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El sol, las estrellas y la naturaleza son tan diversos como las culturas que los han interpretado a lo largo de la historia de la humanidad. De la A de Aracne a la Z de Zeus, a través de 45 poesías y cuentos breves, estas páginas nos sumergen en el fascinante universo de las divinidades, los personajes y las historias que durante siglos configuraron los valores y la visión del mundo y la naturaleza en la mitología grecolatina. Un repertorio de mitos y figuras que nos acompañan en un viaje apasionante hacia los orígenes de algunos de los principios de nuestra cultura.
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Publicado originariamente por Ediciones El Naranjo, México en 2017
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
La Editorial no se pronuncia, ni expresa ni implícitamente, respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión.
© Ediciones El Naranjo, México, 2017
© del texto: María García Esperón y Aurelio González Ovies
© de las ilustraciones: Amanda Mijangos
© Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2019
Producción del ebook: booqlab.com
ISBN: 978-84-252-3169-8 (epub)
www.ggili.com
Editorial Gustavo Gili, SL
Via Laietana 47, 2.º, 08003 Barcelona, España. Tel. (+34) 93 322 81 61
Valle de Bravo 21, 53050 Naucalpan, México. Tel. (+52) 55 55 60 60 11
PROEMIO
AARACNE
ATLAS
BBACO
BERENICE
CCARONTE
CIRCE
DDESTINO
DIANA
EECO
EOLO
FFÉNIX
FLORA
GGEA
GIGANTES
HHARMONÍA
HESPÉRIDES
IIRIS
IXIÓN
JJANO
JUNO
KKÍKLOPE
LLAMIA
LARES
MMARTE
MEDUSA
NNARCISO
NINFAS
OOLIMPO
ORFEO
PPARCAS
PARNASO
QQUIMERA
QUIRÓN
RREA
RÓMULO Y REMO
SSIBILA
SÍSIFO
TTALÍA
TÁNTALO
UULISES
URANO
VVENUS
VULCANO
YYARBAS
ZZEUS
EQUIVALENCIAS
SEMBLANZAS
Adivina
qué te aguarda
tras las dunas
de estas páginas.
Tiene cuerpo
y piel de verso.
Y un océano
inmenso.
Corre mucho,
lleva alas,
suelta estrellas
cuando habla.
Trae escudos
y trirremes
arrastrados
por serpientes.
Trae tesoros
alados
y un baúl con
significados.
Huele a siempre,
lanza tiempo
por un dragón
muy contento.
Y cien hadas
le acompañan
formando una
telaraña.
Despide alegría
y mundo
por un corazón
de embudo.
¡Qué dorados
son sus gestos!
Y sus brazos
son de viento.
Se parece
a la verdad
con mentiras
de antifaz.
Viene con un día
al revés
y un unicornio
ciempiés.
¡Es un mito,
ya verás,
cuánta historia
alcanzarás!
En este Diccionario de mitos clásicos encontrarás numerosas historias de los dioses y héroes más importantes del mundo griego y del romano. En cada una podrás asomarte a los nexos que unieron a esas dos grandes civilizaciones y cómo su influencia ha llegado hasta nuestros días.
La Antigua Grecia había sido fuertemente influida por culturas anteriores como la egipcia y la fenicia. Su tradición mitológica se basaba en la tradición oral, y para sus habitantes estos relatos eran fundamentales: explicaban la creación del mundo y cómo los dioses se relacionaban con las personas.
Los griegos creían firmemente en la veracidad de estos relatos, los cuales se dividían en tres principales etapas. La primera era la edad de los dioses, en esta se encontraban los mitos que explicaban la forma en la que el mundo se había creado, los fenómenos naturales y la manera en la que algunos dioses habían tomado el control del Olimpo. La segunda incluía los mitos en los que los dioses y los humanos convivían, ya que los primeros bajaban a la tierra para ayudar, castigar o poner a prueba a los hombres. El último periodo era la edad de los héroes, en el que se encontraban sucesos de gran importancia como la guerra de Troya o las hazañas de Heracles, a quien seguramente conocerás por su nombre romano: Hércules.
Por su parte, la Antigua Roma tomó préstamos de otras civilizaciones como la etrusca, la mesopotámica y, evidentemente, la griega. Sus dirigentes se apropiaron de diversos avances culturales: políticos, militares, arquitectónicos y científicos. También retomaron gran parte de la tradición mitológica griega, aunque modificaron el nombre a las distintas deidades y en ocasiones hicieron modificaciones a sus historias. La mitología romana también tenía relatos propios, especialmente los que referían a la fundación de su ciudad, como es el caso de Rómulo y Remo. Debido al contexto en el que vivían, otorgaron mucha importancia a los mitos relacionados con la guerra, pues participaban constantemente en batallas y estaban orgullosos de luchar por defender su lugar de origen.
Los romanos lograron una amplia difusión de su ideología y sus mitos, ya que impusieron el latín como lengua para los territorios conquistados, con esto consiguieron hacer universales su mitología y, a su vez, la que habían tomado de Grecia.
En este diccionario hemos buscado mostrarte la manera en que los distintos dioses se relacionaron entre sí para ambos pueblos. Al inicio de cada mito podrás saber con qué tradición se vincula la historia que leerás. También incluimos al final del libro un listado de equivalencias en el que podrás encontrar a los dioses o héroes que tienen su correspondiente en los dos universos y que se mencionan a lo largo del libro.
Para las culturas grecorromanas o clásicas, la mitología era una parte importante de su civilización. Sus artistas representaban escenas de los dioses en objetos de cerámica, sus poetas rescataron los relatos compartidos de boca en boca y realizaron versiones de los mismos. Fueron tan importantes, que pintores y escritores de otras épocas siguieron reproduciendo sus historias. Ahora tú puedes leerlas en estas páginas y comprender por qué nos siguen cautivando después de tantos siglos.
Tradición griega
Mira, mira:
una araña
tejiendo una historia.
Es Aracne, pobrecilla,
castigada
¡por chismosa!
Trama y teje,
metepatas,
está Aracne
castigada.
¡Qué insensata!
En el reino de Lidia, en Asia Menor, vivía una bella muchacha llamada Aracne.
Si bien no pertenecía a una familia noble ni pudiera decirse que fuera rica, era muy famosa debido a una extraordinaria habilidad que poseía: era la mejor tejedora que existía sobre la tierra… o eso creía ella, que se vanagloriaba de manejar la aguja y la lanzadera mejor que la misma diosa Atenea.
Y sí, lo hacía muy bien. Era capaz de componer cuadros maravillosos con sus hilos: parecían rayos de luz en sus manos. Realizaba bordados de oro sobre las telas que teñía de púrpura su padre, el buen Idmón, tintorero de la industriosa ciudad de Colofón, que siempre se felicitaba por haber tenido una hija tan hacendosa.
—Es un poco presumida —decía el tintorero—, pero debe ser cosa de la juventud. Seguro que se le pasará cuando encuentre marido, pero ¿cómo ocurrirá eso, si lo único que hace es tejer?
Aracne tejía y bordaba, hilaba y volvía a tejer. Ninguna de las doncellas de Colofón podía competir con ella y eso terminó por aburrirla. Una tarde, tejiendo entre un grupo de amigas suspendió repentinamente la labor, se asomó a la ventana y gritó hacia el cielo:
—¡Atenea, si eres tan poderosa, te reto a que desciendas del Olimpo y te enfrentes conmigo en un concurso de tejido!
Las amigas se asustaron y cubrieron el rostro con las manos. Definitivamente a Aracne el tejido la había vuelto loca. ¡Cómo se le ocurría desafiar a una diosa del Olimpo, a Atenea, que es de las mayores, la diosa de la sabiduría, de la guerra y de las artes aplicadas y por aplicar!
Al poco rato tocaron a la puerta. Una de las doncellas fue a abrir y regresó acompañada por una anciana, envuelta en toscas ropas grises.
—He venido a desafiarte a un concurso de tejido —dijo la vieja mujer sin rodeos—. Soy la mejor tejedora de mi pueblo y quiero medir mi destreza con la tuya.
Aracne miró a la anciana con desprecio y contestó:
—No creo que tus deteriorados ojos y tus torpes y viejas manos puedan competir conmigo, que no tengo igual en el mundo. Mejor harás en regresar a tu pueblo y ahorrarte el mal trago.
—No es sensato menospreciar a la vejez, como lo haces tú. Pero no haré caso a tus palabras hirientes, pues alguien tiene que darte una lección. Empecemos al mismo tiempo a tejer el mejor tapiz del mundo. ¿Preparada?
Y ante los ojos asombrados de Aracne, la anciana se despojó de sus ropas grises y apareció Atenea con toda su majestuosidad, con su casco, su lanza y su escudo con la cabeza de Medusa agitando sus cabellos de serpiente.
Las doncellas cayeron al suelo adorando a la diosa. Aracne se quedó parada en actitud desafiante. ¡Estaba segura de vencerla!
Y empezó el concurso. Atenea tejió una historia que le gustaba mucho en lo personal, pues mostraba su victoria sobre el dios Poseidón, cuando ganó el concurso para que le pusieran su nombre a la ciudad de Atenas. Él hizo brotar un caballo y ella un olivo, y los atenienses deliberaron que el olivo era mejor que el caballo, pues les daría alimento, sombra, aceite para lavar sus cuerpos y cabellos y luz para sus noches. Aracne, sin dudarlo y a una velocidad sorprendente, tejió las historias que a ella le entretenían mucho y que trataban de los amores de los dioses; por ejemplo, de cómo Zeus se convirtió en toro para robarse a la princesa Europa, en cisne para enamorar a Leda y en lluvia de oro para presentarse a Dánae, que estaba encerrada en una torre. Aracne terminó primero y un segundo después lo hizo Atenea. La diosa tuvo que confesarse a sí misma que el tapiz de Aracne era mejor técnicamente que el de ella, pero…
—¡El tema que has elegido no es serio! ¡No es correcto difundir esas historias del padre de los dioses! ¡Lo desprestigian!
Y Atenea, con su propia lanzadera, golpeó el tapiz de Aracne y lo destruyó en un abrir y cerrar de ojos.
La joven iba a protestar cuando sintió que una fuerza invisible la elevaba por los aires. Agitaba los brazos y piernas desesperada para volver al suelo. Sus amigas lloraban, pero no se atrevían a ayudarla para no provocar más la ira de Atenea.
—Insensata Aracne, con los dioses no se juega ni se les reta a concursos. Vivirás así, suspendida por toda la eternidad, tejiendo tus mentirosas telas.
La diosa roció a Aracne con el veneno de una planta y ante las aterradas doncellas, sus brazos y piernas se transformaron en ocho patas negras y delgadas; se le cayeron su larga cabellera, la nariz y las orejas; la cabeza se convirtió en una bolita, y el cuerpo en una esfera. Se hizo pequeña, pequeña, pequeña… y convertida en araña se fue a llorar su suerte y a tejer su tela a una grieta de la puerta por la que había entrado Atenea.
Tradición griega
Hay un hombre
gigantesco
que sujeta
el universo.
Creo que se llama
Atlas
y es el padre
de los mapas.
Hubo un tiempo terrible en que los dioses del Olimpo se enfrentaron a los titanes. Eran estos una raza de seres gigantescos de la que formaba parte el imponente Atlas. Su cuerpo era azul y sus cabellos largos y sombríos, conocía las profundidades del mar, los misterios del cielo y poseía una fuerza incomparable. Con Zeus al frente, los olímpicos derrotaron a los titanes, que fueron encadenados en las entrañas de la Tierra, en el lóbrego Tártaro donde nunca penetra la luz.
Zeus mandó que sacaran a Atlas del Tártaro y lo desencadenaran. El vencido titán apretó los puños y dijo al padre de los dioses:
—¿Qué vas a hacer conmigo?
—El mundo está casi destruido. El viejo Cielo, después de la guerra que nos enfrentó, no puede mantenerse más por sí solo sobre nuestras cabezas. He decidido que seas tú, con tus músculos potentes y tu cuello de hierro, quien para siempre sostenga en sus espaldas la bóveda celeste.
Atlas guardó silencio y fue conducido por el joven dios Hermes al norte de África, donde después de ascender una alta montaña fue atado a dos columnas de metal que brillaban como el oro. De inmediato sintió sobre su espalda el peso inmenso del cielo, suspiró y aceptó su suerte de titán vencido.
Pasaron años o quizá siglos, porque el tiempo de los dioses y las montañas se mide de otra manera, y un buen día llegó ante el titán un joven que dijo llamarse Heracles, héroe a quien en Roma conocieron como Hércules. Él, aunque había cumplido grandes empresas, necesitaba de su ayuda para conseguir tres manzanas de oro del jardín de las Hespérides. Eran estas unas doradas doncellas, hijas de la Noche y sobrinas de Atlas, que vivían cantando y solazándose en un jardín donde había un manzano que daba frutos de oro, custodiado por un dragón-serpiente de ojos mortíferos.
—Me han dicho, gran Atlas —dijo Heracles—. Que solo tú eres capaz de arrancar esos frutos, pues en tiempos más felices para ti el dragón te obedecía como un perro faldero. Te ofrezco encargarme de sostener la bóveda celeste mientras viajas a Occidente, al jardín que ningún mortal conoce. Descansarás un poco y yo tendré las manzanas que ansío.
Atlas, que deseaba ver a sus sobrinas, aceptó la oferta que le hizo Heracles, quien desató sus ligaduras y afianzó sus potentes brazos en las columnas. Pronto, el peso del cielo descansaba sobre la espalda del joven héroe.
El titán se sintió libre y aprovechó para dar una vuelta por el mundo. Todo había cambiado y había muchos campos nuevos y ciudades con calles y templos de un estilo que jamás había visto. Las Hespérides lo recibieron con muestras de alegría, lo agasajaron, lavaron sus pies y le sirvieron delicadas viandas. Atlas se aproximó al manzano donde se enroscaba el dragón-serpiente, acarició sus escamas y sin la menor molestia arrancó tres frutos de oro.
En el camino de regreso había reflexionado y trazado un plan. ¡No permanecería por más tiempo encadenado y sosteniendo el peso del cielo! Estaba harto. Avistó a Heracles, que paciente lo esperaba, y lanzó las tres manzanas de oro a sus pies.
—He aquí tu recompensa —dijo Atlas— y pues lo haces tan bien, transfiero a tus espaldas la responsabilidad de mantener el cielo sobre las cabezas de todos. Yo me iré a las profundidades del mar, que bien conozco, para escapar a los enojos de Zeus, por si se entera de que me has sustituido.
Heracles comprendió que estaba perdido. ¡Sostendría la bóveda de los cielos por toda la eternidad! Pensó rápidamente cómo salir de situación tan comprometida y le dijo a Atlas:
—Me parece justo, gran titán. Pero quiero hacerlo de la mejor manera y con las prisas, cuando cambiamos los puestos, mi capa quedó desordenada sobre mis hombros y me están molestando los pliegues de la tela. Sostén el cielo por un momento mientras acomodo y extiendo la prenda.
Al titán le pareció justa la petición de Heracles y así hizo, sin sospechar nada. El joven héroe se ajustó la capa con parsimonia, recogió las manzanas y se marchó de ahí sin despedirse de Atlas.
Años o siglos después, otro joven héroe llamado Perseo llegó hasta esos remotos lugares con un terrible trofeo: la cabeza de Medusa, que tenía el extraño poder de transformar en piedra a quien la mirara. Atlas le pidió que le dejara contemplarla y a su influjo se convirtió en una enorme y majestuosa montaña de cuerpo azul y vegetación sombría que aún hoy se llama Atlas y que parece sostener el cielo.
Tradición romana
¿Quién es ese que sonríe
tan dulce como el azúcar?
Es Baco, dios del banquete,
bisabuelo de las uvas.
Porta una vara adornada
con parras y con racimos;
cetro de Baco lo llaman
y otros también dicen tirso.
Baco, a quien los griegos llamaban Dioniso, era hijo de Júpiter, conocido como Zeus por los griegos. Su madre, la princesa Semele, había muerto al darlo a luz, por lo que el padre de los dioses llevó a su hijo a la India, para que lo educaran las mejores ninfas y para que aprendiera todo lo relacionado con el cultivo de las uvas con los más sabios maestros, como el viejo Silvano y los bonachones sátiros, que tienen patas de cabra y unos cuernecillos muy graciosos que asoman por entre los cabellos. También le enseñaron al niño Baco las propiedades de la hiedra, que son mágicas, pero le pidieron que siempre las mantuviera en secreto, lo que cumplió.
Cuando dejó de ser niño, pensó que debía tener algo así como una varita mágica, entrelazó hiedra en una rama y le gustó mucho el resultado. Desde entonces se le vio corriendo o caminando a través del bosque con su varita en la mano, a la que llamó tirso.
Como era muy simpático, las ninfas más jóvenes se reunieron para formar un grupo que lo siguiera y apoyara en sus viajes para difundir el cultivo de las uvas. Se llamaron las bacantes, o seguidoras de Baco.
En cierta ocasión, el viejo Silvano le regaló a Baco un carro. El joven abrazó agradecido a su ayo y le preguntó:
—¿Y los caballos, maestro?
—¿Cuáles caballos? —preguntó Silvano con una sonrisa traviesa—. Este carro es tan mágico como tu tirso y no puede ser arrastrado por caballos, sino por…
En ese momento de quién sabe dónde aparecieron dos majestuosas panteras, que lejos de mostrar ferocidad ante Baco se lanzaron a sus pies y contentas aceptaron que las unciera al carro.
Y así, seguido por sus bacantes y transportado en un carro que era arrastrado por panteras, Baco abandonó la India e inició un largo camino hacia el Occidente, no sin antes plantar la vid y enseñar a los hombres el arte de hacer vino, que da felicidad y alegra el banquete, pues inspira a cantar y danzar celebrando la vida.
En su viaje, Baco llegó a las costas de Italia y, como deseaba ir a la isla griega de Naxos, pidió a unos piratas que lo transportaran en su barco.
Estos —al observar la noble apariencia de Baco, sus finos vestidos y la preciosa piel de tigre con la que se cubría— lo confundieron con el hijo de un rey y decidieron secuestrarlo para pedir rescate por su persona, lo que le informaron en plena navegación, diciéndole además que no iban rumbo a la isla de Naxos, sino de regreso a Asia.
El timonel del barco, que había viajado mucho y escuchado en el curso de sus viajes hablar del joven dios hijo de Júpiter y Semele, que siempre portaba una varita recubierta de hiedra, se dio cuenta de que aquel que tomaban por un príncipe era un dios y que nada bueno iba a ocurrir si los piratas seguían con la idea del secuestro.
—¡Compañeros piratas! Respetemos al huésped, que no es un humano común y corriente, sino un ser poderoso.
El capitán del barco se echó a reír y dijo:
—¿Dios poderoso este muchachito enclenque? No es más que un niño mimado por el que vamos a cobrar una fortuna. Llevémoslo sano y salvo a Asia para que lo rescaten sus parientes. No se le vaya a ocurrir saltar del barco, así que lo encadenaremos al mástil.
Baco, sin preocuparse lo más mínimo, sonrió y con su tirso tocó la cubierta de la nave. En un abrir y cerrar de ojos, el barco se llenó de vino. Sin dejar de sonreír, tocó los remos que habían soltado los marineros tratando de librarse de la inundación de vino. ¡Los remos se transformaron en serpientes! Y la hiedra del tirso creció a una velocidad sorprendente y se enredó en el mástil y envolvió por completo la nave de los desdichados piratas que intentaban desesperadamente regresar a la costa de la que habían partido.
En un parpadeo, Baco se transformó en un feroz león, rugiendo y mostrando colmillos afilados como espadas. Los marineros aterrorizados se reunieron en el centro de la nave, abrazándose y llorando. Entre ellos Baco hizo aparecer a un gigantesco oso que, amenazante, levantó sus garras. Desesperados y lanzando gritos de pavor, los piratas se lanzaron al mar. Y al rozar las saladas aguas, fueron convertidos en delfines. Todos, excepto el timonel, a quien Baco, recobrando su forma humana, tocó con su tirso y convirtió, para siempre, en un hombre afortunado.
Tradición griega
En la
oscura
noche
brilla
un cometa
que dicen
que es la larga cabellera
de la hermosa Berenice.
La reina Berenice se moría de tristeza. Regaba con sus lágrimas los espléndidos salones de su palacio de Alejandría.
Hacía poco tiempo que se había casado con Tolomeo, rey de Egipto, el tercero de su dinastía, a quien llamaban el Benefactor, cuando una cruel guerra en Siria lo apartó de su lado.
Berenice no sabía si su amado Tolomeo vivía o moría. Ignoraba qué suerte corría entre esas arenas inhóspitas y ese pueblo fiero. La traición acechaba debajo de cada piedra, a la vuelta de cada esquina.