La cámara de Pandora - Joan Fontcuberta - E-Book

La cámara de Pandora E-Book

Joan Fontcuberta

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Beschreibung

El cambio de paradigma tecnológico al que la fotografía se ha visto sometida en los últimos años no sólo ha puesto de nuevo de manifiesto la naturaleza fotográfica de nuestra cultura, sino que ha zarandeado algunos de los fundamentos que parecían formar parte indisociable de lo fotográfico. A través del estilo desenfadado e irónico que siempre ha caracterizado a Joan Fontcuberta, La cámara de Pandora aborda la refundación de este medio en el nuevo entorno digital para repensar aquellas cuestiones que van más allá de lo estrictamente fotográfico y para abrirse a los nuevos principios que se plantean con la nueva fotografía. Con artículos de marcado tono lúdico como muestran sus propios títulos -'Yo conocí a las Spice Girls' o 'El misterio del pezón desaparecido'-, el autor retoma el hilo conductor que ya marcara en El beso de Judas. Fotografía y verdad y, en esta nueva entrega de dieciséis ensayos, desgrana lo que queda de la fotografía: los restos de la autenticidad, los restos de lo documental, los restos de unos valores que hicieron que la fotografía moldeara la mirada moderna y contribuyera a nuestra felicidad. Y, fiel al principio de que una fotografía vale más que mil mentiras, el autor elucida la naturaleza de la nueva fotografía (digital) y sus extravíos. De ahí derivan reflexiones críticas y evocaciones poéticas que rastrean los empeños de una posmoderna cámara de Pandora que ya no se limita a describir nuestro entorno sino que ambiciona poner orden y transparencia en los sentimientos, la memoria y la vida.

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A Gustau Gili i Torra (1935 - 2008)

in memoriam

Nicéphore Niepce, Vista desde la ventana de Gras. Heliografía, 1826.

INTRODUCCIÓN

“La verdad es de este mundo; se produce en él gracias a múltiples coacciones. Y detenta en él efectos regulados de poder. Cada sociedad tiene su régimen de verdad, su ‘política general’ de la verdad: es decir, los tipos de discurso que acoge y hace funcionar como verdaderos o falsos, el modo como se sancionan unos y otros; las técnicas y los procedimientos que están valorizados para la obtención de la verdad; el estatuto de quienes están a cargo de decir lo que funciona como verdadero.”

MICHEL FOUCAULT,Un diálogo sobre el poder,1985

Este libro sigue la estela de El beso de Judas. Fotografía y verdad, una selección de breves ensayos publicada en 19961 que proponía tomar el pulso al estado de la fotografía en el contexto cultural e ideológico del fin de milenio. Aunque esos apuntes rastreaban cuestiones de representación y verosimilitud, solían arrancar de vivencias personales y carecían de pretensiones teóricas; aspiraban tan sólo a contribuir a una poética de la fotografía —aunque entendida esta como una forma de mediación intelectual y sensible con el mundo—. Inicialmente partía de la asunción de que estábamos inmersos —y lo estamos cada vez más— en una cultura visual dominada por la televisión, el cine e Internet. Las imágenes que nos proporcionan todos estos medios tienen como base, como caldo primordial o célula primigenia, a la fotografía. Se podría convenir, pues, que la fotografía constituye su metafísica. Este papel convierte los productos de la cámara en materiales que trascienden lo meramente documental en tanto que discurso de verificación, para asumir en cambio un valor simbólico cuyo análisis resulta pertinente acometer al enjuiciar los regímenes de verdad que cada sociedad se autoasigna.

Experimentamos el mundo contemporáneo como un solapamiento de simulacros. Insistía conEl beso de Judasen que las apariencias han sustituido a la realidad y en que la fotografía, una tecnología históricamente al servicio de la verdad, seguía ejerciendo una función de mecanismo ortopédico de la consciencia moderna: la cámara no miente, toda fotografía es una evidencia. La fotografía se convertía así en una ética de la visión. Argumentaba entonces contra la ingenuidad en que se fundamentaban tales principios axiomáticos, coartadas históricas para puras creencias y convenciones culturales, que sugerirían que la sociedad no se seculariza: simplemente, transforma (en fe y creencias ) su necesidad de verdades. Finalmente intentaba desvelar la naturaleza constructiva —y por tanto intencional— de la fotografía, por automática que pareciera su génesis y en oposición a quienes la consideraban un simple reflejo mecánico de la realidad. Puede, decía entonces, que la fotografía no mienta, pero los fotógrafos decididamente sí. Y lo extraordinario es que aun así, aun a sabiendas de esa inevitable intervención humana, sus manifestaciones seguían siendo acogidas con una extendida necesidad de creer, con una credulidad generalizada, sin duda debido a la fatalidad de su propia genealogía tecnocientífica.

Como en la magnífica puesta en escena de la Pasión, el realismo fotográfico escondía en un beso su traición. Una traición, como la de Judas, anunciada y consentida, y sin embargo terriblemente eficaz. Algunos discursos críticos, tímidos pero crecientes, han intentado prevenirnos de la fatalidad que subyace en el corazón del dispositivo fotográfico, y en algunos casos han obtenido un cierto eco. Pero no ha sido hasta el advenimiento de las tecnologías digitales cuando no sólo los especialistas, sino también los profanos, el gran público en definitiva, han descubierto la inevitable manipulación que opera en el proceso de toda imagen fotográfica. Tal vez asistamos a la muerte de la fotografía. Siguiendo el símil bíblico se podría hablar más propiamente de su crucifixión. Porque también en este caso se trata de un requisito, doloroso pero imprescindible, para una resurrección. En el misterio de la Redención, el beso de Judas constituía un gesto plenamente justificado que abría la puerta de la salvación. No estamos seguros de si la nueva “fotografía”, la posfotografía, salva o condena a la vieja fotografía, pero desde luego nos sitúa en una conveniente posición para radiografiar el mundo en que estamos.

Esta nueva entrega de textos retoma ese hilo casi una década y media después, con igual cometido y modestia. Sólo que, en cierta medida, la niebla en el paisaje por el que entonces discurríamos parece disiparse: es como si la historia y la tecnología hubiesen decidido poner las cartas encima de la mesa renunciando a esconder ases en la manga. Con respecto a los agentes dominantes que monopolizan la producción de discursos, la política aparece como la principal fábrica de realidad. En los años de turbulencia internacional, presididos por el inefable George W. Bush, hemos aprendido que hojas de ruta encaminadas a invadir países y provocar millones de víctimas no se regían tanto por razones geopolíticas como por perseguir una misión más codiciosa: la creación de una falsa realidad. Así, un asesor del presidente Bush declaraba sin ruborizarse: “El estudio juicioso de la realidad discernible ya no es la forma en que funciona realmente el mundo… Ahora somos un imperio, y cuando actuamos creamos nuestra propia realidad. Y mientras otros estudian juiciosamente esa realidad nosotros volveremos a actuar, creando otras nuevas realidades, que volverán a ser estudiadas, y así es como van las cosas. Nosotros somos los actores de la historia... y ustedes, todos los demás, se ven reducidos a simples espectadores de lo que nosotros hacemos”. Como réplica, Frank Rich, columnista del diario The New York Times y autor del libro en el que se recogen tales declaraciones2, se obstinaba justamente en “el estudio juicioso de la realidad, en cómo aquellas ficciones reales han sido creadas, pero cómo han quedado al desnudo cuando la realidad, sea en Irak o en nuestro país, ha resultado demasiado evidente como para ser ignorada”. Aspiración meritoria —que desde luego invitamos a compartir aquí— y apremiante, porque más allá de la arrogancia demiúrgica de las palabras del asesor presidencial, es cierto que la historia reciente nos abruma con muestras, tanto del microcosmos de lo privado como del macrocosmos de lo público, que despliegan la aptitud de la imagen —que no esconde ser extensión de la política y la economía— para básicamente construir otro plano de la realidad. Un plano al que, las más de la veces, está abocada nuestra experiencia y que no vendría sino a confirmar, en sus proclamaciones y actos, el capitalismo de ficción germinalmente categorizado por Vicente Verdú. Después del capitalismo de producción y de consumo, ocupados en satisfacer el bien material y psíquico abasteciendo la realidad de artículos y servicios, “la oferta del capitalismo de ficción sería articular y servir la misma realidad: producir una nueva realidad como máxima entrega”3.

Por otra parte, en lo relativo al cambio de paradigma tecnológico, la última década del siglo supuso un escenario de confrontación e incertidumbre respecto al engarce entre vieja y nueva fotografía, entre fotografía argéntica y fotografía digital. ¿Debía hablarse de transición o de ruptura? ¿No estábamos siendo testigos de un tránsito cuya misma envergadura descomunal impedía su reconocimiento? ¿Que quizás se inscribía a su vez en una imparable transformación social y cultural de la que la tecnología constituía su lógico espejo? La perspectiva de los años ha ayudado a aclarar la situación. Por un lado, admitimos que la fotografía digital ha asumido las antiguas aplicaciones de la fotografía tradicional, la cual ha quedado descartada hoy para resolver funciones vitales indispensables y que sólo perdurará en prácticas minoritarias y artesanales. Bajo el prisma de una sociología de la comunicación, cabe entenderlo pues en términos de continuidad, de adaptación o de darwinismo tecnológico como propongo más adelante. Los valores de registro, de verdad, de memoria, de archivo, de identidad, de fragmentación, etc. que habían apuntalado ideológicamente la fotografía en el siglo XIX son transferidos a la fotografía digital, cuyo horizonte en el siglo XXI se orienta en cambio hacia lo virtual.

Pero la imagen no se reduce a su visibilidad, la visibilidad no es el criterio determinante ni el único; participan procesos que la producen y pensamientos que la sustentan, y en ese sentido sí podemos constatar un cambio de naturaleza. Y es lógico que sea así: cada sociedad necesita una imagen a su semejanza. La fotografía argéntica aporta la imagen de la sociedad industrial y funciona con los mismos protocolos que el resto de la producción que tenía lugar en su seno. La materialidad de la fotografía argéntica atañe al universo de la química, al desarrollo del acero y del ferrocarril, al maquinismo y a la expansión colonial incentivada por la economía capitalista. En cambio, la fotografía digital es consecuencia de una economía que privilegia la información como mercancía, los capitales opacos y las transacciones telemáticas invisibles. Tiene como material el lenguaje, los códigos y los algoritmos; comparte la sustancia del texto o del sonido y puede existir en sus mismas redes de difusión. Responde a un mundo acelerado, a la supremacía de la velocidad vertiginosa y a los requerimientos de la inmediatez y globalidad. Se adscribe en definitiva a una segunda realidad o realidad de ficción que, en equivalencia a las cibervidas paralelas como Second Life, resulta “antitrágica, expurgada de sentido y de destino, convertida en resguardo y en cultura de la distracción”4.

Asistimos a un proceso imparable de desmaterialización. La superficie de inscripción de la fotografía argéntica era el papel o material equivalente, y por eso ocupaba un lugar: trátese de un álbum, un cajón o un marco. En cambio, la superficie de inscripción de la fotografía digital es la pantalla: la impresión de la imagen sobre un soporte físico ya no es imprescindible para que la imagen exista, por tanto, la foto digital es una imagen sin lugar y sin origen, desterritorializada, no tiene lugar porque está en todas partes. Asimismo cambia el contrato visual. La fuerza de la foto argéntica radicaba en que no podíamos retocarla sin recurrir a una intervención externa, intrusa a su funcionamiento técnico (dibujante, aerógrafo, tinta, tijeras, etc., o sea, materiales y herramientas prestadas de otro medio). En cambio, la foto digital siempre está “retocada”, o “procesada”, pues depende de un programa de tratamiento de imagen para visualizarse: el ordenador ha relegado en importancia a la cámara, la lente se vuelve un accidente en la captación de la imagen. La fotografía convencional venía definida por la noción de huella luminosa producida por las apariencias visibles de la realidad. Sistemas de síntesis digital fotorrealista han suplido la noción de huella por un registro sin huella que se pierde en una espiral de mutaciones.

Nos debatimos así entre la melancolía por la pérdida de los valores entrañables de la fotografía argéntica y el alborozo por las deslumbrantes posibilidades del nuevo medio digital. Este desgarro nos hace revivir con el corazón partido el mito de Pandora5, la mujer que Zeus ordenó crear como castigo a Prometeo por haber contravenido su voluntad al entregar el fuego a los hombres. Diversos dioses contribuyeron a su alumbramiento y Hermes puso en su pecho mentiras, palabras seductoras y un carácter voluble. Hasta entonces, la humanidad había vivido una vida totalmente armoniosa en el mundo, pero Pandora abrió el ánfora que contenía todos los males (la expresión “caja de Pandora” en lugar de “jarra” o “ánfora” es una deformación renacentista) y liberó todas las desgracias humanas. Pandora cerró el ánfora justo antes de que la esperanza saliera. Sin embargo, una versión opuesta sostenía lo contrario: la vasija que Pandora traía consigo como regalo de Zeus en realidad contenía los bienes, los cuales, al abrirla, aprovecharon para escaparse todos al Olimpo, excepto la esperanza.

Cual cámara de Pandora, la tecnología digital provee calamidad para unos y liberación para otros. Se le achaca el descrédito irrecuperable de la veracidad, pero lo cierto es que simultáneamente instaura un nuevo grado de verdad: el horror de Abu Ghraib nunca hubiese aflorado a la opinión pública con la fotografía analógica; por el contrario, la tecnología digital hace imposible evitar la diseminación de la información. Los seguidores de Cartier-Bresson pueden lamentarse del fin del “instante decisivo” como valor definitorio porque hoy la fotografía se reduce a un corte, a un frame de una secuencia de vídeo. La fotografía digital, no obstante, nos traslada a un contexto temporal que privilegia la continuidad y en consecuencia la dimensión narrativa —no necesariamente empobreciendo la expresión fotográfica—. Las fotografías analógicas tienden a significar fenómenos, las digitales, conceptos.

En definitiva, en este libro intento en parte desgranar pérdidas y ganancias, pero desde la constatación de que no es posible volver atrás. Pandora ha consumado la dramaturgia de su gesto. Puede que haya destapado el tarro de las esencias o la caja de los truenos, pero en cualquiera de las dos hipótesis la esperanza no ha huido y permanece. Este atisbo de optimismo ilumina los textos que siguen. Unos textos que evocan lo que queda de la fotografía, lo que queda de la autenticidad de la fotografía, lo que queda, en fin, de unos valores que hicieron que la fotografía contribuyera a nuestra felicidad. No en vano se sostiene aquí que habría que repensar la teoría de la fotografía, tan obcecada en discusiones sobre filosofía del arte y ontología, por medio de insuflarle un aliento de transversalidad, es decir, de poner los pies en el suelo6. Sólo así lograremos destacar los modos en que la fotografía satisface muchas de nuestras necesidades y expectativas. En consecuencia, este no es un libro autorreferencial y estanco, sino un hub que se complace en redireccionar al lector curioso hacia ejemplos relacionados del cine y la literatura, y obviamente, hacia la exploración de numerosas manifestaciones fotográficas. Es, en fin, un libro que, rigiéndose por esa esperanza retenida en la cámara de Pandora, procura poner orden y transparencia en los sentimientos, en la memoria y en la vida. Que la fotografía que nos queda, más que el arte de la luz, devenga el arte de la lucidez.

Googlegrama: Niepce, 2005.

Primera fotografía de la historia, realizada por Nicéphore Niepce en 1826. La fotografía se ha reconstruido mediante un programa freeware de fotomosaico conectado on-line al buscador Google. El resultadofinal se compone de 10.000 imágenes disponibles en Internet, localizadas aplicando como criterio de búsqueda las palabras “foto” y “photo”.

1 Inicialmente fue publicado en francés (Le Baiser de Judas. Photographie et verité, Actes Sud, Arles). La versión en castellano apareció en esta editorial unos meses después, ya en 1997.

2Frank Rich,The greatest story ever sold.The Decline and fall of Truth from 9/11 to Katrina [La historia mejor vendida de todos los tiempos. Declive y fin de la verdad, desde el 11-S al Katrina], The Penguin Press, Nueva York, 2006. Reseña de Ernesto Ekaizer, “Es Irak, estúpido”, El País, Madrid, 6 de noviembre de 2006.

3Vicente Verdú,El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción, Anagrama, Barcelona, 2003.

4 Verdú dixit.

5 Precursora helénica de la Eva bíblica, Pandora es considerada la primera mujer y el mito le impone la culpa de los males de la humanidad (de la misma forma como Eva es culpable de tomar el fruto prohibido en otro relato cosmogónico igualmente característico de la sociedad patriarcal). En el siglo XVI, Erasmo de Róterdam confundió el mito de Pandora con el de Psique, convirtiendo el pithos original (“ánfora”) en una pyxis (“caja”). A partir de ese error se impuso la popular expresión “caja de Pandora”. Si a Erasmo se le disculpa tal desliz, espero que a mí se me conceda la licencia de imaginar a Pandora con una cámara.

6 Consúltese Instantáneas de la Teoría de la Fotografía, actas del simposio SCAN 09, coordinado por Pedro Vicente, Arola Editors, Tarragona, 2009.

FOTOGRAFÍO, LUEGO SOY

En la fotografía que tus ojos vuelven dulce

hay tu rostro de perfil, tu boca, tus cabellos,

pero cuando vibrábamos de amor

bajo el oleaje de la noche y el clamor de la ciudad

tu rostro es una tierra siempre desconocida

y esa fotografía el olvido, otra cosa.

JUAN GELMAN, “Foto”, Velorio del solo, 1961

Todos tenemos relaciones particulares con la fotografía: yo le debo la vida. No porque me la salvara, sino porque me la dio. Existo gracias a la fotografía. O por culpa suya.

Que nadie crea que se trata de una frase figurada. Aunque lo cierto es que también podría serlo porque desde más de un tercio de siglo atrás la fotografía me apasiona y constituye la actividad que llena de sentido mi vida. Tampoco se invoca un trasfondo filosófico a pesar de las resonancias que espontáneamente suscita en nuestro espíritu. Descartes propuso el “cogito, ergo sum” y su coetáneo Gassendi repuso “ambulo, ergo sum”. Descartes existía gracias al pensamiento, Gassendi gracias al movimiento y a la acción. Hoy existimos gracias a las imágenes: “imago, ergo sum”. La adaptación de ese corolario a nuestra condición de homo pictor deriva en “fotografío, luego existo”, porque no cabe duda de que la cámara se ha convertido en un artilugio principal que nos incita a aventurarnos en el mundo y a recorrerlo tanto visual como intelectualmente: nos demos cuenta o no, la fotografía también es una forma de filosofía. Tal vez por ese motivo debamos afinar el alcance de aquella proposición desglosando al menos dos versiones: en su modo perifrástico exhortativo, “fotografío, luego hago existir” (porque la cámara en efecto certifica la existencia) y su puesta en pasiva, “soy fotografiado, luego existo”, con lo que el aforismo pasará a sonar familiar a quien esté bregado en las reflexiones teóricas que arrancan con Benjamin (es la presencia de la cámara lo que hace historiable un acontecimiento).

Sin embargo, posterguemos de momento esos argumentos. Querría comenzar, como decía al principio, con algo menos metafórico y más cercano. Me refiero a que en el origen de mi vida hay una fotografía. Si en una bendita noche de junio de 1954 un intrépido espermatozoide de mi padre alcanzó un óvulo acogedor de mi madre dando lugar a mi humilde ser, en la concatenación de razones de ese encontronazo vital para mi concepción se encuentra un prosaico retrato fotográfico en blanco y negro tamaño cartera. Se trata de una bella y entrañable historia familiar; permítaseme relatarla.

Ya en las postrimerías de la Guerra Civil, mi padre se salvó de ser llamado a filas e incorporarse a la Quinta del Biberón. Pero recién terminada la contienda y con el nuevo régimen instalado en el poder, no pudo evitar un largo y penoso servicio militar que le tocó cumplir en Melilla. Concretamente, en el Regimiento de Cazadores de Villaviciosa n.º 14 de Caballería. A poca distancia, todo el norte de África se había convertido en un cruento teatro de operaciones entre los aliados y las fuerzas del Eje, y la guarnición española ya no debía ocuparse tanto de proteger las plazas de soberanía de posibles acciones insurgentes de las cabilas como simplemente de garantizar una razonable tranquilidad a Franco, que temía que alguno de los dos bandos en liza sintiera la tentación de ocupar el Protectorado. Pero nunca llegó a ocurrir nada, aparte del paso de formaciones de aviones de combate o de desganadas misiones en pos de algún piloto abatido y extraviado.

El tiempo discurría lenta y tediosamente. La turbulencia de la guerra mundial alargaba considerablemente el reemplazo de los reclutas, a pesar de que la letra de la ley de reclutamiento de 1940 limitaba a dos años el servicio en filas. Los permisos solían además escasear. La leva de mi padre pasó tres años encerrada en un cuartel rodeado por el arrabal melillense, el mar y el desierto, sin más entretenimiento que subir al monte Gurugú a leer las aventuras de “El Zorro” a la sombra de las chumberas, ir a tomar chiquitos al casco viejo o la doble sesión de cine con NO-DO los fines de semana. No es extraño que la añoranza y el aburrimiento fomentara otro tipo de actividades: entre los jóvenes surgió la idea de intercambiar direcciones de damiselas en edad de merecer. Había que aprovechar el capital de contactos femeninos que todos debían de mantener en sus respectivos lugares de procedencia. El más dotado en literatura epistolar redactó una carta cargando las tintas en el sentimiento común de nostalgia y soledad con el fin de fomentar compasión y cariño en el corazón de aquellas muchachas en flor que tenían la suerte de seguir en sus hogares al calor de sus familias. A la postre se les solicitaba un inocente intercambio de correspondencia. Durante mucho tiempo mi padre ha sido capaz de recitar de memoria varios pasajes de aquel texto cursi y melodramático cuya posterior evocación provocaba hilaridad en nuestros encuentros familiares:

“Señorita: No quiero entrar en detalles sobre la forma como he obtenido su dirección por ser este un secreto en la relación que trato de conseguir con usted. ¿Qué le diré de mi persona? Sepa tan sólo que soy un soldado del ejército español que, separado de los suyos y amigos allende el tranquilo mar, no le suceden los días con la velocidad deseada...”

Las direcciones de las muchachas fueron sorteadas entre los mozos, que se habían apresurado a copiar varias veces el manuscrito original. Los correos partieron dejando un halo de ilusión.

A mi madre, que se encontraba entre las múltiples destinatarias, la carta le pareció de un estilo bochornoso y pazguato, y escrita además en un idioma que a ambos, emisor y receptora, les era ajeno e impuesto. Contestó, pero exigiendo renunciar a aquel tono amanerado. Las cartas que durante unas semanas fueron y vinieron constataron una sintonía recíproca. En una de ellas, mi padre, que luego se convertiría en un experto publicitario, tuvo la feliz idea de incluir su retrato. Mi madre quedó prendada de aquel atractivo personaje que irrumpía con tal desfachatez en su vida, y todavía más de sesenta años después explica con brillo en los ojos cómo el simple descubrimiento de su rostro le supuso el flechazo inmediato. Más allá de la simple curiosidad, algo de aquel retrato la sedujo. Las palabras en la correspondencia que siguió terminaron de enamorarla y varios años más tarde se casaban. Naturalmente una relación amorosa que ha sobrepasado medio siglo no se construye tan a la ligera, pero ese episodio sentenció el inicio. No me sorprende que hoy en día haya parejas que establezcan relaciones sentimentales a través de Internet, como tampoco hay que olvidar que desde el Renacimiento muchos retratos fueron pintados como embajadas de presentación para propiciar uniones entre miembros de diferentes dinastías o linajes de la nobleza.

Aunque mi padre no lo recuerda con precisión, su retrato fue seguramente tomado por un fotógrafo ambulante melillense, uno de esos fotógrafos que reciben el apelativo cariñoso de “minuteros” porque se comprometían a entregar la foto “al minuto”. De hecho esta especialidad de fotografía callejera ha desaparecido ante el embate de los avances técnicos, pero hace unas décadas todavía estaba presente en las zonas turísticas concurridas. Su modus operandi nos resulta ahora bien curioso. Disponían de una cámara de gran formato que les servía a la vez de cuarto oscuro. Con la cámara sujeta a un trípode encuadraban al modelo; la imagen se proyectaba invertida sobre un cristal esmerilado que les permitía controlar un inestable enfoque y a menudo, a falta de obturador, efectuaban la exposición poniendo y quitando la tapa de la lente durante unos segundos. Se utilizaba papel y no película para el negativo, que era revelado y fijado en cubetas situadas en el interior de la misma cámara. Seguidamente, el negativo, todavía húmedo, era colocado frente al objetivo para ser reproducido. Esta segunda toma volvía a invertir los tonos, con lo cual, repitiendo el proceso químico, se conseguía un positivo que restituía los tonos del original. El papel se aclaraba en un cubo de agua para eliminar someramente los residuos ácidos y el cliente se llevaba una foto todavía húmeda y cuyo fijado precario no auguraba larga vida.

Nuestro retrato fundacional, no obstante, perdura aún con su pátina amarillenta que acredita un envejecimiento primoroso. La tinta de la dedicatoria que mi padre estampó posteriormente, desvelando los nombres de los protagonistas, destaca sobre unas sales de plata ya en retirada. A pesar de que un retrato de estas características requería del modelo que permaneciera inmóvil un buen rato para los preparativos y el disparo, el rostro aparece distendido y natural: ancha frente, cejas pobladas (marca de familia acogida con desigual satisfacción según el género de los descendientes), ojos risueños, sonrisa entre espontánea y postiza, como soportando estoicamente y sin enojo el trance de una larga pose. Probablemente, el minutero se sabía de sobra la luz y el emplazamiento adecuados; con una suavidad envolvente, resguardado a la sombra de un día que se intuye calurosamente soleado, un muro liso que actúa de fondo, ligero descentramiento... La tez bronceada contrasta con la blancura de la camisa preservando las calidades de gama tonal. La mirada se desvía hacia un lado, rehuyendo con timidez el eje de la cámara, un eje que es paradigma de todas las miradas que se iban a dirigir en el futuro “contra” él mismo, “contra” su imagen depositada en ese pequeño retazo de papel.

¿Qué hace que un rostro fijado así despierte este tipo de arrebato? ¿Cuáles fueron las características determinantes sin las cuales el efecto no se hubiera producido? ¿Qué hubiera sucedido si la fotografía hubiese resultado técnicamente defectuosa? O al revés, ¿si hubiese sido objeto de uno de esos retoques relamidos que habían puesto de moda glamurosos galanes y actrices? ¿En qué se basan las leyes de la fotogenia?

Fueron los primeros cineastas franceses de vanguardia quienes acuñaron el término de “fotogenia”. Louis Delluc y Jean Epstein sugerían a principios de los años veinte que el alma (esa “verdad interior” que también obsesionaba a Dziga Vertov con su Kinopravda) podía ser captada y aislada por una imagen potente. Para ambos la cámara ostentaba un poder de transformación casi mágico, una capacidad de condensar una intensidad efímera que una vez revelada estaba destinada a brillar por unos segundos antes de desvanecerse. Ese resplandor concentrado y fugaz podía también darse en fotografía: “La lente es capaz de invocar la fotogenia y destilarla entre sus planos focales”. La fotogenia no es una propiedad exclusiva de la realidad, ni es un simple efecto del dispositivo óptico ni resulta de un truco del operador; brota en cambio de una alianza necesariamente a tres partes entre el modelo, la cámara y el fotógrafo. La fotogenia sólo se manifiesta como el destello de un poder latente sublimador que no puede ser controlado. Tan sólo puede ser convocado, invitado, implorado, se pueden preparar unas circunstancias propicias, pero como en los rezos o en las invocaciones de los espiritistas, que la fotogenia acuda a la llamada sólo depende de los designios de la providencia. Lógicamente muchos críticos posteriores censuraron la endeblez excesivamente subjetiva y el misticismo casi inaceptable de esa formulación. Por ejemplo se puede hablar de lo pintoresco como categoría estética, aducían, pero lo fotogénico escapa a un examen científico riguroso tanto como el alma se resiste a cualquier objetivización.

Y sin embargo nos empeñamos en que el rostro humano es el espejo del alma, el lugar a la vez más íntimo y más exterior del sujeto, la pantalla en la que se funde su interioridad psicológica con las coerciones a que le somete la vida pública. El rostro es, a la vez, la sede de la revelación y de la simulación, de la indiscreción y de la ocultación, de la espontaneidad y del engaño, es decir, de todo aquello que permite la configuración de la identidad. Ante una cámara siempre somos otro: el objetivo nos convierte en los diseñadores y gestores de nuestra propia apariencia. Roland Barthes nos anuncia esa mutación inevitable: “Cuando me siento observado por el objetivo, todo cambia: me constituyo en el acto de posar, me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen”7. Por consiguiente, el retrato que resulta no es más que una máscara posible, una máscara que se queda pegada al personaje como un escudo levantado en la confrontación de las miradas y que expresa estados más allá de la expresión. “Resuena a través de esa máscara —escribe Eugenio Trías en el catálogo deLa última mirada. Autorretratos de las postrimerías8— el silencio hierático de lo sagrado, que invade el rostro y los ojos hasta fijarlos en una especie de reposo rígido y majestuoso. No hay el menor atisbo de movimiento ni de dinamismo, o de fuerza potencial que pudiera ser desplegada, en esos rostros convertidos, en su travesía del límite, en auténtico material sagrado.”

Sin duda el recluta Fontcuberta era por completo ajeno a tales atisbos de sacralización como al resto de estas reflexiones, pero, guiado por la necesidad, sabía recurrir a ese instinto humano de inteligencia acelerada que es la intuición: concedió más a la providencia que al minutero anónimo el gobierno de la sesión fotográfica. Más allá de la cara risueña se adivina la anuencia de un orden oculto; de la sublimación sobreviene una especie de afabilidad, una suspensión en el tiempo, un darse sin condiciones a la mirada del otro. En las facciones de su rostro asoma un eco afectivo resplandeciente y aurático que despliega su poder de seducción. ¿Material sagrado? Quién sabe. Catalizada tal vez por un soplo divino o por una epifanía inexplicable, la alquimia de esas sales de plata iba a generar aquí más consecuencias que el ya en sí portentoso milagro de la imagen.

¿Qué cautivó a mi madre en ese retrato? Insistiendo en el Barthes deLa cámara lúcida, lo que desencadena la secuencia de reflexiones que le lleva a explicarnos el concepto de “punctum” y de “studium” es otro retrato, el de su madre en un invernadero. Pero Barthes renuncia a reproducir ese retrato en el libro y se limita a describirlo, porque entiende que alpunctumlo informan vivencias personales que no son transferibles. Elpunctum, “aquello que nos es dado como un acto de gracia”, sólo interactúa con la naturaleza privada de la experiencia de un observador particular. La imagen del invernadero reemplaza simbólicamente a una persona amada desaparecida y por tanto fracasaría en un intento de ilustrar para el resto del mundo la idea de unpunctumque condensa, justamente sólo para Barthes, un profundo sentimiento de pérdida.

Para nuestro maître à penser la fotografía encarna una muerte simbólica. El clic del obturador guillotina el tiempo, congela el gesto, fosiliza el cuerpo… Toda fotografía constituye una promesa de eternidad, a costa de descubrirnos a todos como futuros cadáveres: la imagen permanece cuando el cuerpo se desvanece. Y si, para Barthes, la fotografía mata, para Kracauer lo que en realidad pretende es desterrar el recuerdo de la muerte. En un ensayo muy anterior9, Kracauer ya se había fijado en el retrato de su abuela de joven, cuando era una diva cinematográfica, y lo había comparado con la imagen que guardaba de ella. La fotografía, para Kracauer, no ayudaba a recordar lo esencial, sino que contrariamente distorsionaba la memoria. “El ser humano no es quien aparece en su fotografía, sino la suma de aquello que se puede extraer de él. La fotografía lo destruye cuando lo retrata… Los rasgos de los hombres se conservan sólo en su historia.” Si fotografiamos es para apegarnos a instantes de la vida de tal forma que olvidemos que existe la muerte. La fotografía tendría pues como misión eclipsar la idea misma de la muerte.

Alejado de estas sombrías necrolatrías, para mí, al contrario, la fotografía se vincula a la vida y no a la muerte, y por eso yo no tengo ningún problema en publicar el retrato de mi padre. Y no sólo porque le rodeen circunstancias que son efusivas, no dramáticas, sino porque estoy convencido de que allí donde la fotografía como manifestación de vida no alcanza, queda la palabra, que es otra forma eficaz de construirnos. Y queda también, sobre todo, la capacidad de empatía del espectador. En definitiva, los humanos tendemos a compartir experiencias bastante comunes: alegría y dolor, felicidad y sufrimiento, amor y desamor...

Pero si aun con los antecedentes proporcionados, los lectores son incapaces de figurarse la condición de punctum en el retrato de mi padre, no me parece preocupante. Para este preciso capítulo de la historia lo único que importa es que esepunctumfue a clavársele a mi madre directo al corazón. Como si Cupido y Barthes se hubieran aliado. De esepunctumsomos herederos (de momento y que se sepa) tres generaciones más de Fontcuberta. Y en lo que a usted concierne, estimado lector, es también gracias a esepunctumcomo hoy puede tener este libro en las manos y estar leyendo estas líneas.

Y construí tu rostro.

Con adivinaciones del amor, construía tu rostro

en los lejanos patios de la infancia.

Albañil con vergüenza,

yo me oculté del mundo para tallar tu imagen,

para darte la voz,

para poner dulzura en tu saliva.

JUAN GELMAN, “Fábricas de amor”, Velorio del solo, 1961

(lo firma el poeta, pero podía haberlo hecho el minutero de Melilla)

7 Roland Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Ediciones Paidós Ibérica, Barcelona, 1989. [Versión original: La chambre claire. Note sur la photographie, Cahiers du Cinéma/Gallimard/Seuil, París, 1980]. Aviso para navegantes: Barthes va a acompañarnos a menudo a lo largo de estos textos y su tutela nos permite recuperar una anécdota, referida por Bas Vroege, director de la revista Perspektief en Róterdam entre 1980 y 1993. El consejo de redacción de esta publicación se reunía periódicamente para decidir contenidos y sus miembros solían enzarzarse en discusiones en las que el nombre de Barthes salía a relucir con profusión. Tanto era así que decidieron que la mención a Barthes quedaría penalizada con un peaje: cada vez que un miembro del grupo lo citase, se vería obligado a pagar una cerveza a los demás. Supongo que el sistema introdujo una cierta contención. En mi caso, espero que se me condone esta obligación, de lo contrario voy a tener que invertir casi todos los derechos de autor de este libro sólo en pagar cervezas a los lectores.

8 MACBA, Barcelona, 1997.

9 Siegfried Kracauer, “La fotografía” en La fotografía y otros ensayos. El ornamento de la masa 1, Editorial Gedisa, Barcelona, 2008. [Versión original: “Die Photographie”, Frankfurter Zeitung, 28 de octubre de 1927. Reproducido en Das Ornament der Masse, Suhrkamp, Fráncfort, 1963].

EL OJO DE DIOS

Llegará un día en que el objetivo Zeiss superará al ojo de Zeus, que lo ve todo pero desde demasiado arriba.

MÀRIOUS GIFREDA,“El ojo de Zeiss y el ojo de Zeus”,

Mirador, 1930

En el nuevo milenio la cámara ha pasado a barajar la pulsión vivificadora del punctum por otros vericuetos. El procedimiento de los retratos “al minuto” (como el que plasmó el rostro de mi padre) se insertaba en la voluntad de reducir el lapso necesario para llegar a visualizar la imagen y en ese sentido puede considerarse un sistema precursor de las cabinas de fotomatón, la Polaroid y otras efímeras modalidades de fotografía instantánea.

Después de que Polaroid venciera en los tribunales a Kodak, el otrora gran coloso amarillo de la industria fotográfica, en un pleito multimillonario sobre la patente de la fotografía instantánea, todos auguraban a la mítica empresa fundada por Edwin Land un feliz futuro. Pero a mitad de los noventa empezó a implantarse la fotografía digital, que no sólo cumplía el mismo cometido que la Polaroid —la inmediatez—, sino que además aportaba un cúmulo de ventajas adicionales.

El éxito inicial de la Polaroid se había fundamentado en un factor técnico obvio: la reducción de espera entre el momento de la toma y el momento de su plasmación visible. Con ello desaparecía el cuarto oscuro y la magia oscura que allí se gestaba. El milagro de la imagen se hacía más asequible. En lo metafísico se desvanecía también la noción de imagen latente, con aquella aureola poético-filosófica, y se acortaba esa espera de incertidumbre —el tiempo entre el disparo y las fotos reveladas— que cobijaba tantas esperanzas como temores (y de la que me ocuparé con mayor extensión en el próximo capítulo).

Aunque estas elucubraciones traían sin cuidado a los usuarios que se guiaban por estrictos criterios prácticos y de comodidad, era indudable que Polaroid representaba un avance en ciertas parcelas documentales de la fotografía, por ejemplo, supliendo lo que podría ser una agenda o un carnet de croquis, una ayuda a la memoria. Si nos atenemos al mundo del cine como indicador sociológico, no pocos títulos se ocupan de recordárnoslo. Pensemos por ejemplo enMemento(2000), ese desconcertante experimento de narración cinematográfica de Christopher Nolan que nos relata la historia de un personaje que a pesar de verse aquejado de una alteración de la memoria (amnesia anterógrada), desea vengarse de la violación y asesinato de su esposa. Leonard Shelby es incapaz de almacenar nuevos recuerdos; sin embargo, posee memoria sensorial y recuerda cómo realizar las acciones cotidianas. A fin de “recordar” los sucesos de su vida mientras padece ese trastorno, establece un protocolo gracias a fotos instantáneas con las que obtiene un registro consultable de la gente con la cual se relaciona, las personas que son de fiar y las que no, el motel donde se hospeda, cuál es la matrícula de su coche, y otros elementos básicos para el transcurrir de su vida. El frenético ritmo de los acontecimientos con que se desarrolla el filme hubiese hecho inviable el uso de la foto convencional: es la instantaneidad de la Polaroid lo que permite sustentar convincentemente la narración.

En síntesis, el éxito popular de Polaroid radicaba en esa prontitud en poder comprobar los resultados, que a su vez añadía un mayor pedigrí documental. Para muchas aplicaciones, la Polaroid parecía estar dotada de una calidad testimonial superior ya que nos garantizaba más proximidad a la verdad al eliminarse las posibilidades de “trampa” que pudieran amparar los manejos del laboratorio. Pero Polaroid se implantó también en el mercado por otros factores colaterales. Dos de ellos resultaban palmarios. Por un lado, la aparición de una cámara Polaroid introducía una dimensión de juego y teñía de aspectos lúdicos el acto fotográfico. Por otro lado, el sistema instantáneo garantizaba la privacidad y por lo tanto se adecuaba a situaciones de intimidad. ¿Quién no ha temido en alguna ocasión que los dependientes de los establecimientos fotográficos o los técnicos de laboratorio fisguen indiscretamente en los materiales que les llevamos a revelar? De hecho, de esa desconfianza ha nacido el argumento del thriller psicológico Retratos de una obsesión (traducción muy libre del título original One Hour Photo, 2002) que el director Mark Romanek ha llevado a la pantalla con Robin Williams de protagonista. Que los guionistas de Holywood se ocupen de este asunto indica hasta qué punto la privacidad en las imágenes, incluso en una esfera estrictamente doméstica, es una preocupante cuestión de dominio público.