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Enemigos bajo las sábanas DAY LECLAIRE Voy a tener un hijo tuyo. Notas de amor EMILY MCKAY Serás mía. Difícil de amar SANDRA HYATT ¿Cómo te has atrevido a ocultármelo?. ¿Farsa o amor? YVONNE LINDSAY ¿Quieres fingir ser mi prometida?. Millonario encubierto MICHELLE CELMER Las apariencias pueden engañar. Los mejores sueños CATHERINE MANN Voy a tomar las riendas.
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Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Negocios de pasión, n.º 218 - diciembre 2020
I.S.B.N.: 978-84-1375-236-5
Portada
Créditos
Enemigos bajo las sábanas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Promoción
Notas de amor
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Promoción
Difícil de amar
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Epílogo
Promoción
¿Farsa o amor?
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Promoción
Millonario encubierto
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Promoción
Los mejores sueños
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Promoción
Ella estaba allí.
Chase estaba en las sombras del pórtico, en el exterior de la sala de banquetes del Club de Tenis Vista del Mar. La sala brillaba por lo arreglada que iba la gente y por las joyas. Justo en el centro de todo aquel oropel estaba Emma, la mujer con la que había pasado una única e increíble noche seduciéndola… y luego perdiéndola.
Mientras la música sonaba de fondo, las voces subían y bajaban y se escuchaban risas. La fiesta celebraba con ostentación la inminente venta de Industrias Worth al hermanastro y mejor amigo de Chase, Rafe Cameron. Pero antiguas rencillas y secretos del pasado asomaban bajo la superficie. Como administrador de su hermano y una de las personas que había negociado la compra de Worth, aquella noche marcaba el comienzo de una etapa dura y tortuosa.
Chase observó a Emma mientras le daba un sorbo a un Laphroaig de treinta años que su hermano había reservado para quienes no estuvieran interesados en el champán. El whisky escocés resbaló por su garganta suave como la seda. Casi tan suave como la piel de Emma. Exhibía una buena parte de esa piel con aquel vestido de seda gris perla que se ajustaba a aquellas curvas que daría cualquier cosa por volver a descubrir.
Su vestido parecía de estilo griego, con un hombro desnudo mientras la seda que cubría el otro le caía sobre el pecho. Le formaba un nudo sobre la cadera antes de caer justo debajo de la rodilla. Siguiendo con el tema griego, llevaba sandalias de tacón algo con cintas ajustadas alrededor de los estrechos tobillos. Con su cabello rubio recogido en un elegante moño, parecía una diosa.
Chase entornó los ojos. ¿Qué diablos estaba haciendo ella allí? Ya que todos los invitados estaban relacionados de una manera u otra con Empresas Cameron o con Industrias Worth, o era uno de ellos o iba de acompañante.
Tal vez se acercara a averiguarlo. Y tal vez le preguntara de paso por qué había desaparecido como lo hizo, haciéndole recorrer toda Nueva York en una búsqueda infructuosa de la misteriosa Emma sin apellido. Antes de que pudiera hacerlo, Ronald Worth, el futuro exdueño de Industrias Worth, se acercó a Emma y le puso una mano en el hombro desnudo.
Chase se puso tenso y apretó los labios. No podía ser. Sin duda no era la última conquista del mayor enemigo de Rafe. No era posible que compartiera cama con aquel sesentón malnacido. Pero teniendo en cuenta el modo en que aquel viejo verde inclinó la cabeza y le susurró algo al oído y la forma en que ella le besó en la mejilla, sin duda eso era. Hijo de…
–Ni se te ocurra.
Chase miró hacia atrás al escuchar la voz de Rafe.
–¿Qué?
–La princesa. Te he visto mirándola fijamente y te lo digo, ni se te ocurra. Te comería y te escupiría sólo para divertirse.
Chase guardó silencio, una táctica que había aprendido durante los duros años en los que estuvo viviendo con su padre. Se giró para mirar a su hermanastro con sumo cuidado de ocultar la ira que sentía.
–¿La conoces?
–Emma Worth, alias la Hija de Satán.
Chase alzó una ceja. El alivio reemplazó a la furia. Así que no era la amante de Ronald Worth, sino su hija.
–Supongo que a Worth le ha tocado entonces el papel de Satán.
La sonrisa de Rafe no encerraba ni pizca de alegría.
–¿Qué puedo decir? Forma parte de su naturaleza.
–¿Y la hija? ¿Qué sabes de ella? ––como Chase no quería que su hermano supiera que tenía un interés personal, añadió–. ¿Tiene algo que ver con la venta?
–Más le vale que no porque se encontrará fuera de la operación sea como sea –respondió Rafe con su rudeza habitual–. Aunque no creo que este asunto le interese. Es una niña mimada y superficial.
–¿Le gusta salir de fiesta? Rafe vaciló.
–No tanto. No la verás en las publicaciones sensacionalistas. Más bien le gustan las fiestas privadas.
Chase se giró y volvió a observar a Emma mientras sopesaba aquella última información. Le gustaban las fiestas privadas. Eso casaba con su experiencia propia, aunque no se le había ocurrido cuando estuvieron juntos. Ni tampoco le había parecido superficial. Pero considerando que sólo habían pasado una noche juntos, ¿qué diablos sabía él?
Lo que más deseaba era enfrentarse a ella, exigirle una explicación para su desaparición. Pero tal vez ya tenía la respuesta gracias a Rafe. Le gustaba salir de fiesta. Las aventuras de una noche eran comunes para ella. Pero de todas formas odiaba que se rieran de él. Otro recuerdo de sus años de colegio.
A la madura edad de diez años, cuando llegó a Nueva York para vivir con su padre, a Chase le apodaron el Bastardo de Barron. Tal vez se debiera a que su padre, un hombre de negocios conocido mundialmente, y su despreocupada y cariñosa madre californiana, nunca habían formalizado su relación ante el altar. Chase aprendió a mantener sus sentimientos y sus opiniones personales bajo control, una lección que nunca olvidó y que le ayudó a subir a lo más alto en el campo de la administración.
Entornó los ojos mientras observaba cuidadosamente a Emma. Como Rafe había sugerido, exudaba riqueza y glamour. Desde el elegante peinado al discreto brillo de los diamantes de los lóbulos y de la muñeca enviaba señales de sexualidad mezcladas con una fachada de princesa de hielo. Chase la deseaba con ardor. De algún modo u otro volvería a hacerla suya.
Aquella noche.
–¿Qué tal estás, papá? –preguntó Emma en voz baja pasando el brazo por el de su padre–. La fiesta no es gran cosa, ¿verdad?
–No te preocupes, querida, estoy bien –Ronald Worth suavizó el tono de voz con una sonrisa–. Es una dolencia cardíaca menor, como tú bien sabes.
–¿De veras? –le retó ella–. Al parecer es lo suficientemente grave como para que te hayas decidido a vender Industrias Worth a Rafe Cameron.
Él sonrió.
–Eso fue sólo un factor en mi decisión. Te lo digo siempre, si tú quisieras entrar…
–Pero no quiero, como te digo siempre.
–Bien, ahí lo tienes. Podría seguir una década o dos más –la miró–. No me mires así, señorita. Sólo tengo sesenta y tantos años.
Ella suspiró y le dio un apretón en el brazo.
–¿Estás seguro de estar haciendo lo correcto? Aunque yo no quiera dirigir Industrias Worth, no tienes por qué venderlo si no quieres. Podrías delegar más. Contratar a alguien que se hiciera cargo de las responsabilidades diarias.
–Es una opción –Ronald apretó las mandíbulas–. Pero he escogido la opción de vender.
–Pero a Rafe Cameron, nada menos. Por lo que he visto, es un tipo muy arrogante.
Su padre giró su plateada cabeza para mirar en dirección a Rafe.
–No tiene nada de malo ser arrogante cuando se tiene coraje para respaldarlo.
–Papá…
–Ya basta, Emma. El acuerdo está prácticamente cerrado –sus ojos azules como el mar la miraron y su expresión se suavizó–. ¿Te he dicho que esta noche estás preciosa?
Ella apoyó la cabeza contra su hombro durante un instante.
–De tal palo, tal astilla.
Su padre le tomó la barbilla y le alzó el rostro hacia el suyo.
–Tú tienes mis mejores cualidades y ninguno de mis defectos. Lo mismo podría decirse de tu madre. Tienes su arrolladora belleza pero nada de su debilidad.
A Emma se le humedecieron los ojos. El hecho de que mencionara a su madre era de por sí bastante sorprendente. Pero que dijera algo positivo de su fallecida esposa resultaba directamente asombroso. Si pudiera además reconciliar a su padre con su hermano… no eran completamente ajenos el uno al otro. Después de todo, su hermano dirigía el rancho familiar en Copper Run, pero hacía más de una década que los tres no se sentaban como una familia y hablaban. Por desgracia, los irreversibles sucesos del pasado evitaban que eso ocurriera.
–Papá…
Él debió adivinar sus pensamientos, porque sacudió la cabeza.
–Olvídalo, princesa. Eso no va a pasar –le dio un beso en la punta de la nariz–. Los negocios me llaman. Va a ser una noche larga. Tengo que estrechar manos y dar besos. ¿Estarás bien? Si quieres irte antes llévate el coche.
–No te preocupes por mí, papá. Volveré a casa por mis propios medios –señaló hacia la asistente ejecutiva de su padre–. Kathleen se acerca. Le pediré que me lleve.
Emma se dio cuenta de que ya había cambiado de actitud.
–Estupendo, estupendo. Hazlo. Tengo que hacerle unas preguntas a William.
Se dirigió hacia el director financiero de Rafe Cameron, William Tanner, un neozelandés alto y guapo que había venido desde su país para la fiesta. Exudaba un poder parecido al de su jefe.
La partida de su padre dejó a Emma allí sola. Pero no durante mucho tiempo. Kathleen Richards se acercó a ella y le dio un fuerte abrazo.
–Hola, Emma, estás preciosa.
También lo estaba Kathleen. Con su brillante pelo rojo, ojos verdes y arrolladora personalidad, siempre iluminaba la estancia, sobre todo cuando se vestía de amatista.
–Te juro que la única joven más bonita que tú es mi nieta Sarah.
Emma sonrió y le siguió el juego, Teniendo en cuenta que es igualita a ti, eso te convierte a ti en la tercera más guapa.
Kathleen se rió con su risa contagiosa.
–Eso es lo que siempre me ha gustado de ti. Pareces muy altanera pero siempre has sido auténtica, como ese adorable hermano tuyo –miró de reojo hacia Ronald y bajó la voz–. ¿Qué tal le va, por cierto? Hacía quince años que no le veía.
–Yo tampoco. Desde que decidió dejarnos, nosotros…
Emma se calló y aspiró con fuerza el aire. ¡No! No podía ser. De todos los hombres del mundo que podían aparecer de pronto, Chase era el último al que esperaba ver. Se había pasado los dos últimos meses de su vida tratando de sacarse a aquel hombre de la cabeza sin ningún éxito. Y sin embargo allí estaba, dirigiéndose hacia ella con el paso depredador de un puma con el rubio cabello revuelto.
–¿Qué pasa? –preguntó Kathleen. Miró hacia atrás y se rió–. Oh, ya veo. Déjame que te diga que yo tuve exactamente la misma reacción cuando Chase Larson entró en el despacho de tu padre. Tardé un minuto de reloj en cerrar la boca. Veamos, ¿por qué no te lo presento?
–No, no…
Kathleen agitó la mano mirando a Chase.
–¿Señor Larson? Me gustaría presentarle a Emma, la hija de Ronald.
–No hace falta que… –se apresuró Emma a explicarse bajando el tono.
Pero ya era demasiado tarde para detenerla. Demasiado tarde para detenerle a él.
–Chase y yo ya nos conocemos –dijo finalmente.
–¿Os conocéis? –Kathleen miró primero a uno y luego a otro y sonrió–.Vaya, qué interesante. ¿Por qué no os ponéis al día en la pista de baile mientras yo desaparezco?
–Es una idea excelente –aseguró Chase.
Había un tono oscuro en su expresión y en el timbre de su voz. Tomó la mano de Emma y le dio un fuerte tirón para estrecharla entre sus brazos. La miró fijamente con sus ojos azules cargados de amenaza y de promesas.
–Baila conmigo, Emma.
Chase la estrechó entre sus brazos y le acercó la cara demasiado.
–¿Te importa? –Emma trató de apartarse unos centímetros, pero él la sujetó más fuerte–. Por si no lo sabes, respirar es necesario para poder bailar.
–Si no te sujeto puede que vuelvas a salir huyendo.
–Yo no he salido huyendo nunca –negó ella al instante. Miró a Chase un segundo y enseguida se arrepintió. Era un hombre impresionante con su más de metro ochenta, con una barbilla firme, una boca bien delineada y unos ojos azul grisáceo muy inteligentes. Había crecido rodeada de hombres duros y aquél era un buen ejemplo de ellos, a pesar de la pátina de sofisticación que llevaba como una segunda piel.
Cuando se conocieron mientras trataban de parar un taxi en aquel aciago día de noviembre el fin de semana anterior a Acción de Gracias, se mostró tan encantador que terminaron compartiendo taxi. Y después pasaron el día juntos, y también la noche entera.
Chase la rodeó con sus brazos y le apoyó las manos en la parte baja de la espalda, provocándole escalofríos.
–Qué curioso. Si no recuerdo mal, estabas ahí cuando me dormí y habías desaparecido cuando me desperté. Sin besos de despedida. Sin una nota. Sin manera de encontrarte.
Emma frunció el ceño.
–Entonces, ¿cómo me has encontrado? Él soltó una breve carcajada.
–¿Crees que estoy aquí por ti?
Una oleada de calor le sonrojó las mejillas.
–Ya veo que no –dijo con sequedad.
–Estoy aquí para ayudar a concretar el acuerdo Worth, señorita Worth –hizo énfasis en su apellido–. Nuestro encuentro de esta noche ha sido pura casualidad dado que no te molestaste siquiera en decirme quién eras cuando nos conocimos.
–No recuerdo que me lo preguntaras. Ni tampoco recuerdo que me dijeras tu apellido –respondió Emma con calma.
–Ahora ya lo sabes. Es Larson. Chase Larson.
El nombre le sonó, pero no sabía de qué. Como si fuera consciente de ello, Chase añadió:
–Soy el hermano de Rafe Cameron.
Emma perdió el paso y Chase la sujetó mientras lo recuperaba.
–Por favor, dime que es una broma.
–¿Hay algún problema?
¿Por dónde podía empezar? O tal vez no debía empezar. Si Chase era como su hermano, cualquier cosa que dijera podría ser utilizada en contra suya.
–Baste decir que la lista es larga –se concentró en el nudo de su corbata roja sin atreverse a mirarle por temor a que su mirada reflejara el asco que le daba su hermano–. ¿Qué relación tienes con la compra de Industrias Worth?
–Soy el propietario de Inversiones Larson, una empresa de inversión financiera. Estoy ayudando a Rafe con esta compra.
No era de extrañar que su apellido le resultara familiar. Había oído hablar de Inversiones Larson, ¿Quién no? Eso también significaba que era el hijo ilegítimo del magnate de los negocios Tiberius Barron. Emma estaba consternada. ¿Cómo era posible que su padre esperara conseguir un contrato justo por la venta de Industrias Worth si Rafe controlaba unas facciones tan poderosas? Se humedeció los labios.
–Doy por hecho que estás a favor del acuerdo.
–¿Por qué no iba a estarlo? –respondió él con expresión neutra–. Ahora que hemos terminado de hablar de nuestra inesperada relación de negocios, respóndeme a una pregunta personal. La noche que pasamos juntos, ¿me hubieras dicho tu apellido si te lo hubiera preguntado?
Emma alzó los hombros con gesto despreocupado.
–No veo por qué no –alzó la vista y captó su expresión cauta–. ¿Y qué me dices de ti? ¿Me habrías dicho tu apellido?
–En la primera noche no.
Ella se puso tensa, ofendida.
–Entiendo. Se supone que yo debo ser sincera contigo, pero…
–He descubierto que es más sabio protegerme.
–¿Protegerte? –repitió ella entornando los ojos–. ¿De qué? ¿De esas chicas sexys que tienen un picor que creen que podrán rascarse con tu dinero?
–Algo así –Chase le clavó la mirada–. ¿Tú eres una de esas chicas?
¿Cómo era posible que le hubiera parecido encantador? No lo era en absoluto.
–¿Te refieres a si busco un marido o un amante rico? No, gracias. Puedes relajarte. Tengo mi propio dinero.
–¿Lo ves? –él le dirigió una sonrisa que resultaba… sí, encantadora–. Ahora te he ofendido. No es una pregunta fácil para hacer en la primera cita, ¿verdad?
Emma dejó escapar un suspiro.
–¿Debo entender que si hubiera respondido de forma incorrecta cuando nos conocimos no habría habido una segunda cita?
–No, sí la habría habido –el deseo se reflejó tan rápidamente en sus ojos que creyó que lo había imaginado–. Contigo sin duda sí.
Emma escudriñó su expresión y lo entendió.
–O sea, que habrías estado dispuesto a compartir mi cama pero sin que me hiciera ilusiones.
–Vamos, Emma, sé justa –la reprendió–. ¿Es diferente para ti? ¿No te preocupa que cuando los hombres oyen tu apellido y se enteran de tu relación con las Industrias Worth te vean como la oportunidad perfecta para una vida de holgazanería?
Emma se enfureció.
–Me das demasiado crédito. ¿Por qué iba a objetar a algo así cuando es claramente mi objetivo en la vida también? Al menos eso es lo que piensa tu hermano de mí, como ha dejado claro las pocas veces que hemos hablado.
–Creo que es porque Rafe y yo hemos conseguido nuestra fortuna trabajando duro.
–¿Mientras que yo he heredado la mía?
Podría contarle que había optado por dedicar su tiempo libre a trabajar en un refugio para mujeres, pero, ¿por qué tenía que verse obligada a defenderse cuando no había hecho nada malo?
El agotamiento le empeoró el dolor de cabeza que llevaba todo el día molestándola.
–¿Ya hemos terminado, señor Larson? Si no le importa, me gustaría irme a casa.
–En primer lugar, la opinión de mi hermano no es la mía, así que te agradecería que no me cortaras con su mismo patrón. Prefiero formarme mi propia opinión sobre ti, como espero que tú lo hagas conmigo. Y en segundo lugar, todavía no has respondido a mi pregunta.
Emma se preguntó si le notaría su desesperación por escapar. Tenía años de experiencia manteniendo una actitud calmada y distante. Pero por alguna razón, ya fuera por el hombre en cuestión o por la ocasión, aquella noche no le salía.
–¿Qué pregunta?
–¿Por qué te fuiste sin decir una palabra?
Realmente no se encontraba bien. Y ahora que lo pensaba, no había comido nada desde el desayuno. Eso combinado con los sorbos de champán que había tomado hacía que estuviera muy pálida.
–Lo siento, Chase, pero tendremos que dejar esto para otro día –se liberó de sus brazos–. Ahora ya sabes quién soy y cómo ponerte en contacto conmigo, si es que lo encuentras necesario.
–¿Qué te ocurre?
–No he comido –admitió ella–. Y me siento un poco mareada.
Tendría que haber imaginado que no era buena idea darle tanta información a alguien como Chase. Él se hizo cargo al instante.
–Hay un bufé al otro lado de la sala. ¿Por qué no vamos a buscar algo que pueda ayudarte?
Emma no era capaz de mirar en aquella dirección con aquel olor a marisco que salía de la mesas.
–Lo que de verdad me gustaría es irme a casa, poner los pies en alto y prepararme un té con una tostada.
–Me parece muy bien. ¿Cómo has venido?
–Con mi padre –admitió ella a regañadientes.
–¿Vives con él?
–Sí, pero…
–Su hacienda está varios kilómetros al sur, ¿verdad?
Ella lo miró con recelo.
–¿Cómo lo sabes?
–Me pagan por saber ese tipo de cosas –la tomó del codo–. Ven conmigo.
Tras recoger su chal en el ropero, la guió hacia las puertas que daban al pórtico. Una impresionante vista de la playa y el mar se extendía como una alfombra frente al Club de Tenis Vista del Mar. La luna en cuarto creciente rozaba el océano Pacífico, haciendo brillar las olas con su luz plateada.
Chase rodeó con ella el edificio para acompañarla hacia donde estaba el aparcacoches.
–¿Dónde vamos? –preguntó Emma.
–Necesitas un té, una tostada y tranquilidad. Eso es lo que quiero conseguirte.
–Lo que necesito es irme a casa –insistió ella.
Pero sin saber cómo se vio entrando en el Ferrari rojo que Chase había alquilado. Con las ventanillas abiertas, el aire fresco la ayudó a despejarse la cabeza. En cuanto salieron a la autopista se dirigió hacia el norte en lugar de hacia el sur.
–¿Dónde vamos? –preguntó, aunque en aquel momento no estaba muy segura de que ya le importara.
–A que comas algo.
Emma se rindió a lo inevitable. Tenía la sensación de que en lo referente a Chase no había más opción. Cinco minutos más tarde se detuvo en una entrada circular protegida por una puerta electrónica rodeada de palmeras. En cuanto Chase apagó el motor la ayudó a salir del coche y la acompañó a la puerta de entrada de la casa de la playa.
–¿Es tuya? –preguntó Emma impresionada.
–Siento desilusionarte, pero es alquilada.
Emma entró en la casa.
–Es preciosa.
–No te he traído aquí para enseñártela –la urgió a entrar en el salón, una inmensa estancia con amplios ventanales que daban al mar. Se quitó la chaqueta del esmoquin y la colocó en el respaldo de una silla–. Siéntate y relájate. El té y la tostada están en camino.
Por mucho que deseara insistir en que Chase la llevara a casa, no tenía energías. Se hundió en el sofá y se reclinó sobre los suaves y gruesos cojines que parecían abrazarla. A pesar de todos sus intentos por permanecer alerta se le cerraban los ojos. No volvió a abrirlos hasta que escuchó el sonido de la porcelana. Miró a su alrededor desconcertada.
–¿Me he dormido?
–Sólo un minuto –Chase dejó la taza y el plato sobre la mesa que tenía al lado junto con varias piezas de tostadas ligeramente untadas de mantequilla. Un pálido té verdoso y humeante salía de la taza–. Quien haya surtido esta casa es un amante del té de hierbas. Éste es de camomila y menta. Según el envoltorio sirve para relajar.
–Gracias, es justo lo que quería –antes de que pudiera dar un sorbo sonó su BlackBerry. La sacó del bolso y miró quién llamaba–. Disculpa, tengo que contestar. Es mi padre.
La conversación fue breve, como solía ser con él.
–¿Dónde estás? –le preguntó sin preámbulo.
–Con Chase Larson –le miró de reojo–. Se ha ofrecido a llevarme a casa.
–Creí que ibas a ir con Kathleen.
–Cambié de opinión.
–Perfecto. La he visto aquí y a ti no, así que me pregunté dónde estabas.
Ella sonrió.
–Gracias por preocuparte, papá.
–Por supuesto que me preocupo –respondió él con brusquedad–. Eres mi niña aunque ya seas mayor. Buenas noches, cariño. No te acuestes tarde.
–Buenas noches, papá –colgó el teléfono y dejó la BlackBerry en la mesa al lado del té y las tostadas. Captó el gesto burlón de Chase y alzó una ceja.
–¿Qué pasa?
Él rebuscó en el bolsillo y sacó su BlackBerry. Era idéntica a la de ella.
–Yo también utilizo ese tono de llamada –dijo.
–Supongo que tendremos que tener cuidado de no confundirlos –Emma hundió la nariz en la delicada taza y aspiró su suave aroma. Entonces se forzó a mirar a Chase–. ¿Por qué estás haciendo esto? Quiero decir, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué me estas dando té con tostadas en lugar de llevarme a casa?
Él permitió que su expresión lo dijera todo.
–Ya sabes por qué.
Emma negó con la cabeza.
–No tiene sentido, Chase. Puede que estés aquí el tiempo suficiente para rematar el acuerdo de Rafe, pero luego te irás. Vivimos cada uno en una punta del país. Buscamos cosas diferentes en la vida.
–¿Eso cómo lo sabes?
Emma suspiró, agarró una tostada y le dio un mordisco.
–Porque he conocido a otros hombres como tú.
Chase entornó la mirada. Sus ojos gris azulado eran tan turbulentos como una tormenta en el mar.
–Hombres como yo –repitió en voz baja con tono tenso–. ¿Te importaría explicarme qué quieres decir con eso?
Emma se tomó su tiempo. Terminó el trozo de tostada y le dio un sorbo a la taza de té. Quería gemir de placer pero no se atrevió, porque la mirada de Chase todavía encerraba un suspiro de deseo mezclado con algo de intimidación.
–Hombres decididos. Hombres que colocan los negocios por encima de cualquier otra cosa en la vida. Hombres que viven a tope y toman lo que quieren de la vida.
Para, alarma de Emma, el suspiro de deseo se convirtió en un tiro directo.
–¿Qué tiene de malo tomar lo que quiera, y más si a ti te proporciona tanto placer como a mí?
–Nada. Es… fue increíble durante una noche. Pero ahora ha terminado. Yo he vuelto a mi vida y tú a la tuya.
–Y sin embargo aquí estamos otra vez juntos –se unió a ella en el sofá sentándose demasiado cerca–. Mientras esté aquí, ¿por qué no disfrutamos de otra noche increíble, o de dos?
¿Cómo podía responder a aquello, cómo explicar su conflicto por desear a un hombre tan cercano a Rafe Cameron? ¿Cómo explicarle que no quería otra noche increíble, que superar la primera le había resultado casi imposible? Si pasaban otra noche juntos sería probable que perdiera el último vestigio de protección que separaba su corazón del sentido común.
No podía permitirse enamorarse de un hombre como Chase. Había visto lo que vivir con un hombre así, su padre, para ser exactos, había logrado en su madre. La había destruido. Emma había aprendido la lección al dedillo. Lo que Chase y ella habían vivido en noviembre fue como encender una cerilla. Dar el siguiente paso podría convertir su aventura en un fuego peligroso que la consumiría y la destruiría en lugar de darle placer y calor.
Sonrió tratando de aparentar ligereza y naturalidad.
–Muchas gracias por cuidar de mí, pero tengo que irme a casa. Hace tiempo que tendría que haberme acostado ya.
–No hay problema.
Antes de que pudiera averiguar cuál era su intención, Chase se puso de pie y la tomó en brazos.
–¿Qué estás haciendo? –inquirió alarmada.
–Como hace tiempo que tendrías que haberte ido a la cama, voy a acostarte. Ahora –la llevó por el pasillo hacia un enorme dormitorio con unas vistas tan espectaculares como las del salón. La dejó sobre el cómodo colchón–. Y yo voy a acostarme contigo.
Emma estaba tumbada sobre la colcha de seda en glorioso desaliño. Su hermoso rostro de Bella Durmiente echaba chispas. Entre la brisa del trayecto y la caída sobre la cama, el cabello se le había escapado del intrincado moño y unos rizos sueltos le enmarcaban la cabeza. Un tono indignado iluminaba sus pálidas mejillas.
–¿Has perdido la cabeza?
Chase se tiró de los extremos de la corbata de lazo y se la quitó.
–Que yo sepa, no –siguieron los gemelos, a los que dejó de forma descuidada sobre la mesilla junto a la BlackBerry–. Quería tenerte de nuevo en mi cama desde el momento que saliste de ella.
–No creerás que voy a acostarme contigo sin más.
–Eso es justo lo que hiciste la otra vez y lo que vas a hacer ahora mismo –se quitó el fajín, la camisa y los zapatos. Se llevó la mano al cierre de los pantalones–. Tú también lo notas, Emma. No finjas que no. Se ha hecho tan fuerte que duele hasta respirar. No puedo pensar en nada que no seas tú, en tenerte debajo de mí, en estar dentro de ti.
La respiración de Emma se hizo más agitada y aquellos increíbles ojos se oscurecieron por la pasión.
–No soy una aventura de una noche, maldita sea. No me acostaré contigo esta noche para que mañana te marches.
Chase curvó los labios.
–Creo que fuiste tú la que marchaste la última vez. Y teniendo en cuenta que no tienes coche, espero que todavía estés aquí cuando me despierte.
–Esto es un error. Formas parte del entorno de Rafe Cameron. No me pueden ver confraternizando con el enemigo.
Aquello le detuvo. Desde luego no había amor entre Rafe y Ronald Worth, pero, ¿por qué consideraba Emma a Rafe el enemigo?
–¿Estás en contra de la venta? –le preguntó con suavidad–. ¿Estás tratando de evitar que se firme?
Ella alzó la barbilla.
–No estoy segura de que tu hermano sea la persona adecuada para dirigir Industrias Worth. Hay muchas preguntas sobre sus futuras intenciones que todavía no se han resuelto. Pero como la decisión no está en mis manos no hay nada que pueda hacer, ¿verdad?
–No, no hay nada –afirmó Chase.
–Pero eso no significa que quiera acostarme contigo. No ahora que sé que Rafe es tu hermano.
–Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
Emma entornó los ojos.
–¿Cómo puedo estar segura de que quieres seducirme para que no cause problemas?
–En primer lugar, porque no hay nada que tú puedas hacer para evitar la venta de Industrias Worth a Rafe. Está prácticamente cerrada. En segundo lugar, cuando hicimos el amor aquella noche en Nueva York no estabas al tanto de mi parentesco con Rafe Cameron igual que yo no lo estaba de tu conexión con Industrias Worth –el sonido de la cremallera de sus pantalones al bajar interrumpió la quietud del dormitorio–. Y finalmente, porque sabes perfectamente que lo que estamos experimentando esta noche es idéntico a lo que sucedió hace dos meses.
–No lo es.
En cuanto dijo aquellas palabras se le agitó la respiración, y Chase supo que le hubiera gustado no pronunciarlas.
–No, no lo es –reconoció quitándose la última prenda que le quedaba y acercándose a la cama–. Esta vez es mucho más intenso.
Emma se le quedó mirando fijamente. Chase esperó a ver si trataba de evitarle, pero para su sorpresa no lo hizo. Se sentó en el extremo de la cama y luego se refugió en sus brazos. La seda de su vestido flotó alrededor de su piel como una caricia seductora mientras las delicadas curvas que había debajo impactaban contra él cálidas, delicadas y deliciosamente femeninas.
–Esto es un error –le informó ella.
Chase no pudo contener un gruñido.
–¿Cómo va a ser un error si nos sentimos así cada vez que nos tocamos? –describió un sendero de fuego por su hombro desnudo hasta el cuello. Tomándole la cabeza, la atrajo hacia sí para besarla. Un gemido delicioso escapó de sus labios cuando los entreabrió, rindiéndolos a los suyos. Sabía deliciosa. ¿Cómo había sobrevivido dos meses enteros sin ella? Y pronto, muy, muy pronto, la tendría debajo de él, estaría otra vez en su interior. De un modo u otro, antes de dejar Vista del Mar saciaría aquella sed insaciable que despertaba en él.
Se retiró y le sonrió.
–Llevas demasiada ropa, cariño.
–Oh, no sé –Emma sonrió con picardía–. Prefiero tenerte desnudo a mi merced.
–¿Y qué tienes pensado hacer conmigo?
–Esto… –le deslizó las manos por los abdominales de acero y más abajo. Agarró su virilidad con manos increíblemente suaves, recorriendo su longitud con suaves caricias.
Chase estuvo a punto de perder el control. Pero cuando trató de apartarse, Emma sacudió la cabeza con desaprobación.
–Ah, ah. Estás a mi merced, ¿recuerdas?
–¿Tiene algún sentido que te suplique que seas indulgente conmigo?
–No –una sonrisa traviesa cruzó sus labios–. Como eres uno de esos hombres a los que les gusta tener siempre el control, tendrás que jugar a mi manera o no jugar.
–No estoy seguro de que me gusten esas reglas –protestó.
Emma alzó las manos y le rodeó con ellas el cuello.
–Pero vas a obedecerlas, ¿verdad?
Chase le lanzó una mirada mitad amenaza mitad advertencia.
–Por ahora.
–Algo me dice que eres un hombre al que más vale no enfadar –dijo lentamente.
–Ese «algo» se llama instinto de supervivencia. Si yo fuera tú le prestaría atención.
Ella se limitó a reír.
–Tú no me harías daño.
–¿Cómo puedes saberlo? Sólo hemos estado juntos unas cuantas horas.
Su risa se desvaneció bajo la seriedad de su frase mientras le observaba con la mirada fija. En aquel momento Chase vio al padre reflejado en la hija. Tenían la misma fiera determinación.
–¿Ése es el tipo de hombre que eres? ¿Intentas deliberadamente hacer daño a la gente?
–No. En absoluto. ¿Te voy a hacer daño? Espero que no. Depende de dónde nos lleve esto y de lo que decidamos hacer si continuamos por este camino.
Una sombra le cruzó el rostro.
–No quiero preocuparme por lo que va a suceder después. Si vamos a hacer esto, sólo puedo manejar esta noche.
–Entonces hagamos que esta noche valga la pena –sugirió permitiéndole vislumbrar la intensidad de su pasión.
Emma se tambaleó, pero ya había tomado una decisión. La había tomado poco después de que la dejara sobre la cama. Lo que habían encendido en el ático de Chase en Nueva York había seguido ardiendo. Las brasas estaban enterradas pero todavía ardían y podían encenderse en llamas con un simple toque.
–Por favor, hazme el amor –susurró.
–Será un placer.
Emma le atrajo hacia sí para darle otro beso, esta vez lento y lánguido, expresando un deseo que casaba con el suyo.
–Desnúdame –ordenó.
–Confiaba en que dijeras eso.
Chase encontró la cremallera y la bajó. El corpiño se soltó dándole acceso a la suave redondez de su seno. Se lo recorrió con la mano y sintió cómo se le ponía duro. Era muy elegante, de huesos finos y delicados. Y sin embargo había una fuerza bajo su suavidad que hablaba de alguien recio tanto en cuerpo como en espíritu.
Chase la levantó de la cama y la estrechó entre sus brazos, permitiendo que el vestido le resbalara. Se le atoró en la curva de las caderas y se sacudió levemente para que cayera al suelo. Se quedó delante de él en liguero y medias. Chase volvió a tumbarla sobre la cama.
–Eres preciosa, Emma.
Las palabras parecían tan poco adecuadas. Superficiales. Y a pesar de lo que Rafe afirmaba, Chase no veía nada superficial en Emma. De acuerdo, no la conocía bien. Todavía. Pero la inteligencia le brillaba en los ojos y exudaba entusiasmo y alegría de vivir.
Con movimientos certeros le soltó las cintas de las sandalias y se las quitó. Tardó más tiempo en quitarle el liguero y las medias. Emma se estremeció cuando llegó a los muslos. Gimió cuando se acercó a su vértice. Soltó un suave grito de deseo en cuanto le cubrió la feminidad a través de las braguitas de seda.
Aquel único toque la dejó tambaleándose al borde del abismo, tal y como estaba él. En el último momento recordó sacar un preservativo de la mesilla de noche. Luego le bajó las braguitas y se colocó encima de ella. Tenía los labios hinchados por sus besos y un sonrojo le recorría la curva de los pómulos. La pasión oscureció sus ojos.
–¿Por qué me dejaste el pasado noviembre cuando tenemos esto, cuando sólo hace falta un roce para que los dos ardamos en llamas? –inquirió Chase–. ¿Por qué no me dijiste quién eras o cómo volver a encontrarte?
–Tenía miedo.
–¿Miedo de mí?
Emma negó con la cabeza. Su cabello formaba un halo pálido de rubio dorado.
–No, de ti no. Tenía miedo de esto. De desear tanto a alguien.
–¿Miedo de cómo respondes cuando estamos juntos?
Con un certero movimiento unió sus cuerpos. Ella se quedó sin aliento.
–Sí. Oh, por favor, no te pares. He esperado mucho para volver a sentir esto.
–Mírame, Emma. Quiero que sepas con quién estás.
La furia se le mezcló con el deseo.
–Sé con quién estoy, Chase. ¿Cómo iba a olvidar lo que pasa entre nosotros?
Aquella confesión le hizo perder el paso, pero sólo durante un instante.
–Esta vez será todavía mejor –prometió.
Porque esta vez sabía lo que quería. Lo que la hacía estallar. Retorcerse entre sus brazos. E iba a hacer todo lo que estuviera en su poder para darle eso y más.
Aunque deseara tomarla deprisa y con fuerza, no lo haría. No podía. Quería absorber aquellos gemidos ahogados con cada beso y que su piel suave rozara contra la suya. Quería saborear el dulce aroma del deseo y saborear su boca y su piel.
Probó primero los labios y luego los senos. Y se movió con ella en un vals lento y delicioso. Le tomó las manos entre las suyas y se las colocó sobre la cabeza con los dedos entrelazados. Deslizó las piernas sobre las suyas y ella se las enganchó a las caderas sujetándole con fuerza. El ritmo se incrementó, pasando de un vals a un tango.
Los suspiros se convirtieron en murmullos exigentes. Chase perdió el control. ¿Cómo era posible? Nunca perdía el control con las mujeres. Nunca permitía que nadie atisbara a ver sus emociones para que no las utilizaran en su contra. Pero con Emma…
El baile se hizo más veloz y se rindió al impulso, a la mágica música que hacían juntos. Ella se arqueó debajo de él, echándose hacia delante mientras el clímax la atravesaba. Chase no pudo evitarlo. La siguió saltando con ella hacia aquel lugar brillante en el que las fantasías se hacían realidad.
Después el silencio reinó durante unos interminables segundos mientras ambos hacían un esfuerzo por recuperar el aliento.
–¿Cómo lo haces? –preguntó ella finalmente–. ¿Cómo puede ser que nos lleves más lejos de lo que nunca creí posible?
–Es una habilidad.
–Una que al parecer tienes dominada. ¿Has practicado mucho?
–Un poco. Pero contigo… –se detuvo para no hablar demasiado.
–¿Conmigo qué?
–Contigo es distinto –y no pensaba decir nada más.
Emma se salió de debajo de él y se acurrucó a su lado poniéndole una pierna encima.
–¿Distinto en qué sentido?
¿Cómo diablos se había metido en esto? Decido tomar la salida más cercana.
–¿Por qué estropear el momento analizándolo?
Ella se limitó a reírse.
–Oh, por favor. No puedes salir de esta con ese viejo truco. Eres tú quien ha sacado el tema.
–Tú sabes que es distinto sin que te explique cómo o por qué –insistió Chase con un gruñido.
–Sólo quería oírte admitirlo –se relajó contra él–. Y si te hace sentir mejor, yo tampoco entiendo por qué estamos así juntos.
–Te diste cuenta de ello la primera vez que estuvimos juntos, ¿verdad? –le preguntó–. Te diste cuenta que lo que sentimos cuando estamos juntos es diferente en cierto modo.
Ella asintió de mala gana.
–Sí.
–Y esa certeza te asustó.
Emma vaciló un instante antes de preguntar:
–¿A ti no te asusta?
–Todo lo que no puedo controlar me asusta.
–¿Y ahora qué hacemos?
–Ahora, dormir.
Ella no habló durante un breve instante y luego comentó:
–¿Esperamos a la fría luz del día para morirnos de miedo antes de hablar de lo que hacemos a continuación?
Chase sonrió. Su sentido del humor le pillaba siempre por sorpresa. Era algo que estaba empezando a valorar en ella.
–Es mejor que tomar decisiones precipitadas o estúpidas tras el calor de la pasión.
–De acuerdo.
Chase le deslizó los dedos por el pelo y la giró hacia él.
–Vas a estar aquí mañana cuando amanezca, ¿verdad?
–Como has señalado, no tengo coche. Además, ya sabes dónde vivo –se estremeció de manera exagerada–. Me quedaré para que no llames a la puerta de casa de mi padre exigiendo saber por qué no estoy todavía en tu cama.
–Me parece bien. Mañana hablaremos de esto durante el desayuno como dos adultos maduros.
Chase se despertó en una cama vacía y se incorporó de un salto. ¡Maldición! Menos mal que iban a hablar de la situación como dos adultos maduros. Tocó la sábana de al lado esperando encontrarla fría. Para su alivio todavía estaba caliente, lo que significaba que Emma no debía haber ido lejos. Se levantó de la cama y estuvo a punto de tropezarse con su vestido. Miró en la mesilla para ver si estaban las llaves de su coche. Ahí estaban, justo al lado de la BlackBerry. De acuerdo. Era poco probable que Emma se hubiera marchado de allí desnuda y haciendo auto-stop. Eso significaba que estaba por allí, en alguna parte. Se dio cuenta de que la puerta del baño estaba cerrada y sonrió.
La había pillado.
Cruzó la habitación desnudo y llamó suavemente con los nudillos.
–¿Voy preparando el café? –se ofreció.
–Vale.
Chase se detuvo. La voz de Emma sonaba extraña y casi compungida.
–¿Estás bien?
–Sí.
Allí estaba otra vez aquel tono subyacente de desesperación. No hacía falta pensar mucho para imaginar qué lo había provocado. El arrepentimiento de la mañana después. Bien, pues tendría que lidiar con ello porque él no se arrepentía ni lo más mínimo de lo ocurrido. Y pretendía que volviera a suceder lo más pronto posible… como por ejemplo justo después de desayunar.
Tomó unos vaqueros y se los puso antes de dirigirse a la cocina. En el último momento se guardó las llaves del coche por si acaso.
Dejó el café preparado y abrió la nevera para ver qué había, pero no encontró demasiada comida. Comía la mayoría de las veces en restaurantes con clientes y de vez en cuando con alguna mujer. Entonces, ¿qué tenía que pudiera servir como desayuno? Cerveza. Pero seguramente no era la mejor opción para ofrecerle a Emma. Apartó la cerveza y sacó una caja de huevos. Eso podría valer. Pan y mantequilla.
Se tomó la primera taza de café mientras preparaba unos huevos revueltos bastante decentes aunque algo correosos y una tostada que no estuviera muy quemada. Tras servirlo todo en dos platos y colocarlos sobre la mesa, se sirvió una segunda taza de café para él y la primera para Emma. Teniendo en cuenta lo que había pedido tras su única cena juntos, le gustaba con mucha leche y poco azúcar.
–¿Emma?
Entró en el dormitorio y frunció el ceño al ver que ella seguía todavía en el baño. No se escuchaba el agua correr, sólo un silencio enervante. La noche anterior estaba muy pálida. ¿Estaría enferma? Llamó a la puerta con los nudillos.
–¿Te encuentras bien?
–Vete –gimió.
–Te lo aviso, voy a entrar.
–No, no lo hagas…
–Demasiado tarde. Estoy dentro.
Para su preocupación, encontró a Emma acurrucada en el suelo con el rostro hundido en las rodillas. Le hubiera hecho gracia que llevara su camisa de la noche anterior si no hubiera tenido un aspecto tan desolador. Se agachó a su lado y le apartó el pelo húmedo de la frente. Estaba tan pálida como su camisa.
–Lo siento, Emma –dijo con empatía–. No me di cuenta de que te sentías tan mal. ¿Cómo puedo ayudarte?
–¿Aparte de yéndote? Chase sonrió.
–Lo siento, cariño, yo no soy así. ¿Cuál es la segunda opción?
–¿Sujetarme la cabeza mientras vuelvo a vomitar? Él dio un respingo.
–¿Es un virus estomacal? ¿Intoxicación alimentaria?
–Eso estaría bien –respondió Emma con voz pausada.
Vale, eso no tenía ningún sentido. ¿Por qué no estarían mal un virus estomacal o una intoxicación alimentaria? –preguntó con cautela.
Ella alzó la cabeza y le miró con ojos tristes.
–Piensa un poco, Chase. Seguro que lo pillas.
Sacudió la cabeza.
–Está claro que me estoy perdiendo algo aquí. ¿Te importaría ponerme al corriente para que estemos en la misma página?
Emma suspiró.
–Pon una mujer. Añade una cucharada de vómitos y una taza de dos meses de retraso. Remuévelo todo y, ¿qué obtienes?
Diablos, no.
–¿Estás embarazada? –quería hacerle la pregunta con calma, con la misma actitud fría con la que había aprendido a manejar todas las crisis de su vida, pero por desgracia le salió el tono alto.
Emma se estremeció.
–No lo sé con seguridad. Pero yo diría que tengo todos los síntomas.
–Tú has dicho… –se pasó una mano por el pelo tratando de pensar con claridad. ¿Qué diablos había dicho?–. Has dicho que tienes dos faltas. Como estamos en enero, eso nos sitúa en noviembre. Estuvimos juntos en noviembre.
–Eres un genio para los números.
–Ahórrate el sarcasmo. No soy yo el que está en el suelo vomitando. Recuerdo que utilizamos protección cada vez que hicimos el amor aquella noche –él nunca hacía el amor sin tomar precauciones porque no quería arriesgarse a que la historia se repitiera.
–Sí, al principio a mí también me mosqueó –para su horror los ojos se le llenaron de lágrimas–. Fue la ducha.
–La ducha –repitió él estúpidamente.
–Exactamente. La ducha. Se salió, ¿te acuerdas? Chase se estremeció. Era cierto. Se había salido.
–¿Crees que el bebé es mío?
–No –le espetó Emma sintiéndose insultada–. El bebé es mío. Tú sólo tuviste algo que ver con su concepción.
Chase se mordió la lengua para no responder con acidez. Lo primero era lo primero.
–¿Has visto a un médico? ¿Te has hecho una prueba de embarazo?
Ella cerró los ojos y sacudió la cabeza.
–He estado engañándome durante las últimas semanas diciéndome que era un retraso.
–¿Un retraso de dos meses?
–A veces pasa –respondió ella a la defensiva–. O eso he oído. Pero ahora…
–Pero ahora no estás tan segura.
Emma hundió la cara entre las rodillas.
–No.
Trató de pensar con lógica, de enfrentarse al problema, si es que un bebé podía considerarse un problema. Un pasito cada vez.
–Lo primero, ¿hay algo que pueda hacer para ayudarte con los vómitos?
–Un té y unas galletas estaría bien.
–Tengo té, pero no galletas. Pero ya que voy a ir a la farmacia a comprar una prueba de embarazo puedo traer también galletas. Emma –esperó a que levantara la cabeza y le mirara, arreglaremos esto de un modo u otro. Lo primero de la lista es averiguar si estás embarazada o no.
Una expresión divertida cruzó por su rostro.
–¿Ya hay una lista?
Él se inclinó para darle un beso en la frente.
–Cariño, siempre hay una lista.
Chase descubrió enseguida que lo complicado no era encontrar una prueba de embarazo, sino escoger entre la docena de opciones que llenaban los estantes. Finalmente escogió una de cada antes de dirigirse hacia la caja. La cajera le miró con extrañeza.
–¿Contento o asustado?
Chase notó el acento de Brooklyn en su voz, un deje familiar que le recordaba a su casa. Le tendió la tarjeta de crédito y la miró con frialdad.
–Cóbreme –le dijo.
Por alguna razón, aquella mirada no amedrentó a la cajera de Brooklyn.
–Sólo era una pregunta.
Afortunadamente, las galletas y la cesta con productos básicos de comida demostraron ser menos complicado de comprar en el supermercado. El cajero, que parecía un nativo de California, se limitó a darle los buenos días con educación. Chase había nacido y se había criado allí, en Vista del Mar, antes de ir a vivir a Nueva York con su padre a la tierna edad de diez años, así que tenía un pie en cada costa. Por su cabeza cruzó una cascada de recuerdos de la vida a la que había renunciado muchos años atrás. Unos años despreocupados. Años llenos de risas y con una madre que le adoraba. Dejó a un lado las imágenes agridulces, negándose a pensar en qué habría sucedido si hubiera escogido otra opción y centrándose en lo que tenía entre manos.
Chase regresó a la casa y encontró a Emma donde la había dejado. Se unió a ella en el suelo y vació el contenido de la bolsa de la farmacia.
Emma se quedó mirando la docena de cajas.
–Te agradezco el entusiasmo, pero no tengo tantas ganas de hacer pis.
–No pretendo que las utilices todas. Supuse que podrías escoger la más sencilla de usar.
–Creo que son todas más o menos lo mismo. Pero tal vez haya algunas más fáciles de leer.
–De acuerdo. Empieza por esas.
Emma alzó una ceja.
–¿Empezar? –al ver que Chase no decía nada, suspiró y señaló hacia la puerta–. Si no te importa, preferiría hacer esto a solas.
Chase se puso de pie y se la quedó mirando. Parecía muy pequeña y delicada allí acurrucada en el suelo.
–¿Me llamarás en cuanto sepas algo?
–Por supuesto.
–Emma…
Ella le lanzó una mirada pero no habló.
–Si el bebé es mío haré lo correcto –le informó–. Para ti y para el niño.
Y dicho aquello se marchó.
Durante varios minutos después de que Chase saliera del cuarto de baño, Emma no se movió. Luego colocó las cajas a regañadientes sobre la inmaculada encimera antes de volver a dejarse caer sobre el igualmente inmaculado suelo. Se las quedó mirando.
Embarazada.
Emma se pasó los dedos por el abdomen. ¿Lo estaba? Sospechaba que así era. Durante semanas había puesto excusa tras excusa para explicar los reveladores síntomas. Al principio porque no sabía cómo encontrar a Chase. Y también porque temía la inevitable confrontación con su padre cuando le informara de su condición.
Con una exclamación de molestia agarró la primera de las pruebas de embarazo y la abrió. Leyó las instrucciones, decidida a acabar con aquello lo antes posibles.
Las instrucciones decían que sólo hacía falta un minuto para obtener los resultados. Y no mentían. Sesentas segundos exactos más tarde tenía la respuesta. Quitándose la camisa de Chase, se metió bajo la ducha y permaneció bajo el agua, qué extraño que su vida pudiera cambiar de forma tan drástica en sesenta segundos. De un minuto a otro pasaría de ser una mujer rica a convertirse en alguien que llevaba en su interior una chispa de vida. Aspiró con fuerza. De acuerdo, no era el fin del mundo. Podría lidiar con aquello, se dijo. Claro que podría.
Siempre salía a flote. Siempre triunfaba. Había manejado situaciones peores durante los últimos veinticinco años, entre ellos la muerte de su madre, y había conseguido sobrevivir. Esta vez también lo conseguiría. Además, un bebé no era una muerte ni un horrible desastre sino una vida que celebrar aunque no estuviera planeada.
Se le ocurrió otra posibilidad. Aquel tipo de pruebas no siempre acertaban. Muchas veces daban falsos positivos. ¿Y si ésta era una ellas? ¿Y si leía mal las instrucciones o no las seguía correctamente? Lo había hecho muy deprisa, podría haber pasado. Cerró el agua, agarró una de las grandes y esponjosas toallas del armario y se envolvió en ella. Esta vez lo leería todo dos veces. Sería meticulosa. Se aseguraría de seguir las instrucciones con exactitud.
Treinta minutos más tarde estaba delante del lavabo, en el que se alineaban una docena de palitos y varitas con ventanas circulares. Agarró el taco de instrucciones de cada una de las pruebas mientras iba comparando cada imagen con la realidad.
Dos líneas rosas. Embarazada. Un signo positivo. Embarazada.
Una ventanita en la que se leía: «Embarazada».
Dos líneas azules. Muy embarazada.
Siguió la fila hasta que llegó a la última prueba. Todas decían lo mismo. Reculó para apartarse de ellas hasta que dio contra la pared y se dejó caer al suelo. Debería estar horrorizada. Frunció el ceño. ¿Por qué no estaba horrorizada? Se deslizó una mano por el abdomen. Estaba embarazada. Su bebé crecía ahí, en lo más profundo de su vientre. Suyo y de Chase. Cielo Santo. Tenía la oportunidad de volver a tener una familia, una que no estuviera destrozada por el desastre, la falta de sinceridad y la desesperación. Entonces se le llenaron los ojos de lágrimas, pero para su asombro, descubrió que no eran lágrimas de tristeza ni de miedo.
Eran lágrimas de felicidad.
Chase frunció el ceño mirando a la puerta del baño. Una puerta firmemente cerrada. ¿Cuánto tiempo se tardaba en hacer una prueba de embarazo? Incapaz de esperar un segundo más, llamó con los nudillos.
–Emma, ¿necesitas ayuda? –cerró los ojos. ¿Ayuda? Eso era absurdo–. Tengo el té y las galletas –por supuesto, el té sería ahora té helado y las galletas estarían rancias–. Emma, voy a entrar.
Se la encontró prácticamente como la había dejado, acurrucada en el suelo. Pero ahora estaba envuelta en una toalla en lugar de en su camisa. No sabía si era una buena señal o mala. Emma alzó la vista cuando entró y señaló con la mano hacia la encimera.
–Echa un vistazo –le pidió.
Para su sorpresa, había utilizado las doce pruebas.
–No me extraña que hayas tardado tanto. Entonces, ¿cuál es el veredicto? –Chase examinó la fila y se puso tenso–. En uno dice «embarazada».
–Todos dicen «embarazada».
–¿Todos?
Se giró bruscamente sintiendo que le habían dado un puñetazo. Hasta aquel momento se había negado a considerar la posibilidad de que pudiera estar realmente embarazada, había mantenido una distancia emocional. Se las había arreglado para convencerse a sí mismo de que Emma había cometido un error comprensible que se rectificaría con una sencilla prueba. Después de todo, ¿por qué angustiarse hasta que no hubiera motivo para ello? Bien, pues ahora sí había motivo para hacerlo.
–¿Todos? –repitió.
–Del primero al último. Mira. Prefiero no hablar de esto envuelta en una toalla, si no te importa –le pidió Emma con un desesperante tono educado poniéndose de pie–. Tengo que vestirme.
El cerebro de Chase se puso en modo automático, procesando y uniendo las palabras de modo calmado y coherente.
–Puedes ponerte el vestido de anoche, aunque está muy arrugado. O puedo prestarte una camiseta y unos pantalones de correr.
–Gracias. Creo que la camiseta y los shorts serán más cómodos.
Chase se dio cuenta de que le había bloqueado la salida y volvió a entrar al dormitorio. Emma fue tras él. Él abrió el cajón de la cómoda, sacó la ropa y la dejó sobre la cama. Le dirigió una mirada penetrante. Seguía estando pálida como un fantasma aunque seguramente no tanto como él.
–Tenemos que hablar –anunció.
–Sinceramente, preferiría irme a casa. Tal vez podamos vernos dentro de unos días y hablar de la situación entonces. Eso nos dará tiempo para asimilar la información.
¿Asimilar la información? Ni que fuera un ordenador. Ya había asimilado todo lo que necesitaba saber. Emma estaba embarazada y le había lanzado una flecha enorme y roja en la que ponía «papá». Pero no tenía sentido discutir con ella si no se encontraba bien. No podía irse a casa si él no la llevaba, pero no le permitiría marcharse sin alimentarla antes. Sin alimentar a su hijo.
–Vístete, cariño. Te refrescaré el té y las galletas.
–Gracias. Estoy empezando a tener un poco de hambre.
Emma se unió a él un poco más tarde y Chase sonrió al ver lo grandes que le quedaban sus pantalones de correr.
–Como has dicho que tenías hambre, si quieres puedo preparar otros huevos revueltos.
–¿Otros?
Chase se encogió de hombros.
–Hice unos antes.
–¿Tienes algo de fruta?
Menos mal que había comprado un poco de todo.
–En la nevera.
Emma sacó una naranja, la peló y la cortó en trozos y luego volvió a por un kiwi y algunas uvas negras. Satisfecha con su elección, colocó las galletas y la fruta en platos. Su arte impresionó a Chase. Luego se dirigió hacia el armario en el que estaban los manteles individuales y las servilletas y procedió a poner la mesa con el mismo estilo.
–Vale, ¿cómo lo haces? –preguntó él. Emma sonrió.
–Años de práctica recibiendo a los clientes de mi padre. Mi madre… –vaciló una décima de segundo antes de continuar–. Mi madre era una artista. Supongo que heredé de ella su ojo para el color y el espacio.
–¿Pintas?
Emma tomó asiento en una de las sillas que rodeaba la mesa de cristal del desayuno y le hizo un gesto para que se sentara frente a ella.
–Sólo las paredes –abrió la servilleta y se la puso en el regazo. Incluso vestida con ropa de correr exudaba una elegancia natural en el modo en que se sentaba y se movía.
–Tengo suerte si soy capaz de trazar una línea recta.
–Pero te gustaría saber dibujar –aventuró Chase con astucia.
Ella mordisqueó una galleta.
–Así es. Me gustaría.
–Tal vez nuestro hijo herede su habilidad –afirmó sacando deliberadamente el tema del embarazo.
–Esperemos que sea lo único que herede –murmuró Emma.
Chase se dijo que debía investigar la vida de la fallecida esposa de Ronald. Recordaba vagamente algún tipo de escándalo en su juventud, pero no los detalles. Debió ser después de que él se trasladara a Nueva York a vivir con su padre. No creía que su madre lo hubiera mencionado, aunque no se movía en los mismos círculos que los Worth, ni antes ni ahora.
–Muy bien. No quieres que tenga ciertas características de tu madre, y yo tengo que admitir que preferiría que mi hijo o hija no heredara algunos aspectos de mi familia –hizo una pausa–. ¿Debo dar por hecho que tienes pensado tener el bebé?
–Ésa es la única parte de esto que puedes dar por hecho. Tendré el bebé y no voy a considerar la adopción. Yo… –se mordió el labio inferior–. No podría. No podría entregar a mi bebé.
–Nuestro bebé. Al menos doy por hecho que es nuestro –deseó que hubiera una forma menos incómoda de hacer la siguiente pregunta–. Has dado a entender que yo soy el padre.
–No hay otra posibilidad –aseguró ella con firmeza.
–¿Estás segura?
A Emma se le congeló la expresión.
–¿Estás preguntando cuál de mis muchos amantes es el padre?
Chase dejó a un lado la pregunta.
–Supongo que no te importará que me haga una prueba de paternidad, ¿verdad? –quiso saber.
–Por supuesto que no.
–Podemos preguntarle a tu médico.
Emma apartó de sí el plato.
–No hay plural en esto.
–Si hay un bebé, claro que hay un plural –se inclinó hacia delante para dar énfasis a sus palabras–. Tal vez éste sea un buen momento para explicar que no abandonaré a mi hijo. Si es mío me implicaré desde el principio.
–Vayamos por partes. Primero voy a ir a ver a mi ginecólogo para confirmar el embarazo. Luego hablaremos de la mejor manera de manejar la situación –se levantó con la dignidad de una dama–. Y ahora, si no te importa, me gustaría irme a casa.
Sí le importaba. Le importaba más de lo que era capaz de expresar. Pero no había llegado hasta donde estaba perdiendo la paciencia o bajando la cabeza cuando alguien le da un empujón mental. Chase se relajó contra el respaldo de la silla y observó a Emma mientras hacía un rápido análisis. Era guapa, inteligente y fascinante. Pero también era una Worth, lo que significaba que venía de una familia de dinero. Por desgracia aquel pequeño detalle la convertía en la última persona a la que habría escogido como madre de su hijo porque había tenido muchas malas experiencias con otras mujeres que procedían del mundo del dinero heredado.
No se le escapaba la ironía. Sin duda su padre había sentido el mismo disgusto cuando Penny Larson le informó que estaba embarazada, aunque Tiberius Barron tenía razones diferentes para ello. A diferencia de su padre, Chase no permitiría que Emma diera a luz a un bastardo, no forzaría a su hijo a enfrentarse al esnobismo al que él se había enfrentado durante toda su vida.
Aunque Emma no era como las otras herederas ricas que había conocido. Había algo irresistible en ella. Algo que le atraía poderosamente. Y lo que era más importante, estaba esperando un hijo suyo, lo que significaba que tanto si ella era consciente como si no Chase iba a tomar el control tanto de ella como de su embarazo. Empezando por aquel momento.
–Estaré encantado de llevarte a casa –esperó a que el alivio iluminara sus ojos azul violeta–. Con una condición.
Emma se cruzó de brazos.
–Esto no es una negociación empresarial –le espetó.