E-Pack Bianca y Deseo octubre 2020 - Millie Adams - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo octubre 2020 E-Book

Millie Adams

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Beschreibung

Íntimo paraíso Millie Adams Para descubrir su secreto, tendría que casarse con ella. Un baile de máscaras Susannah Erwin Un beso a medianoche con su némesis había sido solo el principio…

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Bianca y Deseo, n.º 220 - octubre 2020

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-240-2

Índice

 

 

 

Portada

 

Créditos

 

Íntimo paraíso

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Un baile de máscaras

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CORRÍA el rumor de que Dante Fiori podía destrozar a un hombre por el simple procedimiento de arquear una ceja. Era implacable, decidido, poderoso, mal enemigo para cualquiera. Había salido del arroyo con ayuda de su mentor, Robert King y, no contento con superar las expectativas de este, había aumentado su fortuna.

Dante era una fuerza de la naturaleza. Todas las mujeres querían estar con él y todos los hombres, ser como él; todos, menos su mejor amigo, Maximus King, quien además de considerarlo sobrevalorado en exceso, tenía el valor de decírselo.

En resumen, era el rey de todo reino que le interesara, aunque no tuviera sangre real. Y esa fue la razón de que se quedara atónito cuando el mundo cambió de repente en mitad del salón de los King.

Dante había ido a la ciudad para asistir a uno de sus animados encuentros, a los que siempre le invitaban. Esta vez, se trataba de celebrar el nuevo éxito de Violet King, la mayor de las hijas, quien iba a presentar su nueva gama de maquillaje en un acto retransmitido por televisión que, al parecer, llegaría a varios millones de espectadores.

Mientras miraban la pantalla, reparó en la ausencia de uno de los miembros de la familia. Robert estaba sentado junto a Elizabeth, su mujer, y Maximus descansaba en el sillón de enfrente, con un whisky en la mano; pero Min no les había honrado con su presencia.

Dan no sabía qué pensar sobre Minerva King, la más joven del clan. No se parecía nada a sus hermanos. No era como Maximus, un relaciones públicas que sabía manipular a los clientes más difíciles con su sonrisa encantadora y su mirada de acero; y tampoco era como Violet, la ambiciosa e impresionante mujer que había transformado su pequeño negocio en una empresa multinacional.

Sin embargo, el origen de su desconcierto estaba en otra parte. Sencillamente, no se hacía a la idea de que aquella niña que hablaba sin parar se hubiera convertido en una mujer y hubiera sido madre. Para él, Min seguía siendo la criatura que correteaba por los jardines como un ratoncillo de pelo castaño, siempre buscando animales y haciéndose daño en las rodillas.

Por lo que Dante sabía, Min se había ido al extranjero en viaje de estudios y había regresado con un bebé de apenas un mes, para sorpresa de sus padres. Pero ni Robert ni Elizabeth eran precisamente conservadores. Podían entender que una King hubiera tenido una hija sin decirles nada y que la hubiera tenido sin estar casada. Lo que no podían entender era otra cosa: que la King en cuestión fuera Minerva y no Violet.

En los cuatro meses transcurridos desde entonces, la situación se había calmado hasta el punto de que todos aceptaban la existencia de la pequeña con naturalidad. El único que tenía reparos era el propio Dante, quien se enfurecía cuando veía a Min con su hija. No le parecía bien que aquel ser indomable hubiera renunciado a su libertad. Desde su punto de vista, seguía siendo una niña; aunque tuviera veintiún años y fuera madre.

Madre.

Si hubiera podido, habría machacado al tipo que la había dejado embarazada, un extranjero del que ni siquiera sabían el nombre.

No lo podía evitar. Sentía debilidad por Minerva desde su infancia, cuando corría de un lado a otro como una exhalación que solía terminar en caídas de las que salía ilesa. Pero a veces no tenía tanta suerte. A sus dieciséis o diecisiete años, un chico que le gustaba la humilló durante un baile, y la intervención posterior de Robert, que se enfadó con el joven, solo sirvió para que se sintiera aún más avergonzada.

Al ver lo que sucedía, Dante se ofreció a bailar con ella y le dio un consejo:

–No dejes que te vean llorando.

Se lo dijo de corazón. Tal vez, de un modo excesivamente grave. Pero el truco funcionó, y Min dejó de llorar.

¿Por qué le importaba tanto Minerva King? Ni Dante lo sabía ni tenía la costumbre de interrogarse sobre sus propios motivos. Era un hombre de acción, que se limitaba a actuar cuando las circunstancias lo exigían. Y quizá fuera ese el problema: que ahora no exigían nada y, en consecuencia, no había nada que hacer.

Cansado de dar vueltas al asunto, se concentró en la pantalla del televisor. Si todo iba según lo previsto, vería la presentación de Violet y, cuando terminara, hablaría con Robert para intentar convencerle otra vez de que unieran fuerzas; en parte, porque pensaba que era lo mejor para sus dos empresas y, en parte, porque había contribuido al éxito de King Industries y le interesaba tanto como si fuera suya.

Por supuesto, Robert se resistía a que los King compartieran el control con él, pero ni Maximus ni Violet estaban interesados en mantener la fábrica. A fin de cuentas, los dos tenían sus propios negocios y, aunque la segunda usara la empresa de su padre para el proceso de fabricación, desarrollaba sus productos por su cuenta y contaba con su propia red de distribución y progreso.

Solo había otra persona que se podía interponer en su camino: Minerva, naturalmente. Sin embargo, estaba convencido de que no se opondría a la fusión. Y lo estaba porque no creía que aquella niña charlatana y juguetona tuviera ambiciones en ese campo, por mucho que hubiera crecido.

¿Quién le habría dicho que su seguridad saltaría por los aires unos segundos después, cuando Min apareció en la pantalla para sorpresa de todos?

–Sé que no están aquí para escuchar habladurías sobre mi familia, sino para asistir al lanzamiento de los nuevos productos de mi hermana –empezó la joven–. Pero, como su nueva gama se llama Rumores, me ha parecido que sería una ocasión excelente para aclarar las cosas sobre los rumores que he provocado.

Dante se quedó boquiabierto. La Minerva que hablaba no era su ratoncillo de pelo castaño, sino una mujer preciosa que tenía un bebé entre sus brazos.

–Se ha especulado mucho sobre el padre de mi hija, Isabella. Y, aunque estoy acostumbrada a ser el único miembro de mi familia que nunca sale en las noticias, he decidido poner fin al secreto –continuó Min, clavando sus brillantes ojos verdes en la cámara–. ¿Quieren saber quién es? Pues bien, el padre de mi hija es Dante Fiori.

Robert, Elizabeth y Maximus se giraron hacia él al mismo tiempo, perdiendo todo interés en la televisión.

Y no lo miraron precisamente con afecto.

 

 

Lo había hecho. Muerta de miedo, pero lo había hecho. Y Violet había estado encantada de permitírselo, porque a su hermana le gustaba tanto el espectáculo que no hizo ninguna pregunta sobre su sorprendente anuncio hasta que terminó la gala y se subieron a la limusina.

–¿Dante es el padre? –dijo.

–Sí –respondió ella, cada vez más asustada con su mentira.

–¿Dante se acostó contigo?

Min no supo a qué se debía la perplejidad de Violet. Quizá, a que Dante no se acostaba nunca con mujeres como ella; quizá, a que le molestaba que Dante la hubiera tocado o quizá, sencillamente, a que estaba un poco celosa. A fin de cuentas, Violet era la belleza de la familia, y Minerva nunca había llamado la atención; por lo menos, hasta que volvió del extranjero con un bebé, lo cual había desatado todo tipo de rumores.

Min no necesitaba ser muy lista para saber que su vida se podía complicar en cualquier momento. Cualquier idiota podía hacerle una foto con Isabella y vendérsela a la prensa, que la publicaría en todo el mundo. Y, si Carlo la veía, ataría cabos. Pero no tomó ninguna decisión hasta que recibió un SMS donde la amenazaban.

Isabella estaba en peligro. Ella estaba en peligro.

Min estaba convencida de que la sobredosis de Katie no había sido un accidente. Su difunta amiga había pasado sus últimos días entre la angustia y el terror. Sabía que Carlo era un hombre con muchos recursos, y sabía que las había descubierto.

Sin embargo, se habían sentido bastante seguras durante una temporada. Katie no era famosa y, aunque Min fuera una King, nadie la habría reconocido fuera de los Estados Unidos. Pero Carlo había conseguido localizarla y, al localizarla a ella, también localizó a Katie y a la propia Isabella.

Tenía que hacer algo. Katie había muerto y, si no encontraba una solución, Carlo le quitaría a la niña.

Fue entonces cuando se le ocurrió la idea. Solo tenía que decir que la niña era suya y de Dante. La gente se lo creería y, cuando la noticia llegara a la prensa, Carlo no sospecharía nada, porque solo la había visto un par de veces cuando estaban en Roma, y no le había prestado ninguna atención.

Por desgracia, el SMS demostraba que se había equivocado al respecto.

–A papá le va a dar un infarto –afirmó Violet.

–¿Tú crees?

Min no podía creer que su padre se lo tomara a la tremenda. Robert King era el no va más del aplomo, como había demostrado cuando se presentó de repente con un bebé. Naturalmente, ella le preguntó si le molestaba, y él contestó que no tenía ningún motivo para estar enfadado, porque era una mujer adulta con dinero de sobra para cuidar de Isabella y una mansión gigantesca a su disposición.

No, la reacción que le preocupaba a Min no era la de su padre, sino de Dante. Y cruzó los dedos para que el viejo amigo de su familia estuviera en Fráncfort, Milán o su despacho de Nueva York; en cualquier sitio menos en la casa de los King.

Pero no tuvo tanta suerte. Cuando la limusina llegó finalmente a su destino, las esperanzas de Minerva saltaron por los aires.

Dante estaba allí.

Tan alto, imponente y devastadoramente atractivo como de costumbre. Tan fuerte y seguro como la noche en que la sacó a bailar después de que su amigo Bradley le confesara que solo había salido con ella para poder entrar en la mansión de los King y contárselo después a sus amigos del instituto.

Había sido una de las experiencias más humillantes de Min. Y también la mejor de todas, porque la traición de Bradley la puso en brazos de Dante Fiori, un hombre que le habría gustado a cualquier mujer.

Desde entonces, se sentía tan atraída por él como si fuera un imán. Cada vez que lo veía, se estremecía por dentro. Y, por mucho que le disgustara, no lograba resistirse al deseo.

–Parece enfadado –dijo Violet en voz baja.

–Bueno, ya se le pasará.

Minerva alzó la barbilla en gesto orgulloso y miró al supuesto padre de su supuesta hija. Estaba en la entrada de la mansión, en compañía de Robert y Maximus, que parecían tan disgustados como él.

Sin esperar ni un momento, Dante caminó hacia la limusina, abrió la portezuela y clavó en ella sus insondables ojos negros.

Min tuvo la sensación de que podía ver hasta los rincones más oscuros de su alma, y recordó las cosas que le habían contado de él: que Robert King lo había conocido en Roma cuando Dante era un adolescente y que Dante le había intentado atracar; que Robert le había dado su reloj y que, creyendo ver algo en el chico, le dio también su tarjeta y le dijo que, si quería cambiar de vida, lo llamara.

Y sorprendentemente, Dante lo llamó.

Min conocía muchas historias sobre el hombre que la estaba mirando; casi todas, terribles. Pero nunca se las había creído, porque su padre tendía a adornar sus narraciones y porque algunos detalles no encajaban del todo. De hecho, habría apostado cualquier cosa a que la verdad sobre Dante era mucho menos dramática.

–Tenemos que hablar, ¿no crees? –dijo él.

Dante la tomó de la mano y la ayudó a salir del vehículo. Para entonces, Maximus y Robert ya estaban a su lado.

–Y cuando termines de hablar con él, hablarás conmigo –intervino Maximus.

–Acompáñame. Así te librarás del pelotón de fusilamiento –añadió Dante, irónico.

Min miró la mano que aún se cerraba sobre sus dedos y se acordó de un día lejano, cuando tenía doce años de edad. Se acababa de caer de un árbol y, al verla en tales circunstancias, Dante se acercó a ella y la tomó en brazos. Su contacto le gustó tanto que se estremeció; pero le dio miedo, y se apartó al instante.

–Eres un peligro para la humanidad –continuó él.

–Sí, bueno… Tengo que sacar a Isabella del coche.

–Adelante.

Ella se inclinó sobre la limusina, desabrochó el cinturón de seguridad de la sillita del bebé y lo alcanzó. A esas alturas, ya no importaba que Isabella fuera hija de la difunta Katie. Min la quería como si fuera suya, y estaba verdaderamente asustada con la posibilidad de que Carlo la encontrara; pero, aunque nunca se había considerado valiente, haría lo que fuera necesario por salvarla.

Dante la llevó al despacho de Robert y, una vez allí, cerró la puerta y dijo:

–Explícate. Sabes tan bien como yo que esa niña no es mía.

–¿Se lo has dicho a mi familia? –preguntó, acunando al bebé.

–No, no he dicho nada. Tendrás que decírselo tú porque, si se lo digo yo, no me creerán –respondió–. En la hora que has tardado en volver a casa, he tenido que dar cien razones a tu hermano para que no me asesinara. ¿Y sabes cuál era la más importante? Que si soy su padre, me necesitarás.

–Y es verdad. Te necesito.

Dante arqueó una ceja, pero no dijo nada.

–Lo siento. Tuve pánico –añadió ella.

–¿Pánico? ¿De qué? –se interesó–. ¿Qué ocurre?

–Fuiste el único hombre que me vino a la cabeza, el único que tenía el poder suficiente. Y tenía que protegerme, Dante. ¡Tenía que proteger a Isabella! Y, como siempre has sido amigo de la familia, pensé que todos creerían que tú y yo… en fin, que…

–Sí, ya, no hace falta que termines la frase. Pero pensaste mal. La idea de que yo pueda acostarme contigo es sencillamente ridícula.

Minerva no se había sentido tan pequeña y despreciable en toda su vida. Dante tenía razón. La idea de que un hombre como él la quisiera en su cama era absurda. Pero Robert y Maximus se lo habían creído y, si ellos lo creían, también podía engañar a los demás.

–Oh, vamos, los hombres tienden a mantener relaciones que, en principio, no tienen ni pies ni cabeza –declaró ella, intentando mantener su orgullo a salvo–. Son cosas de sus fantasías sexuales ocultas.

–¿Ah, sí? Pues las mías están tan a la vista de todos que las publican en los periódicos de medio mundo. Y tú no encajas en ellas.

Min se volvió a sentir insultada, aunque el comentario no le sorprendió en absoluto. A Dante le daba igual que las mujeres fueran rubias, morenas o pelirrojas; solo quería que fueran esbeltas y refinadas, es decir, como Violet.

–Me alegro de saberlo –replicó.

–¿Por qué lo has hecho, Minerva?

–Lo siento, no quería causarte problemas –se volvió a disculpar–. Alguien nos ha amenazado a Isabella y a mí, y tenía que inventarme una historia para protegernos… una paternidad alternativa, por así decirlo.

–¿Una paternidad alternativa?

Min tragó saliva.

–Sí, es que el padre de Isabella es el hombre que nos ha amenazado.

Dante la miró con escepticismo.

–Ah, pero ¿sabes quién es? Pensé que no lo sabías.

Minerva no supo si sentirse sorprendida, ofendida o encantada con su intento de zaherirla, porque implicaba que la creía capaz de mantener relaciones amorosas secretas; pero, a decir verdad, solo la habían besado una vez, estando en Roma en compañía de Katie.

Una noche, se fueron a una discoteca y, mientras bailaba con un joven del que ni siquiera conocía el nombre, él se inclinó y la besó sin previo aviso. Pero no le gustó nada, así que fingió que le dolía la cabeza, salió del local y tomó un taxi para volver al hostal donde su amiga y ella se alojaban.

–Por supuesto que sé quién es. Desgraciadamente, su identidad tiene implicaciones de las que no fui consciente hasta más tarde.

–¿Qué significa eso?

Min dudó; quizá, porque no podía decirle la verdad sin confesarle que Isabella no era hija suya. Pero, por otra parte, Dante era una de las pocas personas de las que confiaba. Siempre había cuidado de ella, desde que era una niña. Y, a fin de cuentas, sus vidas estaban en peligro.

–Su padre es miembro de una familia del crimen organizado –dijo, armándose de valor–. Huelga decir que yo no lo sabía cuando lo conocí. Y ahora la está buscando… bueno, nos está buscando.

–¿Insinúas que estás verdaderamente en peligro?

–Sí. Y la única forma de que nos deje en paz es convencerlo de que no es el padre de Isabella –contestó.

–¿Y crees que se lo tragará?

–Bueno, no tenía más opción que intentarlo –se defendió–. Necesito que me protejas.

Él la miró con intensidad, como si estuviera mirando a una niña que había hecho una travesura. Y, de repente, su expresión cambió.

–Si esa niña fuera hija mía, seríamos familia –afirmó Dante.

–Sí, supongo que sí.

–Y tendremos que hacernos fotografías, para que todo el mundo sepa que estamos juntos. De lo contrario, pensarán que soy un mal padre.

–Sí, imagino que sí…

–Pero, si Isabella fuera mi hija, tendríamos que hacer una cosa.

–¿Una cosa? –dijo ella, frunciendo el ceño.

Dante, que había empezado a caminar de un lado a otro como un tigre enjaulado, se detuvo súbitamente y respondió:

–Sí, la única salida que tenemos.

–¿Cuál?

–Casarnos.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

DANTE supo dos cosas cuando clavó la mirada en los ojos verdes de Min; la primera, que si Minerva e Isabella estaban en peligro, debía protegerlas y la segunda, que casarse con ella era la mejor forma de conseguir sus objetivos con la empresa de Robert King. A fin de cuentas, sería esposo de su hija y supuesto padre de su nieta.

Además, no tenía la opción de destapar la mentira de Minerva y dejar que la policía se encargara del asunto, porque no podían hacer nada contra un hombre que, al parecer, formaba parte del crimen organizado.

Por mucho que le disgustara la situación, él era lo que se interponía entre ella y el verdadero padre de Isabella. Pero tenía recursos, tenía hombres a su disposición y, sobre todo, tenía dinero. Y si el plan de Min no funcionaba, encontraría otra forma de protegerlas.

En cuanto a la perspectiva de casarse, no le molestaba en absoluto. Siempre había querido tener un hijo, un heredero que continuara con su labor. Y, como no se creía capaz de amar a nadie, ¿qué diferencia había entre una mujer y otra? La delgaducha Minerva era tan buena como cualquiera. Ni siquiera importaba que tampoco se sintiera atraído por ella.

Lo único que le podría haber hecho dudar era la genética, porque sería padre de una niña que no era suya; pero su experiencia no decía nada bueno de la familia: el hombre con el que se había criado los había abandonado a él y a su madre, una pobre prostituta que eligió el camino de las drogas, se desentendió de su hijo poco después y falleció a continuación.

A los diez años de edad, ya se había quedado solo. Y lo había estado desde entonces.

Seguramente, esa era la razón de que se sintiera en la necesidad de proteger a Isabella. Pero, en cualquier caso, su plan no le obligaba a involucrarse sentimentalmente con ellas. Solo tenía que solventar el papeleo y conseguir los documentos necesarios, cosas que podía hacer sin el engorro de cambiar pañales o intentar dormir a un bebé.

–¿Casarnos? ¿Tú y yo? –dijo Minerva, horrorizada–. Es una broma, ¿verdad?

–No.

Dante se quedó perplejo con la reacción de Min. ¿Por qué le espantaba la idea? Él era quien tendría que atarse a una niña de la que no sabía nada. Él era quien tenía motivos para estar preocupado.

–Nos vamos a casar, Min –insistió.

–Eres demasiado viejo para mí…

Dante soltó una carcajada.

–Y tú, poco más que una niña –replicó–. Pero me has pedido que te proteja, y estoy dispuesto a concederte ese deseo si me das algo a cambio.

–¿El matrimonio?

–En efecto.

–¿Por qué? ¿Qué pretendes? Sé que no quieres llevarme a la cama.

–Desde luego que no. Pero quiero que tu padre apruebe la fusión de nuestras empresas y, como no soy de su familia, se niega –dijo, clavando en ella sus brillantes ojos verdes.

–Ah, solo estás dispuesto a ayudarme si sacas beneficio…

–Por Dios, Minerva. Si ser de tu familia me hubiera interesado de verdad, hace tiempo que habría buscado la forma de conseguirlo. Y la habría buscado con Violet, no contigo.

Ella se ruborizó.

–¿Lo dices en serio?

–Bueno, va mejor con mi imagen.

–¿Tu imagen?

–Aunque, si quieres que te sea completamente sincero, sé que te podría haber seducido hace años. No necesito tu pequeña farsa para eso. Si hubiera querido casarme contigo, me habría casado contigo.

Min estuvo a punto de gritar.

–Tú no me podrías seducir en toda tu vida, Dante Fiori. Ni siquiera me gustas. Nunca me has gustado.

–¿Ah, no? Entonces, ¿por qué me seguías a todas partes, como un perrito?

Dante no supo por qué se sentía en la necesidad de incordiar a Minerva. Quizá, por haberlo metido en esa situación y quejarse después por el beneficio económico que podía sacar de su matrimonio. Pero, en cualquier caso, él no era el monstruo que decía la prensa. Si lo hubiera sido, habría destruido su montaje. A fin de cuentas, solo tenía que pedir una prueba de paternidad.

–Me estás utilizando para salir de un lío, Minerva –le recordó–. Habría sido mejor que te sedujera en su momento. Yo te habría ofrecido el matrimonio directamente y, desde luego, no soy ninguna amenaza.

–Claro que lo eres.

–¿Para quién?

–Para la decencia.

Justo entonces, Robert King abrió la puerta y entró en el despacho.

–Tenemos que hablar –anunció.

–Si quieres hablar con Dante, puedes hablar delante de mí –dijo su hija.

–No, creo que no –replicó su padre.

–Y yo creo que sí.

Robert suspiró y cerró la puerta.

–Está bien, si te empeñas… ¿Cómo te atreves a abusar de mi hospitalidad, Dante? Min es una niña comparada contigo.

–¿Por qué te enfadas ahora? No te enfadaste cuando me presenté con la niña –declaró Minerva.

–¿De qué habría servido que me enfadara? Te fuiste a ver mundo sin molestarte en consultarlo conmigo, y luego volviste con esa criatura. Pero nadie puede cambiar el pasado –alegó su padre–. No, no estoy enfadado contigo, sino con él.

–Eso no tiene ni pies ni cabeza –dijo su hija.

Dante no dijo nada, pero pensó que el enfado de Robert era perfectamente lógico. En primer lugar, porque sacaba trece años a Minerva; en segundo, porque tenía más experiencia que ella en todos los sentidos y, en tercero, porque había traicionado a los King; al menos, teóricamente.

–Dime que no te aprovechaste de ella cuando era más joven –bramó Robert–. Dímelo.

–Nunca me habría aprovechado de Min –afirmó Dante–. Nunca abusaría de tu confianza.

–Pues los hechos dicen lo contrario.

–Estás equivocado, papá. Dante no me sedujo a mí. Fui yo quien lo seduje a él.

Los dos hombres se la quedaron mirando, y Dante estuvo a punto de soltar una carcajada. ¿Quién habría creído que aquella chica de vaqueros anchos y jersey excesivamente grande podía seducirlo? Tenía aspecto de universitaria. Y, en cuanto a él, jamás habría seducido a una temblorosa virgen.

–Fue la noche de mi fiesta de despedida, antes de que me fuera al extranjero –continuó ella–. Estaba bastante borracho.

Dante la maldijo para sus adentros, ¿Borracho, él? Estaba absolutamente sobrio y, por si eso fuera poco, en compañía de una rica heredera.

–Dante me ha gustado siempre –prosiguió Min–. Y, como me gustaba, me metí en su habitación y… bueno, me aproveché de él.

–Deja de decir tonterías, Min –protestó Dante.

–¡Es la verdad! Te seduje –insistió–. Y me sentía tan mal por haberte seducido que, cuando descubrí que estaba embarazada, intenté ocultarlo.

–¿Y por qué lo has anunciado por televisión? –preguntó su padre.

–Bueno, es que… –empezó Minerva, buscando rápidamente una excusa–. Es que no he tenido más remedio. Intenté hablar con él, pero no respondía a mis llamadas. Imagino que estaba avergonzado.

–¿Avergonzado yo?

–Sí, de haber estado borracho y no haber podido reaccionar. Al fin y al cabo, no es propio de ti –respondió.

Robert, que no sabía dónde meterse, se giró hacia Dante y lo miró con incomodidad. Su enfado había desaparecido por completo.

–Supongo que harás lo correcto, ¿no? –dijo.

–Por supuesto.

–¿Qué es lo correcto? –preguntó Minerva.

–Casarse contigo, obviamente.

–Le he ofrecido matrimonio poco antes de que entraras en el despacho –le informó Dante–. Pero tu hija es muy obstinada. No parece consciente de las consecuencias de sus actos.

–Pues hazla entrar en razón.

–¡Deja de comportarte como un tirano, papá! No te pega.

–Quizás no le pegue a tu padre, pero me pega a mí, cara mía –dijo Dante.

Min le lanzó una mirada cargada de rabia, lo cual le sorprendió, porque siempre lo había mirado con timidez. Pero la persona que estaba ante él ya no era una niña, sino una mujer fuerte y desafiante que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por Isabella.

Al pensar en la niña, se preguntó cómo era posible que Minerva tuviera algo que ver con un tipo del crimen organizado. ¿La habría seducido? ¿Lo habría seducido ella? ¿Habría un fondo de verdad en la absurda historia de que se había metido en su cama para aprovecharse de él, aprovechando que estaba supuestamente borracho?

Minerva tenía veintiún años, pero no le daba la impresión de que su experiencia con los hombres fuera larga o intensa. Aunque, por otra parte, podía estar equivocado. A fin de cuentas, se había presentado con un bebé y había anunciado públicamente que él era su padre. Quizá no la conocía tan bien como creía.

–Tu madre quiere hablar contigo –dijo Robert.

–Y supongo que Maximus querrá hablar conmigo –intervino Dante.

Robert lo miró con intensidad.

–Sí, supongo que sí. Pero, si te vas a casar con ella… ¿Te has dado cuenta de que ese matrimonio pondrá King Industries en tus manos?

–Sí, ya lo había pensado –replicó, sin molestarse en disimular.

–Si las circunstancias fueran distintas, desconfiaría de ti –le confesó Robert–. Pero no preguntaste por el bebé, ni hiciste esfuerzo alguno por saber si era tuyo.

–Porque no pensé que fuera mío –declaró Dante–. Y no, huelga decir que yo no he tramado esto.

Dante sonrió.

–No, claro que no. Si lo hubieras tramado tú, habría sido más limpio y directo.

–Al menos, estamos de acuerdo en algo.

–En fin, os dejaré en paz un rato. Pero espero que os caséis tan pronto como sea posible, Dante. No quiero que la reputación de mi hija acabe por los suelos. Diremos que Minerva guardó en secreto a la niña porque tenía miedo de que no quisieras reconocerla, y que cuando tú descubriste la historia…

–No es una historia –lo interrumpió Dante–. Es la verdad.

Robert no se molestó en discutir. Salió del despacho, cerró la puerta y los dejó a solas.

–Eres tonta, Minerva. ¿No pensaste que tendrías que casarte conmigo?

–No, no creí que mi padre quisiera forzar el asunto. Reaccionó con tanta naturalidad cuando me presenté en casa con Isabella que ni siquiera se me pasó por la cabeza. Pensé que no le importaba, que le daba igual que hubiera tenido un bebé con un desconocido.

–Claro, porque no podía obligar a un desconocido a casarse con su hija. Pero yo no soy un desconocido, Min. Tendrías que haberlo imaginado.

–Sí, puede que tengas razón… pero, cuando Carlo me envió ese mensaje, me entró pánico e hice lo primero que se me ocurrió, es decir, ponerme delante de las cámaras. Y no me arrepiento. Ni siquiera ahora.

–Excelente. Me alegra que estés tan dispuesta a meterte en la trampa que tú misma has montado –replicó.

–¿Cuánto tiempo tendremos que estar casados? Supongo que tendremos que enfrentarnos a Carlo en algún momento; pero, aunque no sea así, debería ser un tiempo razonablemente largo, lo justo para que el asunto se olvide.

Dante la miró con sorna.

–Cara, olvidas que soy católico. No me divorciaré de ti.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

DURANTE las dos semanas siguientes, Minerva no dejó de pensar en la súbita devoción católica de Dante. No podía hablar en serio. Su matrimonio debía tener fecha de caducidad, aunque solo fuera porque la idea de atarse a él hasta el final de sus días le parecía absurda. Al fin y al cabo, Dante jamás se habría casado con ella en otras circunstancias y, en cuanto a ella, querría estar con un hombre que la quisiera en algún momento.

Sin embargo, era verdad que no se arrepentía de haberse inventado una historia tan enrevesada. Podría haber llamado a la policía cuando supo lo de Katie. Podría haber dejado a la niña en manos de las autoridades. Podría haber regresado a los Estados Unidos y haber seguido con su vida, lejos del peligroso Carlo. Pero se había acostumbrado a Isabella, y la quería tanto como si fuera suya.

¿Quién iba a pensar que Robert y el propio Dante se empeñarían en formalizar la situación, obligándola a casarse?

De todas formas, el catolicismo de Dante dejó de preocuparle cuando se dio cuenta de que había una solución para su problema: que el matrimonio se declarara nulo. Por supuesto, eso implicaba que no se llegara a consumar, pero estaba convencida de que ninguno de los dos corría el peligro de dejarse caer en la tentación.

Cuando llegó el día de la fiesta oficial de su compromiso, estaba casi triunfante. Su familia tenía la impresión de que iba a ser una boda de verdad y, como el novio era Dante Fiori, se lo habían tomado como si fuera todo un acontecimiento; pero Minerva sabía que no era ninguna de las dos cosas, así que se lo tomó con tranquilidad y quedó con su hermana para arreglarse el pelo, maquillarse y vestirse.

–Necesitas dorado –dijo Violet con firmeza–. Sombra de ojos dorada, maquillaje dorado y un vestido dorado.

–Pareceré la estatuilla de los Oscar –protestó Minerva.

–Justo lo que debes parecer –comentó su hermana–. A fin de cuentas, eres el premio que Dante ha ganado.

–¿Por qué dices eso, si crees que he sido yo quien se ha llevado el premio? Desde tu punto de vista, el premio es Dante.

–Sí, reconozco que estuve encaprichada de él, pero ya lo he superado.

–¿Te encaprichaste de él? –preguntó, sorprendida–. Vaya, no lo sabía.

–Y tú también, según dice mamá.

Min suspiró.

–Está visto que las noticias vuelan en esta familia.

–Dice que te ha gustado siempre…

–Sí, es cierto –confesó Minerva–. Por eso lo seguía a todas partes.

A decir verdad, Min no habría sabido definir lo que sentía por Dante. Siempre había tenido la necesidad de estar cerca de él y de mirarlo, como si fuera un león encerrado en una jaula. Quizá, porque era emocionante y salvaje, es decir, lo que ella no era. Quizá, porque tenía el aire de un dragón escapado de un cuento de hadas. Quizá, porque despertaba la naturaleza romántica de su corazón.

Sin embargo, su romanticismo no tenía nada que ver con él y, desde luego, tampoco significaba que estuviera enamorada.

–Bueno, eso ya no importa –replicó Violet–. Hace tiempo que dejé de estar encaprichada de Dante. Pero es muy guapo, ¿verdad?

Minerva se ruborizó. De repente, se sentía culpable por casarse con un hombre que le gustaba a su hermana y, por si eso fuera poco, por casarse sin que le gustara de verdad.

–Qué cosas digo… –continuó Violet–. Tú lo sabrás mejor que nadie, porque es obvio que lo habrás visto desnudo.

El rubor de Minerva se volvió más intenso. No, nunca lo había visto desnudo, y no tenía ninguna intención de verlo.

–En fin, vamos a prepararte para la boda.

Violet se puso manos a la obra, y arregló a su hermana rápidamente.

Cuando Minerva se miró en el espejo, le sorprendió que le hubiera dejado el pelo suelto por la parte atrás, cayendo en ondas sobre su espalda. Pero el estilo parcialmente informal era todo un acierto; en parte, porque le había echado algo que daba más brillo a su cabello castaño y, en parte, porque le había puesto una diadema dorada que daba un aspecto intencionado al conjunto, evitando la impresión de que lo llevaba así porque no sabía qué hacer con su pelo.

En cuanto al vestido, no podía estar más contenta. Enfatizaba sus curvas al máximo y, como ella tenía poco pecho, el pronunciado escote resultaba de lo más elegante.

–Me encanta –dijo, llevándose una mano al pelo.

Violet alcanzó su mano, examinó sus dedos y declaró:

–Espero que Dante te regale un anillo.

–Oh. No lo había pensado.

Su hermana entrecerró los ojos.

–¿Quieres casarte con él, verdad?

–Necesito casarme con él. Lo necesito desesperadamente.

–Excelente.

Momentos después, Violet le dio el calzado que había elegido para ella. Y Min se alegró de que no fueran zapatos de tacón de aguja, sino unas sandalias tan cómodas como bonitas, que la hacían sentirse extrañamente grácil.

Concluidos los preparativos, dejó a su hermana con intención de bajar a la fiesta y, cuando ya había llegado a la escalera, se encontró con su madre.

–Vaya, me dirigía a tu habitación en este mismo momento…

Elizabeth King era una mujer extraordinariamente bella, aunque se parecía más a Violet y a Maximus que a Minerva. Por supuesto, nadie habría podido negar que eran de la misma familia, pero sus padres y sus hermanos tenían rasgos más clásicos que los suyos, y siempre se había sentido maltratada por la genética.

Por ejemplo, su nariz era como la de su madre, pero más larga. Y donde los demás tenían pómulos que parecían esculpidos en piedra, ella los tenía redondeados que le daban cierto aire rollizo a pesar de su complexión delgada y de que no le sobraba ni un gramo de grasa en todo el cuerpo.

–Pues estoy aquí –replicó Minerva.

–Y estás preciosa –dijo su madre–. ¿Preparada?

–Sí ¿Es que no lo parezco? –preguntó, sintiéndose horrorosamente insegura.

–Por supuesto que sí. No pretendía insinuar lo contrario… ¿Estás bien, Minerva? ¿Seguro que te quieres casar? Porque, si no quieres, hablaré con tu padre y suspenderemos la boda. Sé que se enfadará e insistirá en que Dante haga lo que considera correcto, pero no debes casarte si no estás enamorada de él.

Minerva sonrió para sus adentros, consciente de que su madre solo quería lo mejor para ella. Pero también fue consciente de que su felicidad era lo que menos importaba.

Siempre había sido así, y estaba tan acostumbrada que ya ni le dolía.

Su madre era una antigua modelo de pasarela; Violet se había convertido en una magnate de los negocios y Maximus había multiplicado la fortuna de su padre, uno de los empresarios más famosos del mundo. Todos brillaban con luz propia. Todos eran un diamante pulido. ¿Y qué era ella? Una privilegiada que disfrutaba de la vida con el dinero de su familia, una niña rica de quien nadie esperaba nada.

Sin embargo, Isabella y Carlo habían cambiado la opinión que tenía de sí misma. Gracias a ellos, había descubierto que era capaz de luchar cuando las cosas se ponían mal. Había aprendido que tenía el carácter necesario para afrontar los problemas.

–No te preocupes por mí –dijo a su madre–. Sé lo que estoy haciendo.

Minerva fue completamente sincera. Por primera vez en su vida, sabía lo que estaba haciendo. O, por lo menos, tenía un plan más importante que pasar desapercibida.

Momentos después, su madre la acompañó hasta el exquisito patio trasero de la mansión, que daba a una playa privada. El sol se estaba ocultando y, mientras Min miraba a los invitados, se dijo que todo saldría bien. Dante la ayudaría a librarse de Carlo y, cuando ya estuviera a salvo, se divorciaría de él.

Pero, al verse entre un montón de desconocidos, se preguntó si estaba haciendo lo correcto. Allí no había amigos suyos. Los pocos que tenía, vivían lejos y, por supuesto, Katie se había ido para siempre.

Deprimida, tuvo que recordarse que se iba a casar por el bien de Isabella. Y seguramente se habría animado si no hubiera visto entonces al hombre con el que se iba a casar.

Estaba tan impresionante que se estremeció por dentro. Llevaba una camisa blanca y unos pantalones oscuros que, por algún motivo, la hicieron ser muy consciente de la potencia de sus piernas.

–Me alegro de verte, cara mia –dijo él–. Empezaba a pensar que no aparecerías.

–Ya conoces a Violet. No habría permitido que saliera antes, porque cree que hay que llegar tarde a todas las fiestas.

–Sí, es una idea típica de tu hermana.

–En su opinión, hay que hacer una entrada que llame la atención, y no puedes llamar la atención si llegas pronto.

–Vaya, no sabía que he estado llegando mal todos estos años –ironizó él.

Min admiró brevemente sus anchos hombros, su imponente altura y su escultural mandíbula.

–Oh, vamos, tú creas espectáculo tanto si llegas pronto como si llegas tarde.

–Gracias –replicó Dante, inclinando la cabeza.

–No lo he dicho como cumplido.

–Pero me lo tomo como si lo fuera. Al fin y al cabo, debes de estar encantada de verme, ¿no? Te gustaba tanto que decidiste seducirme estando borracho y te aprovechaste de mí –volvió a ironizar.

–¿Qué querías que hiciera? Tenía que inventarme alguna historia –se defendió–. De lo contrario, mi padre te habría arrancado la piel.

–La oferta de matrimonio era suficiente, aunque agradezco que te tomaras tantas molestias para protegerme.

–Te necesitaba vivo, Dante.

–Eso no es del todo cierto. Si Carlo hubiera pensado que tu padre me mató por haberte dejado embarazada…

–Bueno, no te quiero muerto. Por lo menos, de momento –dijo ella–. Aunque he encontrado una solución para el problema del divorcio.

Él entrecerró los ojos.

–¿Ah, sí?

–Sí. Solo tendremos que conseguir una anulación.

–¿Una anulación?

–Sí, porque no habremos consumado el matrimonio.

Dante la miró de arriba abajo y dijo:

–¿En qué planeta vives? Nadie creería semejante historia.

–¿Cómo que no? Tú mismo dices que no te gustan las mujeres como yo. Y no me ofende que lo digas, porque a mí tampoco me gustan los hombres como tú –mintió ella, dándole una palmadita en el brazo–. Tus gustos en materia de mujeres son de conocimiento público. Nadie se llevaría una sorpresa.

–No, nadie salvo tu familia y toda la población del país, a los que has convencido de que Isabella es mía.

–Bueno, diremos que fue un desliz y que la pasión se apagó cuando nos casamos. Para entonces, Carlo ya no será un problema, y la prensa se olvidará de nosotros.

–Minerva, la prensa se olvidaría de nosotros si solo se tratara de ti. Pero, desgraciadamente, me metiste en este lío, y nunca se olvidarían de mí.

Minerva suspiró, preguntándose cómo era posible que un ego tan grande y pesado como el suyo no lo aplastara por completo.

–Funcionará –insistió.

–¿Crees que tu padre permitiría que nos divorciáramos?

–Si se lo explicamos bien…

–¿Explicárselo?

–Mi familia debería conocer la verdad cuando el peligro de Carlo haya desaparecido. Y, cuando lo sepan, mi padre te estará tan agradecido que hasta permitirá la fusión de las dos empresas –alegó.

–Bueno, eso no es algo de lo que debamos preocuparnos.

–No, solo debemos preocuparnos de no consumar el matrimonio.

Él la miró con pena.

–Intentaré refrenarme –se burló.

El comentario de Dante fue tan ofensivo que Min se enfadó, y siguió enfadada mientras lo seguía por todo el lugar. Pero, naturalmente, no podía parecer enfadada. Tenía que aparentar alegría, y eso hizo.