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En sus manos No pienses. No preguntes. Actúa. Aquel anónimo no iba dirigido a mí. No te equivoques conmigo, no tengo la costumbre de leer el correo ajeno, pero era un simple pedazo de papel con unas cuantas líneas escritas a mano. Era evidente que iba dirigido a otro vecino. Parecía una nota inocente, pero, decididamente –y deliciosamente-, no lo era. Al desnudo Sin ataduras. Sin reproches. Sin vuelta atrás. No creía que él pudiera desearme. Y no iba a liarme con él, sobre todo después de lo que había oído. Alex Kennedy era alto, moreno e increíblemente guapo, pero yo ya había sufrido un gran golpe. Cuando le pedí que posara para mí, no esperaba que la sesión fotográfica se volviera tan apasionada. Viaje al pasado Un accidente de infancia convirtió a Emmaline en una persona propensa a sufrir alarmantes desvanecimientos; aunque apenas duraban unos minutos, para ella parecían prolongarse durante una eternidad. Aquellos episodios eran incómodos, pero manejables… hasta que conoció a Johnny Dellasandro. Aquel pintor huraño y solitario había ganado notoriedad en los años setenta por su estilo de vida desenfrenado y sus películas pornográficas de arte y ensayo.
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Seitenzahl: 1520
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack HQN Brenda Novak, n.º 312 - julio 2022
I.S.B.N.: 978-84-1141-225-4
Créditos
Índice
En sus manos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Si te ha gustado este libro…
Al desnudo
Agradecimientos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Si te ha gustado este libro…
Viaje al pasado
Carta de los editores
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Nota de la autora
Si te ha gustado este libro…
A mis críticos de confianza, ya sabéis quiénes sois.
A mi familia, por su amor y su apoyo.
A mis lectoras, sin vosotras, no tendría ningún éxito. Gracias.
Nunca escribo libros sin música. Por eso quiero dar las gracias a los músicos y a los artistas que hacen posible que pueda sentarme delante del ordenador día tras día y crear mundos y a los personajes que los pueblan.
Por favor, apoyad su trabajo a través de fuentes legales.
Empty Chairs, de Don McLean; It Ain’t Me, Babe de Joaquin Phoenix y Reese Witherspoon; Closer, de Joshua Radin; Same Mistakes, de Justing King; Whatever It Takes, de Lifehouse; What Would Happen, de Meredith Brooks; Hallelujah,de Rufus Wainwright; Gravity, de Sarah Bareilles; Lying to You, de Schuyler Fisk. These Things, de She Wants Revenge y SOS de Tim Curry.
A veces vuelves la cabeza.
Él salía. Yo entraba. Pasamos el uno junto al otro como dos barcos que se cruzan en silencio, como cientos de desconocidos se cruzan cada día. El momento no duró más de lo que se necesita para distinguir un pelo oscuro y revuelto y la sombra de unos ojos verdes. En lo primero en lo que me fijé fue en la ropa, en los pantalones cargo de color caqui y en la camisa negra de manga larga. Después, en su altura y en la anchura de sus hombros. Durante un lapso de apenas unos segundos, me fijé en él tal y como los hombres y las mujeres se fijan los unos en los otros. Giré después sobre la punta de mis zapatos de tacón bajo y estrecho y le seguí con la mirada hasta que la puerta de la papelería Speckled Toad se cerró tras de mí.
–¿Quieres que te espere?
–¿Eh? –miré a Kira, que se me había adelantado–. ¿Para qué?
–Para que puedas salir detrás de ese tipo que tanto te ha impresionado –sonrió e hizo un gesto, pero yo ya no podía verle ni siquiera a través del cristal.
Conocía a Kira desde que estábamos en el instituto, cuando nos unió nuestro mutuo amor por un chico de un curso superior llamado Todd Browing. En aquella época teníamos muchas cosas en común. Un pelo terrible, un gusto horroroso en el vestir y una afición excesiva al lápiz de ojos de color negro. Habíamos sido amigas desde entonces, pero en aquel momento, no habría sabido cómo llamarla.
Me volví hacia ella desde el centro de la papelería.
–¡No digas tonterías! Apenas me he fijado en él.
–Si tú lo dices...
Kira se apartó de mí y se dirigió hacia una estantería llena de adornos que jamás se me habría ocurrido comprar. Levantó uno, una rana de peluche con un corazón a los pies. El corazón tenía bordado en letras brillantes la palabra «Mamá».
–Muy bonito. Pero no, por muchas razones. Pero es posible que le regale uno de esos –me giré hacia una estantería llena de payasos de porcelana.
–¡Dios mío! Le va a parecer horripilante. ¿A que no te atreves a comprárselo? –se rio Kira burlona.
Yo también me eché a reír. Estaba intentando comprar un regalo para la mujer de mi padre. Aquella mujer jamás confesaba su verdadera edad y en todos los cumpleaños insistía en estar celebrando sus veintinueve, una confesión que hacía con la correspondiente sonrisa coqueta, pero no ponía peros a la hora de recibir regalos. Yo sabía que nada de lo que pudiera comprarle la impresionaría, pero, aun así, estaba decidida a encontrar el regalo perfecto.
–Si no fueran tan caros, me lo pensaría. Le encantan todas las figuritas de Limoges. ¿Quién sabe? A lo mejor también le gustan los payasos de porcelana –acaricié el paraguas de una equilibrista horrorosa.
Kira y Stella habían coincidido unas cuantas veces y no podía decirse que ninguna le hubiera causado una gran impresión a la otra.
–Sí, claro. Voy a echar un vistazo a las revistas.
Musité una respuesta y continué buscando. Miriam Levy, propietaria de Speckled Toad, tenía todo tipo de objetos de regalo, pero no era ese el motivo por el que había ido allí. Podía haber ido a cualquier otra tienda para comprar un regalo a Stella. Vaya, si hasta le habría encantado una tarjeta de regalo de Neiman Marcus, aunque hubiera arrugado la nariz al ver el poco dinero que me podía permitir. No, no había ido a la tienda de Miriam porque estuviera buscando payasos de porcelana. Ni siquiera porque estaba a media manzana de Riverview Manor, que era donde yo vivía.
Había ido a la tienda de Miriam por el papel...
Por el papel, los pergaminos, las tarjetas hechas a mano, las libretas y cuadernos de un papel tan delicado como la seda, los cartuchos para plumas y bolígrafos, las cartulinas capaces de soportar cualquier tortura... Había hojas de todos los colores y tamaños, todas ellas perfectas y únicas, un material perfecto para escribir cartas de amor, de ruptura, de pésame. Para escribir poesía. Pero era imposible encontrar un solo paquete de papel blanco para impresora. Miriam no vendía algo tan plebeyo.
Yo soy un poco fetichista con las papelerías. Colecciono hojas, bolígrafos, libretas. Si me dejan suelta en una tienda de material de oficina, puedo pasarme en ella más horas y gastar más dinero que la mayoría de las mujeres en una zapatería. Adoro el olor de la tinta buena sobre el papel caro. Me gusta acariciar las tarjetas. Pero, sobre todo, me gusta el aspecto de una hoja de papel en blanco cuando está esperando a ser escrita. En esos momentos, antes de posar el bolígrafo sobre el papel, puede ocurrir cualquier cosa.
Lo mejor de Speckled Toad es que Miriam vende las hojas por unidades, además de por paquetes y resmas. Mi colección de papel incluye hojas de lino con manchas de agua, otras hechas a mano con pasta de flores y tarjetas recortadas formando paisajes. Tengo bolígrafos de todos los colores y tamaños, la mayor parte no son caros, pero todos tienen algo especial, la tinta o el color, que me llamó la atención. Llevaba años coleccionando papeles y bolígrafos comprados en tiendas de antigüedades, de segunda mano y en liquidaciones. Descubrir Speckled Toad fue como encontrar mi propio nirvana.
Siempre he pretendido utilizar mis compras para algo importante. Algo que realmente merezca la pena. Como cartas de amor escritas con un bolígrafo que se adapte perfectamente a la palma de mi mano para atarlas después con un lazo rojo y sellarlas con cera escarlata. Pero las compro, me encantan y apenas escribo en ellas. Hasta una carta de amor anónima necesita un receptor... y yo no tengo ningún amante.
En cualquier caso, ¿hay alguien que siga escribiendo cartas? Con los teléfonos móviles, los mensajes e Internet, las cartas escritas se han convertido en algo obsoleto, o casi. Sin embargo, una nota escrita tiene una fuerza especial. Es algo más personal que aspira a tener cierta profundidad. Es algo más que una lista de la compra apenas garabateada o que la firma escrita en una tarjeta. Algo que probablemente yo nunca llegaría a escribir, pensé mientras deslizaba los dedos por el borde de un paquete de papel de escribir con relieves victorianos.
–Eh, Paige, ¿cómo te va?
Ari, el nieto de Miriam, colocó unos paquetes detrás del mostrador, desapareció tras él y volvió a asomar la cabeza como si fuera el muñeco de una caja sorpresa.
–Ari, cariño, tengo otro encargo para ti.
Miriam apareció desde detrás de la cortina que separaba la trastienda del mostrador y le miró por encima del borde de sus gafas.
–Y quiero que vayas ahora mismo. No tardes dos horas, como la última vez.
Ari elevó los ojos al cielo, pero tomó el sobre y le dio un beso en la mejilla a su abuela.
–Sí, abuela.
–Buen chico, Ari. Y ahora, Paige, ¿qué puedo hacer por ti?
Miriam miró a su nieto con una sonrisa cargada de cariño antes de volverse hacia mí. Iba tan arreglada como siempre, sin un solo pelo fuera de lugar y sin una sola mancha de lápiz de labios. Miriam es una auténtica gran dama. Tiene por lo menos setenta años y un estilo del que pocas mujeres de cualquier edad pueden presumir.
–Necesito un regalo para la mujer de mi padre.
–¡Ah! –ladeó delicadamente la cabeza–. Estoy segura de que encontrarás el regalo perfecto. Pero si necesitas ayuda, no dejes de decírmelo.
–Gracias.
He estado suficientes veces en la tienda como para saber que le gusta que la recorra y remueva todo lo que pueda.
Al cabo de veinte minutos, durante los cuales acaricié y examiné el nuevo cargamento de papeles y bolígrafos que no podía permitirme por muy desesperadamente que los deseara, Kira volvió a reunirse conmigo en la tienda.
–Muy bien, Indiana Jones, ¿qué estás buscando? ¿El arca perdida?
–Lo sabré cuando lo vea –respondí.
Kira elevó los ojos al cielo.
–Paige, vamos al centro comercial. Sabes que a Stella no le importa lo que vayas a regalarle.
–Pero a mí sí.
No podía explicar lo importante que era... bueno, no impresionar a Stella, porque eso era imposible. Habría sido más exacto decir, no desilusionarla. Demostrarle que no tenía razón sobre mí. Eso era lo único que quería. Demostrarle que se equivocaba.
–A veces eres muy cabezota.
–A eso se le llama determinación –musité, mientras le dirigía un último vistazo a la estantería que tenía enfrente de mí.
–Se llama cabezonería por mucho que te niegues a admitirlo. Te espero fuera.
Apenas alcé la mirada cuando se marchó. Sabía que la escasa capacidad de atención de Kira no la convertía en la mejor aliada para aquella tarea, pero llevaba demasiado tiempo retrasando la compra del regalo de Stella. Y desde que me había mudado a Harrisburg, no veía mucho a Kira. En realidad, tampoco nos veíamos mucho antes de que me marchara. Pero cuando me había llamado para preguntarme que si quería que quedáramos, no se me había ocurrido ninguna razón para negarme que no me hubiera hecho quedar como una auténtica cretina. En cualquier caso, sabía que no le importaría esperarme fuera fumándose un par de cigarrillos, así que volví a concentrarme en la búsqueda, decidida a encontrar lo que realmente quería.
A lo largo de los años, había ido descubriendo que no era estrictamente el regalo en sí mismo el que se ganaba la aprobación de Stella, sino algo menos tangible incluso que el precio. Mi padre le daba todo lo que quería, y lo que no le proporcionaba mi padre, se lo compraba ella misma, de modo que comprarle algo que pudiera necesitar era imposible. Gretchen y Steve, los hijos que había tenido mi padre con su primera esposa, tomaban el camino fácil y solían pedirles a sus hijos que le hicieran un dibujo. Los propios hijos de Stella todavía eran demasiado pequeños como para que se tuvieran en cuenta sus regalos. A mis hermanos se les agradecía cualquier detalle, pero yo estaba obligada a mantener un nivel más alto.
Continué mirando, pensando en cuál podría ser el regalo adecuado. Que nadie me interprete mal. La esposa de mi padre no es una mala persona. Nunca se ha esforzado en hacerme sentirme parte de la familia, como sí lo ha hecho con Gretchen y con Steven y, obviamente, no me tiene en tanta consideración como a Jeremy y a Tyler, sus hijos. Pero todos mis medio hermanos han vivido o viven con mi padre, algo que yo no he hecho nunca.
Justo en ese momento lo vi. El regalo perfecto. Bajé la caja de la estantería y la abrí. En el interior, sobre un lecho de papel de seda, descansaba un paquete de tarjetas azules. En la esquina de cada una de ellas brillaba una estilizada S con un diseño de diminutas estrellas. Los sobres tenían el mismo dibujo y el papel tenía algunas hebras plateadas que le hacían brillar. En el interior de la caja había también un bolígrafo. Lo saqué. Era demasiado ligero, pero no era para mí. Era el bolígrafo perfecto para que unas manos perfectamente manicuradas escribieran notas de agradecimiento salpicadas de corazones diminutos. Era el regalo perfecto para Stella.
–¡Ah! Así que por fin has encontrado algo –Miriam tomó la caja de mis manos y le quitó la etiqueta del precio con delicadeza–. Una bonita elección. Estoy segura de que le encantará.
–Eso espero.
Yo pensaba que le gustaría, pero no quería gafar mi regalo.
–Siempre sabes exactamente lo que alguien necesita, ¿verdad?
Miriam sonrió mientras deslizaba la caja en una bonita bolsa a la que añadía un elegante lazo sin cobrarme nada a cambio.
Me eché a reír.
–¡Yo no diría tanto!
–Pues yo sí –respondió con firmeza–. Conozco a mis clientes, ¿sabes? Les presto atención. Hay muchos que vienen aquí buscando cosas y nunca las encuentran. Y tú siempre encuentras algo.
–Pero eso no significa que sea lo adecuado –contesté mientras sacaba de la cartera un par de billetes nuevos, recién sacados del cajero automático.
Miriam me miró por encima del borde de sus gafas.
–¿Ah, no?
No contesté. ¿Cómo podía saber nadie si estaba haciendo o no las cosas bien? En cualquier caso, ya era demasiado tarde para cambiar.
–A veces, Paige, pensamos que sabemos lo que alguien quiere o necesita. Pero entonces... –suspiró mientras apartaba un paquete con artículos de papelería metidos en una caja de plástico–, descubrimos que estamos equivocados. Había reservado algo para uno de mis clientes habituales, pero al final, no le ha gustado.
–Es una pena. Pero estoy segura de que alguien se lo llevará.
No me sorprendió que a un hombre no le gustara aquel papel. Tenía un relieve de flores que quizá fuera excesivamente femenino.
Miriam fijó en mí su mirada.
–¿Tú, quizá?
Mi respuesta fue hundir las manos en los bolsillos mientras miraba alrededor de la tienda.
–En realidad no es mi estilo.
Miriam se echó reír y dejó la caja a un lado. Se había pintado las uñas de color rojo, a juego con su lápiz de labios. Deseé tener aunque solo fuera la mitad de su estilo cuando llegara a su edad. Bueno, en realidad, me habría gustado tener la mitad de su estilo ese mismo día.
–¿Y no vas a llevarte nada para ti? Tengo unas libretas que te encantarán. Con las tapas de ante y los bordes de las hojas dorados. Mira.
Gemí.
–No tienes corazón, ¿sabes? Sabes perfectamente que lo único que tienes que hacer es enseñármelas y... ¡Ohh!
–Bonita, ¿verdad?
–Sí.
Pero yo no estaba mirando las libretas, sino una caja lacada de color rojo con una tapa que se cerraba con un lazo. La madera estaba decorada con una libélula azul y violeta.
–¿Qué es eso?
Acaricié la tapa con delicadeza y la abrí. En el interior, sobre un lecho de satén negro, descansaba un platito de cerámica, un pequeño recipiente de tinta roja y un juego de pinceles con el mango de madera.
–Un juego de caligrafía –Miriam salió de detrás del mostrador para verla conmigo–. Viene de China y es bastante especial. Contiene una serie de papeles y plumillas, no solo los pinceles y la tinta.
Levantó una segunda tapa, revelando al hacerlo un fajo de hojas sujetas por un lazo rojo y una serie de plumillas guardadas en una bolsa de seda roja fruncida por un cordón.
–Es preciosa –aparté las manos, aunque estaba deseando acariciar las plumillas y el papel.
–Justo lo que necesitabas, ¿verdad? –Miriam rodeó el mostrador para volver a sentarse en su taburete–. Es perfecto para ti.
Miré el precio y cerré la caja con firmeza.
–Sí, pero no hoy.
–¿No? –Miriam chasqueó la lengua–. ¿Así que sabes lo que todo el mundo necesita pero no eres capaz de saber lo que necesitas tú? Es una pena, Paige. Deberías comprártelo.
Con lo que valía esa caja, podía pagar la factura del móvil. Sacudí la cabeza y después la incliné para mirar a Miriam.
–¿Por qué estás tan convencida de que sabes lo que todo el mundo necesita? Es una afirmación muy atrevida.
Miriam abrió un paquete de caramelos de menta y se metió uno a la boca. Lo chupó delicadamente durante unos segundos antes de contestar.
–Siempre has sido una buena cliente. Te he visto comprar regalos y a veces cosas para ti. Me gusta pensar que conozco a la gente. Que sé lo que necesita. ¿Por qué crees que tengo cosas tan horribles en las estanterías? Porque a la gente le gustan.
Seguí el rumbo de su mirada hasta la estantería con los payasos de porcelana.
–Que quieras algo no significa necesariamente que debas tenerlo.
–Y el hecho de que desees algo tampoco implica que tengas que obligarte a negarte ese placer –respondió Miriam con serenidad–. Cómprate esa caja. Te la mereces.
–¡Pero si no tengo nada que escribir!
–Puedes escribir cartas de amor –sugirió.
–No tengo a quién dirigírselas –volví a negar con la cabeza–. Lo siento, Miriam. Ahora no puedo permitírmelo. A lo mejor en otro momento.
Miriam suspiró.
–Muy bien. Si así lo quieres, niégate el placer de disfrutar de algo bonito. ¿De verdad crees que es eso lo que necesitas?
–Lo que creo es que necesito pagar mis cuentas antes de poder permitirme ningún lujo.
–¡Ah! Muy sensato –inclinó la cabeza–. Y pragmático. Pero no muy romántico. Sí, así eres tú.
–¿Y eso puedes deducirlo por la clase de papel que compro? –puse los brazos en jarras mientras fijaba en ella la mirada–. ¡Vamos!
Miriam se encogió de hombros. No era difícil imaginársela de joven. Debía de ser una mujer decidida, bella y elegante.
–No, eso lo deduzco por el papel que no compras. Cuando seas una anciana, serás tan sabia como yo.
–Eso espero –me eché a reír.
–Espero que vuelvas para comprar esa caja. Está hecha para ti, Paige.
–Pensaré en ello, ¿de acuerdo? ¿Te conformas con eso?
–Si compras esa caja, te aseguro que terminarás encontrando algo que escribir.
¿Empezamos?
Esta es tu primera lista.
Seguirás las instrucciones al pie de la letra. No hay margen para el error.
El castigo por el fallo es el rechazo.
Tu recompensa será mi mando y mi atención.
Escribirás una lista de diez cosas. Cinco defectos y cinco virtudes.
Envíala después a la dirección que figura al final.
El sobre que tenía en mi mano mostraba la rugosidad de un papel caro. No tenía pegamento en la solapa, era como los sobres de respuesta que se incluyen en una invitación. Giré entre mis dedos repetidas veces la tarjeta de color crema que había en su interior. Me gustaba sentir la textura del tramado. También era un material caro. Deslicé el dedo por el borde de uno de los laterales. Parecía haber sido cortado de una pieza más grande. No pesaba lo suficiente como para ser una tarjeta de presentación, pero era demasiado grueso como para ser utilizado en una impresora.
Levanté el sobre y lo olí. Un ligero perfume almizcleño impregnaba el papel, un papel suave y poroso al mismo tiempo. No era capaz de identificar aquel olor, pero se fundía con el olor de la tinta y el papel de una forma tan embriagadora que me daba vueltas la cabeza.
Acaricié las letras negras de trazos curvilíneos. No reconocía aquella letra y la carta estaba sin firmar. Cada palabra parecía escrita con extremo cuidado, cada letra anotada con un trazo preciso, sin las despreocupadas espirales y curvas que hacía la mayor parte de la gente al escribir. Aquella era una letra práctica y eficiente. Y sin rostro.
En el sobre figuraba la dirección de un apartado de correos de una de las oficinas de la zona, y eso era todo. Desde que me había mudado a Riverview Manor cinco meses atrás, había recibido algunos catálogos publicitarios, peticiones de donaciones dirigidas a dos inquilinos anteriores y demasiados recibos. No había recibido ni una sola carta personal. Volví a girar la tarjeta, escuchando el suave susurro del papel sobre mi piel. No llevaba ni un nombre, ni una dirección. Solo un número que sin duda alguna había garabateado la misma mano que había escrito la nota. Miré con atención y vi lo que en mi precipitación no me había fijado hasta entonces.
114
Eso lo explicaba todo. La carta no era para mí. La tinta se había corrido un poco, convirtiendo el uno en una posible versión de un cuatro, si uno no prestaba la debida atención. Alguien había metido aquel sobre en mi buzón, el cuatrocientos cuatro, por error.
Por lo menos no era otra invitación de boda o bautizo de una de aquellas amigas, por llamarlas de alguna manera, a las que hacía años que no veía. No me hacía ninguna gracia eso de pertenecer a una larga lista de correo solo porque en el pasado había ido a clase con alguien.
–¿Qué es eso?
Kira acababa de aparecer tras de mí envuelta en una nube de olor a tabaco y estaba clavándome la barbilla en el hombro.
No sabía por qué no quería enseñársela, pero el caso fue que guardé la tarjeta en el sobre, busqué el buzón que marcaba realmente la dirección y la deslicé a través de la rendija. Me asomé después a través de la ventanita de cristal y la vi descansando en aquella cueva de metal, triste y solitaria.
–Nada. No era para mí.
–Vamos, subamos. Tenemos una cita con Jose, Jack y Jim –alzó la bolsa de papel en la que llevaba las botellas.
Todas las mujeres deberían tener una amiga tan juerguista. Una amiga de esas que le hace sentirse a una mucho mejor consigo misma. Porque por borracha que haya terminado la noche anterior, o por muchos tipos con los que haya salido después de una fiesta, o por cortas que lleve las faldas, su amiga siempre habrá sido... en fin, más juerguista que ella.
Kira y yo habíamos intercambiado ese papel en el pasado durante años, algo de lo que no me siento orgullosa, pero que tampoco podría ocultar.
–No son ni siquiera las ocho. Las cosas no empiezan a ponerse emocionantes hasta por lo menos las once.
–Y esa es la razón por la que he pasado por una tienda de licores –miró alrededor del portal y arqueó las cejas–. ¡Vaya! ¡Qué bonito!
Yo también miré a mi alrededor. Siempre lo hacía. De hecho, había memorizado hasta la última baldosa del portal.
–Gracias. Vamos al ascensor.
Seguramente, Kira quedó igualmente impresionada por mi apartamento, pero no dijo nada. Entró, comenzó a abrir las puertas de los armarios, miró incluso dentro del botiquín y para cuando llegó el momento de comer los bocadillos que habíamos comprado para cenar, se mostró entusiasmada porque puse platos de verdad y no de papel. Pero no me dijo que mi casa era bonita.
Fue casi como en los viejos tiempos, cuando reíamos por cualquier cosa mientras comíamos o cenábamos y veíamos la televisión. Yo no había olvidado el peculiar y divertido sentido del humor de Kira, pero hacía mucho tiempo que no reía tanto que terminaba doliéndome el estómago. De pronto, me alegré de haberla invitado. Siempre es agradable estar con alguien que a pesar de conocer todos tus defectos, te sigue apreciando... o al menos no deja de quererte por ellos.
Kira tenía un novio nuevo. Tony no sé qué, no reconocí el nombre. No lo había mencionado en los mensajes de texto o en los correos electrónicos que me enviaba de vez en cuando, pero lo dejó caer en la conversación de una forma que me invitó a preguntar por él.
–¿Cuánto tiempo lleváis saliendo?
Me serví un chupito de tequila y lo miré sin estar muy segura de que me apeteciera tomarlo. En otra época de mi vida, era perfectamente capaz de beberme un chupito sin ningún miedo a las consecuencias, pero llevaba tiempo sin beber. Así que se lo ofrecí a Kira.
Kira se lo bebió de un solo trago.
–Justo desde después de que te fueras. Llevamos ya mucho tiempo.
Yo no tenía la sensación de que fuera tanto tiempo, pero para Kira, durar más de tres meses con un chico ya era todo un récord.
–Me alegro por ti.
Kira arrugó la nariz.
–Yo también. Es bueno en la cama y me compra cosas. Tiene un coche increíble. Y trabajo. No es un perdedor.
–Todo cosas buenas.
Yo era un poco más exigente, por lo menos desde hacía algún tiempo, pero sonreí ante aquella descripción y empecé a recoger los envoltorios de los bocadillos.
Kira se levantó para ayudarme.
–Sí. Supongo. Es un buen tipo.
Eso era más elocuente que todo lo que me había dicho hasta entonces. Le dirigí una mirada fugaz. «Los tiempos cambian», me recordé. Y también la gente.
Cuando llegó el momento de prepararse para salir, la Kira que yo conocía fingió una arcada al verme.
–¡Puaj! No te pongas eso.
Bajé la mirada hacia mis pantalones de talle bajo. Eran unos vaqueros con una ligera campana. Iba a ponérmelos con unas botas y una camiseta de manga japonesa. Comenzaban a notarse las horas que pasaba últimamente haciendo ejercicio.
–¿Qué le pasa a mi ropa?
Kira abrió la puerta de mi armario y comenzó a buscar en el interior.
–¿No tienes nada mejor?
Me entraron ganas de decirle que hacía tiempo que habíamos dejado el instituto, pero me bastó mirar hacia su minifalda vaquera y la blusa que dejaba su ombligo al descubierto para comprender que sería una pérdida de tiempo. Me encogí de hombros.
–Sé que tienes ropa más atrevida que esa.
Kira salió del interior de mi armario con un puñado de camisetas y faldas que yo recordaba haber comprado, pero que no me ponía desde hacía siglos. Tiró toda la ropa en la cama, donde quedó extendida como si fuera la ropa de todo un mes.
Seleccionó una camiseta de seda de un bonito color lavanda y una falda negra. Las sostuvo frente a mí delante del espejo y las dejó de nuevo en la cama.
–No, gracias –le dije–. Pienso ir así. Voy muy cómoda.
Kira sacudió la cabeza.
–¡Puaj! ¡Paige, vamos!
–¿Puaj?–volví a mirarme otra vez.
Los vaqueros se ajustaban perfectamente a mis caderas y a mi trasero y la camiseta marcaba mi vientre plano. A mí me parecía que estaba bastante bien.
–¿Qué es lo que no te gusta?
–Es solo que... –Kira se interrumpió y se acercó a mí para mirar mi reflejo en el espejo–. Tienes que intentar destacar un poco.
La miré. Incluso con mis botas de tacón, era unos centímetros más baja que ella. Kira tenía una melena pelirroja que se había cortado a capas que descendían hasta la mitad de su espalda. Nunca tomaba el sol, de modo que la línea de ojos destacaba de forma especial en su rostro y el lápiz de labios rojo parecía más rojo todavía.
Volví a mirarme en el espejo, inclinando la barbilla hacia un lado y hacia el otro. Yo tengo el pelo rubio. Rubio natural. Los ojos azul, de un azul oscuro, casi azul marino. Me parezco mucho a mi padre y esa es una de las razones, quizá, por las que nunca se ha molestado en negar que soy hija suya.
–Yo me veo bien –contesté, pero se percibía una cierta añoranza en mi voz.
Yo solía gastar el presupuesto que tenía para ropa en unas cuantas prendas sencillas de marca que solía comprar fuera de temporada. Había pasado los últimos años de mi vida haciéndome un guardarropa. Ropa para el trabajo y ropa informal que pareciera suficientemente cara como para pasar por clásica. La combinaba con zapatos que no siempre podía permitirme. Pero no iba a ser como Clarice Starling, no pensaba traicionar mi guardarropa llevando bolsos buenos y zapatos baratos.
Volví a mirar mi reflejo en el espejo y pensé en la caricia del satén sobre mi piel. Al ir sin sujetador, los pezones se marcarían contra la tela, obligando a toda persona de sexo contrario a fijar la mirada en mis senos.
Así que volví a tomar la camiseta de satén y la sostuve frente a mí. Acaricié la tela sobre mi estómago. Kira asintió con un gesto de aprobación, me deslizó el brazo por los hombros y me dio un caderazo.
–Vamos. Sabes que lo estás deseando.
Sí, claro que lo estaba deseando. Quería salir, emborracharme hasta morir, bailar, fumar y restregarme con una docena de hombres. Quería sentir un cuerpo excitado contra el mío y buscar el deseo en los ojos de un desconocido.
Quería olvidarme de buscar la aprobación de los demás.
Así que me quité la camiseta y, tras un segundo de vacilación, me desabroché el sujetador. La blusa de seda se deslizó sobre mi cabeza y descendió hasta mis caderas. Mis senos sintieron el roce de aquella sedosa tela. Los pezones se tensaron al instante, y yo me estremecí.
–Déjame maquillarte –me pidió Kira.
Me colocó su bolso en el regazo y comenzó a sacar botes, tubitos, pinceles y purpurinas. Me encanta la purpurina. Aunque nunca la utilizo. En mi nueva vida, no hay lugar para la purpurina.
–Déjame, prefiero hacerlo yo.
Jamás se me ocurriría ponerme maquillaje que ella hubiera utilizado previamente. Por no hablar de los gérmenes que podía pasarme en el proceso. La aparté con un gesto y me dirigí al cuarto de baño. Una vez allí, busqué en el armario que tenía debajo del lavabo.
Saqué mi neceser. Allí tenía lápices de labios en diferentes tonos rosáceos tirando a violetas y sombras de ojos de todos los tonos imaginables. Tenía montones de lápices de ojos a medio usar y unos cuantos botecitos de delineador. Tomé uno de ellos, pensando que se habría secado después de tanto tiempo, pero cuando lo abrí, comprobé que el maquillaje continuaba en perfecto estado.
Me pinté como una máscara. Era mi rostro, pero más intenso. Más atrevido. Más todo. En otra época de mi vida, había lucido ese mismo rostro a diario. En otra época de mi vida, era el único rostro que tenía.
Una vez terminé de maquillarme, me enfundé la falda negra, dejando mis piernas al descubierto. Sabía que me helaría desde el aparcamiento hasta el bar, pero entraría en calor en cuanto comenzara a bailar. Saqué del armario un par de magníficos zapatos de tacón.
Kira estaba escribiendo mensajes en el móvil a toda velocidad, pero en cuanto vio mis zapatos, abrió los ojos como platos.
–¡Guau! ¡Steve Madden!
–Es el primer par que me he comprado en mi vida.
Acaricié el cuero negro. Eran unos tacones de diez centímetros. La mayor parte de los hombres no eran capaces de apreciar la diferencia entre unos Steve Madden y otros zapatos diez veces más baratos, pero me miraban mucho más cuando los llevaba puestos.
Me puse los zapatos, me levanté y busqué mi centro de equilibrio. Mi madre me había enseñado el arte de caminar con tacones. Yo solía buscar en su armario cuando era niña y desfilaba por casa con sus zapatos puestos.
Acaricié la sedosa tela que cubría mi vientre y mis caderas y me giré para mirarme por última vez en el espejo.
–¿Estás lista para marcharte?
–Supongo que sí –contestó Kira sombría–. Aunque ahora estás increíble y yo parezco una birria a tu lado.
–Pero si estás genial –le aseguré–. Además, ¿para qué están las amigas?
Parecí convencerla, seguramente más por las ganas que tenía ella de creerme que porque yo lo hubiera intentado en serio.
–De acuerdo, ¡vamos a emborracharnos!
Y volví a ver otra vez al hombre del pelo oscuro. En aquella ocasión, él entraba en el portal justo cuando yo salía. Nos cruzamos, pero en aquella ocasión no fuimos como dos barcos que se cruzan en el mar, si no más bien como un barco que navega mientras el otro se choca contra un iceberg. No podía ofenderme que me mirara sin fijarse demasiado en mis tacones altos y en mi minifalda. Iba con la cabeza gacha y hablando por el móvil. No podía prestarme atención. Y tampoco fue culpa suya que yo me diera un golpe con el marco de la puerta, un golpe suficiente fuerte como para hacerme un moratón, al intentar mirarle.
–Procura ir más despacio –dijo Kira con una sonrisita. Ella ni siquiera se había fijado en que era el mismo hombre con el que nos habíamos cruzado anteriormente–. Me alegro de ver que todavía aguantas el tequila.
Yo me acaricié el hombro y no contesté. Me había rozado el brazo desnudo con la manga al pasar a mi lado y ese ligero roce había bastado para ponerme el vello de punta y levantar un lento torbellino de sensaciones en mi vientre.
Vivíamos en el mismo edificio.
No debería haberme sorprendido. Había visto a muchos vecinos de Riverview Manor en la papelería de Miriam, y en Morningstar Mocha, la cafetería que está al final del bloque. Coincidía con ellos en la oficina de correos, en el aparcamiento y en el supermercado. Harrisburg es una ciudad pequeña.
Aun así, no era capaz de olvidar aquellos ojos oscuros, ni ese pelo negro y tupido. El roce de la manga de su camisa contra mi piel desnuda. ¡Mierda! Estaba excitada, y era lógico. Hacía años, más bien siglos, que no practicaba el sexo con alguien que no fuera yo misma.
Teníamos varios locales entre los que elegir para salir, pero yo quería ir a la Farmacia. Paramos un taxi. Yo no podía conducir después de haber bebido y un paseo que habría sido perfecto para la tarde de un domingo, nos parecía demasiado largo para hacerlo de noche, con tacones... y borrachas.
El bar estaba abarrotado, incluso para ser un viernes por la noche. Nos abrimos paso hacia la barra, lideradas por Kira. Se detuvo bruscamente y choqué con ella. Alguien chocó conmigo. Me agarró el trasero, pero cuando me volví para ver quién era y con intención de darle un empujón, me encontré con un mar de posibles culpables.
–¡Eh, Jack! –saludó Kira.
Me volví.
Genial. Jack había sido el amor de Kira durante nuestro último año de instituto. Él venía de otro colegio. Kira había estado maniobrando durante meses para conseguir que la invitara al baile de promoción del instituto y estaba decidida a acostarse con él. Pero la cosa no había funcionado, al menos por lo que yo sabía. Y lo que yo sabía era que, en una ocasión, Kira le había rayado el coche con las llaves a una de las novias de Jack.
Kira no sabía que Jack y yo habíamos estado acostándonos durante dos meses un par de años atrás. Creo que ni para él ni para mí tenía ninguna importancia. Pero podría haberla tenido para Kira, así que intenté quitarme de en medio antes de que las cosas pudieran ponerse feas.
Además, Jack no estaba solo. La mujer que estaba a su lado tenía una cerveza que se llevó a los labios mientras nos miraba sonriendo. Yo agarré a Kira del codo para apartarla de allí.
–¡Eh! –exclamó cuando la multitud se cerró detrás de nosotras, ocultándonos a Jack–. ¿Por qué haces eso?
–No quiero causar problemas –contesté–. Vamos a buscar una copa.
–No iba a causar ningún problema –frunció el ceño y se apartó el pelo de la cara, sin importarle cruzar el rostro de uno de los clientes con él.
El tipo en cuestión pareció molesto. No era así como quería empezar yo la noche.
–Habrá más hombres por ahí –le aseguré.
Kira se limitó a hacer un gesto de desprecio y a cruzarse de brazos.
–Sí, ya lo sé.
La Farmacia estaba abarrotada de hombres, de hecho. Había unos tres chicos por cada chica como poco y todos ellos con ganas de fiesta. La caballerosidad no tenía nada que ver en el hecho de que estuvieran todos ellos dispuestos a aflojar la cartera para pagarnos una copa. Lo único que pretendían era terminar en la cama.
–Hablando de problemas... –dijo Kira a mi lado–. ¡Mira quién está ahí!
Y tenía razón. Problemas con P mayúscula. Me erguí en toda mi altura sobre mis tacones, alcé la barbilla y cuadré los hombros.
–Hola, Austin.
En otra época de nuestras vidas, Austin y yo habíamos retozado como tigres. Yo hasta habría apostado que todavía le quedaban cicatrices. Desde luego, ese era mi caso.
–Paige...
Le había crecido el pelo, pero tenía la misma sonrisa, una sonrisa de palas tan separadas como el Mar Rojo. No pareció sorprenderse al verme.
Llevaba una camisa de rayas azules y unos vaqueros gastados que se ajustaban perfectamente a su trasero, con los bajos sin meter. Los vaqueros deberían estar prohibidos en hombres como Austin. Su amigo, un tipo al que no conocía, llevaba una camisa casi idéntica, pero con rayas marrones. Y no era ni la mitad de guapo que él.
Kira, que estaba detrás de mí, me clavó las uñas en el brazo. Me dolió, y la aparté bruscamente.
–¿Cómo estás?
–Bien, estoy bien –miró a Kira y volvió a fijar en mí la mirada–. Hacía tiempo que no te veía.
–Hace tiempo que no estoy por casa –contesté.
Aunque, en realidad, mi casa era el apartamento que tenía en Front Street y no un trailer o una casa alquilada en Lebanon.
–Sí, lo sé. ¡Hola, Kira! Al final he podido venir.
Me quedé completamente helada. Fulminé a Kira con la mirada, pero ella me dirigió una mirada de absoluta inocencia.
–¿Qué pasa?
Le había dicho que íbamos a ir allí aquella noche. Lo sabía. Lo veía en sus rostros. Aquello era una conspiración y no entendía cómo había conseguido Austin convencer a Kira. Pensé en largarme, y la única razón por la que no lo hice fue que Austin me estaba mirando a mí, no a ella.
Kira también lo vio y me miró con los ojos entrecerrados. La creía capaz de haber organizado aquel encuentro por el puro placer de ver cómo nos peleábamos Austin y yo, pero no iba a darle ese gusto. Ya había pasado aquella época de nuestra vida. Pareció recuperarse cuando el amigo de Austin le dirigió una sonrisa. Supongo que ayudó el hecho de que fuera guapo. No tan guapo como Austin, pero, en realidad, ¿había alguien que lo fuera? ¿Lo había habido alguna vez?
–¿Qué estáis tomando? –Austin ya tenía la mano en la cartera, dispuesto a pagar.
Por supuesto, yo no iba a rechazar una copa. Ni siquiera de él.
–Una margarita.
–Yo tomaré un destornillador –contestó Kira, asegurándose de acercarse lo suficiente como para que pudiera oírla.
Prácticamente tenía los labios en su oreja.
Austin se apartó ligeramente, no lo bastante como para que Kira pudiera advertirlo. Pero yo lo noté. Nos presentó a su amigo, Ethan, que consiguió apartar la mirada de los senos de Kira durante el tiempo suficiente como para hacerme un gesto con la cabeza sin mostrar la menor señal de reconocimiento. Pero en fin, ¿qué esperaba que hiciera? ¿Quería oírle decir «ah, sí, así que esta es Paige»?
–¿Y ahora a qué te dedicas? –me preguntó Austin mientras Kira y Ethan se miraban el uno al otro.
–Trabajo en Kelly Printing.
La última vez que habíamos hablado todavía estaba terminando el grado que había comenzado cuando estábamos juntos y cuidaba a niños de parejas con dinero. No le pregunté lo que estaba haciendo él, y tampoco quise preguntarle qué estaba haciendo en Harrisburg. No quería que pensara que me importaba.
–¿Y qué tal está tu madre? –Austin se acercó a mí, con el brazo apoyado en la barra–. ¿Sigue trabajando para Hershey? Hace tiempo que no paso por la tienda.
Mi madre es propietaria de una pequeña tienda de sándwiches que heredó de su padre cuando yo estaba en el instituto. He trabajado en esa tienda durante prácticamente toda mi vida. Cuando era niña, me limitaba a hacer los recados, después comencé a preparar sándwiches yo también y a encargarme de la caja registradora. Con el tiempo, ya solo ayudaba cuando había un pedido particularmente grande o nos encargaban una fiesta.
–Sí, todavía la tiene. Estuvo trabajando para Hershey, pero la despidió.
Austin asintió.
–Yo estoy trabajando para McClaron & Sons.
No tenía la menor idea de quiénes eran McClaron & Sons, pero el hecho de que no estuviera trabajando para su padre me sorprendió y me llevó a preguntar:
–¿Y tu padre?
Austin se encogió de hombros y esbozó una mueca. Si no hubiera sido por lo bien que había llegado a conocerle en otro tiempo, no hubiera notado su ligera vacilación.
–Ya iba siendo hora de que dejara ese trabajo.
–Pero sigues dedicándote a lo mismo, ¿verdad? ¿Sigues dedicándote a la construcción?
Kira acababa de unirse a la conversación y los dos nos volvimos hacia ella.
–Sí, y a alguna que otra cosa –contestó Austin, pero no comentó nada más.
Curioso. Austin llevaba tanto tiempo trabajando con su padre como yo con mi madre. Trabajaba para él durante los veranos y al salir del colegio desde que había tenido fuerza suficiente para levantar un martillo. Siempre había dado por sentado que asumiría la dirección del negocio cuando su padre se retirara y que, antes de que llegara ese momento, se convertiría en un socio de pleno derecho. De hecho, yo habría imaginado que a esas alturas ya lo era.
–¿Y tú?
Kira dio un sorbo a su bebida y clavó los ojos en Ethan. Para ser alguien que ya tenía novio, parecía muy interesada en él. Pero en fin, Kira era una de esas chicas...
Sí, ya sabes. Una chica un tanto promiscua.
–Soy mecánico –contestó–. Trabajo para Hershey.
–¡Un buen trabajo! –Kira se deslizó entre Austin y Ethan.
–Sí, es un buen trabajo –se mostró de acuerdo Ethan.
Bebió un sorbo de su copa mientras sus ojos recorrían el cuerpo entero de Kira, deteniéndose en cualquier parte que no fuera su rostro.
Era tan fácil... Era evidente que querían seducirnos. Y nosotras queríamos que nos sedujeran, por lo menos durante unas horas. Yo sabía cómo nos veían. Dos chicas con ropa ajustada, tomando copa tras copa y dejando que la gente nos estrechara cada vez más. En los bares de ese tipo no hay nada parecido a una distancia social. La música convierte la conversación en algo imposible a no ser que te inclines sobre la oreja de tu interlocutor. El hecho de que haya tanta gente te obliga a luchar para conservar el más mínimo espacio y, al cabo de una copa o dos, ya no te parece tan mala idea compartirlo.
Cuando la mano de Austin terminó sobre mi trasero ni siquiera parpadeé. Me gustaba sentirla allí. Era una mano firme, cálida. Una mano de dedos fuertes, al igual que sus bíceps. Austin olía bien. Drakkar Noir. A pesar de mi propia voluntad y de todo lo que había pasado entre nosotros, le había echado de menos.
–¿Quieres bailar? –me susurró al oído.
Nuestros cuerpos siempre se habían acoplado perfectamente, ya fuera bailando o en la cama. Y yo estaba dispuesta a hacer las dos cosas. Olvidándose de Kira y de Ethan, Austin me tomó la mano y me llevó al tercer piso, donde las canciones se sucedían una tras otra, sonando todas ellas casi idénticas. Encontramos un lugar en medio de la pista y comenzamos a bailar.
El alcohol me había dejado suave y entregada, pero la música no lo consiguió. Yo quería bailar lento. Austin quería restregarse contra mí. Nos comprometimos con unos ligeros movimientos de cadera que nos llevaron a terminar el uno contra el otro, pero cuando Austin intentó arrastrarme hacia la parte de atrás, le aparté con una sonrisa.
–No has contestado a mis mensajes –me acusó Austin.
Era fácil fingir que no le había oído con la música tan alta. Sonreí y sacudí la cabeza. Me agarró del brazo, por la parte de arriba, en la que tan fácilmente salen moratones. Cerró los dedos con fuerza a mi alrededor.
Se acercó a mí y me susurró al oído.
–Te he echado mucho de menos.
Volví a apartarme de él, pero Austin me agarró de la muñeca justo en el momento en el que una luz de un millón de vatios iluminaba la pista de baile. Austin continuaba pareciéndome muy guapo. Y yo tampoco debía de ser ningún monstruo, porque alargó la mano para apartarme un mechón de pelo de la frente. Sonrió en el momento en el que la luz volvió a apagarse y la música comenzó a sonar con un ritmo tan rápido como el latir de mi corazón.
Fue diferente cuando me besó. Yo me sentí diferente. Abrió la boca y yo le permití acceder al interior de la mía. Me acarició la lengua mientras hundía la mano en mi pelo. No me estrechó contra él, pero yo tensé mi cuerpo, anticipando aquel momento.
Me mordisqueó el lóbulo de la oreja.
–Sabes igual que siempre.
Afortunadamente, yo no había olvidado los motivos por los que acabó nuestra relación. Desgraciadamente, todavía recordaba la razón por la que habíamos estado tan enganchados. Cuando Austin deslizó el dedo por mi brazo desnudo, acariciando aquella piel tan sensible para terminar presionando justo a la altura de mi muñeca, supe que había notado hasta qué punto me había acelerado el pulso aquel contacto. Eso era algo que no había cambiado. Y que quizá nunca cambiaría.
Y a lo mejor era bueno que fuera así.
–Ven a mi casa –me pidió Austin.
–Está demasiado lejos.
En otro momento, no me lo habría pensado. No estaba demasiado lejos. El problema era que había pasado demasiado tiempo.
–Paige –añadió Austin con una sonrisa de tiburón–, me he mudado a Lemoyne.
Justo enfrente del río. A quince minutos de mi casa como mucho, y eso en el caso de que uno fuera particularmente despacio o de que quedara atrapado en medio de un atasco. El suelo pareció abrirse bajo mis pies, pero ahí estaba Austin para agarrarme. La multitud continuaba moviéndose, bailando a nuestro alrededor, pero nosotros continuábamos quietos. Miré aquellos ojos azules que la luz estroboscópica hacía parecer más azules todavía.
–¿Pero por qué te has mudado?
–Tengo un trabajo nuevo, ¿recuerdas?
Intenté recordar si me había dicho dónde estaba McClaron & Son y no lo conseguí. Debería habérmelo dicho, pensé, odiándome a mí misma por estar tan irracionalmente enfadada. Tiré del brazo para liberarme de él.
–Tengo que ir a ver cómo está Kira.
–Está bien, está con Ethan.
Intenté retarle con la mirada, pero jamás he sido capaz de detener a Austin con una mirada. Él me ha dejado helada cientos de veces con una sola mirada, pero aunque he practicado y perfeccionado mis miradas de frío desdén, le resbaló como el aceite. Me mordí el labio y alcé la barbilla.
–Si es igual que tú, creo que será mejor que vaya a comprobarlo.
–Paige –Austin me agarró con fuerza por la muñeca y me atrajo hacia él–. Si Kira es igual que tú, podrá manejarle.
La última noche de nuestra relación habíamos hecho el amor contra la pared de nuestro mísero apartamento, situado en el tercer piso de un bloque de Cumberland Street, en Lebanon. Las luces azules y rojas de la sirena de un coche de policía aparcado en la calle teñían las paredes y el techo sobre nuestras cabezas. Austin me había desgarrado las bragas, las había tirado a un lado y había utilizado su cuerpo para aprisionarme contra la pared mientras me agarraba el trasero.
Me habían quedado las marcas de aquel último encuentro durante varias semanas. Me había arañado con un clavo que había en la pared. Pero en aquel momento no había notado ni el dolor ni la sangre. Nunca recuperé mis bragas.
Habíamos cortado después, pero nuestra relación parecía no haber terminado. La simple verdad era que con unas cuantas copas encima, tenía muy pocas posibilidades de resistirme a Austin. No estaba borracha. Pero tampoco sobria. ¿Cómo si no habría llegado tan lejos?
–¡Paige, no! –me dijo Kira cuando me encontré con ella en el piso de abajo y abordé el tema.
Kira sacudió la cabeza por encima de mi hombro, mirando seguramente hacia Austin.
–Me dijiste que no te dejara volver a acostarte con él jamás en tu vida.
Me obligué a mirarla fijamente. No quería mirar a Austin.
–Ya lo sé. Pero eso fue antes.
–¿Antes de qué? –Kira curvó los labios en una sonrisa.
–Antes de que pensaras que sería divertido invitarle a salir con nosotras. Hacía meses que no hablaba con él. No había vuelto a hablar con él desde que me mudé. Pero ahora está aquí.
–Y está absolutamente adorable –Kira continuaba utilizando un tono despectivo, pero miraba alternativamente a mis ojos y por encima de mi hombro–. Paige, sabes que le conozco desde hace casi tanto tiempo como tú. Se ha venido a vivir aquí y quería conocer sitios para salir. Por eso le dije que íbamos a venir. No sabía que ibas a irte a casa con él. Pensaba que lo vuestro había terminado.
–¡Y ha terminado!
–Lo que tú digas.
–Te dejaré las llaves de mi casa –volví a mirar a Austin, que en aquel momento estaba hablando con Ethan.
–¡Qué tontería! Le diré a Tony que venga a buscarme –Kira sacudió la cabeza y se tambaleó ligeramente.
Alargué la mano para sujetarla y se aferró a mi brazo.
–¿Vendrá a buscarte?
–Si le digo que venga, vendrá –Kira se enderezó y se apartó el pelo de la cara.
–Esperaré contigo hasta que llegue.
–No quiero que me hagas ningún favor –replicó Kira. Me pasó después el brazo por los hombros–. Paige, no olvides lo que pasó.
Como si pudiera olvidarlo...
–No me pasará nada.
–No dejes que tus ganas de acostarte con él terminen causándote problemas –continuó, advirtiéndome de un peligro del que ella había sido víctima muchas veces–. Ese hombre te hizo llorar.
–Sí –dejé que Austin me mirara a los ojos cuando me volví–, pero no volverá a hacerlo más.
–Siempre te hará llorar –insistió Kira–. Pero vete con él, haz lo que quieras. Hace magia en la cama. Lo entiendo.
Me bastó recordar la cantidad de veces que Kira me había dejado colgada para poder irse con alguien a quien había conocido en un bar para no sentirme ni la mitad de culpable de lo que Kira pretendía.
–Esperaré a que llegue Tony.
Era lo menos que podía hacer por ella.
Ir a casa de Austin era una cosa, meterse en un coche con él, otra muy diferente. Por una parte, no estaba dispuesta a meterme en un coche con nadie después de que hubiera estado bebiendo y, por otra parte, tampoco iba a irme a su casa sin estar segura de que después sería capaz de regresar a la mía.
Cuando vio que volvía hacia él, Austin me sonrió, pero yo esquivé su beso.
–Tengo que esperar a que vengan a buscar a Kira. Nos veremos en tu casa.
Austin me estrechó contra él y me mordisqueó el cuello, exactamente, en el que sabía que era mi punto débil.
–No –le empujé ligeramente.
Si hubiera estado bebida, habría cedido. Si hubiera estado completamente sobria, me habría vuelto a casa sola. Pero como me encontraba en aquel punto intermedio en el que tenía ganas de disfrutar de él, pero era consciente de que el deseo nunca es tan intenso a la mañana siguiente, sacudí la cabeza.
–Nos veremos en tu casa. Dame la dirección.
A lo mejor las cosas habían cambiado, después de todo.
Austin volvió a besarme, más apasionadamente en aquella ocasión, y yo le permití que lo hiciera. Sabía cómo hacerlo, dónde posar las manos, cómo mover la lengua y cómo acercar su sexo a mí para dejarme sin respiración. Mis pezones se irguieron, tensando la seda de la blusa.
–No tardes mucho.
Retrocedió. Caminaba con firmeza y no arrastraba las palabras. Justo en el último momento, cuando yo ya estaba dando media vuelta, me agarró por última vez de la muñeca. Yo dejé que me estrechara contra él.
–No irás a dejarme plantado como la última vez, ¿verdad?
La última vez no había tenido a Kira cerca para recordarme que me había prometido no volver a acostarme con Austin nunca más. Aunque eso tampoco me había detenido. La última vez, le había llamado justo a las dos de la mañana y le había dicho que quería ir a verle, pero en cuanto había colgado el teléfono, la razón había vencido las ganas que tenía de sentir sus manos sobre mí. Eso había sido meses atrás, mucho antes de que me mudara.
–¿Todavía estás enfadado?
–No me enfadé, estaba desilusionado. Pero si vuelves a hacerlo, me enfadaré.
Sonrió e inclinó la cabeza para besarme, pero se detuvo a unos milímetros de mis labios y apenas los rozó.
–Y también será una desilusión.
Me miró a los ojos y, durante medio minuto, nada más importó. Sentía a Kira a mi lado, pero no me volví a mirarla. Continuaba mirando a Austin a los ojos cuando contesté:
–No tendrás por qué sufrir ninguna decepción.
Después de darme otro beso y volver a mordisquearme el cuello, haciéndome estremecerme, se marchó. Encontré a Kira esperándome en la puerta. Ignorando los embates de la multitud, se mantuvo donde estaba hasta que aparecí yo y la saqué a la acera.
–¿Estás segura de que estarás bien?
El frío aire de la noche hizo un buen trabajo por lo que a los efectos del alcohol se refería, pero no estaba reconsiderando mi encuentro con Austin. Por lo menos todavía.
Kira asintió.
–Claro que sí.
Pero no parecía estar bien. De hecho, parecía estar bastante fastidiada. Miré hacia la calle. Había cientos de policías, pero ni un solo taxi. Apenas me había vuelto durante unos segundos, pero cuando volví a mirar a Kira, su expresión se había vuelto sombría.
–¡Eres un idiota! –avanzó un par de pasos, el tacón se le dobló contra la acera y se tambaleó.
Jack.
Suspiré para mí y fui tras ella. Jack estaba con la misma mujer con la que le habíamos visto al entrar e hizo todo lo que pudo para ignorar a Kira. Vi que miraba afligido a su acompañante y que ella contestaba encogiéndose de hombros antes de que siguieran caminando.
–¡Eh, Jack! ¡Imbécil! ¡No te alejes de mí!
–Vamos, Kira, tranquilízate.
No le culpaba por ignorarla. Aun así, tampoco me hacía mucha gracia que me ignorara a mí, aunque sabía que en el fondo, era lo mejor.
–No merece la pena, Kira.
–¡Púdrete, Jack! –al parecer, Kira no estaba dispuesta a dejarlo pasar.
Jack esbozó una mueca y sacó una gorra del bolsillo trasero de su pantalón. Se la puso, pero no se volvió a mirar a Kira. Apenas habíamos dado un par de pasos cuando Kira se lanzó a su espalda.
Jack se tambaleó cuando Kira se abalanzó contra él y comenzó a pegarle con brazos y piernas. En realidad, apenas consiguió alcanzarle un par de veces, pero los espectadores se quitaron rápidamente de en medio, intentando esquivar a aquel tornado borracho. Kira gritaba toda clase de insultos, la mayor parte de ellos tan estúpidos como incoherentes.
Jack me dirigió una mirada de enfado que me fastidió. Yo no le había dicho a Kira que me había acostado con él ni nada parecido. Sus problemas con él eran cosa suya, no tenían nada que ver conmigo. Jack la apartó con firmeza al tiempo que la agarraba del brazo para impedir que se cayera. Kira intentó pegarle, pero no lo consiguió.
–¡Ya basta! –le ordenó Jack, y la sacudió ligeramente antes de soltarla.
Kira se lanzó de nuevo contra él y consiguió quitarle la gorra. Yo di un paso adelante, deseando haberme ido con Austin y haber dejado a Kira a solas con su histrionismo. No tenía ningunas ganas de presenciar aquella escena.
–Espero que tu Príncipe Alberto te destroce –gritó Kira.
–Kira, vamos –alargué la mano hacia ella.
Kira se dejó llevar, aunque no dejaba de lanzar insultos. Para cuando llegamos al aparcamiento, ya había menos gente. Sería más fácil encontrar un taxi. Me froté los brazos desnudos y me estremecí, pero Kira se servía de su enfado para entrar en calor y no paraba de caminar sobre la acera, haciendo toda clase de gestos con las manos y musitando maldiciones.
–No merece la pena ponerse así por Jack –repetí–. Dios mío, Kira, ¿qué te pasa?
–Es un imbécil –contestó malhumorada.
Se le había corrido el maquillaje, tenía el pelo revuelto y necesitaba acostarse.
Mierda. Yo también quería acostarme, pero no sola. Sin embargo, allí estaba, cuidando de Kira, que acababa de tener una rabieta por culpa de un chico del que había estado enamorada un millón de años atrás, pero con el que ni siquiera había salido nunca.
No la contradije, aunque no estaba de acuerdo con su actitud.
–Estás borracha. Llama a Tony y vete a casa.
Kira se cruzó de brazos muy digna.
–¡Oh, a ti no te importa! Al fin y al cabo, te vas a acostar con Austin. ¿Qué puede importarte que me hayan roto el corazón?
Me eché a reír, y comprendí que había cometido un error al verla fruncir el ceño.
–No te ha roto el corazón. Y tú ni siquiera llegaste a salir o a acostarte con él. Hace años que dejó de ser tu príncipe azul.
Me fulminó con la mirada. De pronto, pensé que estaba menos borracha de lo que parecía.
–¿Tú te acostaste con Jack?
–Eso fue hace años.
–¿Te acostaste con Jack? –Kira apretó los puños a ambos lados de su cuerpo–. ¡Yo pensaba que eras mi amiga!
–Kira, eso fue hace años y tú no eras...
–¡Eso no importa! –gritó, y comprendí que tenía razón–. Sabías lo que sentía por él. ¡Le quería!
Yo nunca le había querido. Por lo menos eso era cierto.
–Lo siento.
Kira sacó el teléfono móvil del bolso y comenzó a teclear con el índice. Se volvió hacia mí. Debería considerarme afortunada. Por lo menos a mí no intentó darme un puñetazo en la cara, como había hecho con Jack. En cualquier caso, estaba helada y comenzaba a revolvérseme el estómago.
–Siento todo esto –después, comenzó a hablar por teléfono–. Soy yo. Ven a buscarme. Sí, ya sé qué hora es. Te espero en el Tom’s Diner, en Second Street. En Harrisburg, idiota.
Colgó el teléfono y comenzó a avanzar por la acera sin mirar atrás.
–¡Kira!
Me mostró su dedo índice sin siquiera detenerse. Por supuesto, no podía salir corriendo tras ella con unos tacones de diez centímetros. Pero conseguí avanzar unos cuantos pasos.
–¡Kira, por favor, espera!
–Se suponía que eras mi amiga –me dijo. Y su tono de reproche fue peor que cualquier insulto o que cualquier puñetazo–. Dios mío, Paige, que uno pueda hacer una cosa no significa que deba hacerla, ¿sabes? Ya no estamos en el instituto.
Dejé de intentar seguirla.
–No, ¿verdad? ¿Y ponerse a insultar a un tipo en medio de la calle porque está con otra chica no es algo que hacíamos cuando estábamos en el instituto?
–Eso es diferente.
–¿Por qué es diferente?
–¡Tú sabías lo que sentía por Jack! –gritó Kira.
Si no hubiera sido viernes por la noche y justo después de la hora de cierre de los bares, habríamos llamado más la atención, pero en aquel momento, éramos dos borrachas más peleándose por un hombre. Si hubiéramos estado en el instituto, yo también habría gritado en respuesta. Y a lo mejor hasta le había tirado del pelo.