapia, empecé a invertir dinero en la creación de un estudio. Como me recomendó Derryn, necesitaría un lugar para trabajar.
Excepto que el trabajo nunca llegó. Hubo un poco —como comisiones por condolencias, sobre todo—, pero mi negativa a viajar me convirtió en el último recurso. Me había convertido en el tipo de trabajador autónomo que siempre había detestado. No quería ser esa persona, ni siquiera era consciente de que lo fuera. Pero, cada día que pasaba, Derryn se volvía un poco más importante para mí, y me resultaba difícil ser de otra manera.
Un día llegué a casa y encontré una carta en la mesa del salón. Era de una amiga de Derryn.
Estaba desesperada.
Su hija había desaparecido y la policía no parecía interesada en encontrarla. Yo era la única persona que ella creía que podría ayudarla.
La oferta que me hizo era enorme —más de lo que yo merecía por lo que equivaldría a unas pocas llamadas telefónicas—, pero la situación me dejó paralizado por la incertidumbre. Definitivamente necesitaba el dinero, y tenía fuentes dentro de la Policía Metropolitana que habrían encontrado a su hija en días. Pero no estaba seguro de querer que mi nueva vida se uniera a la anterior. No estaba seguro de querer volver a nada de aquello.
Así que dije que no.
Sin embargo, cuando me dirigí con la carta al jardín trasero, Derryn se mecía con suavidad en su mecedora con un pequeño atisbo de sonrisa en la cara.
—¿De qué te ríes?
—No estás seguro de si deberías hacerlo.
—Estoy seguro —dije—. Estoy seguro de que no deberíahacerlo.
Ella se limitó a asentir.
—¿Tú crees que sí?
—Es perfecto para ti.
—¿El qué? ¿Buscar niños desaparecidos?
—Sí —dijo ella—. Aprovecha esta oportunidad, David.
Y así fue como empezó. Empujé la duda hacia abajo junto con la tristeza y la rabia, y encontré a la niña tres días después en un apartamento en Walthamstow. A eso le siguieron más trabajos, más personas desaparecidas, y pude ver cómo volvían a mí los efectos de la carrera profesional que había dejado atrás. Vivía haciendo preguntas, llamadas, intentando seguir el rastro. Siempre me había gustado más la parte de investigación del periodismo, el trabajo sucio, la excavación, que la de escribir. Y, después de un tiempo, tras unos cuantos casos a mi espalda, supe que era la razón por la que nunca me sentí fuera de lugar trabajando con personas desaparecidas, porque el proceso, el curso de la persecución, era exactamente el mismo. La mayor parte era cuestión de preocuparse lo suficiente. La policía no tenía tiempo para encontrar a todas las personas que se iban de casa y no volvían, y creo que a veces no entendían por qué desaparecían. La mayoría de ellos no se iban solo para demostrar algo. Se marchaban porque sus vidas habían dado un giro incontrolable, y la única forma de afrontarlo era huyendo. Lo que ocurría después, las trampas en las que caían, eran las razones por las que nunca podían volver atrás.
Pero, a pesar de los cientos de personas que desaparecen cada día de cada año, no estoy seguro de haber esperado nunca ganarme la vida intentando encontrarlas. Nunca lo sentí como un trabajo, no como el periodismo. No obstante, al cabo de un tiempo, cuando el dinero empezó a llegar de verdad, Derryn me convenció para que alquilara una oficina cerca de nuestra casa, en un esfuerzo por sacarme de allí, pero también —más que eso, creo— para convencerme de que podía llegar lejos en mi carrera con esas investigaciones.
Lo calificó de plan a largo plazo.
Dos meses después, murió.
2
Cuando abrí la puerta de mi despacho, hacía frío y dentro había cuatro sobres en el suelo. Lancé el correo sobre el escritorio y abrí las persianas.
La luz de la mañana irrumpió, revelando fotos de Derryn por todas partes.
En una de ellas, mi favorita, estábamos en una ciudad costera desierta de Florida, con la arena cayendo al mar y las medusas esparcidas como plásticos transparentes por la playa. A la luz débil, estaba preciosa. Sus ojos brillaban en azul y verde. Tenía pecas esparcidas a lo largo de la nariz y bajo la curva de los pómulos. El pelo rubio, decolorado por el sol y la piel, morena a lo largo de los brazos.
Me acerqué a la foto.
A su lado, mis ojos eran oscuros, y también mi pelo. Yo sobresalía por encima de ella con mi metro ochenta, su cabeza apoyada en mi pecho, su cuerpo encajado en el mío. Si, en los años transcurridos desde que se había tomado la fotografía, se había producido algún cambio físico en mí, era lo bastante sutil como para que la gente no lo notara. Hacía ejercicio, me cuidaba, igual ahora que entonces. Sin embargo, pude ver claramente la diferencia. La versión de mí en la fotografía carecía del peso del duelo. No era consciente de lo que se avecinaba. Ahí se asomaba en mí una chispa, un brillo. La pena era solo una palabra, como cualquier otra.
En aquel entonces no habría podido identificarme con las familias de los desaparecidos, porque no las habría entendido.
Pero ahora las entendía.
Me di la vuelta en la silla y los miré a todos, a los rostros de las personas que buscaba. Sus sonrisas llenaban toda una pizarra de corcho en la pared que había detrás de mí.
Cada espacio. En cada esquina.
Eran todo lo que tenía ahora.
Pasé la mayor parte del día sentado en mi escritorio con las luces apagadas, sin saber exactamente por qué había ido. Hacía justo un año y medio que habían sacado a Derryn de casa en camilla. El teléfono sonó un par de veces, pero lo dejé, escuchando su eco por la oficina. Sabía que no estaba en el estado de ánimo adecuado para pensar en aceptar ningún trabajo, así que cuando el reloj marcó las cuatro, empecé a recoger.
Fue entonces cuando llegó Mary Towne.
La oí subir las escaleras, despacio, paso a paso, y entonces la puerta de la planta de arriba crujió y se abrió. Conocía a Mary desde hacía unos años. Solía trabajar en A&E con Derryn. Su vida había sido trágica, igual que la mía: su marido padecía alzhéimer y su hijo se había ido de casa seis años antes sin decírselo a nadie. Al final, apareció muerto.
—Hola, Mary.
Ella se sobresaltó.
Sentada en el extremo opuesto de la sala de espera, levantó la vista. Su piel estaba oscurecida por las arrugas, cada uno de sus cincuenta años grabados en su rostro. Había sido hermosa en su juventud, pero su vida había dado muchas vueltas y ahora llevaba el dolor como una capa. Su pequeña figura se había encorvado ligeramente. El color había empezado a desaparecer de sus mejillas y sus labios. Gruesos mechones grises habían empezado a surgir de su cabello.
—Hola, David —dijo en voz baja—. ¿Cómo estás?
—Bien. —Le estreché mano—. Ha pasado bastante tiempo.
—Sí. —Miró hacia su regazo—. Un año.
Se refería al funeral de Derryn.
—¿Cómo está Malcolm?
Malcolm era su marido. Ella me miró y se encogió de hombros.
—Estás muy lejos de casa —le dije.
—Lo sé. Necesitaba verte.
—¿Por qué?
—Necesitaba hablar contigo.
Intenté imaginar sobre qué.
—No pude localizarte por teléfono.
—No.
—Llamé un par de veces.
—Es que... —Miré hacia mi despacho. Hacia las fotos de Derryn—. Es un momento difícil para mí estos días. Hoy, en particular.
Ella asintió.
—Sé que lo es. Y siento molestarte, David. Es solo que... Sé que te importa lo que haces. Este trabajo. Necesito a alguien así. Alguien que se preocupe. —Volvió a mirarme—. ¿Te acuerdas de Alex?
Alex era su hijo.
—Por supuesto.
—¿Recuerdas lo que le pasó?
—Murió.
—Quiero decir, los detalles.
Me quedé en silencio, mirándola, preguntándome a dónde iba todo aquello.
—¿David?
—¿Por qué no pasamos a mi despacho? —dije, y la conduje fuera de la sala de espera y de vuelta a mi escritorio. Miró las fotos de las paredes y sus ojos se movieron entre ellas—. Siéntate —le dije, acercándole una silla.
Dio las gracias con la cabeza.
Yo me senté frente a ella.
—Háblame de Alex.
—Murió en un accidente de coche —dijo en voz baja.
—Lo recuerdo, sí.
—Estaba... Estaba borracho. Conducía un Toyota, como el que tenía su padre, y chocó contra un camión. Era un coche muy pequeño. Acabó a quince metros de la carretera, en medio de un campo; calcinado entero, como él. Tuvieron que identificar a Alex por los registros dentales. —Se detuvo, serenándose—. Pero ¿sabes qué fue lo peor? Que antes de morir, desapareció. Se había ido cinco años antes de ese accidente. Cinco años. Después de todo lo que habíamos hecho como familia, él simplemente... desapareció. Y la siguiente vez que lo vi...
No pudo terminar la frase.
—Lo siento —dije.
—Cinco años después de su desaparición, lo único que me dejó fue el recuerdo de su cuerpo tendido en la losa de un tanatorio. Nunca me quitaré esa imagen de la cabeza. Solía abrir los ojos en mitad de la noche y verlo así de pie junto a mi cama. —A Mary le brillaban los ojos—. No creo que lo conocieras en persona, pero seguro que oíste hablar de él a Derryn.
Sacó una fotografía y me la entregó. Aparecía ella, con los brazos alrededor de un chico de unos veinte años. Era guapo. Pelo negro, ojos verdes, probablemente metro setenta, pero fornido, como si alguna vez hubiera sido nadador.
Los dos sonreían.
—Este es Alex. Era Alex. Es la última foto que le hicimos. —Señaló la imagen con la cabeza—. Fue un par de días antes de que se marchara.
—Es una bonita foto.
—Se fue cinco años antes de morir.
—Sí, lo has dicho.
—En todo ese tiempo, ni una sola vez supimos de él.
—Lo siento mucho, Mary —volví a decir, solo por consolarla.
—Lo sé —dijo en voz baja—. Por eso puedes ayudarme.
La miré fijamente.
—¿Qué quieres decir?
—No quiero parecer una madre que no puede superar el hecho de que su hijo ha muerto. Créeme, sé que está muerto. Lo vi tendido allí con mis propios ojos. —Hizo una pausa. Pensé que iba a llorar, pero entonces se apartó el pelo de la cara y su mirada se volvió más oscura, más profunda—. Hace tres meses, salí tarde del trabajo y, cuando llegué a la estación, había perdido el tren. Acababa de arrancar. Si pierdo el tren, tengo que esperar al siguiente, que no sale hasta cincuenta minutos después. Alguna vez lo he perdido. Cuando eso ocurre, siempre voy a una cafetería que conozco cerca de la estación y me siento en una de las mesas a ver pasar la vida.
Se detuvo, estudiándome.
—Vale —dije, invitándola a que continuara.
—Estaba pensando en un trabajo que había hecho, en unos pacientes que había visto ese día, cuando... —Sus ojos se entrecerraron, como si estuviera decidiendo si podía confiar en mí... y luego volvieron a brillar y dio un largo suspiro—. Lo vi —dijo.
—¿A quién?
—A Alex.
Tardé un momento en asimilarlo.
«Dice que vio a su hijo muerto».
—Yo... No lo entiendo —dije.
—Vi a Alex.
—¿Lo viste?
—Sí.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que lo vi.
Sacudí la cabeza.
—Pero ¿cómo?
—Iba caminando por el otro lado de la calle.
—Sería alguien que se le parecía.
—No —respondió en voz baja, controlada—, era él.
—Pero está muerto.
—Lo sé.
—Entonces, ¿cómo es posible que fuera él?
—Lo era, David.
—¿Cómo puede ser?
—No lo sé —dijo, sin apartar los ojos de los míos—. No sé cómo, pero era él. Era mi hijo. —Se detuvo, y tragó saliva—. Era Alex.
3
La miré fijamente, sin saber qué decir.
—Sé lo que estás pensando —dijo—, pero no estoy loca. Mi madre, mi hermana, hace años que se fueron y no las veo. Te juro, David, que vi a Alex ese día. Lo vi. —Se levantó de su asiento, llevando consigo su bolso—. Te pagaré por adelantado —dijo con rapidez—. Si es la única forma de convencerte de que te digo la verdad, te pagaré ya.
—¿Has denunciado esto?
—¿A la policía?
—Sí.
Volvió a sentarse.
—Por supuesto que no.
—Deberías.
—¿Qué sentido tiene?
—Porque eso es lo que hay que hacer, Mary.
—Mi hijo está muerto, David. ¿Piensas que me creerían?
—¿Por qué pensaste que yo sí te creería?
Mary echó un vistazo a la habitación.
—Conozco parte de tu dolor, David, créeme. Mi primo murió de cáncer. En muchos sentidos, esa terrible enfermedad se lleva consigo a toda la familia. Cuidas a alguien durante mucho tiempo, lo ves enfermo, te acostumbras a tenerlo así, y entonces, cuando de repente no está, no solo lo pierdes a él, sino lo que su enfermedad aportaba a tu vida. Pierdes la rutina.
No pude decir nada.
—No te conozco tan bien como conocía a Derryn, pero sé esto: me he arriesgado a que me creas porque, si por un momento invirtiéramos esta situación y tú hubieras visto a la persona que amabas, sé que te arriesgarías a que te creyera.
—Mary... —Ella me miró, esperando una reacción por mi parte—. Tienes que ir a la policía.
—No.
—Piensa en lo que...
—No me faltes al respeto —dijo ella, levantando la voz por primera vez—. Haz lo que quieras, pero no me insultes diciéndome que piense en lo que digo. ¿De verdad crees que me he pasado los últimos tres meses haciendo otra cosa que no sea eso? No puedo ir a la policía. —Se inclinó hacia delante en su asiento y los dedos de una de sus manos arañaron los extremos de su gabardina—. En el fondo, tú también sabes que no puedo.
—Mary —respondí en voz baja—, pero ¿cómo puede estar vivo?
—No lo sé.
—Es imposible.
—No lo entiendes —dijo ella.
Estaba señalando la diferencia entre nosotros. Yo había visto morir a un ser querido; ella había hecho lo mismo, pero el suyo había regresado de algún modo. Ambos comprendimos la situación y, gracias a ello, ella pareció ganar confianza.
—Era él.
—Estaba muy lejos. ¿Cómo podías estar segura?
—Lo seguí.
—¿Lo seguiste? ¿Hablaste con él?
—No.
—¿Te acercaste a él?
—Pude ver la cicatriz en su mejilla de cuando se cayó jugando al fútbol en la escuela.
—¿Parecía... herido?
—No. Parecía sano.
—¿Qué estaba haciendo?
—Llevaba una mochila al hombro. Se había rapado el pelo. Solía llevar el pelo largo, como en la fotografía que te he mostrado. Cuando lo vi, se lo había afeitado. Parecía diferente, más delgado, pero era él.
—¿Cuánta distancia lo seguiste?
—Alrededor de un kilómetro. Acabó entrando en una biblioteca de Tottenham Court Road, estuvo unos quince minutos.
—¿Qué hacía ahí dentro?
—No entré.
—¿Por qué no?
Mary se detuvo.
—No lo sé. Cuando lo perdí de vista, empecé a no creer lo que había visto.
—¿Volvió a salir?
—Sí.
—¿Y te vio?
—No. Lo seguí hasta el metro, y ahí es donde lo perdí. Ya sabes cómo de lleno suele estar. Lo perdí entre la multitud. Yo quería hablar con él, pero lo perdí.
—¿Lo has vuelto a ver desde entonces?
—No.
Me volví a sentar en mi silla.
—¿Dices que esto pasó hace tres meses?
Ella asintió.
—El 5 de septiembre.
—¿Y Malcolm?
—¿Qué pasa con él?
—¿Le has dicho algo?
Ella sacudió la cabeza.
—¿Qué sentido tendría? Tiene alzhéimer. La mayoría de los días, ni siquiera puede recordar mi nombre.
Miré la foto de Derryn que tenía sobre la mesa.
—Ponte en mi lugar, Mary. Piensa en cómo suena todo esto.
—Sé cómo suena —respondió ella—. Parece imposible. Llevo tres meses con esto, David. ¿Por qué crees que no he hecho nada hasta ahora? La gente pensaría que he perdido la cabeza. Mírate: eres la única persona que pensé que podría creerme, y tú también piensas que miento.
—No creo que mient...
—Por favor, David.
—No creo que estés mintiendo —dije—. Pero sí que tal vez estás confundida.
La ira pasó por sus ojos y luego desapareció de nuevo, sustituida por la aceptación de que tenía que ser así. Bajó la mirada a su regazo, al bolso que tenía sobre él.
—La única manera que se me ocurre de persuadirte es pagándote.
—Mary...
—Tú conoces gente...
—Esto es diferente.
—Conoces gente —volvió a decir.
—Tienes que ir a la policía.
De nuevo, silencio. Se llevó la mano a la cara.
—Vamos, Mary. ¿Entiendes lo que te digo?
Ella no se inmutó.
—Conozco a algunos tipos en la Policía Metropolitana —dije.
Sacudió suavemente la cabeza.
—Para eso les pagan.
Levantó la vista, con lágrimas en los ojos.
—Aquí tengo algunos nombres —continué, abriendo el cajón superior de mi escritorio, de donde saqué una agenda que utilizaba cuando aún trabajaba en el periódico—. Déjame ver. —La oí resoplar y la vi limpiarse las lágrimas de la cara, pero no levanté la vista del todo—. Hay un tipo que conozco que trabaja en Southwark que puede...
—No me interesa.
—Pero este tipo te ayudará...
Levantó una mano.
—No le voy a explicar esto a nadie más.
—¿Por qué no?
—¿Te imaginas cuántas veces he repetido esta conversación en mi cabeza? No creo que tenga fuerzas para volver a hacerlo. Y, de todos modos, ¿qué sentido tendría? Si no me crees tú, ¿qué te hace pensar que tu contacto en la policía lo hará?
—Es su trabajo.
—Se reiría en mi cara.
—No se reiría en tu cara, Mary. No este tipo.
—La forma en que me has mirado antes... No puedo lidiar con eso de nuevo.
—Mary...
Ella sacudió la cabeza.
—Imagina si fuera Derryn.
No respondí.
—Imagínatelo —insistió.
Y luego, con mucha calma, se levantó y se fue.
4
Me crie en una granja del sur de Devon. Mi padre cazaba faisanes y conejos con un viejo rifle de cerrojo. Los domingos por la mañana, cuando el resto del pueblo —incluida mi madre— se dirigía a la iglesia, me llevaba al bosque y disparábamos.
Cuando tuve edad suficiente, pasamos a utilizar una réplica de Beretta que había comprado por correo. Solo disparaba perdigones, pero me ponía dianas en el bosque, de tamaño humano, a las que tenía que acertar. Diez blancos: diez puntos por un tiro a la cabeza, cinco por el cuerpo. Conseguí los cien puntos por primera vez en mi decimosexto cumpleaños. Lo celebró dejándome llevar su chaqueta de caza favorita y llevándome al pub con sus amigos. Pronto todo el pueblo se enteró de que su único hijo iba a ser un día el mejor tirador del ejército británico.
Eso nunca ocurrió, por supuesto. Pero diez años después encontré una Beretta atascada, igual que la que me había dejado usar, en las calles de Alexandra, un municipio de Johannesburgo, salvo que esta era de verdad. Le quedaba una bala en el cargador.
La quité y la guardé.
Ese mismo día, más tarde, me enteré de que una bala, quizá de la pistola que había encontrado, había acabado con la vida de un fotógrafo con el que había compartido oficina durante dos años. Se había arrastrado medio kilómetro a lo largo de una calle —los disparos crepitaban a su alrededor, la gente pasaba por encima su cuerpo— y murió en medio de la calzada.
A veces, incluso quince años después, vuelvo a recordar esa bala, que ahora está colocada dentro un bloque de cristal y reposa en una estantería de la habitación de invitados. Me recuerda a mi padre y a nuestras mañanas de domingo en el bosque. Me recuerda al fotógrafo que dejó este mundo, solo, en medio de una calle polvorienta. Pero, sobre todo, me recuerda cómo te pueden arrebatar la vida, y la distancia que puedes estar dispuesto a recorrer para aferrarte a ella.
Acababan de dar las nueve de la noche cuando llamé a Mary y le dije que aceptaría el caso. Empezó a llorar. La escuché durante un minuto más o menos, con sus lágrimas interrumpidas por sus palabras de agradecimiento, y luego le dije que iría a su casa a la mañana siguiente.
Cuando colgué el teléfono, miré a lo largo del pasillo, hacia las entrañas de mi casa, y más allá, hacia la oscuridad de nuestro dormitorio, intacto desde la muerte de Derryn. Sus libros seguían bajo el alféizar de la ventana, con las tapas arrugadas y las páginas dobladas por los bordes, de cuando no encontraba marcapáginas. Su planta tipo cinta estaba posada encima, con sus largas y delgadas hojas tocando las tapas de las novelas del estante más alto.
Desde que se había ido, yo no había pasado ni una sola noche allí. Entraba a ducharme y a regar su planta, pero dormía en el salón, en el sofá, y siempre con la tele encendida. Sus sonidos me reconfortaban. La gente, los programas, la familiaridad, ayudaron a llenar parte del espacio que Derryn solía ocupar.
5
Llegué a casa de Mary, una cavernosa cabaña de campo de estilo Tudor a una hora al oeste de Londres, justo antes de las diez de la mañana del día siguiente. Era la imagen perfecta de las zonas residenciales, ubicada justo al final de una calle sin salida bordeada de árboles, con ventanas enrejadas, un amplio porche color teca y cestas de flores que se mecían suavemente con la brisa.
Me acerqué a la puerta y llamé al timbre.
Unos instantes después, se abrió una rendija y Mary se asomó por el hueco.
—Oh, David —dijo como si hubiera olvidado que venía, y abrió la puerta del todo. Detrás de ella pude ver a su marido, frente a mí, en las escaleras. No se movió; ni siquiera se percató de mi llegada. Estaba mirando una carta de algún juego, dándole vueltas entre las manos. Bocarriba. Bocabajo.
—¿Quieres café o té?
—Café. Gracias.
Ella asintió.
—Malcolm, este es David.
Malcolm no se movió.
—Malcolm.
Nada.
—¡Malcolm!
Entonces se estremeció, como si le hubiera atravesado una descarga eléctrica, y levantó la vista. No para ver quién le había llamado, sino para saber qué era ese ruido.
No reconoció su nombre.
—Malcolm, ven aquí —dijo Mary, haciéndole señas para que se acercara.
Él se levantó y se arrastró hacia nosotros.
Se mostraba cansado y sin vida. Su pelo negro empezaba a encanecer. La piel de su cara se hundía en sus facciones. Probablemente tendría unos cincuenta años, solo unos pocos más que Mary, pero parecía que entre ellos se llevaran una década. Puede que una vez fuera jugador de rugby, con una potente fuerza física, pero ya no. Allí, dentro de esos muros, su vida se desvanecía, su energía se iba con ella.
—Este hombre se llama David.
Le tendí la mano y tuve que colocarla torpemente junto a su costado para estrechársela. Parecía como si no estuviera seguro de lo que le estaba haciendo.
Cuando lo solté, apartó la mano y se dirigió hacia el televisor arrastrando los pies. Lo seguí y me senté, esperando que Mary hiciera lo mismo. En lugar de eso, se dirigió a la cocina y desapareció dentro.
Miré a Malcolm Towne.
Él me observaba con una expresión extraña, como si mi presencia le hubiera llamado la atención, pero no supiera qué decirme. Luego se volvió hacia la pantalla.
Mary regresó con una bandeja en la mano.
—Siento haber tardado tanto. Ahí tienes un poco de azúcar y un poco de leche. —Cogió una magdalena, la puso en un plato aparte y se la entregó a su marido—. Cómete esto, Malc —le dijo, haciendo un gesto de comer. Le cogió el plato, se lo puso en el regazo y lo miró—. No estaba segura de cómo tomas el café —me dijo.
—Está bien así.
—Hay muffins de arándanos y también un par de frambuesa. Coge lo que quieras. Malcolm prefiere los de frambuesa, ¿verdad, Malc?
Lo miré. Tenía la mirada perdida en su plato. «No puedes recordar qué muffin prefieres cuando ni siquiera recuerdas tu propio nombre». Mary me miró como si supiera lo que estaba pensando. Pero a ella no parecía importarle.
—¿Cuándo le diagnosticaron? —le pregunté.
Ella se encogió de hombros.
—Oficialmente, hace dos años. Pero empezó unos doce meses antes. Por aquel entonces solo olvidaba pequeñas cosas, como tú o yo olvidaríamos algo, salvo que no volvían a él. Simplemente se fueron. Luego se convirtieron en cosas más grandes, como nombres y eventos, y luego, los últimos dieciocho meses, empezó a olvidarse de mí y, al final, olvidó incluso que teníamos un hijo.
Asentí y partí un trozo de muffin de arándanos.
—Bueno, voy a necesitar un par de cosas de ti —dije—. En primer lugar, las fotos que puedas conseguir. Una buena selección. Luego necesitaré las direcciones de sus amigos, de su trabajo, de su novia si la tenía. —Dirigí la cabeza hacia las escaleras—. También me gustaría echar un vistazo a su habitación, si no te importa. Creo que sería útil.
—Sí, por supuesto —dijo Mary.
—¿Estaba Alex viviendo fuera de casa cuando desapareció?
Ella asintió.
—Sí. Pero volvió aquí de vacaciones durante unas semanas justo antes de desaparecer.
—¿Dónde vivía?
—En Bristol. Había ido a la universidad allí.
—¿Y después de la universidad?
—Consiguió un trabajo, como analista de datos. —La decepción se reflejó en sus ojos y luego se volvió a encoger de hombros—. Le pedí que volviera a casa después de graduarse; que le encontraríamos algo en Londres. El trabajo que tenía en Bristol era terrible. Solían dejar montones de archivos en su escritorio, y él introducía esos datos, todo el día, todos los días. Además, el sueldo era penoso. Se merecía algo mejor que eso.
—Pero ¿no quería volver?
—Tenía un título universitario. Tenía una licenciatura en Inglés. Habría podido matricularse en un programa de posgrado aquí con un sueldo cinco veces superior. Y, si hubiera vuelto, habría pagado menos alquiler y habría sido un trampolín mucho mejor para encontrar trabajo. Podría haber dedicado sus días a rellenar formularios de solicitud y acudir a entrevistas en empresas que lo merecieran.
—¿Y no quería volver? —volví a preguntar.
—No. Él quería quedarse allí.
—¿Por qué?
—Se había construido una vida en Bristol, supongo.
—¿Y después de que desapareciera? ¿Nunca hablaste con él?
—No.
—¿Ni siquiera por teléfono?
—Nunca —reafirmó Mary, esta vez más tranquila.
Le hice repasar de nuevo su historia: dónde vio a Alex, cuándo, durante cuánto tiempo lo siguió, qué aspecto tenía. Anoté una descripción de lo que llevaba puesto y también los lugares donde lo había visto. Incluso con todo eso, no me dejó mucho para continuar.
—Entonces, Alex se fue cinco años antes de morir, ¿verdad?
—Exacto.
—¿Dónde estrelló el coche?
A las afueras de Bristol, de camino hacia la autopista.
—¿Qué pasó con él?
—¿Con el coche?
—¿No se recuperó ningún objeto personal?
—Quedó totalmente destrozado.
Continué:
—¿Tenía Alex una cuenta bancaria?
—Sí.
—¿Retiró algún dinero antes de irse?
—La mitad.
—¿Cuánto era?
—Cinco mil libras.
—¿Solo eso?
—Solo eso.
—¿Comprobaste sus movimientos bancarios?
—De forma regular, pero fue inútil. Se dejó la tarjeta cuando se fue y, que yo sepa, nunca solicitó una nueva.
—¿Tenía novia?
—Sí, en Bristol.
—¿Sigue allí?
—No —dijo Mary—. Sus padres viven en el norte de Londres. Después de que Alex desapareciera, Kathy se mudó con ellos.
—¿Has hablado con ella?
—No desde el funeral.
—¿Nunca hablaste con ella después?
—Alex estaba muerto. No teníamos nada de lo que hablar.
Hice una pausa, dejando que se recompusiera.
—Entonces, ¿conoció a Kathy en la universidad?
—No. Se conocieron en una fiesta a la que fue Alex en Londres. Cuando él se marchó a la uni, ella lo siguió.
—Entonces, ¿no era estudiante?
—No. Trabajaba de camarera.
Anoté su dirección. Tendría que inventarme una historia verosímil si tenía que empezar a llamar a puerta fría a viejos amigos. Después de todo, Alex llevaba muerto más de un año.
Como si me leyera el pensamiento, Mary dijo:
—¿Qué le vas a decir?
—Lo mismo que le diré a todo el mundo, que me has pedido que haga una cronología de los últimos movimientos de tu hijo. De todos modos, hay algo de verdad en eso.
Mary se levantó y se dirigió a un cajón del salón. Lo abrió y sacó un sobre tamaño carta con una goma elástica alrededor. Lo miró un momento, cerró el cajón y volvió a dejar el sobre sobre la mesa delante de mí, abriendo una esquina para que pudiera ver el dinero que había dentro.
—Espero que ahora veas que esto no es una broma —dijo.
—¿Por qué crees que Alex se llevó tan poco dinero?
Mary levantó la vista del sobre y por un momento pareció insegura del compromiso que acababa de contraer. Quizá. ahora que había pasado el testigo, había tenido un momento de claridad sobre todo lo que creía haber visto.
Repetí la pregunta.
—¿Por qué tan poco dinero?
—No tengo ni idea. Tal vez era todo lo que podía sacar de una vez. O tal vez solo necesitaba lo suficiente para empezar de nuevo en alguna parte. —Miró alrededor de la habitación—. En realidad no entiendo mucho de lo que hizo Alex. Tenía una buena vida.
—¿Crees que se aburrió de ella?
Mary se encogió de hombros e inclinó la cabeza.
La observé por un momento y me di cuenta de que había dos misterios: por qué Mary creía haber visto a Alex caminando más de un año después de su muerte y, en primer lugar, por qué Alex había dejado todo atrás.
6
Su habitación era pequeña. Había carteles de grupos de música en las paredes, libros de texto en las estanterías, un televisor en un rincón, con polvo en la pantalla, y un vídeo al lado con viejas cintas VHS encima. Los revisé. Alex tenía debilidad por las películas de acción.
—Era un gran aficionado al cine.
Me giré. Mary estaba en la puerta.
—Sí, ya veo. Tenía buen gusto.
—¿Tú crees?
—¿Estás de broma? —Cogí un ejemplar de Jungla de Cristal y lo levanté—. Yo era un adolescente en los ochenta. Este es mi Ciudadano Kane.
Mary sonrió.
—Os habríais llevado bien.
—Desde luego. Debo haber visto esta película unas cincuenta veces en el último año. Es el mejor antidepresivo del mercado.
Mary volvió a sonreír y miró por la habitación, deteniéndose en una fotografía de Alex que había cerca. Sus ojos se apagaron un poco, la sonrisa desapareció de su rostro.
—No sé si alguna vez tendré fuerzas para vaciar esta habitación.
—Conozco la sensación.
Me hizo un gesto con la cabeza, casi de agradecimiento, como si fuera un alivio saber que no estaba sola. Miré hacia la esquina de la habitación, donde había dos armarios colocados contra la pared del fondo.
—¿Qué hay ahí? —pregunté.
—Solo algo de ropa que dejó.
—¿Puedo mirar?
—Por supuesto.
No había mucho, algunas camisas viejas y un traje mohoso. Los empujé por el colgador y en la parte baja encontré un álbum de fotografías.
—¿Es de Alex?
—Sí.
Abrí el álbum y algunas fotos se deslizaron. Una era de Alex y una chica en la adolescencia tardía: pelo largo, ojos brillantes, guapa.
—¿Es Kathy?
Mary asintió. Dejé la foto a un lado y miré el resto. Alex y Mary. Mary y Malcolm. Levanté una fotografía de Malcolm y Alex en un camping de caravanas en algún lugar. Era un día de calor. Ambos estaban en pantalón cortos y sentados junto a una barbacoa humeante y con botellas de cerveza.
—¿Dijiste que tenían una relación cercana?
—Sí.
—¿Y no crees que Malcolm podría recordar algo?
—Puedes intentarlo —dijo, y volvió a detenerse, invadida por una repentina tristeza. Entendí por qué: se había dado cuenta de nuevo, como debió hacer innumerables veces, de que su hijo había muerto y su marido no la recordaba.
Estaba completamente sola.
Sentí mucha pena por ella en ese momento, la soledad escrita con claridad en su rostro, pero también me hizo preguntarme qué te haría vivir en esa sensación de aislamiento. ¿Te haría creer que algo es cierto aunque, en el fondo, supieras que no lo es?
¿Te haría ver a alguien que ya no está?
Un recuerdo. Un fantasma.
Un hijo.
7
Dejé a Mary justo después del mediodía. Una vez que llegué a la autopista, el tráfico empezó a aumentar: tres carriles de coches que se movían con lentitud volvían al centro de la ciudad.
Lo que debería haber sido un trayecto de cuarenta y cinco minutos hasta la casa familiar de Kathy Simmons en Finsbury Park se convirtió en una expedición de dos horas a través de los atascos de Londres. Me detuve un momento para comprar algo de comer y luego mastiqué un bocadillo mientras avanzaba por Hammersmith siguiendo la curva del Támesis. Cuando por fin aparqué, eran más de las dos.
Cerré el coche y subí por el camino.
La casa era un adosado de ladrillos amarillos, con un patio lleno de abetos y una pequeña parcela de césped delante. Un Mercedes y un Micra estaban aparcados fuera, y el garaje se encontraba abierto. Estaba repleto de trastos, algunos en cajas, otros en el suelo, y había estanterías llenas de piezas de maquinaria y herramientas. No había nadie dentro. Cuando me volví hacia la casa, una cortina se movió en la ventana delantera.
—¿Puedo ayudarlo?
Me di la vuelta.
Un hombre de mediana edad con un pulverizador de jardín colgado a la espalda estaba de pie al lado de la casa, donde había una entrada paralela al garaje.
—¿El señor Simmons?
—¿Quién pregunta?
—Me llamo David Raker. ¿Está Kathy en casa, señor?
Me miró con desconfianza.
—¿Por qué?
—Me gustaría hablar con ella.
—¿Por qué?
—¿Está, señor?
—Primero dígame por qué está aquí.
—Esperaba hablar con ella sobre Alex Towne.
Un destello de reconocimiento en sus ojos apareció.
—¿Qué tiene él que ver?
—Eso es lo que esperaba preguntarle a Kathy.
Detrás de mí oí abrirse la puerta. Una chica de unos veinte años salió al porche. Kathy. Llevaba el pelo corto, teñido de rubio, y un poco de madurez la había hecho aún más guapa. Ella me tendió la mano y sonrió.
—Soy Kathy —dijo.
—Encantado de conocerte, Kathy. Soy David.
Miré a su padre, cuya mirada estaba fija en mí. El agua caía de la manguera hasta la punta de sus botas.
—¿Qué es, investigador o algo así? —preguntó Kathy.
—Algo así.
Ella frunció el ceño, pero parecía intrigada.
—¿Qué tiene que ver Kathy en todo esto? —dijo su padre.
Lo miré y luego volví la mirada hacia Kathy.
—Estoy haciendo un trabajo para Mary Towne. Tiene que ver con Alex. ¿Puedo hablar contigo?
La chica parecía insegura.
—Ten —le dije, sacando una tarjeta de visita, y se la entregué—. Los investigadores no oficiales tenemos que conformarnos con esto.
Sonrió y cogió la tarjeta.
—¿Quiere entrar?
—Eso sería estupendo.
La seguí al interior de la casa, dejando a su padre fuera con su pulverizador de jardín. En el interior, atravesamos un pasillo decorado con papel pintado de flores y fotografías en blanco y negro, y llegamos a una cocina contigua.
—¿Quiere algo de beber?
—Agua va bien.
Era un enorme espacio abierto con suelos de caoba pulida y encimeras de acero. El mueble central hacía las veces de mesa, con sillas debajo. Kathy llenó un vaso de agua mineral embotellada, se acercó y lo dejó en la encimera.
—Siento aparecer así sin avisar.
Estaba ligeramente de espaldas a mí. Su piel brillaba a la luz del exterior, con el pelo recogido detrás de las orejas.
—Es una sorpresa volver a oír su nombre después de tanto tiempo.
—Lo entiendo. Creo que Mary siente que necesita cerrar el capítulo de su desaparición. Quiere saber dónde estuvo esos cinco años.
Kathy asintió. Sacó un par de sillas y nos sentamos.
—Así que Alex y tú os conocisteis en una fiesta...
Ella sonrió.
—Un amigo de un amigo estaba celebrando la inauguración de su casa.
Coloqué mi bloc de notas entre nosotros, para que viera que estaba listo para empezar.
—¿Te gustó desde el principio?
—Sí, congeniamos mucho.
—¿Por eso acabaste siguiéndolo a Bristol?
—Solicité un trabajo allí. Se suponía que era un puesto de marketing. Alex ya había conseguido plaza en la universidad y queríamos estar cerca el uno del otro.
—¿Qué pasó con el trabajo?
—No era de marketing. Era de ventas; vender calefacción central. Duré una semana. En la entrevista, el director general me dijo que podría ganar en comisiones lo que mis amigos ganaban en un año. Nunca me quedé lo suficiente para averiguarlo.
—Así que, ¿empezaste de camarera?
—Sí.
—¿Qué solíais hacer juntos?
—Salíamos mucho. A Alex le encantaba el mar.
—¿Solías ir a la costa?
Ella asintió.
—¿Con qué frecuencia?
—La mayoría de los fines de semana. A veces, entre semana también. Después de la universidad, Alex consiguió trabajo en una compañía de seguros. Tenía una especie de relación amor-odio con él. Algunos lunes por la mañana no quería ir, así que compramos una vieja furgoneta Camper y nos largábamos cuando nos apetecía.
—¿Sabían sus padres que faltaba al trabajo?
—No.
—Lo suponía —dije, sonriendo—. ¿Y tu trabajo?
—Allí se portaron muy bien conmigo. Me dejaban ir y venir cuando quería; a veces, incluso me dejaban elegir mi propio horario. Así que, si desaparecíamos un par de días, cuando volvía trabajaba un par de días para compensar. El sueldo era terrible, pero útil.
Kathy empezó a recordar, y mientras esperaba a que volviera, revisé las notas que ya había tomado.
—¿Alex no contactó contigo en los cinco años anteriores a su muerte?
—No. —Una pausa—. Al principio, solía esperar junto al teléfono desde que llegaba a casa hasta las tres o las cuatro de la mañana, suplicando, rezando para que me llamara. Pero nunca lo hizo.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él?
—La noche antes de irse. Habíamos quedado en ir con la Camper a Cornwall. Le debían un tiempo en el trabajo, así que había vuelto a casa de sus padres un par de semanas para agotar los días de vacaciones. Cuando le llamé, su madre me dijo que había salido y no había vuelto a casa. Dijo que no estaba preocupada, que no había llamado, pero que solía hacerlo.
—¿Estaba deprimido por el trabajo en aquella época?
—No —dijo ella, pareciendo considerarlo—. No lo creo.
Cambié la dirección de mis preguntas.
—¿Teníais algún lugar favorito que solíais visitar?
Se miró las manos, vacilante. Me di cuenta de que tenían un lugar favorito y que había significado todo para ellos.
—Había un lugar —dijo finalmente—. Un lugar hacia la punta de Cornualles, un pueblo justo en la costa llamado Carcondrock.
—¿Solíais ir allí?
—Íbamos mucho con la Camper, sí.
—¿Volviste después de que Alex desapareciera?
Otra pausa, esta vez más larga. Después, me miró. Era obvio que lo había hecho, y le había dolido mucho.
—Había un sitio justo en la playa —dijo en voz baja—. Una cala. Volví unos tres meses después de su desaparición. No sabía qué esperar. Supongo que en el fondo de mi corazón sabía que no estaría allí, pero nos encantaba ese lugar, así que parecía el sitio más obvio donde buscar.
—¿Encontraste algo?
—No —dijo ella.
Pero intuí que había algo más.
—¿Kathy?
—Esa cala...
—¿Qué pasa con ella?
Me miró un momento.
—Si va a la parte de atrás, hay una roca con forma de punta de flecha, apuntando al cielo. Tiene una cruz negra pintada. Si la encuentra, cave un poco más abajo y encontrará una caja que dejé allí para Alex. Dentro hay algunas cartas antiguas y fotografías, y una tarjeta de cumpleaños. Fue la última vez que supe de él.
—¿Una tarjeta de cumpleaños?
—Sí.
—Volvió con sus padres dos semanas antes de desaparecer. ¿Te dio la tarjeta de cumpleaños antes de eso?
—No. La envió desde su casa.
—Entiendo —dije—. Gracias. Echaré un vistazo.
—No sé lo que encontrará —respondió ella, mirando hacia su regazo—. Pero la última vez que nos vimos me dijo algo extraño: que usáramos el agujero junto a la roca para guardar mensajes si alguna vez nos separábamos.
—¿Si os separabais? ¿Qué quiso decir con eso?
—No lo sé. Quiero decir, le pregunté, pero nunca me lo explicó. Solo dijo que, si alguna vez llegaba el caso, ese era nuestro lugar. El lugar donde debería buscar primero.
—Entonces, ¿alguna vez guardó algo allí para ti? ¿Algún mensaje?
Ella sacudió la cabeza.
—¿Lo has comprobado regularmente?
—Hace un par de años que no bajo. Pero durante un tiempo solía volver allí y desenterrar esa caja, rezando para que hubiera algo de él.
—Pero nunca lo hubo...
—No —dijo ella—. Nada.
8
Cuando salí de casa de Kathy, el invierno ya había quitado todo el color a la tarde, y cuando llegué al cementerio de Hayden veinte minutos más tarde, el sol casi había desaparecido también del cielo. Me detuve brevemente frente a las puertas, con el motor en marcha, sintiéndome culpable por no haberme ocupado de eso el día anterior, pero luego aparqué y salí.
El lugar estaba desierto.
Ningún otro coche. Ni gente.
No estaba demasiado lejos de Holloway Road, entre Highbury y Canonbury, pero se sentía un silencio casi sobrenatural, como si los muertos se hubieran llevado el sonido con ellos. Al pasar por un enorme arco de hierro negro, intrincadamente entretejido con el nombre de Hayden, pude ver que las hojas otoñales habían sido empujadas a ambos lados del camino, prensadas en montículos y manchadas por el óxido de una pala.
Durante un segundo fugaz, tuve una sensación de déjà vu, un recuerdo de estar en esa misma posición, pisando ese mismo terreno, hacía un año y medio. La única diferencia entonces era que Derryn había estado conmigo, cogiéndome de la mano mientras nos adentrábamos en ese lugar, en la parcela que ella misma había elegido.
Estaba en una zona separada llamada El Descanso.
La rodeaban altos árboles por todos lados y en su interior se habían construido muros divisorios, con cuatro o cinco lápidas en cada sección. Al llegar a la tumba, vi las flores que había depositado un mes antes. Estaban muertas. En la lápida había pétalos secos, otros estaban esparcidos por la hierba y los tallos se habían convertido en puré. Me arrodillé y aparté las flores secas, y coloqué algunas nuevas al pie de la tumba, con las espinas del tallo atrapadas en los pliegues de mi palma.
—Siento no haber venido ayer —dije en voz baja. El viento se levantó un momento y se llevó mis palabras—. Aunque pensé mucho en ti.
Algunas hojas cayeron del cielo, sobre la tumba.
Cuando levanté la vista, un pájaro saltaba por una rama de uno de los árboles. La rama se balanceó suavemente bajo su peso y, segundos después, el pájaro desapareció de nuevo, alejándose hacia el atardecer, hacia la libertad del más allá.
Bajaba por el camino y atravesaba la entrada del aparcamiento cuando vi a alguien alejándose de mi coche. Sus ropas eran oscuras y estaban manchadas, y sus zapatos estaban desatados, con los cordones serpenteando detrás de él.
Parecía un vagabundo.
Al acercarme, me lanzó una mirada. Su rostro estaba oculto bajo una capucha, pero pude ver el brillo de un par de ojos, y me di cuenta de que había sorpresa en ellos, como si no hubiera esperado verme de vuelta tan pronto.
De repente, echó a correr.
Aceleré y vi que la ventanilla trasera del lado izquierdo de mi coche estaba destrozada y la puerta abierta. El cristal yacía junto a mi neumático, parpadeando en la penumbra, y mi bloc de notas, mi abrigo y un mapa de carreteras estaban sobre la grava a su lado.
—¡Eh!
Eché a correr, intentando cortarle el paso antes de que llegara a la salida, y él volvió a mirarme, asustado. Los bordes de su capucha se abrieron al acelerar y pude verle la cara. Estaba sucio y delgado. Una barba le crecía desde el cuello hasta lo alto de los pómulos. Parecía un drogadicto: todo huesos, nada de grasa.
—¡Eh! —volví a gritar, pero ya estaba delante de mí, desvaneciéndose en la oscuridad de la salida del cementerio.
Salí corriendo tras él hacia la calle principal, pero cuando llegué ya estaba a unos sesenta metros de distancia, bajando a toda velocidad por la acera del otro lado de la calle. Miró hacia atrás una vez para asegurarse de que no lo seguía, pero no bajó el ritmo... y luego desapareció al doblar la esquina.
Volví al cementerio y miré mi coche más de cerca. Era un viejo BMW serie 3 que tenía desde hacía años. No tenía reproductor de CD. Ni navegación por satélite.
«Debía buscar dinero».
La guantera estaba abierta; la mayor parte de su contenido, tirado por los asientos delanteros. El manual del coche estaba tirado, con sus páginas esparcidas. Había comprobado el cenicero y los compartimentos de las puertas.
Reprimiendo mi rabia, ordené todo, arreglé temporalmente la ventanilla trasera con un trapo viejo del maletero y me dirigí a casa.
9
Me desperté a las tres de la madrugada con el zumbido de una canción que sonaba tranquilamente en el equipo de música mientras la televisión estaba encendida, pero en silencio. Me senté, me eché hacia delante y escuché un rato. Derryn solía decirme que mi gusto musical era terrible y que toda mi colección de películas era un gran placer oculto. A lo mejor tenía razón sobre la música.
En la zona en la que me crie, o te pasabas el día en la tienda de discos, o en el cine. Había elegido el cine, sobre todo porque mis padres siempre llegaban tarde con las nuevas tecnologías; fuimos prácticamente la última familia del pueblo en tener un reproductor de CD. Tampoco tuvimos vídeo durante años, por lo que me pasaba la mayoría de las noches viendo películas en un antiguo cine art déco llamado Palladium, en la siguiente ciudad de la costa.
Derryn era diferente. La música lo era todo para ella. Su colección de discos seguía en un rincón de la habitación, empaquetada en una serie de cajas de cartón. Los había revisado unas tres semanas después de su muerte, preguntándome qué hacer con todos ellos, y luego no hice nada porque me di cuenta de que lo único que la música tenía sobre las películas era su asombrosa forma de precisar los recuerdos. En las cajas estaban las canciones que solían sonar de fondo, sin que nos diéramos cuenta, cuando éramos novios; las canciones que había puesto en casa cuando nos habíamos ido a vivir juntos por primera vez; las canciones que me había pedido que le pusiera cuando estaba a semanas de morir.
Las canciones que sonaron en su funeral.
Me detuve un momento, sintiendo un temblor de emoción, y luego me levanté y me dirigí a la cocina.
Por la ventana lateral, podía ver la casa de al lado. Había una luz encendida en el estudio, con las persianas parcialmente abiertas. Liz, mi vecina, estaba inclinada sobre un portátil, tecleando. Percibió mi movimiento con el rabillo del ojo, levantó la vista, entornó los ojos y esbozó una sonrisa.
¿Qué haces levantado?, articuló con los labios.
Me froté los ojos. No puedo dormir.
Arrugó la cara en una expresión de compasión.
Liz era una abogada de cuarenta y dos años que se había mudado unas semanas después de la muerte de Derryn. Se casó joven, tuvo una hija y se divorció un año después. Su hija cursaba el segundo año de universidad en Warwick. Era inteligente y divertida y, aunque cautelosa con mi situación, había dejado claro que estaba interesada. Algunos días me gustaba. No quería ser un viudo que se comportara con frialdad. No quería que toda la pena, la rabia y la pérdida se me pegaran a la piel. Y la verdad era que, sobre todo físicamente, Liz era fácil de desear: alta, curvas esbeltas, pelo chocolate hasta los hombros, ojos oscuros y traviesos.
Se levantó del escritorio y miró el reloj, fingiendo sorprenderse al ver la hora. Unos segundos después, cogió una taza de café y la acercó a la ventana. ¿Quieres uno? Se frotó el estómago. Está bueno.
Volví a sonreír, moví la cabeza de un lado a otro para mostrar que me tentaba y señalé mi propio reloj. Hay que madrugar.
Puso los ojos en blanco. Vaya excusa.
La miré y algo se movió dentro de mí; la certeza de que, si quería que ocurriera, la experiencia de volver a estar cerca de alguien, podría tenerla con Liz... aquí, ahora. Estaba claro que esperaba que me liberara de lo que me retenía, y esa convicción solo hizo que me sintiera más atraído por ella. Me gustó que respetara mis tiempos. Yo también admiraba su paciencia. Hubo días —muchos— en los que pensé en empezar algo con ella. Pero también hubo otros —igual de numerosos— en los que no me sentí preparado para dar un paso más allá de las barricadas que había construido. Quería quedarme dentro, protegido por la familiaridad de lo que sentía por Derryn.
Al final, todo se reducía al miedo.
Todo era miedo.
Pero no me asustaba la fuerza ni el intelecto de Liz. No me asustaba el contacto físico, estar desnudo delante de ella. Tenía miedo de lo que pasaría a la mañana siguiente cuando me despertara junto a alguien y no fuera la persona a la que había amado, cada día, durante catorce años.