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Ella siempre había estado prohibida… Ahora ¡lo necesitaba! Dionisio, un griego mujeriego y vividor, deseaba a Ariadna desde hacía mucho tiempo. Nunca había olvidado el abrasador beso que habían compartido antes de que ella lo destruyera al casarse con su gemelo. Cuando una tragedia la dejó viuda, Ariadna quiso que Dionisio la ayudara a proteger el legado de su hermano… ¡dándole un heredero! Ariadna había ansiado seguridad desde su turbulenta infancia, razón por la que había elegido al hermano que no entrañaba riesgos. Pero ahora, a solas con Dionisio en su isla privada, no tenía dónde esconderse de la llama que había empezado a arder años atrás. ¿Debería arriesgarlo todo al rendirse a ese fuego voraz que solo él podía prender?
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Seitenzahl: 174
Veröffentlichungsjahr: 2025
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© 2024 Millie Adams
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Juntos somos fuego, n.º 3149 - marzo 2025
Título original: Greek’s Forbidden Temptation
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410744585
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
El taburete que Dionisio Katrakis tenía al lado resultaba tan lujoso como trágico. Trágico porque estaba desocupado, ya que el hombre que antes lo había ocupado había muerto. Lujoso porque el Diamond Club era el más exclusivo de la tierra.
Estaba formado por nueve de los hombres más ricos del mundo. Y por una mujer.
Ahora ese asiento libre era para ella.
Y, aun así, no lo era.
A Ariadna Katrakis le parecía incomprensible que en ese establecimiento hubiera una barra entera para servir solo a la élite.
«Ahora eres una de ellos».
Pero nunca lo sería en realidad. No debería ser ella quien estuviera sentada ahí ahora mismo. Y no sabía cuándo, o si alguna vez, esa verdad saldría a la luz. Si serviría de algo. Lo único que sabía era que su vida había cambiado para siempre. Que su felicidad estaba hecha añicos y que el futuro que había imaginado era…
Ahora era imposible.
Contuvo las lágrimas. No quería ponerse a llorar.
Así que tomó asiento en el lujoso taburete junto a su cuñado y no lloró.
Miró el perfil de Dionisio. Orgulloso. Arrogante. Familiar. Con los mismos rasgos que había tenido su marido. Impresionantemente guapo, con la mandíbula fuerte y cuadrada, y la nariz afilada. Tenía la piel del mismo tono tostado y las cejas tupidas. El pelo, negro, lo llevaba más largo que su gemelo y con un toque desenfadado, como si una mujer acabara de pasarle los dedos por él. Lo que no sabía Ariadna era si eso acabaría de pasar o si se trataba de una cuestión de estilo.
Con Dionisio nunca se sabía.
Su cuñado era muy distinto a su marido. Hedonista, egoísta. Impredecible.
Y, a pesar de todo, simpatiquísimo y magnético.
Esa era la auténtica tragedia de Ariadna. Siempre se había sentido rodeada de calidez cuando estaba en compañía de Dionisio.
Imaginaba que a todas las mujeres les pasaría lo mismo.
Carraspeó.
–Ya está hecho –dijo.
Él se giró enarcando una oscura ceja. Sí, era idéntico a Teseo. Y no. Teseo había cargado el peso del mundo sobre los hombros. Su rostro había parecido de granito mientras que el de Dionisio era movible y podía cubrir un amplio espectro de emociones en un minuto. Siempre la había fascinado.
–Así que te has bañado en sangre de vírgenes y has llevado a cabo los sacrificios rituales –dijo él curvando un lado de la boca con una sonrisa, aunque lo que ella veía era agotamiento. Dolor.
–En mi caso solo ha habido sangre de una paloma muy cansada y el sacrificio de una cobaya. ¿He recibido un trato misógino?
–Creo que es lo que llaman «el impuesto rosa».
Él levantó su copa de la barra, se terminó el whisky y añadió:
–¿No bebes? Tienen que traerte todo lo que quieras. Eres miembro.
–Sí –respondió ella mirando la barra de bar de mármol–. Soy miembro.
–Me disculpo por todo lo que te dijo mi padre después del funeral.
Esa farsa de funeral en la que no se había dicho ni una cosa real o profunda sobre Teseo. Esa farsa de funeral que no había incluido a la gente que de verdad le había importado a su marido.
–¿Oíste algo de lo que me dijo tu padre?
Dionisio le dio un toquecito a la copa con un dedo y, al instante, el camarero se materializó y le sirvió más Macallan sin necesidad de que se lo pidiera.
El hombre se detuvo y la miró expectante.
–Solo agua con gas, gracias –dijo ella.
–No me hizo falta oírlo –respondió Dionisio–. Puedo imaginarme exactamente lo que dijo. Supongo que peleará por el dinero.
–Él más bien pensaba que tú deberías pelearte conmigo por el dinero.
–¿Por lo pobre que soy?
–Ahora soy un poco más rica que tú –dijo ella.
–Es increíble lo que pueden hacer cientos de años amasando riqueza. Pero esta situación la ha generado mi padre. Fue él el que decidió darle a Teseo el imperio después de que se casara contigo.
–Con condiciones. Creo que ya lo sabes. No se haría efectivo hasta que tuviera un heredero. Pero lo que no sabes…
Ariadna cerró los puños y añadió:
–Estoy embarazada.
–¿Embarazada? –preguntó Dionisio, impactado.
Sí, era verdad. Estaba embarazada del hijo de Teseo. Y debería ser una buena noticia. Para todo el mundo. Porque, así, una parte de él seguiría viviendo.
En cuanto a los detalles que rodeaban el embarazo… No iba a compartirlos.
Si la verdad salía a la luz, el patriarca Katrakis aún podría desheredar a su hijo, y eso era algo que Teseo había querido evitar a toda costa. Había configurado su vida alrededor del deseo de verlos a los dos al timón de la empresa y de ver que su legado pasaba a sus hijos, a quienes criarían de forma distinta a como lo habían criado a él.
Ella le había hecho una promesa. Con todo su corazón, con toda su vida.
Y no haría nada que ahora pusiera en peligro esa promesa.
Se le saltaron las lágrimas y parpadeó para contenerlas.
Teseo le había dado una buena vida. Una vida llena de amor y risas, aunque hubiera sido poco convencional. Aunque hubiera habido problemas a veces. ¿Quién no los tenía de vez en cuando? ¿Quién no se arrepentía de las decisiones que había tomado cuando tenía un mal día? Aun así, en su mayoría, había tenido una vida plena.
Ahora se sentía desolada, pero no podía permitir que la destruyeran. Tenía que pensar en el bebé.
–Y supongo que se lo habrás dicho a mi padre, ¿no?
–Claro que sí. Estoy embarazada de su preciado heredero. Ya sabes la predilección que tenía por Teseo.
De nada servía suavizarlo. No lo había dicho para hacerle daño a Dionisio. De todos modos, para ser sincera, tampoco creía que a Dionisio le quedaran sentimientos que poder herir. Ya no.
Su actual relación con su cuñado era… incómoda, por decir poco.
Pero la base de su relación era una amistad prácticamente de toda la vida. Se conocieron cuando ella tenía diez años y los chicos doce. Habían sido uña y carne siempre que sus familias habían ido a la isla a veranear.
Se había sentido atraída por la naturaleza tranquila y seria de Teseo, por su astucia e inteligencia, que habían pasado desapercibidas para todo el que no se le había acercado lo suficiente para escucharlo. La hacía reír. La había hecho sentirse comprendida como nadie. Escuchada. De verdad.
Dionisio, en cambio, había sido una explosión. Lo único que había podido hacer ella había sido mirar y esperar que ninguno resultara herido por la onda expansiva. Pero esas explosiones habían ido acompañadas de una traviesa alegría que le había contagiado algo de deleite a ella también.
No fue hasta la fiesta en la que Ariadna celebró su dieciocho cumpleaños cuando entendió que el comportamiento de Dionisio no solo era temerario… sino peligroso.
Diez años después, todo eso había quedado atrás, y la historia que habían compartido al crecer juntos importaba más que unos momentos concretos.
Los unían cosas más profundas.
Había estado sola antes de conocer a Teseo y a Dionisio. Y los hermanos, sin el vínculo que tenían los tres, habían sido vulnerables a las iras de su padre.
Patroclo Katrakis tenía una mentalidad tan antigua como los muros de piedra de su país y una vena cruel tan profunda como el Egeo. Era muy exigente con sus hijos, pero sobre todo con Teseo, que había nacido tres minutos antes que Dionisio, convirtiéndose así en el foco de la ira y del irrazonable carácter de su padre. Iba a moldear al hijo que tomaría los mandos de su industria.
Porque eso era lo que más le importaba. El legado que había construido, la empresa de transportes multimillonaria que llevaba su apellido.
Sus hijos eran los gemelos más ricos del mundo. El testimonio de su virilidad, de su poder.
Un legado casi tan antiguo como la misma Grecia.
Así que Patroclo tronaba, a menudo y con fuerza.
Como esposa de Teseo, Ariadna también se había visto bajo bastante presión. El punto fuerte de Teseo no eran ni la organización, ni la administración, ni las finanzas, razón por la que habían contratado a James… y menos mal, porque a Ariadna tampoco se le habían dado bien. A Teseo se le daba bien la gente. Era compasivo. Cosas que su padre no valoraba. Aun así, habían hecho un buen trabajo apoyándose entre sí mientras dirigían la empresa, y las fortalezas de uno habían complementado las del otro. Patroclo, por supuesto, menospreciaba el puesto de Ariadna en la empresa, pero ella, tal como le había dicho a menudo a Teseo, no se moría por recibir el reconocimiento de un cruel fósil.
Suerte que estaba James. Llevaba semanas ocupándose de todo en Transportes Katrakis. Era injusto en muchos aspectos, pero él le había dicho que al menos eso le daba la oportunidad de estar ahí apoyando en privado ya que no podía hacerlo públicamente.
Y ella había necesitado su ayuda con desesperación.
–Sí, soy consciente de que mi padre tenía predilección por mi hermano –dijo él con una vacía carcajada–. Aunque, claro, ser el favorito de mi padre siempre era un arma de doble filo, como imagino que sabrás.
–Sí, lo sé. Tu padre estaba de acuerdo con que yo fuera la esposa de Teseo.
Dionisio se rio.
–Soy consciente. Y, aun así, ha sido terriblemente duro contigo todo este tiempo, ¿verdad?
Ariadna desvió la mirada. Temía que estaban recordando algo en concreto, algo en lo que no quería pensar ahora mismo.
Tenía que controlar los nervios. Desde el accidente de Teseo se había sentido vacía, paralizada. Luego furiosa. ¿Cómo podía el mundo ser tan cruel? Iban a tener un hijo y… entonces todo habría cambiado para Teseo, por fin.
–No quiere que yo esté al mando de la empresa, eso está claro. Y tampoco quiere que sea la administradora de toda la riqueza. Pues lo siento por él, pero no puede hacer nada por evitarlo.
–Nunca me has parecido alguien a quien le importe demasiado el dinero, Ariadna.
Y nunca le había importado. Aunque, claro, tampoco conocía la vida sin él. No sabía cómo viviría sin dinero, pero sí que sabía trabajar, y esa era la cuestión. Lo primero que debía hacer era mantener vivo el legado de Teseo con su hijo. Lo segundo, poder emplear parte de todo ese dinero en causas que sabía que Teseo habría querido apoyar.
Porque ahí fuera había niños que vivían en las sombras. Que no podían ser ellos mismos. Que tenían que ocultarles a sus padres y al mundo quiénes eran. Pero ella haría algo por ellos. Un tributo. Una obra de caridad.
Tal vez podría usar la memoria de Teseo para hacer del mundo un lugar más feliz. ¿De qué servía el dinero si no podías cambiar las cosas con él?
–¿Sabía mi hermano que estabas embarazada?
–Sí.
Y qué feliz había estado. Y ella también. Nerviosa, pero feliz. Aliviada.
–Nos enteramos dos días antes de que muriera.
–Qué suerte que pudieras quedarte embarazada justo antes de su muerte.
Ariadna se estremeció. Sí, así era. Si no hubiera bebé, la empresa no habría seguido en sus manos. Si no hubiera bebé, el dinero Katrakis no habría sido para ella. Pero esa no habría sido la tragedia. La tragedia era haber perdido a Teseo. Punto.
–Me conoces de sobra y sabes que amaba a tu hermano.
–Lo siento. Ha sido un comentario fuera de lugar y no te lo mereces. El dinero es tuyo. Mi padre no tiene ningún derecho a quitártelo.
–Lo administraré, será de nuestro hijo.
–Seguirás dirigiendo la empresa y mantendrás tu lugar en el club. Hasta que mi sobrina o sobrina alcance la mayoría de edad –añadió él con tono algo intenso.
Costaba imaginar a Dionisio como un tío amoroso. Costaba imaginarlo sin hacer comentarios frívolos o dándose lujos.
Lo que había sido divertido cuando eran pequeños se había convertido en algo peligroso y temeroso al hacerse adultos.
Dionisio siempre había parecido insaciable. Y mientras que Teseo había ido metiéndose cada vez más en sí mismo, Dionisio había parecido explotar bajo las censuras de su padre. Se había instalado por su cuenta y había hecho una fortuna ajena al apellido familiar.
Teseo había dicho que a veces envidiaba a su hermano.
«¿No sería genial ser mi hermano y poder alardear de conquistas?».
Dionisio era un libertino. A Ariadna no le sorprendería que hubiera perdido la cuenta de las mujeres que se había llevado a la cama. Tal vez incluso perdería la noción de los fines de semana. Una orgía de veinticuatro horas parecía algo muy de su estilo.
A lo mejor estaba resentida. Resentida porque Teseo se había esforzado mucho por hacer lo correcto, por seguir en el testamento de su padre, por ser el hijo perfecto.
Resentida porque Dionisio, el segundo en nacer, había vivido como había querido y era libre.
Por supuesto, Teseo podía haberse enfrentado a su padre mucho antes de lo planeado, pero había pasado toda su vida condicionado a seguir sus reglas y, cuando había decidido que las cosas tenían que cambiar, había querido esperar un poco más y tener un hijo y la herencia asegurada antes de hacer movimientos drásticos.
–Bueno, dados los rituales de sangre, sí que quiero mantener mi lugar en el club.
Él soltó una risita.
–Por supuesto. ¿Por qué ibas a renunciar a todo esto?
–Puede que no lo entiendas, pero la empresa significa mucho para mí. Conozco a gente ahí y me importan mucho. Hay gente que depende de nosotros para vivir y también para sobrevivir. Con Teseo hicimos muchas obras benéficas. Se subieron los sueldos de los empleados y se mejoraron los paquetes de beneficios. Quiero seguir construyendo lo que empezó él y soy la persona que de verdad sabe hacerlo. Conozco el negocio por dentro y por fuera. Éramos un equipo.
–Resulta impactante lo repentino que ha sido todo.
–Estaba volviendo a la oficina a por unos papeles cuando un conductor borracho chocó contra él. No iba deprisa. Fue… fue él hasta el final. Ocupándose de sus responsabilidades.
–Si uno de los dos tenía que morir joven, siempre pensé que sería yo.
–Desde luego te lo habrías ganado.
Él sonrió con pesar y ella se preguntó si se habría pasado de la raya, pero Dionisio no parecía enfadado en absoluto.
De hecho, parecía estar divirtiéndose. Aunque con él era difícil saberlo. Lo había conocido muy bien. Habían sido amigos. Habían sido cuñados durante una década y lo veía de vez en cuando. En cenas y festividades.
Se había pasado cenas de Navidad enteras discutiendo con él, como si el resto de la gente se hubiera esfumado. Pero siempre había sido por temas totalmente intrascendentales.
No se conocían. Ya no.
Y ahí estaba ahora. Sin Teseo. ¡Qué doloroso!
–Es verdad –dijo él.
–Y, aun así, levantaste tu propio negocio. Si no te importaba nada, ni siquiera tu propia vida como hacías parecer, ¿por qué lo hiciste?
–Subestimas lo mucho que quería demostrarle a mi padre que se equivocaba. Conmigo y con todo. Creé algo de la nada. Mi padre se limitaba a seguir multiplicando una fortuna que ya estaba ahí generaciones antes de que él naciera. No estoy menospreciando lo que Teseo hizo con la empresa, ni lo que has hecho tú. Pero mi padre siente un orgullo desproporcionado por el poco trabajo que ha hecho.
Lo que decía tenía sentido, aunque fuera algo retorcido.
Ariadna dio un sorbo al agua con gas.
–También sentiría un orgullo desproporcionado quitándome la empresa si no cumpliéramos los términos de las complejas estipulaciones de la herencia.
–Sí.
–Querría automatizarlo todo. Se libraría de todos los empleados que pudiera.
–Un negocio no es una obra de caridad.
–¿Tú diriges el tuyo con la misma crueldad con la que lo haría tu padre?
Él se rio.
–Para eso tendría que importarme ser rico o simplemente disfrutar siendo cruel, y no es el caso. Tengo lo que quiero. Una cartera de negocios de éxito que abarcan todo el espectro de servicios de reparto. Desde servicio de coches hasta reparto de comida. Ha sido lucrativo y ya no tengo que ir a trabajar a diario. Le facilito la vida a la gente, que paga por obtener comodidad y, a cambio, mi vida es más cómoda también. Puedo hacer lo que me apetezca.
Sí. Podía hacer lo que le apeteciera. Ella tenía mucho dinero ahora, pero había dedicado toda su vida a su amistad con Teseo y lo cierto era que nunca se había sentido satisfecha del todo con ella.
A lo mejor no era Teseo quien había envidiado a Dionisio.
A lo mejor era ella quien lo envidiaba.
Sintió un fuerte calambre en el abdomen y se puso una mano encima.
–¿Qué pasa? –preguntó él agarrándola del brazo y mirándola con intensidad.
–Nada.
Llevaba un par de días sintiendo esos extraños dolores, pero su médico le había dicho que no eran preocupantes porque no habían ido a más y no había tenido sangrados.
–Es solo…
Se bajó del lujoso taburete y sintió un cálido líquido saliéndole del cuerpo. No cesó. Estaba mareada y de pronto el dolor era más intenso.
No.
Era lo que había temido cuando había empezado a sentir dolor hacía unos días mientras lidiaba con el impacto de haber perdido a Teseo: perder también al bebé.
No.
No.
Lo último que vio fue a Dionisio tomándola en sus fuertes brazos. Después todo se volvió oscuro.
Dionisio maldijo a cada deidad en la que no creía mientras tenía a Ariadna en sus brazos por primera vez desde hacía diez años.
Así no era como había visualizado esa fantasía.
No era una fantasía ni mucho menos. Estaba palidísima y totalmente inconsciente.
Avisó al camarero.
–Dile a Lazlo que necesito un helicóptero ahora mismo. Y que vayan avisando al hospital.
No la llevaría a las instalaciones médicas disponibles para todo el mundo. Lazlo lo sabía. Como gerente del Diamond Club y mano derecha de Raj Belanger, su fundador y el hombre más rico del mundo, Lazlo solo se movía en la élite, en la discreción y en el lujo.
No había tiempo que perder.
Sabía que, para cuando subiera a lo alto del edificio, habría un helicóptero esperando. Con Ariadna en brazos, apretándola fuertemente contra su pecho, corrió al dorado ascensor y entró. Al notarse algo en la mano, miró y vio que la tenía manchada de sangre.
Ariadna estaba sangrando.
Estaba demasiado pálida.
Ariadna…
De cara al mundo, a él no le importaba ni nada ni nadie.
Pero la realidad era mucho más complicada.
Siempre tenía una sonrisa preparada para controlar su ira, aunque ahora mismo esa ira no conocía límites.