Diario del afuera - Annie Ernaux - E-Book

Diario del afuera E-Book

Annie Ernaux

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Beschreibung

«No se trata de un reportaje, ni de un estu­dio de sociología urbana, sino de un intento de captar la realidad de una época a través de una colección de instantáneas de la vida cotidiana colectiva. Creo que es en la forma de mirar qué hay en los carritos junto a las cajas de un supermercado, en las palabras que se pronuncian para pedir un filete o apreciar un cuadro, donde se leen los deseos y las frus­traciones, las desigualdades socioculturales. […] He evitado lo máximo posible ponerme en escena y expresar la emoción que está en el origen de cada texto. Al contrario, he buscado practicar una especie de escritura fotográfica de lo real, en la cual las existencias cruzadas conservarían su opacidad y su enigma.» Determinada a plasmar la vida anónima de las ciudades, el bullicio caótico de lo cotidiano, Annie Ernaux emprende la escritura de un diario «exterior» en el que, dando cabida a los otros y proyectándose a sí misma en los demás, en ese afuera abrumador y multiforme, termina por descubrir profundidades inesperadas, una introspección.

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PRIMERA EDICIÓNoctubre 2024

TÍTULO ORIGINALJournal du dehors

Publicado por

EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.

[email protected]

www.cabaretvoltaire.es

©1993 Éditions Gallimard

©de la traducción, 2024 Lydia Vázquez Jiménez

©de esta edición, 2024 Editorial Cabaret Voltaire SL

BIC: FA

ISBN-13: 978-84-19047-50-2

Producción del ePub: booqlab

Dirección y Diseño de la Colección

MIGUEL LÁZARO GARCÍA

JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

FOTOGRAFÍAS

Cubierta: Juist, 2001 ©Gerhard Richter 2024

Guarda: Annie Ernaux, 1993 ©Louis Monier

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

Nuestro verdadero yo no estápor entero en nosotros.

JEAN-JACQUES ROUSSEAUDiálogos

Desde hace veinte años vivo en una ciudad nueva, a cuarenta kilómetros de París, Cergy-Pontoise. Antes, siempre viví en provincias, en ciudades donde eran visibles las huellas del pasado y de la historia. Llegar a un lugar surgido de la nada en pocos años, privado de toda memoria, con sus construcciones diseminadas por un territorio inmenso de límites inciertos, supuso para mí una experiencia perturbadora. Me hallaba sumida en una sensación de extrañeza, incapaz de ver otra cosa que no fueran las explanadas ventosas, las fachadas de hormigón rosa o azul, o el desierto de esas hileras de viviendas unifamiliares. Impresión continua de flotar entre el cielo y la tierra, en un no man’s land. Mi mirada era como las paredes de vidrio de los edificios de oficinas: no reflejaba a nadie, solo las torres y las nubes.

Poco a poco fui saliendo de aquella esquizofrenia. Me gustaba vivir ahí, en un lugar cosmopolita, en medio de vidas empezadas en otros lugares: en una provincia francesa, en Vietnam, en el Magreb o en Costa de Marfil —como la mía, en Normandía—. Observaba cómo jugaban los niños al pie de los edificios, cómo paseaba la gente por las calles cubiertas del centro comercial de Les Trois Fontaines, cómo esperaban en las marquesinas de los autobuses. Prestaba atención a lo que se decía en el RER. Me entraron ganas de transcribir escenas, palabras, gestos de personas anónimas a las que nunca se vuelve a ver, grafitis en las paredes, borrados apenas trazados. Todo lo que, de un modo u otro, despertaba en mí emoción, desconcierto o indignación.

Así nació este Diario del afuera, que continué hasta 1992. No se trata de un reportaje, ni de un estudio de sociología urbana, sino de un intento de captar la realidad de una época —esa modernidad de la que una ciudad nueva transmite un sentimiento muy fuerte sin que, por ello, pueda definirse— a través de una colección de instantáneas de la vida cotidiana colectiva. Creo que es en la forma de mirar qué hay en los carritos junto a las cajas de un supermercado, en las palabras que se pronuncian para pedir un filete o apreciar un cuadro, donde se leen los deseos y las frustraciones, las desigualdades socioculturales. En la cajera humillada por la clienta, en el mendigo que pide dinero y al que la gente evita, en las violencias y las vergüenzas de la sociedad —en todo lo que parece anodino y carente de significado por ser demasiado familiar u ordinario—. No hay jerarquía en nuestras experiencias del mundo. La sensación y la reflexión que provocan los lugares o los objetos son independientes de su valor cultural, y el hipermercado ofrece tanto significado y verdad humana como la sala de conciertos.

He evitado lo máximo posible ponerme en escena y expresar la emoción que está en el origen de cada texto. Al contrario, he buscado practicar una especie de escritura fotográfica de lo real, en la cual las existencias cruzadas conservarían su opacidad y su enigma. (Más tarde, al ver las fotografías que hizo Paul Strand de los habitantes de un pueblo italiano, Luzzara, fotos impactantes de presencia violenta, casi dolorosa —los seres están ahí, solo ahí—, pensaré que me encuentro ante un ideal, inaccesible, de la escritura.)

Pero, al final, en estos textos he puesto de mí misma mucho más de lo previsto: obsesiones, recuerdos determinando inconscientemente la elección de la palabra, de la escena que plasmar. Y ahora estoy segura de que se descubre más de uno mismo proyectándose en el mundo exterior que en la introspección del diario íntimo —que, nacido hace dos siglos, no es forzosamente eterno—. Son los otros, anónimos que nos cruzamos en el metro, en las salas de espera, quienes, por el interés, la ira o la vergüenza con que nos penetran, despiertan nuestra memoria y nos revelan a nosotros mismos.

ANNIE ERNAUX

1996

1985

En el muro del parking de la estación del RER está escrito DEMENCIA. Más allá, en la misma pared, TE QUIERO ELSA e IF YOUR CHILDREN ARE HAPPY THEY ARE COMMUNISTS.

Esta tarde, en el barrio de Les Linandes, ha pasado una mujer en una camilla transportada por dos bomberos. Estaba incorporada, casi sentada, tranquila, tenía el pelo gris, entre cincuenta y sesenta años. Una manta le cubría las piernas y la mitad del cuerpo. Una niña le ha dicho a otra: «Había sangre en su sábana». Pero no había ninguna sábana sobre la mujer. Ha cruzado así la plaza peatonal de Les Linandes, como una reina en medio de la gente que iba a hacer la compra a Franprix, de los niños que jugaban, hasta llegar al coche de los bomberos, en el parking. Eran las cinco y media, hacía un día luminoso y frío. Desde lo alto de un edificio que bordea la plaza, una voz ha gritado: «¡Rachid! Rachid!». He metido la compra en el maletero del coche. El carrista estaba apoyado en la pared del pasaje que conduce del parking a la plaza. Llevaba una americana azul y el mismo pantalón gris de siempre sobre unos zapatones. Tiene una mirada terrible. Se ha acercado a recoger mi carrito cuando yo ya casi había salido del parking. Para volver a casa, he tomado la vía que bordea la zanja abierta para la prolongación del RER. Tenía la impresión de subir hacia el sol, que se ponía tras las barras entrecruzadas de los pilares que descienden hacia el centro de la Ciudad Nueva.

En el tren en dirección a la Gare Saint-Lazare, en París, una anciana se ha sentado en un sitio junto al pasillo, habla con un muchacho —tal vez su nieto—, que se ha quedado de pie: «Marcharte, marcharte, ¿no estás bien donde estás? Piedra que rueda no cría musgo». Él tiene las manos en los bolsillos, no contesta. Luego: «Cuando viajas ves a gente». La anciana se echa a reír: «¡Verás guapos y feos, como en todas partes!». Su rostro permanece radiante mientras mira al frente, deja de hablar. El chico no sonríe y se mira los zapatos, apoyado en la pared del vagón. Frente a ellos, una bella mujer negra lee una novela de la colección «Harlequin», Una sombra planea sobre la felicidad.

El sábado por la mañana, en el Super-M del centro comercial de Les Trois Fontaines, una mujer avanza a grandes zancadas entre los pasillos de la sección «Menaje» con un cepillo de escoba en las manos. Habla consigo misma con aire trágico: «¿Dónde se han metido? Es difícil ir de compras en grupo».

Multitud silenciosa en las cajas. Un árabe no deja de mirar el interior de su carrito, las pocas cosas que yacen en el fondo. Satisfacción por haber conseguido enseguida lo que quería, o miedo a «llevar más de lo que puede pagar», o ambas cosas. Una mujer de unos cincuenta años, con abrigo marrón, arroja bruscamente sus paquetes a la cinta, los recoge también bruscamente una vez facturados y los echa de nuevo en el carrito. Deja que la cajera rellene su cheque y luego firma lentamente.

En las calles cubiertas del centro comercial, la gente fluye con dificultad. Se consigue esquivar, sin mirarlos, todos esos cuerpos a escasos centímetros. Un instinto o una costumbre infalible. Solo los carritos y los niños dan de vez en cuando un golpe en el vientre o la espada de alguien. «¡Mira por dónde vas!», exclama una madre a su hijo pequeño. Algunas mujeres en consonancia con las luces y los maniquíes de los escaparates —labios rojos, botas rojas, nalgas estrechas ceñidas por unos vaqueros y melenas al viento— avanzan decididas.

Ha subido en Achères-Ville; veinte, veinticinco años. Ha ocupado dos asientos, con las piernas de lado, estiradas. Saca un cortaúñas del bolsillo y lo utiliza, contempla después de cada dedo arreglado el hermoso resultado, extendiendo la mano frente a él. Los viajeros que lo rodean fingen no darse cuenta. Parece que use un cortaúñas por primera vez. Insolentemente dichoso. Nadie puede nada contra su felicidad de —como se deduce por las caras de la gente a su alrededor— persona maleducada.