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¿Dónde está Megan? La adolescente de diecisiete años Megan Carver ha desaparecido. No parecía el tipo de persona que se escaparía de casa: era una estudiante de excelentes calificaciones, provenía de un hogar feliz y rara vez se metía en problemas. Seis meses después, aún no la han encontrado. Desesperados, los padres de Megan contratan al investigador de personas desaparecidas David Raker para averiguar lo que sucedió. Raker, que no es ajeno al dolor y la pérdida, sabe que para encontrarla tendrá que adentrarse en un mundo oscuro que podría costarle la vida. La investigación lleva a Raker través de una inquietante sucesión de descubrimientos y engaños. Hay mucho secretismo en torno al caso, la policía está ocultando información y no está dispuesta a colaborar. Personas cercanas a Megan aparecen muertas, mientras que otras están demasiado aterrorizadas para hablar. Pronto, las pistas conducen a Raker hacia un bosque en las afueras de la ciudad. Un lugar con un pasado horrible como terreno de caza para un retorcido asesino en serie. Un lugar conocido como las Vías de la Muerte… --- «Los libros de Weaver mejoran cada vez: tensos, complejos… escritos con destreza y cuidado». The Guardian ⭐⭐⭐⭐⭐ «Impresionante… Una investigación desgarradora que lleva a los lectores a los rincones más profundos de la obsesión. Una lectura oscura, compleja y visceral». Financial Times ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡Weaver ha presentado otro emocionante thriller criminal!». Daily Mail ⭐⭐⭐⭐⭐ «Los libros de Weaver son imposibles de soltar». Mick Herron ⭐⭐⭐⭐⭐ «Tim Weaver está ascendiendo rápidamente en la lista de mis autores imprescindibles». Liz Loves Books ⭐⭐⭐⭐⭐
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Seitenzahl: 636
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Las vías de la muerte
Persiguiendo Las vías de la muerte
Título original: The Dead Tracks
© Tim Weaver, 2011. Reservados todos los derechos.
© 2024 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
Traducción: Ana Castillo, © Jentas A/S
ISBN: 978-87-428-1338-6
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.
Published by agreement with Darley Anderson and Associates Ltd.
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Para mamá y papá.
___
Palidecen todos los rostros...
Joel 2:6
PRIMERA PARTE
1
Nos conocimos en un restaurante junto al Támesis llamado Boneacres. Estaban sentados en un reservado al fondo. La lluvia se veía caer por las ventanas y ambos contemplaban la cola de gente que esperaba para entrar en la noria de Londres. La mujer levantó primero la vista. Caroline Carver. Había estado llorando. Tenía el blanco de los ojos enrojecido y se le había corrido parte del maquillaje. Era delgada e iba bien vestida, rondaba los cuarenta, pero no lo llevaba bien: tenía líneas en la cara —gruesas y oscuras como pintura al óleo— que parecían haber sido talladas con un bisturí, y aunque sonrió cuando me acerqué, no se mostró cálida. Había perdido su calor. La mayoría de los padres con los que trataba eran así. Cuanto más tiempo pasaban sus hijos desaparecidos, más frías se volvían sus vidas.
Salió del reservado, nos dimos la mano y se dirigió a su marido, James Carver. Era enorme; un oso de hombre. No se levantó, solo extendió el brazo sobre la mesa y apretó mi mano entre las suyas. Ya sabía algo de ellos, sobre todo por la llamada inicial de Caroline un par de días antes. Me había contado que vivían en una antigua iglesia, convertida en casa de cuatro dormitorios, desde la que él dirigía su empresa de construcción, un negocio que había levantado a lo largo de quince años. A juzgar por el precio de dos millones de libras de la propiedad, las marcas que lucían y algunos de sus clientes famosos, se veían bastante cómodos con su situación económica.
Me sonrió, con más sinceridad que su mujer, e hizo un gesto hacia el otro lado del reservado. Me senté con ellos. La carta del menú estaba abierta. El restaurante había sido una sugerencia suya y, cuando miré los precios, me alegré de que pagaran ellos.
—Gracias por venir —dijo James Carver.
Asentí con la cabeza.
—Este parece un lugar agradable.
Ambos miraron a su alrededor, como si no lo hubieran pensado antes. Carver sonrió. Los ojos de Caroline volvieron al menú.
—Solíamos venir aquí antes de casarnos —dijo—. Cuando era un lugar de carne y marisco. —Su mujer lo miró, y él se acercó y le cogió la mano—. Caroline me dijo que antes trabajabas como periodista.
—Hace mucho mucho tiempo...
—Debió ser interesante.
—Sí, fue divertido.
Él me miró la mano izquierda. Dos de mis uñas estaban hundidas y agrietadas, con una cicatriz blanca prominente en el centro, donde la propia uña nunca volvería a crecer.
—¿Esas son tus cicatrices de guerra? —preguntó.
Me las miré.
—No. Estas se han añadido recientemente.
—¿Y por qué lo dejaste todo?
Miré a Carver y luego a Caroline.
—Mi mujer se estaba muriendo.
Ese era un tema de conversación impactante. Se movieron incómodos. Caroline volvió la mirada a la mesa y cogió su menú. Se aclaró la garganta. Antes de que el silencio se hiciera demasiado largo, Carver metió la mano en su chaqueta y sacó una fotografía. Algo se movió en sus ojos, una tristeza, y entonces le dio la vuelta y la colocó frente a mí.
—Esta es Megan —dijo.
Cuando Caroline llamó por primera vez, le indiqué cómo llegar a mi oficina, pero me dijo que quería que nos viéramos en un lugar neutral, como si venir a verme fuera la confirmación de que su hija se había ido para siempre. Después de acordar una hora y un lugar, me habló un poco de Megan: una buena chica, parte de una familia unida, sin novios, sin motivos para irse.
Llevaba fuera casi siete meses.
Doscientas mil personas desaparecen cada año en el Reino Unido —treinta mil solo en Londres—, pero la historia más mediática de todas es la de la joven blanca de clase media y familia biparental. Cuando Megan desapareció, al principio los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia: a escala local y nacional, y en algunos casos incluso en el extranjero. Durante semanas, un titular tras otro, todas las cadenas de televisión del país informaban desde las puertas de su casa. Había un nombre para casos como el suyo, que se deshacían a plena luz del objetivo de la cámara: síndrome de la mujer blanca desaparecida.
En la fotografía que me habían entregado, Megan estaba sentada con su madre en una playa. La arena era blanca, salpicada de pequeñas piedras y ramitas, y caía a un mar color zafiro. Detrás de Caroline y Megan, jugando, había un niño pequeño, probablemente de unos cuatro años. Estaba medio girado hacia la cámara, con los ojos clavados en el agujero que estaba cavando.
Carver señaló al chico.
—Ese es nuestro hijo, Leigh. —Me miró y pudo ver lo que se me estaba pasando por la cabeza: había una diferencia de edad de trece años entre sus hijos—. Supongo que se podría decir... —Miró a su mujer—. Leigh fue una sorpresa muy agradable.
—¿Cuánto tiempo tiene la fotografía?
—Unos ocho meses.
—¿Es de justo antes de que vuestra hija desapareciera?
—Sí, nuestras últimas vacaciones juntos, en Florida.
Megan era digna hija de su padre. Tenía la misma cara, hasta unos pliegues idénticos junto a los ojos, y también su constitución era igual a la de él. Grande, pero no gorda. Era una atractiva chica de diecisiete años: pelo largo y rubio, muy bien cuidado, y piel aceitunada que se había dorado atractivamente al sol.
—Contadme qué ocurrió el día que desapareció.
Ambos asintieron, pero no hicieron ningún movimiento para arrancarse a hablar. Sabían que ahí empezaba todo: el dolor de recuperar recuerdos, de volver sobre lo ocurrido, de hablar de su hija en pasado. Saqué una libreta y un bolígrafo con un movimiento suave. Carver se volvió hacia su mujer, pero ella le hizo un gesto para que me narrara la historia.
—No creo que haya mucho que contar —dijo finalmente. Su voz era inestable al principio, pero empezó a encontrar más ritmo—. Dejamos a Meg en el instituto, y cuando fuimos allí de nuevo a recogerla más tarde, no volvió a salir.
—¿Parecía estar bien cuando la dejasteis esa mañana?
—Sí.
—¿No pasó nada?
Él sacudió la cabeza.
—No.
—Megan no tenía novio en ese momento, ¿verdad?
—Así es —dijo Caroline bruscamente.
Carver miró a su mujer y le apretó la mano.
—No que nosotros supiéramos. Eso no significa que no lo hubiera.
—¿Tuvo algún novio antes de aquello?
—Un par —dijo Caroline—, pero nada serio.
—¿Los conocisteis?
—Brevemente. Pero ella solía decir que, cuando por fin trajera a un chico a casa durante más de unos minutos, sabríamos que ese sí sería de verdad. —Caroline intentó sonreír—. Ojalá lleguemos a ver ese día.
Me detuve un momento mientras Carver se estiró dentro del reservado y deslizó el brazo alrededor de su mujer. La miró a los ojos y volvió a mirarme a mí.
—¿Nunca expresó la necesidad de viajar o de dejar Londres? —pregunté.
Él sacudió la cabeza.
—No, a menos que cuentes sus ganas de ir a la universidad.
—¿Y sus amigos? ¿Habéis hablado con ellos?
—No personalmente. La policía lo hizo en las semanas posteriores a su desaparición.
—¿Nadie sabía nada?
—No.
Cogí el bolígrafo.
—De todos modos, tomaré los nombres y direcciones de sus amigos más cercanos. Merecerá la pena verlos por segunda vez.
Caroline se llevó la mano al bolso, lo abrió y sacó una libreta de direcciones verde, lo bastante pequeña como para guardarla en el bolsillo de la chaqueta. Me la dio.
—Todas las direcciones que necesitará están ahí, incluida la de su instituto —dijo—. Es la libreta de Meg. La llama su «libro de vida». Nombres, números, notas.
Le di las gracias con la cabeza y agarré la libreta.
—¿En qué fase diríais que estáis con la policía?
—En realidad, no estamos en una fase. Hablamos con ellos una vez cada quince días. —Carver se detuvo y se encogió de hombros. Miró a su mujer—. Al principio avanzamos mucho en poco tiempo. La policía nos dijo que tenían buenas pistas. Supongo que nos hicimos ilusiones.
—¿Os dijeron qué pistas tenían?
—No. Fue complicado para ellos al principio. —Carver hizo una pausa—. Ofrecimos una recompensa por cualquier información, así que tuvieron que recibir muchas llamadas. Jamie Hart nos dijo que no quería darnos falsas esperanzas, así que nos dijo que él y su equipo revisarían las llamadas y cotejarían el papeleo, y luego volverían a ponerse en contacto con nosotros.
—¿Jamie Hart dirigía la investigación?
—Exacto.
El camarero llegó para tomar nuestros pedidos mientras yo escribía el nombre de Hart en mi libreta. Había oído hablar de él: una vez durante mis días en el periódico, cuando dirigía un equipo especial que trataba de encontrar a un violador en serie; y otra vez en una noticia del Times que había sacado de los archivos sobre un caso anterior.
—Entonces, ¿Hart volvió a contactaros? —pregunté cuando el camarero se fue.
Carver balanceó la cabeza de lado a lado. La respuesta era no. Intentaba ser diplomático.
—No de la forma que hubiéramos esperado.
—¿Qué quieres decir?
—Al principio nos llamaban todos los días, nos hacían preguntas, venían a casa y se llevaban cosas. Luego, un par de meses después de iniciada la investigación, todo se detuvo. Las llamadas dejaron de ser tan frecuentes. Los agentes dejaron de acudir a la casa. Ahora todo lo que oímos es que no hay nada nuevo de lo que informar. —Su boca se aplanó. Hubo un instante de dolor—. Nos lo dirían si hubiera algo que valiera la pena saber, ¿no?
—Deberían hacerlo.
Carver se detuvo un momento con el tenedor sobre el plato. Luego empezó a comer despacio.
—¿Cuál es la fecha de la desaparición de Megan?
—Lunes 3 de abril —dijo Carver.
Estábamos a 19 de octubre. Ciento noventa y nueve días, y no tenían ninguna noticia. La policía no suele interesarse hasta pasadas cuarenta y ocho horas de la desaparición, pero, según mi experiencia, los dos primeros días son cruciales en el caso de las personas desaparecidas. Cuanto más tiempo lo dejabas, más jugabas con los porcentajes. A veces se encuentra a la persona cinco días, una, o dos semanas después de su desaparición. Pero la mayoría de las veces, si no aparecían en las primeras cuarenta y ocho horas, era porque habían desaparecido para siempre y no iban a volver, o porque su cuerpo estaba esperando a ser encontrado.
—¿Cuándo fue la última vez que alguien la vio?
—La tarde del día 3 —dijo Carver—. Fue a su primera clase después de comer, pero no llegó a la siguiente. Había quedado con su amiga Kaitlin en las taquillas porque las dos tenían biología. Pero Megan nunca llegó.
—¿Biología era la última clase del día?
—Sí.
—¿El instituto tiene circuito cerrado de cámaras de videovigilancia?
—Sí, pero con una cobertura muy limitada. Jamie nos dijo que revisaron todas las cámaras, pero ninguna reveló nada.
—¿Le habéis dicho que habéis venido a verme?
Él sacudió la cabeza.
—No.
Era mejor así. La mejor estrategia iba a ser llamar en frío a Hart. A la policía, como es lógico, no le gustaba que personas ajenas se metieran en sus asuntos, sobre todo en los casos activos, y si captaban mi olor, cerrarían filas y se atrincherarían antes incluso de que me acercara.
—Entonces, ¿cuál es el siguiente paso? —preguntó Carver.
—A una hora que os venga bien, me gustaría ir a hablar con vosotros a vuestra casa; y echarle un vistazo a la habitación de Megan. No espero encontrar nada significativo, pero es algo que me gusta hacer.
Ambos asintieron. Ninguno de los dos habló.
—Después, empezaré a trabajar en esto —dije, poniendo una mano sobre el Libro de vida de Megan—. ¿La policía ha echado un vistazo a esto?
—Sí —dijo Carver.
—¿Y encontraron algo?
El hombre se encogió de hombros.
—Nos lo devolvieron.
Lo que significaba que no.
—¿Crees que es probable que esté viva? —preguntó Caroline.
Ambos la miramos, Carver se revolvió en su asiento, moviendo su cuerpo, como si le sorprendiera y a la vez decepcionara la pregunta. Quizá ella nunca antes lo había preguntado. O tal vez él no quería saber la respuesta.
La miré a ella, luego a él y de nuevo a ella.
—Siempre hay una posibilidad.
—Sí —respondió ella—. Pero ¿crees que está viva?
Bajé la mirada hacia mi comida, una langosta partida en trozos, sin querer que mis ojos me traicionaran. Pero al final tuve que mirarla. Y, cuando lo hice, debió ver la respuesta, porque asintió y luego se echó a llorar.
Más tarde, fuera del restaurante, James Carver me estrechó la mano y vimos a su mujer alejarse lentamente por Victoria Embankment, con las Casas del Parlamento enmarcadas tras ella. Los barcos se movían por el Támesis, el agua oscura y gris. El otoño salía de su hibernación tras un verano cálido y húmedo.
—No sé cómo quieres hacer con el pago —dijo.
—Ya hablaremos mañana.
Carver asintió con la cabeza.
—Estaré disponible, pero puede que Caroline no, tiene trabajo en un colegio del sur de Hackney.
—No hay problema. Hablaré con ella cuando esté libre.
Vi a Carver ir tras su mujer. Cuando llegó hasta ella, le cogió la mano. Ella respondió, pero con frialdad, sus dedos duros y rígidos. Cuando él habló, ella se encogió de hombros y siguió caminando. Se dirigieron al muelle de Westminster y, al cruzar la calle en dirección a la estación de metro, Caroline me miró por encima del hombro. Por un segundo pude ver la verdad: que algo había quedado oculto en nuestra conversación; el rastro de un secreto, enterrado fuera de la vista de su marido.
Solo tenía que averiguar qué.
El día había empezado a oscurecerse a las cinco y media. Pasé por la oficina cuando volvía del restaurante. Había dejado algunas notas allí, incluidas algunas que había hecho esa mañana sobre Megan Carver. Cuando llegué a casa, pasadas las siete, la estancia estaba en penumbra. No había puesto la alarma, así que cuando entré los sensores sonaron suavemente mientras me movía: primero en la cocina, luego en el salón y después en el dormitorio principal, al final del pasillo. Dejé mis cosas, me duché y luego me quedé un momento en el borde de la cama, mirando unas fotos mías y de Derryn.
Una, justo al final del montón de todas las imágenes, era de nosotros dos a la entrada de Imperial Beach, en San Diego, cuando me enviaron a Estados Unidos para cubrir las elecciones de 2004. Yo la agarraba entre mis brazos, con las gafas de sol tapándome los ojos y el pelo oscuro mojado por el oleaje. En el traje de neopreno me veía fuerte, bien definido y delgado en cada centímetro de mi metro ochenta. A mi lado, Derryn parecía más pequeña de lo que era en realidad, como si confiara en que yo la protegiera de algo fuera de cámara. Me gustaba la imagen. Me hacía recordar lo que sentía al ser la persona que ella necesitaba.
Volví a guardar las fotos en mi mesilla de noche y me vestí, mirando por la habitación las cosas suyas que aún quedaban. Habíamos comprado la casa cuando aún teníamos planes de formar una familia, pero, cuando la tinta se estaba secando en los contratos, descubrimos que ella tenía cáncer de mama. Todo pareció ir demasiado rápido después de aquello. Luchó durante dos años, pero nuestro tiempo juntos fue breve.
Algunos días puedo soportar la falta de tiempo, puedo simplemente apreciar cada momento que pasamos juntos y estar agradecido por ello. Pero otros lo único que siento en mi interior es rabia, por lo que le pasó y por cómo me quedé solo. En esos días encuentro la manera de empujar ese sentimiento hacia abajo y suprimirlo. Porque, en el trabajo que hago, hay gente que te ataca a través de los resquicios de tu armadura.
Y gente que se alimenta de esa debilidad.
2
La casa de los Carver era una antigua iglesia sajona en Dartmouth Park, con vistas a Hampstead Heath. Había tres vidrieras en la fachada y una puerta semiovalada de roble que se estrechaba en punta en la parte superior. Era una casa preciosa. Las enredaderas trepaban por la mampostería gris acero, el tejado era una masa de tejas oscuras y musgo amarillo. A ambos lados de la puerta había dos abetos en macetas. Todo estaba detrás de imponentes postes y un atractivo camino de grava que se curvaba hasta el jardín trasero. Había un interfono en uno de los postes del exterior, pero James Carver ya había dejado la verja entreabierta, anticipándose a mi llegada.
La gravilla fue una útil señal de alarma. Carver levantó la vista cuando atravesé las puertas; estaba medio inclinado sobre un cubo de agua, lavando la parte trasera de un Range Rover Sport negro con cristales tintados y llantas de acero impecables. En el garaje doble que había detrás de él había una camioneta Ford con material de construcción en el remolque y una reluciente moto roja Suzuki.
—David —dijo, dejando caer una esponja en el cubo.
Nos dimos la mano.
—Me gusta tu coche.
Señalé con la cabeza el Range Rover, por cuyo parachoques caía espuma de jabón. Él lo miró, pero no dijo nada. Supuse que intentaba restar importancia al hecho de que su vehículo de cinco litros sobrealimentado valía más que la casa entera de algunas personas. O tal vez ya no le importaba. El dinero no significaba mucho cuando no podías comprar lo único que te importaba.
Me hizo entrar a su casa por la puerta principal.
Por dentro era enorme. Suelos de roble y alfombras gruesas. Un salón que daba a un comedor que comunicaba con la cocina. Una cocina abierta, de acero y cristal, con las paredes pintadas de color crema. Arriba, el techo se elevaba en una cúpula ornamentada, y había un balcón que recorría tres lados de la pared interior, con una escalera que subía hasta él. Desde el balcón se podían ver dos dormitorios y un cuarto de baño.
—¿Tú diseñaste esto?
Carver asintió con la cabeza.
—Bueno, la parte del balcón. La iglesia lleva aquí mucho más tiempo que nosotros.
—Es preciosa.
—Gracias. Hemos sido muy afortunados. —Hizo una pausa. El significado de lo que había dicho le golpeó, de vuelta a la realidad—. En cierto modo, al menos.
Lo seguí hasta la cocina.
—¿Quieres un café?
—Eso sería estupendo.
Sacó dos tazas de un armario.
—No sé qué necesitas hacer —dijo, llenando ambas—. La habitación de Megan está arriba. Puedes ir y echar un vistazo. O, si lo prefieres, puedo enseñártela yo mismo.
—Creo que echaré un vistazo por mi cuenta —le dije, cogiéndole el café—. Pero antes necesito hacerle algunas preguntas.
—Claro. —Sonrió, y me di cuenta de que era un mecanismo de defensa. Una forma de ocultar el dolor—. Lo que necesites.
Pasamos a la sala de estar. Al fondo, Leigh, el hijo de los Carver, estaba a cuatro patas dirigiendo un coche de plástico bajo un soporte para teléfonos. Levantó la vista cuando entramos y, cuando su padre le dijo que saludara, murmuró algo y volvió al coche.
Saqué un bolígrafo y un bloc.
—Hablemos un poco más del 3 de abril.
—El día que Megan desapareció.
—Exacto. ¿Siempre la llevas al instituto?
—La mayoría de las mañanas.
—¿Algunas no?
—De vez en cuando lo hacía Caroline. Si mi empresa tiene un contrato en otro país, me gusta ir al lugar durante las dos primeras semanas. Después de eso, suelo dejar que el capataz se encargue y hago todo el papeleo desde casa. Es entonces cuando llevo... —Carver hizo una pausa—. Cuando llevo a Megan al instituto y a Leigh a la guardería.
—¿Así que tuviste una visita in situ el 3 de abril?
—Sí.
—¿Y por eso la llevó Caroline?
—Correcto.
—¿También fue ella a recogerla?
—No, fui yo.
—¿Qué ocurrió?
—Aparqué fuera —dijo—. Siempre lo hago en el mismo sitio, todos los días. Pero Megan nunca salió del instituto. Así de sencillo. Entró y nunca salió.
Tomé algunas notas.
—¿Qué estudia Megan?
—Ciencias: física, química, biología.
—¿Alguna vez has visto a sus profesores?
—Un par de veces.
—¿Cómo son?
—Parecen agradables. Es una buena estudiante.
Me dio los nombres de los docentes y los añadí a mi bloc. Entonces cambié de dirección, intentando evitar que se emocionara demasiado.
—¿Megan tiene un trabajo a tiempo parcial en algún sitio?
—Trabaja en un videoclub fines de semana alternos.
—¿Le gusta?
—Sí. Gana algo de dinero.
—¿Quién más trabaja allí? ¿Tienes algún nombre?
—No. Tendrías que ir y preguntar.
—¿Qué hay de los lugares a los que suele ir?
—¿Te refieres a pubs y discotecas?
—Me refiero a cualquier sitio —dije—. A cualquier lugar al que le guste ir.
—Tendrías que hablar con sus amigos para saber los sitios a los que suelen ir los fines de semana. Cuando reciben la paga, les gusta ir a la ciudad. Pero no estoy seguro de a dónde van.
—¿Qué hay de los sitios a los que soléis llevarla?
—Tenemos costumbre de ir a menudo al campo: al Peak District, al Lake District, a Yorkshire Dales. A Caroline y a mí nos encantan los espacios abiertos de esas zonas. Londres te asfixia después de un tiempo. Empezamos a llevar a Meg al norte en cuanto tuvo edad para andar.
—¿Crees que podría haber ido a uno de esos lugares?
Carver se encogió de hombros.
—No sé a qué habría ido allí.
El día anterior les había preguntado por novios, pero quería volver a preguntarles individualmente a cada uno de los progenitores de Megan. Lo que se aprendía con rapidez al trabajar en personas desaparecidas era que todos los matrimonios tenían secretos y que una mitad de la pareja siempre sabía más que la otra, sobre todo cuando había niños de por medio.
—Por lo que sabes, ¿no tenía novio?
—No, que yo sepa.
—Pero ¿qué piensas?
—Mi instinto me dice que es posible que haya conocido a alguien. —Se movió un poco en su asiento, acercándose al borde del mismo—. ¿Crees que es nuestra esperanza?
—Creo que merece la pena seguir ese camino. Los chicos de la edad de Megan tienden a desaparecer por dos motivos: o son infelices en casa, o se han escapado con alguien, probablemente alguien a quien sus padres no aprueban. No parece que fuera infeliz en casa, por eso pregunto por los novios. Quizá descubramos que Megan no se ha fugado con alguien. —Hice una pausa y lo miré—. O quizá descubramos que sí.
—Pero, si se hubiera escapado con alguien, ¿no habría visto las ruedas de prensa que hemos dado? La Megan que conozco no las habría ignorado. No habría ignorado el dolor que nos está haciendo pasar. Nos habría llamado.
Lo miré, luego me aparté, pero él había visto la respuesta en mi rostro, y no era la que quería. Era aquella en la que no la chica no volvía a casa con vida.
La habitación de Megan estaba muy bien ordenada y apenas se había tocado desde su desaparición. Un gran ventanal daba a Hampstead Heath, con armarios a ambos lados. A la derecha había una estantería de tres pisos llena de libros de ciencias. Frente a la ventana, cerca de la puerta, había un pequeño escritorio con un MacBook de alta gama sobre él, aún abierto. Unas fotografías rodeaban el portátil: Megan con sus amigos, Megan con Leigh cuando era un bebé, Megan con sus padres. También había una mecedora en una esquina de la habitación, peluches mirando hacia fuera y un póster de un rompecorazones de Hollywood de mandíbula cuadrada en la pared de arriba.
Arranqué el MacBook y lo revisé. El escritorio estaba prácticamente vacío, todo ordenado en carpetas. Deberes. Documentos Word. Postulaciones a universidades en formato PDF. Al hacer clic en Safari, recorrí sus marcadores, su historial, sus cookies y sus descargas, pero, a excepción algunas canciones con letras explícitas, nada destacable. Había un enlace a su perfil de Facebook en el navegador —el correo electrónico y la contraseña se registraban automáticamente—, pero la única actividad en los últimos siete meses era la creación de un grupo dedicado a su memoria. A juzgar por los comentarios, la mayoría de la gente asumía que no iba a volver a casa.
Ambos armarios estaban llenos de ropa y zapatos, pero el segundo tenía un par de cajas de plástico apiladas en el fondo. Las saqué y abrí la tapa de la de arriba: estaba llena de fotos. Cuanto más joven aparecía Megan en las fotografías, menos se parecía a su padre. De joven era un poco más pálida, con el pelo prácticamente blanco, y sin ninguno de los parecidos que tanto asombraban en fotos más recientes. Las fotos posteriores estaban menos desgastadas por el tiempo, sus padres aparecían más mayores y su cara empezaba a reflejar algo de la forma de la de su padre.
Abrí la segunda caja.
Dentro había una cámara digital. La saqué, la encendí y empecé a recorrer las fotografías. Había veintiocho en total, la mayoría de Leigh. Un par de ellas eran de Megan y lo que debían ser sus amigos, y en la última estaba de pie frente a lo que parecía la entrada de un bloque de pisos. Utilicé el zoom y me acerqué: las puertas de entrada tenían paneles de cristal que reflejaban la luz del día en dos bloques color crema. Un trozo de pared de ladrillo a la derecha. Y nada más.
Volví a su MacBook e inicié iPhoto, con la esperanza de encontrar una versión más grande, pero ninguna de las imágenes de la cámara estaba en el ordenador. No había llegado a descargarlas. Comprobé la fecha en la cámara: 6 de marzo. Veintiocho días antes de que desapareciera. Acercando de nuevo el zoom, estudié la foto por segunda vez, pues el reflejo en el cristal habría sido el identificador más útil de dónde se había hecho, pero estaba lleno de luz. Entonces, cuando volví a su cara, me di cuenta de algo.
Su sonrisa.
Era una sonrisa que no había visto en ninguna de las otras fotos de ella. Por primera vez, parecía una mujer. No una niña.
«Porque está posando para alguien que le atrae».
—¿Has encontrado algo?
Me giré. Carver estaba en la puerta.
—No estoy seguro —dije, y levanté la cámara y la caja donde Megan la guardaba—. ¿Puedo llevarme esto?
—Por supuesto. —Se acercó más—. He mirado esas fotos cientos de veces. También la policía. Algunos días siento que me he perdido algo. Que algo se me ha escapado. Luego, cuando vuelvo, solo encuentro lo mismo que había visto antes. Pero quizá necesite un par de ojos nuevos.
Se acercó más y cogió una fotografía antigua de Megan. Observé sus ojos recorrer el marco, empapándose de recuerdos. Cuando por fin levantó la vista, pude ver que intentaba evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas.
—¿Sabes dónde es esto? —le pregunté, entregándole la cámara.
Miró la imagen y la estudió; sacudió la cabeza.
—No.
—¿No la hiciste tú?
—No.
—¿Alguna idea de quién la pudo hacer?
Carver se encogió de hombros.
—Tal vez uno de sus amigos.
El teléfono empezó a sonar abajo. Carver se disculpó y desapareció. Cuando se fue, revisé el resto de la caja. Más fotos, algunas cartas, joyas antiguas.
Todo rastro de una vida que Megan había dejado atrás.
Era casi la hora de comer cuando me fui. El sol se había ocultado, las nubes se esparcían por el cielo. A lo lejos podía ver la lluvia que subía desde el corazón de la ciudad.
Abrí mi viejo BMW serie 3, tiré mi bloc en el asiento del copiloto y me volví hacia Carver, que me había acompañado a la salida.
—Me gustaría hablar con tu mujer —le dije—. En privado.
—Por supuesto. Yo mañana salgo de visita...
—No hay problema. Me gustaría seguir con la investigación, así que si puedes decirle que la llamaré, sería genial.
—Claro. No hay problema.
Después, mientras me alejaba, por el retrovisor lo vi desaparecer por las puertas de su casa. Parecía como si se hubiera quedado sin aliento. Unas semanas más, y podría parecer que también le habían arrancado el corazón.
3
Había una cafetería a un kilómetro del instituto de Megan. Me senté junto a la ventana, pedí un bocadillo de bacon y saqué el Libro de vida de Megan. La noche anterior, cuando le había echado un vistazo, había sido difícil obtener algún tipo de claridad. Eran solo sesenta páginas de notas al azar. El libro estaba seccionado alfabéticamente, pero ninguna de sus entradas se correspondía con la letra correspondiente. Donde debería haber nombres, había números de teléfono. Donde se suponía que había números de teléfono, había nombres.
Volví al principio. En la primera página había escrito su nombre y el título Libro de vida de Megan con bolígrafo rojo. Debajo había garabateado «¡Contáctame!», con dos números al lado: uno lo reconocí como el de su casa y el otro como el de su móvil. La policía habría revisado sus registros telefónicos y comprobado sus últimas llamadas, entrantes y salientes. También habrían investigado en su correo electrónico. Tendría que conseguir sus registros telefónicos a través de mis contactos, pero la policía había pasado los datos de acceso al correo electrónico de Megan a sus padres, presumiblemente a petición de los Carver. Ellos, a su vez, me los habían trasladado a mí. Si había algo que valiera la pena encontrar allí, o algo crucial para la investigación, era difícil creer que la policía hubiera facilitado los datos de acceso, incluso a sus padres, pero, al igual que sus registros telefónicos, era algo más que había que tachar de la lista.
A mitad del libro, vi un nombre que reconocí: Kaitlin. Carver la había mencionado durante el almuerzo del día anterior. Era la chica con la que se suponía que Megan había quedado de camino a su clase de biología. Pero Megan nunca llegó. El nombre de Kaitlin estaba en un gran corazón, al igual que otro: Lindsey Watson. Anoté los nombres y números de teléfono de ambos contactos.
Cuando terminé, una camarera con cara de pocos amigos apareció en mi mesa y me tiró el plato delante sin decir nada. Cuando se marchó, le di un mordisco al bocadillo y me quedé mirando un telediario en un rincón de la cafetería. Una cámara recorría el Támesis. Parecía el aeropuerto de London City.
—... llevada a cuidados intensivos con hipotermia. Su estado se describió inicialmente como crítico, pero ha seguido mejorando, y el personal del hospital ha informado a Sky News de que esperan que sea dada de alta mañana. La policía todavía no ha facilitado los datos personales de la mujer, pero algunas fuentes nos han dicho que creen que tiene entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Otras noticias: un agricultor en...
Terminé mi bocadillo y volví a hojear el libro, de principio a fin. Había muchos nombres. Unos treinta. Solo seis eran varones. Añadí a los chicos a mi lista, pagué la cuenta y me dirigí al instituto de Megan.
El Instituto de Secundaria Newcross era un enorme edificio victoriano de ladrillos rojos a medio camino entre Tufnell Park y Holloway Road. Dejé el coche delante y me dirigí a la entrada. El lugar estaba desierto. Pasé por delante de un par de aulas y vi que las clases ya habían empezado, con los chicos mirando, medio interesados, dentro de ellas. La recepción principal estaba al final de un largo pasillo que daba a unos grandes ventanales con vistas a los campos de fútbol del centro. La decoración interior había viajado en el tiempo, a 1974. Un par de finos paneles correderos de cristal sobre un trozo de falso granito separaban a tres secretarias del mundo exterior. Todas estaban sentadas frente a pupitres de teca sobre sillas de color verde como el de las batas de los médicos, descoloridas.
Golpeé el cristal. Las tres eran mujeres de aspecto feroz. Dos de ellas no me prestaron ninguna atención; la otra me miró, me observó y decidió que al menos merecía la pena levantarse por mí. Deslizó hacia atrás el panel de cristal y miró el bloc que tenía en las manos. Sus ojos, como los de Carver el día anterior, recorrieron mis uñas. Lo que nadie llegó a ver fueron las otras cicatrices, aún peores, del mismo momento. Habían pasado casi diez meses, y aunque me había recuperado totalmente, algunos días aún podía sentir los lugares donde me habían golpeado y torturado. Mi espalda. Mis manos. Mis pies. Tal vez un dolor sordo siempre estaría ahí, como un residuo, recordándome lo cerca que había estado de morir y cómo iba a asegurarme de que no volviera a ocurrir.
Saqué una tarjeta de visita y la puse en el mostrador delante de la mujer.
—Me llamo David Raker. Trabajo para los padres de Megan Carver.
La mujer registró el nombre al instante. Detrás de ella, ambas mujeres levantaron la vista.
—¿Qué quiere decir con «trabajo»?
—Quiero decir que estoy tratando de averiguar a dónde ha ido.
Todas asintieron al unísono. Ahora tenía su atención.
—¿Puedo hablar con el director?
—¿Ha concertado una cita?
Sacudí la cabeza.
—No.
La secretaria frunció el ceño, pero que estuviera allí por Megan pareció ablandarla. Pasó un dedo por una agenda.
—Tome asiento mientras lo llamo.
Sonreí para dar las gracias y me senté en una estrecha sala de espera a la derecha de la recepción. Más sillas verdes. Carteles advirtiendo de los peligros de las drogas. Un jarrón de flores azules falsas. Pasaron unos chicos, me miraron y siguieron adelante. Todo olía a cera para muebles.
Sonó un teléfono; un ruido largo e ininterrumpido. Una de las recepcionistas lo cogió. El cristal estaba cerrado, pero ella me miraba mientras hablaba.
—Vale —dijo un par de veces, y colgó el teléfono. Se inclinó hacia delante y abrió el cristal—. Tardará cinco minutos.
Un cuarto de hora después, por fin llegó.
Se dirigió directamente a la recepción, con cara de prisa y corriendo, como si hubiera salido como una bala desde el lugar de donde venía, y siguió los ojos de sus secretarias por el pasillo hasta donde yo estaba sentado. Se acercó.
—Steven Bothwick.
Me levanté y le estreché la mano.
—David Raker.
—Encantado de conocerlo —dijo, usando un dedo para apartar un poco de pelo de su cara. Estaba perdiendo lo que le quedaba, y no lo disimulaba muy bien.
—Estoy aquí por Megan Carver —comenté.
—Lo sé —respondió—. Una chica encantadora.
Me dirigió hacia una puerta con su nombre más adelante en el pasillo. Su despacho era pequeño, atestado de libros y carpetas. Una gran ventana detrás de su escritorio daba a los campos de fútbol. Bothwick sacó una silla que estaba junto a la pared y la colocó al otro lado de su escritorio.
—¿Quiere algo de beber?
—No, estoy bien, gracias.
Asintió con la cabeza, apartando algunas carpetas de su camino inmediato y metiéndose bajo el escritorio. Rondaba la cincuentena y apenas rozaba el metro ochenta, pero tenía una intensidad, una determinación, una expresión fija y fuerte.
Me metí la mano en el bolsillo y saqué otra tarjeta de visita.
—Solo para que quede claro, no soy policía. Antes era periodista.
Frunció el ceño.
—¿Periodista?
—Era. Llevo dos años como rastreador de personas desaparecidas. Ese es mi trabajo ahora. Los Carver vinieron a verme y me pidieron que investigara la desaparición de Megan.
—¿Por qué?
—Porque la investigación policial se ha topado con un muro de ladrillos.
El director asintió con la cabeza.
—Lo siento mucho por su familia. Megan era una estudiante fantástica con un futuro brillante. Cuando vino la policía, les dije lo mismo. —Cogió mi tarjeta y la miró—. Lo suyo es un gran cambio de carrera.
—No tanto como cree. —Lo vi mirar lo que ponía: «David Raker, investigador de personas desaparecidas», y después mirarme a mí.
Me devolvió la tarjeta.
—¿En qué puedo ayudarlo?
—Tengo un par de preguntas.
—De acuerdo.
Saqué mi bloc de notas y lo dejé sobre el escritorio.
—Sus padres me dijeron que la dejaron aquí la mañana del 3 de abril y que no volvió a salir esa tarde. ¿Pasan lista a los alumnos?
—Bueno, lo hacemos a primera hora de la mañana y otra vez después de comer, sí. Pero solo para los de primero a cuarto de secundaria.
—Eso es de once a dieciséis años de edad, ¿verdad?
—Exacto.
—¿Así que Megan era demasiado mayor?
—Sí. Nuestros alumnos de bachillerato son tratados más como adultos. Los animamos a que vayan a clase, pero no vamos a criticar las ausencias.
—Supongamos que falto un par de días a clase. ¿Se daría cuenta alguien? ¿Y a quién se lo comunicarían, a usted?
—Sí. Si un alumno falta continuamente a clase, el profesor me informa.
—Pero ¿algunas ausencias aquí y allá?
Carver se encogió de hombros.
—Puede que se dé el aviso o puede que no. Depende del alumno. Algunos contribuyen tan poco a las clases que su presencia puede sentirse menos. Supongo que, en ese caso, un profesor no se daría cuenta tan rápidamente. Pero Megan... Creo que nos habríamos dado cuenta enseguida si hubiera faltado mucho a clase.
—¿Era una buena estudiante?
—En el tres por ciento de nivel más alto de aquí, sí.
—¿Y nunca se metió en problemas?
Él sacudió la cabeza.
—En absoluto, no.
—Tengo entendido que tenía física y luego biología para las dos últimas horas del día que desapareció, y que a física asistió.
—Exacto.
—¿Su profesor lo confirmó?
—Sí. Y los otros quince estudiantes que estaban allí con ella.
—¿Cuánta distancia hay entre ambas aulas?
—No mucho. Están en el mismo bloque. Química está en la última planta, física en la segunda y biología en la planta baja.
—No hay cámaras en esa parte del instituto, ¿verdad?
—Por desgracia, no. Tenemos cámaras, pero no podemos permitirnos tenerlas en todos los edificios, no con el presupuesto que manejamos. —Se giró en su silla y señaló un diagrama en la pared. Era un plano de los edificios del instituto, con pequeños iconos de circuito cerrado de videovigilancia esparcidos por él—. Esas son las cámaras que tenemos. Una en la entrada, otra en el aparcamiento, otra en la recepción, otra fuera del bloque de inglés y matemáticas y otra en los campos de entrenamiento.
—¿Por qué solo en el bloque de inglés y matemáticas?
—Porque es el más alejado de aquí.
—¿Hay varias entradas al centro?
—No. Bueno, al menos no entradas oficiales. Algunos de los alumnos viven en las urbanizaciones situadas más allá de los campos de fútbol, por lo que saltan la valla y atraviesan los campos. También hay un aparcamiento trasero detrás del bloque de bachillerato, donde algunos de los alumnos de bachillerato aparcan sus coches, si tienen la suerte de tenerlos. Eso también está vallado, pero solo hasta la altura de la cintura.
—Así que, si ella hubiera querido salir de los terrenos del instituto, y no ser capturada en las cámaras, ¿su mejor apuesta habría sido saltar la valla en la parte trasera del aparcamiento del bloque de bachillerato?
—Correcto. Creo que eso es lo que concluyó también la policía.
Me agaché y saqué el Libro de vida de Megan.
—¿Sería posible hablar con un par de estudiantes?
—¿Amigos de Megan?
—Sí. —Busqué en mi bloc de notas—. ¿Lindsey Watson y Kaitlin Devonish?
El director asintió, cogió el teléfono y marcó un número de cuatro cifras. Al otro lado de la puerta, oí sonar un teléfono en recepción.
—Linda, necesito que vengan Lindsey Watson y Kaitlin Devonish lo antes posible, por favor. —Y colgó—. ¿Alguien más?
Miré el bloc, le di la vuelta y se lo acerqué.
—Las seis personas de abajo —dije, señalando los nombres de los chicos—. ¿Alguno de ellos es estudiante aquí?
Sacó un par de gafas del bolsillo superior de su chaqueta, se las puso y estudió los nombres por un momento.
—Sí.
—¿Todos ellos?
—Conozco a todos menos a uno.
—¿A quién?
—Anthony A. J. Grant.
—¿No reconoce ese nombre?
—No —respondió, quitándose las gafas. Se levantó y se dirigió a un archivador situado al fondo de la sala. Tenía tres cajones, cada uno lleno con las mismas carpetas, y cada una etiquetada. Era de suponer que le gustaba hacer las cosas a la antigua usanza. Fue a la G, pero no encontró nada.
—Definitivamente no es uno de nuestros estudiantes.
—¿Todos los estudiantes del instituto están en esas carpetas?
—Los estudiantes actuales, sí.
Volví a acercar el bloc hacia mí y puse un signo de interrogación junto a A. J. Grant.
—Los otros chicos que aparecen aquí... —empujé el bloc de nuevo hacia él—, ¿están todos en el mismo año que Megan?
—Sí.
—¿Sería posible hablar con ellos?
—Sí, pero hoy solo con Lindsey y Kaitlin. Cuatro de los otros se van de excursión a Normandía. Los demás... Bueno, la verdad es que no sé dónde está Charles Bryant. El año pasado faltó mucho a clase porque murió su madre. Esta semana se cumple un año de su fallecimiento y no ha venido para nada. He intentado llamar a su padre, pero no he obtenido respuesta. Incluso envié a uno de los profesores a su casa, pero no había nadie. No tengo ni idea de dónde está, y para ser honesto, creo que esta semana es mejor dejarlo tranquilo.
—¿Sería posible conseguir su dirección?
—Me temo que no puedo dar direcciones.
Llamaron a la puerta. Bothwick levantó la vista.
—Adelante.
Entraron dos chicas. Avanzaron arrastrando los pies mientras sus ojos revoloteaban entre nosotros dos. Una era guapa: menuda, maquillada, esbelta y femenina. La otro era más sencilla, más alta y vestía de forma más conservadora, pero sonreía.
—Kaitlin, Lindsey, este es el señor Raker. Está investigando la desaparición de Megan para su madre y su padre.
Me puse de pie.
—David.
—Lindsey —sonrió la chica más alta.
La otra dudó.
—Kaitlin —dijo en voz baja. Tenía un acento marcado.
Me volví hacia Bothwick.
—¿Le parece bien si voy con ellas a otro lugar?
Parecía completamente desconcertado, como si le hubiera amenazado con quemar la escuela.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que si le parece bien si llevo a las chicas a tomar un café.
—¿Por qué?
—Me gustaría hablar con ellas en privado.
El director me miró con desconfianza.
—Preferiría que se quedaran en las instalaciones del centro.
—De acuerdo. En ese caso, ¿hay algún sitio al que podamos ir donde no nos interrumpan?
—Pueden ir a la cantina.
—¿No habrá estudiantes allí?
—Ya ha pasado la hora del almuerzo.
Miré mi reloj. Dos y media.
—De acuerdo, iremos allí.
4
La cantina era larga y estrecha, con el suelo de listones de madera vieja, los techos altos y esculpidos en yeso blanco. A lo largo de un lado había cuatro enormes ventanas. La luz entraba a raudales mientras la lluvia salpicaba los cristales. Enfrente estaba la cocina, con mujeres corpulentas vestidas con uniformes blancos que limpiaban enormes cubas de comida a medio terminar.
Durante el trayecto, Lindsey había sido la que había hablado. La última vez que había visto a Megan fue antes de que los Carver se fueran a Florida.
—Parecía estar bien —dijo, volviéndose hacia su amiga—. ¿No es así, Kay?
Kaitlin me miró, luego a su amiga y asintió.
—Entonces, ¿cómo es que no la viste entre que volvió y desapareció? —le pregunté a Lindsey.
—Estuve de intercambio estudiantil en Italia.
—¿Y tú, Kaitlin?
Kaitlin me miró un instante. Parecía nerviosa, como si creyera que estaba en problemas. La policía probablemente había estado en su casa, haciendo preguntas y tratando de investigar desde distintos ángulos. A veces, eso provocaba el efecto contrario. La policía terminaba presionando más porque sentía que la persona se estaba cerrando, pero solo se cerraba porque sentía que no estaba ayudando. Tal vez, de alguna manera, Kaitlin se sentía responsable. Si se hubiera encontrado con Megan fuera de la penúltima clase del día, en lugar de junto a las taquillas, quizá nunca habría desaparecido. En cambio, se despidió de su amiga después de comer y no volvió a verla.
—¿Puedes contarme qué ocurrió? —le pregunté, cuando ya estábamos todos sentados.
—Se lo dije a la policía.
—Sé que lo hiciste. Sé que los ayudaste mucho. Solo estoy tratando de ver si hay alguna pequeña cosa que puedan haber pasado por alto. No estás en problemas. Estoy aquí para ayudar a los padres de Megan y averiguar qué le pasó.
Ella asintió con la cabeza, pero aún parecía nerviosa. Tenía las manos pegadas a las piernas y una de ellas le frotaba suavemente la parte superior del muslo.
—Por cierto, ¿de dónde eres?
Me miró y frunció el ceño.
—De Tufnell Park.
—No. Quiero decir, originalmente.
Seguía frunciendo el ceño.
—Sudáfrica.
—Me lo imaginaba. Bonito lugar. Yo vivía en Sudáfrica.
Por primera vez, algo cambió en su expresión: la dureza y la quietud fueron sustituidas por un ligero ablandamiento de los músculos.
—¿En qué parte? —preguntó ella.
—En Johannesburgo.
Kaitlin asintió, pero esta vez apenas se le movió la cara, como si no me estuviera escuchando. La estudié por un momento, su mirada, su mano moviéndose contra su pierna, y por primera vez me pregunté si era la timidez lo que le impedía abrirse o algo más.
—¿Kaitlin?
Se giró y me miró.
—¿Puedes repasar lo que ocurrió?
—Pasé la hora del almuerzo con Meg —dijo en voz baja—. Luego, a primera hora de la tarde, yo tenía historia y ella física. Habíamos quedado en las taquillas del bloque de ciencias entre clase y clase, pero esperé allí y no apareció.
—¿Por qué quedasteis en las taquillas?
Ella frunció de nuevo el ceño y miró a Lindsey.
—Siempre lo hacemos.
—¿Antes de biología?
—Sí. A menos que hayamos tenido una hora libre juntas antes. Si tenemos un rato libre, Lindsey, Meg y yo solemos ir a la biblioteca o al bloque de bachillerato.
—¿Parecía que Megan estaba bien ese día?
—Sí.
—¿No se mostraba fuera de sí o preocupada por algo?
—No.
—¿Estaba como siempre?
—Más o menos.
Hice una pausa.
—¿Más o menos?
Kaitlin se encogió de hombros.
—Como le dije a la policía, comentó que le dolía la cabeza desde hacía un par de días. Nada importante. Solo que se encontraba aturdida.
Lo anoté, y luego empezamos a hablar de Megan en general: cómo era, su personalidad, cómo había sacado sobresalientes en sus exámenes. Lindsey fue la que habló. No dijo gran cosa. La mayor parte coincidía con lo que los Carver ya me habían dicho: seriedad en los estudios, seriedad en su carrera, seriedad en no dejar que nada se interpusiera en su camino. Básicamente, la fugitiva más improbable que se podría conseguir.
—¿Se llevaba bien Megan con los profesores del instituto?
—¿Quién se lleva bien con los profesores? —dijo Lindsey.
—¿Tenía una relación cercana con alguno en particular?
Lindsey arrugó el rostro.
—Estoy buscando razones por las que podría haber desaparecido.
Su boca formó una O, como si de repente entendiera la línea del interrogatorio, y luego sacudió la cabeza.
—No lo creo. En ciencias, muchos de los profesores son mujeres.
Asentí con la cabeza.
—Su padre dijo que solía trabajar en un videoclub...
—Sí —respondió Lindsey—. Trabajaba dos fines de semana al mes. Pero creo que ese sitio cerró hace unos tres meses.
—De acuerdo. ¿Y conoció a alguien mientras estuvo allí?
—No lo creo. —Hizo una pausa, miró a Kaitlin, no obtuvo ayuda y se volvió de nuevo hacia mí—. Nadie aparte de Charlie, pero ya lo conocía de antes.
—¿Quién es Charlie?
—Charlie Bryant.
—¿Charles Bryant?
Lindsey volvió a asentir.
—¿El chico cuya madre murió?
—Sí.
—¿Eran amigos?
—Salieron un tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—No sé... un par de meses.
—¿Cuándo fue eso?
—Después de la muerte de la madre de Charlie.
—¿Hace un año?
—Sí. Aunque fue una relación dura. —Hizo una pausa, como si acabara de darse cuenta de por qué—. Quiero decir, él acababa de perder a su madre. Creo que me ya me entiende.
—¿Por qué cortaron?
—Megan dijo que sentía pena por él, pero que en realidad no le gustaba. Después de un par de meses, ella lo dejó.
—¿Y él cómo se lo tomó?
—Pues se disgustó. A él le gustaba mucho Meg, mucho. Pero parecía estar bien.
—¿Seguía trabajando en el videoclub cuando Megan desapareció?
—Creo que sí.
—¿Así que todavía hablaban?
—Sí.
—¿Y se llevaban bien?
—Sí, yo diría que sí... —Lindsey miró a Kaitlin—. ¿Verdad, Kay?
Kaitlin me miró y asintió. Yo subrayé el nombre de Charles Bryant.
—¿El nombre A. J. Grant significa algo para alguna de vosotras? —Sus rostros inexpresivos me dijeron todo lo que necesitaba saber. Cambié de táctica—. ¿Tenéis algún pub o club favorito al que soléis ir?
—Tiko›s —dijo Lindsey de inmediato.
—¿Eso es un club?
—Sí. En West End.
Tomé nota de ello.
—¿Algún otro?
Se miraron entre ellas.
—En realidad, no —continuó Lindsey—. Vamos a muchos sitios, pero Tiko›s es el lugar con mejor música.
Saqué la cámara digital de Megan y me desplacé hasta la foto en la que aparecía delante del bloque de pisos.
—¿Alguna de vosotras hizo esta foto?
Ambas la estudiaron, Lindsey sosteniendo la cámara.
—¿Dónde es eso?
Yo me encogí de hombros.
—No lo sé. ¿No lo reconocéis?
—No —dijo Lindsey, negando con la cabeza.
—¿Kaitlin?
—No —dijo ella.
Asentí, volví a coger la cámara y miré un instante a Kaitlin. Sus ojos se apartaron de los míos y volvió a enfriarse. A desconectarse.
Definitivamente, algo pasaba.
Bothwick no estaba en su despacho cuando volví. Eché un vistazo a la recepción, donde una de las secretarias atendía una llamada telefónica, y entré con rapidez en el despacho, cerrando la puerta tras de mí. No tenía mucho tiempo.
Dos carpetas estaban apoyadas en el borde del escritorio, donde las había dejado el director. Las de Kaitlin y Lindsey. Dejé la de Lindsey donde estaba y cogí la de Kaitlin. Dentro había una fotografía escolar de ella, probablemente un par de años más joven. Debajo, una lista de las asignaturas que cursaba y un registro de asistencia. De un vistazo rápido, todo parecía bastante bueno. Sin ausencias prolongadas, sin comentarios en los espacios previstos. En la página siguiente estaba la dirección de su casa en Tufnell Park y en la última, su último informe escolar. En la parte inferior: «Sobresaliente en teatro».
Estaba claro que no era tímida.
Cerré la carpeta con un chasquido, la volví a colocar sobre el escritorio y abrí el cajón superior del armario archivador. La carpeta de Bryant medía unos veinte centímetros. Dentro había una foto suya. Era un chico guapo; pelo oscuro, ojos brillantes. Debajo había una hoja con su dirección. Vivía con su padre cerca de Highgate Wood.
Entonces, afuera, pude oír pasos.
Bothwick.
Cerré el expediente, lo dejé caer de nuevo en el cajón del armario y lo cerré tan silenciosamente como pude. Un segundo después, el director apareció en la puerta.
—¡Oh! —dijo—. Disculpe.
—No hay problema.
—¿Consiguió todo lo que necesitaba?
Sonreí y volví a mirar un momento los archivos para comprobar que estaban donde él los había dejado. Entonces le di la mano y le dije que sí.
Lindsey tenía razón: el videoclub en el que trabajaba Megan estaba cerrado. No solo cerrado por hoy. Cerrado permanentemente. Pasé de largo y me dirigí por Holloway Road a la casa de Bryant en Highgate, un adosado de tres plantas con garaje doble y porche de hierro forjado.
No había ni una sola luz encendida en ningún lugar del interior.
Llamé al timbre y esperé. Nada. Ni un movimiento. Ni un sonido desde el interior. Cuando empezó a llover, primero chispeando y luego con más fuerza, bajé del porche y me acerqué a un lado de la casa. Un camino conducía paralelamente a la propiedad, detrás de una verja cerrada. Pude ver un trozo de jardín, pero no mucho más. De vuelta a la puerta principal, volví a llamar al timbre, pero, cuando nadie respondió por segunda vez, me dirigí de nuevo al coche bajo la lluvia.
5
Tres semanas después de Navidad, llegó un folleto a mi puerta. Anunciaba un grupo de apoyo para viudas y viudos menores de cuarenta y cinco años. No creía mucho en el destino. De hecho, apenas creía. Pero entendía por qué la gente podía hacerlo cuando ese folleto aterrizó en mi felpudo. Por aquel entonces acababa de salir de un caso que casi me mata, y había pasado las Navidades solo viendo viejas películas caseras de Derryn. Física y emocionalmente, estaba de bajón. Así que en la segunda semana de enero decidí, de improviso, ir con ellos, sin esperar que cambiaran mucho las cosas. Nueve meses después, seguía formando parte de mi rutina semanal.
La mayoría de los martes nos reuníamos en un colegio comunitario de Acton, en una sala que olía a café rancio. Pero, una vez al mes, todos contribuíamos e íbamos a comer a algún sitio. Si no hubiera aceptado ir, lo habría cancelado para concentrarme en el caso Carver, pero ya era demasiado tarde para echarme atrás. En lugar de eso, me dirigí de la casa Bryant a mi oficina en Ealing, cogí una muda de ropa y algo de desodorante, y luego conduje hasta el restaurante. Era un sitio tailandés en Kew, cerca del río.
Algo chisporroteaba en la cocina cuando entré, el olor a coco y salsa de soja llenaba el aire. Había catorce personas sentadas a una gran mesa junto a una de las ventanas. La mujer que dirigía el grupo era una chica bajita y rechoncha de treinta y dos años llamada Jenny. Su marido había sufrido un ataque al corazón al coger un tren en King›s Cross. Me vio, se acercó y me dio un beso en la mejilla. Jenny me cayó bien desde la primera vez que hablé con ella. Era vivaz, ingeniosa y divertida, pero sabía entender a las personas, leerlas y conectar con ellas. Caminamos juntos hacia la mesa y me disculpé con todos por llegar tarde, estrechando manos y saludando a algunos de los habituales. Quedaban dos huecos: uno estaba en el centro, junto a un contable llamado Roger que, tras un par de copas de vino tinto, siempre se ponía a hablar de la potencia de freno de su Mazda RX-8; el otro estaba justo al final, junto a dos caras que no había visto antes.
—David, tenemos un par de recién llegados esta noche —dijo Jenny. Se inclinó hacia mí mientras caminábamos hacia ellos—. Esperaba que pudieras entretenerlos por mí.
Jenny los presentó como Aron y Jill. Ambos habían perdido a sus parejas y se habían conocido compartiendo la rutina matutina en la misma cafetería. Me pregunté si se habrían juntado desde entonces, pero se sentaron a la mesa separados y, mientras hablábamos, recordaron a sus parejas de un modo que dejaba claro que no estaban juntos.
Pedimos y pasamos la siguiente media hora conversando amablemente: el tiempo, el tráfico, un diputado local al que habían pillado con un chico de compañía y los pantalones por los tobillos en un baño de Bayswater. Ambos parecían bastante agradables. Ella tenía los ojos de un azul intenso —como uno se imaginaba que se ve el mar en aquellos lugares del planeta a los que no se puede permitir viajar—, ligeras imperfecciones en la piel, como cicatrices de acné, y una pequeña marca justo encima de la protuberancia de la barbilla. De ambas cosas ella era consciente. Cuando hablaba, sus manos se dirigían automáticamente a su rostro, los dedos de una de ellas se apoyaban en la curva de su mandíbula y los de la otra se recogían el pelo rubio detrás de las orejas. Era una cualidad atractiva: una especie de timidez subyacente.
Él tenía unos treinta y tantos años, el pelo castaño oscuro, los ojos del mismo color y la nariz un poco torcida, como si alguna vez se la hubiera roto y no se la hubieran colocado bien. Vestía de forma tradicional —camisa de cuello de pico, pantalones grises, chaqueta lisa— y, si hubiera tenido que adivinar, habría dicho que era un trajeado de la City, ardiendo en las llamas del infierno de los mandos intermedios. Tenía aspecto de estar desanimado, como si nunca pudiera salir a flote.
—¿A qué te dedicas, David? —preguntó Aron cuando llegó la comida.
—Encuentro personas desaparecidas.
—¿Como un investigador?
—Sí, algo así. —Sonreí—. Salvo que no tengo una placa que enseñar y no puedo tirar puertas.
Aron se rio. Jill esbozó una fina sonrisa, como si acabara de ofenderla. Intenté entender qué le podía haber molestado. Tal vez el comentario de la policía.
Aron la miró y luego se dirigió a mí.
—El marido de Jill era policía. Era... —La miró de nuevo y ella asintió, dándole permiso para contar la historia—. Murió estando de servicio. Le dispararon. —Aron hizo una pausa—. Y ella todavía está tratando de averiguar quién lo hizo.
—Oh, lo siento mucho —dije.
Ella levantó una mano.
—No pasa nada. Ha pasado casi un año, debería controlar mejor mis emociones. —Esta vez sonrió de verdad.
La conversación volvió a temas más generales —películas, deporte, más sobre el tiempo— antes de desembocar en por qué estábamos todos en Londres. Jill trabajaba en marketing y acababa de mudarse a la ciudad después de que su marido consiguiera un trabajo en la Policía Metropolitana; Aron confirmó lo que yo sospechaba: que trabajaba en finanzas y en un banco de inversión en Canary Wharf. Finalmente, la conversación se cerró y volvimos a mi trabajo.
—¿Disfrutas con lo que haces? —preguntó Jill.
—Sí, la mayor parte del tiempo. —Levanté la mano izquierda y moví los dedos donde las uñas estaban dañadas—. Aunque no siempre. A veces duele.
—¿Cómo te hiciste eso?
Hice una pausa, mirándome los dedos.
—Algunas personas simplemente prefieren permanecer ocultas —dije, tratando de quitarle importancia, intentando desviar cualquier otra pregunta.
Así era más fácil.
Más tarde, fuera del restaurante, mientras un par de ellos —incluido Aron— arreglaban la cuenta, me puse a hablar con Jill a solas. La noche era fría. Por encima de nosotros, el cielo se abrió por un momento y la luna se dejó ver; luego volvió a desaparecer tras bancos de nubes oscuras.
—Gracias por hacernos compañía esta noche, David —dijo—. Soy consciente de que a veces no es fácil encajar con gente nueva.
—Ha sido un placer conoceros a los dos.
—Me alegro mucho de que Aron me convenciera para venir. No estaba segura de ello, debo admitirlo. Pero creo que esto será bueno para mí. Como sabes, éramos bastante nuevos en la ciudad cuando Frank murió; es decir, tenemos amigos repartidos por todo el país, pero no demasiados aquí, en Londres. Y básicamente he pasado el último año sin salir.
—Todos aquí lo entenderán. —Miré a Aron y luego a Jill—. ¿Así que os acabáis de conocer?
—Más o menos. Aron toma su café de la mañana en el mismo sitio que yo. Un día me limité a saludar y luego, poco a poco, empezamos a charlar y, bueno... aquí estamos. —Entonces se detuvo. Me estudió, como si le diera vueltas a algo en la cabeza—. Es más, estábamos pensando en salir a tomar algo el viernes por la noche. Eres bienvenido.