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¡Una noche juntos que subió las apuestas! El futuro de Jessie Hargreave, jugadora de póker profesional, dependía de la partida más arriesgada de su vida. Y el playboy millonario Ewan Kincaid aceptó la apuesta. Quedarse la mansión de Ewan en Escocia ya suponía una ganancia increíble. Pero más aun lo fue la apasionada noche que pasaron juntos, especialmente por las consecuencias que tuvo… Ewan se había propuesto perder la partida, pero no había contado con no poder olvidar aquel encuentro. Y cuando vio una fotografía de la preciosa Jessie embarazada, decidió que la partida no había concluido. Solo que, en aquella ocasión, para reclamar a su hijo, tendría que jugar para ganar.
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Seitenzahl: 184
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Millie Adams
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una apuesta de futuro, n.º 3059 - enero 2024
Título original: The Billionaire’s Accidental Legacy
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411805865
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
A JESSIE Hargreave le habían enseñado que había dos tipos de personas: las temerosas y las temidas.
Criadas por un criminal millonario, sociópata y narcisista, su hermana Maren y ella habían aprendido a ser indiferentes a las necesidades y deseos de los demás. Lo único que importaba era lo que una misma deseara y, en su caso, la capacidad de manipular a otros para conseguirlo.
Su delicada y veleidosa madre nunca había podido enfrentarse a su padre y, finalmente, se había marchado, abandonándolas por otros hombres ricos que exigían menos a cambio de la vida lujosa que le proporcionaban.
«Ahora sí tengo miedo. Ya no seré temida», recordaba que le había dicho Maren, entrando en su habitación la noche en que su madre se había ido.
La pobre Maren, que tenía la misma mentalidad que Jessie, pero más influida por la fragilidad y las emociones humanas que por las cifras y los datos, solía sentirse superada por las circunstancias. Por eso Jessie, que era un año y medio mayor consideraba que protegerla era su principal misión y habría dado su vida por ella.
Por otro lado, estaba convencida de que personas como ellas, dotadas de una mente privilegiada, debían ser capaces de buscar soluciones a sus problemas sin necesidad de recurrir a algo tan dramático como la muerte.
«Tiene que haber una tercera opción», había dicho en un tono tan convincente que ella misma lo había creído.
«¿Cuál, Jessie?».
«No lo sé, pero lo voy a averiguar».
Y lo había averiguado. Tanto ella como Maren.
En lugar de ser temerosas o temidas, habían aprendido a medrar en un terreno intermedio entre ambos extremos; se habían convertido en unas oportunistas que sacaban partido de las debilidades de quienes se creían temibles para usarlas en su contra.
Aunque Jessie no se viera a sí misma como Robin Hood, solo robaba a los ricos. Y en cierta medida, entregaba su botín a los pobres, puesto que ella lo había sido durante un tiempo.
Pero gracias a todo lo que se habían esforzado, habían dejado de serlo. Llevaban tres años jugando en casinos y en exclusivos torneos de póquer, amasando una fortuna y apostándola para incrementarla.
Aquella era la última partida.
Un de las pocas cosas que había aprendido de su padre era lo que no se debía hacer.
Maren y ella habían decidido a los doce y trece años, respectivamente, que no participarían en las estafas de su padre, pero también habían sabido que, antes de escapar, tenían que despejar el camino para su huida.
Su padre era como ellas; no se le escapaba nada. Por eso sabían que solo tendrían una oportunidad y debían diseñar un plan perfecto. Necesitaban carnés de identidad, que su padre jamás les había proporcionado, así como certificados de nacimiento, falsos, por supuesto, y decidir dónde establecerse.
Fueron ocultando sus ganancias bajo los tablones de madera de su dormitorio, hasta que finalmente trazaron su plan de escape.
Su padre las utilizaba para manipular sistemas bancarios, que era su especialidad. Tenía una cantidad desmesurada de dinero y aún amasaba más prestando a gente a la que luego explotaba para conseguir favores.
Para ello, usaba de ayudantes a Maren y a Jessie. Esta recordaba una ocasión en la que le había hecho conseguir información de un hombre en una estación de tren. Había tenido que fingir que estaba perdida para que el hombre se compadeciera de ella.
«Se llama Marcus», había contado a su padre. «Tiene una nieta a la que adora. Se llama a Eloísa y vive en Londres».
De haber sabido cómo iba a utilizar su padre aquella información… Ese recuerdo todavía la torturaba. Todos ellos.
Por eso había hecho lo que acostumbraba a hacer: usar su cerebro para buscar una solución.
Se había concentrado y, mentalmente, se había encerrado en una habitación, imaginando que un bonito lazo azul de seda conectaba sus pensamientos con sus emociones. Sacando unas tijeras, había cortado el lazo y, con él, el vínculo entre unos y otras.
No necesitaba tener sentimientos. Quien tenía determinación no los necesitaba.
Maren y ella habían escapado finalmente cinco años antes, a los diecisiete y dieciocho años.
Nadie las atemorizaría.
No serían pobres, ni vulnerables ni correrían peligro.
Utilizarían sus bienes para mantenerse sanas y salvas, para alcanzar la vida que verdaderamente anhelaban.
También habían decidido que pondrían fin a aquel tipo de vida, porque sabían que quien se adentraba en el mundo del robo y la estafa podía perderse. Era fácil ahogarse en esas aguas y perder todo principio ético y moral.
Jessie nunca permitiría que eso les sucediera.
Por eso, aquella sería su última función.
Su carrera criminal había resultado asombrosamente sencilla gracias a que eran desconocidas, jóvenes y mujeres. Mujeres hermosas, de hecho.
Eso no las convertía en vanidosas. La belleza no era más que un buen vestido y un poco de maquillaje. En aquellos círculos, la belleza podía quitarse y ponerse tan fácilmente como una prenda de vestir. Nadie se fijaba detalladamente en las facciones de su rostro. Se concentraban en sus labios rojos y en su pronunciado escote
El escote contribuía enormemente a que todos aquellos hombres que se consideraban mejores o superiores, las subestimaran.
Jessie no sentía la menor culpabilidad. Quien jugaba, se arriesgaba a perder. Y quien subestimaba a su oponente, era un idiota.
Había un dicho en el que creía ciegamente: «un idiota pierde pronto su dinero». Y ser la causa de ese divorcio le producía una inmensa satisfacción; sobre todo si el dinero acababa en su bolsillo.
Pero habían llegado a su fin.
Como no eran conocidas, había sido complicado ser invitadas a aquella partida de póquer.
Mantener el anonimato era fundamental para evitar que su padre las localizara. Unas mujeres jóvenes ganando premios abultados en torneos públicos habrían dado lugar a titulares. Por eso elegían partidas privadas en las que jugaba la realeza o delincuentes; gente que no quería llamar la atención.
Aquella noche, sin embargo, era diferente. Era un torneo con grandes figuras y por eso tenía que ser el último. Si ganaban, también sería su mayor premio y podrían retirarse para comenzar, por fin, una vida propia.
Había sido Maren quien se había enterado de aquella partida, que tendría lugar en una vieja mansión inglesa en medio del campo y a la que solo se podía acudir por estricta invitación.
La especialidad de Maren era la dulzura. Era voluptuosa, bonita y con unos grandes ojos que le daban una apariencia vulnerable. A los hombres les encantaban los pájaros heridos. Suspiraba y los escuchaba; y cuando se mostraba compasiva, podía conseguir cualquier cosa de ellos.
Había estado trabajando en un club de caballeros precisamente para conseguir aquel tipo de información. Se le daba bien aparentar que era estúpida. Ellas no tenían la culpa de que la gente percibiera lo femenino como inferior y Maren se aprovechaba de ello con maestría, y le había bastado un fingido desinterés y un par de risitas tontas, para saber lo que necesitaba sobre el torneo. Incluido cómo conseguir una invitación.
Gracias a su memoria fotográfica había recordado cada detalle del diseño y de cómo habían sido repartidas, en caso de tener que hacer una falsificación.
Con esa información y fingiendo que su tío les había hablado de la partida, Jessie había contactado con el ayudante del organizador del evento y había conseguido que les enviara una invitación a su nombre. Por supuesto, tenían todos los detalles del supuesto tío; incluido el número de referencia de su invitación.
Jessie se estiró el vestido de lamé plateado que se deslizaba por su cuerpo como metal líquido.
Maren vestía de dorado para enfatizar su cabello teñido de rojo.
Tenían que evitar parecer hermanas. Jessie, que tenía el cabello castaño oscuro, se lo había teñido de negro para la ocasión.
Aquella noche jugarían en mesas separadas. No tenía sentido competir entre sí.
Jessie sabía bien contra quién quería jugar: Ewan Kincaid, el duque de Kilmorack.
Un duque. Resultaba tan anticuado y ridículo… Aquel llevaba años exhibiendo su fortuna en mesas de juego, deshonrando su título y el apellido de su padre. Ganaba bastas cantidades de dinero y muchos lo consideraban el mejor jugador de partidas de apuestas elevadas. Era un playboy irredento; un jugador disoluto y libertino.
Y el hombre más guapo que Jessie había visto en toda su vida.
Aunque hacía lo posible por no pensar en él desde que lo había visto por primera vez en persona, no lo conseguía.
Como era famoso, lo había visto en fotografías con anterioridad. Por eso lo había reconocido nada más entrar en el casino, catorce meses atrás. No había estado preparada para el impacto que le había producido. Y no había conseguido olvidarlo.
Al contrario que ella, que se había mantenido en las salas periféricas, buscando la discreción, él estaba en la sala central, a la vista de todos. Sus hombros y su cabeza se elevaban sobre los demás. Con un traje negro que le resaltaba el contraste entre los anchos hombros y la estrecha cintura, el duque tuvo un efecto devastador en su salud mental y en su deseo.
Sus miradas se encontraron a través de la sala y al instante, Jessie había visto su mente poblada de una catarata de fantasías. Imágenes de las manos de él sobre su cuerpo; de su torso desnudo…
Desde ese momento habían ardido en deseo por él.
Había vuelto a verlo de lejos en Marruecos al mes siguiente. Lo había observado desde la parte superior del casino, hasta que él había alzado la mirada y ella había huido con la respiración agitada y el pulso acelerado.
La siguiente ocasión había sido en Capri.
Ella estaba ganando una partida y él había ocupado una silla en una mesa contigua. Cuando ella había ido a recoger sus ganancias, él la había seguido.
«Te conozco de algo».
Había sido un momento extraño. Como si el lazo azul se hubiera rehecho y su corazón despertara a la par que su imaginación.
«Lo dudo. No soy nadie», había susurrado.
«Hace unas semanas estabas en Las Vegas».
«Nunca he ido a Las Vegas».
Era mentira, había nacido en Reno y había ido a Las Vegas infinidad de veces, incluso antes de que todo aquello comenzara.
Los ojos de él habían ejercido un poder hipnótico sobre ella. Eran azules, pero uno de ellos tenía pintas verdes y el otro, doradas.
«Mentirosa».
«Debes confundirme con otra».
«Yo nunca me confundo».
Entonces él le había pasado los dedos por el brazo desnudo.
«Tengo que ir a recoger mi premio» se había excusado ella.
«No me importaría ser parte de él».
Su corazón se había acelerado hasta sentir que se mareaba.
«Esta noche, no».
Y, una vez más, había salido huyendo.
Se había comportado como los temerosos, y ella se había jurado no serlo jamás.
Por eso aquella noche se sentía como si quisiera conquistar al duque, porque había conseguido asustarla y no podía consentirlo.
Lo deseaba y al tiempo quería rehuirlo.
Por eso tenía que vencerlo.
No le había dicho nada a su hermana porque tenía reglas muy estrictas sobre los hombres. Y ella estaba a punto de llevarlas al límite.
La probabilidad de que los colocaran desde el principio en la misma mesa era muy escasa, pero estaba segura de que acabarían juntos. Y la mera idea de estar a su lado le alteraba el pulso.
Cruzó la sala central de la mansión. Tomó una copa de champán al que solo daría tres sorbos. El resto de la noche solo fingiría beber.
Había aprendido que debía mezclarse con la gente, comportarse como ellos.
Eran seres narcisistas. En cierta medida, todos los seres humanos lo eran. Y aunque estaban más preocupados por sí mismos que por los demás, era importante demostrar que no se censuraba su comportamiento; no hacer nada que pudiera incomodarles, como declararse abstemia. Por eso fingía beber. Así animaba a beber a sus acompañantes. Y siempre era una ventaja que sus oponentes estuvieran un poco ebrios, aunque no lo necesitara. Podía ganar en cualquier circunstancia. Pero no quería que averiguaran cómo lo hacía. Y siempre perdía un par de veces para no despertar sospechas.
Se acercó a un camarero, no a una camarera o a un invitado. Sabía que debía dirigirse a alguien que no se sintiera amenazado por su belleza, pero que tampoco la quisiera para sí mismo.
–Ya sé que no debería preguntarlo, pero ¿sabe en qué mesa está jugando Ewan Kincaid?
El hombre la miró enarcando las cejas.
–Si sabe que no debe, ¿por qué lo pregunta?
–Lo siento –Jessie aparentó sentirse avergonzada–. Es que me gusta mucho y me gustaría sentarme en su mesa. Soy muy mala jugadora. Solo estoy aquí por… ya sabe.
Él sonrió con complicidad.
–Quiere tener suerte.
–Sí –dijo ella, devolviéndole la sonrisa
Aunque fuera otro tipo de suerte a la que él imaginaba.
–Está en la partida del ala oeste. Es de apuestas muy altas. Pero él es…
–Muy sexy, ¿verdad? No se preocupe, tengo dinero para ser aceptada en cualquier partida. Después de todo, me han invitado.
–¿Y está dispuesta a derrocharlo para pasar una noche en su cama?
–Por lo que he oído, vale la pena.
–Eso dicen, Pero también que se da gratis.
–Nadie da gratis algo que valga la pena.
–En eso tiene razón.
Jessie posó la mano en el antebrazo del hombre.
–Muchas gracias –se despidió.
Aunque no le habían asignado el ala oeste, no le costó conseguir que le dejaran acceder a ella usando la misma táctica de lograr la complicidad de un miembro del servicio y aduciendo su supuesta fascinación con el duque.
Sentía un hormigueo en los dedos. Se le daba tan bien todo aquello. Era magnífica, era… Pero ya no lo sería más. Lo habían acordado. Si ganaba aquella noche, todo habría acabado. Tendría una nueva vida y jamás volvería a jugar.
Aquella era la jugada que llevaban dos años planeando. Ganar, invertir. Ganar, invertir. Pero Maren siempre le recordaba que algún día había que dejarlo. Sobre todo, si se apostaba como lo hacían ellas.
Su padre era brillante; podría haber aplicado su inteligencia a cualquier asunto. Pero era un narcisista, un sociópata que disfrutaba poniendo a la gente a prueba. Era más inteligente que los demás, y estaba obsesionado con demostrarlo.
Ellas no eran así. O eso creía Jessie.
No podía negar que le gustara ganar, pero no se trataba de una necesidad. Quería ser feliz y sentirse bien. Quería ser libre.
Y si sentía cierta tristeza por abandonar aquello… La excitación de elegir un objetivo, de lanzarse a la caza… pronto se le pasaría.
Aquella no era una partida de beneficencia; quienes estaban jugando lo hacían por el mero hecho de que podían. Trataban su riqueza frívolamente y la vida de los demás como si no tuviera valor.
Ewan Kincaid era un perfecto ejemplo de todo ello. Tenía una apellido reconocido y respetado, y lo arrastraba por el barro.
Su sector era el libertinaje. Bares, fiestas en yates y clubes exclusivos en los que los ricos podían ver realizadas sus más delirantes fantasías. Todo en él era un oprobio a la respetabilidad.
No respetaba nada, ni siquiera su fortuna, que despilfarraba con tanta despreocupación como su pene. Es decir, sin el menor descernimiento.
Jessie se recordaba continuamente que era un vividor; que no debía excitarla. Pero lo hacía. Igual que no podía evitar que la excitara jugar.
Se sentó en la mesa que le asignaron y sonrió a los hombres que la ocupaban.
Ewan no estaba entre ellos, pero eso era una ventaja. Empezaba en una mesa de señores canosos que la creerían más joven de lo que era y el doble de estúpida.
Interpretó su papel, riendo y tomando decisiones prácticamente infantiles.
A los hombres les encantaba ese tipo de actitud. Una mujer comportándose como una niña, pero con grandes pechos. Maren y ella habían heredado la cabeza de su padre y el cuerpo de su madre. Y al margen de cualquier concepto moral, Jessi estaba agradecida de aquella doble herencia, porque facilitaban la vida de una timadora.
Perdió la primera partida deliberadamente y a continuación ganó las dos siguientes, lo que la llevó a la siguiente mesa, desde la que se fue abriendo paso en el torneo como un tiburón.
Se movía tanto, tantísimo dinero…
Finalmente, solo quedó una mesa. Y cuando Jessie se sentó, el mundo tembló bajo sus pies. El duque estaba allí. Y ninguna de las fotografías o vídeos que había visto en los últimos meses sirvieron para amortiguar el impacto de tenerlo ante sí.
Ni siquiera su infalible memoria podía captar su impactante magnetismo.
Llevaba el cabello castaño oscuro, en el que se apreciaban algunas canas que le daban un aire de sofisticación, retirado de la frente. Sus ojos azules eran pura malicia, y estaban cargados de promesas que le elevaron la temperatura corporal. Las arruguitas alrededor de sus ojos apuntaban a sonrisas secretas compartidas con innumerables amantes.
Y Jessie, cuyo cerebro era siempre un hervidero de actividad, cuya capacidad de observación y la velocidad a la que procesaba las imágenes significaba que siempre iba por delante de los demás, por primera vez en su vida solo tuvo un pensamiento: él.
–Hola –saludó el duque con el marcado acento escocés que ya le había provocado fiebre la primera vez que lo había oído.
La había reconocido.
–Hola –dijo ella, permitiendo que el rubor le tiñera las mejillas porque era lo más sencillo.
De hecho, fue prácticamente inevitable al mirarlo fijamente. Ya había memorizado cada facción de su rostro en su primer encuentro tal y como hacía siempre. Y, aun así, lo hizo de nuevo: las pintas verdes en el ojo izquierdo; las doradas en el derecho. Una tenue cicatriz en el lado derecho del labio superior que no era fruto de un corte de cuchilla ni de una intervención quirúrgica, sino de una pelea.
Jessie identificaba una cicatriz producto de los golpes sin titubear. Ella sabía bien lo que su memoria y sus palabras podían provocar. Sabía bien lo que significaba ser una niña torturada por los pecados de un abuelo.
«La salvaste. Aférrate a eso».
Pero había sufrido, y eso no podía borrarse.
Bajó la mirada a las manos del duque, que acariciaban el mazo de cartas.
Igual que la había tocado a ella en una ocasión…
Pero no debía pensar en eso.
No iba a repartir él las cartas. Nadie lo hacía en una partida de aquel nivel. Sin embargo, estaba tocando el mazo y nadie le pedía que lo dejara.
–¿Me puedes decir cómo te llamas? –preguntó él, mirándola como si fuera la única persona en la mesa.
Aunque había más hombres, cuyos detalles Jessie había recopilado ya con su mirada periférica, solo le interesaba él.
Entonces vio algo nuevo en sus ojos: un brillo frío y calculador. Se comportaba como un playboy irresponsable, como si sus victorias fueran fortuitas, pero aquel hombre era un depredador.
Y Jessie se estremeció.
Observó sus manos detenidamente para ver si algo asomaba de su manga, si ocultaba alguna carta.
–¿Te has quedado sin lengua, preciosa?
–No –dijo ella, obligándose a mirarlo a los ojos–. Tengo que admitir que estoy un poco abrumada. Eres muy famoso.
Forzó una voz susurrante, falsa, y se preguntó si él lo notaba.
Quizá no la había reconocido. La última vez que se habían visto llevaba el cabello rojo.
–¿Abrumada? –él esbozó una sonrisa–. No te pega.
–Estoy segura de que estás acostumbrado a que las mujeres enmudezcan al verte.
–Sí. Pero no suele haber una mesa de juego de por medio. De hecho, para cuando recuperan el habla, ya no hay nada entre nosotros.
Jessie no podía controlar la forma en que le hacía reaccionar y ella siempre controlaba todo. No era como si no tuviera experiencia puntual con los hombres. De hecho, sabía de ellos todo lo necesario desde un punto de vista académica.
Pero ella y su hermana tenían reglas. Y acuerdos.
El problema con mentes como las suyas era que recordaban todo.
Los traumas eran un monstruo cuando no se podían olvidar. Y ellas ya tenían su buena dosis.
Recordaban a la perfección su infancia. Lo último que necesitaban era despertar recuerdos de fascinación o de dolor. De encuentros sexuales que se marcarían a fuego en sus cerebros, que permanecerían para siempre en lo más profundo de su mente.
Su hermana tenía un «palacio de la mente».
Jessie pensaba que era un nombre tonto, así como un desperdicio de imaginación. Su hermana guardaba todos los recuerdos en una gran biblioteca dentro de un castillo en medio del mar. Era luminoso y rosa.
Maren era una romántica. Era buena.
Ella era más pragmática. A veces temía ser mala, por eso se concentraba en las capacidades organizativas de su personalidad. Le gustaba pensar en un archivador, clasificado en orden alfabético.
Para ella los códigos de colores no tenían ningún sentido.
En aquel instante, a pesar de que no quería asignarle un color, decidió que él era rojo.
El rojo era agresivo, fuerte, apasionado.
Y saber que desde aquel instante quedaría clasificado bajo ese color le produjo una profunda irritación.
Maren se habría reído de ella.
Por eso tenían reglas respecto a los hombres. Un acuerdo: hasta que consiguieran alcanzar la seguridad total se mantendrían alejadas de ellos.
–Tengo que confesar –dijo, confiando en desconcertarlo y en que infravalorara sus habilidades–, que he buscado la manera de poder sentarme a tu lado. Soy fan tuya.