E-Pack Bianca y Deseo mayo 2022 - Millie Adams - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo mayo 2022 E-Book

Millie Adams

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Beschreibung

La novia de su hermano Millie Adams Se había quedado embarazada... ¡del hermano equivocado! Cuando Alex Kamaras llevó a Morgan, su novia, a casa de su familia para que la conocieran, Constantine, su hermano mayor, creyó al instante que Morgan, que no era más que una camarera, solo estaba con él por su dinero. Pero lo que más lo irritó fue lo atraído que se sentía por ella. Constantine, un hombre apuesto pero frío como el hielo, era la última persona a quien Morgan Stanfield quería ver la noche en que se enteró de que su novio le estaba siendo infiel; y fue precisamente con él con quien se encontró. Sin embargo, la química innegable que había entre ellos dio paso a una noche ardiente, y poco después Morgan descubriría que se había quedado embarazada... El amor siempre vuelve Maureen Child ¿Tendría Serena que elegir entre su estabilidad emocional y su ex? Serena Carey, divorciada y con una hija, tenía que conseguir que la gala benéfica de los Carey saliera a la perfección. Y ese fue precisamente el momento en el que Jack Colton volvió a entrar en su vida. Después de siete años de ausencia, el hotelero estaba más guapo que nunca y la química entre ambos aún era latente. Jack le ofreció un acuerdo al que no pudo negarse. Por su parte, ella le hizo una invitación irresistible. Serena decidió que aquella era su oportunidad de dictar las reglas y cambiar las condiciones del juego. ¿Sería capaz de jugar y ganar en aquella ocasión?

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Seitenzahl: 381

Veröffentlichungsjahr: 2022

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-Pack Bianca y deseo, n.º 304 - mayo 2022

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-846-9

Índice

 

Créditos

La novia de su hermano

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

El amor siempre vuelve

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MORGAN Stanfield no había pasado jamás tanta vergüenza. Estaba escondida en cuclillas en el dormitorio de su novio, con el que llevaba seis meses, vestida únicamente con un body negro de encaje, y acababa de verlo entrar con otra mujer a la que estaba tumbando en la cama.

Y quizá fuera para bien que hubiese descubierto así que Alex estaba engañándola. Debería haberlo imaginado. Cuando le había dicho que quería esperar un poco antes de que tuvieran relaciones y él había accedido a ser paciente, debería haber imaginado que no estaba dispuesto a esperar indefinidamente. Estaba claro que no la amaba tanto como le había asegurado.

De hecho, siempre se había preguntado por qué estaba con ella, qué había visto en ella. Lo había conocido en el bar en el que trabajaba, cerca de su universidad, y le había chocado que un hombre como él, guapo y con dinero, le tirara los tejos a una simple camarera y acabara pidiéndole salir. Pero su acento griego, sus arrebatadores ojos negros y su sonrisa fácil la habían cautivado.

Todo lo que ella había conseguido en la vida lo había conseguido con su esfuerzo, y si trabajaba de camarera era para poder vivir y pagarse los estudios, para poder tener un futuro mejor. Pero cuando habían empezado a salir Alex se había ofrecido a pagar su carrera universitaria, y le había ingresado el dinero en su cuenta a pesar de sus protestas. También la había llevado con él a las celebraciones familiares, le había comprado regalos caros y ropa de firma, y ni una sola vez la había presionado para que se acostase con él.

Claro que ahora entendía por qué: porque lo que ella no le daba, iba a buscarlo en brazos de otras. Estaba destrozada, y ahora también atrapada. Atrapada en el dormitorio de su novio en casa de sus padres –mansión, más bien–, y a punto de verlo practicando sexo con otra… cuando ella aún era virgen.

Al girar la cabeza vio una puerta que daba al balcón. El recoveco en el que se había escondido estaba bastante separado del dormitorio. De hecho, aquello no era un simple dormitorio; era más como la suite de un hotel con un pequeño salón –donde ella estaba–, un vestidor enorme, un cuarto de baño y el dormitorio propiamente dicho.

Si consiguiera llegar a hurtadillas a la puerta y salir al balcón… Cierto que una vez allí estaría atrapada, pero prefería eso a quedarse allí y tener que soportar una sesión pornográfica protagonizada por su novio.

Inspiró profundamente, se dio la vuelta y empezó a arrastrarse por el suelo como una lagartija. Sus amigas no se habían equivocado al decir que lo suyo con Alex era demasiado bonito para ser verdad y que acabaría rompiéndole el corazón.

Y eso que no les había confesado que aún no se habían acostado… Todas pensaban que lo de ser virgen aún a su edad era ridículo, y más cuando tenía a un novio guapísimo y rico.

No era que fuese una mojigata. Lo que pasaba era que había visto cómo los hombres se habían aprovechado de su madre y ella no quería que le ocurriera lo mismo.

Cuando por fin llegó a la puerta, alargó el brazo y rogó por que no estuviera cerrada con llave. No lo estaba, y consiguió abrirla sin hacer ruido. Manteniéndose agachada, salió y cerró con el mismo cuidado. Se sentía estúpida, acuclillada allí fuera. Era lo más bochornoso que le había ocurrido nunca. Ahora que se había decidido a entregarle su virginidad a Alex, se encontraba con que estaba engañándola con otra.

Se preguntó si sus padres sabrían que tenía allí a una mujer. Sin duda había alguien que probablemente sí lo sabía, pensó, con la sangre hirviéndole en las venas: su hermano mayor, el hombre que la detestaba más que a nadie en el mundo.

Miró abajo. Estaba en una cuarta planta y no se veía capaz de bajar por la fachada. Al mirar a su izquierda vio que el balcón contiguo estaba prácticamente pegado al del dormitorio de Alex. Intentó recordar qué habitación era esa, repasando mentalmente el tour que Alex le había hecho un día por la mansión, pero no estaba segura. ¿La biblioteca, tal vez? La verdad era que tampoco importaba. Solo tenía que echar un vistazo y mirar si allí había alguien.

Se incorporó despacio, segura de que Alex y su acompañante estarían demasiado ocupados como para percatarse de su presencia. Apretó los dientes y, antes de que le diera tiempo a pensárselo mejor, pasó una pierna por encima de la barandilla de piedra y se colocó a horcajadas sobre ella. Luego, apoyándose en las manos, se puso de rodillas encima de la estrecha barandilla y alargó una pierna por encima de la del balcón contiguo. Con cuidado, completó la arriesgada operación y logró plantar los pies en el suelo.

Miró hacia la puerta y vio que la habitación estaba débilmente iluminada. No se veía movimiento alguno, y seguía sin tener claro qué clase de estancia era. Había estanterías con libros, así que quizá estuviera en lo cierto y fuera la biblioteca. Solo esperaba que la puerta tampoco estuviera cerrada con llave.

Por suerte no lo estaba. Se deslizó dentro de la habitación sin hacer ruido y maldijo de nuevo para sus adentros haberse dejado la ropa en el baño del dormitorio de Alex. Cuando se la encontrara, se preguntaría qué hacía allí su ropa. O quizá ni se daría cuenta de que era suya. Tal vez pensaría que era de alguna de esas mujeres que llevaba allí a escondidas. O podría ocurrir que la doncella se la llevara a la mañana siguiente y Alex ni la viera.

Claro que tampoco era que importara demasiado porque no pensaba volver a verlo. Ni a él, ni a nadie de su familia. Por un momento se sintió terriblemente triste ante la idea, porque había llegado a convencerse de que sus sueños iban a hacerse realidad. Sin embargo, esa clase de cosas no le pasaban a chicas como ella. Así que no iba a haber un príncipe encantador, ni un final mágico y feliz.

Y tampoco iba a poder salir de aquella bochornosa situación con dignidad. Pero lo único que tenía que hacer era conseguir bajar las escaleras y salir por la puerta principal. Confiaba en que aquello quedara solo en un chismorreo entre los miembros del servicio de que alguno había visto a una loca pelirroja corriendo por los pasillos de la mansión. No volvería la vista atrás.

Apenas se había adentrado un par de pasos en la habitación cuando oyó un ruido, el ruido de un vaso posándose en una superficie dura.

–Vaya. Cuando pedí que me trajeran una copa no me imaginé esto…

Morgan se quedó paralizada. Constantine… ¿Cómo no? ¿Cómo no iba a tener la mala suerte de toparse precisamente con él? Una ola de calor la sacudió. Claro que tampoco era algo nuevo; Constantine siempre la hacía sentirse acalorada.

–De modo que eres tú… Me lo había parecido… –murmuró, recorriendo su cuerpo con una mirada de desprecio–. Veo que has abandonado tu pose de joven ingenua.

Constantine no le caía bien y sabía que ella no le caía bien a él, pero no podía evitar la fascinación que provocaba en ella. Había aprendido a leer los matices de cada una de sus expresiones. Por ejemplo, cuando enarcaba una ceja era señal de que algo lo irritaba, y cuando se tiraba de las mangas de la chaqueta era un gesto de desaprobación. Y en ese momento, con su intensa mirada clavada en ella, sentía como si pudiese escudriñar en su mente.

–Tu hermano está ocupado –dijo.

La humillación que la embargaba no podría ser mayor. Tener que admitir ante Constantine Kamaras que otra mujer la había reemplazado en la cama de su hermano… Aunque tampoco podía decirse que la hubiera reemplazado, puesto que ella nunca se había acostado con él. «Y la decisión de no hacerlo fue tuya», se recordó. Sí, probablemente movida por una paranoia extrema, por el temor de que, si se quedase embarazada, Alex podría desentenderse y ella acabaría como su madre. Pero si estaba allí en ese momento tan ligera de ropa era porque había confiado en que Alex la quería, en que lo suyo iba en serio, y se había sentido preparada para…

–¿Que está ocupado? –repitió Constantine.

Se repantingó en su asiento, una postura relajada que Morgan nunca habría asociado con él, que siempre estaba tenso. En ese momento parecía casi accesible, pero eso solo lo hacía aún más aterrador.

El cuello abierto de su camisa dejaba entrever su pecho y la ligera mata de vello oscuro que lo cubría, mientras que las mangas, dobladas hasta los codos, exhibían sus musculosos antebrazos.

Tenía las facciones esculpidas de un ángel caído, sus ojos eran como brasas de carbón, y su cabello negro como las alas de un cuervo. Justo como los protagonistas misteriosos y apuestos de las novelas románticas que había leído en su adolescencia. Lástima que la detestara… Lástima que fuese el hermano mayor de su novio. Lástima que su novio fuese un canalla infiel…

–Menudo cuadro… –murmuró Constantine con sorna–. Tú con ese modelito… y el hombre al que pretendías seducir, ocupado. Perdona la indiscreción: ¿quieres decir «ocupado» con otra mujer?

–Sí, aunque sospecho que tú esto ya lo sabías… –respondió ella.

En un intento por parecer tan indiferente como él dejó caer un hombro, con la mala suerte de que se le bajó el tirante del body. Era de una pieza y prácticamente transparente, con unas decoraciones de encaje con forma de pétalos de rosa, colocadas en los puntos estratégicos que cubrían solo lo justo. Unas horas antes le había parecido de lo más atrevido y sensual, pero en ese momento le parecía que había sido una idea estúpida y se sentía tremendamente incómoda.

–No sé nada de la vida amorosa de mi hermano. Más que nada porque, si tuviera que estar al tanto de todas las mujeres con las que se acuesta, no haría otra cosa. Debes comprender, Morgan, que mi objeción hacia ti siempre ha sido que solo eres una más en la larga lista de mujeres cuestionables de las que mi hermano se suele encaprichar.

Morgan se negó a dejar que la hirieran sus palabras.

–Pues Alex a ti te adora –dijo–. Piensa que eres el hombre más inteligente y maravilloso del mundo.

–¿Cómo es eso que se suele decir? –murmuró Constantine, subiendo la vista un momento al techo, como pensativo–. ¡Ah, sí!, que la imitación es la forma de adulación más sincera. Y mi hermano nunca ha hecho nada por parecerse a mí.

La nota de desdén en su voz le provocó un escalofrío, y para su espanto se le endurecieron los pezones, cosa que probablemente no le pasó desapercibida a Constantine, puesto que el body apenas la tapaba.

–Me gustaría escuchar la historia de cómo has acabado aquí tan ligera de ropa –murmuró él.

Iba a ser difícil contarle lo ocurrido sin perder la poca dignidad que le quedaba, pero Constantine nunca había tenido una buena opinión de ella, así que…

–Tenía pensado colarme en su habitación esta noche, para darle una sorpresa. Me quité la ropa en el baño, apagué las luces y le estaba esperando escondida en un rincón cuando llegó con… con quien quiera que sea –le explicó, con el estómago ardiéndole de humillación–. No podía soportar que me viera allí, y me había dejado la ropa en el baño, así que no se me ocurrió otra cosa que salir por el balcón e intentar entrar en otra habitación para poder bajar las escaleras y salir de la casa. Y como tengo tan mala suerte… resulta que en la habitación de al lado tenías que estar tú.

–¡Menuda historia! –observó él con sorna. La recorrió lentamente con la mirada–. Aunque sería una pena desaprovechar ese modelito.

A Morgan le dio un vuelco el estómago y su sexo empezó a palpitar de deseo. Había decidido que estaba lista para hacerlo con Alex, pero con él nunca había sentido nada parecido. «Has leído demasiadas novelas románticas, eso es lo que pasa», se reprendió. Sin embargo, también había decidido que lo suyo con Alex se había acabado. Se había acabado… Ese pensamiento la sacudió como una ola.

Alex estaba en la cama con otra y ella jamás tragaría con eso. Daba igual lo generoso que hubiese sido, pagándole los estudios, y lo amable que había sido siempre con ella. Quería a alguien que la quisiera. Nadie la había querido, ni siquiera su madre para quien solo había sido una carga…

Estaba claro que Alex no la quería. No sabía a qué estaba jugando, pero era evidente que para él su relación no significaba nada. Tragó saliva.

–¿Tú crees? –inquirió nerviosa.

–Detesto ver a una mujer compuesta y sin novio –dijo Constantine.

Su voz sonó como un ronroneo seductor, muy distinto del que había empleado hasta entonces con ella, áspero y brusco.

–Eres muy hermosa –murmuró.

¿De verdad pensaba eso? Morgan sabía que era guapa, pero siempre lo había visto más como inconveniente que otra cosa. Su cabello pelirrojo y su piel de porcelana llamaban mucho la atención de los hombres, igual que sus ojos verdes, pero a ella, que solo había querido centrarse en sus estudios y su trabajo, siempre le había resultado muy molesto. Nunca le había preocupado si otros hombres la encontraban atractiva o no, pero descubrir que a Constantine se lo parecía… Era una sensación embriagadora.

–¿Te parezco hermosa?

–Pues sí, pero estoy seguro de que no hace falta que te lo diga porque sabes que lo eres.

–Puede, pero creía que me despreciabas y que no eras capaz de ver ninguna virtud en mí.

–¿Consideras que la belleza es una virtud?

Morgan parpadeó.

–No. No es eso lo que quería decir…

–La belleza induce al vicio –dijo él con dureza–. Si no lo fuera, te habría hecho salir de aquí de inmediato y te habría dejado en medio del pasillo. Pero tu belleza es una de mis debilidades, y me siento incapaz de rechazar un regalo que se presenta en mi habitación, listo para ser desenvuelto.

–¿Y si yo no te deseo?

Constantine se levantó sin apartar sus ojos de los de ella, y cuando empezó a acercarse Morgan notó que su respiración se tornaba agitada.

–Cariño, no mientas –la reprendió él–. Nos insultas a los dos. Me has deseado desde el primer día en que pusiste los pies en esta casa. Y cuanto más cruel soy contigo, parece que más me deseas.

Morgan estaba furiosa consigo misma porque estaba diciendo la verdad. Recordaba perfectamente su primer encuentro, seis meses atrás. Constantine la había mirado con un desprecio infinito, pero ella no había podido evitar encontrarlo tremendamente atractivo. En aquel momento se había sentido agradecida por estar con Alex, por su encanto personal. Al menos había tenido la impresión de que Alex actuaba como un escudo que la protegía de esas miradas de su desdeñoso hermano, que parecían querer abrasarla viva. Pero ahora que sabía que Alex estaba engañándola, era como si ese escudo protector se hubiera desintegrado.

–Yo también te deseo, Morgan –dijo Constantine.

Alargó el brazo y le acarició la mejilla con el pulgar. De pronto la invadió una ola de calor, notó los pechos tan pesados que casi le dolían, y fue aún más consciente de la poca ropa que llevaba puesta.

–Sabía que eras preciosa –murmuró Constantine–, pero ahora debo decir que eres como una visión celestial.

Morgan no entendió por qué esas palabras hicieron que le palpitara el corazón. Como piropo había sonado a cliché, y desde su adolescencia se había jurado y perjurado que jamás se dejaría engatusar por gestos románticos ni palabras bonitas.

Sin embargo, había algo contra lo que no podía luchar y que no podía minimizar: el deseo que despertaba en ella.

–Déjame verte, Morgan –le pidió Constantine con voz ronca–. Déjame ver lo que quiero ver.

Quería que se desnudara. Con él ahí plantado frente a ella, más alto y corpulento que su hermano, debería sentirse frágil y vulnerable, pero no era así; ni siquiera estaba nerviosa.

Sin pensar, se bajó un tirante y sacó el brazo y luego hizo lo mismo con el otro, pero sostuvo la prenda colocando el antebrazo por encima de sus senos. Nunca había hecho un estriptis y no podía decir que se sintiera muy seductora. Hacer aquello le daba vergüenza, pero deseaba tanto a Constantine… Bajó el brazo y la prenda resbaló hasta su cintura, dejando al descubierto sus senos.

Al ver a Constantine apretar la mandíbula, una ráfaga de calor afloró entre sus muslos. De pronto se dio cuenta de que se había olvidado por completo de Alex y de lo que estaba haciendo en la habitación de al lado. Y era porque una sola mirada de Constantine hacía que su cuerpo estallara en llamas.

Nunca le había pasado eso con Alex. Lo encontraba atractivo, sí, y no la había desagradado la idea de acostarse con él, pero Alex no despertaba esa ansia en ella. Lo único que la consolaba de todo aquello era que eso era lo único que Constantine despertaba en ella, deseo, y que en realidad no le gustaba, así que no le pasaría como a su madre, no pasaría el resto de su vida suspirando por un hombre que la había dejado. Ella tenía muy claro que aquello solo iba a ser sexo y que Constantine no…

–Para –dijo él de pronto.

–¿Qué? –inquirió ella, confundida.

–Deja de pensar. Fluye y déjate llevar.

Morgan se concentró en la sensación de la tela deslizándose por su piel cuando se bajó el body por las caderas, exponiéndose a la ávida mirada de Constantine. Cuando la prenda hubo caído a sus pies, se soltó el cabello, que llevaba recogido en un moño, y sacudió la cabeza.

El corazón le latía con fuerza y notaba un calor húmedo entre las piernas, como si no pudiera esperar más a que la tocara, a que la hiciera suya. Constantine la recorrió lentamente con la mirada antes de avanzar hacia ella. La rodeó hasta quedar detrás de ella, le puso las manos en los hombros y dejó que se deslizaran por sus brazos. Cuando la asió por las caderas y la atrajo hacia sí, notó su incipiente erección contra la curva de sus nalgas.

–Mírame… –le dijo él con voz ronca.

Al girar la cabeza, Constantine la besó en los labios con suavidad, como para atormentarla. Pero ella quería más. Impaciente, se volvió hacia él y cuando por fin Constantine hizo el beso más profundo, Morgan sintió como si hubiera estallado en llamas por dentro.

Con la lengua de Constantine acariciando la suya con destreza y sensualidad, Morgan se arqueó hacia él y, desnuda como estaba, el roce de la camisa de seda contra sus pechos la hizo gemir de placer.

Sin dejar de besarla, Constantine la arrinconó contra la pared, y la fascinó el contraste entre la fría superficie pegada a su espalda y el calor del cuerpo de él contra el suyo. Se aferró a sus hombros cuando él descendió, beso a beso, por su cuello y su pecho, y cuando tomó un pezón endurecido en su boca y comenzó a succionar, un grito ahogado escapó de sus labios.

Lo deseaba tanto… y por fin iba a ser suyo… Cuando abandonara la mansión no lo haría como una mujer humillada y engañada. Estaba dispuesta a liberar esa parte más oscura de ella que siempre había reprimido. Estaba cansada de tener miedo. No era de sí misma de quien debía desconfiar, sino de los demás. Y Constantine la hacía sentirse como si fuera una diosa, gruñendo excitado, con las manos en sus caderas mientras se frotaba contra ella para demostrarle cuánto la deseaba.

–Quiero que sepas que no suelo comportarme así –le advirtió con voz ronca sin dejar de mover las caderas–. Me gustan las mujeres sofisticadas, más próximas a mi edad, no las camareras de veintidós años con una sexualidad explosiva que no saben cómo controlar.

Morgan esbozó una sonrisa pícara.

–Pues entonces para. Si no te gusto, si no me deseas… para.

Constantine maldijo entre dientes, la tomó de la barbilla y la miró a los ojos.

–No puedo, gatita –murmuró–. Si pudiera, ya lo habría hecho.

La besó de nuevo, apretándola contra sí. Luego la condujo hasta la cama y, levantándola en volandas, la arrojó sobre el colchón. Dio un paso atrás y, sin apartar sus ojos de ella, se quitó la camisa, la dejó caer al suelo y se deshizo también de los pantalones y el boxer.

Era la primera vez que Morgan veía a un hombre desnudo y Constantine era… una visión gloriosa, un Adonis de piel dorada y músculos que parecían esculpidos. Solo que a diferencia de una estatua de piedra, él era de carne y hueso. El solo mirarlo acrecentó su deseo a pesar de sus nervios de joven virgen inexperta.

Constantine se subió a la cama, pero se colocó a sus pies. Le besó el tobillo, la pantorrilla, la cara interna del muslo… y Morgan tembló al darse cuenta de cuáles eran sus intenciones. Había fantaseado con aquello muchas veces en contra de su voluntad. Muchas noches no conseguía conciliar el sueño imaginándose así, tumbada, mientras un hombre de cabello oscuro y mirada intensa inclinaba la cabeza entre sus piernas y la lamía con fruición, como si fuese su postre favorito.

Al notar su cálido aliento entre los muslos, gimió y contuvo el aliento mientras esperaba ansiosa. Constantine agachó la cabeza y deslizó la lengua una y otra vez por entre sus pliegues, componiendo una sinfonía de deseo. A cada nota la intensidad de la melodía iba in crescendo, y luego sus lametones se hacían más lentos antes de volverse rápidos e insistentes de nuevo.

Una y otra vez la llevaba al límite, una y otra vez, pero no la dejaba llegar al colofón de la melodía, al choque metálico de los platillos. Una y otra vez la torturaba, haciéndola retorcerse debajo de él. Sollozando, le suplicaba mientras él la llevaba a una nueva cadencia ascendente en aquella obra maestra musical.

Y entonces, por fin le dio lo que ansiaba. Le introdujo dos dedos en la vagina y, de la impresión las caderas de Morgan se levantaron de la cama. Notó una ligera sensación de dolor, pero pronto el placer lo reemplazó, arrancándole un intenso gemido, y al poco alcanzó su primer orgasmo no solo con ese choque metálico de platillos, sino también con fuegos artificiales incluidos.

Se quedó allí tendida, jadeante e incapaz de moverse, y se sintió tremendamente vulnerable cuando sus ojos se encontraron con los de él. Constantine se colocó entre sus muslos y la penetró, hundiéndose en ella con un gruñido.

Morgan se quedó sin aliento. Su miembro parecía tan grande dentro de ella que tenía la impresión de que fuese a partirla en dos. Se aferró a sus hombros y cuando él comenzó a moverse la deliciosa fricción hizo que el dolor comenzase a mitigarse.

Al alzar la mirada vio que Constantine tenía los ojos cerrados y que sus apuestas facciones estaban transfiguradas por el placer. Parecía que no se había dado cuenta de las molestias que había sentido y eso la alivió, porque no quería que parara. No se sentía como una virgen sin experiencia entre sus brazos, sino como una mujer sensual, como una seductora.

Constantine la asió por las caderas y la embistió con ferocidad. Nunca hubiera imaginado que el acto sexual pudiera ser tan salvaje, tan excitante, que fuera a tener esos ecos ancestrales de hombre y mujer, macho y hembra…

Le encantaba la sensación de su piel sudorosa resbalando contra la de él, la sensación de su miembro endurecido dentro de ella y como cada embestida la llevaba más y más alto… Y cuando por fin alcanzó el clímax fue como si el muro de contención de una presa se rompiera y una ola gigante de placer la engullera. Las embestidas de Constantine se volvieron más rápidas y poco después llegó al orgasmo también con un intenso gemido.

Lo había hecho, pensó Morgan, entre aturdida y azorada por lo que acababa de ocurrir. Se había entregado a él y no lo había hecho por vengarse de la infidelidad de Alex, sino porque había querido hacerlo. No podía negarlo.

–Te acompañaré a la puerta –dijo Constantine apartándose de ella y bajándose de la cama–. Aunque no como te presentaste aquí, medio desnuda…

–Pero no puedo ir a por mi ropa… –repuso ella. Probablemente Alex seguiría… ocupado.

–Te conseguiré algo que pueda servirte –contestó él mientras se vestía.

Cuando hubo acabado y salió de la habitación, Morgan se metió bajo las sábanas sintiéndose como si estuviera haciendo algo que no debía. Constantine le había hecho el amor sobre la colcha y le parecía que quizá estuviera tomándose una libertad que a él no le haría gracia.

Pero Constantine no estaba allí, y precisamente por eso se permitió echar unas lagrimillas, lo justo para aliviar la sensación de angustia que atenazaba a su pobre corazón. Constantine regresó poco después con algo de ropa para ella –¿tal vez de su madre?– y se la tendió.

–¿Has venido en coche? –le preguntó.

–Me trajo una amiga a la que le pillaba de paso –contestó ella.

–Mi chófer te llevará a casa.

–Pero si es muy tarde…

–Eso no es problema –la cortó Constantine–. Voy a llamarlo; acaba de vestirte.

Ella se bajó de la cama, y él sacó su móvil y se dio la vuelta mientras ella se vestía.

Morgan apenas había terminado de ponerse el abrigo que le había dado cuando sonó el móvil de Constantine.

–El chófer ya está abajo –dijo cuando colgó.

Bajó con ella las escaleras, y cuando llegaron al vestíbulo le abrió la puerta.

–Es cosa tuya si decides o no cortar con mi hermano –le dijo–; no le contaré a nadie lo de esta noche.

–Gracias –musitó ella. Suponía que era una forma de preservar su orgullo, además del de ella.

–Cuídate –le dijo Constantine.

–Sí, bueno, tú también –balbució ella.

Nada más salir por la puerta, contrajo el rostro por haber dicho eso. Se subió al coche y apoyó la cabeza en el frío cristal de la ventanilla. Aquella noche había sido un fracaso espectacular, pensó mientras el vehículo se ponía en marcha. Había descubierto que Alex le era infiel… y había perdido la cabeza. Había sucumbido y se había entregado a Constantine. Y, sin embargo, a pesar de que le rodaban las lágrimas por las mejillas, una leve sonrisa asomó a sus labios porque por un momento sus fantasías se habían hecho realidad. Lástima que hubiesen durado tan poco…

 

 

Un par de golpes en la puerta de su dormitorio despertaron a Constantine sobre las cinco de la mañana. Al principio pensó que sería Morgan, y sintió una punzada de culpabilidad.

No debería haber hecho lo que había hecho con ella. No era un hombre acostumbrado a perder tiempo arrepintiéndose de sus actos porque no servía de nada, pero tratándose de Morgan…

Maldijo entre dientes antes de apartar a un lado la sábana y el edredón. Se bajó de la cama y cruzó el dormitorio tal y como estaba, vestido únicamente con un pantalón de pijama.

Sin embargo, cuando abrió la puerta no se encontró con Morgan, sino con su padre, que estaba en pijama, con los brazos caídos y el rostro lívido. Constantine frunció el ceño y se frotó los ojos con el dorso de la mano.

–Papá… ¿Qué ocurre? ¿Cómo es que estás levantado a esta hora? ¿Ha pasado algo?

A su padre le temblaron los labios antes de que lograra articular palabra.

–Hemos recibido una llamada de la policía –balbució.

–¿De la policía?

–Alex ha… –a su padre se le quebró la voz–. Alex… ha tenido un accidente. Ha muerto…

Capítulo 2

 

 

 

 

 

NO PUEDO creerlo… –musitó Morgan para sí, mientras aguardaba en el vestíbulo de la mansión de los Kamaras.

No sabía cuántas veces había musitado esas mismas palabras en la última semana. El personal de servicio iba de un lado para otro. El mayordomo le había dicho que la madre de Alex estaba en su dormitorio y su padre en el estudio.

En ese momento apareció Constantine, que iba vestido de luto, como ella.

–Has venido –murmuró.

–Claro. ¿Cómo no iba a venir?

–Mis padres se alegrarán de verte.

–¿Tú crees? –inquirió ella, cambiando el peso de un pie a otro. El corazón le latía con tal fuerza que estaba segura de que Constantine podía oírlo.

Él esbozó una sonrisa triste.

–Bueno, en la medida en la que pueden alegrarse, dadas las circunstancias.

–No hace falta que me atiendas –le dijo ella–. Me dijeron que entrara, pero puedo ir a esperar con el resto de las personas que han venido para el entierro…

–Tonterías –replicó él con aspereza–. Eras la novia de mi hermano y le importabas mucho. Todo el mundo sabe que las relaciones de Alex no solían pasar de una noche. Y contigo llevaba seis meses.

–Si hubiese pasado más de una noche con la última mujer con la que estuvo, quizá aún seguiría entre nosotros –masculló ella.

Nada más decir esas palabras cargadas de rencor se arrepintió. Alex estaba muerto; no tenía ningún sentido que intentase ganar puntos.

–No te falta razón –murmuró Constantine, y apretó los labios–. Mi madre querrá que te sientes con nosotros en el funeral. Ven, te pondré una copa.

La sola idea de beber alcohol hizo que a Morgan le entraran náuseas.

–Preferiría un refresco, si no te importa.

Constantine la condujo a una sala de estar. Sacó del mueble bar un refresco en lata y se lo sirvió en un vaso con hielo. Cuando se lo tendió, sus dedos se rozaron y Morgan se estremeció.

Los ojos de él se encontraron con los suyos, solo un momento, y fue como… fue como volver a aquella noche. ¿De verdad solo había pasado una semana?

Constantine la había echado a perder, había hecho trizas las convicciones que había tenido hasta entonces sobre sí misma. Había creído que era mejor y más lista que su madre, que tan malas decisiones había tomado en lo referente a los hombres. Y había estado segura de que jamás cometería los mismos errores que ella.

Pero, en cuanto Constantine la había besado, sus convicciones se habían esfumado como el humo. La había hecho sentirse tan pequeña… y, sin embargo, incluso en ese momento, después de todo lo que había pasado… seguía sintiéndose atraída por él.

Constantine no se apartó; se quedó donde estaba, tan cerca que podía oler su colonia, tan cerca que con solo alargar la mano podía tocarlo… De repente se notó tan mareada que tuvo que dejar el vaso sobre el mueble bar. Al verla tambalearse, Constantine se apresuró a dar un paso adelante para sujetarla, pasándole un brazo por detrás de la cintura y poniéndole una mano en la mejilla. Sus labios estaban apenas a unos milímetros de los de ella y por un momento pensó que el corazón le iba a estallar.

–¿Estás bien? –le preguntó Constantine.

–Claro –murmuró ella.

Constantine solo la había sujetado porque había temido que fuera a desmayarse, solo por eso, pero ella se sentía como si estuviese ardiendo por dentro y se moría por acortar la poca distancia que los separaba, por volver a besarlo.

Lo deseaba tanto que le daban ganas de llorar, y a la vez la avergonzaba porque era como una mofa cruel del destino. Siempre había creído que tenía un gran dominio sobre sí misma, que era más lista y mejor que su madre. Se apartó de Constantine. Necesitaba respirar, necesitaba recobrar la compostura.

Y entonces, en ese preciso momento, tuvieron que entrar los padres de Constantine.

–Me alegra que hayas venido, Morgan –le dijo su madre, acercándose para saludarla con un par de besos.

Morgan, que estaba hirviendo de vergüenza por dentro, les ofreció a su marido y a ella sus condolencias. Mientras salían de la casa para la celebración del funeral, alzó la vista hacia Constantine. Sus ojos negros refulgían como brasas, y por un momento casi se temió que pudieran derretirla si se quedaba mirándolo mucho tiempo.

 

 

Constantine no soportaba estar allí, al pie de la sepultura. En la enorme propiedad de los Kamaras había una parcela destinada al descanso eterno de los miembros de la familia, y se le hacía muy extraño ver a su hermano siendo enterrado cerca de los jardines donde habían jugado de niños.

Allí se alzaba también un monumento en recuerdo a Athena, pero era distinto, porque entonces no había habido ningún funeral. No habían podido enterrarla; no habían podido expresar su tristeza mediante una última despedida junto a la sepultura.

En su mente era casi como si Athena aún pudiera estar viva, en algún sitio, aunque supiera que era imposible. En el caso de Alex, en cambio, ni siquiera podía consolarse con esa clase de autoengaños. Notaba su ausencia como una pesada losa sobre su corazón.

Y en ese momento la única luz en medio de tanta oscuridad era Morgan, con su brillante cabello rojo, que contrastaba con el abrigo negro que llevaba y los nubarrones grises que cubrían el cielo.

Casi podía oír la voz de su abuelo diciéndole: «Creía que te había enseñado mejor, muchacho». «También yo lo creía, pappoús. Pero quizá es que siempre he sido así: débil», le respondió mentalmente. Su dolor lo hacía débil, y también el deseo que sentía por Morgan.

Él siempre había valorado el control por encima de todo, pero pretender que podía tener algo bajo control era absurdo. No había podido salvar a Alex, igual que no había podido salvar a Athena.

Tenía dinero y poder, pero ni una cosa ni otra habían evitado que la tragedia se hubiese cebado con su familia… otra vez. Sus primeros años de infancia habían sido tan felices, había querido tanto a sus hermanos… Pero el secuestro y la desaparición de Athena lo habían cambiado todo.

Aunque Athena era su melliza y tenían la misma edad, siempre se había comportado de un modo muy protector con ella, pero cuando los habían secuestrado y su salvación había dependido de él, de su fuerza, había demostrado que no era lo bastante fuerte.

Cuando lo habían liberado de sus secuestradores, no había sido el milagro de su rescate lo que había moldeado su vida en adelante, sino la sensación de culpabilidad por la pérdida de Athena y el dolor de sus padres.

Ese dolor de afilados dientes que se había ensañado con su familia, hasta entonces caótica pero feliz, y había convertido su convivencia en un campo minado, generando una tensión entre ellos que de niño él no siempre había sido capaz de entender, pero que le había afectado.

Al principio, después de su liberación, sus padres ni siquiera habían sido capaces de mirarlo a la cara. Athena y él habían sido inseparables, y tenía la impresión de que, cuando lo miraban, en realidad no lo veían a él, sino solo el espacio vacío que su hermana había ocupado siempre, a su lado. Era lo que le pasaba a él, así que… ¿por qué no habría de ocurrirles a ellos también?

Sus padres no habían cambiado en nada: seguían siendo dos personas inconstantes que solo pensaban en salir y pasarlo bien… hasta que por algún motivo se alteraban los ánimos o llegaba alguna fecha señalada que les recordaba la pérdida de Athena.

Dejaron incluso de celebrar su cumpleaños, que también era el de Athena, y nunca había estado seguro de si era porque les resultaba demasiado doloroso, o porque era su manera de castigarlo por no haberla salvado.

Recordaba haber oído a escondidas una conversación entre ellos en el estudio, la noche de su decimosexto cumpleaños. Los había oído preguntarse si las cosas habrían sido diferentes si Athena aún viviese, si aún la tuvieran con ellos. Y para sus adentros él había sabido que estaban preguntándose si habrían sido distintas si hubiese sido él el que hubiera muerto, en vez de ella.

A veces lo evitaban durante días, y luego le «compensaban» comprándole cosas: coches, un jet privado… Sin embargo, suponía que lo querían, a su manera. En cuanto a él…, su vida no era más que una sucesión de complicadas relaciones fallidas. Había fundado algunas asociaciones benéficas en recuerdo de su hermana, para que su nombre y su memoria pervivieran, y se había negado a sí mismo la posibilidad de encontrar el amor, de tener una esposa, hijos…

Y ahora, años después de perder a Athena, también había perdido a Alex. Lanzó una mirada furtiva a Morgan, consciente de que no volvería a verla. Si había acudido al funeral era solo porque no quería causar más sufrimiento a sus padres diciéndoles que su hijo le había sido infiel.

Cuando el funeral terminó, Morgan, sus padres y él eran los únicos que quedaban junto a la sepultura.

–Morgan, ¿quieres que te lleve a casa? –le preguntó.

 

 

Aquello era un error, pensó Morgan, mirando de reojo a Constantine, que iba al volante. Sabía que no iba a limitarse a llevarla a su casa y marcharse. Era algo que le decía su intuición ahora que ya no era virgen. Y lo peor era que no iba a hacer nada por evitarlo.

–No deberíamos… –murmuró cuando aparcaron frente a su edificio y se bajaron del coche.

Antes de que pudiera decir nada más, Constantine la interrumpió con un beso, un beso brusco y apasionado que hizo que le entraran ganas de llorar porque llevaba todo el día ansiando aquello.

–Subamos a mi apartamento –le susurró.

No quería que dieran un espectáculo allí, en medio de la calle. Había bastante gente a pesar del frío; el barrio North End de Boston tenía mucha vida nocturna con sus múltiples bares y pizzerías.

–No tenemos ascensor –dijo cuando entraron en el portal y empezó a subir las escaleras.

A Constantine no pareció importarle, y se limitó a seguirla. Morgan tuvo que forcejear un poco con la cerradura de la puerta de su apartamento hasta que se abrió.

–A veces la llave se atasca un poco –musitó azorada.

No esperaba que Constantine se ofreciese a llevarla a casa. Nunca había llevado a un hombre a su apartamento. Alex la había recogido allí muchas veces, pero nunca había entrado.

Sin embargo, a Constantine no pareció importarle lo pequeño y destartalado que era su apartamento, porque en cuanto estuvieron dentro empezó a besarla otra vez, tiró de ella hacia el dormitorio y se tumbó con ella en la cama.

Morgan respondió a sus besos con fruición y se arqueó hacia él cuando deslizó una mano por debajo de su vestido. Era el vestido negro que se había puesto para el funeral, y sabía que aquello no estaba bien, pero le daba igual. Deseaba tanto a Constantine… Además, después de esa noche probablemente no volvería a verlo.

Nunca había deseado a Alex de aquel modo, y aunque había llorado por él, por lo injusto que era que hubiese muerto tan joven, en la última semana no había podido dejar de pensar en Constantine. Incluso había soñado con él. La sensación de culpa se había mezclado con el deseo, y se había gestado un monstruo. Un monstruo que acababa de romper sus cadenas y al que no podía parar, aunque la verdad era que tampoco quería pararlo. ¿Tenía esa misma bestia bajo su control también a Constantine en ese momento? ¿O serían otros demonios los que lo habían empujado a hacer aquello?

Estaban besándose como si no fuera a haber un mañana, como si el tiempo corriera en su contra. Y, en realidad, el tiempo corría en su contra: cuando Constantine hubiese satisfecho su deseo, se iría y no volvería a verlo. Le caían lágrimas por las mejillas cuando empezó a desnudarla y a desnudarse él también. Le daba igual que creyera que eran lágrimas por Alex; jamás tendría que saber que lloraba por los dos.

Poco después Constantine se hundió por fin en ella y Morgan se aferró a sus hombros hasta que lo notó estremecerse con la fuerza del orgasmo que los sacudió a ambos. Y luego volvieron a hacerlo una y otra vez a lo largo de la noche, hasta que ella perdió la cuenta. Era como si ambos estuviesen poseídos por un deseo insaciable. Habían abierto la caja de Pandora, habían dejado que el deseo se apoderara de ellos.

Cuando finalmente se durmió, Morgan tenía el rostro húmedo por el sudor y las lágrimas. A la mañana siguiente, al despertar, descubrió que Constantine se había marchado, y lloró como si jamás fuera a poder parar.

 

 

Cinco meses después del funeral de Alex, de que Constantine le hubiese hecho el amor en su apartamento y se hubiese marchado a la mañana siguiente, todo había cambiado en la vida de Morgan.

Había terminado sus estudios y obtenido su diploma, otra cosa que su madre no había podido hacer. Era lo único bueno que había conseguido hacer en esos cinco meses mientras fingía que los cambios que se estaban produciendo en su cuerpo no eran más que una coincidencia, kilos de más por el estrés y su bajo estado de ánimo.

Pero sabía que eso no era verdad; tenía que ir a que la viera un médico. Sabía que estaba embarazada porque en todos esos meses no había vuelto a bajarle la regla y… bueno, saltaba a la vista que estaba embarazada.

También debería hablar con Constantine, pero… Una espantosa sensación de culpa la asaltó. No había llegado a romper con Alex, aunque esa había sido su intención de hacer. No había podido hacerlo porque había muerto en aquel accidente, probablemente cuando regresaba de llevar a casa a la mujer con la que había estado esa noche. Según la información que habían publicado los periódicos, iba conduciendo a demasiada velocidad y había volcado al tomar una curva muy cerrada.

Pero viajaba solo en el coche y nadie sabía por qué había salido. La autopsia había determinado que había bebido, pero sus niveles de alcohol en sangre no estaban por encima de lo que permitía la ley. En todo caso, sus padres no le habían dado importancia a eso; no cuando para ellos salir de fiesta era algo habitual.

Sin embargo, estaba claro que su muerte les había afectado profundamente. Había sido espantoso ver el dolor que les había causado su pérdida, un dolor que ella compartía. Al fin y al cabo, había sido su novia y sentía un afecto sincero por ellos. Se había vestido de luto y había llorado mientras abrazaba a su madre, que había sollozado de un modo desgarrador.

Durante todo el funeral había hecho lo posible para evitar la mirada de Constantine, y luego, cuando había descubierto que estaba embarazada, se reafirmó en su decisión de alejarse para siempre de la familia Kamaras. Constantine no quería nada con ella, y sabía que si supiera que iba a tener un hijo suyo no se alegraría precisamente.

Y, por otro lado… ¿cómo podría explicarle aquello a los padres de Alex? No haría sino añadir más dolor a su dolor que descubriesen que Constantine y ella… Y encima cuando aún estaba saliendo con su hermano… Daba igual que Alex hubiera estado engañándola, o que hubiese decidido que iba a romper con él. Aún no lo había hecho cuando Constantine y ella se habían acostado. Además, Alex le había dado tanto… Y no solo cosas materiales, como colmarla de regalos y darle el dinero para pagar sus estudios, sino también muchos buenos momentos juntos.

Aún lo añoraba, a pesar de que la hubiera traicionado. Al fin y al cabo, siempre tendría un recuerdo grato de su relación, entre otras cosas porque era lo que la había llevado al punto en el que se encontraba, se dijo bajando la vista a su vientre hinchado.

Bueno, no es que estuviera exactamente pletórica en ese momento ante la idea de tener un niño. De hecho, todavía no acababa de creerse que aquello pudiera estar ocurriéndole. Pero lo que sí sabía era que, una vez el bebé hubiera nacido lo querría y… ¿Pero cómo podía saber eso? La verdad era que estaba aterrada porque, si su propia madre no había sentido esa clase de amor maternal por ella, ¿cómo podía saber que no iba a ser como ella?

A lo largo de su infancia se habían mudado una y otra vez, siempre a pequeños apartamentos destartalados o, algunas veces, a la casa del hombre con el que estuviera saliendo su madre en ese momento.

Lo que siempre la había inquietado más era que, aunque por su vida habían pasado muchos otros hombres, el resentimiento que su madre sentía hacia su padre no se había mitigado ni un ápice; el rencor que le guardaba era algo casi obsesivo.