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Más profundo Megan Hart A sus veinte años, Bess Walsh era una estudiante aplicada, responsable y trabajadora con un novio modélico y toda la vida por delante. Pero aquel verano en el que trabajaba como camarera en la playa iba a conocer a Nick, el chico malo del pueblo, quien se convertiría en su amante secreto y en el único hombre capaz de prender una obsesión hasta entonces insospechada. Acabado el verano, Nick desapareció sin dejar rastro. No fue en busca de ella como había prometido y Bess no volvió a saber de él… hasta veinte años después. Estando de nuevo en la playa, donde se refugiaba de un matrimonio en crisis, el cuerpo de Nick regresaba de las tinieblas del purgatorio para cumplir con su palabra. Amar peligrosamente Sarah McCarty Shadow Ochoa estaba oculto en Kansas esperando a que sus compañeros de los rangers de Texas limpiasen su nombre. O eso estaba haciendo hasta que lo capturaron para llevarlo a la horca por un supuesto robo de caballos, y la preciosa Fei Yen intervino. Amparándose en una ley prácticamente en desuso, su exótica protectora aceptó casarse con Shadow y salió corriendo de allí llevándoselo consigo. Chicas con suerte Kayla Perrin Annelise ha sido afortunada en el amor y en cuestión de cuatro meses va a ser madre, pero antes de pasar por la sala de partos tiene que encargarse de un asunto pendiente: emparejar a sus amigas solteras con dos hermanos de lo más sexy durante un viaje muy especial. Lishelle y Claudia están más que dispuestas a disfrutar de una aventura sin ataduras, y poco después, la primera y el atractivo e insaciable Jared ya están dando rienda suelta a la pasión. El sexo sigue siendo increíble al regresar a Atlanta, así que Lishelle no entiende por qué le molesta que su exnovio vaya a casarse, teniendo en cuenta que fue ella la que dio por terminada la relación.
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Harlequin Ib rica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack HQN Erótico, n.º 301 - abril 2022
I.S.B.N.: 978-84-1105-803-2
Créditos
Más profundo
Nota de los editores
Dedicatoria
Agradecimientos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Promoción
Chicas con suerte
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Epílogo
Publicidad
Amar peligrosamente
Nota de los editores
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Títulos publicados en HQN
Promoción
El nombre de Megan Hart está asociado a la novela erótica, aunque esta narradora de gran talento también escribe magistralmente otros géneros literarios. Precisamente, en Más profundo une de manera brillante dos géneros tan dispares como son el erótico y el paranormal para crear una conmovedora y apasionada novela romántica.
Una historia de amor llena de magia y erotismo, que tiene lugar en dos tiempos. Recurriendo al flashback, Megan Hart nos describe la relación fallida de una pareja joven que tiene una segunda oportunidad veinte años más tarde.
Por sus ágiles diálogos y el estilo fluido de su prosa, estamos seguros de que este libro captará la atención del lector desde la primera a la última página, por eso no queremos dejar pasar la oportunidad de recomendarlo.
Feliz lectura.
Los editores
Este libro es por un abrazo a oscuras en la cama inferior de una litera, por una puerta abierta, unos zapatos en el suelo y una mesa de cocina.
Y, como siempre, por un albornoz azul, unas piernas kilométricas y una mata de pelo.
Todo lo que vino antes que tú es un recuerdo, pero tú eres real, y permaneces.
AGRADECIMIENTOS
Quiero darles las gracias a esos artistas cuyas canciones me acompañaban mientras escribía este libro. Podría escribir sin música, pero es mucho más entretenido hacerlo mientras tarareo Without You, de Jason Manns, Ocean-Size Love, de Leigh Nash, Wish, de Kevin Steinman y Reach You, de Justin King.
Gracias también a Jennifer Blackwell Yale por su acertada lectura de runas.
Ahora
El mar seguía siendo el mismo. Su sonido y su olor eran los mismos, y también el flujo y reflujo de la marea. Veinte años atrás, Bess Walsh estaba en aquella playa y contemplaba la vida que tenía por delante. Y sin embargo ahora…
Ahora ya no estaba segura de lo que tenía por delante.
Ahora estaba de pie en la orilla, con la fría arena arañándole los dedos y el aire salado enredándole el pelo. Aspiró profundamente y cerró los ojos para sumergirse en el pasado y no tener que pensar en el futuro.
A finales de mayo aún hacía fresco por la noche, especialmente tan cerca del agua, y la camiseta y falda vaquera de Bess no proporcionaban mucho calor. Los pezones se le endurecieron y cruzó los brazos para calentarse un poco, pero no sólo se estremecía por el frío, sino también por los recuerdos del aquel lejano verano. Durante veinte años había intentado olvidar, y sin embargo allí volvía a estar, incapaz de dejar atrás el pasado.
Levantó el rostro para que el viento le apartase el pelo de los ojos y abrió la boca para saborearlo como si fuera un dulce esponjoso. La fragancia marina le hacía cosquillas en la lengua y le impregnaba el olfato, y la transportó al pasado más eficazmente que un simple recuerdo.
Se reprendió a sí misma por su ingenuidad. Era demasiado mayor para albergar fantasías absurdas. No se podía volver atrás. Ni siquiera se podía permanecer en el mismo sitio. La única opción para ella, y para todo el mundo, era seguir adelante.
Dio un paso adelante y luego otro. Sus pies se hundieron en la arena y miró por encima del hombro a la terraza, donde seguía ardiendo la vela. El viento agitaba la llama, pero esta permaneció encendida en el interior del candelero.
Tiempo atrás aquella casa había estado aislada en la playa. Pero ahora los vecinos estaban tan cerca que no se podía ni escupir a los lados sin darle a alguien, como habría dicho su abuela. Una mansión de cuatro pisos se elevaba detrás de la suya. Dunas salpicadas de algas secas que no habían estado allí veinte años atrás se interponían entre las casas y la playa. En algunas ventanas se veían luces encendidas, próximas a la plaza de Bethany Beach, pero la temporada aún no había comenzado y la mayor parte de las casas estaban a oscuras.
El agua estaría demasiado fría para darse un baño. Podría haber tiburones al acecho y la corriente marina sería demasiado fuerte. Pero de todos modos, Bess se dejó arrastrar por el deseo y los recuerdos.
El océano siempre la había hecho tomar conciencia de su cuerpo y de sus ciclos biológicos. El flujo y reflujo de la marea le parecía algo femenino, vinculado a la luna. Bess jamás se sumergía, pero estar junto al mar la hacía sentirse sensual y viva, como una gata queriendo frotarse contra una mano cariñosa. Las cálidas aguas de las Bahamas, las frías olas de Maine, la suave corriente del Golfo de México, la reluciente superficie del Pacífico… Todos los mares del mundo la hechizaban con su llamada irresistible, pero ninguno como aquel trozo de agua y arena.
Aquel lugar que, veinte años antes, la había seducido con más fuerza que nunca.
Sus pies encontraron la arena apelmazada que la última ola había dejado a su paso e introdujo los dedos. De vez en cuando aparecía un destello de espuma, pero nada la tocó. Respiró hondo y dejó que sus pies la guiaran para no tropezar con alguna piedra afilada o venera. A cada paso la arena estaba más húmeda y fangosa. El bramido del mar se hacía más y más fuerte, y Bess abrió la boca para saborear la espuma que levantaban las olas.
Cuando sus pies tocaron finalmente el agua, descubrió con sorpresa que no estaba fría. Antes de que pudiera seguir avanzando, otra ola le rodeó los tobillos y el agua cálida le subió por las piernas desnudas. La ola se retiró y dejó a Bess con los pies enterrados en la arena. Siguió avanzando sin pensar, paso a paso, hasta que el agua, tan cálida como un relajante baño de espuma, le bañó los muslos y le empapó el bajo de la falda.
Bess se echó a reír y se dobló por la cintura para que el agua le mojase las manos, las muñecas y los codos. Las gotas se deslizaban entre sus dedos, escapando a su agarre. Se arrodilló y se sumergió en las olas, que la cubrieron como un millar de labios y lenguas líquidas. Se sentó hasta cubrirse por la cintura y se echó hacia atrás. El agua le cubrió la cara y Bess contuvo la respiración hasta que la ola se retirara.
El pelo se le soltó, pero Bess no se preocupó de recuperar la horquilla. Los cabellos se arremolinaron alrededor como un bosque de algas. Le hacían cosquillas en los brazos desnudos y le cubrían la cara, antes de ser barridos por la ola siguiente. La sal y la arena le impregnaron los labios como los cálidos besos de un amante. Extendió los brazos, aunque el agua no podía ser abrazada. Los ojos le escocieron, pero no por la sal del mar, sino por las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.
Se abrió al agua, a las olas y al pasado. Cada vez que se acercaba una ola contenía la respiración y se preguntaba si la siguiente sería la que la tomara por sorpresa y le llenase los pulmones de agua o la que la arrastrara hacia el fondo.
¿Qué haría si eso ocurriera? ¿Se resistiría o dejaría que el mar se la llevara? ¿Se perdería en las olas igual que una vez se perdió en él?
Habían hecho el amor en aquella misma playa con el sonido del océano ahogando sus gritos. Él la había hecho estremecer con su boca y sus manos, y ella se había introducido su verga para anclar sus cuerpos. Pero no importaba cuántas veces lo hubieran hecho. El placer no duraba para siempre, y todo tenía un final.
Las manos eran un pobre sustituto, pero Bess las usó de todos modos. La arena le arañaba la piel al deslizar los dedos bajo la camisa para tocarse los pechos. Recordó la boca de Nick en aquel mismo sitio y sus manos entre los muslos. Separó las piernas para que el mar la acariciara cómo él había hecho y levantó las caderas en busca de una presión inexistente. El agua retrocedió y la dejó expuesta al frío aire de la noche.
Más olas llegaron para abrazarla mientras se acariciaba a sí misma. Había pasado tanto tiempo sin masturbarse en solitario que sus manos parecían las de otra persona.
Él no había sido su primer amante ni el primer hombre que le hizo tener un orgasmo. Ni siquiera había sido el primero al que ella había amado. Pero sí había sido el primero en hacerla temblar de emoción con algo tan sencillo como una sonrisa. Había sido el primero en hacerla dudar de sí misma y el que más hondo la había hecho sumergirse, pero sin llegar a ahogarse. La aventura fue corta, una página más en el libro de su vida, apenas un breve capítulo, una simple estrofa de la canción. Se había pasado más tiempo sin él que con él. Aunque nada de eso importaba.
Cuando se tocaba, era la sonrisa de Nick lo que imaginaba. Su voz llamándola en susurros. Sus dedos entrelazados con los suyos. Su cuerpo. Su tacto. Su nombre…
–Nick –la palabra brotó de sus labios por primera vez en veinte años, liberada por el mar. Por aquel mar. Por aquella arena. Por aquella playa. Por aquel lugar.
«Nick».
La mano que le agarró el tobillo era tan cálida como el agua, y por un momento pensó que era una madeja de algas. Un segundo después otra mano le tocó el otro pie y ambas empezaron a subir por sus pantorrillas. El peso de un cuerpo sólido y compacto la cubrió. Bess abrió la boca para aceptar el beso de las olas, pero fueron unos labios reales y una lengua de verdad lo que invadió su boca.
Debería haber gritado ante aquella repentina violación, pero no se trataba de un desconocido. Conocía la forma y sabor de aquel cuerpo mejor de lo que se conocía a sí misma.
Todo era una fantasía, pero a Bess no le importó y se rindió al recuerdo igual que se rendía al agua. Al día siguiente, cuando el sol pusiera de manifiesto la piel irritada por la arena, se reprocharía a sí misma su estupidez. Pero en aquel momento y lugar no podía ignorar el deseo. Y no quería ignorarlo. Quería volver a ser tan imprudente como lo fue entonces.
Una mano se deslizó bajo su cabeza y unos dientes le mordisquearon suavemente el labio, antes de que la lengua volviera a saquear los rincones de su boca. El gemido de Nick vibró en sus labios mientras entrelazaba los dedos en sus cabellos.
–Bess… –dijo él, antes de susurrarle las cosas que se decían los amantes al calor del momento. Palabras alocadas que no soportarían el escrutinio de la razón.
Pero a ella no le importaba. Deslizó las manos por la espalda de Nick hasta las familiares curvas de su trasero. Llevaba unos pantalones vaqueros y ella tiró de ellos hacia abajo para exponer su piel desnuda y ardiente. Volvió a trazar la línea de su columna con los dedos mientras él la besaba. El agua los rodeaba y se retiraba, sin subir lo suficiente para cubrirlos.
Él llevó la mano a su entrepierna y tiró de sus bragas. La minúscula prenda cedió al instante. Le subió la falda hasta las caderas. La camiseta era tan fina y estaba tan empapada que era como si no llevase nada. Cuando la boca de Nick se cerró sobre uno de sus erectos pezones, Bess se arqueó hacia arriba con un gemido. Los dedos encontraron el calor que manaba entre sus piernas y empezó a frotar con ahínco. Estaba preparada.
–¿Qué es esto, Bess? –le preguntó al oído–. ¿Qué hacemos aquí?
–No preguntes –le dijo ella, y volvió a besarlo en la boca. Hincó los talones en la arena mojada e introdujo la mano entre los cuerpos para agarrarle el miembro erecto y palpitante. Su grosor y calor le resultaban tan familiares como todo lo demás–. No preguntes, Nick, o todo se desvanecerá.
Lo acarició con suavidad, demasiado consciente de la sal y la arena como para apremiarlo a que la penetrara. Ni siquiera en sus fantasías podía olvidar el engorro de tener arena en determinadas zonas de su cuerpo. El recuerdo de verse a los dos caminando con las piernas arqueadas le provocó una fuerte carcajada.
Volvió a reírse cuando Nick pegó la boca a su garganta y los dos rodaron por la arena mojada. También él se rió. A la pálida luz de las estrellas parecía igual que siempre.
La mano de Nick se movió lentamente entre sus piernas, pero bastó con aquel roce para que Bess le clavase los dedos en la espalda y ahogase un grito de placer. Nick también gruñó y apretó las caderas contra ella. El calor se desató en su vientre y el olor del mar se hizo más fuerte.
Nick enterró la cara en su hombro y la sujetó con fuerza. El mar le lamía los pies, pero allí se detenía su avance. Era el cuerpo desnudo y fibroso de Nick lo único que la cubría.
El mar lo había llevado hasta ella. Era un hecho incuestionable que Bess aceptaba sin la menor reserva. Nada de aquello sería real a la luz del día. Ni siquiera el momento en que saliera del agua y caminara tambaleándose y chorreando hasta la cama. Nada era real, pero al mismo tiempo lo era, y Bess no se atrevía a ponerlo en duda por miedo a que todo se esfumara.
Antes
–¿Seguro que no quieres un poco? –Missy agitó el porro delante de Bess para que le llegara el humo–. Vamos, Bessie, es una fiesta.
–Bessie es nombre de vaca –Bess apartó la mano de la chica y abrió una lata de refresco–. Y no, no quiero probar tu hierba, gracias.
–Tú misma –Missy dio una profunda calada y se puso a toser, acabando con la farsa de que era una especie de reina de las drogas–. ¡Es una buena mierda!
Bess hizo una mueca y se fijó en el cuenco de patatas fritas que había en la mesa.
–¿Cuánto tiempo llevan ahí?
Missy volvió a toser.
–Acabo de sacarlas, zorra. Justo antes de que llegaras.
Bess se acercó el cuenco y examinó el contenido con cuidado. La caravana de Missy era un estercolero y se aseguró de que no hubiera bichos o desperdicios entre las patatas antes de arriesgarse. Se moría de hambre.
–Me comería una pizza entera ahora mismo –dijo Missy. Se tiró en el maltratado sillón y dejó las piernas colgando sobre el costado. Tenía las plantas de los pies completamente negras, y llevaba la falda tan levantada que se veía su ropa interior, de color rosa chillón–. Vamos a pedir una.
–Tengo dos dólares que han de durarme hasta que cobre –Bess engulló un puñado de patatas con un trago de refresco barato al que ya no le quedaban burbujas.
Missy hizo un gesto apático con la mano.
–Llamaré a algunos chicos y les pediré que traigan pizza.
Antes de que Bess tuviera tiempo para protestar, Missy se incorporó con una sonrisa y se echó el pelo teñido de rubio por encima del hombro. El brusco movimiento hizo que uno de sus pechos se le saliera de la camiseta. Missy estaba hecha como una casa de ladrillos, como a ella le gustaba decir, y no le importaba exhibirse.
–Vamos –animó a Bess, aunque ella ni siquiera había abierto la boca–. Será una fiesta. ¿A quién no le gusta una fiesta? Salvo a ti, claro.
–A mí me gustan las fiestas –Bess se recostó en el sofá que Missy había robado del Ejército de Salvación–. Pero mañana tengo que trabajar.
–Yo también, ¿y qué? Vamos a hacer una jodida fiesta, ¿vale? –se levantó de un salto y dejó el porro en el cenicero atestado de colillas–. Será divertido. Tienes que poner un poco de diversión en tu vida, Bess.
–¡Ya la tengo!
Missy puso otra mueca.
–Me refiero a diversión de verdad. Tienes que poner un poco de color en esa piel tan blanca… y no me refiero a tus mejillas.
Bess no pudo evitar reírse, aunque el comentario de Missy no era precisamente halagador. Pero era imposible tomarse en serio a su amiga.
–Así que vas a llamar a unos chicos para que nos traigan unas pizzas… Y ellos lo harán sin rechistar.
Missy se levantó la minifalda y enseñó sus diminutas bragas rosas.
–Pues claro que lo harán.
–No voy a tirarme a un tío para conseguir una pizza, por muy hambrienta que esté –declaró Bess, poniendo los pies sobre la mesa sin quitarse las chancletas En casa jamás lo habría hecho, ni siquiera descalza, pero a Missy no pareció importarle. Ni siquiera se dio cuenta.
–¿Y a mí qué me importa a quién te tires? –ya estaba marcando un número en el teléfono mientras sacaba una cerveza del frigorífico–. Además, ¿cuándo has…? ¡Hola, cariño!
Bess escuchó fascinada cómo Missy se las ingeniaba para conseguir comida gratis. Hizo un par de llamadas y volvió con una sonrisa triunfal.
–Listo. Ryan y Nick estarán aquí dentro de media hora con la pizza. Les he dicho a Seth y a Brad que traigan cerveza. Y también van a venir Heather y Kelly. Las conoces, ¿verdad?
Bess asintió. Ya conocía a Ryan y había visto a las otras chicas unas cuantas veces. Eran camareras en el Fishnet, igual que Missy. A los otros chicos no los conocía, pero tampoco hacía falta. Conociendo a Missy, serían unos universitarios que vivían a lo pobre o unos pueblerinos con el pelo teñido de rubio y un bronceado permanente.
–Sí.
–No empieces con tus escrúpulos de niña pija. No todo el mundo se puede permitir una casa en la playa, zorra.
Missy nunca le decía «zorra» en plan ofensivo, por lo que Bess no se lo tomó como un insulto.
–No he dicho nada.
–No hace falta. Tu cara lo dice todo –le hizo una demostración arrugando la nariz y apretando los labios.
–Yo no he puesto esa cara –protestó Bess, pero volvió a reírse para disimular su vergüenza.
–Lo que tú digas –Missy volvió a agarrar el porro y le dio una honda calada, lo que le provocó un nuevo ataque de tos–. Pobre niñita rica… ¿Tus abuelitos no pueden darte un poco de pasta?
Bess acabó su refresco y se levantó para tirar la lata a la basura, aunque Missy no se daría cuenta si la dejara en el suelo.
–Me eximen de pagar alquiler durante el verano. ¿Qué más puedo pedir?
–Una asignación –dijo Missy, y fue a la cómoda para sacar un estuche de maquillaje del cajón. De la bolsa extrajo más frascos y pintalabios de los que Bess había visto jamás en el arsenal de una mujer. Missy ya llevaba encima una gruesa capa de cosméticos, pero al parecer no estaba lo bastante presentable para otra compañía aparte de ella.
–Tengo veinte años. Ya no puedo recibir una asignación.
No añadió que aunque su sueldo semanal era menos de lo que Missy recibía en propinas, ella estaba ahorrando para la universidad mientras que su amiga se limitaba a vivir la vida.
Missy se retocó las cejas y giró la cara de lado a lado ante el espejo.
–Voy a teñirme el pelo de negro.
–¿Qué? –Bess estaba acostumbrada a sus extravagancias, pero aquello era demasiado–. ¿Por qué?
Missy se encogió de hombros y se ajustó la camiseta para enseñar más escote. Se oscureció los párpados y frunció los labios para pintárselos con un pincel.
–Vamos, Bess, ¿nunca has querido hacer algo diferente?
–La verdad es que no.
Su amiga se giró hacia ella.
–¿Nunca?
Bess se mordió el interior de la mejilla, pero enseguida recordó que era una fea costumbre y dejó de hacerlo.
–¿Algo diferente como qué?
Missy se acercó y le agarró el cuello de la camiseta de Izod.
–Te puedo prestar algo para ponerte antes de que vengan los chicos.
Bess se miró su camiseta caqui, sus piernas desnudas y sus chancletas, antes de mirar la minifalda vaquera y la minúscula camiseta de Missy.
–¿Qué tiene de malo lo que llevo?
Missy volvió a encogerse de hombros y se giró de nuevo hacia el espejo.
–Nada… para ti, supongo.
Las mujeres tenían un lenguaje especial para dar a entender lo contrario de lo que estaban diciendo. Bess se puso colorada y volvió a mirarse la ropa. Se tocó el pelo, sujetándolo en lo alto de la cabeza con una horquilla. Se había duchado después del trabajo y se había maquillado un poco, pero nada más. Pensaba que iban a ver la tele, no a tener una fiesta.
–Creo que tengo un aspecto decente –se defendió–. No vine aquí con la intención de echar un polvo.
–Claro que no –dijo Missy, pero su tono era tan condescendiente que Bess no pudo reprimirse. Apartó a Missy y se colocó ante el espejo.
–¿Qué se supone que significa eso? A quien no le guste como soy, ¡que le den!
–Tranquila, cariño. No folles si no quieres. Resérvate para ese muermo de novio que tienes en casa.
–No me estoy reservando para nadie. Que tú no entiendas el concepto de fidelidad no significa que todo el mundo piense como tú. Y no es un muermo.
Seguramente ya ni siquiera fuese su novio.
Missy puso los ojos en blanco.
–Lo que tú digas. A mí me da igual.
–¿Entonces por qué te empeñas en sacar el tema?
Las dos se miraron en silencio unos instantes, hasta que Missy empezó a reírse y Bess la imitó.
–Eres una reina del drama –le dijo Missy, y la apartó del espejo para recoger el maquillaje.
–Que te jodan, Missy.
–No sabía que supieras hablar así, cariño –batió sus pestañas cargadas de rímel.
A Bess no se le ocurrió ninguna réplica ingeniosa y se conformó con intentar poner un poco de orden en el caótico salón de Missy.
Apenas había despejado de revistas y periódicos el sofá y los sillones antes de que se abriera la puerta y entrasen Heather y Kelly. Las dos parecían haber bebido ya más de la cuenta.
–¡Qué pasa, tía!
–¿Pero qué mierda te has hecho en el pelo?
–¿Dónde está la jodida pizza?
Bess se limitó a presenciar el intercambio de groserías y se preguntó cómo sería vivir en un sitio donde la gente entrase sin llamar y se repantigaran en los sillones como si estuvieran en sus casas. Estaba convencida de que no le gustaría nada. Asintió con la cabeza cuando Kelly la saludó con la mano, pero Heather la ignoró, como era habitual en ella. El sentimiento de desprecio era mutuo, ya que Bess sabía que Heather la veía como una princesita estirada y altanera.
La gente llegó al cabo de una hora. Eran muchos más de los que Missy había invitado, pero los rumores de una fiesta siempre se propagaban con rapidez. La pequeña caravana pronto se llenó de humo, música y el calor de los cuerpos. A Bess le rugía el estómago, esperando la pizza prometida que no llegaba. Lo que sí abundaban eran las bolsas de patatas y galletas saladas y el alcohol.
Bess no era la única menor de edad, pero sí debía de ser la única que no bebía. A Missy le habría molestado ver que no se divertía como el resto, pero estaba demasiado ocupada de regazo en regazo para fijarse en lo que ella hacía o dejaba de hacer.
Una estruendosa ovación recibió la llegada de la pizza. Bess ya conocía a Ryan, quien se acostaba con Missy cuando estaban borrachos, colocados o aburridos. Sostuvo las cajas de pizza en alto mientras le pedía un par de pavos a cada uno de los presentes.
Dos dólares. Todo lo que Bess tenía en el bolsillo. Con dos dólares podría haber ido a comprarse una porción y una bebida, pero en la fiesta podría comer tanto como quisiera, o pudiera, antes de que todo se acabara. Ryan sabía lo que hacía, ya que había llevado cuatro pizzas. El chico que iba tras él, con el rostro medio oculto por una gorra de béisbol, llevaba otras tres.
–Bess… –Ryan le hizo un guiño mientras ella hacía sitio para las cajas entre las latas vacías y los platos de papel, manchados de pizzas anteriores–. ¿Cómo te va, nena?
–Bien –respondió ella mientras se sacudía las manos. La mesa estaba sucia y pegajosa, pero no merecía la pena limpiarla. Fue a la cocina a por algunos platos, aunque un enjambre de manos ya estaba saqueando las cajas.
–Este es mi colega, Nick –Ryan señaló por encima del hombro al chico que estaba soltando las otras cajas.
Bess estaba concentrada en servirse unas porciones en su plato y apenas le dedicó una mirada fugaz al recién llegado. El cuerpo empezaba a temblarle por una bajada de azúcar y no tenía intención de ser la primera que se desmayara aquella noche. Cuando volvió a mirar, Nick ya había sido engullido por una masa de cuerpos danzantes.
Ryan se acercó para agarrar una servilleta de la encimera y con el brazo le rozó el pecho. Su aliento le acarició el cuello y la mejilla. Atrapada entre la mesa y la encimera, sin escapatoria posible, Bess se puso colorada más cuando Ryan le sonrió, le guiñó un ojo y bajó brevemente la mirada a sus pechos.
–Bonita fiesta –dijo, antes de apartarse para llenarse el plato de pizza.
No era la primera vez que Ryan tonteaba con ella. A Bess no le importaba, ya que entre él y Missy no parecía haber nada serio. Ryan era muy guapo y lo sabía, pero a ella no la hacía sentirse especial. Tan sólo un poco extraña. Hacía tanto tiempo que no les prestaba atención a los hombres que no sabía cómo reaccionar.
–¿Qué bebes? –le preguntó un chico del que Bess no conocía ni el nombre–. ¿Margarita?
Bess buscó una batidora y no encontró ninguna.
–No, gracias.
–Vale –el chico se encogió de hombros y se giró hacia la chica que esperaba junto a él con la boca abierta. Agarró las botellas de tequila y margarita mix y las vertió al mismo tiempo en la boca de la chica, deteniéndose cuando el líquido empezó a derramarse. La chica tragó, se puso a toser y agitar las manos y los dos se rieron.
Bess intentó no poner la mueca de asco que Missy había imitado, pero no lo consiguió. Protegió la pizza con el cuerpo y se abrió camino entre la multitud en busca de algún sitio donde sentarse. No encontró ninguno y se contentó con apoyarse en un rincón. La gente ya empezaba a hacer apuestas con la bebida y más de uno consumía la cerveza mediante una turbolata. Bess se limitó a comer, pero al acabarse la pizza volvió a tener sed, y eso significaba atravesar de nuevo la jungla humana hasta la cocina. En el camino se tuvo que parar a bailar con Brian, quien había trabajado con ella en Sugarland, porque él la agarró de la muñeca y se negó a soltarla hasta que no se frotaran un poco. A Brian le gustaban los chicos, pero insistía en que cualquier cuerpo valía para restregarse.
–¡Estás guapísima esta noche! –le gritó para hacerse oír sobre el bajo de «Rump Shaker»–. ¡Esto sí que son curvas, nena!
Bess puso los ojos en blanco mientras él le agarraba el trasero y se frotaba contra ella.
–Gracias, Brian. Pero a ti te gustan los hombres, ¿recuerdas?
–Cariño –le dijo al oído, con una ligera lametada que la hizo reír y estremecerse–, por eso mi cumplido es del todo sincero.
Su argumentación era irrefutable, de modo que Bess dejó que la magrease un poco mientras bailaban.
–¿A quién tienes en el punto de mira? –le gritó al oído.
–A todos estos chicos –dijo él, sacudiendo su flequillo con mechas–. Pero no hay más que heteros. ¿Y tú? ¿Sigues fiel a tu príncipe azul?
Bess intentó no poner una mueca. Brian no necesitaba conocer sus problemas con Andy. Se compadecería de ella o se pondría a darle consejos, y Bess no quería ni una cosa ni otra.
–¿El príncipe se ha convertido en un sapo? –le preguntó Brian.
Bess negó con la cabeza. Si hubiera hablado más de una vez con Andy en las tres últimas semanas tal vez sabría en qué se había convertido.
–Yo no he dicho eso.
–Tu cara lo dice todo –gritó él–. ¿Qué ha hecho ese cerdo?
–¡Nada! –intentó zafarse, pero Brian no la soltó.
–¡No te creo!
–Voy a por algo de beber.
–¡Tienes que trabajar mañana! –exclamó Brian. Fingió estar escandalizado, pero su sonrisa lo delataba.
Bess se rió y volvió a sacudir la cabeza.
–Y tú también. Te veo ahora, Brian.
Antes de que él pudiera protestar, lo besó rápidamente en la mejilla y se libró de sus tentáculos para buscar algo de beber. No quería hablar de Andy con Brian. Ni con Missy. No quería hablar de Andy ni pensar en él, porque si lo hacía tendría que admitir que las cosas se habían puesto muy feas.
Los refrescos habían desaparecido del frigorífico y Bess no se atrevía a abrir las botellas de dos litros repartidas por la encimera y la mesa. De las pizzas no quedaban más que unos hilillos de queso y algunas manchas de salsa en el fondo de las cajas. Bess recogió los cartones vacíos, los metió bajo la mesa y buscó algún vaso de plástico que aún no hubiera sido usado. Lo llenó con agua del grifo, le echó los dos últimos cubitos de hielo y rellenó las cubiteras antes de meterlas en el congelador.
–Esta fiesta no sería lo mismo sin ti, mami –le dijo Missy, echándose sobre su hombro y besándola sonoramente en la mejilla–. Toma… para que luego digas que no has recibido atención esta noche.
–Demasiado tarde. Brian se te ha adelantado –se secó la mejilla y miró a su alrededor. No se habría sorprendido si hubieran volcado la caravana o si la hubieran incendiado por combustión espontánea.
Al otro lado de la sala, de pie y apoyado en la pared, había un chico. Bess reconoció por la camiseta descolorida al amigo de Ryan. Se había quitado la gorra de béisbol.
No estaba haciendo nada destacable, tan sólo tomando un sorbo de cerveza, pero en ese instante giró la cabeza y sus miradas se encontraron. O al menos eso le pareció a Bess, pues no había forma de saber si la estaba mirando realmente a ella.
Aquel momento se quedó para siempre grabado en su memoria.
El olor a hierba y cerveza, el sabor de la pizza, el calor de la mano de Missy sobre el brazo, el escalofrío en la pantorrilla cuando alguien derramó una bebida…
El primer momento que se fijó en él.
–Missy… ¿quién es ése?
Missy, que estaba burlándose del chico que había derramado la bebida, tardó casi un minuto en responder, y para entonces Bess ya se estaba imaginando que iba hacia el desconocido para quitarle la cerveza de las manos, llevársela a la boca y luego llevándoselo a él a la boca.
–¿Quién?
Bess lo señaló con el dedo, sin importarle que él se diera cuenta.
–Ah, es Nick el Polla. ¡Eh, tío, limpia eso ahora mismo! –le gritó a su invitado, cuya torpeza ya no parecía hacerle tanta gracia–. ¡Esto no es un puñetero bar!
Bess se alejó de allí para que el manazas limpiara el suelo. Nick ya no la estaba mirando, de lo cual se alegraba, porque así podría mirar ella todo lo que quisiera. Memorizó hasta el último rasgo de su perfil, aunque a aquella distancia tuvo que imaginarse la longitud de sus pestañas, la profundidad de su hoyuelo, el olor de su piel…
–¡Bess! –la llamó Missy, sacudiéndole el brazo.
–¿Tiene novia?
Missy ahogó un gemido y los miró boquiabierta a uno y a otra.
–¿Me tomas el pelo? ¿Nick?
Bess asintió. Agarró el vaso de agua helada, del que se había olvidado momentáneamente, y tomó un trago para aliviar la repentina sequedad de su garganta.
«Ahora me dirá que tiene novia», pensó. «Que está enamorado de una chica con las tetas grandes y el pelo largo. O peor aún, va a decirme que se lo ha tirado…».
Missy sopló hacia arriba para apartarse el flequillo de la frente.
–¿Qué quieres saber?
Bess le echó una mirada tan expresiva que Missy volvió a quedarse boquiabierta antes de soltar una carcajada.
–¿Nick? No olvides que tienes novio, cariño.
Bess no lo había olvidado, aunque ya no pudiera afirmar con rotundidad que lo siguiera teniendo.
–Si no tuviera novio, me abalanzaría sobre él como una perra en celo.
Missy se rió y le dio un manotazo en el muslo.
–¿Me hablas en serio?
Bess nunca había hablado más en serio en toda su vida.
–¿Tiene novia?
Missy entornó los ojos y miró por encima del hombro de Bess, supuestamente al tema de la conversación.
–No. Le gustan los hombres.
–¿Qué? ¡No! –apretó los puños y se giró para mirarlo. Nick movía la cabeza al ritmo de la música–. ¿Es gay?
–Lo siento…
Bess apretó los dientes y se cruzó de brazos.
–Maldita sea.
–Tómate una copa –le aconsejó Missy, dándole una palmadita en el brazo–. Te ayudará a superarlo.
–No hay nada que superar –Bess sacudió la cabeza y tomó otro trago de agua helada–. Olvida lo que he dicho.
–Tómate una copa de todos modos.
Bess apuró el resto del agua y tiró el vaso vacío al fregadero.
–Tengo que irme a casa.
Le dolía la cabeza y también el estómago, y todo por culpa de un estúpido chico con el que ni siquiera había hablado. La estúpida era ella.
–No te vayas –le pidió Missy, agarrándola de la mano–. La fiesta acaba de empezar.
–Missy, de verdad tengo que irme. Es tarde.
En realidad no era tan tarde, y al día siguiente no tenía el primer turno. Pero no quería quedarse allí, viendo cómo los demás se lo pasaban en grande bebiendo, fumando y enrollándose. Y lo peor de todo era que Nick se había esfumado mientras ella hablaba con Missy.
–¡Llámame mañana! –le gritó Missy, pero Bess no respondió.
Salió de la caravana y recibió agradecida el aire fresco de principios de junio. Algunas personas habían trasladado la fiesta al exterior. Una pareja se besaba ruidosamente contra el costado de la caravana y una chica vomitaba en los arbustos mientras sus amigas le sujetaban el pelo. Bess se agarró a la barandilla de metal, pero tropezó en el último escalón de cemento y se torció el tobillo. El dolor fue tan fuerte que la hizo maldecir en voz alta.
–¿Estás bien?
Levantó la mirada y vio la punta de un cigarro encendido.
–Sí, sólo me he tropezado. No estoy borracha –añadió, furiosa consigo misma por sentir la necesidad de explicarse.
–Eres de las pocas que no lo están.
Tenía que ser el destino… Bess supo que se trataba de Nick antes incluso de que él saliera de las sombras y lo iluminase la farola. Le dio otra calada al cigarro y arrojó la colilla al suelo para apagarla con la bota. Los dos se giraron al oír las arcadas de la chica y las salpicaduras del vómito. Nick puso una mueca de asco y, sin darle tiempo a protestar, agarró a Bess del codo y la alejó de la caravana. Volvió a soltarla al llegar a la calle.
–Algunas personas no deberían beber.
Bess se estremeció. La luz de las farolas bañaba su rostro en un resplandor plateado con reflejos morados. A Bess le recordaba a Robert Downey Jr. en En el fondo del abismo.
–Hola –le sonrió Nick–. Tú eres Bess.
–Sí –respondió ella con voz ronca. La cabeza le daba vueltas. ¿Sería por el humo de los porros inhalado? ¿O sería por la sonrisa de Nick?–. Tú eres Nick… El amigo de Ryan.
–Sí.
Silencio.
–Me voy a casa –dijo ella. Era gay. ¿Por qué tenía que ser gay? ¿Cómo podía ser gay? ¿Por qué todos los chicos guapos eran gais?–. He venido a dos ruedas.
–¿Sí? –otra sonrisa–. ¿Qué conduces? ¿Una Harley?
Normalmente Bess no era tan lenta, pero el deseo y la decepción habían hecho estragos en su cerebro.
–¿Qué? Oh… No, no. Es una bici de diez cambios.
Nick se echó a reír y Bess no pudo evitar fijarse en las sacudidas de su garganta. El deseo de lamerlo era tan fuerte que llegó a avanzar ligeramente antes de detenerse, muerta de vergüenza. Afortunadamente, él no pareció darse cuenta.
–¿Dónde vives?
La pregunta la hizo dudar. No quería admitir que vivía en una casa en primera línea de playa.
–Tranquila, no soy un asesino en serie… No tienes por qué decírmelo.
Bess se sintió como una completa estúpida.
–Oh, no, no es eso. Me alojo en casa de mis abuelos, en Maplewood Street.
Nick guardó un breve silencio antes de asentir con la cabeza.
–Ajá.
La recorrió con la mirada de arriba abajo y Bess se lamentó de no llevar maquillaje o alguna ropa prestada de Missy. Aunque nada de eso tenía importancia, ya que a él no le gustaban las chicas.
–Ha sido un placer –le sonó frío e impersonal. La clase de despedida que se diría en un cóctel, no en una fiesta improvisada en un camping de caravanas.
–Trabajas en Sugarland, ¿verdad? Te he visto allí –dijo él, metiéndose las manos en los bolsillos de los desgastados vaqueros.
–Sí –Bess buscó su bici, encadenada a la caravana de Missy.
–Con Brian, ¿verdad?
Bess reprimió un suspiro.
–Sí.
–Yo trabajo en Surf Pro –la acompañó hasta la bicicleta y vio cómo ella abría el candado y enrollaba la cadena alrededor de la barra.
Surf Pro era una de las pocas tiendas en las que Bess nunca había estado. Los trajes de baño eran demasiado caros y ella no era aficionada al surf ni a la vela. Subió el soporte con el pie y agarró firmemente el manillar para pasar la pierna sobre el sillín.
–¿Seguro que estás bien? –le preguntó Nick–. ¿Cómo tienes el tobillo? ¿Puedes pedalear?
–Ya te he dicho que no estoy borracha –le respondió con una voz más cortante de la que pretendía, pero no podía evitarlo. Estaba cansada y le estaba costando mucho trabajo no fijarse en su encantadora sonrisa.
–Vale, pues… hasta la vista –asintió con la cabeza y se despidió con la mano mientras ella se alejaba.
–Adiós –dijo ella por encima del hombro.
No tenía intención de volver a verlo.
Ahora
–Creía que no volvería a verte.
Al oír la voz que llegaba desde la puerta, a Bess se le resbaló de las manos la taza que estaba enjuagando y se hizo trizas contra el suelo de la cocina. El agua caliente le salpicó las piernas al darse la vuelta y agarrarse a la encimera con las manos llenas de espuma.
Allí estaba, con el mismo pelo negro, los mismos ojos oscuros, la misma pícara sonrisa…
Permaneció un momento en el umbral, a contraluz, antes de avanzar.
Bess no podía moverse. La noche anterior había soñado que… O quizá no hubiera sido un sueño y estuviera soñando en esos momentos. Buscó a tientas algo donde agarrarse en la porcelana del fregadero, pero no encontró nada.
–¿Nick?
Parecía sentirse inseguro. Tenía el pelo mojado, al igual que el bajo de los vaqueros. Estaba descalzo, y la arena de los dedos rechinó en las baldosas cuando dio un paso hacia ella. Alargó una mano, pero la retiró rápidamente cuando ella se encogió contra la encimera.
–Bess… soy yo.
El estómago le dio un vuelco y por unos instantes fue incapaz de respirar.
–Creía que… que…
–Hey –la tranquilizó él, acercándose un poco más.
Podía olerlo. Olía a agua, sal, arena y sol. Igual que había olido siempre. Bess consiguió abrir de nuevo los pulmones y aspiró profundamente. Nick no la tocó, pero mantuvo la mano a un centímetro de su hombro.
–Soy yo –repitió.
Un débil sollozo se le escapó a Bess de la garganta. Se arrojó hacia delante y se abrazó a su cintura mientras enterraba la cara en su camiseta mojada para inhalar con todas sus fuerzas.
Nick tardó unos segundos en rodearla con sus brazos, pero cuando lo hizo, su abrazo fue cálido y seguro. Le frotó la espalda y subió una mano hasta la base del cráneo.
Bess se estremeció contra él con los ojos cerrados.
–Creía que anoche estaba soñando…
Recordó haber vuelto tambaleándose de la playa, haberse quitado la ropa y haberse metido en la cama sin molestarse en secarse el pelo ni sacudirse la arena. Al despertar se había encontrado con un montón de ropa empapada en la alfombra y la cama hecha un desastre. La pasión de la noche había dejado paso a un terrible dolor de cabeza y un estómago revuelto.
La mano de Nick se movía en pequeños círculos en su espalda.
–Si estabas soñando, yo también lo estaba.
Bess se aferró a él con fuerza.
–Quizá los dos estemos soñando, porque esto no puede ser real, Nick. No puede ser real…
Él le puso las manos en los brazos y la apartó lo suficiente para mirarla a la cara. Bess había olvidado lo pequeña que Nick la hacía sentirse.
–Soy real.
El tacto de sus fuertes y sólidos dedos era real. Bess tenía la mejilla mojada donde la había pegado a su camiseta. Su cuerpo despedía tanto calor como un horno encendido, y el olor de su piel la invadió hasta embargarle todos los sentidos. Las lágrimas le empañaron los ojos. Parpadeó con fuerza y se apartó para mirarlo. El agua salada le había dejado los pelos de punta, pero ya no le resbalaba por las mejillas. También su ropa había empezado a secarse. Ocupaba tanto espacio como siempre y su tacto era igual de cálido. El tiempo no lo había cambiado en absoluto. No tenía arrugas alrededor de los ojos o de la boca ni se le veían canas en el pelo.
–¿Cómo es posible? –le preguntó ella, tocándole la mejilla–. Mírate… Mírame.
Él puso la mano sobre la suya y la giró para darle un beso en la palma. No dijo nada, pero su sonrisa lo dijo todo.
–Oh, no –murmuró Bess–. No, no, no.
Apartó la mano de la suya. Ninguno de los dos se movió, pero la distancia entre ellos pareció aumentar. Una emoción indescifrable brilló fugazmente en los ojos de Nick.
–¿Cuánta gente recibe una segunda oportunidad? –preguntó él–. No me rechaces, Bess. Por favor.
Nunca le había pedido nada. Bess se giró hacia el fregadero y cerró el grifo. Sin el ruido del chorro, los sonidos del océano llenaron el espacio que los separaba y volvió a unirlos.
–¿Cómo? –preguntó ella.
–No lo sé. ¿Qué importa?
–Debería importar.
Él sonrió, despertándole un viejo hormigueo en el estómago y más abajo.
–¿De verdad importa?
Se inclinó para besarla y el sabor de sus labios barrió toda lógica y razón. Igual que siempre.
–No –dijo ella, y volvió a abrir los brazos.
El dormitorio al que lo llevó no era el cuarto minúsculo junto al garaje que Bess había usado entonces. Ahora dormía en el dormitorio principal, con su propio cuarto de baño y su terraza privada. Para Nick no supondría ninguna diferencia, ya que nunca lo había llevado a casa.
Nick pareció dudar en la puerta, hasta que ella lo agarró de la mano y lo llevó a la cama de matrimonio. Aquella mañana había quitado las sábanas mojadas, pero sólo había colocado una sábana bajera antes de ceder a la tentación del café y el desayuno. Sin la montaña de cojines decorativos y la colcha bordada con veneras, la sábana blanca y estirada pedía a gritos ser arrugada.
Nick agachó la cabeza para besarla a los pies de la cama, pero ella ya se estaba poniendo de puntillas para alcanzar su boca. Lo empujó y quedó a horcajadas sobre él cuando ambos cayeron a la cama. Sus lenguas se entrelazaron en un baile frenético mientras Nick le agarraba el trasero y la apretaba contra su entrepierna.
Bess interrumpió el beso para desabrocharle los vaqueros y bajarle la cremallera. Metió la mano en el interior y Nick levantó las caderas con un gemido. Mantuvo la mano sumergida en aquel calor masculino unos segundos, antes de bajarle el pantalón mojado por los muslos. La tela vaquera se resistía a ceder, pero Bess estaba resuelta a quitarla de en medio. Consiguió llevarla hasta las rodillas y desde allí fue más fácil quitarle el pantalón y arrojarlo al suelo mientras Nick se incorporaba para quitarse la camiseta. Se quedó tan sólo con unos bóxers de algodón que apenas podían cubrir el impresionante bulto de la entrepierna.
Con el corazón desbocado, Bess se llenó la mano con su erección. Al principio a través de la barrera de algodón, y luego piel contra piel cuando Nick la ayudó a que le quitará los calzoncillos. Completamente desnudo, se apoyó en un codo sobre la cama y dobló una pierna por la rodilla mientras dejaba la otra recta. Bess se arrodilló junto a él. El bajo de su camisón corto le rozaba el muslo.
Lo miró y se miró a sí misma. No llevaba nada bajo el fino camisón de nylon y sus pezones ya se adivinaban a través de la tela. Sus muslos se frotaban instintivamente, mojados y resbaladizos por la excitación. Volvió a mirar a Nick y reconoció los rasgos de su cuerpo, desde la depresión del vientre junto al hueso de la cadera a la línea de vello que bajaba hasta el pubis. Entrelazó los dedos entre la mata de pelo y rodeó el miembro por la base para ir subiendo poco a poco.
Su tacto era duro y aterciopelado. Volvió a acariciarlo y pasó la mano sobre la punta antes de bajar. El pene dio una sacudida y el cuerpo de Bess respondió de igual manera. Los ojos de Nick ardían de deseo y un ligero rubor empezaba a propagarse por su pecho y cuello. Abrió la boca y se lamió los labios. Echó la cabeza hacia atrás y se tumbó de espaldas cuando ella le agarró los testículos con la otra mano. Murmuró lo que parecía su nombre y ella sonrió.
Volvió a colocarse a horcajadas sobre él, atrapando su verga entre los muslos. Se movió para provocarlo con el roce de su vello púbico. Nick le puso las manos en las caderas y empujó hacia arriba. Su sexo le rozó el clítoris y Bess entreabrió los labios con un gemido. Se lamió la boca igual que él había hecho momentos antes.
–Nick –saboreó su nombre con deleite. Creía que su pronunciación le resultaría extraña, pero, al igual que la imagen de su cuerpo, el sonido de su nombre seguía siendo el mismo.
–Te deseo –dijo él, con una voz tan áspera como la arena que rechinaba contra las baldosas. Apretó los dedos en torno a sus caderas mientras deslizaba el pene entre los labios vaginales–. Quiero estar dentro de ti.
Bess asintió, incapaz de hablar. Cambió de postura y él se movió para ayudarla. Agachó la cabeza y esperó a que el pelo le cubriera el rostro antes de guiar la polla de Nick hacia el dilatado orificio. Había olvidado que llevaba el pelo recogido para que no se le enredara mientras se secaba. Con la otra mano se soltó la horquilla y unos mechones más largos que los que tenía veinte años atrás cayeron sobre su cara y sus hombros.
Nick emitió un siseo entre dientes al tiempo que empujaba. Bess no supo si su reacción se debía a la imagen de los cabellos sueltos o a la sensación de entrar en ella, pero no importaba. Dejó escapar un gemido y se colocó en posición, apretándole los costados con los muslos.
No empezó a moverse enseguida. Levantó la mirada a través de la cortina que formaban sus cabellos y se los apartó de los ojos para poder verlo bien. Nick sonrió. Aflojó las manos con que le agarraba las caderas y se movió ligeramente. Bess le puso la mano en el pecho y se inclinó hacia delante para besarlo en los labios.
–Si esto es un sueño, no quiero despertar cuando hayamos acabado…
–No es un sueño –su voz era ronca y profunda, pero era la suya sin lugar a dudas–. Ya te lo he dicho.
Le levantó el camisón para tocarle los muslos y el vientre.
–¿Te parece que esto es un sueño? Te estoy tocando… –empujó hacia arriba–. Estoy dentro de ti.
Bess dejó escapar una risita ahogada.
–Has estado dentro de mí otras veces.
–No como ahora –empujó con más fuerza y ella gritó por la deliciosa mezcla de dolor y placer.
Había estado dentro de ella durante los últimos veinte años. No de aquella manera, aunque había pensado en ello muy a menudo. Pero en estos momentos no tenía que imaginarse nada, porque estaba sucediendo y era real. Dobló los dedos contra el pecho de Nick. Debería haber sentido sus latidos bajo la palma, pero retiró la mano antes de notar alguna ausencia extraña. Volvió a apretarlo con sus muslos y deslizó las manos hasta sus costillas inferiores para montarlo cual caballo desbocado, recordando cuántas veces se habían movido desacompasadamente. Ahora conocía mejor su cuerpo y no le costó ajustarse al ritmo de Nick. Se movía a la par con él, y cuando él empujaba con fuerza, mordiéndose el labio y contrayendo el rostro en una expresión que Bess jamás había olvidado, ella lo tranquilizó con una palabra en voz baja y un ligero cambio de postura. Deslizó una mano entre los dos y se tocó en círculos el clítoris, tal y como necesitaba. Gimió por el roce y abrió los ojos.
Los ojos de Nick destellaron al mirar entre sus cuerpos, donde la mano de Bess se movía. Se mordió el labio y la agarró con fuerza por las caderas para frotarla contra él. Más fuerte y más rápido. Bess cerró los ojos ante la magnitud de las sensaciones. Todo la envolvía en un momento de delirio absoluto. El roce, la respiración acelerada, los dedos de Nick en su piel empapada de sudor. Se acarició lentamente el clítoris y fue aumentando la intensidad al ritmo de las embestidas. El placer creció en su interior hasta que estalló igual que se había hecho pedazos la taza contra el suelo. Bess se corrió con un grito ahogado mientras echaba la cabeza hacia atrás. El clítoris le palpitaba bajo el dedo. Se lo apretó para provocarse otra oleada de placer mientras el cuerpo de Nick se convulsionaba con un último empujón. Bess se desplomó sobre él y encontró el lugar perfecto en la curva de su hombro. Lo besó en el cuello y él le acarició la espalda, antes de apretarla entre sus brazos.
–Te he echado de menos –le susurró al oído.
Los ojos de Bess volvieron a llenarse de lágrimas, pero esa vez no intentó contenerlas y dejó que se mezclaran con el sudor de sus labios y el sabor salado de la piel de Nick.
–Nunca más me echarás de menos –le dijo.
Antes
Sugarland no era el peor lugar donde Bess había trabajado. Aquel honor había que concedérselo al campamento de verano donde trabajó como monitora en los últimos años de instituto. El trauma que le causó aquella experiencia bastó para convencerla de que nunca en su vida querría tener hijos.
Servir a los turistas no era tan difícil como conseguir que una veintena de críos se interesaran por tejer cordones, por mucho que los turistas se pusieran impertinentes si su comida tardaba demasiado. Bess se recordaba una y otra vez a sí misma que ningún ser humano había sido criado por simios, aunque las apariencias hicieran pensar lo contrario.
–¿Dónde está mi maldito helado? –gritó un hombre de rostro colorado, golpeando el mostrador con tanta fuerza que hizo saltar el servilletero.
Por su aspecto no parecía necesitar muchos helados, pero Bess le dedicó una encantadora sonrisa de todos modos.
–Tres minutos, señor. La máquina se ha averiado y no hemos podido hacer los cucuruchos. Pero el suyo estará recién hecho.
La mujer que lo acompañaba, que ya tenía su helados pero que no lo había compartido con él, dejó de lamerlo en el acto.
–¿Quieres decir que el mío no está recién hecho?
Bess se mordió la lengua, pero ya era demasiado tarde. La mujer quería que le devolviera el dinero de un helado que ya había consumido casi por completo, y su marido golpeaba el mostrador y exigía dos nuevos helados. La situación se descontrolaba y Eddie, el colega de Bess, no era de mucha ayuda. No era más que un estudiante a punto de acabar el instituto, tan acomplejado por su severo acné que nunca miraba a nadie a los ojos. Además estaba enamorado de Bess, lo que lo convertía en un completo inútil cuando estaba con ella.
Brian había llamado para decir que estaba enfermo, y la otra chica, Tammy, era incluso peor que Eddie. No sabía devolver el cambio sin una calculadora y llevaba las camisetas de Sugarland rasgadas para mostrar su abdomen liso y bronceado. Se pasaba más tiempo pintándose las uñas y tonteando con los socorristas que ocupándose de su trabajo. Si no se acostara con Ronnie, el hijo del jefe, Bess la habría despedido sin pensárselo dos veces.
–¿Me estás escuchando? –chilló el turista con cara de trol.
Tal vez ser monitora en un campamento infantil no hubiera sido tan horrible… Acorralada por el dúo de energúmenos, quienes finalmente pudieron ser aplacados con dos nuevos helados y un cartón de maíz dulce por cortesía de la casa, Bess tardó unos momentos en advertir quién más había entrado en el local. Pero era imposible ignorar a Missy por mucho tiempo. Su amiga se encaramó al mostrador y chocó los cinco con Bess, antes de apuntar hacia la máquina tragaperras.
No estaba sola.
Nick Hamilton estaba con ella. Aquella noche, en vez de una gorra de béisbol, llevaba un pañuelo rojo doblado sobre el pelo y atado a la nuca. Su olor a aire fresco y crema solar se hacía notar entre los olores a caramelo y dulce de leche. La piel le brillaba y una raya rosada le cruzaba las mejillas y el puente de la nariz, prueba de que había pasado todo el día al sol.
–Ponme lo de siempre –dijo Missy–. ¿Quieres algo, Nicky?
Él negó con la cabeza y le sonrió a Bess.
–Hola.
–Hola –respondió ella antes de volverse hacia Missy–. ¿Cómo te va?
Missy se encogió de hombros. La mirada que le echó a Nick por encima del hombro le dijo a Bess más de lo que necesitaba saber.
–Ya sabes… un poco de esto, un poco de aquello…
Más bien mucho de aquello, pensó Bess. Intentó no fruncir el ceño, pero no pudo evitar mirar a Nick otra vez. Missy lo estaba mirando como si fuera un enorme cuenco de helado que se iba a zampar allí mismo. Una punzada de celos le atravesó el pecho, lo cual era absurdo. Nick era gay y ni ella ni Missy tenían ninguna posibilidad con él. A menos, naturalmente, que Missy le hubiera mentido. No sería la primera vez que le contaba una trola para conseguir lo que quería, y Bess era una estúpida por haberla creído.
Agarró el dinero que Missy había dejado en el mostrador y llenó una tarrina de helado, que sirvió con más brusquedad de la necesaria. Una furia salvaje le agarrotaba los dedos. Devolvió el cambio con tanta violencia que las monedas se desperdigaron por el mostrador y algunas cayeron al suelo.
–¡Eh! –protestó Missy, agachándose para recogerlas–. ¿Qué demonios te pasa?
Bess miró a su alrededor. No habían entrado más clientes, Tammy estaba mascando chicle y Eddie ya había desaparecido en la trastienda.
–Lo siento.
Missy se guardó las monedas en el bolsillo de sus minúsculos shorts.
–No todos podemos ir por ahí tirando el dinero, princesita.
La forma en que lo dijo fue más ofensiva que cuando la llamaba «zorra», pero Bess se esforzó por mantener la calma.
–He dicho que lo siento.
Missy pareció aceptar las disculpas, aunque lo más probable era que no le importase lo más mínimo. Se puso a sorber por la pajita, hundiendo las mejillas y deslizando los labios por el tubito de plástico.
–Mmmm… Nick, ¿seguro que no quieres probarlo?
Nick no había mirado a Missy en ningún momento. Sólo miraba a Bess.
–No, gracias. ¿Me das un pretzel suave con extra de sal, por favor?
Metió la mano en el bolsillo mientras Bess sacaba un pretzel extrasalado y se lo tendía en la misma servilleta que había usado para agarrarlo. Aceptó el dinero y le dio el cambio, con Missy observando la transacción mientras sorbía su helado. Bess sintió su mirada fija en los hombros, hasta que no pudo aguantar más la tensión y se obligó a mirar a su examiga a la cara.
Missy esbozó una sonrisa de suficiencia, y pareció sorprenderse cuando Bess también sonrió.
–Y dime, Nick… –le dijo Bess–. He oído que Pink Porpoise va a cerrar.
El Pink Porpoise era el local gay más popular de la ciudad. Ella había estado allí un par de veces, ya que era uno de los pocos bares donde se permitía bailar a chicos menores de edad. No era el tipo de local al que fueran los hetero, ni siquiera cuando había una buena actuación.
–¿Ah, sí? –arrancó un trozo del pretzel con unos dientes blancos y afilados.
–¿No lo sabías? –se puso a limpiar el mostrador con la esperanza de que Missy se bajara–. Creí que te habrías enterado…
Missy le tiró a Nick de la manga.
–Vamos, Nick. Salgamos de aquí.
Nick frunció el ceño mientras retrocedía de espaldas. Missy apuntó a Bess con su helado.
–¡Chao!
Nick levantó la mano con que sostenía el pretzel y siguió a Missy a la calle. La campanilla tintineó al cerrarse la puerta. Bess golpeó el mostrador con el trapo mojado y masculló una maldición.
–¿Acabas de decir lo que creo que has dicho? –le preguntó Tammy, haciendo explotar una pompa de chicle.
–Sí.
Tammy hizo una mueca y siguió la mirada de Bess hacia la puerta.
–Está buenísimo…