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EL AMOR DEL PRÍNCIPE El príncipe Alexius de Hellenica haría cualquier cosa para ayudar a su hija de cuatro años a aprender a hablar. Por eso, aquel hombre tan reservado se encontró abriéndose a la burbujeante logopeda infantil Dottie Richards. Dottie era como un soplo de aire fresco en palacio y la pequeña Zoe parecía florecer con ella… ¡al igual que la atracción que Alex sentía por su nueva empleada! Detrás de las alegres sonrisas, Dottie protegía a toda costa su propio corazón, pero nunca había estado tan en peligro como con aquel sereno príncipe de ojos oscuros y misteriosos. EL AMA DE LLAVES Colt Brannigan siempre hacía lo que debía hacer, de modo que contrató a Geena Williams como ama de llaves. ¿Pero sería la hermosa extraña un problema? Geena no podía creerlo. Había que ser muy valiente para contratar a una mujer con un pasado como el suyo y, a cambio de esa segunda oportunidad, ella haría que aquella casa se convirtiera en un hogar al que Colt quisiera volver cada día después del duro trabajo en el rancho. Colt podía era poco brusco, pero sus sonrisas eran tan tiernas como una caricia para ella. La había dejado entrar en su casa… ¿Dejaría que algún día entrara en su corazón?
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Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 492 - diciembre 2019
© 2012 Rebecca Winters El amor del príncipe Título original: A Bride for the Island Prince
© 2012 Rebecca Winters El ama de llaves Título original: The Rancher’s Housekeeper Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-737-9
EL PRÍNCIPE Alexius Kristof Rudolph Stefano Valleder Constantinides, duque de Aurum y segundo en la línea de sucesión al trono de Hellenica, llevaba toda la mañana trabajando en su despacho cuando oyó que llamaban a la puerta.
–¿Sí? –contestó.
–¿Su Alteza? ¿Puedo hablar con usted?
–¿Qué ocurre, Hector?
El devoto asistente a la Corona asomó la cabeza por el marco de la puerta. Había sido la mano derecha del padre y abuelo de Alex y llevaba perteneciendo al personal de palacio más de cincuenta años. Si molestaba al príncipe, era por algo realmente urgente.
–Estoy revisando algunos contratos muy importantes, ¿no puede esto esperar hasta la hora de comer? –añadió Alexius.
–El director de la asociación nacional de hospitales está aquí y quiere agradecerle en persona la ayuda sin precedentes que les ha dado para construir cuatro hospitales nuevos que nuestro país necesitaba tan urgentemente. ¿Sería posible que le dedicara unos minutos?
Alex no tuvo ni que pensarlo. Aquellas facilidades debían haber sido construidas hacía mucho tiempo. Creía firmemente en mejorar la calidad de los servicios sanitarios que se ofrecían.
–Sí, desde luego. Llévalo al comedor y allí me reuniré con él.
–Se pondrá muy contento. Pero ahora debo tratar otro asunto, Su Alteza.
–Entonces pasa, no te quedes ahí, Hector.
El canoso asistente entró en el despacho.
–La reina me ha pedido que le diga que la princesa Zoe ha tenido otro de sus momentos esta mañana –dijo.
En otras palabras. Una increíble rabieta.
Alex levantó la cabeza. Su hija de cuatro años significaba más para él que la vida misma. Y estaba realmente preocupado por el cambio de actitud de la pequeña, cambio que estaba convirtiéndola en alguien cada vez más difícil de tratar.
Desafortunadamente la reina no se encontraba muy bien y Alex tenía que ocuparse de las responsabilidades reales de su hermano mayor, Stasio, mientras este estaba fuera del país. Nada de aquello ayudaba a su hija.
Durante los anteriores cuatro meses, el comportamiento de la niña había empeorado mucho. Había tenido tres niñeras en tan corto espacio de tiempo y en aquel momento estaban buscando otra. Desesperado, le había pedido ayuda a la reina Desma, su autocrática abuela, que desde la muerte de su abuelo, el rey Kristof, era la mo- narca de Hellenica, un país que constaba de un grupo de islas en el mar Egeo.
La reina Desma sentía debilidad por su bisnieta y le había pedido a una de sus sirvientas personales, Sofia, que la cuidara hasta que llegara la nueva niñera. Pero lo que en realidad quería era que su nieto se casara. Por decreto real, Alex solo podía casarse con una princesa y este había decidido no volverse a casar. Un matrimonio de conveniencia había sido suficiente.
Durante los anteriores días, la pequeña Zoe había pasado la mayor parte del tiempo en los aposentos de su bisabuela, que había estado intentando preparar a la niña para una nueva madre. La reina había sido quien había concertado el matrimonio de Alex con su difunta esposa, Teresa. Ambas mujeres pertenecían a la casa de Valleder.
Pero como Teresa había fallecido, Desma había estado negociando con la casa de Helvetia para acordar un matrimonio entre la princesa Genevieve y su nieto, pero él jamás aceptaría.
–Esta mañana desayuné con ella y parecía estar bien –le comentó Alex a Hector–. ¿Qué ha ocurrido para que se altere tanto con Sofia?
–No ha sido con Sofia –aclaró el asistente–. Han ocurrido dos cosas, si puedo hablar con franqueza.
Alex se sintió frustrado y muy preocupado.
–Siempre lo haces.
–Su nuevo tutor americano, el señor Wyman, ha renunciado a su cargo, y su profesor de griego, Kyrie Costas, está amenazando con hacer lo mismo. Los dos han tenido problemas entre ambos. El señor Wyman está esperándolo en el hall. Quiere hablar con usted antes de marcharse.
Alex se levantó. Hacía tres semanas se había visto forzado a sacar a Zoe de las clases preescolares a las que había estado asistiendo tres veces por semana ya que su profesor no había logrado que participara. Temiendo que su pequeña tuviera algún problema físico, le había pedido al médico de palacio que la examinara a conciencia. Pero el doctor no había encontrado nada extraño.
Y en aquel momento su profesor de inglés había renunciado a darle clases. La difunta esposa de Alex, que había pasado muchos años de su juventud en Estados Unidos, había fallecido de una grave enfermedad cardiaca. Antes de morir, le había hecho prometer que Zoe llegaría a hablar un inglés fluido. Él había hecho todo lo que había estado en su mano para intentar cumplir el deseo de la difunta y había contratado un tutor estadounidense.
–Hazle pasar.
El profesor de inglés, de cuarenta años, había tenido unas referencias estupendas ya que había trabajado para su primo segundo, el rey Alexandre Philippe de Valleder, monarca de un principado que había junto a Suiza. Como ya no necesitaba un tutor para su hijo, el rey, que era el mejor amigo del hermano de Alex, le había recomendado al norteamericano.
–Su Alteza –dijo entonces el señor Wyman, haciendo una reverencia.
–Señor Wyman. Hector me ha comentado que ha renunciado a su puesto. ¿Es mi hija realmente tan difícil que no puede continuar dándole clases?
–Últimamente sale corriendo en cuanto me ve –contestó el hombre con sinceridad–. Creo que está asustada por algo y apenas habla. El señor Costas dice que es mi método, pero le aseguro que hay algún problema. Y yo solo soy profesor.
Desde el examen médico de Zoe, Alex se había planteado contratar un psiquiatra infantil. El señor Wyman decía que estaba asustada. Él estaba de acuerdo. Aquel comportamiento no era normal. Tal vez no tener a su madre le había acarreado a la pequeña problemas psicológicos, problemas que no habían sido reconocidos hasta aquel momento.
–Si Zoe fuera su hija, ¿qué haría?
–Bueno, creo que antes de llevarla a un psicólogo infantil intentaría descubrir si hay algún problema físico que le impida hablar tanto como debería. Si ese es el caso, quizá sea lo que está aterrorizándola.
–¿Dónde podría encontrar un médico especializado en eso? –preguntó Alex.
–En el Stillman Institute, de Nueva York. Allí se encuentran algunos de los mejores terapeutas del habla de Estados Unidos. Llevaría a mi hija allí para que la evaluaran.
–Me informaré. Gracias por su consejo y por su ayuda con la princesa Zoe. Aprecio mucho su sinceridad. Goza de mi más alta recomendación para cualquier trabajo.
–Gracias, Su Alteza. Espero que pronto se solucione el problema. Le he tomado mucho cariño a la princesa.
Una vez que el profesor se hubo marchado, Alex comprobó la hora en su reloj de muñeca. Cuando terminara de comer con el jefe de la asociación de hospitales, la clínica de Nueva York habría abierto. Iba a telefonear para hablar con el director.
Dottie Richards nunca había montado antes en helicóptero. Una vez que su avión aterrizó en Atenas, le dijeron que tardaría poco en llegar a Hellenica.
El director del Stillman Speech Institute la había elegido a ella para que se hiciera cargo de una emergencia que había surgido. Según parecía había una importante niña de cuatro años que necesitaba ser diagnosticada cuanto antes. Incluso le habían concedido una visa temporal para marcharse del país sin tener que esperar los trámites normales que se requerían para el pasaporte.
Por razones de seguridad no le habían informado de la identidad de la niña hasta que en Atenas la recibió un miembro de palacio llamado Hector. La pequeña era la princesa Zoe, hija única del príncipe Alexius Constantinides, un viudo que estaba encargándose del trono de Hellenica.
–¿Que está encargándose del trono?
–Sí, señora. El heredero al trono, el príncipe Stasio, está fuera del país. Cuando regrese, se casará con la princesa Beatriz. La boda se celebrará el cinco de julio. En ese momento, la reina Desma, la bisabuela de la princesa Zoe, renunciará al trono y el príncipe Stasio se convertirá en rey de Hellenica –explicó Hector.
Dottie escuchaba con gran atención.
–Mientras tanto… –continuó el hombre– el príncipe Alexius está encargándose de los asuntos reales. Ha sido él quien ha enviado el helicóptero para que usted pueda ver los lugares de interés mientras se dirige al palacio, que se encuentra en la isla más grande, llamada Hellenica.
Ella se dio cuenta de que aquel era un privilegio que no se les otorgaba a muchas personas.
–Es muy amable por su parte –comentó mientras subía al aparato.
Pero en cuanto el helicóptero despegó, se sintió mareada e intentó combatir la sensación.
–¿Podría decirme qué es exactamente lo que le ocurre a la princesa Zoe?
–Eso es algo que debe hablar personalmente con el príncipe.
Oh, oh…
–Desde luego.
En ese momento, Dottie se dio cuenta de que estaba entrando en el mundo de la realeza, donde el silencio era la mejor opción de discreción. Sin duda por eso Hector había sido elegido para su cargo. Admiraba su lealtad y se lo habría hecho saber, pero en aquel momento se sintió realmente mareada y le resultó imposible hablar.
Varios años antes había visto algunas fotografías de los hermanos Constantinides en las noticias televisivas. Ambos, morenos y atractivos, habían tenido reputación de playboy. No conocía nada acerca del mundo de la realeza, aparte de su exposición a la prensa. Pero perfectamente podía haber nacido princesa si el destino lo hubiera querido. Cualquier persona podía serlo. Después de todo, los miembros de la realeza eran seres humanos. Nacían, comían, dormían, se casaban y morían al igual que el resto de los mortales. Era lo que hacían, dónde lo hacían y cómo lo hacían lo que les diferenciaba de las masas.
Ella había sido criada por una tía soltera que ya había fallecido y su mundo no había incluido muchos cuentos de hadas. Aunque había habido momentos durante su infancia en los que había sentido curiosidad por saber cómo sería ser reina o princesa. Y en aquel momento le había surgido una oportunidad sin precedentes para descubrir cómo era.
Había oído demasiadas noticias sobre miembros de la realeza involucrados en escándalos y sentía cierta pena por ellos. Debía de ser muy duro estar permanentemente expuesto a los medios. Vivían en una peor situación que las personas famosas, cuya popularidad finalmente disminuía considerablemente. Pero un miembro de la realeza lo era para siempre y su vida siempre sería analizada con lupa. Una princesa o príncipe no podían ni siquiera nacer o morir sin despertar la atención de toda una muchedumbre. Pero como muy bien había aprendido ella durante una temprana etapa de su vida, los problemas de un ser humano normal eran en ocasiones tan terribles que también captaban indeseada atención de la gente.
Tal y como le había ocurrido al rey Jorge VI de Inglaterra, su severo problema de tartamudeo se había convertido en una agonía. Aunque estaba claro que ser humano y miembro de la realeza al mismo tiempo debía de ser el doble de duro.
A sus veintinueve años y habiendo superado hacía tiempo su problema de habla, a ella le encantaba su anonimato. En ese aspecto sentía compasión por la pequeña princesa que ni siquiera había conocido todavía. La pobre niña ya era examinada con lupa y lo seguiría siendo durante el resto de sus días. Si tenía un problema de habla o algo más importante, finalmente se acabaría sabiendo. Pensó que debía hacer todo lo posible para ayudar a la pequeña.
Tras un rato se sintió extremadamente mareada. No había disfrutado en absoluto de las maravillosas vistas que se divisaban desde el helicóptero. En cuanto aterrizaron y la guiaron hasta el dormitorio que iba a utilizar en palacio, vomitó y se acostó de inmediato.
¡No volvería a montar en helicóptero!
Alex miró a su viuda abuela, que todavía tenía mucha cantidad de su canoso pelo a los ochenta y cinco años. Pero había empezado a cansarse con más facilidad y permanecía mucho tiempo en sus aposentos. Sabía que estaba más que preparada para que Stasio la relevase en el trono.
Nadie esperaba con más ansias que él el regreso de Stasio. Cuando su hermano se había marchado el uno de abril, había prometido regresar a mediados de mayo, pero ya estaban a finales de dicho mes y faltaban solo cinco semanas para su boda. Él necesitaba dejar de tener que ocuparse de las responsabilidades de palacio para dedicarle tiempo a Zoe. Tenía puestas muchas esperanzas en que aquella logopeda que le habían recomendado en la clínica de Nueva York pudiera darle algunas respuestas definitivas. Sería un gran paso ya que su hija estaba cada día más infeliz.
–Gracias por el desayuno –le dijo a su abuela–. Si me disculpáis, tengo que ir a ocuparme de algunos asuntos. Pero regresaré –añadió, dándole un beso a su hija, que estaba jugueteando con la comida–. Pórtate bien con Yiayia.
Zoe asintió con la cabeza.
Tras hacer una reverencia ante su abuela, se marchó de la sala y se dirigió a su despacho, que estaba en el otro extremo de palacio. Había querido conocer a la señora Richards la noche anterior, pero Hector le había dicho que la mujer nunca había montado en helicóptero antes y que se había mareado durante el vuelo. No le había quedado más remedio que esperar a aquella mañana.
Sabía que no debía preguntarle a Hector qué aspecto tenía la mujer; le respondería que no era nadie para juzgarlo. La tendencia del asistente a no cotillear era una valiosa cualidad que él valoraba mucho… pero que en ocasiones le sacaba de quicio.
Durante años, su hermano mayor había acusado a Hector de no ser humano. Alex pensaba que el asistente irritaba tanto a Stasio porque este había crecido sabiendo que un día sería rey y Hector suponía un recordatorio permanente de su obligación con su pueblo, así como de que debía casarse con la princesa Beatriz y dar herederos a la corona.
Como la reina, que quería más bisnietos por la gloria de Hellenica, él tenía muchas ganas de que su hermano le diera primos a Zoe. A su pequeña le encantaría tener un bebé alrededor. Le había pedido una hermanita, pero todo lo que le había respondido él había sido que su tío Stasio tendría un heredero en poco tiempo.
Cuando llegó a su despacho, frunció el ceño al leer el fax que le había enviado su hermano, que todavía se encontraba en Valleder.
Lo siento, hermanito, pero los negocios me mantendrán por aquí durante otra semana. Dile a Yiayia que regresaré pronto a casa y dale a Zoe un abrazo de parte de su tío. Sigue como hasta ahora; estás haciendo un trabajo maravilloso. Stasi.
–¿Su Alteza? Le presento a la señora Richards.
Alex levantó la cabeza. Hector había entrado en el despacho sin que él se hubiera dado cuenta. Estaba carraspeando. Una mujer con un aspecto muy estadounidense lo acompañaba. Era más alta que la mayoría de mujeres y llevaba su pelo castaño claro arreglado en un moño. Pero él estaba tan decepcionado, incluso enfadado, ante las noticias que había recibido de su hermano, que había olvidado que el asistente iba a ir a verlo.
–Un mes, hermanito –había asegurado Stasio antes de marcharse–. Es todo lo que necesito para llevar acabo algunos negocios bancarios lucrativos. Philippe está ayudándome.
Pero Stasio llevaba fuera mucho más tiempo y él no estaba muy contento. Tampoco lo estaba la reina, ni el primer ministro ni el arzobispo, que estaban ansiosos por tratar con él el tema de la coronación y la boda real.
Dejando a un lado sus sentimientos, se levantó.
–Bienvenida a Hellenica, señora Richards.
Ella hizo una torpe reverencia, sin duda entrenada por Hector. Alex odió tener que admitir que la logopeda tenía un aspecto muy agradable, juvenil, incluso atractivo. Llevaba una blusa color azul pálido y una falda que le marcaba su delgada cintura. No había pretendido quedarse mirándola, pero parecía que sus ojos tenían voluntad propia y no podían dejar de disfrutar de sus femeninas curvas y de sus largas piernas.
Se forzó a mirarla a la cara y le impactó la preciosa boca que tenía y el intenso color azul de su mirada. Le re- cordaba a los acianos que crecían salvajes en Aurum, su lugar habitual de residencia.
Echaba de menos la privacidad de su palacio, donde se ocupaba de sus obligaciones reales alejado de Hellenica. La isla en la que se encontraba Hellenica atraía muchos turistas, pero Aurum no tanto. No deberían molestarle los turistas ya que suponían una de las mayores fuentes de ingresos de su país, pero debido a la angustiosa situación de su hija, todo le afectaba… sobre todo la mujer que tenía delante.
–Me han dicho que lo pasó mal durante el trayecto en helicóptero. Espero que se encuentre ya mejor.
–Mucho mejor, gracias. Las vistas eran espectaculares.
–Lo poco que vio debido a lo mareada que estaba –comentó Alex.
–Efectivamente –concedió Dottie–. Vi poco. Siento que su intento de que disfrutara del trayecto en helicóptero no resultara como había esperado –añadió con gran franqueza–. ¿Veré a su hija esta mañana?
–Sí –respondió él, mirando a Hector a continuación–. ¿Podrías pedirle a Sofia que traiga a Zoe?
El asistente hizo una breve reverencia y se marchó del despacho. Alex se acercó entonces a Dottie y la invitó a sentarse en un sillón que había en la sala.
–¿Le gustaría tomar café o té?
–No, gracias –dijo ella, sentándose–. Acabo de tomar un té. Pero, por favor, usted tome si quiere.
Si quiere… Aquella pedagoga había resultado ser toda una sorpresa. Parecía muy tranquila, lo que no siempre era el caso con los extraños que conocían al príncipe por primera vez.
–Mi jefe, el doctor Rice, me comentó que su hija está teniendo problemas para comunicarse, pero no me dio ningún detalle. ¿Cuánto hace que falleció su esposa?
–Dos años.
–Y ahora Zoe tiene cuatro años. Eso significa que no tiene ningún recuerdo de su madre salvo lo que usted le haya contado y, claro está, las fotografías. ¿El embarazo de su hija fue a término?
–No. Zoe nació seis semanas antes de que mi esposa saliera de cuentas y estuvo ingresada en el hospital durante casi un mes. Yo temí que fuéramos a perderla, pero finalmente se recuperó.
–¿Ha tenido problemas con el habla desde siempre?
–No sé lo que es normal o no. Como nunca antes había estado en contacto con niños, no tenía con quién comparar su desarrollo. Todo lo que sé es que es difícil entenderla. La reina y yo estamos acostumbrados a ella, pero durante los anteriores meses su comportamiento se ha vuelto muy rebelde y hemos perdido a sus profesores de arte, inglés y danza, así como a tres niñeras. Su profesor de griego se ha rendido y su profesora de preescolar no puede hacerse con ella.
–Normalmente son las personas que se encargan de la educación de los niños las que se dan cuenta primero de si hay algún problema. ¿Era su esposa la que se ocupaba de la niña?
–Sí, pero estuvo mucho tiempo enferma del corazón y la niñera era la que realmente se encargaba de Zoe. Yo me ocupaba de mi hija por las tardes, pero no fue hasta hace dos semanas que empecé a preocuparme por ella de verdad, cuando tuve que sacarla del colegio. Había asumido que al haber sido un bebé prematuro simplemente le costaba más mantener el ritmo de los demás.
–¿La ha examinado el pediatra?
–Sí.
–Y no tiene ningún problema de corazón, ¿verdad?
Alex negó con la cabeza.
–Incluso la llevé a mi propio especialista para que me diera una segunda opinión. Ninguno de los dos médicos encontró que tuviera ningún problema físico. Ambos me dieron el teléfono de un psiquiatra infantil para intentar descubrir si había algo que estuviera provocando su retraso en el habla. Pero antes de hacerlo decidí aceptar el consejo del profesor Wyman; me recomendó llevarla al Stillman Institute para obtener un diagnóstico antes de hacer nada más.
–Ya veo. ¿Qué clase de comportamiento manifiesta su hija?
–Últimamente, cuando se acerca el momento de sus clases, le dan rabietas y llora de manera histérica. Todo lo que quiere hacer es esconderse en su cama o correr al dormitorio de su bisabuela para que esta la consuele.
–¿Y su apetito?
Aquella mañana Zoe solo le había dado unos pocos bocados a su desayuno, lo que también tenía muy alarmado a su padre.
–No es muy bueno.
Dottie analizó con la mirada las facciones de Alex como si estuviera intentando verlo por dentro.
–Debe de estar desesperado.
–Sí –murmuró él, pensando que aquella era la palabra perfecta para describir su estado mental.
La señora Richards era muy sagaz y, al contrario del resto de la gente en su presencia, salvo la reina y Stasio, decía lo que pensaba.
–Imagínese a su hija sintiendo lo mismo y multiplíquelo por cien –comentó ella.
Alex parpadeó. Aquella observación le hizo darse cuenta de que tal vez la pedagoga sabía de lo que estaba hablando. Mientras estaba muy pensativo, apareció Zoe de la mano de Sofia. Hector entró en el despacho tras ellas.
–¿Zoe? –dijo Alex–. Acércate.
Vacilante, la pequeña dio un paso hacia delante.
–Esta es la señora Richards –continuó él–. Ha venido desde Nueva York para verte. ¿Puedes saludarla?
La niña miró a Dottie y su cara reflejó un gran dolor. Alex conocía aquella expresión. Todo lo que respondió la pequeña fue que quería a su «yiayia». A continuación comenzó a llorar y se marchó corriendo del despacho. Sofia se apresuró a ir tras ella.
Alex se acercó a la puerta y llamó a su hija, pero inesperadamente Dottie terció en la situación.
–Deje que se marche.
Aquella orden sorprendió mucho al príncipe. Aparte de su difunto padre, nadie le había hablado jamás de una manera tan imperativa. Y mucho menos sobre su hija.
–Probablemente Zoe ha supuesto que soy su nueva niñera –añadió Dottie con un tono de voz más dulce–. Es normal que haya salido corriendo; se siente desesperada. Lo primero que quiero que haga es que la lleve a un buen otorrinolaringólogo.
Alex frunció el ceño y tuvo que contener su enfado.
–Como ya le he explicado, le hemos hecho a Zoe dos exámenes físicos completos.
–No me refiero a ese tipo de exámenes. Un niño o un adulto con problemas de habla podría tener una acumulación de cera que no se apreciara en un examen físico normal por estar muy profunda. Si a los oídos de su hija no les ocurre nada y yo no puedo ayudarla, deberá llevarla a un psiquiatra infantil para que descubra qué le ocurre.
Tras explicar aquello, Dottie hizo una pausa.
–Por ahora, veamos si tiene acumulada más cera de lo normal en los oídos –continuó–. Si ese es el caso, deberán limpiársela para poder incrementar su audición. Si no, no podrá oír bien los sonidos y no será capaz de imitarlos.
–¿Por qué tendría una gran cantidad de cera acumulada?
–¿Le duelen los oídos frecuentemente?
–Un par de veces al año.
–Puede ser que sus conductos auditivos no expulsen la cera como es debido.
Enojado consigo mismo, Alex apretó los puños. Se preguntó por qué no había pensado en eso.
–Ni siquiera un príncipe puede saberlo todo –comentó ella, dejando claro que sabía lo que estaba sintiendo él–. ¿Concertará una cita con un buen otorrinolaringólogo? Cuanto antes lo haga, mejor, ya que yo no puedo comenzar con mis exámenes hasta que no conozcamos los resultados.
A Alex no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer. Pero como estaban hablando de Zoe, guardó las formas.
–Haré que un especialista la vea hoy mismo –aseguró.
–Bien. Infórmeme de los resultados y trabajaremos según lo que estos digan –respondió Dottie, girándose hacia la puerta.
–No le he dicho que puede retirarse todavía, señora Richards.
Ella se dio la vuelta.
–Perdóneme. Y, por favor, llámeme Dottie –dijo, mirándolo con inocencia–. Jamás he trabajado para miembros de la realeza. Es una nueva experiencia para mí.
–Miembros de la realeza o no, ¿siempre se marcha de una conversación sin que esta haya terminado? –preguntó él.
–Pensaba que había terminado –afirmó ella–. Su pequeña es tan adorable que espero llegar al fondo del problema cuanto antes. Me temo que estoy demasiado centrada en mi trabajo, Su Alteza.
Alex fue consciente de que aquella mujer era diferente a cualquier otra que hubiera conocido. No era precisamente grosera, pero definitivamente no era nada servil. No sabía qué pensar de ella. Pero parecía sincera en lo que a Zoe se refería.
–Me alegra que esté centrada en su trabajo –dijo con honestidad–. Mi hija es la luz de mi vida.
Los ojos de Dottie reflejaron un fugaz dolor.
–Es un hombre afortunado al tener a Zoe… aunque sea príncipe.
–¿Aunque sea príncipe? –repitió él, impresionado.
–Lo siento –respondió ella, negando con la cabeza–. Quise decir… que, bueno, todos asumimos que a los príncipes se les da todo en la vida y que tienen mucha suerte. Pero ser el padre de una niña tan encantadora le hace tener más suerte aún.
Aunque dijo aquello sonriendo, Alex se percató de la tristeza que reflejaron sus palabras.
Más tarde de haberle permitido que se retirara y haber concertado una cita con un otorrinolaringólogo, la sombra que había visto en aquellos ojos azules continuó aturdiéndole…
DOTTIE permaneció en su dormitorio durante la mayor parte del día. Estuvo dándole vueltas a una situación sobre la que no podía hacer mucho.
«No le he dicho que puede retirarse todavía, señora Richards ».
Aquella leve reprimenda había salido de los labios de un príncipe arrebatadoramente guapo. Era alto y musculoso como un dios griego y tenía un cabello y ojos negros preciosos. Sus masculinas facciones, su cincelada barbilla… todo en él lo hacía diferente a otros hombres.
Pensó en el agradable aroma que había desprendido su piel y deseó no haberlo hecho, ya que detalles como aquel le recordaban que bajo aquel manto real se escondía un ser humano normal.
Había empezado a tener dudas de si era la persona adecuada para aquel trabajo. El doctor Rice, el jefe de su departamento en el Stillman Institute, le había dicho que la había elegido a ella para aquel caso debido a su propia experiencia personal. Pero debía haberle informado de que iba a enviarla al seno de una familia real.
La atmósfera que se respiraba en aquel palacio era distinta a cualquier otra que hubiera conocido y necesitaba tiempo para acostumbrarse. Tenía que enfrentarse a muchas cosas, a la rigidez, al protocolo, a los profesores, a los tutores, a un príncipe que había tenido que obedecer una rígida agenda durante toda su vida y a una princesa sin madre…
Una niña normal habría entrado en el despacho y habría abrazado a su papi sin pensarlo dos veces, pero el protocolo real había contenido a Zoe de hacer lo que seguramente le había apetecido. Aquello tenía que ser demasiado para una niña. Finalmente había roto las rígidas normas reales y había salido corriendo por el pasillo alborotando al hacerlo sus oscuros rizos castaños. La hermosa niña no había podido soportar aquello durante más tiempo.
Sintió una enorme pena por la pequeña. Era una niña realmente guapa. Obviamente había heredado la belleza de su padre y seguramente de su madre también.
Las vagas imágenes que recordaba del príncipe Alex y del hermano de este habían sido captadas cuando ambos habían sido unos jóvenes y seductores príncipes que habían enamorado a un sinfín de mujeres en Europa. Desde aquel entonces, el padre de Zoe se había convertido en un hombre casado que había perdido a su esposa demasiado pronto. Muy trágico para él, pero más aún para una niña que debía crecer sin su madre.
Sabía que en aquel momento era la enemiga principal de Zoe y debía tener cuidado con la manera en la que se acercaba a la pequeña para valorarla. En poco tiempo descubriría si el problema de Zoe era físico o psíquico… o una combinación de ambos.
Tras suspirar profundamente, se comió la comida que una sirvienta le había llevado en una bandeja. Más tarde, otra sirvienta le ofreció deshacer las maletas por ella, pero Dottie le dijo educadamente que no. Podía hacerlo por sí sola. De hecho, no quería deshacer las maletas por completo por si tenía que marcharse de palacio. Si la pequeña princesa tenía un problema que se encontraba fuera del ámbito de su experiencia, en poco tiempo regresaría a Nueva York.
A las cinco de la tarde, el teléfono que había junto a la cama de matrimonio del dormitorio que estaba ocupando sonó. Era Hector. El príncipe deseaba hablar con ella en su despacho. Iba a enviar a una sirvienta para que la acompañara.
Estuvo a punto de decirle al asistente que podía encontrar el camino sola, pero se contuvo. Le dio las gracias y fue al cuarto de baño para refrescarse. A los pocos minutos llegó una sirvienta que la guió hasta el despacho del príncipe, que se encontraba en la planta principal de palacio. Alex estaba esperándola.
Por deferencia, esperó a que él hablara. Parecía que tenía algo importante que decirle.
–Siéntese, por favor –le dijo.
Ella obedeció, ansiosa por conocer el resultado del examen al que se había sometido Zoe.
–Una vez que logramos que Zoe cooperara, el doctor encontró una cantidad desorbitada de cera adherida a sus tímpanos. Se lo limpió y una vez que lo hizo le preguntó si podía oír mejor. Aunque mi hija lo pasó muy mal mientras le quitaba la cera, sonrió. A continuación le hicieron pruebas para ver si oía bien y tiene una audición perfecta.
–¡Oh, eso es maravilloso! –exclamó Dottie, contenta.
–Sí. Mientras volvíamos a palacio me di cuenta de que comprendía más palabras de las que se le decían. Sus ojos reflejaban comprensión.
A pesar de la formalidad del príncipe, ella se dio cuenta de que estaba muy aliviado ante aquellas estupendas noticias.
–Es un comienzo excelente, Su Alteza.
–¿Cuándo quiere comenzar a hacerle pruebas?
–Mañana por la mañana. Pero debe dormir bien durante la noche. Después de lo que ha pasado hoy, no es bueno que se angustie de nuevo.
–Estoy de acuerdo –respondió Alex con la emoción reflejada en la voz–. ¿Dónde le gustaría realizarle las pruebas?
Como el príncipe estaba de pie, Dottie se levantó.
–Si le preguntara a Zoe cuál es su lugar de juegos favorito, ¿qué le contestaría?
Alex se quedó pensativo durante unos segundos.
–El jardín que hay junto a mi dormitorio.
Aquello no sorprendía a Dottie. La pequeña quería estar junto a su padre sin que hubiera nadie más a su alrededor.
–¿Juega allí frecuentemente?
Él respiró profundamente.
–No. No puede hacerlo a no ser que yo esté allí también –contestó–. Y normalmente trabajo hasta más tarde de que ella se vaya a la cama.
–¿Y por las mañanas?
–Mientras hemos estado en palacio, siempre he desayunado con ella en las habitaciones de la reina. Zoe se encuentra muy cómoda allí.
–Me refiero a antes del desayuno.
–Yo hago gimnasia y Zoe tiene clase de natación.
Dottie tuvo que contenerse para no mostrar su consternación ante aquel estricto régimen.
–¿Entonces cuándo juega con usted en el jardín? –preguntó.
El príncipe esbozó una mueca.
–El domingo por la tarde, después de ir a misa y comer. ¿A qué vienen tantas preguntas?
–Estoy intentando hacerme una idea de su día y de su relación con usted. ¿Cuándo recibe su clase de griego?
–Antes de la cena.
–¿Usted no cena con ella?
–No.
Oh. Pobre Zoe.
–Dijo que estuvo yendo a un colegio de preescolar hasta hace dos semanas, ¿no es así?
–Sí. Asistía dos horas los lunes, miércoles y viernes. Pero no he vuelto a llevarla por las razones que ya conoce.
–¿Cuándo juega con amigos?
–¿Se refiere aparte de con los del colegio?
–Sí. ¿Tiene amigos aquí en el palacio?
–No. Pero nosotros normalmente vivimos en Aurum, donde tiene varios.
–Ya veo. Gracias por colaborar. ¿Podría examinar a Zoe el jardín de su dormitorio? Creo que será más receptiva en un lugar en el que está realmente feliz y tranquila. Si usted también estuviera allí, se encontraría aún más tranquila. Pero con la agenda tan apretada que tiene supongo que no será posi…
–Encontraré tiempo para ello –declaró Alex, interrumpiéndola.
–Eso sería ideal –respondió Dottie–. Es importante que yo observe cómo interacciona con usted. Antes de que usted vaya, quiero prepararlo todo en el jardín con algunas cosas que he traído.
–¿Cuánto tiempo necesita? –quiso saber Alex.
–Unos minutos.
Él asintió con la cabeza.
–Enviaré una sirvienta a las ocho para que la acompañe.
Zoe y yo nos reuniremos con usted a las ocho y veinte. ¿Le parece bien?
–Solo si le parece bien a usted, Alteza –respondió ella.
Al estar tan cerca del príncipe, pudo ver como un nervio le palpitaba junto a su atractiva boca. Tenía una tensa expresión reflejada en los labios.
–Por si no lo he dejado claro, permítame que se lo repita; mi hija es mi vida. Eso la convierte en mi prioridad principal.
–Lo sé –murmuró Dottie, que creía a Alex–. Mientras yo esté aquí, también es la mía.
–Le he dicho a Hector que se asegure de que usted está cómoda durante su estancia en palacio. Pueden servirle la cena en el comedor de invitados de la segunda planta o si lo prefiere llevársela a su dormitorio. Lo que usted quiera. En cuanto desee o necesite algo, lo único que tiene que hacer es tomar el teléfono y Hector se encargará de ello.
–Gracias. Hector es tan perfecto que apenas puedo creer que sea real.
–Mi hermano y yo llevamos diciendo lo mismo de él desde hace años –comentó Alex con una inesperada alegría reflejada en los ojos.
Al ver aquella prueba de que el príncipe tenía momentos humanos, ella sintió como una intensa, inesperada e indeseada emoción la embargaba por dentro…
–Si te comes los huevos, tengo una sorpresa para ti –le dijo Alex a su pequeña.
Zoe giró la cabeza y miró a su padre con la emoción reflejada en la cara.
–Esta mañana voy a pasar tiempo contigo y he pensado que podíamos jugar en el jardín de mi dormitorio. Por eso le he dicho a Sofia que te dejara llevar pantalones.
La niña emitió un gritito de alegría y dio varios bocados a su comida. La reina le dirigió a Alex una mirada con la que le dejó claro que esperaba que aquella sesión con la pedagoga no fuera a ser una pérdida de tiempo. El príncipe esperaba lo mismo. Nadie deseaba obtener resultados más que él. Tras unos segundos, se levantó.
Una vez que Zoe se terminó su zumo, se levantó a su vez y comenzó a alejarse. Su padre la reprendió.
–Debes pedir permiso para levantarte de la mesa.
La niña se giró entonces hacia su abuela.
–¿Puedo ir con papi, Yiayia?
La reina asintió con la cabeza.
–Pásalo bien.
Alex gimió en silencio al recordar la manera en la que su hija se había marchado corriendo de su despacho el día anterior tras dirigirle una mirada a Dottie.
Zoe lo tomó de la mano y ambos se dirigieron a su habitación. Cuando él se dio cuenta de lo emocionada que estaba su pequeña al estar en su compañía, se sintió más molesto aún con Stasio.
En cuanto su hermano regresara de Valleder, tenía planeado tomarse un tiempo libre para estar con su pequeña.
Mientras había tenido que estar en palacio haciendo el trabajo de Stasio más el suyo propio, apenas había tenido un minuto para estar con Zoe. Tal vez podrían disfrutar juntos de unas minivacaciones.
Las cortinas que daban al jardín estaban abiertas. Zoe corrió delante de él. Pero repentinamente se detuvo al ver a la mujer que estaba sentada en el césped con unos pantalones vaqueros y una camiseta naranja.
–Hola, Zoe –dijo Dottie, sonriendo–. ¿Crees que tu padre puede alcanzar esto? –preguntó, lanzándole a Alex una pelota de ping pong.
Cuando él la agarró con su mano derecha, la niña gritó, sorprendida. Entonces el príncipe se la lanzó a Dottie, que tomó la pelota con su mano izquierda.
–Muy bien, papi –comentó, tuteándolo–. Zoe y tú sentaos y estirad las piernas. Nos pasaremos unas pelotas –añadió, sacando de una bolsa una pelota multicolor. A continuación estiró sus largas piernas.
Impactado ante aquellas confianzas, Alex fue consciente de que su hija estaba tan impresionada por lo que estaba pasando que se olvidó de estar asustada y se sentó en el suelo. Dottie le pasó la pelota a la pequeña, que a su vez se la lanzó a ella. Entonces le tocó a él. Estuvieron pasándose la pelota unos a otros. Poco después, la pedagoga sacó una pelota de goma y se la lanzó a Zoe tras haberle lanzado la de plástico.
La pequeña se rio al intentar no parar el juego y utilizó ambas manos para lanzarle una pelota a Dottie y otra a su padre.
–¡Bien pensado! –la elogió Dottie–. ¿Lo intentamos con tres pelotas?
–Sí –respondió Zoe, emocionada.
Dottie sacó de la bolsa otra pelota más y le lanzó las tres a padre e hija. Zoe terminó riéndose a carcajadas.
–Eres muy buena en esto. Creo que podemos intentar otra cosa. ¿Vemos quién salta mejor? –sugirió la peda- goga, sacando de la bolsa una cuerda de saltar. Entonces se levantó–. Venga, Zoe. Sujeta tú este extremo que yo sujetaré el otro. Tu papi va a saltar primero. Tienes que hacer círculos grandes como estoy haciendo yo o la cuerda le dará en la cabeza.
–Oh, no –dijo la pequeña, compungida.
–No te preocupes –añadió Dottie–. Tu papi es un chico grande. No le hará daño.
Zoe analizó a su padre con la mirada.
–¿Eres un chico?
–Sí, uno muy grande –respondió Dottie por él.
La niña se rio y en poco tiempo utilizó todo su poder de concentración para darle vueltas a la cuerda correctamente. Lo hizo de maravilla.
–Puedes saltar en cualquier momento, papi –le dijo a Alex tras el cuarto intento de este de saltar.
El príncipe se animó… pero tras dos saltos la cuerda se le enredó en los hombros.
–Ahora le toca a Zoe –anunció Dottie–. ¿Cuántas veces seguidas puedes saltar?
–Cinco… –contestó la niña.
–Bueno, me gustaría verlo. En cuanto estés preparada, salta. No pasa nada si tardas mucho en conseguirlo, Zoe. Tu papi no va a ir a ningún lado, ¿verdad?
–Estamos los dos en tus manos, Dorothy –dijo él. Sabía que aquel era el verdadero nombre de Dottie ya que había leído la información adicional acerca de la pedagoga.
–Nadie me llama por mi nombre completo –le explicó ella a Zoe mientras continuaba dándole vueltas a la comba–. Puedes llamarme Dottie.
Tras ocho intentos, la niña finalmente logró saltar.
–¡Bien hecho, Zoe! –exclamó Dottie, dando palmas–. La próxima vez saltarás más.
Entonces apartó la cuerda y buscó algo en su bolsa de los trucos.
–Para este juego debemos apoyarnos en nuestras tripas.
A Alex le impresionó mucho ver que su hija hacía lo que la pedagoga pedía sin rechistar.
Dottie colocó veinticuatro cartas bocabajo en el suelo en cuatro montones y le dio la vuelta a una.
–¿Sabes qué es esto, Zoe?
La niña asintió con la cabeza.
–Un cerdo.
–Sí. Hay otra carta exactamente igual a esta. Tienes que recordar dónde está esta carta y encontrar la otra. Cuando lo logres, las colocas juntas y las apartas a un lado. Tienes una oportunidad. Adelante.
Zoe le dio la vuelta a otra carta.
–¿Qué es? –preguntó Dottie.
–Una ballena.
–Sí, pero no es un cerdo, así que tienes que dejar la carta en el montón. Papi, es tu turno.
Alex le dio la vuelta a una de las cartas.
–Un tigre, papi –dijo la niña.
Antes de responder, él vio que tanto Dottie como Zoe miraban hacia la habitación. Frustrado, se giró para ver quién les había interrumpido.
–¿Hector?
–Perdóneme, Su Alteza. Tiene una llamada telefónica urgente desde Argentum.
Alex pensó que aquello debía de ser una emergencia ya que, si no, Bari le habría enviado un correo electrónico. Barisou Jouflas era el ingeniero jefe de minas de la isla Argentum y su mejor amigo desde la universidad. Se levantó, temiendo que Zoe fuera a enfadarse mucho. Pero, asombrado, vio que Dottie la tenía completamente absorta en el juego de las cartas.
–Volveré en cuanto pueda.
Dottie asintió con la cabeza.