Perderse - Annie Ernaux - E-Book

Perderse E-Book

Annie Ernaux

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Narrado en forma de diario íntimo, Ernaux nos cuenta en Perderse la relación sentimental que mantuvo en secreto durante varios años con un diplomático ruso. «Nunca supe nada de sus actividades que, oficialmente, eran de orden cultural. Me sorprende hoy que no le hiciera más preguntas. Nunca sabré tampoco qué fui para él. Su deseo de mí es lo único de lo que estoy segura. Era, en todos los sentidos del término, la amante en la sombra. Soy consciente de que publico este diario por una especie de prescripción interior, sin preocuparme por lo que él, S., pueda sentir. A buen derecho, podrá estimar que se trata de un abuso de poder literario, incluso de una traición. Concibo que se defienda mediante la risa o el desprecio, "no me veía con ella más que para echar un polvo". Preferiría que aceptara, aunque no lo entienda, haber sido durante meses, sin que él lo supiera, ese principio, maravilloso y terrorífico, de deseo, de muerte y de escritura.» Autora ganadora del Premio Nobel de Literatura 2022

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PERDERSE

 

PRIMERA EDICIÓNoctubre 2021TÍTULO ORIGINALSe perdre

Publicado porEDITORIAL CABARET VOLTAIRE [email protected]

©2001 Éditions Gallimard©de la traducción, 2021 Lydia Vázquez Jiménez©de esta edición, 2021 Editorial Cabaret Voltaire SL

IBIC: FAISBN-13: 978-84-190470-7-6DEPÓSITO LEGAL: M-26989-2021Producción del ePub: booqlab

Dirección y Diseño de la ColecciónMIGUEL LÁZARO GARCÍAJOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

«Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte»

Cubierta: Kl. Badende. Small Bather, 1994 ©Gerhard RichterGuarda: Annie Ernaux, 1988 ©Louis Monier

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

Voglio vivere una favola             

Inscripción anónima             en la escalinata de la iglesia Santa Croceen Florencia                  

El 16 de noviembre de 1989 llamé por teléfono a la embajada de la URSS en París. Pedí que me pusieran con el señor S. La telefonista no contestó. Se hizo un largo silencio y una voz de mujer me dijo: «Es que, sabe usted, el señor S. se volvió ayer a Moscú». Colgué inmediatamente. Me parecía que ya había oído esa frase al teléfono. No eran las mismas palabras, pero sí el mismo sentido, con el mismo peso de horror y la misma imposibilidad de creerlo. Después, recordé el anuncio de la muerte de mi madre, tres años y medio antes. El enfermero del hospital había dicho: «Su madre se ha apagado esta mañana, después de desayunar».

El muro de Berlín había caído unos días antes. Los regímenes instaurados en Europa por la Unión Soviética se tambaleaban unos tras otros. El hombre que acababa de retornar a Moscú era un fiel servidor de la URSS, un diplomático ruso destacado en París.

Le conocí un año antes durante un viaje de escritores a Moscú, Tiblisi y Leningrado, un viaje en el que hacía de acompañante. Habíamos pasado la última noche juntos, en Leningrado. De vuelta a Francia, seguimos nuestra relación. El ritual era inmutable. Me llamaba, preguntándome si podía venir por la tarde o por la noche, y, más rara vez, al día siguiente o dentro de dos días. Llegaba, solo se quedaba unas horas. Se iba y yo me quedaba esperando la próxima llamada.

Tenía treinta y cinco años. Su mujer le servía de secretaria en la embajada. Su recorrido, captado a retazos durante nuestras citas, era el clásico de un miembro del aparato: adhesión al Komsomol, luego al PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética), estancia en Cuba. Hablaba francés de manera fluida, con mucho acento. Aunque era partidario declarado de Gorbachov y de la perestroika, echaba de menos, en cuanto bebía, la época de Brézhnev y no escondía su veneración por Stalin.

Nunca supe nada de sus actividades que, oficialmente, eran de orden cultural. Me sorprende hoy que no le hiciera más preguntas. Nunca sabré tampoco qué fui para él. Su deseo de mí es lo único de lo que estoy segura. Era, en todos los sentidos del término, la amante en la sombra.

Durante aquel periodo, no escribí nada, fuera de los textos que me pedían para las revistas. El diario íntimo que escribo de manera irregular, desde la adolescencia, fue mi único espacio auténtico de escritura. Era una manera de soportar la espera de la próxima cita, de redoblar el goce de los encuentros registrando las palabras y los gestos eróticos. Por encima de todo, de salvar la vida, salvar de la nada lo que, sin embargo, es lo que más se aproxima a ella.

Después de que se fuera de Francia, empecé un libro sobre esa pasión que me había marcado y que seguía viva en mí. Lo proseguí de forma discontinua, acabado en 1991 y publicado en 1992: Passion simple.

En la primavera de 1999, fui a Rusia. No había vuelto desde mi viaje de 1988. No volví a ver a S. y la verdad es que me resultaba indiferente. En Leningrado, que volvía a ser San Petersburgo, me acordé del nombre del hotel donde había pasado una noche con él. Durante aquella estancia, el único rastro de la realidad de esa pasión era el conocimiento que poseía de algunas palabras rusas. Muy a pesar mío, continuamente, de manera agotadora, buscaba descifrar los caracteres cirílicos en letreros y carteles publicitarios. Me asombraba ver que conocía esas palabras, ese alfabeto. El hombre por quien los había aprendido carecía ya de existencia en mí y me daba igual que estuviera vivo o muerto.

En enero o febrero del 2000, empecé a releer los cuadernos de mi diario correspondientes al año de mi pasión por S. que no había abierto desde hacía cinco años. (Por motivos que no es necesario evocar aquí, estaban guardados en un lugar que me los hacía inaccesibles.) Me di cuenta de que en aquellas páginas había una «verdad» distinta de la de Passion simple. Algo crudo y negro, sin salvación, algo que tenía que ver con la oblación. Pensé que también debía sacarlo a la luz.

No he modificado ni cortado nada del texto inicial al pasarlo al ordenador. Las palabras depositadas en el papel para aprehender el pensamiento, las sensaciones en un momento dado tienen para mí un carácter tan irreversible como el tiempo: son el tiempo mismo. Simplemente, recurrí a las iniciales puesto que emitía un juicio que podía herir a la persona en cuestión. Lo mismo para designar el objeto de mi pasión, S. No porque crea que así voy a preservar su anonimato —ilusión bastante vana—, sino porque esa forma de arrancarlo a la realidad mediante la inicial me parece corresponder a lo que ese hombre ha sido para mí: una figura de lo absoluto, de lo que suscita un terror sin nombre.

El mundo exterior está casi totalmente ausente de estas páginas. Aún hoy, me parece más importante haber anotado, día a día, los pensamientos, los gestos, todos los detalles (desde los calcetines que conservaba haciendo el amor a su deseo de morir en su coche) que constituyen esta novela de la vida que es una pasión, que la actualidad del mundo, cuya prueba siempre podré encontrar en los archivos.

Soy consciente de que publico este diario por una especie de prescripción interior, sin preocuparme por lo que él, S., pueda sentir. A buen derecho, podrá estimar que se trata de un abuso de poder literario, incluso de una traición. Concibo que se defienda mediante la risa o el desprecio, «no me veía con ella más que para echar un polvo». Preferiría que aceptara, aunque no lo entienda, haber sido durante meses, sin que él lo supiera, ese principio, maravilloso y terrorífico, de deseo, de muerte y de escritura.

Otoño 2000

1988

septiembremartes 27

S… la belleza de todo esto: exactamente los mismos deseos, los mismos actos que en otro tiempo, en 1958, en 1963, y con P. Y la misma somnolencia, o el mismo torpor, podría decir. Tres escenas se desgajan. Por la noche (domingo) en su habitación, cuando nos habíamos sentado uno junto a otro, tocándonos, cuando no nos habíamos dicho nada y estábamos de acuerdo, deseosos de lo que iba a venir y aún dependía de mí. Su mano pasaba, rozándolas, cerca de mis piernas estiradas, cada vez que depositaba la ceniza de su cigarrillo en el recipiente posado en el suelo. Delante de todos. Y hablábamos como si no pasara nada. Luego los demás se van (Marie R., Irène, R.V.P.) pero F. se nos pega, me espera para irnos juntos. Sé que si me voy ahora de la habitación de S. no tendré fuerzas para volver. Aquí todo se lía. F. está fuera, o casi, la puerta está abierta, y me parece que S. y yo nos lanzamos el uno sobre el otro, que la puerta se cierra (¿quién?), estamos en la entrada, yo con la espalda contra la pared apago y enciendo la luz. Dejo caer el impermeable, el bolso, la chaqueta del traje. Él apaga. La noche comienza, y la vivo con absoluta intensidad. (Y sin embargo el deseo de no volver a verle, como de costumbre).

Segundo momento, lunes por la tarde. Acabo de terminar de hacer la maleta cuando llama a la puerta de mi habitación. En la entrada nos acariciamos. Me desea tanto que me pongo de rodillas y le hago gozar con la boca durante mucho tiempo. Se calla, luego murmura mi nombre con su acento ruso, como una letanía. Sigo con la espalda contra la pared, en medio de la oscuridad (no quiere luz): la comunión.

Último momento, en el tren nocturno, hacia Moscú. Nos besamos en uno de los extremos del vagón, yo con la cabeza pegada a un extintor (que identifico solo después). Y todo esto ha sucedido en Leningrado.

Ninguna prudencia por mi parte, ningún pudor, ni, a fin de cuentas, ninguna duda. El bucle concluye, cometo los mismos errores que en otro tiempo y ya no son errores. Solo belleza, pasión, deseo.

Desde mi vuelta en avión, ayer, intento reconstruir, pero todo tiende a escaparse, es como si algo hubiera sucedido fuera de mi conciencia. La única certeza, en Zagorsk, el sábado, en ese momento, en la visita del Tesoro, con las zapatillas puestas, me toma por la cintura durante unos segundos y sé inmediatamente que aceptaría acostarme con él. Pero luego, ¿dónde está mi deseo? Comida con Chetverikov, el director de la VAAP [Agencia Soviética de Derechos de Autor], y S. está lejos de mí. Salimos para Leningrado, en un tren de literas. En ese momento, le deseo, pero nada es posible y eso no me preocupa: que suceda o no suceda no me hace sufrir. El domingo, visita de Leningrado, la casa de Dostoievski, por la mañana. Creo haberme equivocado al creer que le atraigo y dejo de pensar en ello (¿seguro?). Comida en el hotel Europa, a su lado, pero eso sucede tantas veces desde el principio del viaje. (Un día, en Georgia, se había puesto a mi lado, yo me limpié las manos mojadas en su vaquero, espontáneamente.) Visita del Ermitage, no estamos juntos a menudo. Vuelta por un puente sobre el río Neva, estamos juntos, acodados en el parapeto. Cena en el hotel Karalia, estoy separada de él. R.V.P. le empuja a que saque a bailar a Marie, es un baile lento. Sin embargo, sé que siente el mismo deseo que yo. (Acabo de olvidar un episodio, el espectáculo de los ballets, antes de la cena. Estoy sentada junto a él, y solo pienso en mi deseo de él, sobre todo durante la segunda parte del espectáculo, tipo Broadway, «Los tres mosqueteros». La música sigue resonando hoy en mi cabeza. Me digo entonces que, si me acuerdo del nombre de la compañera de Céline, una bailarina, nos acostaremos juntos. Me acuerdo: es Lucette Almanzor.) En su habitación, donde nos ha invitado a beber vodka, se las arregla visiblemente para sentarse a mi lado (gran dificultar para apartar a F. que también quiere, que me va detrás). Y ahí, lo sé, lo siento, estoy segura. Es el encadenamiento perfecto de los momentos, la complicidad, la fuerza de un deseo que no ha necesitado de muchas palabras, todo de una gran belleza. Y esa «ausencia» de unos segundos, cuando se produce la fusión cerca de la puerta. Agarrarse uno a otro, besarse hasta morir, me arranca la boca, la lengua, me estrecha.

Siete años después de mi primera estancia en la URSS, una revelación sobre mi relación con el hombre (con un solo hombre, él, no con otro, como antes con Claude G., luego con Philippe). Y el inmenso cansancio. Tiene treinta y seis años, aparenta treinta, alto (junto a él, sin tacones, parezco bajita), delgado, ojos verdes, pelo castaño claro. La última vez que pensé en P. fue en la cama, después de hacer el amor, ligera tristeza. Ahora solo pienso en volver a ver a S., ir hasta el final de esta historia. Y como en 1963 con Philippe, vuelve a París el 30 de septiembre.

jueves 29

A veces capto su rostro, pero de manera muy fugitiva. Aquí, ahora, se me escapa. Conozco sus ojos, la forma de sus labios, de sus dientes, nada forma un todo. Solo su cuerpo me resulta identificable, sus manos todavía no. Me devora el deseo hasta hacerme llorar. Quiero la perfección del amor como al escribir Una mujer creí alcanzar la perfección de la escritura, que solo puede surgir del don, de la pérdida de toda prudencia. La cosa ha empezado bien.

viernes 30

Aún no ha llamado. No sé a qué hora llega su vuelo. Representa a esa casta de hombres algo tímidos, altos y rubios que ha ido marcando mi juventud y que acababa mandando a paseo. Pero ahora sé que son esos los únicos que pueden soportarme, hacerme feliz. ¿Por qué la extraña consonancia silenciosa de ese domingo en Leningrado, si todo ha de interrumpirse? En el fondo, no creo posible que no nos veamos, pero cuándo.

octubresábado 1

Era la una menos cuarto. El vuelo tenía tres horas de retraso. La felicidad dolorosa: en el fondo, ninguna diferencia entre que haya llamado y la ausencia de llamada, la misma tensión atroz. Desde los dieciséis años conozco eso (G. de V., Claude G., Philippe, los tres principales, luego P.). ¿Está empezando la «hermosa historia de amor»? Tengo miedo de morir en coche (esta noche Lille-París), miedo de todo lo que me impediría verlo.

domingo 2

Cansancio, torpor. He dormido cuatro horas después de volver de Lille. Dos horas haciendo el amor en el apartamento de David. [David y Éric son mis dos hijos.] Heridas, placer, y siempre el pensamiento de aprovechar el momento, antes de marchar, la fatiga. Antes de la terrible amenaza «soy demasiado mayor». Pero, a los treinta y cinco años, habría sentido celos de una bella mujer de cincuenta.

El Parc des Sceaux, los estanques, un tiempo frío y húmedo, el olor a tierra. En 1971, cuando vine aquí para pasar la oposición de catedrática de instituto, nunca habría adivinado que volvería a este parque con un diplomático soviético. Ya me he visto volviendo dentro de unos años tras las huellas de este paseo de hoy, como hice en Venecia, hace un mes, en recuerdo de 1963.

Le gustan los coches grandes, el lujo, las relaciones mundanas, muy poco intelectual. Y eso mismo es un retroceso, imagen de mi marido, detestada, y que, aquí, por corresponder a un periodo de mi vida pasada, se vuelve dulce, positiva. Ni siquiera tengo miedo a ir en coche con él.

Cómo hacer para que no se note que me encariño demasiado rápido, para que él sienta de vez en cuando la dificultad de conservarme.

lunes 3

Ayer por la noche, llamó, yo estaba durmiendo, quería venir. Yo no podía (Éric presente). Noche agitada, qué hacer con ese deseo, y hoy de nuevo, porque no le veré. Lloro por tanto deseo, por esa hambre absoluta que tengo de él. Representa la parte de mí misma más «advenediza», la más adolescente también. Poco intelectual, le gustan los coches grandes, la música mientras corre a toda velocidad, «aparentar», es «ese hombre de mis años jóvenes», rubio y un poco zafio (las manos, las uñas cuadradas) que me colma de placer y al que ya no tengo ningunas ganas de reprochar su falta de intelectualidad. Tendría que dormir un poco, profundamente, estoy al límite del agotamiento, incapaz de hacer nada. El duelo y el amor son una única y misma cosa en mi cabeza, mi cuerpo.

Canción de Edith Piaf, «Dios mío, dejádmelo, un poco más, un día, dos días, un mes… el tiempo de adorarse y de sufrir…». Cuanto más mayor me hago, más me entrego al amor. La enfermedad y la muerte de mi madre me han revelado la fuerza de la necesidad del otro. Me divierte oírlo, a S., cuando me contesta, cuando le digo «te quiero»: «¡Gracias!», algo parecido a «¡Gracias, no hay de qué!». En efecto. Y dice: «Verás a mi mujer», con dicha, con orgullo. Yo soy la escritora, la puta, la extranjera, la mujer libre también. No soy el «bien» que se posee y se exhibe, que consuela. No sé consolar.

martes 4

No sé si tiene ganas de seguir. Enfermedad «diplomática» (¡risas!). Pero yo estoy a punto de llorar, porque se ha aguado la fiesta. Cuántas veces he esperado, preparándome, poniéndome «guapa», agradable, y luego nada. No pasa nada, no se celebra nada. Me es tan impenetrable, misterioso, por necesidad, sin duda preñado de una natural duplicidad. Está en el Partido desde 1979. Orgulloso, como de una promoción, de un examen: forma parte de los mejores servidores de la URSS.

Única alegría hoy: un rockero ha intentado ligar conmigo en el metro, y encontrar ese lenguaje que me viene a la punta de la lengua de manera espontánea, «te parto la cara como sigas, etc.». Ser heroína de un ligue ordinario, crapuloso (dos comparsas observaban la escena), en un vagón de metro desierto.

¿La felicidad con S. ya es agua pasada?

miércoles 5

Las nueve, ayer, llamada… «Estoy cerca de tu casa, en Cergy…» Vino y nos quedamos dos horas encerrados en mi despacho, porque David estaba en casa. Esta vez, ningún pudor por su parte. No pude dormir, ni despegarme de su cuerpo que, una vez que se fue, seguía aún ahí, en mí. Todo mi drama reside en eso, en mi incapacidad de olvidar al otro, de ser autónoma, soy porosa a las frases, a los gestos de los demás, e incluso mi cuerpo absorbe el otro cuerpo. Es tan difícil trabajar después de una noche así.

jueves 6

Ayer por la noche, vino a buscarme a Cergy y nos fuimos al apartamento de David, en la Rue Lebrun. Penumbra, su cuerpo visible y velado, la misma locura, casi tres horas. A la vuelta, conduce deprisa, con la radio («En rouge et noir…», una canción del año pasado), hace ráfagas. Me muestra el coche potente que desea comprar. El perfecto advenedizo y algo patán («aún son vacaciones, podemos vernos otra vez», me dice…). Y misógino. Las mujeres en política, se parte de la risa, conducen mal, etc. Y a mí todo eso me resulta gracioso… qué extraño placer el mío con esas cosas. Cada vez más «el hombre de mi juventud», el ideal descrito en Los armarios vacíos. Llegados a la entrada de casa, una última escena, soberbia, así lo siento, para la realización de eso que, a falta de otras palabras, se denomina amor: deja la radio puesta (Yves Duteil: Le petit pont de bois) y le acaricio con la boca, hasta el goce, ahí mismo, en el coche detenido en la Allée des Lozères. Después, nos perdemos con las miradas del uno en el otro. Al despertar, esta mañana, vuelvo a ver la escena, una y otra vez, ininterrumpidamente. No hace una semana que ha vuelto a Francia y ya tanta complicidad, tanta libertad de gestos (hemos hecho casi todo lo que puede hacerse) en comparación con Leningrado. He hecho siempre el amor y he escrito siempre como si tuviera que morir después (de hecho, ganas de accidente, de muerte, al volver por la autopista ayer por la noche).

viernes 7

No haber agotado el deseo, al contrario, verlo renacer con más dolor, con más fuerza. No sé su cara fuera de su presencia. Incluso cuando estoy con él, tiene otro rostro, tan cercano, tan evidente, como un doble. Soy casi siempre yo la que dirijo, pero según su deseo. Ayer por la noche, estaba dormida cuando llamó, como sucede a menudo. Tensión, felicidad, deseo. Mi nombre murmurado con ese acento gutural, que palataliza y acentúa la primera sílaba, hace la segunda muy breve [âni]. Nunca nadie dirá así mi nombre.

Me acuerdo de mi llegada a Moscú en 1981 (hacia el 9 de octubre), el soldado ruso, tan alto, tan joven, mis lágrimas espontáneas por encontrarme allí, en ese país casi imaginario. Ahora, es un poco como si hiciera el amor con ese soldado ruso, como si toda la emoción de hace siete años confluyera en S. Hace una semana, no preveía la efusión. La frase de André Breton, «hicimos el amor como late el sol, como baten los féretros», más o menos.

sábado 8

martes 11

Se ha ido a las once de la noche. Es la primera vez que vivo tantas horas seguidas haciendo el amor sin tiempos muertos. A las diez y media se levanta. Yo: «¿Quieres algo?». Él: «Sí, a ti». Vuelta al dormitorio. Qué duro va a ser el final del mes de octubre, que supondrá el fin de nuestras relaciones con la llegada de su mujer. Pero ¿podrá renunciar tan fácilmente? Me parece que está enganchado al placer que sentimos juntos. ¡Y oírle condenar la libertad sexual, la pornografía! ¡Las costumbres disolutas de los georgianos! Ahora se atreve a preguntarme «¿te has corrido?». Al principio, no. Esta noche, sodomía por primera vez. Está bien que sea él, para una primera vez. Es verdad que un hombre joven en la cama le hace a una olvidar la edad y el tiempo. Esa necesidad de hombre, que es tan terrible, próxima al deseo de muerte, a mi aniquilación, hasta cuándo…

miércoles 12

Tengo la boca, la cara, el sexo, doloridos. No hago el amor como un escritor, es decir, diciéndome que «me servirá», o con distancia. Hago el amor como si fuera siempre (¿y por qué no habría de ser así?) la última vez, como un simple ser vivo.

Reflexionar: en Leningrado, él era muy torpe (¿por timidez? ¿o relativa inexperiencia?). Lo es cada vez menos, entonces ¿yo sería una especie de iniciadora? Ese papel me encanta, pero es frágil, ambiguo. No es promesa de duración (puede rechazarme por puta). La inconsciencia o las contradicciones me divierten: me habla de su mujer, de cómo se conocieron, del necesario comedimiento en las costumbres en la URSS y, cinco minutos después, me suplica que hagamos el amor, que subamos al dormitorio. Qué felicidad. Y naturalmente se ha puesto muy contento cuando le he dicho «¡qué bien haces el amor!», a mí también me gustó que me dijera algo parecido en Leningrado.

jueves 13

Habría que evocar esa relación constante entre el amor y el deseo de ropa nueva, insaciable (a la vez que sospecho su inutilidad para la mirada del deseo). Lo mismo que en 1984, cuando no dejaba de comprarme faldas, jerséis, vestidos, etc., sin mirar el precio. Gastar, y desgastarse.

La espera del teléfono. Además, una impenetrabilidad total: ¿qué le une a mí?

¡Y empiezo a aprender ruso!

sábado 15

Los pasos en la escalera, en la Rue Lebrun. No llama, intenta entrar. Le doy la vuelta a la llave. Cuerpo suave, liso, poco viril, salvo… Y alto, mucho más alto que yo. El gesto de apagar la luz para hacer el amor, interminablemente. Al volver, conduce muy rápido, y yo tengo la mano encima de su muslo, el estereotipo. Amor/muerte, pero qué intenso.

El martes pasado, cerca de La Défense, pensaba yo lo que me gustaba ese mundo urbano, ese paisaje de rascacielos, de luces, de coches, esos lugares anónimos y llenos, donde he vivido, vivo, encuentros y pasiones. (Yvetot, Le Mail, los domingos vacíos, cuatro gatos, «¿saldré de ahí alguna vez?»).

De todas formas, S., es ya una bonita historia (solo tres semanas).

lunes 17

Creer como siempre en la indiferencia: hoy certeza de que no habrá más después del final de octubre, y quizá antes. He pensado que no le había preguntado el nombre de su mujer (las formas sutiles de los celos o el deseo de aniquilar a la otra mujer).

martes 18/miércoles 19

La una y media. Se ha marchado a la una menos cuarto después de llegar conmigo a París a las ocho y media. Hace el amor (hacemos, más bien) con un deseo cada vez más agudo, profundo, habla, bebe vodka, y volvemos a hacer el amor, etc. Tres veces en cuatro horas. Mis martes valen tanto como los de la Rue de Rome (hablo de Mallarmé… y de mí, hace cuatro años, con P.). Naturalmente, se me pasan pocas cosas por la cabeza, o, mejor dicho, solo cosas sin vuelta de hoja: el presente, la piel, el Otro. A cada minuto, soy ese presente que huye, en el coche, en la cama, en el salón cuando hablamos. La precariedad confiere una intensidad absoluta, violenta, a estos encuentros.

Después, durante el día, no consigo zafarme de esa presencia. Por fogonazos, vuelvo a ver los momentos del amor (me pide que me dé la vuelta, está boca arriba y gime cuando le hago una felación, me dice «eres increíble haciendo el amor», me guía suavemente hacia su vientre, tomando por fin la iniciativa).

Luego el recuerdo, el abotagamiento desaparecen, vuelvo a necesitarle, pero estoy sola. Otra vez a esperar. En semejantes condiciones, no veo cuándo voy a ponerme a trabajar (en las clases o en el libro), a menos que todo se detenga.

viernes 21

Nada desde el martes por la noche. No saber nunca por qué. Esperar. Trabajo sin parar en el jardín. Unas horas más y ya será demasiado tarde para una cita esta noche, en París. Solo he llorado una vez desde el principio de esta historia. Puede que esta noche, si no nos vemos.

sábado 22

Me voy a Marsella sin que haya dado señales de vida. Llanto, claro está, anoche. Me desperté a las dos de la mañana, dolor e indiferencia ante la muerte, deseo incluso. Luego escribir, la idea de poder escribir sobre «esa persona», sobre los encuentros, sustituye la idea de la muerte. Y entiendo que, desde siempre, el deseo, la escritura y la muerte son para mí intercambiables. Así, ayer, me vino a la cabeza una frase de mi libro sobre mi madre. «Fuera aún me siento peor.» Habría podido decirlo para este día en que todo el amor me ha parecido perdido. Sé que Los armarios vacíos se han escrito con fondo de dolor y unión destruida. Sé que entre Philippe y yo ha estado presente la muerte, ese aborto. Escribo en lugar del amor, para rellenar ese vacío, y por encima de la muerte. Hago el amor con el mismo deseo de perfección que cuando escribo.

He soñado que robaba, para conducirlo, el Renault Alpine que teníamos hace nueve años. Símbolo más que claro: es el objeto que seduciría a S., uno de esos locos por los coches rápidos y «con estilo». Qué malentendido. Solo le gusto por mi estatus de escritora, por mi «fama», y todo eso se construye sobre los cimientos de mi sufrimiento, de mi incapacidad de vivir, precisamente en la base de nuestra historia.

domingo 23

Esta mañana, casi sola en el Café Les deux garçons, en Aix-en-Provence. Recuerdo de Burdeos, 1963. Mi amor por los grandes cafés, el anonimato, el encuentro. Semejanza con 1963, por el dolor, por el malestar. Ninguna señal desde la noche del martes al miércoles. No saber. Tal indiferencia por su parte es, por supuesto, heladora para la imaginación. Me llamaba por la noche. Quince días. Y ya tan lejano todo. En el TGV, deseo de él enorme, ganas de gritar. Acordarme de la última vez, una y otra vez, de cada gesto, cada palabra (tan pocas). Pero me pasó a los dieciocho años, me volví loca, quería morirme. Ahora ya no es la misma desesperación.

lunes 24

Las 11h10, el teléfono. Para el miércoles (quizá). Evidentemente, todas estas cosas nocturnas no tienen la misma importancia para él que para mí. Tengo demasiado tiempo para pensar en la pasión, ese es mi drama. Ninguna obligación venida imperativamente del exterior. La libertad me conduce a la pasión, tan acaparadora.

Miércoles a mediodía. Almuerzo con el embajador de la URSS, Riabov, y el presidente de la VAAP. S. estará, seguro. Situación excitante y turbadora a la vez. La perfección sería que viniera por la noche, después de la ceremonia pública en la que habríamos mostrado indiferencia el uno por el otro. La clandestinidad posee encantos inagotables.

martes 25

Por la mañana, sueño, sueño, imaginando lo que, dentro de dos días, estará ya detrás. Luego me concentro mal sobre lo que hago, en la medida en que mis sueños no son gratuitos sino destinados a realizarse. Son ya realidad, forman parte de ella. Aunque, y eso es lo que me sorprende, la realidad pasada sea, quizá, más fantástica (como Leningrado). Me gustaría una especie de perfección en el día de mañana, y puede que resulte catastrófico: cena aburrida e imposibilidad de verse por la noche. En cualquier caso, traje de chaqueta negro, blusa verde con collar de perlas, el que me he dejado puesto para hacer el amor (si se fija, en la mesa…). Sé que nunca he estado tan guapa (todo el mundo me lo dice y no paro de ligar, esta misma mañana, en Alcampo). Más que a los veinte, más que a los treinta. El canto del cisne. (De hecho, ese era el espectáculo en Leningrado.) Ahora recuerdo lo que sucedió, en la habitación de Leningrado: estaba lista para salir; iba a cerrar la puerta, y volví adentro. Tenía que estar muy cerca porque caímos inmediatamente en los brazos el uno del otro.

miércoles 26

Decir la felicidad del almuerzo. De tenerle frente a mí. Saber que le veré esta noche. Saber que somos amantes. Y que no se note (¿igual algo sí, en mi caso?). Son ahora las ocho de la tarde. Tiene que venir dentro de una hora o dos.

Esas horas de espera son el fin del mundo, una dicha inmensa, pero sin cumplir. La antesala de la felicidad. A fin de cuentas, sé que puede suceder cualquier cosa, que no pueda venir, un accidente. La canción de Edith Piaf: «Dios mío, déjamelo un poco más». Tanta belleza, tanto deseo. Borrar octubre de 1963. Juventud tan torpe, tan espantosamente torpe.

jueves 27

Las diez menos veinte, quizá. Se va a las tres menos cuarto de la mañana. «He conducido como un loco.» No puedo sacar nada de esta porción de noche que hemos vivido juntos. El amor, sin parar, unos cuerpos (¿pero se trata de cuerpos en ese momento? ¿qué es esa cosa hambrienta, más allá del deseo mismo?) siempre pegados, o despegados tan poco tiempo. Y se parecía a una última vez, aunque le apeteciera volver a verme, a pesar de su mujer.

En un mes, hemos pasado del amor mal hecho a una especie de perfección, bueno, o casi. Resiste al sentimiento, y así ha de ser (¿qué haría yo de un hombre que quisiera cambiarme la vida?) pero no a la dependencia sensual. Más deseoso ahora de «dar», como yo tengo ganas de dar, aunque siga conservando cierta brutalidad significativa de la falta de experiencia. Impresión de que descubre realmente lo que puede ser el amor, que desea hacerlo todo (de ahí su petición de hacer el amor entre los pechos, mis pechos). Se ha ido, he dormido como dentro de su cuerpo.

El miércoles 26 de octubre ha sido un día perfecto.

Él enumera: la camisa Yves Saint Laurent, el chaquetón Yves Saint Laurent, la corbata Cerruti, el pantalón Ted Lapidus. Gusto por el lujo, por lo que no tiene en la URSS. ¿Cómo yo, la adolescente mal vestida, muriéndome de ganas por tener uno de esos vestidos de niña rica, podría reprochárselo? Y me ha parecido que todas esas prendas eran nuevas, que quería ir mejor vestido. Arreglarse para el ceremonial amoroso. Esas cosas también son hermosas.

Mi nombre en medio de la noche, gemido de placer. Adoración de su sexo. Pienso en las pinturas del Cristo desnudo, descolgado de la cruz, cuando está medio caído, queriendo verme cómo le acaricio (al principio de la relación, no), disfrutando de esa imagen de mí, en adoración. La curva de su pecho, de su vientre, la blancura de su piel en medio de la penumbra. Estoy tan cansada… incapaz de hacer otra cosa que no sea esto: escribir sobre él, sobre «eso», tan misterioso, tan terrible.

Ahora ya no busco la verdad en el amor, busco la perfección de una relación, la belleza, el placer. Evitar lo que hiere, decir lo que le resulte agradable. Evitar también lo que, aun siendo verdad, pudiera dar de mí una imagen poco gratificante.

La sombra de la verdad solo puede darse en la escritura, no en la vida.

domingo 30

He ido a La Rochelle, un domingo de cielo claro, a la apertura del puerto. En el tren me he forzado a leer y siempre la misma obsesión: vuelve su mujer. Ayer por la noche, a eso de las doce y media, me llama para verme esta semana que entra, el lunes o el martes. Y digo entonces en voz alta, y lo repito después varias veces: «¡Qué alegría!». Por haberlo escuchado, por saber que la cosa sigue. Esta tarde, he pensado en aquel día de diciembre, con dieciséis años, en que, para ver a G. de V., aguanté la jornada entera de clases con 39º de fiebre, dispuesta a ir al día siguiente al cine con 40º si hacía falta. Él no podía. Volví a casa, me acosté y tuve un principio de neumonía, lo que me valió quince días de cama. Sigo siendo la misma. Solo que igual algo menos (quiero decir que menos capaz de tales locuras). Es cierto lo que he escrito a S.: «Es como si antes de ti no hubiera habido nadie».

noviembremartes 1

Ayer a mediodía, en el apartamento de la Rue Lebrun, con menos intimidad (por la tele del vecino). Llega, helado debido a los primeros fríos (0º), lleva una camiseta interior muy soviética. Le veo las uñas mal arregladas (con ese aire zafio que, en la residencia del embajador, les noté a todos los soviéticos). Y precisamente, esos detalles son los que más me enternecen. Después voy a casa de Heloísa Novaes y Carlos Freire. Está José Arthur, no lo sabía, y llego cansada, aureolada por un fuerte olor a hombre, con la cara marcada por los besos (no deja lugar a dudas, se ve, tengo unas placas rojas en la barbilla). Todo mi dolor está ahí: nada más dejar de verle, en cuanto se me pasa la embriaguez de ese amor que hacemos casi sin descanso, me pongo de nuevo a esperarle. Pero noviembre no podrá ser ese mes de octubre resplandeciente, también porque la pasión se apaga de manera inexorable.

Recuerdo, ayer por la noche: durante muchos meses guardé, en mi cuarto de Yvetot, las bragas con la sangre de la noche de Sées, en septiembre de 1958. En el fondo, «salvo» 1958, ese horror de los tres últimos meses de 1958 sobre los que he construido mi vida y que he trasladado, mal, a Lo que dicen o nada.

Viernes, viernes… Presentación, horrible de prever, de su mujer. Ser, yo, la más guapa, la más radiante, desesperadamente.

miércoles 2

Todos los días sueño con algo más: por ejemplo, con encuentros particulares, a orillas del Nièvre, o en cualquier otro lugar, etc. No pudiendo detenerme en la repetición de las relaciones actuales. (Sin duda por eso quise casarme con Philippe, sin sospechar que significaba el final del sueño.)