El beso de Judas - Joan Fontcuberta - E-Book

El beso de Judas E-Book

Joan Fontcuberta

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Beschreibung

En el mundo contemporáneo las apariencias han sustituido a la realidad. No obstante, la fotografía, una tecnología históricamente al servicio de la verdad, sigue ejerciendo una función de mecanismo ortopédico de la conciencia moderna: la cámara no miente, toda fotografía es una evidencia. A partir de vivencias personales, el autor crítica esta creencia y reflexiona sobre aspectos fundamentales de la creación y de la cultura actual. Además de un nuevo diseño, cubierta y encuadernación, esta nueva edición incluye un prefacio del autor, escrito en abril de 2011, en el que explica el origen y gestación de El beso de Judas así como su recorrido hasta hoy.

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A Vilém Flusser

in memoriam

Prefacio

La gestación de este libro está vinculada a los contenidos de la 27ª edición del Festival Internacional de Fotografía de Arlés, celebrada en 1996 y cuya dirección artística fui invitado a asumir. De hecho, hasta puede considerarse su justificación programática. En el catálogo específico de esa manifestación1 me complacía exponer la voluntad de rendir tributo a tres faros intelectuales del siglo XX: Jorge Luis Borges, Roland Barthes y Vilém Flusser. Destellos de su inteligencia y sagacidad para el análisis me servían para fijar problemas y ambiciones del panorama fotográfico de entonces: la curiosidad por los espejismos y las paradojas, las perversiones alucinatorias del hiperrealismo o la trasgresión de rutinas en los sistemas de representación aparecían como algunos de los horizontes de las actuaciones artísticas más radicales.

A mitad de los años noventa se asistía desde un punto de vista doctrinal a un cierto balance crítico de las corrientes posmodernistas que habían estado poniendo el acento en la naturaleza ilusoria de la imagen, mientras que en lo tecnológico se consolidaba el tránsito a la fotografía digital, con todas las incertidumbres respecto a las imparables transformaciones futuras. En ese contexto El beso de Judas aspiraba a proponer una “humanística de la fotografía” cuya meta apuntaría —con evidente humildad— a lograr una mayor conciencia y sabiduría visual. Más que interpretar la fotografía según un determinado formato técnico, me convenía entenderla como una particular cultura de la visión, una cultura conformada por una serie de pilares conceptuales como la verdad, la memoria y la identidad. Ese enfoque digamos fenomenológico orbitaría alrededor de un concepto que hoy podríamos llamar “desrealidad” —categoría de amplio espectro pero cuya banda ancha la ocuparía la ficción—. La noción de “desrealidad” nos ayuda a inventar alternativas a modelos hegemónicos de representación de lo real, ya se asienten en cuestionamientos semióticos, éticos, políticos o filosóficos. Pero al empeño de estas revisiones se subordinaba la necesidad de identificar y encumbrar un modelo de fotografía como construcción y capaz por tanto de articular discurso —en contraposición a la noción de la fotografía como simple registro mecánico—, que ha cimentado tradicionalmente la mística de las prácticas documentales.

Visto en perspectiva, presumo que la acogida que recibió este libro se debió a que, rehuyendo deliberadamente un tono académico, me proponía hablar desde la experiencia de la creación y demostrar que es posible hacer reflexión y literatura propositiva: que hay en definitiva pensamiento que sustenta la praxis y la acción. Tal vez por eso la concatenación de esos breves ensayos puede ser leída casi en clave de manifiesto. Un manifiesto portador de un mensaje de alerta, defensor de la duda frente a la credulidad y que debía aleccionarnos a desconfiar de los discursos autoritarios entre los que ciertas derivas del realismo fotográfico ocupan plaza privilegiada. Se trataría de detectar las simplificaciones, las mentiras y las medias verdades subyacentes en la información visual que recibimos y ser capaces en consecuencia de neutralizar sus intereses velados.

Bajo estas premisas, pues, El beso de Judas nos da el testimonio de un cierto programa ideológico, y por esa razón, como autor, me sentía más proclive a ametrallar al lector con ideas y propuestas estimulantes que a entretenerme en una normativa procedimental de citas, fuentes y mareantes argumentaciones. En el fondo, podemos convenir que las temáticas tratadas aquí (modelos de conocimiento, regímenes de verdad y condiciones de verosimilitud, naturaleza y funciones de la memoria, construcción de identidad, etc.), aunque pertenezcan a problemáticas arraigadas en la historia, siguen sin haber sido resueltas en el siglo XXI y continúan perturbándonos profundamente. De ahí la vigencia de la cámara como una valiosa herramienta para negociar con el mundo y la pertinencia de unos textos para razonar esa negociación.

Si no creyera que sólo merezco carbón y me atreviera a dirigir una carta a aquellos tres Magos que me inspiraron en Arlés, simplemente pediría que intercedieran para que la lectura de este libro siga contribuyendo a hacernos más resueltos, más lúcidos, más felices y más sabios.

JOAN FONTCOBERTA

Abril 2011

Enfermeraanónima,Judit en la incubadora,Barcelona, 7 de marzo de 1988

Introducción

«La verdad existe. Sólo se inventa la mentira.»

GEORGES BRAQUE,Pensées sur l’art

«Cree sólo en esta verdad: “Todo es mentira”.»

UMORADAS, LXXXI

Decía Paul Valery que en el inicio de toda teoría hay siempre elementos autobiográficos. Confieso compartir este sabio precepto; lo que pueda decir sobre la fotografía, de cualquier época y de cualquier tendencia, viene marcado por mi propia práctica creativa. Las ideas que expongo a continuación, por lo tanto, no constituyen tanto propuestas teóricas como la expresión de poéticas personales, textos de artista, a veces encaminados a justificar la propia obra. Pero de un artista, añadiría, curioso de todo y amante de una reflexión no exenta de toques de ironía.

Los creadores acostumbramos a ser monotemáticos. Lo podemos disfrazar con envoltorios de distintos colores, pero en el fondo no hacemos sino dar vueltas obsesivamente a una misma cuestión. Para mí esta cuestión gira alrededor de la ambigüedad intersticial entre la realidad y la ficción, o alrededor del debate sobre situaciones perceptivas especiales como en el caso del trompe-l’oeil, o, sobre nuevas categorías del pensamiento y la sensibilidad como el vrai-faux... Pero por encima de todo mi tema neurálgico es el de la verdad: adequatio intellectus et rei.

La historia de la fotografía puede ser contemplada como un diálogo entre la voluntad de acercarnos a lo real y las dificultades para hacerlo. Por eso, a pesar de las apariencias, el dominio de la fotografía se sitúa más propiamente en el campo de la ontología que en el de la estética. Incluso fotógrafos particularmente volcados en una búsqueda formal eran clarividentes a este respecto. Así Alfred Stieglitz, puente entre las prácticas pictorialistas y documentales del siglo y la modernidad del XX, declaró: «La belleza es mi pasión; la verdad, mi obsesión». Y sólo unos años más tarde radicalizaría esta máxima asegurando que «la función de la fotografía no consiste en ofrecer placer estético sino en proporcionar verdades visuales sobre el mundo». Las décadas que siguieron servirían para averiguar cómo habrían de entenderse estas «verdades visuales», si es que podían ser entendidas de algún modo.

Veamos un caso real como la vida misma. Mi hija Judit vino al mundo muy prematura, después de un embarazo problemático de poco más de seis meses. Su peso alcanzaba tan sólo 1,2 kilos y sus expectativas de vida eran tan precarias que debió permanecer durante tres meses en una incubadora. Cuando nació, en marzo de 1988, tuvimos además la desgracia de sufrir los rigores de un sistema hospitalario escandalosamente retrógrado en temas de maternidad. Los bebés prematuros eran concentrados en una sala especial, a cuyo interior los padres no teníamos acceso. Nos veíamos obligados a observar a nuestros hijos desde lejos, a través de varias mamparas de cristal y de un laberinto de incubadoras, y entre el trasiego presuroso de médicos y enfermeras que iban de un lado a otro. Además, en el momento del parto Marta, mi mujer, estaba bajo los efectos de la anestesia y por lo tanto todavía no había tenido oportunidad de conocer el rostro de su hija. Su ansiedad era totalmente comprensible.

Se me ocurrió entonces que era el momento de sacar provecho de mi oficio. Di mi cámara a una enfermera y le pedí que se acercase a Judit para tomarle varios retratos. Después de instruirla brevemente en el manejo del enfoque y del exposímetro, la enfermera impresionó ocho negativos. Corrí a mi laboratorio, revelé el rollo, hice una copia por contacto y volví a toda prisa al hospital, donde Marta seguía en cama como resultado del proceso poso-peratorio. Era la primera vez que veía a su bebé de cerca y es fácil imaginar su excitación. Ella estaba contenta, yo estaba contento, todos estábamos contentos. Una vez más la fotografía había puesto a prueba su función histórica de suministrar información visual precisa y fidedigna, ¡hurra!

No obstante no podía evitar que una sospecha rondase por mi cabeza. ¿Qué hubiese pasado si la enfermera se hubiera confundido de incubadora y por error hubiera fotografiado otro bebé? Probablemente hubiésemos quedado igual de complacidos. Había tanta necesidad, tanta urgencia, tantas emociones contenidas, que cualquier reticencia hubiese equivalido a la impertinencia de un aguafiestas. En el film La vida es un largo río tranquilo (1987), el primer largometraje de Etienne Chatiliez, se nos cuenta una historia parecida: una comadrona, para vengarse de un médico del que está enamorada, intercambia a dos recién nacidos. Uno procede de una familia humilde; el otro, de una familia burguesa. Doce años más tarde se descubre el entuerto, lo cual provoca situaciones de gran hilaridad. Pero cuando nació Judit yo desconocía este argumento.

Aquí las fotos nos mostraban indiscutiblemente a un bebé en el interior de una incubadora, todo el mundo lo reconocería como tal. Pero para nosotros lo importante es que se trataba de nuestro bebé, un ser sobre el que estábamos ansiosos de volcar unos viscerales sentimientos paternales incluso sin haber visto su rostro. Pues bien, nada en las fotografías podía garantizarnos lo más importante: que fuese el nuestro. Nada en la imagen nos aseguraba lo que para nosotros era más vital. Para Roland Barthes «el punctum de una fotografía es ese azar que, en ella, nos afecta (peto que también nos resulta tocante, hiriente)». El punctum nace de una situación personal, es la proyección de una serie de valores que proceden de nosotros, que no están originariamente contenidos en la imagen.

El potencial expresivo de cualquier fotografía se estratifica en diferentes grados de pertinencia informativa. Es el salto arbitrario, aleatorio, contingente, de un grado al otro lo que asigna el sentido y da su valor de mensaje a la imagen. Grado A: es-un-bebé; grado B: es-nuestro-bebé. Pasar frívolamente de A a B implica una pirueta muy sencilla pero que modifica sustancialmente la vinculación de la imagen con su referente y por ende su valor de uso (recordemos la máxima «el sentido es el uso» de Ludwig Wittgenstein). Y sólo se trata de un tipo de intervención, entre muchas otras, que en su conjunto hacen tambalear la solidez del realismo fotográfico, mostrando la fragilidad de la verdad y de la verosimilitud.

A lo largo de la década de los ochenta nos han convulsionado nuevas actitudes y formas de pensamiento. En las artes visuales se ha acentuado la problematización de lo real en una dinámica que nos arrastra efectivamente a una profunda crisis de la verdad. Puede ser, como sostiene Jeffrey Deitch, que «el fin de la modernidad sea también el fin de la verdad». Lo que ocurre en la práctica es que la verdad se ha vuelto una categoría escasamente operativa; de alguna manera, no podemos sino mentir. El viejo debate entre lo verdadero y lo falso ha sido sustituido por otro entre «mentir bien» y «mentir mal».

Joan Fontcuberta, El nacimiento de Venus, 1992. Fotograma de Judit sobre una reproducción de Botticelli.

© Joan Fontcuberta, colección Ordóñez/Falcón, San Sebastián

Toda fotografía es una ficción que se presenta como verdadera. Contra lo que nos han inculcado, contra lo que solemos pensar, la fotografía miente siempre, miente por instinto, miente porque su naturaleza no le permite hacer otra cosa. Pero lo importante no es esa mentira inevitable. Lo importante es cómo la usa el fotógrafo, a qué intenciones sirve. Lo importante, en suma, es el control ejercido por el fotógrafo para imponer una dirección ética a su mentira. El buen fotógrafo es el qué miente bien la verdad.

¿Es una proposición cínica? Es posible. Otra forma de presentarlo consistiría en decir que la humanidad se divide en escépticos y fanáticos. Los fanáticos son los creyentes. Fanatismo deriva del latínfanumque significa templo, es decir, el espacio para el culto, la fe y el dogma. Los escépticos, en cambio, son los que desconfían críticamente. El objetivo de estos escritos es ganar adeptos para la causa de los escépticos. Y ésta es una labor ardua especialmente cuando seguimos viviendo en un estado de confusión que requiere de la estabilidad que da la creencia.

Todavía hoy, tanto en los dominios de la cotidianidad como en el contexto estricto de la creación artística, la fotografía aparece como una tecnología al servicio de la verdad. La cámara testimonia aquello que ha sucedido; la película fotosensible está destinada a ser un soporte de evidencias. Pero esto es sólo apariencia; es una convención que a fuerza de ser aceptada sin paliativos termina por fijarse en nuestra conciencia. La fotografía actúa como el beso de Judas: el falso afecto vendido por treinta monedas. Un acto hipócrita y desleal que esconde una terrible traición: la delación de quien dice precisamente personificar la Verdad y la Vida.

La veracidad de la fotografía se impone con parecida candidez. Pero aquí también, detrás de la beatífica sensación de certeza se camuflan mecanismos culturales e ideológicos que afectan a nuestras suposiciones sobre lo real. El signo inocente encubre un artificio cargado de propósitos y de historia. Como un lobo con piel de cordero, la autoridad del realismo fotográfico pretende traicionar igualmente a nuestra inteligencia. Judas se ahorca agobiado por los remordimientos. ¿Reaccionará la fotografía a tiempo para escapar a su suicidio anunciado?

JoanFontcuberta,Alegoríadelafotografía,1994.

Foto-objeto: pila voltaica construida con una placa de cobre y otra de zinc que reproduce la vista de Gras tomada por Niepce, la primera imagen fotográfica que se conserva. La fotografía, obtenida por la acción de la luz, genera aquí la luz que justamente la hace visible.

© Joan Fontcuberta

Pecados originales

«Hay religiones en las que la representación del mundo está prohibida (“usurpación del poder de un Dios creador de todas las cosas”). Pensándolo bien, es muy posible que fotografiar sea artimaña del diablo y cada disparo, un pecado.»

GÉRARD CASTELLO LOPES,Perto de Vista,1984

Todo mensaje tiene una triple lectura: nos habla del objeto, nos habla del sujeto y nos habla del propio medio. Para la fotografía, estas tres facetas fueron denominadas gráficamente por Joan Costa como ojo, objeto y objetivo. La existencia de estas tres facetas no implica necesariamente un equilibrio entre ellas, sino que, como si de tres coordenadas se tratara, todo mensaje se posicionaría en un punto determinado por proximidad o alejamiento de esas tres referencias. Sea porque su propia naturaleza tecnológica le ha impelido a ello —como piensan algunos— o simplemente porque determinados usos históricos así lo han propiciado —como pensamos otros—, la fotografía ha vivido bajo la tiranía del tema: el objeto ha ejercido una hegemonía casi absoluta.

Tanto es así que criterios relativos al tema no sólo han determinado el uso y tráfico de los diversos materiales fotográficos en los ámbitos más cotidianos (por ejemplo, en un álbum familiar) o más especializados (en el banco de imágenes de un archivo o agencia fotográfica), sino también en planteamientos artísticos y críticos. Por este motivo, no es extraño que un conservador y teórico como John Szarkowski piense que «la historia de la fotografía es la historia de lo fotografiable» (léase: el desarrollo creativo de la fotografía se basa en la búsqueda incesante de nuevos motivos y las características de ese mundo visual son las que determinarán la estética de su representación fotográfica); o más recientemente, los responsables del proyecto fotográfico de la DATAR2, François Hers y Jean-François Chévrier, se despachaban a gusto con que «la fotografía de reportaje ha muerto porque ya no queda nada por fotografiar» (léase: el predominio del objeto genera una fotografía de género de escaso valor creativo e intelectual porque no hace sino girar una y otra vez alrededor del mismo modelo estético).

Sin entrar en la pertinencia de estos razonamientos, también es cierto que se ha hecho un esfuerzo, que tal vez ha pasado desapercibido entre el público no especializado, por parte de artistas que han utilizado el medio fotográfico enfocándolo hacia cuestiones de orden poético o metalingüístico. Cuando en literatura se habla de la muerte del autor como fórmula de renovación a que se ve abocada la escritura, en fotografía podríamos hablar de la muerte del objeto. Tendencias actuales como las de corte generativista (el dispositivo tecnológico como sistema configurador autosuficiente), posconceptual (el predominio de la idea) y abstracto (el formalismo sobre el ocultamiento del sujeto) serían prueba de ello.

En 1993 participé en una exposición colectiva organizada alrededor de un eje temático: el teléfono. Resulta inaudito que con criterios tan peregrinos hoy se pueda articular una exposición artística, y, más que eso, una colección. Pero tiene su explicación: estaba organizada por la Compañía Telefónica Nacional de España y todas las piezas fueron adquiridas para sus fondos de arte. Paisajes urbanos con cabinas telefónicas en luces crepusculares, carreteras sin fin salpicadas de postes y cables, personajes públicos ocupadísimos tras una batería de teléfonos encima de la mesa de su despacho, interiores domésticos con aparatos telefónicos cual tótems entre la decoración... A poco que nos esforcemos recordaremos numerosas obras de autores conocidos en los que de una forma u otra aparece el teléfono.

Esta iniciativa, en cualquier caso, me hizo recordar una anécdota. A finales de 1992 los medios de comunicación difundieron una noticia curiosa y simpática: en Israel una empresa vinculada a la compañía telefónica ofrecía el singular servicio de poder comunicarse con Dios. El proceso consistía en lo siguiente: el creyente podía telefonear para que transcribieran sus mensajes o enviar directamente un fax con sus oraciones, las cuales serían depositadas diligentemente por personal de esa empresa en los resquicios del Muro de las Lamentaciones en Jerusalén, que, como es sabido, actúa de antena para las comunicaciones con el Altísimo. Poco después, mi propia experiencia del lugar vino propiciada por esa noticia, y la visita que realicé desencadenaría las consideraciones que siguen.

Sucedió que durante la celebración judía del Sukkot me encontraba, como un turista más ante el Muro de las Lamentaciones. Al observar mi cámara colgada del cuello un guardián se apresuró a advertirme que no se podían tomar fotografías. La verdad es que no se me había ocurrido tomarlas porque no me gusta hacer la competencia a los colegas que se ganan la vida comercializando postales de lugares pintorescos, pero sentí curiosidad ante tal prohibición. Digamos que colecciono motivos por los que se prohíbe fotografiar.

Entablé, pues, conversación con aquel guardián y me precisó que no estaba permitido ni hacer fotografías ni tomar notas. Cada vez más intrigado ante esta consideración de la fotografía como pecado, seguí indagando hasta llegar a comprender que la prohibición no afectaba al lugar, considerado como santo, sino a la imposibilidad de realizar trabajo alguno durante el transcurso de la festividad religiosa. La aparición de las tres primeras estrellas en el cielo del atardecer sería la señal que pondría formalmente fin a la celebración y restablecería la normalidad: todo el mundo podría entonces volver a utilizar cámaras y bolígrafos si así se deseaba. Detrás de una reglamentación sumamente poética se camuflaban dos ideas muy sabrosas para la reflexión: la fotografía como «trabajo» y la fotografía como «pecado».