Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Durante un año, aproximadamente, sin una regularidad fija, Frédéric-Yves Jeannet le envió a Annie Ernaux una serie de preguntas y reflexiones. En sus respuestas, la autora de «La mujer helada» y «Los años» se esfuerza por rendir cuentas de una praxis de escritura iniciada décadas atrás, por describir su manera de trabajar, por hacer explícitas las «razones» de sus textos. La presente edición incorpora dos nuevos capítulos que amplían y actualizan este diálogo hasta el año 2021. «Importo a la literatura algo duro, pesado, incluso violento, ligado a las condiciones de vida, al lenguaje de un mundo que fue el mío hasta los dieciocho años, un mundo de obreros y campesinos. Siempre algo real. Tengo la impresión de que la escritura es lo mejor que puedo hacer, en mi caso, en mi situación de tránsfuga [de clase], como acto político y como "don".»
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 179
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
LA ESCRITURA COMO UN CUCHILLO
PRIMERA EDICIÓN octubre 2023
TÍTULO ORIGINAL L’écriture comme un couteau
Publicado por
EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.
www.cabaretvoltaire.es
©2003 Éditions Stock
©del anexo I, 2011 Éditions Gallimard
©del anexo II, 2023 Derechos reservados
©de la traducción, 2023 Lydia Vázquez Jiménez
©de esta edición, 2023 Editorial Cabaret Voltaire SL
ISBN-13: 978-84-19047-19-9
Producción del ePub: booqlab
Dirección y Diseño de la Colección
MIGUEL LÁZARO GARCÍA
JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA
«Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte»
FOTOGRAFÍAS
Cubierta: Annie Ernaux, 1983
©Sophie Bassouls. Sygma. Getty Images
Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.
A menudo nos sentimos atraídos por las antípodas, por el otro polo. En busca de un sentido en el mundo y en nuestras vidas, preferimos nuestras diferencias a nuestras similitudes, lo distinto entre semejantes, pues no podemos resignarnos a ver en los otros únicamente nuestro reflejo, a vivir y trabajar solo por identificación. En efecto, aprendemos más sobre la aprehensión de un mundo común observando la búsqueda emprendida por otros que llevando a cabo, con dificultad, siempre a un paso de renunciar y al borde del precipicio, nuestra propia búsqueda. En ese propósito, la lectura nos alimenta, puede salvarnos del proceso tortuoso, torturador, de la escritura, y darnos fuerzas para seguir adelante. Ciertamente se afrontan los mayores peligros, se acepta correr todos los riesgos cuando hay que llevar lo más lejos posible una investigación en la que el ser entero está en juego, siempre descifrando e intentando elucidar mediante una anamnesis, según el ejemplo que nos han dado Montaigne, Chateaubriand, Rousseau o Leiris.
Por eso, porque en apariencia es todo lo opuesto en la forma a mi trabajo largo y laberíntico (aunque también él en busca de una verdad sobre mi pasado), admiro desde hace veinte años la trayectoria exigente y arriesgada de Annie Ernaux, su escritura que no miente, decapada hasta los huesos, poniendo al desnudo el dolor, la alegría, la complejidad de existir. Admiro que sea capaz de extraer la esencia de una masa necesariamente compleja y profusa de sensaciones, pensamientos y sentimientos, en unos libros condensados hasta el extremo, que parecen límpidos, pero en los que, sin embargo, la dificultad del procedimiento, del desciframiento no está borrada, presente siempre en filigrana y señalada a lo largo del relato mismo. Me gustan sus frases sin metáforas, sin efectos, dotadas de sílex afilados que cortan hasta dejar en carne viva, hasta desollar, y también me gusta que ese movimiento se haya acentuado en los últimos años por una exploración cada vez más arriesgada, con una precisión de entomóloga, que va hasta los confines de lo que es aceptable decir, de lo que se dice o no se dice.
El malestar y la incomprensión, las reacciones de rechazo que suscitan en algunos —que hacen profesión de leer, de entender, y la vilipendian hoy— sus indagaciones sobre la totalidad del ser, en cuerpo y alma, proceden sin ninguna duda de móviles más oscuros —políticos, misóginos o biempensantes— que los del análisis literario. Me parecen un buen síntoma de la resistencia múltiple provocada por toda transgresión de las fronteras inmutables, impermeables o consideradas como tales, entre «lo sabido, lo conocido» y otros territorios, intactos, inexplorados, los «territorios del norte» tal y como se extienden en las fronteras de Hong Kong hacia lo que era, hasta hace poco, otro mundo: China. Así pues, he intentado que Annie Ernaux explicara las motivaciones profundas y las circunstancias de su gesto, de su postura de escritora. Y ello porque, por mi parte, me he acostumbrado, igual que ella, a ser como el caravanero, insensible a los ladridos; como el gaviero, que nunca cambia de rumbo ni abandona: sé que hay que dirigirse invariablemente hacia el polo, como el capitán Hatteras, seguir adelante, digan lo que digan los demás, y sin mirar atrás. La incomodidad es el único método, el único medio de no reproducir, de superar, al contrario, el legado que hemos recibido, que nos han enseñado, la única manera de realizar por fin lo que nos han disuadido de que emprendamos y abrirse así un camino. ¿Hacia qué? ¿Lo sabremos algún día? Hacia una verdad, sin duda: la nuestra.
El diálogo, como otros géneros tildados de «menores», me ha parecido siempre muy útil para revelar, bajo los efectos de un estímulo exterior, lo que en la obra interrogada queda a menudo implícito; muy útil para abrir así nuevas ventanas en ella. En el mejor de los casos, esta forma puede llevar incluso a caminos alternativos que la obra misma no ha atravesado. De ahí este proyecto que viene de antiguo, al que Annie Ernaux se ha prestado amablemente, con rigor y cordialidad: se trata, pues, de una conversación, en singular, pues sus diferentes fases han ido encadenándose hasta formar, a lo largo de un año, un solo cuestionamiento dialógico, realizado enteramente a distancia, entre nuestros polos y continentes respectivos, según el ritmo propio del correo electrónico.
F.-Y. J., 28 de junio de 2002
Desde hace seis años, mantenemos Frédéric-Yves Jeannet —que vive en los Estados Unidos— y yo una correspondencia a la vez fiel y espaciada. En su libro Cyclone, publicado en Francia en 1997, reconocí el compromiso absoluto de un escritor con una búsqueda cuyo objeto, la herida siempre abierta, aparece y huye sin cesar, así como toda la belleza de una escritura que retoma y mezcla los mismos motivos, lugares y escenas, en una sinfonía suntuosa y desgarradora. Los siguientes, Charité y, recientemente, La Lumière naturelle, muestran la prosecución de esta empresa singular, sin concesiones. El año pasado, con ocasión de un desplazamiento a Francia, Frédéric-Yves Jeannet me preguntó si aceptaría que tuviéramos una conversación sobre cuestiones de escritura y sobre mis libros, a través, si no tenía inconveniente, del correo electrónico. Sería algo muy libre, sin duración definida ni finalidad precisa. Esa ausencia de condicionantes, esa incertidumbre, incluso, sobre su designio y la forma enteramente escrita del intercambio me tentaron. Por encima de todo, yo sabía que, por su manera de vivir la escritura, Frédéric-Yves Jeannet sería un interlocutor profundamente implicado. Hasta las diferencias en la forma de abordar nuestros respectivos proyectos me parecieron una suerte, una especie de garantía. En la distancia y en la divergencia de los puntos de vista me sentiría a la vez más libre y resuelta a explicitar mi proceso escritural.
Durante un año, aproximadamente, sin una regularidad fija, Frédéric-Yves Jeannet fue enviándome por correo electrónico un conjunto de preguntas y de reflexiones. Yo no solía contestar inmediatamente. Entre la redacción de una pregunta y lo que se cree tener que escribir se extiende un espacio angustioso, incluso amenazador. En una conversación oral, aunque se desarrolle con lentitud, nos esforzamos por ignorarlo o franquearlo con mayor o menor soltura y rapidez, cuestión de costumbre. En este caso, podía tomarme mi tiempo a la hora de apropiarme de ese espacio, de hacer surgir del vacío lo que pienso, busco, siento cuando escribo —o intento escribir—, pero que está ausente cuando no escribo. Una vez que tenía la impresión de haber captado algo un poco seguro, me lanzaba a escribir directamente mi respuesta en el ordenador, sin notas y con las correcciones mínimas, según la regla del juego que me había impuesto yo misma.
A lo largo de esta conversación, mis preocupaciones fueron la sinceridad y la precisión, revelando ser esta más difícil de obtener que aquella. No es fácil rendir cuentas, sin unificarlo o reducirlo todo a unos cuantos principios, de una praxis de escritura iniciada hace treinta años. Dejar percibir las inevitables contradicciones de dicha práctica. Aportar detalles concretos sobre lo que, la mayor parte del tiempo, no registra la conciencia. Lo que cohesiona las frases de mis libros, lo que escoge las palabras, es mi deseo, y no puedo enseñárselo a los demás, puesto que se me escapa a mí misma. Pero me parece que sí puedo indicar el alcance de mis textos, dar mis «razones» para escribir. Que pertenezcan al imaginario no quiere decir que no jueguen un papel crucial en la forma misma de la escritura. Simplemente espero haber conseguido expresar algunas verdades individuales y provisionales —revisables seguramente por otros— sobre lo que ocupa, y mucho, mi vida.
He recorrido con curiosidad y placer, a veces con incertidumbre, los caminos abiertos progresiva, tenaz y sutilmente por Frédéric-Yves Jeannet. ¿Significa eso que he ido a otro lugar, como era mi deseo, tal y como manifiesto al principio de este diálogo? No, lanzarse sola —con el amor, quizá— y sin paracaídas a una realidad que pertenece a la vida y al mundo, para arrancar unas palabras que desembocarán en un libro, posee ese poder. Aquí he escrito sobre la escritura, el mundo estaba ausente. Hay algo irreal en el hecho de contar una experiencia de escritura que, a fin de cuentas, no es mostrable. Que se desvela quizá de otra manera. Por ejemplo, en esa imagen indeleble de un recuerdo que emerge a la superficie, otra vez:
Es justo después de la guerra, en Lillebonne. Tengo cuatro años y medio más o menos. Asisto por primera vez a una representación teatral, con mis padres. Es al aire libre, quizá en el campamento americano. Sacan un gran cajón al escenario. Encierran dentro, herméticamente, a una mujer. Unos hombres se ponen a clavar de parte a parte de la caja unas picas muy largas. Dura interminablemente. El tiempo del espanto en la infancia no tiene fin. Al terminar el espectáculo, la mujer sale del cajón, intacta.
A. E., 8 de julio de 2002
Le propongo que emprendamos aquí una exploración de las modalidades y circunstancias de la escritura que han desembocado en su obra y la sustentan.
En el umbral de estas conversaciones que vamos a tener sobre los libros que he escrito y mi práctica, mi relación con la escritura, tengo que señalar los peligros y los límites de un ejercicio en el que, sin embargo, voy a comprometerme con la verdad y la precisión. Fíjese que no he empleado la palabra «obra». No es una palabra que piense, ni que escriba, es una palabra para los demás, como la palabra «escritora», de hecho. Son palabras más propias de una necrológica; en todo caso, de manuales literarios, cuando todo se ha terminado. Son palabras cerradas. Prefiero «escritura», «escribir», «hacer libros», que evocan una actividad en curso de realización.
Esos peligros y esos límites son más o menos los mismos que se encuentran en todo discurso retrospectivo sobre sí. Querer aclarar, encadenar lo que estaba oscuro, informe, en el momento mismo en que escribía, es condenarme a no dar explicaciones sobre los deslizamientos de ideas, de deseos, que han desembocado en un texto, a desatender la acción de la vida, del presente, en la elaboración de ese texto. Cuando se trata de recordar la escritura, incluso reciente, la memoria falla aún más que para cualquier otro acontecimiento vital. También puede que al final me sienta consternada, abrumada por la seriedad, la gravedad de esa tarea de explicación, que es un fenómeno aparecido en el siglo XX, antes nadie se explicaba así sobre su trabajo. (¡No!, en el siglo XIX, lo olvidaba, está Flaubert, ¡todo el mal proviene de él!) Quizá solo tenga entonces ganas, sencillamente, de acordarme de una niña pequeña leyendo la revista L’Écho de la mode o escribiendo cartas a una amiga imaginaria, en los peldaños de la escalera, en la cocina arrinconada entre el bar y la tienda de ultramarinos, y decir: debió de empezar allí. Heme aquí, ya en el mito, en la predestinación de la escritura.
Comprendo sus reservas con respecto a una iniciativa como la entrevista, donde el desafío es forzosamente distinto del de la escritura; pero me parece que este género, efectivamente, bastante reciente, aunque existan ejemplos más antiguos, como las conversaciones con Goethe, con Jules Verne, puede concebirse no solamente como una explicitación a posteriori de la trayectoria que se ha seguido en la escritura, sino, a la manera del diario o de la correspondencia, como una exploración paralela a la de la escritura «literaria» propiamente dicha, exploración ciertamente arriesgada, pero que puede permitir decir frente a una solicitación, en el interior de una forma dialógica, lo que la obra no dice o expresa de manera completamente diferente. Intentaré, pues, conducirla progresivamente a explorar una especie de otro lugar si le parece bien.
Lo que temo, al hablar de mi forma de escribir, de mis libros, es, como le decía, la racionalización a posteriori, el camino que se ve trazado una vez que se ha recorrido. Pero si la conversación puede llevarme, como sugiere usted, a otro lugar, por qué no, estoy dispuesta.
*
Una primera incursión en ese otro lugar, primero en el sentido más literal. En sus libros menciona muchos de sus numerosos viajes, pero nunca los describe. Dejan, pues, poca huella en su escritura, salvo a nivel informativo, contextual. ¿Qué representa para usted el viaje con respecto a la escritura? ¿No se considera usted escritora delante de su mesa de trabajo o su ordenador?
Desde hace quince años, a causa de mis libros, viajo bastante a muchos países de Europa, Asia, Oriente Medio, América del Norte, realizando así el gran sueño de mi infancia: partir, ver mundo. Salvo para ir a Lourdes, nunca salí de Normandía hasta los diecinueve años y fui a París por primera vez a los veintiún años. Pero, a menudo, en mi habitación de hotel del extranjero, me sorprendo por estar ahí y también por no sentirme más dichosa. Tengo la impresión de ser la figurante de una película. Una película japonesa, coreana, egipcia… Cuando estoy de viaje, no siento las cosas con intensidad. En ese tipo de viajes, oficiales, en suma, cuyas condiciones son generalmente artificiales, con los recorridos balizados, no me siento inmersa de verdad en el país. Con lo que soñaba de niña era con la aventura del viaje. En estos casos, no existe. Y, además, para vivir realmente las cosas, necesito revivirlas. Venecia, adonde fui una docena de veces, suscita páginas y páginas solo en mi diario íntimo. Siempre anoto mis impresiones ahí, los encuentros, las cosas que veo. Pero cuando estoy de viaje nunca continúo un libro que haya empezado a escribir. No tengo tiempo y tampoco podría. Todas las actividades que son la justificación de mis viajes —encuentros con estudiantes, escritores, periodistas— me hacen vivir en la superficie de mí misma, en la dispersión. No me resulta desagradable, suponen unas maravillosas vacaciones en el sentido etimológico, un periodo de vacío. Pero no soporto eso mucho tiempo, no más de una semana. Sobre todo, si estoy escribiendo un texto. En ese caso, la prisión es el exterior, y la libertad, el despacho en el que me encierro. Ahí es donde existo de verdad, no porque me sienta escritora. Nunca me pienso como escritora, solo como alguien que escribe, que debe escribir. En este sentido, no me parece algo relevante.
Seguiremos explorando más adelante algunos de esos márgenes de la actividad de escritura. Pero sobrevolemos en primer lugar, a pesar de todo, la obra ya realizada. ¿Sería usted partidaria de dividirla, de estudiarla tal como se ha desarrollado hasta ahora, en tres «zonas» bastante claramente delimitadas: las novelas (de las que una buena parte es autobiográfica), los «relatos autobiográficos» (las comillas indican aquí el carácter aproximativo de esas clasificaciones) y, finalmente, el diario, que comporta a día de hoy cuatro tomos publicados? ¿Ha sentido usted, al escribir, la transición de una etapa a otra, su alternancia o su simultaneidad?
En mis textos, tengo la impresión de estar cavando siempre el mismo hoyo. Pero reconozco tener diferentes modos de escritura. Primero hubo la ficción, como una evidencia, en mis tres primeros libros, que llevaban el epígrafe «novela» cuando se editaron: Los armarios vacíos, Ce qu’ils disent ou rien y La mujer helada. Luego, otra forma, aparecida con El lugar, que podría calificarse como «relato autobiográfico» porque se rechaza toda ficcionalización de los acontecimientos y, salvo error de memoria, estos son verídicos en todos sus detalles. Además, el «yo» del texto y el nombre inscrito en la portada del libro remiten a la misma persona. En suma, relatos en los que todo lo que pudiera verificarse en una investigación policial o biográfica —¡lo que a menudo viene a ser lo mismo!— se revelaría exacto. Pero el término de «relato autobiográfico» no me satisface porque es insuficiente. Subraya un aspecto ciertamente fundamental, una postura de escritura y de lectura radicalmente opuesta a la del novelista, pero no dice nada sobre el alcance del texto, sobre su construcción. Peor aún, impone una imagen reductora: «El autor habla de sí mismo». Al contrario: El lugar, Una mujer, La vergüenza y, en particular, El acontecimiento son menos autobiográficos que autosociobiográficos. Y Pura pasión, La ocupación son análisis en modo impersonal de pasiones personales. De manera general, los textos de este segundo periodo son, ante todo, «exploraciones» donde no se trata tanto de decir el «yo» o de «reencontrarlo», sino de perderlo en una realidad más vasta, una cultura, una condición, un dolor, etcétera. En comparación con la forma más novelística de mis inicios, tengo la impresión de una inmensa y, naturalmente, terrible libertad. Se me despejó el horizonte a la vez que rechazaba la ficción, se me abrieron todas las posibilidades formales.
En mi práctica de escritura, tengo tendencia a situar aparte el diario. Antes que nada, porque fue mi primer modo de escritura, sin proyección literaria especial, simple confidente y una ayuda para vivir. Empecé a escribir un diario cuando tenía dieciséis años, una noche triste, en una época en que no preveía especialmente dedicar mi vida a la escritura. Si bien recuerdo que me aplicaba en «escribir bien» al principio, enseguida ganó la espontaneidad: nada de tachaduras, ninguna preocupación por la forma ni imposición de una regularidad. De todas formas, escribía para mí misma, para liberarme de emociones secretas, sin ningún deseo de mostrar mis cuadernos a nadie. Esa actitud de espontaneidad, esa indiferencia ante el juicio estético, ese rechazo de la mirada ajena (¡siempre he tenido bien escondidos mis cuadernos!) seguí manteniéndolos en la práctica de mi diario íntimo cuando empecé a escribir textos destinados a ser publicados. Creo seguir conservándolos, quiero decir, esa idea de no «prever» demasiado un lector.
Siempre he hecho una gran diferencia entre los libros que empiezo y mi diario íntimo. En los primeros, todo está por hacer, por decidir, en función de una proyección que se realizará a medida que se materialice la escritura; en el segundo, el tiempo impone la estructura, y la vida inmediata es la materia; es, pues, más limitado, menos libre, no tengo la impresión de «construir» una realidad, solo de dejar una huella existencial, de depositar algo, sin finalidad particular, sin plazo de publicación, un mero estar ahí. Pero he de hacer una diferencia entre el diario realmente íntimo y el diario que contiene un proyecto preciso, es el caso de Diario del afuera y La vida exterior, que dan voluntariamente la espalda a la introspección y la anécdota personal, y en los que el «yo» no aparece mucho. Aquí, la estructura inacabada, el fragmento, la cronología como marco, que caracterizan la forma del diario, están al servicio de una elección y de una intención, a saber, sacar instantáneas de la realidad cotidiana, urbana, colectiva.
Para resumir un poco: la escritura tiene dos formas para mí. Por una parte, textos concertados (entre los que se encuentran también Diario del afuera y La vida exterior) y, por otra, paralelamente, una actividad de diarista, antigua, multiforme. (Así, al lado de los cuadernos del diario íntimo, escribo, desde 1982, un «diario de escritura», hecho de dudas, de problemas que me encuentro al escribir, redactado en diagonal, con elipses y abreviaciones.) En mi cabeza, estos dos modos de escritura constituyen, de alguna manera, una oposición entre lo «público» y lo «privado», entre literatura y vida, entre totalidad e inconclusión. Entre acción y pasividad. Anaïs Nin escribe en su Diario: «Quiero gozar y no transformar». Yo diría que el diario íntimo me parece el lugar del goce, y los otros textos son el espacio de la transformación. Tengo más necesidad de transformar que de gozar.
Sus tres primeros libros están escritos en primera persona, como los siguientes; ¿cuál es el motivo, en su opinión, de que, cuando se publicaron, su voz narrativa se acogiera y percibiera como la de una heroína de novela, y comparte usted ese punto de vista? ¿Tiene la impresión de haber traspuesto o disfrazado la verdad?
Pero es que para mí también eran novelas, ¡ninguna duda al respecto! Al menos los dos primeros, Los armarios vacíos y Ce qu’ils disent ou rien. Es menos cierto en el caso de La mujer helada. Novelas por su intención, por su estructura, ni siquiera «autoficciones». En 1972, cuando empiezo a escribir Los armarios vacíos