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Se había quedado embarazada... ¡del hermano equivocado! Cuando Alex Kamaras llevó a Morgan, su novia, a casa de su familia para que la conocieran, Constantine, su hermano mayor, creyó al instante que Morgan, que no era más que una camarera, solo estaba con él por su dinero. Pero lo que más lo irritó fue lo atraído que se sentía por ella. Constantine, un hombre apuesto pero frío como el hielo, era la última persona a quien Morgan Stanfield quería ver la noche en que se enteró de que su novio le estaba siendo infiel; y fue precisamente con él con quien se encontró. Sin embargo, la química innegable que había entre ellos dio paso a una noche ardiente, y poco después Morgan descubriría que se había quedado embarazada...
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Seitenzahl: 195
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Millie Adams
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La novia de su hermano, n.º 2928 - mayo 2022
Título original: His Secretly Pregnant Cinderella
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-691-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
MORGAN Stanfield no había pasado jamás tanta vergüenza. Estaba escondida en cuclillas en el dormitorio de su novio, con el que llevaba seis meses, vestida únicamente con un body negro de encaje, y acababa de verlo entrar con otra mujer a la que estaba tumbando en la cama.
Y quizá fuera para bien que hubiese descubierto así que Alex estaba engañándola. Debería haberlo imaginado. Cuando le había dicho que quería esperar un poco antes de que tuvieran relaciones y él había accedido a ser paciente, debería haber imaginado que no estaba dispuesto a esperar indefinidamente. Estaba claro que no la amaba tanto como le había asegurado.
De hecho, siempre se había preguntado por qué estaba con ella, qué había visto en ella. Lo había conocido en el bar en el que trabajaba, cerca de su universidad, y le había chocado que un hombre como él, guapo y con dinero, le tirara los tejos a una simple camarera y acabara pidiéndole salir. Pero su acento griego, sus arrebatadores ojos negros y su sonrisa fácil la habían cautivado.
Todo lo que ella había conseguido en la vida lo había conseguido con su esfuerzo, y si trabajaba de camarera era para poder vivir y pagarse los estudios, para poder tener un futuro mejor. Pero cuando habían empezado a salir Alex se había ofrecido a pagar su carrera universitaria, y le había ingresado el dinero en su cuenta a pesar de sus protestas. También la había llevado con él a las celebraciones familiares, le había comprado regalos caros y ropa de firma, y ni una sola vez la había presionado para que se acostase con él.
Claro que ahora entendía por qué: porque lo que ella no le daba, iba a buscarlo en brazos de otras. Estaba destrozada, y ahora también atrapada. Atrapada en el dormitorio de su novio en casa de sus padres –mansión, más bien–, y a punto de verlo practicando sexo con otra… cuando ella aún era virgen.
Al girar la cabeza vio una puerta que daba al balcón. El recoveco en el que se había escondido estaba bastante separado del dormitorio. De hecho, aquello no era un simple dormitorio; era más como la suite de un hotel con un pequeño salón –donde ella estaba–, un vestidor enorme, un cuarto de baño y el dormitorio propiamente dicho.
Si consiguiera llegar a hurtadillas a la puerta y salir al balcón… Cierto que una vez allí estaría atrapada, pero prefería eso a quedarse allí y tener que soportar una sesión pornográfica protagonizada por su novio.
Inspiró profundamente, se dio la vuelta y empezó a arrastrarse por el suelo como una lagartija. Sus amigas no se habían equivocado al decir que lo suyo con Alex era demasiado bonito para ser verdad y que acabaría rompiéndole el corazón.
Y eso que no les había confesado que aún no se habían acostado… Todas pensaban que lo de ser virgen aún a su edad era ridículo, y más cuando tenía a un novio guapísimo y rico.
No era que fuese una mojigata. Lo que pasaba era que había visto cómo los hombres se habían aprovechado de su madre y ella no quería que le ocurriera lo mismo.
Cuando por fin llegó a la puerta, alargó el brazo y rogó por que no estuviera cerrada con llave. No lo estaba, y consiguió abrirla sin hacer ruido. Manteniéndose agachada, salió y cerró con el mismo cuidado. Se sentía estúpida, acuclillada allí fuera. Era lo más bochornoso que le había ocurrido nunca. Ahora que se había decidido a entregarle su virginidad a Alex, se encontraba con que estaba engañándola con otra.
Se preguntó si sus padres sabrían que tenía allí a una mujer. Sin duda había alguien que probablemente sí lo sabía, pensó, con la sangre hirviéndole en las venas: su hermano mayor, el hombre que la detestaba más que a nadie en el mundo.
Miró abajo. Estaba en una cuarta planta y no se veía capaz de bajar por la fachada. Al mirar a su izquierda vio que el balcón contiguo estaba prácticamente pegado al del dormitorio de Alex. Intentó recordar qué habitación era esa, repasando mentalmente el tour que Alex le había hecho un día por la mansión, pero no estaba segura. ¿La biblioteca, tal vez? La verdad era que tampoco importaba. Solo tenía que echar un vistazo y mirar si allí había alguien.
Se incorporó despacio, segura de que Alex y su acompañante estarían demasiado ocupados como para percatarse de su presencia. Apretó los dientes y, antes de que le diera tiempo a pensárselo mejor, pasó una pierna por encima de la barandilla de piedra y se colocó a horcajadas sobre ella. Luego, apoyándose en las manos, se puso de rodillas encima de la estrecha barandilla y alargó una pierna por encima de la del balcón contiguo. Con cuidado, completó la arriesgada operación y logró plantar los pies en el suelo.
Miró hacia la puerta y vio que la habitación estaba débilmente iluminada. No se veía movimiento alguno, y seguía sin tener claro qué clase de estancia era. Había estanterías con libros, así que quizá estuviera en lo cierto y fuera la biblioteca. Solo esperaba que la puerta tampoco estuviera cerrada con llave.
Por suerte no lo estaba. Se deslizó dentro de la habitación sin hacer ruido y maldijo de nuevo para sus adentros haberse dejado la ropa en el baño del dormitorio de Alex. Cuando se la encontrara, se preguntaría qué hacía allí su ropa. O quizá ni se daría cuenta de que era suya. Tal vez pensaría que era de alguna de esas mujeres que llevaba allí a escondidas. O podría ocurrir que la doncella se la llevara a la mañana siguiente y Alex ni la viera.
Claro que tampoco era que importara demasiado porque no pensaba volver a verlo. Ni a él, ni a nadie de su familia. Por un momento se sintió terriblemente triste ante la idea, porque había llegado a convencerse de que sus sueños iban a hacerse realidad. Sin embargo, esa clase de cosas no le pasaban a chicas como ella. Así que no iba a haber un príncipe encantador, ni un final mágico y feliz.
Y tampoco iba a poder salir de aquella bochornosa situación con dignidad. Pero lo único que tenía que hacer era conseguir bajar las escaleras y salir por la puerta principal. Confiaba en que aquello quedara solo en un chismorreo entre los miembros del servicio de que alguno había visto a una loca pelirroja corriendo por los pasillos de la mansión. No volvería la vista atrás.
Apenas se había adentrado un par de pasos en la habitación cuando oyó un ruido, el ruido de un vaso posándose en una superficie dura.
–Vaya. Cuando pedí que me trajeran una copa no me imaginé esto…
Morgan se quedó paralizada. Constantine… ¿Cómo no? ¿Cómo no iba a tener la mala suerte de toparse precisamente con él? Una ola de calor la sacudió. Claro que tampoco era algo nuevo; Constantine siempre la hacía sentirse acalorada.
–De modo que eres tú… Me lo había parecido… –murmuró, recorriendo su cuerpo con una mirada de desprecio–. Veo que has abandonado tu pose de joven ingenua.
Constantine no le caía bien y sabía que ella no le caía bien a él, pero no podía evitar la fascinación que provocaba en ella. Había aprendido a leer los matices de cada una de sus expresiones. Por ejemplo, cuando enarcaba una ceja era señal de que algo lo irritaba, y cuando se tiraba de las mangas de la chaqueta era un gesto de desaprobación. Y en ese momento, con su intensa mirada clavada en ella, sentía como si pudiese escudriñar en su mente.
–Tu hermano está ocupado –dijo.
La humillación que la embargaba no podría ser mayor. Tener que admitir ante Constantine Kamaras que otra mujer la había reemplazado en la cama de su hermano… Aunque tampoco podía decirse que la hubiera reemplazado, puesto que ella nunca se había acostado con él. «Y la decisión de no hacerlo fue tuya», se recordó. Sí, probablemente movida por una paranoia extrema, por el temor de que, si se quedase embarazada, Alex podría desentenderse y ella acabaría como su madre. Pero si estaba allí en ese momento tan ligera de ropa era porque había confiado en que Alex la quería, en que lo suyo iba en serio, y se había sentido preparada para…
–¿Que está ocupado? –repitió Constantine.
Se repantingó en su asiento, una postura relajada que Morgan nunca habría asociado con él, que siempre estaba tenso. En ese momento parecía casi accesible, pero eso solo lo hacía aún más aterrador.
El cuello abierto de su camisa dejaba entrever su pecho y la ligera mata de vello oscuro que lo cubría, mientras que las mangas, dobladas hasta los codos, exhibían sus musculosos antebrazos.
Tenía las facciones esculpidas de un ángel caído, sus ojos eran como brasas de carbón, y su cabello negro como las alas de un cuervo. Justo como los protagonistas misteriosos y apuestos de las novelas románticas que había leído en su adolescencia. Lástima que la detestara… Lástima que fuese el hermano mayor de su novio. Lástima que su novio fuese un canalla infiel…
–Menudo cuadro… –murmuró Constantine con sorna–. Tú con ese modelito… y el hombre al que pretendías seducir, ocupado. Perdona la indiscreción: ¿quieres decir «ocupado» con otra mujer?
–Sí, aunque sospecho que tú esto ya lo sabías… –respondió ella.
En un intento por parecer tan indiferente como él dejó caer un hombro, con la mala suerte de que se le bajó el tirante del body. Era de una pieza y prácticamente transparente, con unas decoraciones de encaje con forma de pétalos de rosa, colocadas en los puntos estratégicos que cubrían solo lo justo. Unas horas antes le había parecido de lo más atrevido y sensual, pero en ese momento le parecía que había sido una idea estúpida y se sentía tremendamente incómoda.
–No sé nada de la vida amorosa de mi hermano. Más que nada porque, si tuviera que estar al tanto de todas las mujeres con las que se acuesta, no haría otra cosa. Debes comprender, Morgan, que mi objeción hacia ti siempre ha sido que solo eres una más en la larga lista de mujeres cuestionables de las que mi hermano se suele encaprichar.
Morgan se negó a dejar que la hirieran sus palabras.
–Pues Alex a ti te adora –dijo–. Piensa que eres el hombre más inteligente y maravilloso del mundo.
–¿Cómo es eso que se suele decir? –murmuró Constantine, subiendo la vista un momento al techo, como pensativo–. ¡Ah, sí!, que la imitación es la forma de adulación más sincera. Y mi hermano nunca ha hecho nada por parecerse a mí.
La nota de desdén en su voz le provocó un escalofrío, y para su espanto se le endurecieron los pezones, cosa que probablemente no le pasó desapercibida a Constantine, puesto que el body apenas la tapaba.
–Me gustaría escuchar la historia de cómo has acabado aquí tan ligera de ropa –murmuró él.
Iba a ser difícil contarle lo ocurrido sin perder la poca dignidad que le quedaba, pero Constantine nunca había tenido una buena opinión de ella, así que…
–Tenía pensado colarme en su habitación esta noche, para darle una sorpresa. Me quité la ropa en el baño, apagué las luces y le estaba esperando escondida en un rincón cuando llegó con… con quien quiera que sea –le explicó, con el estómago ardiéndole de humillación–. No podía soportar que me viera allí, y me había dejado la ropa en el baño, así que no se me ocurrió otra cosa que salir por el balcón e intentar entrar en otra habitación para poder bajar las escaleras y salir de la casa. Y como tengo tan mala suerte… resulta que en la habitación de al lado tenías que estar tú.
–¡Menuda historia! –observó él con sorna. La recorrió lentamente con la mirada–. Aunque sería una pena desaprovechar ese modelito.
A Morgan le dio un vuelco el estómago y su sexo empezó a palpitar de deseo. Había decidido que estaba lista para hacerlo con Alex, pero con él nunca había sentido nada parecido. «Has leído demasiadas novelas románticas, eso es lo que pasa», se reprendió. Sin embargo, también había decidido que lo suyo con Alex se había acabado. Se había acabado… Ese pensamiento la sacudió como una ola.
Alex estaba en la cama con otra y ella jamás tragaría con eso. Daba igual lo generoso que hubiese sido, pagándole los estudios, y lo amable que había sido siempre con ella. Quería a alguien que la quisiera. Nadie la había querido, ni siquiera su madre para quien solo había sido una carga…
Estaba claro que Alex no la quería. No sabía a qué estaba jugando, pero era evidente que para él su relación no significaba nada. Tragó saliva.
–¿Tú crees? –inquirió nerviosa.
–Detesto ver a una mujer compuesta y sin novio –dijo Constantine.
Su voz sonó como un ronroneo seductor, muy distinto del que había empleado hasta entonces con ella, áspero y brusco.
–Eres muy hermosa –murmuró.
¿De verdad pensaba eso? Morgan sabía que era guapa, pero siempre lo había visto más como inconveniente que otra cosa. Su cabello pelirrojo y su piel de porcelana llamaban mucho la atención de los hombres, igual que sus ojos verdes, pero a ella, que solo había querido centrarse en sus estudios y su trabajo, siempre le había resultado muy molesto. Nunca le había preocupado si otros hombres la encontraban atractiva o no, pero descubrir que a Constantine se lo parecía… Era una sensación embriagadora.
–¿Te parezco hermosa?
–Pues sí, pero estoy seguro de que no hace falta que te lo diga porque sabes que lo eres.
–Puede, pero creía que me despreciabas y que no eras capaz de ver ninguna virtud en mí.
–¿Consideras que la belleza es una virtud?
Morgan parpadeó.
–No. No es eso lo que quería decir…
–La belleza induce al vicio –dijo él con dureza–. Si no lo fuera, te habría hecho salir de aquí de inmediato y te habría dejado en medio del pasillo. Pero tu belleza es una de mis debilidades, y me siento incapaz de rechazar un regalo que se presenta en mi habitación, listo para ser desenvuelto.
–¿Y si yo no te deseo?
Constantine se levantó sin apartar sus ojos de los de ella, y cuando empezó a acercarse Morgan notó que su respiración se tornaba agitada.
–Cariño, no mientas –la reprendió él–. Nos insultas a los dos. Me has deseado desde el primer día en que pusiste los pies en esta casa. Y cuanto más cruel soy contigo, parece que más me deseas.
Morgan estaba furiosa consigo misma porque estaba diciendo la verdad. Recordaba perfectamente su primer encuentro, seis meses atrás. Constantine la había mirado con un desprecio infinito, pero ella no había podido evitar encontrarlo tremendamente atractivo. En aquel momento se había sentido agradecida por estar con Alex, por su encanto personal. Al menos había tenido la impresión de que Alex actuaba como un escudo que la protegía de esas miradas de su desdeñoso hermano, que parecían querer abrasarla viva. Pero ahora que sabía que Alex estaba engañándola, era como si ese escudo protector se hubiera desintegrado.
–Yo también te deseo, Morgan –dijo Constantine.
Alargó el brazo y le acarició la mejilla con el pulgar. De pronto la invadió una ola de calor, notó los pechos tan pesados que casi le dolían, y fue aún más consciente de la poca ropa que llevaba puesta.
–Sabía que eras preciosa –murmuró Constantine–, pero ahora debo decir que eres como una visión celestial.
Morgan no entendió por qué esas palabras hicieron que le palpitara el corazón. Como piropo había sonado a cliché, y desde su adolescencia se había jurado y perjurado que jamás se dejaría engatusar por gestos románticos ni palabras bonitas.
Sin embargo, había algo contra lo que no podía luchar y que no podía minimizar: el deseo que despertaba en ella.
–Déjame verte, Morgan –le pidió Constantine con voz ronca–. Déjame ver lo que quiero ver.
Quería que se desnudara. Con él ahí plantado frente a ella, más alto y corpulento que su hermano, debería sentirse frágil y vulnerable, pero no era así; ni siquiera estaba nerviosa.
Sin pensar, se bajó un tirante y sacó el brazo y luego hizo lo mismo con el otro, pero sostuvo la prenda colocando el antebrazo por encima de sus senos. Nunca había hecho un estriptis y no podía decir que se sintiera muy seductora. Hacer aquello le daba vergüenza, pero deseaba tanto a Constantine… Bajó el brazo y la prenda resbaló hasta su cintura, dejando al descubierto sus senos.
Al ver a Constantine apretar la mandíbula, una ráfaga de calor afloró entre sus muslos. De pronto se dio cuenta de que se había olvidado por completo de Alex y de lo que estaba haciendo en la habitación de al lado. Y era porque una sola mirada de Constantine hacía que su cuerpo estallara en llamas.
Nunca le había pasado eso con Alex. Lo encontraba atractivo, sí, y no la había desagradado la idea de acostarse con él, pero Alex no despertaba esa ansia en ella. Lo único que la consolaba de todo aquello era que eso era lo único que Constantine despertaba en ella, deseo, y que en realidad no le gustaba, así que no le pasaría como a su madre, no pasaría el resto de su vida suspirando por un hombre que la había dejado. Ella tenía muy claro que aquello solo iba a ser sexo y que Constantine no…
–Para –dijo él de pronto.
–¿Qué? –inquirió ella, confundida.
–Deja de pensar. Fluye y déjate llevar.
Morgan se concentró en la sensación de la tela deslizándose por su piel cuando se bajó el body por las caderas, exponiéndose a la ávida mirada de Constantine. Cuando la prenda hubo caído a sus pies, se soltó el cabello, que llevaba recogido en un moño, y sacudió la cabeza.
El corazón le latía con fuerza y notaba un calor húmedo entre las piernas, como si no pudiera esperar más a que la tocara, a que la hiciera suya. Constantine la recorrió lentamente con la mirada antes de avanzar hacia ella. La rodeó hasta quedar detrás de ella, le puso las manos en los hombros y dejó que se deslizaran por sus brazos. Cuando la asió por las caderas y la atrajo hacia sí, notó su incipiente erección contra la curva de sus nalgas.
–Mírame… –le dijo él con voz ronca.
Al girar la cabeza, Constantine la besó en los labios con suavidad, como para atormentarla. Pero ella quería más. Impaciente, se volvió hacia él y cuando por fin Constantine hizo el beso más profundo, Morgan sintió como si hubiera estallado en llamas por dentro.
Con la lengua de Constantine acariciando la suya con destreza y sensualidad, Morgan se arqueó hacia él y, desnuda como estaba, el roce de la camisa de seda contra sus pechos la hizo gemir de placer.
Sin dejar de besarla, Constantine la arrinconó contra la pared, y la fascinó el contraste entre la fría superficie pegada a su espalda y el calor del cuerpo de él contra el suyo. Se aferró a sus hombros cuando él descendió, beso a beso, por su cuello y su pecho, y cuando tomó un pezón endurecido en su boca y comenzó a succionar, un grito ahogado escapó de sus labios.
Lo deseaba tanto… y por fin iba a ser suyo… Cuando abandonara la mansión no lo haría como una mujer humillada y engañada. Estaba dispuesta a liberar esa parte más oscura de ella que siempre había reprimido. Estaba cansada de tener miedo. No era de sí misma de quien debía desconfiar, sino de los demás. Y Constantine la hacía sentirse como si fuera una diosa, gruñendo excitado, con las manos en sus caderas mientras se frotaba contra ella para demostrarle cuánto la deseaba.
–Quiero que sepas que no suelo comportarme así –le advirtió con voz ronca sin dejar de mover las caderas–. Me gustan las mujeres sofisticadas, más próximas a mi edad, no las camareras de veintidós años con una sexualidad explosiva que no saben cómo controlar.
Morgan esbozó una sonrisa pícara.
–Pues entonces para. Si no te gusto, si no me deseas… para.
Constantine maldijo entre dientes, la tomó de la barbilla y la miró a los ojos.
–No puedo, gatita –murmuró–. Si pudiera, ya lo habría hecho.
La besó de nuevo, apretándola contra sí. Luego la condujo hasta la cama y, levantándola en volandas, la arrojó sobre el colchón. Dio un paso atrás y, sin apartar sus ojos de ella, se quitó la camisa, la dejó caer al suelo y se deshizo también de los pantalones y el boxer.
Era la primera vez que Morgan veía a un hombre desnudo y Constantine era… una visión gloriosa, un Adonis de piel dorada y músculos que parecían esculpidos. Solo que a diferencia de una estatua de piedra, él era de carne y hueso. El solo mirarlo acrecentó su deseo a pesar de sus nervios de joven virgen inexperta.
Constantine se subió a la cama, pero se colocó a sus pies. Le besó el tobillo, la pantorrilla, la cara interna del muslo… y Morgan tembló al darse cuenta de cuáles eran sus intenciones. Había fantaseado con aquello muchas veces en contra de su voluntad. Muchas noches no conseguía conciliar el sueño imaginándose así, tumbada, mientras un hombre de cabello oscuro y mirada intensa inclinaba la cabeza entre sus piernas y la lamía con fruición, como si fuese su postre favorito.
Al notar su cálido aliento entre los muslos, gimió y contuvo el aliento mientras esperaba ansiosa. Constantine agachó la cabeza y deslizó la lengua una y otra vez por entre sus pliegues, componiendo una sinfonía de deseo. A cada nota la intensidad de la melodía iba in crescendo, y luego sus lametones se hacían más lentos antes de volverse rápidos e insistentes de nuevo.
Una y otra vez la llevaba al límite, una y otra vez, pero no la dejaba llegar al colofón de la melodía, al choque metálico de los platillos. Una y otra vez la torturaba, haciéndola retorcerse debajo de él. Sollozando, le suplicaba mientras él la llevaba a una nueva cadencia ascendente en aquella obra maestra musical.
Y entonces, por fin le dio lo que ansiaba. Le introdujo dos dedos en la vagina y, de la impresión las caderas de Morgan se levantaron de la cama. Notó una ligera sensación de dolor, pero pronto el placer lo reemplazó, arrancándole un intenso gemido, y al poco alcanzó su primer orgasmo no solo con ese choque metálico de platillos, sino también con fuegos artificiales incluidos.
Se quedó allí tendida, jadeante e incapaz de moverse, y se sintió tremendamente vulnerable cuando sus ojos se encontraron con los de él. Constantine se colocó entre sus muslos y la penetró, hundiéndose en ella con un gruñido.