E-Pack Megan Hart 2 febrero 2023 - Megan Hart - E-Book

E-Pack Megan Hart 2 febrero 2023 E-Book

Megan Hart

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Beschreibung

Pack 339 La distancia entre nosotros Tesla Martin vivía plácidamente sirviendo cafés en la cafetería Morningstar Mocha, disfrutando de las idas y venidas de sus clientes favoritos. Sin embargo, ninguno de ellos podía compararse con Meredith, una mujer carismática que se las arreglaba para sonsacarle la historia de su vida incluso al más tímido de los mortales. Un viaje por tus sentidos Estoy en un tren. No sé en qué parada tengo que bajar; solo sé que el tren va rápido y el mundo de fuera se desdibuja. Debería bajar, pero no bajo. El universo me está gastando una broma cósmica. Yo tenía mi vida, una vida agradable con todo lo que una mujer puede desear, y de pronto aparece algo que ni siquiera sabía que podía llegar a tener. Una oportunidad de sentirme satisfecha y contenta. Y, quizá incluso, en alguna ocasión, delirante y exuberantemente feliz. Último destino: PLACER De vez en cuando, Stella compraba un billete de avión para dejar su vida atrás. Su casa era un lugar con demasiados recuerdos, y marcharse era la mejor distracción para ella. En cuanto llegaba a su destino, iba al bar del aeropuerto, pedía una copa y esperaba a que apareciera el tipo idóneo. Un hombre de negocios aburrido, un mochilero, un mozo de equipajes que acabara de terminar su turno.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Megan Hart 2, n.º 339 - febrero 2023

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-672-6

Índice

 

Créditos

La distancia entre nosotros

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

Un viaje por tus sentidos

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Si te ha gustado este libro…

Último destino: PLACER

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

Este libro está dedicado, en primer lugar, a Superman, que no sabe bailar en absoluto, pero que siempre está dispuesto a intentarlo.

 

Para mi familia y mis amigos, por supuesto y, como siempre, porque sin vosotros nunca tendría ninguna historia que contar.

 

A la BootSquad, por leer esto y ayudarme a mejorarlo.

 

A mi mejor amiga, Lauren Dane, que algunas veces me envía enlaces a un porno horrendo.

 

Todo el mundo tiene una historia Así es como termina esta

 

La boca de Charlie.

Eso es lo que quiero sobre mi cuerpo ahora. Su boca y sus manos. Lengua, dientes, dedos. Quiero sentir su peso sobre mí, la caricia sedosa de su pelo en mi carne, el roce de sus pestañas cuando cierra los ojos, al besarme.

Deseo la boca de Charlie y, sin embargo, hay algo que me obliga a apartar la cara cuando él se acerca. Charlie suspira y pone su frente contra la mía. Él cierra los ojos, pero yo no puedo cerrarlos. Tengo que verlo. Tengo que ver su piel y su pelo, sus cicatrices. Las manchas y los defectos que hacen perfecto a Charlie.

–Si lo hubiera sabido –dice él.

Sus manos son pesadas, una sobre mi hombro y, la otra, en mi cadera. Su respiración huele a whisky y a humo. Parece Charlie, pero no huele como él.

No quiero que Charlie se arrepienta de la decisión que ha tomado.

«Por favor, Charlie», pienso. «Por favor, no me digas que hubieras preferido perderte todo esto».

Charlie suspira.

–Es que… el espacio que hay entre nosotros es muy grande. Y no sé qué hacer con él.

«Lo llenamos», pienso yo, y quiero decírselo, pero no lo hago. Las palabras no me salen. Si no puedo besarlo, ¿cómo voy a decirle que lo quiero? Que no importa dónde haya ido Meredith, ni si va a volver. Que lo único que necesitamos es este momento. Que, entre los dos, encontraremos la forma de que las cosas funcionen. Que todo va a salir bien.

«Si pudiera decirle eso», pienso, mientras Charlie se aparta de mí. Se da la vuelta, y veo que se le hunden los hombros. Siento el impulso de acariciarle los omóplatos, pero se me crispan los dedos, y no lo toco. Podría decirle a Charlie que todo va a salir bien, pero aunque he mentido algunas veces en mi vida, nunca le he mentido a él, y no voy a empezar ahora.

–Lo siento –dice Charlie, una vez más, con la voz ronca. Tampoco parece su voz.

–Yo no –digo, por fin–. Yo no lamento nada de lo que ha pasado, Charlie.

Y eso, por lo menos, es verdad.

Capítulo 1

 

Todo el mundo tiene una historia. Ese era el truco de Meredith. Así conseguía que habláramos. Algunas veces, nos preguntaba por nuestro dulce favorito de la niñez, por nuestros mayores miedos. Por lo que habíamos soñado la noche anterior. Ella preguntaba y nosotros respondíamos. Nunca se me ocurrió preguntarle a ella por qué quería saberlo, como nunca se me ocurrió preguntarme a mí misma por qué todos queríamos contárselo.

Aquel día era sobre la locura.

–Bueno, Tesla, dime, ¿cuál es la locura más grande que has cometido en la vida? –preguntó, con los ojos brillantes y los labios humedecidos.

Al contrario que en otras ocasiones, no tenía ninguna respuesta para ella.

–¿No te he contado ya suficientes historias?

Ella cabeceó, y su pelo rubio y liso le acarició los hombros.

–Nunca es suficiente. Carlos ya me ha contado que una vez lo pillaron masturbándose con porno para personas mayores.

Yo me quedé boquiabierta, con la jarra de café en la mano.

–¿Cómo?

Carlos es escritor. Vienen muchos al Morningstar Mocha porque ofrecemos todo el café que quieran por dos pavos, y conexión a Internet gratis. Carlos venía todos los días y se ponía a teclear en su ordenador, con los auriculares puestos, antes de marcharse a trabajar. Hoy ha sucumbido al encanto de Meredith y ha cerrado la tapa del portátil. Eso sí que ha sido una locura.

Meredith venía al Mocha a utilizar Internet gratis y a tomar café, como los escritores, pero ella no era escritora. Meredith vendía cosas, como velas, cacharros de cocina y joyas, objetos provenientes de empresas de organización de fiestas a domicilio. No era molesta en ese sentido, como Lisa, que vendía productos de la marca Spicefully Tasty. Meredith te vendería encantada unos pendientes o una vela perfumada si se lo pedías, pero nunca agobiaría a nadie para conseguirlo. Sabía ser sutil.

Bueno, casi siempre.

–Porno de gente mayor follando –dijo–. Ya sabes. Una lemon party.

Yo ni siquiera sabía lo que era eso, pero Carlos hizo un mohín, así que supuse que él sí.

–Era joven. Fue lo único que encontré –dijo el escritor, encogiéndose de hombros. No parecía muy avergonzado.

Yo me eché a reír, puse la jarra llena en el mostrador y levanté la que estaba vacía.

–No te ofendas, pero no me parece tanta locura. ¿Quién no ha mirado porno horrendo alguna vez? –pregunté, e hice una pausa para hacérselo pasar un poco mal a Carlos–. Aunque yo nunca lo he utilizado para desahogarme, ni nada por el estilo.

Carlos se rio y puso los ojos en blanco.

–Como ya he dicho, era muy joven.

–¿Lo ves? –preguntó Meredith–. Nuestra Tesla es una chica salvaje.

Eso me lo decían mucho. Tal vez fuera por las botas Doctor Martens, o porque llevaba el pelo tan corto como un marine. En aquel momento lo llevaba rubio platino, y aquel día me había puesto un pañuelo de bandana rojo en la cabeza, al estilo de los años cuarenta, como Rosie la remachadora. Con la diferencia de que yo estaba espumando la leche y llenando jarras de café en vez de arreglar aeroplanos. Si el hecho de llevar ropa al estilo retro y mucho lápiz de ojos era una locura, yo misma podría valer como respuesta para Meredith, pero no por mi vida diaria.

–Sí, claro. Soy tan salvaje… ¡Y estoy tan loca! Tened cuidado, que puedo hacer algo realmente salvaje, como limpiar las migas de vuestra mesa.

–Lo decía en el buen sentido –dijo Meredith.

–Gracias –respondí yo. Iba a continuar, pero mi jefa salió de la trastienda y me clavó una mirada fulminante–. Después hablaré contigo, cuando Joy no me esté echando el aliento en la nuca.

–¿Has rellenado las máquinas autoservicio? –me preguntó Joy, y continuó hablando sin esperar a que yo respondiera–. Hoy necesito que saques la bollería a las cuatro, en vez de a las cinco. Van a venir a recogerla del centro de acogida para mujeres. Y, escucha, ¿sabes ese sándwich panini del menú? Vamos a quitarlo a finales de semana, así que intenta venderlos para que pueda librarme de todo ese aguacate.

Teníamos media docena de sándwiches en el menú, pero, por lo menos, el detalle del aguacate me dio la pista de a cuál se refería. Puse cara de tonta y sonreí, porque sabía lo mucho que le gustaba a Joy sentirse superior. Todo el mundo tiene una afición, ¿no? La suya era ser una bruja. La mía, dejar que pensara que se estaba saliendo con la suya.

–Claro –dije, y puse la jarra vacía junto a la máquina de café.

–No llenes esa ahora. Para cuando tengas que sacarla, se habrá enfriado.

Me lo advirtió como si yo no llevara dos años trabajando allí.

No me molesté en discutir. A algunas personas es imposible complacerlas, salvo no complaciéndolas. Y la vida es demasiado corta como para hacer un drama de todo, ¿sabes? Algunas veces, hay que ser agradable, sobre todo cuando otro está intentando arrastrarte por el suelo.

–Hoy me marcho a las doce y media, y después voy a tomarme el resto del día libre.

–¿Estás bien?

Joy se tomaba casi todos los fines de semana libres. Privilegios de ser la encargada. Sin embargo, eso significaba que nunca se tomaba días libres durante la semana. Y ¿marcharse pronto? No, no. En realidad, yo pensaba que aquel sitio era lo único que tenía en la vida.

Por su expresión malhumorada, supe que me había pasado de la línea.

–¿Cómo? ¡Por supuesto! Por favor, no me digas que tengo que quedarme, Tesla. Tú puedes hacerte cargo, ¿no? ¿Tengo que llamar a Darek para que venga antes de su hora?

–No, no, no es necesario –dije yo–. Que te diviertas.

–Es un compromiso –replicó ella–. No diversión.

Después de eso, me callé, y me puse a servir café, pastas y sándwiches a pobres clientes que no entendían por qué yo alababa tanto el panini de pavo y aguacate. Cuando llegó la hora de que Joy se marchara, la cola iba desde el mostrador a la puerta. Eso ocurría todos los días. A mí no me preocupaba.

–He llamado a Darek –dijo Joy–. Estará aquí dentro de veinte minutos. No puedo esperarlo…

A mí me gustaba trabajar con Darek, pero me molestó que hubiera tenido que llamarlo para que viniera más temprano.

–No pasa nada, Joy. Vete. Puedo arreglármelas.

–Con una mano atada a la espalda –dijo el cliente a quien le tocaba el turno, Johnny D, sin que nadie le preguntara. Adoro a ese tipo.

No se puede trabajar de cara al público sin llegar a conocer a la gente con la que tratas día a día. Los clientes habituales. Bueno, yo tengo clientes habituales, y tengo mis preferidos.

Johnny Dellasandro es uno de mis favoritos. Es mayor que mi padre, pero tiene el niño más adorable que he conocido. Es un hombre fabuloso, siempre con la sonrisa y el guiño. Y siempre deja un dólar en el bote de las propinas. Le gustan el café con sabores y los dulces, y le gusta sentarse a leer el periódico en la mesa más cercana al mostrador. Algunas veces viene con su novia, Emm, otras, con su niño, y otras, con su hija mayor y su nieto.

Joy nunca lo miraba mal. A mí me fulminó con la mirada, sin embargo, como si fuera culpa mía que ella tuviera que marcharse. Después, se puso el abrigo y se marchó.

–¿Dónde está tu pequeñín? –le pregunté a Johnny.

–Hoy está con su madre.

–Debe de ser muy agradable ser un caballero ocioso –le dije yo, en broma–. Pasearse por las cafeterías y por las tiendas, estar bien guapo y todo eso.

Johnny se echó a reír.

–Me has pillado.

–¿Qué quieres tomar?

–Un cruasán de chocolate. ¿Cuándo vais a dar los cafés con sabor a menta otra vez?

–Cuando nos acerquemos más a la Navidad –dije yo, mientras sacaba el cruasán más grande que había en la vitrina y se lo servía en un plato–. Pero tenemos café con leche con especia de calabaza, por si te apetece.

Cuando serví a Johnny, continué con los demás clientes. Eric, un médico de urgencias a quien le gustaba tomar té sentado en una de las mesas que había junto a la ventana, mientras escribía lista tras lista en su libreta legal. Lisa, la estudiante de derecho, que siempre tomaba un pretzel con queso y un té helado mientras estudiaba. A Jen llevaba un tiempo sin verla, y estuvimos un minuto charlando sobre su nuevo trabajo. Vi a Sadie, la psicóloga, al final de la cola, y la saludé con la mano. Algunas veces, Sadie iba a la cafetería con su marido, que era muy guapo, pero que nunca miraba a otras mujeres, ni siquiera de reojo. Aquel día, Sadie estaba sola, y me devolvió el saludo con una mano mientras posaba la otra sobre su vientre de embarazada.

–Chocolate caliente con nata y… –dije, mirándola de pies a cabeza cuando llegó al mostrador, y añadí–: Un bagel con salmón ahumado. ¿Me equivoco?

Ella se echó a reír.

–Oh… Iba a ser buena, pero me has convencido.

–Si no puedes darte un caprichito cuando estás embarazada, ¿cuándo vas a poder? –dije yo, y moví la barbilla hacia la parte delantera del local; allí estaba Meredith, que había engatusado a otro de los clientes habituales para que le contara historias. Ambos se echaron a reír–. Me parece que allí está pasando algo divertido. Siéntate, y yo te lo llevaré a la mesa.

Sadie suspiró.

–Gracias. Te prometo que antes estaba en forma. Ahora me canso solo de venir desde casa hasta aquí. Y me duelen los pies.

–No te preocupes –respondí.

Mientras ella caminaba cansadamente hasta una mesa soleada, yo me puse a tostar el bagel, a calentar la leche y a añadirle el sirope de chocolate.

–La reina está en audiencia con su corte –dijo Darek, mientras pasaba por detrás de mí para colgar el abrigo y ponerse el delantal.

Yo alcé la vista al oír otra vez el sonido de la risa de Meredith.

–Como de costumbre –respondí.

La conocía desde hacía pocos meses, y no sabía cuándo había pasado de ser una clienta habitual de la cafetería a una amiga. Seguramente, había sido aquel día en que Joy había tenido una de sus rabietas y Meredith le había recordado, con calma, pero también con frialdad, que «el cliente siempre tiene la razón, o esta clienta se va a marchar a otro sitio a gastarse cuatro dólares con cincuenta en un café con leche».

Desde entonces, Meredith me había sonsacado casi toda la historia de mi vida entre café y sándwiches. Supongo que fue un flechazo, en cuanto la vi entrar por la puerta del Mocha con su enorme bolso y las gafas oscuras, los zapatos a juego con el cinturón y el pelo rubio perfectamente arreglado. Meredith era el tipo de mujer que yo quería ser algunas veces, aunque para conseguirlo, era necesario ser rica, hacer un gran esfuerzo y sentir un gran deseo. Aquellas eran tres condiciones que no se cumplían. Ella se convirtió en parte de nuestra pequeña comunidad de la cafetería aunque ni siquiera vivía en aquella zona. Y se convirtió en parte de mi vida. Pensaba que yo era una loca. Una persona salvaje. Y lo decía como un cumplido, fuera cual fuera su significado.

En realidad, no me conocía en absoluto.

La fila de los clientes fue disminuyendo, aunque la mayoría de las mesas siguió ocupada. El Mocha era un local muy concurrido durante todo el día. Sadie se marchó. También se fueron Johnny y Carlos, y vinieron algunos de los clientes favoritos de Darek. Como Joy se había marchado y no iba a volver aquel día, pude tomarme un descanso, y me llevé una taza de té a la mesa de Meredith.

Ella levantó la vista de la pantalla del ordenador portátil cuando me senté.

–Hoy te has perdido buenas historias. Pero tú todavía no me has contado la tuya.

–¿Acaso no te he contado suficientes ya? –pregunté. Le había contado muchas cosas, sobre todo, de los veranos que pasaba de niña en la comuna–. ¿Es que The Compound no te parece suficiente chifladura?

–Esas historias eran sobre el lugar en el que estabas no sobre las cosas que hacías. Es distinto.

Yo le di un sorbito al té y la miré.

–¿Te parezco alguien que hace locuras?

–¿No lo eres?

Me encogí de hombros.

–Ni siquiera tengo tatuajes.

Meredith hizo un gesto desdeñoso con la mano.

–Casi todas las chicas tienen tatuajes y piercings hoy día, como si no fuera nada del otro mundo. Cuando he dicho que eras nuestra niña salvaje, no me refería a tu forma de vestir ni a tu maquillaje.

–Entonces, ¿a qué? –le pregunté, mientras me calentaba las manos con la taza de té. Aunque en Pennsylvania, en octubre, los días podían ser soleados y cálidos, aquel año el frío había llegado con antelación.

Meredith se encogió de hombros.

–Digamos que tienes algo especial.

–Todo el mundo tiene algo especial, ¿no? –dije yo, y señalé a Eric, que seguía con su libreta legal–. Mira el doctor Sexy. ¿Qué hace con todas esas listas? ¿Por qué no le pides que te cuente una historia?

Meredith se echó a reír, con una risa suave y áspera. No era una risa como la que había llenado antes la cafetería. Aquella era solo para mí.

–Porque no va a contarle nada a nadie. Aunque creo que tiene mucha vida interior, es demasiado reservado.

–Tal vez yo también.

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza, de un modo encantador.

–No, cariño, tú eres más parecida a una catarata.

–¿Porque siempre voy muy rápido? –le pregunté, guiñando un ojo.

–Oh, no. Porque eres una belleza natural con algún tesoro escondido detrás de la cascada. Vamos, Tesla. Cuéntame la locura más grande que has hecho en la vida.

No había manera de negárselo. Meredith conseguía lo que quería, y consiguió que yo quisiera dárselo.

–No creo que haya hecho ninguna locura. No sé… Dejar un pájaro muerto en mi taquilla del instituto para poder enterrarlo más tarde. Prenderle fuego a alguna cosa.

–Bueno, entonces, que no sea una locura. Algo salvaje. ¿Libre? ¿Único? ¿Desinhibido?

–Ah. Te refieres a algo sexual.

Meredith llevaba un enorme brillante y una alianza en la mano izquierda. A veces hablaba de su marido, pero de un modo vago. Yo sabía que se llamaba Charlie, y que trabajaba de profesor en un colegio privado y caro. No tenían hijos.

–Sí –dijo Meredith, con alegría–. Sexual. Cuéntame, Tesla. ¿Qué es lo más salvaje que has hecho?

–Ummm… Lo más salvaje… No sé si voy a superar lo del porno de gente mayor.

–¿Sabías que Sadie estaba casada con otro hombre antes que con Joe? –preguntó Meredith, en voz baja.

–No. Vaya –dije yo–. Y ¿cuál es la locura más grande que ha cometido? ¿Divorciarse?

Meredith cabeceó.

–Oh, no. Su primer marido murió.

–Vaya. Eso es una pena.

Meredith se encogió de hombros.

–Esas cosas pasan.

No era la primera vez que me parecía que se aburría con las penas de los demás. A ella le gustaba escuchar las historias de las demás, pero, sobre todo, las que eran divertidas o excitantes. Las historias tristes no eran de su agrado.

Yo miré hacia el mostrador, pero Darek estaba muy ocupado flirteando con una de sus clientas favoritas. No había nadie esperando. Yo todavía tenía tiempo, y me quedaba media taza de té.

–Está bien. Locuras. Tú primero.

Ella volvió a cabecear, y se humedeció los labios. Yo no pude evitar seguir el movimiento de sus labios. Meredith tiene una boca parecida a la de Angelina Jolie: labios carnosos y suaves, dientes blancos. Una sonrisa contagiosa. Si hace un mohín, puede romperte el corazón.

–Yo no he cometido ninguna locura. Estoy casada.

Me eché a reír.

–¿Y qué? ¿Es que eras virgen cuando te casaste? ¿Es que la gente casada no hace locuras?

Ella bajó los párpados durante un momento, como si estuviera recordando algo.

–No. En realidad, no.

–Debes de tener alguna locura que contarme –dije yo.

En aquel momento, Eric se levantó para servirse más café de una de las jarras del mostrador.

–Tesla –dijo, y saludó a Meredith con un asentimiento–. Hola.

–Hola, Eric –dijo ella–. ¿Cómo van los trucos?

–Houdini no me llega ni al tobillo –dijo Eric, aunque no con el mismo tono relajado de flirteo que usaba conmigo. La miró con cierta cautela y mantuvo las distancias.

Ella le miró el trasero cuando él se alejó y, después, se volvió hacia mí.

–Me tiraría a ese tío con los ojos cerrados.

–Si no estuvieras casada.

–Y si él no me mirara como si le diera miedo –dijo Meredith, con un toque de desdén.

Yo miré a Eric, que se había sentado de nuevo a escribir listas.

–Oh, vamos. No es cierto.

Meredith sonrió.

–A ti nunca te mira de ese modo.

–Porque no soy boba, y porque le doy azúcar y cafeína –dije, riéndome–. Eric un buen chico.

Ella volvió a mirarlo y, al instante, agitó la mano desdeñosamente. Después, me miró fijamente, bebió de su taza y volvió a relamerse los labios.

–Me besé con una chica –dijo.

–Y, deja que lo adivine: te gustó –dije yo, y tomé un sorbo de té.

Ella se encogió de hombros.

–Estuvo bien. En realidad, yo no tenía gustos muy definidos todavía. Estaba en la universidad. Solo estábamos haciendo el tonto.

–Para ver cómo era –dije yo. Había oído aquella historia muchas veces.

–Claro. Mucha gente lo hace. Tú lo haces –añadió.

–Algunas veces.

Aquello no era algo que yo considerara salvaje, ni una locura, y era obvio que ella tampoco, porque ya lo sabía, y seguía intentando engatusarme para que le contara otra cosa.

–Y te gusta.

–Pues… claro –respondí–. Si no me gustara, no lo haría.

–¿Lo ves? Me refería a eso. Tú haces lo que quieres, lo que te gusta, lo que te excita –dijo Meredith–. Eso es lo que admiro de ti. Lo envidio, supongo.

Como si ella pudiera envidiar algo de mí, de una chica que trabajaba en una cafetería, tenía un coche viejo y ni siquiera vivía sola. Además, hacía mil años que no besaba a nadie, ni a un chico ni a una chica.

–Tú no respondes ante nadie –prosiguió Meredith.

–Díselo a Joy.

–Vamos, Tesla. Lo veo en tus ojos. Tienes buenas historias que contar.

Me eché a reír. No había manera de resistirse a ella. Yo la había visto engatusar a los clientes del Mocha y convencer a un policía para que no le pusiera una multa. Incluso Joy se ponía simpática con Meredith, aunque, después, el hecho de haber dado muestras de amistad le causaba nerviosismo y se comportaba de un modo horrible durante horas, como si estuviera intentando deshacerse de cualquier vestigio de amabilidad.

–Una vez me acosté con dos hermanos gemelos –dije. Meredith abrió mucho los ojos, y me di cuenta de que se había quedado impresionada.

–¿A la vez?

–Bueno, sí.

Ella silbó en voz baja, lentamente.

–Vaya.

–No fue… –empecé a decir yo, pero ella alzó una mano. Me quedé callada.

–Cuéntamelo.

Nunca se lo había contado a nadie. ¿Por qué iba a contárselo a ella?

Porque ella tenía algo especial.

–Cuéntamelo –repitió Meredith.

Y se lo conté.

Capítulo 2

 

Chase y Chance Murphy no se habían separado nunca. Yo era nueva en aquel barrio, pero todos los demás habían ido siempre al mismo colegio; algunos, incluso, desde la guardería. La madre de los chicos, la señora Eugene Murphy, era muy respetada en el colegio, donde sus hijos formaban parte de los equipos de fútbol y de baloncesto. Ella los llamaba «los gemelos», y siempre los trataba como una unidad. No reconocía a dos personas individuales.

Tal vez, por ese motivo, a mí me resultara tan fácil mantener relaciones con los dos a la vez. Y a ellos también; se les daba muy bien compartir. Seguro que no era lo que su madre había pensado para ellos, pero tampoco creo que la señora Eugene Murphy hubiera pensado en el momento en el que sus gemelos tuvieran barba, y vello en los testículos.

Todos estábamos en el último curso del instituto. Yo era la chica nueva y todavía estaba intentando adaptarme, y Chase y Chance eran chicos muy populares, aunque su madre fuera tan repelente. Eran altos, delgados y atléticos. Eran idénticos, aunque en aquella época ya habían dejado de vestirse igual. Más tarde, descubrí que podía distinguirlos por la curvatura de su pene: uno, hacia la izquierda, y el otro, hacia la derecha. Eran buenos estudiantes, e iban a ir a la universidad.

¿Yo? Yo era bajita y llevaba ropa barata. Sin embargo, aunque fuera pobre, no era una persona estrafalaria. Además, era más lista que los hermanos Murphy, y más lista que el resto de mi clase en matemáticas. La madre de los gemelos estaba empeñada en que siguieran siendo candidatos a los puestos en los equipos deportivos, porque parecía que, para ella, los deportes servían para formar un carácter. Yo nunca habría pensado que la señora Eugene Murphy tuviera aquella opinión, porque no era atlética en absoluto. Su marido tampoco; era dentista y llevaba unas gafas de montura gruesa, y tenía una dentadura que él mismo debería tratarse. De todos modos, la madre de los gemelos me contrató para que les diera clase.

Exacto. Mamá Murphy me pagó para que hiciera perder la virginidad a sus queridos hijos. Las cosas no empezaron así, por supuesto. Me refiero a que yo tenía toda la intención de enseñarles cálculo. Necesitaba el dinero, así que no me dio miedo decirle a la señora Eugene Murphy que me pagara el doble de la tarifa normal, porque iba a enseñar a dos en vez de a uno solo, aunque ella trató de convencerme de que no debería cobrarle por alumno, sino por tiempo.

–Como les vas a dar clase a los dos a la vez –argumentó–, debería pagarte la tarifa normal.

–No son la misma persona –dije yo.

–¡Pero si son gemelos!

Yo me limité a arquear la ceja. Supongo que mi ropa, una falda vaquera larga, unas botas Doctor Martens altas, y mi pelo teñido de negro, le parecían temibles.

–El tutor del colegio te recomendó especialmente –dijo ella, en tono de duda.

–Conseguiré que Chase y Chance saquen un sobresaliente en el examen final. Si no lo consigo, le devuelvo el dinero.

Así lo conseguí. Ella me pagó todas las semanas, y yo cumplí mi promesa.

Las cosas no comenzaron por el sexo. Era muy difícil enseñar a los hermanos, porque el Cálculo no les gustaba. Además, no les importaba en absoluto; lo estaban haciendo tan mal que estaban poniendo en peligro su puesto en el equipo del instituto. Y seguía sin importarles; para los gemelos, el Cálculo era para tontos.

Sin embargo, yo necesitaba el sueldo, y tenía que cumplir con la promesa que le había hecho a su madre. No podría haberle devuelto el dinero, porque ya me había gastado todo lo que ella me había dado en ropa, libros y música.

–Si aprendéis esto –les dije, una vez–, os la chupo.

Aquella frase detuvo en seco sus tonterías; ambos me miraron simultáneamente. No eran la misma persona, pero tenían la extraña capacidad de hacer lo mismo al mismo tiempo. Sin duda, estaban conectados.

–Sal de aquí –dijo Chase.

–Ni hablar –dijo Chance.

–Os la chupo a los dos –les dije. Apoyé ambas manos sobre la mesa y me incliné sobre ella para mirarlos fijamente a los ojos. No recuerdo a cuál de los dos miré primero. Entonces no pensé que tuviera importancia, pero iba a tenerla–. Haré que os corráis tan fuertemente que veréis las estrellas.

Yo nunca había pensado en ser profesora, pero sí había aprendido que, en la enseñanza, el refuerzo positivo era algo muy efectivo.

Así fue como empezó todo. Ellos terminaron el trabajo en un tiempo récord y, aparte de unos cuantos errores, correctamente. Como la mayoría de las cosas de la vida, conseguir que los chicos Murphy aprendieran Cálculo fue un asunto de motivación. Yo quería que sacaran sobresaliente, y ellos querían mi boca en sus miembros.

Sin embargo, cuando se bajaron el pantalón, empecé a pensar que, tal vez, yo me había llevado la mejor parte de aquel trato. Nunca había pensado en Chase y Chance como posibles novios; para empezar, era como si formaran parte del mismo paquete, por mucho que yo le hubiera dicho a su madre que eran dos personas individuales. Para continuar, se parecían mucho a Fred y a George Weasley; tenían la piel pálida, pecas en la nariz, el pelo caoba oscuro y los ojos castaños. Y, cuando se bajaron el pantalón y los calzoncillos hasta los tobillos, ya solo pude pensar en la rigidez de sus miembros, que no eran del todo idénticos. En aquel momento, yo no sabía que nunca habían estado con una chica. Lo único que veía era belleza.

Y sentí una gran avaricia por ella.

Hice que se colocaran de pie, hombro con hombro, cadera con cadera. Me puse de rodillas delante de ellos, sobre la moqueta suave y gruesa del sótano de sus padres, y tomé en la mano y, después, en la boca, a cada uno de ellos. Sí recuerdo cuál fue el primero, porque estaba mirando hacia arriba cuando lo hice. Y él estaba mirando hacia abajo.

Era Chase, aunque podría haber sido su hermano, porque lo elegí al azar. Más tarde, aquello sí tendría importancia, aunque en aquel momento no creo que a ninguno nos importara. Deslicé su miembro grueso y precioso dentro de mi boca, lo más profundamente que pude, y succioné, mientras que, con la otra mano, acariciaba a su hermano.

Los dos gruñeron al mismo tiempo. Su sonido fue el mismo. Tenían el mismo aspecto. Y, al segundo siguiente, descubrí que sabían igual.

Si hubiera podido tomarlos a los dos a la vez, lo habría hecho. Sin embargo, tuvieron que conformarse con que dividiera mi atención entre los dos, alternativamente. Al final, como quería verlos a los dos mientras tenían su orgasmo, terminé de masturbarlos con las manos. Su semen surgió con pocos segundos de diferencia, sobre sus estómagos planos y musculosos. Ambos tenían los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás. Emitían suaves gemidos. Más tarde, yo iba a saber muy bien que sus bocas tenían mucho talento para besar, lamer y succionar.

Chase fue el primero que me miró. Había estado agarrándose con fuerza al borde de la mesa que había detrás de él, en la que pasábamos horas haciendo ecuaciones. Soltó una mano y me acarició el pelo. Pasó el dedo pulgar por mi labio inferior, que estaba hinchado y húmedo. Pestañeó lentamente, como si estuviera despertando de un sueño del que no quería salir.

–Joder… –dijo Chance, rompiendo la magia del momento–. Ha sido increíble.

Y solo era el principio.

Capítulo 3

 

–Vaya –dijo Meredith, cuando terminé–. Es…

Yo no quería que dijera «una locura». Eso no iba a alterar lo que había ocurrido, no podía convertirlo en algo que no era, pero, de todos modos, yo no quería que lo definiera de ese modo.

–Es increíblemente excitante.

Yo me acaloré. El calor me subió por la garganta y bajó por mi cuerpo. No le había contado el resto de la historia, pero tuve la sensación de que, si ella me lo pedía, no podría resistirme. Le contaría todo lo que había ocurrido durante aquel largo otoño con los hermanos Murphy, durante el cual, los tres nos habíamos graduado simultáneamente en felaciones y cunnilingus, y todas las combinaciones de relaciones sexuales con dos penes y una vagina que se puedan pensar. Todo había terminado para la Navidad.

–En absoluto se parece a lo que pensaba que ibas a decir –me dijo Meredith, mientras cabeceaba–. Vaya. En absoluto.

–¿Y qué pensabas que iba a contarte?

Terminé mi té, porque se me había acabado el descanso, pero tenía curiosidad por saber lo que ella creía que sabía de mí.

–Ya te lo dije. Tesoros escondidos.

Pestañeé suavemente bajo el calor de su mirada. Meredith había besado a una chica, sí, pero ¿qué significaba eso? Nada.

No tiene ningún sentido flirtear con chicas heterosexuales, ni siquiera con las que tienen curiosidad. Las chicas heterosexuales han llegado a la conclusión de que es perfectamente aceptable besarse con su mejor amiga en la pista de baile para atraer la atención de los chicos, o porque están borrachas, o porque está de moda. Las chicas heterosexuales saben que, a menos que hagas un cunnilingus, estás solo experimentando, y que ni siquiera el hecho de que hagas un cunnilingus significa que seas lesbiana.

Yo no soy heterosexual.

Tampoco soy lesbiana. Supongo que podría decirse que soy sexualmente flexible. El amor llega en todas las formas y sabores, y yo quiero probarlas todas. Pero, si hay una cosa que he aprendido en el Morningstar Mocha, donde el café fluía como las cataratas del Niágara y las cinturas se expandían solo con acercarse a la vitrina de las tartas, es que querer y tener son dos cosas distintas.

–Fue hace mucho tiempo –dije.

–No puede ser tanto –respondió ella, irónicamente–. Acabas de salir del instituto.

–Claro que no –respondí yo, riéndome–. Tengo veintiséis años.

–Un bebé –dijo ella–. Un bebé con experiencia.

Para mí, la edad no tenía importancia.

–Bueno, tengo que volver a trabajar. Darek me está lanzando esa mirada de desesperación que significa que alguien le ha pedido una bebida que no sabe preparar.

–Tesla al rescate. Será mejor que vayas a ayudarle. De todos modos, yo tengo cosas que hacer –dijo Meredith, y se rio de nuevo, con su risa baja y abrasadora, que me puso el vello de punta.

Las dos nos pusimos de pie al mismo tiempo. Aunque llevaba varios meses acudiendo a la cafetería, aquella fue la primera vez que me dio un abrazo. Durante los primeros segundos, me quedé asombrada, sin saber qué hacer. Ella se había acercado, y su olor era exótico y sutil, a perfume caro. Su jersey era suave, y noté el calor de sus manos en los omóplatos. Nuestros cuerpos se tocaron, desde el pecho hasta las caderas, durante un segundo.

Cuando me relajé entre sus brazos, cerré los ojos e inhalé su olor delicioso, el abrazo había terminado. Solo me quedó el calor en la oreja en la que ella me había dicho adiós con un susurro, y el cosquilleo en la mejilla que me había besado.

–¿Tesla? –dijo Eric, que estaba frente al mostrador, y me sacó de un sueño. Meredith ya había salido de la cafetería, y la campanilla que había sobre la puerta tintineaba suavemente. Eric me miró con la cabeza ladeada–. ¿Estás bien?

–Sí, sí. Perfectamente –respondí, y alargué la mano para tomar su taza vacía–. ¿Has terminado? Yo me encargo de la taza.

Él me miró con una expresión divertida.

–No. Voy a tomarme otro, si no te importa.

Yo me eché a reír. Me causaba azoramiento haberme quedado tan atontada por algo tan sencillo como un abrazo que había durado menos de dos segundos.

–Claro que no. Toma todo el café que quieras. Si no lo haces tú, lo hará otro.

–Así ocurre siempre, ¿no? –dijo él, y me hizo un brindis con la taza vacía.

Entonces, se giró a rellenar la taza con una de las jarras de café. Darek me pidió ayuda desde el mostrador, y yo volví a mi trabajo.

Capítulo 4

 

Cuando llegué a casa del trabajo, me la encontré muy silenciosa. No había ni rastro de nadie más. En otra ocasión, habría soltado un grito de alegría; aunque quería mucho a la gente con la que vivía, algunas veces deseaba con todas mis fuerzas vivir sola.

Sin embargo, aquella noche me fastidió mucho llegar a casa y que ni siquiera la luz del porche me diera la bienvenida. Tampoco había cena, y eso fue lo peor. Me hice un sándwich de atún y unos macarrones con queso, porque no había nada mejor.

Sin poder evitarlo, empecé a hacerme preguntas sobre los hermanos Murphy. Apenas me había acordado de ellos durante aquellos años; el tiempo tiene una manera curiosa de suavizar los ángulos más difíciles de las cosas, incluso los que hacen daño.

–Eres una aprovechada, Tesla –me había dicho Chance, la última vez que habíamos estado juntos–. Nada más que eso.

No era cierto. Yo era mucho más que una aprovechada. Era muchas cosas, pero, tan jóvenes y tan tontos, todavía no podíamos entenderlo. Y, cuando él me dijo eso, yo me di la vuelta y me alejé llena de furia por el insulto. Ahora, con el tiempo y la distancia que hay entre nosotros, entiendo lo que sentía Chance.

Hacía años que no sabía nada de los gemelos, aunque habría sido fácil averiguar lo que había sido de ellos. Mi hermano Cap, que era tres años menor que yo, debía de saberlo. En el instituto, yo tenía amigos, pero Cap era muy popular entre la gente. Jugaba al fútbol, era tramoyista en el teatro, y lo habían elegido rey de las ceremonias de bienvenida de los alumnos en otoño y el más divertido de los estudiantes en el anuario. Se lo había pasado tan bien en el instituto, que todavía tenía contacto con sus compañeros. No había sido amigo de los Murphy, pero podía averiguar qué era de su vida.

Sin embargo, llamar a mi hermano para preguntarle por un par de tíos con los que me había acostado era igual que pillar a tus padres haciendo el amor. Eso me había ocurrido, pero no quería pensar en ello, ni hablar de ello. Seguramente, Cap era la única persona que sabía lo que había habido entre los Murphy y yo, pero eso tampoco significaba que él quisiera hablar de ese asunto.

Así pues, acudí a Internet. Hacía pocos meses que mi viejísimo ordenador portátil se había roto, y yo aún no había ahorrado lo suficiente como para comprarme un buen Mac, así que miraba mi correo electrónico y otras cosas en el teléfono, y en el ordenador de mesa del piso de arriba.

Había puesto mi propia contraseña de usuario en el ordenador, pero no porque quisiera ver cosas que los niños no deberían ver, sino porque quería evitar que borraran algo que yo hubiera guardado. Simone tenía cuatro años y ya se movía con facilidad por el laberinto de los juegos online para niños, pero también tenía unos dedos muy rápidos para borrar. Yo había perdido documentos y correos electrónicos importantes más de una vez. Su hermano Max, de dos años y medio, era más proclive a tirar un manojo de llaves sobre el teclado, de modo que el ordenador recibía un montón de órdenes extrañas que no debería cumplir.

Como todavía no habían llegado a casa, no tenía que preocuparme por si me pedían una y otra vez que viéramos vídeos de animalitos graciosos ni que jugáramos a juegos educativos con colores tan fuertes que me hacían sangrar los ojos. No tenía que preocuparme por si los niños veían, por encima de mi hombro, alguna de las fotografías que mis amigos publicaban en Connex. Meredith se había equivocado al decir que yo no respondía ante nadie. Vivía con otras cuatro personas, y una de ellas me cortaría el cuello si dejaba que sus hijos vieran cosas que no debían.

Cotillear a la gente en Connex es muy fácil si no activan los controles de privacidad. Yo no tengo mi perfil bloqueado para otros usuarios, porque nunca publico fotografías ni ninguna otra cosa que sea demasiado personal como para que la vean los demás. Además, quiero que la gente pueda encontrarme. De eso se trata, ¿no?

Yo encontré a los hermanos Murphy con solo teclear un poco. Los dos pertenecían a un grupo de nuestra clase del instituto. Yo no estaba en él. En las fotografías de su perfil observé que se parecían menos que nunca. Seguían siendo altos y delgados, pero, con el tiempo, habían ganado peso, y les sentaba muy bien.

Chance estaba casado y tenía dos niños. Miré sus fotografías. Vivía en Ohio y trabajaba en una empresa de contabilidad. Tenía una familia muy bonita, y parecía que era feliz. Pasé el cursor por el botón de Agregar amigo, pero no hice clic. Me alegró ver que Chance tenía una vida feliz, pero no quería formar parte de ella.

Chase no se había casado.

Y también parecía que estaba estupendamente bien. Había publicado un montón de fotografías en su perfil. Tenía álbumes de fotografías suyas escalando, montando en bicicleta y navegando. En muchas de ellas aparecía sin camiseta, con el estómago y los brazos bien musculados. Estaba buenísimo. También había muchas fotografías suyas con el mismo chico, con los brazos por los hombros, despreocupados, riéndose. Consulté la información del perfil de Chase, que solo indicaba que era soltero. Sin embargo, para mí estaba muy claro el motivo por el que aparecía con aquel chico en tantas fotografías. Tal vez Chase no quisiera anunciárselo a todo el mundo en Connex, pero no había forma de negarlo.

Tampoco me hice amiga suya. Quería hacerlo. Quería enviarle un mensaje y preguntarle si era feliz, si el motivo por el que no había querido estar conmigo era que le gustaban los chicos, no que no me quería como yo a él. Quería preguntarle muchas cosas, pero, al final, no lo hice. No serviría de nada abrir aquella vieja herida.

Me distraje un rato navegando por la página web de Apple, mirando lo que quería y no podía tener. Parecía que aquel era el leit motiv del día. Me imaginé que percibía el olor del perfume de Meredith, que sentía la suavidad de su jersey. Gruñí en voz baja y empecé a hacer que girara la silla del escritorio, con la cabeza inclinada hacia atrás, moviendo solo los pies. Giré y giré, mirando el techo que también giraba por encima de mí, hasta que se me enganchó un pie en la alfombra.

Me detuve, pero la habitación siguió moviéndose. Si me levantaba, iba a caerme al suelo. Aquel bailecito no había sido una buena idea. Mientras me daba la vuelta hacia el monitor, intentando enfocar la mirada en un punto fijo, oí que se abría la puerta principal, y unos diminutos pasos en el vestíbulo. Después, voces. Simone le gritaba a su hermano, que se estaba riendo como un loco. Su madre, Elaine, regañándoles sin demasiado ímpetu. Entonces, el ruido cambió de dirección, desde la sala se dirigió hacia el baño, donde, seguramente, los niños iban a recibir su baño nocturno antes de acostarse.

Cerré mi sesión en el ordenador y me di la vuelta hacia la puerta. Él entró.

–Hola, Vic –dije.

–Hola –respondió él. Tenía aspecto de cansado. Se pasó la palma de la mano por un ojo y se fijó brevemente en el monitor–. No sabía que estabas en casa.

–No todo el mundo tiene una agenda social tan apretada como la tuya –bromeé yo.

Él sonrió apagadamente.

–Hemos llevado a los niños a casa de Elaine para celebrar el cumpleaños de Nancy. Si hubiera sabido que ibas a estar en casa, te lo habría dicho.

–No pasa nada. Tenía cosas que hacer.

La madre y la hermana de Elaine nunca habían sido malas conmigo, pero tampoco habían sido agradables. Teníamos una política de neutralidad en lo relativo a las celebraciones familiares. Si ellas iban a casa o nos encontrábamos en otro lugar, nos tratábamos amablemente, pero con cierta distancia, sin ahondar en cuál era mi lugar en la vida de su yerno y cuñado. Yo nunca iba a su casa.

Vic asintió.

–Voy a ayudar a Elaine con los niños. ¿Quieres jugar a Resident Evil 4 dentro de un rato?

Era nuestro videojuego favorito.

–Claro. ¿Necesitáis que os ayude?

–No –dijo él. Se encogió de hombros y bostezó–. Lo tenemos todo controlado.

–¿Qué tal se encuentra Elaine? –pregunté. Estaba embarazada de su tercer hijo, y tenía náuseas durante todo el día.

–Fatal –respondió Vic, y se encogió de hombros otra vez, como si fuera un hombre completamente confundido por las complicaciones del cuerpo de una mujer, pero, al mismo tiempo, comprensivo.

–Voy a preparar el juego para cuando hayas terminado.

No tenía ningún motivo para decirle a Vic que había estado pensando en buscar a Chase y Chance Murphy. Sin embargo, me parecía una mentira, una mentira que me causaba gran cargo de conciencia y no me permitía concentrarme en el juego. Como el mando era de un solo jugador, Vic y yo jugábamos por turnos, cambiándonos cuando uno de los dos moría. A mí me mataron muchas veces.

–¿Qué te pasa, Tesla? –me preguntó Vic, mientras tomaba el mando una vez más.

–He tenido un día muy largo en el trabajo, supongo –dije, y me levanté–. Debería acostarme. Mañana tengo que madrugar.

–Sí. Yo también –dijo él, pero no se levantó. Volvió a apuntar con su arma a la pantalla y comenzó el siguiente nivel–. Buenas noches.

El resto de la casa se había quedado silencioso hacía varias horas; Elaine y los niños estaban acostados. Solo estábamos Vic y yo, sentados en la oscuridad, matando zombis. La luz de la televisión proyectaba sombras en su cara, y expresiones que yo sabía que no eran suyas.

Me sorprendió mirándolo, y le dio a la pausa del juego.

–¿Qué?

–Tú también deberías acostarte. Mañana también tienes que madrugar.

–Gracias, mamá –dijo Vic.

Me encogí de hombros.

–Solo era una sugerencia.

–Sí, ya lo sé. Solo quiero terminar este nivel. Tú vete a la cama. Yo estoy bien.

Como Vic se levantaba muchas veces más temprano, incluso, de lo que tenía que levantarme yo para el turno de mañana, no iba a estar bien.

–Tienes cara de cansado…

–Soy un adulto, Tesla –dijo él, con la mandíbula apretada y la mirada fija en la pantalla, mirando las avalanchas de zombis que se acercaban a matarlo, hasta que me miró a mí–. Puedo decidir yo solo cuándo me acuesto.

–Muy bien, muy bien. Tienes razón. Buenas noches.

–Buenas noches –repitió él, mientras yo salía al pasillo y me dirigía a mi habitación.

Por supuesto, Vic tenía razón. Yo no era su madre, ni su mujer. Pero eso no significaba que no tuviera derecho a preocuparme por él, ¿no? Vic trabajaba muchas horas en su taller mecánico y de venta de coches de segunda mano. Tenía dos hijos y una mujer embarazada. Me tenía a mí, viviendo en el sótano de su casa.

Después de ducharme y acostarme, seguí oyendo el ruido débil de las muertes de los zombis a través de la puerta. Y, mientras iba quedándome dormida, el silencio, y el sonido de las puertas de la casa cerrándose. Vic estaba haciendo su ronda, asegurándose de que todo estuviera en orden.

Sus pasos en las escaleras me hicieron abrir los ojos. A oscuras, oí que recorría el perímetro del sótano. ¿Acaso también estaba comprobando que las ventanas estuvieran bien cerradas? Eran demasiado pequeñas como para que pudiera entrar alguien. Se tropezó con un juguete y soltó un juramento en voz baja. Entonces, el pomo de mi habitación giró lentamente.

Apareció un cuadrado de luz cuando se abrió la puerta. Yo no podía distinguir su silueta, pero oía su respiración. Cuando se acercó, cerré los ojos y respiré como si estuviera dormida.

Me puse tensa cuando se inclinó sobre mí. Sin embargo, él no me tocó, sino que echó el cerrojo de la estrecha ventana que había sobre mi cama. Después, salió de la habitación y cerró la puerta.

Yo exhalé un suspiro y me hundí más en la almohada. Tenía un sudor frío por todo el cuerpo, y la respiración agitada. Aunque estaba bien tapada, tardé mucho en dejar de temblar.

Por fin, me quedé dormida, y soñé.

 

 

No sé lo que hace Vic cuando no está en The Compound, pero, cuando está aquí, trabaja con los coches. Alguna gente, como mis padres, por ejemplo, tiene Volvos o BMW el resto del año, pero en verano, utilizan viejos Jeeps y todoterrenos oxidados. En The Compound no importan el dinero ni el estatus, sino llevarse bien con la gente y cultivar un huerto, cosas de esas, no sé. Yo llevo toda la vida viniendo aquí, y lo único que sé es que este verano me he aburrido mucho.

No tengo nada que hacer aquí. Podría ir a la guardería, a ayudar con los niños pequeños, pero me da asco el mal olor de los pañales de tela. Podría ayudar en los huertos, quitando malas hierbas y cosas así, pero este es el verano más caluroso de los últimos veinte años, y es brutal en el campo. Además, ¿para qué? Ni siquiera me gustan los tomates.

Tengo dieciséis años, estoy a punto de cumplir diecisiete, y no tengo televisión, ni ordenador, ni teléfono. Aunque hay muchos niños y muchos adultos, solo hay una chica de mi edad, y no congeniamos. Sus padres viven aquí todo el año, y ella se comporta como si fuera mejor que yo por ese motivo, cuando yo creo que debería ser al revés.

Así que me paso el tiempo en el garaje. Hay mucho ruido, con todas las herramientas, pero Vic tiene una radio y pone una emisora de rock clásico. Mi hermano pequeño, Cap, también está mucho tiempo allí. A él se le dan mucho mejor los coches que a mí. De hecho, Cap es brillante. Yo sé cambiar el cepillo del limpiaparabrisas, eso es todo lo que he aprendido en el verano, pero Cap puede reconstruir todo un motor, prácticamente.

Aun así, Vic nunca se comporta como si yo molestara. Tiene paciencia, y me enseña qué pieza va en cada sitio, y cómo encajan todas juntas. Tiene grasa en los nudillos, y debajo de las uñas, aunque se las limpie con los trozos de camiseta que tiene guardados en una caja grande que está sobre el banco de trabajo. Algunas veces, cuando se enjuga el sudor de la frente con el dorso de la mano, se mancha también la cara.

Hoy, Cap se ha ido a bañarse con los otros niños a la charca, que está llena de algas. Se han llevado la comida. Comida sana, como hummus con pan de pita y pepinos del huerto. Yo me muero de ganas de tomar una hamburguesa con queso, unas patatas fritas y un batido. Este verano estoy languideciendo aquí, muerta de calor, con la mente embotada por tanta sonrisa de todo el mundo. Tengo ganas de gritar.

Así pues, lo hago. Grito con fuerza, con los puños apretados y los ojos cerrados. Doy varias patadas en el suelo, junto al garaje. Le doy una patada a la pared. Después, apoyo la cabeza contra la madera y me digo que solo quedan unas semanas de vacaciones. Normalmente, me da pena marcharme de aquí, pero este año estoy impaciente.

–Vamos, no puede ser tan malo –me dice Vic, que se apoya en el marco de la puerta, con la frente manchada de grasa y una llave inglesa en la mano.

–Estoy muerta de aburrimiento.

Vic se encoge de hombros.

–Te voy a poner a trabajar, Tesla.

Ese es el motivo por el que he venido. Porque él me va a poner a trabajar. Y porque, tal vez, se quite la camiseta cuando tenga demasiado calor, y yo pueda ver cómo le caen las gotas de sudor por la espalda, hasta los hoyuelos que tiene sobre las nalgas. Vic lleva los vaqueros muy bajos en la cintura, y remangados por encima de las botas.

Vic es la causa de que yo no pueda dormirme por las noches, de que me mueva sin parar en la cama.

Lo sé todo sobre el sexo. Aquí, todo el mundo lo hace con todo el mundo. Nadie habla de ello, pero no es ningún secreto. Y si crees que es asqueroso pensar en tus padres haciéndolo entre ellos, intenta pensar en tus padres haciéndolo con otras personas. Algunas veces, con más de una persona a la vez. Además de la paz, el amor y los alimentos ecológicos, hay mucho sexo en The Compound.

Yo lo sé todo sobre el sexo, pero nunca lo he hecho. Los chicos del instituto no me gustan. Son demasiado jóvenes e inmaduros y, además, yo estoy fuera durante todo el verano, que es cuando se forjan los noviazgos. La única vez que intenté salir con un chico el año pasado, cuando volví de vacaciones me enteré de que había estado saliendo con todas las animadoras del colegio. En primer lugar, yo soy todo lo contrario a una animadora. En segundo lugar, supongo que no puedo reprochárselo, porque no es nada divertido tener una novia que desaparece durante tres meses enteros.

Trabajo con Vic durante toda esta tarde calurosa. Estamos arreglando un Impala muy viejo, tan viejo que parece que nunca va a volver a andar. Él se quita la camisa, y yo finjo que no miro, pero los dos sabemos que sí.

–Mierda –gruñe él, cuando la llave inglesa con la que está trabajando se le resbala y da un golpe contra el metal. Estoy a su lado, y nuestras caderas se tocan, porque estamos inclinados hacia delante, observando cómo él intenta girar una tuerca con la llave inglesa.

–Vamos a tomarnos un descanso –dice.

En la pequeña habitación que hay al fondo del taller, Vic tiene una nevera portátil llena de cervezas y refrescos. Saca una cerveza para él y me da un refresco.

–Lo vamos a conseguir. Tú y yo formamos un buen equipo –dice Vic, y me hace un pequeño brindis con la botella de cerveza.

En este momento, me importan más mil cosas que ese coche. Una de ellas es cómo me mira Vic. O cómo no me mira, más bien. Yo no quiero formar un buen equipo con él. Quiero que se fije en mí.

En el garaje, se oye una canción de los Rolling Stones, y Vic empieza a tamborilear con los dedos en el muslo, mientras se lleva la cerveza a los labios e inclina la cabeza hacia atrás para tragar. Las gotas de condensación de la botella se le resbalan por los dedos. Su garganta se mueve.

Yo quiero lamerle el hueco de la garganta. Quiero pasarle la lengua por la clavícula. Por los hombros.

De repente, quiero todo eso.

En esta ocasión, no aparto la vista cuando él mira hacia arriba y me sorprende observándolo.

Se humedece los labios.

Podría detenerme con facilidad cuando atravieso la habitación y me coloco entre sus piernas. Eso me habría destrozado. Seguramente, me habría impedido tomar la iniciativa durante el resto de mi vida. Sin embargo, él no me rechaza.

En la habitación hace un calor asfixiante, y Vic tiene gotas de sudor sobre el labio. Yo me inclino hacia delante y lo saboreo. Mi lengua se desliza por su carne salada, y mis labios se rozan con los suyos.

Sé que es demasiado. Sé que he cometido un error, que he ido demasiado lejos. Solo he besado a un par de chicos, nada parecido a esto. Esto es atrevido, libre y salvaje.

Vic no me detiene. Abre la boca debajo de la mía, y posa las manos en mis caderas, justo por encima de la cintura de mis pantalones cortos. Cuando me toca la carne desnuda, suspira suavemente. Estoy segura de que ahora me va a empujar, o de que se va a reír de mí.

Termino en su regazo, y nos besamos durante mucho tiempo. Su lengua acaricia la mía, y es mejor de lo que yo creía. Bajo mi trasero, noto que se está excitando. Se me acelera el corazón.

Haría cualquier cosa por Vic en este momento. Bajo la cremallera de su pantalón y meto la mano antes de darme cuenta de lo que estoy haciendo. Entonces, él sí me detiene, agarrándome por la muñeca. No me aparta la mano, tan solo la mantiene inmóvil.

–Tesla…

Su voz suena baja y ronca, como antes, cuando ha maldecido por el resbalón de la llave inglesa.

No quiero que me diga que deberíamos parar. Me muevo contra él y cierro los dedos alrededor del grosor de su miembro. Estoy deseando acariciarlo, aunque, al mismo tiempo, temo que no voy a saber hacerlo.

Él vuelve a gruñir cuando muevo la mano.

Esta es la primera vez que entiendo el poder de proporcionarle placer a alguien.

Vuelvo a moverme, y exploro su longitud lo mejor que puedo, dentro de los pantalones vaqueros. El sofá cruje y se queja debajo de nosotros cuando nos cambiamos de postura. No sé cómo, pero terminamos tumbados uno junto al otro. Vic me sujeta con las manos por la espalda, por la cintura, y eso es lo único que impide que me caiga al suelo.

Nos besamos con más fuerza. Nuestros dientes chocan. Consigo sacar su miembro de los pantalones vaqueros. Lo tomaría en la boca si tuviera valor, si supiera cómo, pero, por ahora, me conformo con mover los dedos de arriba abajo. Mientras lo acaricio, Vic se estremece. Sabe a cerveza y a sudor y, por algún motivo, no me importa ese sabor cuando está en él.

Estoy tan concentrada en conseguir que se corra, que ni siquiera me doy cuenta de que él ha metido la mano en mi pantalón corto. Sin embargo, cuando me acaricia a través de las bragas, descubro exactamente por qué él se estremece. Vic mueve la mano, y dibuja círculos lentamente sobre el algodón. Lo hace cada vez más rápido, hasta que a mí se me escapa un jadeo en su boca.

Sé algo sobre sexo, pero no sé nada sobre esto. Lo único que sé en este momento es que la sensación abrasadora que noto cuando veo a Vic trabajando sin camisa está entre mis piernas, en mis pezones. Y, asombrosamente, en las plantas de los pies.

Ni siquiera estamos desnudos. No hemos llegado tan lejos. Vic y yo nos besamos, nos besamos, nos besamos. Mi mano vacila sobre su miembro, pero la suya no vacila contra mí. Cuando desliza los dedos dentro de mis bragas, directamente sobre la piel, tengo la sensación de que me voy a morir. Un par de minutos más tarde, cuando él mete un dedo en mi cuerpo y lo mueve hacia arriba y hacia abajo, y sigue dibujando círculos en mi clítoris, muero de verdad.

O, por lo menos, exploto, que debe de ser lo mismo. Es tan bueno que agito las caderas y las aprieto contra él. Necesito algo, pero no sé qué es. Vic sí lo sabe. Mueve los dedos un poco más rápidamente. Y más rápidamente aún.

Y yo… me deslizo sobre una ola de placer. Es tan fuerte que no sé si no quiero que termine nunca, o si no puedo soportar un segundo más.

Cuando termina, y soy capaz de enfocar la mirada, cuando recupero el aliento, lo miro, pestañeando. Tengo la mano pegajosa y extendida sobre su vientre duro. Él ha detenido los dedos entre mis piernas, aunque mi clítoris sigue latiendo con fuerza al mismo ritmo que mi corazón. No estoy segura de lo que ha ocurrido, pero sé que no puedo esperar a hacerlo otra vez. Vic me mira, se humedece los labios y sonríe. Pese a mi temor, no se echa a reír.

Pero yo sí.