El uso de la foto - Annie Ernaux - E-Book

El uso de la foto E-Book

Annie Ernaux

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Beschreibung

«A menudo, desde el principio de nuestra relación, me había quedado fascinada descubriendo al despertarme la mesa con los restos de la cena, las sillas desplazadas, nuestra ropa mezclada, tirada por el suelo en cualquier lado la víspera por la noche al hacer el amor. Era un paisaje diferente cada vez. Me pregunto por qué la idea de fotografiarlo no se me ocurrió antes. Ni por qué nunca se lo propuse a ningún hombre. Quizá creyera que había en ello algo vagamente vergonzante, o indigno. A lo mejor, también, es porque solo podía hacerlo con aquel hombre en aquel periodo de mi vida.» Catorce fotografías tomadas con su amante, Marc Marie, articulan esta historia de amor marcada por el cáncer de mama padecido por Annie Ernaux. Autora ganadora del Premio Nobel de Literatura 2022.

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EL USO DE LA FOTO

PRIMERA EDICIÓNmayo 2018

TÍTULO ORIGINALL’usage de la photo

Publicado por

EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.

[email protected]

www.cabaretvoltaire.es

©2005 Éditions Gallimard

©de la traducción, 2018 Lydia Vázquez Jiménez

©de esta edición, 2018 Editorial Cabaret Voltaire SL

IBIC: FA

ISBN-13: 978-84-190470-3-8

DEPÓSITO LEGAL: M-13524-2018

Producción del ePub: booqlab

Dirección y Diseño de la Colección

MIGUEL LÁZARO GARCÍA

JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

Fotografías

Interior: ©Annie Ernaux y Marc Marie

Cubierta: ampliación de la foto nº 10 junio 2003

©Annie Ernaux y Marc Marie

Guarda: Annie Ernaux. Fotografía de Catherine Hélie

©Éditions Gallimard

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

El erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte.

GEORGES BATAILLE

 

 

 

A menudo, desde el principio de nuestra relación, me había quedado fascinada descubriendo al despertarme la mesa con los restos de la cena, las sillas desplazadas, nuestra ropa mezclada, tirada por el suelo en cualquier lado la víspera por la noche al hacer el amor. Era un paisaje diferente cada vez. Tener que destruirlo separando y recogiendo cada una de nuestras cosas me encogía el corazón. Tenía la impresión de suprimir la única huella objetiva de nuestro goce.

Una mañana, me levanté después de que M. se fuera. Cuando bajé y vi, dispersas por las baldosas del pasillo, al sol, las prendas de vestir, la ropa interior, los zapatos, sentí una impresión de dolor y belleza. Por primera vez, pensé que había que fotografiar todo aquello, ese conjunto nacido del deseo y el azar, condenado a la desaparición. Fui a buscar mi máquina. Cuando le conté a M. lo que había hecho, me confesó que a él también le habían entrado ganas.

Tácitamente, a continuación, como si hacer el amor no bastara, como si hiciera falta conservar su representación material, seguimos tomando fotos. Algunas las hicimos justo después del amor, otras al día siguiente por la mañana. Este último momento era el más conmovedor. Esas cosas de las que se habían desprendido nuestros cuerpos habían pasado toda la noche en el lugar mismo donde habían caído, en la postura de su caída. Eran los despojos de una fiesta ya remota. Reencontrarlos a la luz del día, era volver a sentir el tiempo.

Muy rápido, surgió en nosotros una curiosidad, una exaltación incluso, la de descubrir juntos y fotografiar la composición siempre nueva, imprevisible, cuyos elementos, jerséis, medias, zapatos, se habían organizado según leyes desconocidas, movimientos y gestos que habíamos olvidado, de los que no habíamos sido conscientes.

Una regla se impuso entre nosotros espontáneamente: no tocar la disposición de la ropa. Cambiar de sitio un zapato o una camiseta habría constituido una falta —tan imposible, para mí, como modificar el orden de las palabras en mi diario íntimo—, una manera de atentar contra la realidad de nuestro acto amoroso. Y si uno de nosotros hubiera recogido por descuido una prenda, no la colocaba de nuevo para la foto.

M. efectuaba generalmente varias tomas de la escena, con encuadres diferentes para captar la totalidad de las cosas dispersas por el suelo. Yo prefería que fuera él quien operara. A diferencia de él, yo no tengo una gran práctica de la fotografía, de la que hasta hoy no he hecho sino un uso episódico y distraído. Al principio utilizó la Samsung negra y pesada que tenía yo, luego la Minolta que había pertenecido a su padre fallecido, más tarde una pequeña Olympus que sustituyó a mi Samsung, defectuosa. Cámaras analógicas,1 las tres.

Un plazo de una o varias semanas, el tiempo de acabar el carrete y llevarlo a revelar a Photoservice, separaba la toma de fotos de su descubrimiento. Este se efectuaba según un ritual:

prohibición a quien fuera a buscar las fotos de abrir el sobre

instalarse el uno junto al otro en el sofá, con una copa y un disco de fondo

sacar las fotos de una en una y verlas juntos

Era cada vez una sorpresa. De entrada no se distinguía la habitación de la casa donde había sido tomada la foto, ni la ropa. Ya no era la escena que habíamos visto, que habíamos querido salvar, enseguida perdida, sino un cuadro extraño, de colores a menudo suntuosos, con formas enigmáticas. La impresión de que el acto amoroso de la noche o de la mañana —cuya fecha ya nos costaba recordar— estaba a la vez materializado y transfigurado, que ahora existía en otro lugar, en un espacio misterioso.

Durante varios meses, nos conformamos con hacer fotos, mirarlas y acumularlas. La idea de escribir a partir de ellas surgió una noche cenando. No me acuerdo quién la tuvo el primero pero supimos inmediatamente que sentíamos el mismo deseo de darle forma. Como si lo que habíamos pensado hasta entonces como suficiente para conservar la huella de nuestros momentos amorosos, las fotos, no lo fuera, como si hiciera falta algo más, la escritura.

De una primera selección de fotos, unas cuarenta, elegimos catorce y nos pusimos de acuerdo en que cada uno escribiría por su lado, con toda libertad, sin mostrar nada al otro antes de terminar, ni decirle siquiera una palabra al respecto. Esta regla fue rigurosamente respetada hasta el final.

Con una excepción. Cuando empezamos las tomas, yo estaba en pleno tratamiento por un cáncer de pecho. Al escribir, enseguida se impuso en mí la necesidad de evocar «la otra escena», esa donde se jugaba en mi cuerpo, ausente de los clichés, el combate vago, sorprendente —«¿Es a mí, realmente a mí, a quien le está pasando esto?»—, entre la vida y la muerte. Se lo comenté a M. Él tampoco podía esconderlo, esencial en nuestra relación durante meses. Fue la única vez en la que hablamos del contenido de nuestras «composiciones», denominación espontánea, provisional, de nuestro proyecto, que se correspondía con lo que eran, en el doble sentido del término, para nosotros.

No puedo definir el valor y el interés de nuestra empresa. En cierta manera, procede de la desenfrenada plasmación en imágenes de la existencia que, cada vez más, caracteriza la época. Foto, escritura, en ambos casos se trataba para nosotros de conferir más realidad a momentos de goce irrepresentables y fugitivos. El mayor grado de realidad, sin embargo, se alcanzará solamente si estas fotos escritas se transforman en otras escenas en la memoria y la imaginación de los lectores.

Cergy, 22 de octubre de 2004

Nota del Editor: De acuerdo con la edición original francesa de la editorial Gallimard, las fotografías se han mantenido en el orden establecido y en blanco y negro. No obstante, en la presente edición, se ha añadido al final del libro un álbum con las fotografías en color.

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