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De desposeída a… lucir los diamantes del duque. Había algo familiar en la mujer pobre pero orgullosa que Cristiano Velázquez salvó de las calles de París, una pelirroja salvaje que despertaba en él un intenso deseo. Pero no dio con la respuesta hasta que le ofreció un trabajo como limpiadora en su mansión. Era la hija, desaparecida años atrás, de su adversario. Llegar a casarse con ella le proporcionaría a Cristiano el placer de robar a su enemigo lo único que le importaba, igual que este le había arrebatado a él en el pasado todo lo que valoraba. ¿Cuál sería el primer paso? Conducir a su nueva y desafiante empleada… al altar.
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Seitenzahl: 184
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Jackie Ashenden
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El duque vengativo, n.º 2894 - diciembre 2021
Título original: The Spaniard’s Wedding Revenge
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-213-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
LO ÚLTIMO con lo que habría querido encontrarse al salir de su discoteca favorita de París Cristiano Velázquez, duque de un antiguo ducado de España y famoso playboy, era una banda de jóvenes agachados delante de su limusina. Aún menos le gustó oír el sonido inconfundible de un bote de pintura en espray. Por qué su chófer, André, no estaba vigilando el vehículo, tal como le correspondía, tendría que averiguarlo más tarde.
Las dos mujeres que lo acompañaban, una de cada brazo, comentaron algo sobre posibles guardaespaldas, pero Cristiano nunca había querido tener protección personal, y no pensaba cambiar de idea. Lo cierto era que algunas noches tediosas ansiaba vivir algo inesperado, como un robo o un atraco, y al menos la presencia de un grupo de chicos de la calle era algo fuera de lo cotidiano Eso no significaba que le gustara que estuvieran pintando su limusina.
Aun así, la presencia de los chicos había alterado a sus acompañantes y si, tal y como pretendía, quería pasar la noche con ellas en su cama, tenía que solucionarlo.
–Disculpadme, queridas –masculló. Y se acercó lentamente a los jóvenes.
Uno de ellos debió verlo y dar la voz de alarma, porque el resto salió corriendo como una jauría de perros, excepto por el que en aquel momento estaba pintando una frase grosera en la puerta del copiloto.
El chico estaba en cuclillas, su menudo cuerpo desdibujado dentro de unos holgados vaqueros negros sucios y una enorme sudadera con la capucha levantada. Absorto en el remate de su obra de arte, no se dio cuenta de la proximidad de Cristiano. Este se detuvo a su espalda.
–Está muy bien. Pero falta una «h» –apuntó.
El chico se puso en pie de un salto, tiró el bote de pintura y giró hacia la dirección contraria, pero Cristiano lo sujetó por la capucha. Cuando está se bajó, el chico intentó volver a subirla, pero fue demasiado tarde. Un mechón de cabello largo, de un tono rojizo-albaricoque, cayó sobre su hombro.,
Cristiano se quedó paralizado. Se trataba de un color inusual y que al mismo tiempo le resultaba extrañamente familiar. Un antiguo recuerdo se revolvió en el fondo de su mente. Sin pensárselo, tomó al chico por los hombros para que se volviera, al tiempo que le bajaba la capucha del todo.
Una melena de cabello del peculiar tono rojizo quedó a la vista, enmarcando un rostro de delicadas facciones y unos ojos grandes de color violeta. No era un chico, sino una chica. Mejor dicho, una mujer.
De su boca escapó un taco grosero en una voz que no se correspondía con el aire inocente que le proporcionaban sus grandes ojos. Una voz sexy, ronca y dulce, que fue directa a la ingle de Cristiano.
Eso no era extraño. Todo tendía a despertar su deseo.
Sujetó la capucha con fuerza mientras ella dejaba escapar otro juramento y trataba de soltarse como un gatito salvaje mientras él se limitaba a sujetarla con más fuerza. Para ser tan menuda era fuerte y luchadora, y Cristiano se planteó soltarla, más aún dado que dos mujeres lo esperaban para pasar la noche con él.
Por otro lado no podía quitarse de la cabeza la sensación de que la chica le sonaba de algo. El cabello, los ojos y aquellos labios voluptuosos…
¿La había visto antes? ¿Se habría acostado con ella? Era poco probable. Estaba sucia y había en ella algo salvaje y primario. Él conocía bien el mundo y era capaz de reconocer el aspecto de una persona que vivía en la calle.
El vocabulario que usaba también confirmaba esa hipótesis. Y eso que él no tenía ningún problema con las palabrotas. Aunque sí, con que le pintaran la limusina.
–Quieta, gatita, o llamo a la policía –ordenó.
Con la mención de la policía la chica renovó sus esfuerzos por soltarse y, sacando una navaja del bolsillo, amenazó con ella a Cristiano.
–¡Suéltame! –dijo. Y añadió una insinuación a una parte delicada de la anatomía masculina.
Cristiano pensó que ya le había dedicado suficiente energía. Era bonita, pero era absurdo entretenerse con una mujer que se resistía cuando tenía tantas dispuestas a entregarse.
Por otra parte, sus gustos eran… eclécticos y aquella chica era distinta a las que acostumbraba a tratar. Aunque tal vez fuera un poco joven.
–No –dijo con calma–. Podría pasar por alto que hayas pintado mi coche, pero has asustado a mis amigas, y eso no puedo perdonarlo.
Ella dejó escapar otro juramento y blandió la navaja.
–Y ahora me atacas –apuntó Cristiano, aunque la navaja no le podía alcanzar y no le preocupaba.
–¡Tú me has atacado a mí! –exclamó ella.
Cristiano suspiró. Estaba perdiendo la paciencia. Era tarde, o temprano según se mirara, y quería ir a la cama acompañado. Tenía que dar el episodio por terminado.
«Suéltala».
Lo haría, pero antes quería averiguar por qué le resultaba familiar o no conseguiría quitársela de la cabeza. Afortunadamente, entre las habilidades que había adquirido para llenar el vacío que sentía en su interior estaban las artes marciales, así que de un solo movimiento le quitó la navaja y la metió en la limusina. Luego entró y cerró la puerta, bajando el pestillo para impedir que saliera.
Ella intentó automáticamente abrir la puerta, pero no pudo. Solo Cristiano podía desbloquear las puertas desde el interior.
Cristiano se limitó a observarla en silencio mientras el intento de fuga fracasaba. Cuando tuvo claro que no podía salir, la chica se volvió a mirarlo con una mezcla de ira y de temor en sus ojos violetas.
–Déjame salir –exigió jadeante.
Cristiano se reclinó en el respaldo del asiento opuesto al de ella y metió las manos en los bolsillos.
–No –dijo, estudiando el rostro de la joven.
Ella apretó los dientes con gesto tenso.
–¿Vas a violarme?
Cristiano parpadeó asombrado por la cruda pregunta y estuvo a punto de ofenderse por que tan siquiera insinuara algo así. Pero enseguida encontró lógico que, viviendo en la calle, eso fuera lo primero en lo que pensara. Y más cuando un hombre mucho más fuerte que ella acababa de encerrarla en un coche.
–Por supuesto que no.
Ella lo miró con suspicacia.
–Entonces ¿por qué me has encerrado?
–Porque has intentado clavarme una navaja.
–Podrías haberme dejado ir.
–Has pintado mi coche y repararlo va a salirme muy caro.
Ella lo miró con desdén.
–Puedes permitírtelo. Eres rico.
–Eso es verdad, pero sigue siendo una molestia. Me has complicado las cosas, gatita, y eso no me gusta nada. Dime: ¿qué vas a hacer para remediarlo?
–Nada –la chica alzó la barbilla–. Ábreme, fils de pute.
–¡Qué vocabulario! –la reprendió Cristiano, divertido a su pesar–. ¿Quién te ha enseñado esos modales?
–Voy a llamar a la policía y a decir que me retienes en contra de mi voluntad –la joven metió la mano en el bolsillo y sacó un móvil destartalado–. Si no abres en diez segundos, llamo a emergencias.
Cristiano dijo impasible:
–Adelante. Conozco bien a la policía. Les encantará saber que, además de pintarme el coche e insultarme, me has amenazado con una navaja cuando he intentado detenerte.
La chica abrió la boca, pero la cerró sin llegar a hablar. Cristiano preguntó:
–¿Cómo te llamas? –no conseguía librarse de la idea de que la había visto con anterioridad.
–No te importa –era evidente que había renunciado a llamar a la policía, porque guardó el teléfono–. Devuélveme la navaja.
Cristiano se estaba divirtiendo. La gatita era valiente a pesar de su posición de desventaja. Por otro lado, era lo propio de quien había tocado fondo y no tenía nada que perder. Él lo sabía bien. Había llegado a ese punto, sino física, sí espiritualmente.
–Me temo que no va a ser posible –inclinándose hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas y entrelazó los dedos. Ella lo miró con renovada inquietud y tenía motivos. Cristiano empezaba a perder la paciencia–. Te lo pregunto una vez más: ¿cómo te llama, gatita?
El hombre sentado frente a Leonie, el rico bastardo que la había encerrado en su limusina, la estaba aterrorizando, y no estaba segura de por qué cuando ni siquiera actuaba amenazadoramente. Se limitaba a mirarla con sus ojos verde oscuros y con las manos sobre las rodillas.
Iba vestido completamente de negro y Leonie no necesitaba ser rica para saber que el traje que llevaba estaba hecho a su medida. Solo eso explicaba que le quedara como un guante, enmarcando sus anchos hombros y su pecho, la estrecha cintura y los poderosos muslos.
Prácticamente olía a dinero. Más aún, a poder. Era como una fuerza física que la empujara, robándole el oxígeno y rodeándola la garganta con sus largos dedos.
Pero había algo más que Leonie no sabía definir y que estaba relacionado con su rostro, que era tan hermoso como el de los ángeles esculpidos en mármol del cementerio Père Lachaise, aunque en su carnalidad había algo de ángel caído. Pero tampoco: no era ni ángel ni demonio, no era un ser místico, sino un ser elemental, primario.
Era una pantera negra observándola, distraído y perezoso, desde la rama de un árbol, esperando el momento de abalanzarse sobre ella.
Eso la asustaba, pero no tanto como el tipo de amenazas con las que estaba familiarizada. Vivir en las calles de París la había provisto de un radar de peligros, sobre todo los físicos, y él no emitía ninguna señal en ese sentido. Se trataba de algo distinto.
–¿Por qué quieres saber mi nombre? –no acostumbraba a darlo a no ser que conociera bien a la persona, y eso le había salvado en más de una ocasión–. ¿Para llamar a tus amigos en la policía y que me detengan?
Había cometido un error al pintar el coche, puesto que, por norma general, mantenía un perfil bajo. Pero alguien la había seguido cuando iba a la callejuela en la que había confiado dormir y, para no quedarse sola, se había unido a un grupo de chicos a los que había visto anteriormente pintando grafitis. Y para ganare su respeto, no había vacilado cuando le habían animado a tomar el bote de pintura.
Si era sincera consigo misma, no le había importado vandalizar aquella limusina en concreto. Los ricos nunca veían a la gente de la calle, y en cierto sentido, le había atraído la idea de imponer su existencia al anónimo dueño de aquel coche. Aun cuando implicara tener un encontronazo con la policía.
–No.
El hombre tenía una voz cálida y grave que le provocaba un estremecimiento interno. Contenía un leve y musical acento.
–Pero has estropeado mi coche. Lo mínimo que puedes hacer es decirme tu nombre –añadió.
Leonie frunció el ceño. ¿Qué había hecho con su navaja? Quería que se la devolviera; no se sentía segura sin ella.
–¿Por qué? ¿No quieres dinero?
Él enarcó una de sus perfectas cejas.
–¿Tienes?
–No.
El hombre encogió un hombro y Leonie se descubrió observando cómo la camisa se estiraba sobre los músculos de su pecho. Era extraño. Ella nunca se fijaba en ese tipo de cosas en un hombre. Todos eran espantosos, sobre todo los ricos. Ella los conocía bien: su padre era uno de ellos y había echado de su casa a su madre y a ella, abocándolas a vivir en la calle. Por eso había odiado a aquel tipo al instante.
Odio era la única palabra lo bastante fuerte como para describir la perturbadora e intensa sensación que se estaba acumulando en su interior.
–Entonces, gatita –dijo él con su voz densa y profunda–, tendrás que darme tu nombre.
–No quiero.
Apretó los dientes. La resistencia era lo único a lo que uno se podía aferrar en la calle, y se asió a ella testarudamente. Resistencia a todo y a cualquiera que intentara aplastarla y hundirla entre los adoquines de París. Porque si no se resistía, ¿qué le quedaba? ¿Cómo, si no, sabría que existía?
«¿Pintando palabrotas en una limusina?» Si era necesario, sí. La cuestión era pelear. En eso consistía la vida.
Él volvió a encogerse de hombros con un gesto elegante.
–Entonces me temo que tendrás que compensarme de otra manera.
Ah, claro. Eso sí lo entendía.
–Prefiero morirme que pagarte con sexo.
Los labios del hombre esbozaron una sonrisa, desconcertándola. Normalmente los hombres se enfadaban cuando los rechazaba. Y por alguna razón, la irritó que pareciera divertido.
–De eso estoy seguro –dijo pausadamente–. Se me da muy bien. Y te aseguro que nadie ha muerto mientras manteníamos relaciones.
Leonie pasó por alto el hormigueo de su estómago. Quizá era hambre. No había comido nada, y aunque no era raro pasar el día sin comer, lo que no era habitual era estar encerrada en una limusina con… quienquiera que fuera aquel hombre.
–Pero sé a lo que te refieres –continuó él antes de que ella pudiera protestar–, y te aseguro que la recompensa que pido no consiste en sexo. Aunque estoy seguro de que eres muy deseable.
Ella le dirigió una mirada sombría.
–Lo soy, ¿por qué crees que llevo navaja?
–Claro, ¿qué hombre no desearía a una gata salvaje? –bromeó él, sonriendo.
Y Leonie se encontró mirando sus perfectos labios. Reprendiéndose mentalmente, dijo:
–No te imaginas hasta qué punto –dijo, obligándose a desviar la mirada hacia sus ojos, aunque eso tampoco le sirvió de nada.
El hombre se puso súbitamente serio y se apoyó en el respaldo del asiento.
–No, no lo imagino.
Leonie se encogió de hombros; de pronto el interior del coche resultó frío, –¿Qué es entonces lo que quieres? No puedo pagarte y no voy a decirte cómo me llamo, así que solo puedes llamar a la policía y hacer que me detengan. Y si no vas a hacer eso, ¿no sería más fácil dejarme ir?
–¿Y cómo me recompensarías por los inconvenientes que me has causado? –el hombre sacudió la cabeza–. No, gatita, me temo que no puedo dejarte ir –hizo una pausa, pensativo–. Creo que voy a tener que ponerte a trabajar.
TAL Y como Cristiano había esperado, la pequeña pelirroja recibió la sugerencia sin excesivo entusiasmo.
Él ni siquiera sabía por qué lo había dicho. Podía pagar sin dificultad el coche y en cuanto a los demás inconvenientes… Cristiano miró por la ventana a las dos exquisitas mujeres que confiaban en pasar la noche con él. Seguían esperándolo; en cambio, su interés en ellas había decaído. Se sentía más interesado en la gatita. Era un enigma, y hacía años que nadie despertaba su curiosidad.
Quería saber su nombre, y le irritaba que no quisiera dárselo. Más aun cuando la sensación de conocerla era como un rumor sordo en su cabeza.
Además, cuando se había referido a los hombres, Cristiano había sido consciente de lo que suponía dejarla volver a la calle a las dos de la madrugada. Era obvio que estaba acostumbrada a cuidar de sí misma, pero eso no significaba que él fuera a dejar que lo hiciera. No era un caballero, aunque procediera de una larga dinastía de nobles de España, pero era lo bastante hombre como para resistirse a abandonar a aquella joven sola en mitad de la noche.
Porque, no, no le tomaba por sorpresa lo que los hombres pudieran querer de una jovencita tan seductora. Él era uno de ellos. Lo que le dejaba solo una opción: mantenerla a su lado de manera que a ella le resultara aceptable.
De ahí lo de ofrecerle trabajo, aunque no supiera en qué puesto.
Tenía varias propiedades y un castillo en España al que evitaba ir en la medida de lo posible, además numerosas compañías en las que había invertido su fortuna. Pero ya tenía suficiente personal ocupándose de todo ello. Además, no eran el tipo de cosas que una golfilla de la calle pudiera hacer por muy luchadora que fuera.
Así que el único trabajo que podía ofrecerle era doméstico. Las tareas de casa al menos no requerían preparación y le permitiría mantenerla cerca hasta descubrir su identidad.
–¿Qué tipo de trabajo? –preguntó ella con suspicacia.
–Necesito alguien para la limpieza –Cristiano ladeó la cabeza y la estudió–. Tengo una casa muy grande que necesita cuidado. Puedes calcular lo que me debes por el coche.
–Pero…
–¿Te he dicho que el personal tiene habitación propia?
–¿No tienes suficiente gente que haga tu trabajo sucio?
–Sí –Cristiano no le tomó en cuenta el tono sarcástico–. Pero siempre me viene bien alguien más. Además pago muy bien a quien hace mi «trabajo sucio».
Ante la mención de un salario, el brillo de desdén en los ojos de la chica se transformó en cálculo.
Cristiano lo reconoció al instante porque lo había experimentado. Era el brillo del hambre. No solo de comida, sino de algo ansiado que nunca llegaba a alcanzarse.
La joven quería dinero y no era de extrañar. El dinero representaba poder y seguridad, y ella carecía de ambas cosas.
–¿Les pagas? –preguntó ella expectante.
–Por supuesto, son mis empleados, no mis esclavos
Ella se inclinó hacia adelante y clavó sus ojos violetas en él.
–¿Me pagarías? ¿Seguiría teniendo trabajo una vez pague el arreglo del coche?
Algo se removió en las entrañas de Cristiano. Algo que le resultaba familiar. Después de todo, la chica era preciosa. Podía imaginarla mirándolo así, con las mejillas teñidas de rubor y el cabello extendido sobre su almohada, mientras él se adentraba en su interior y…
Era una imagen hermosa, pero debía seguir siendo solo una fantasía. Esa chica nunca sería una de sus amantes. Aparte del dinero y de todo lo que los separaba, era mucho más joven que él.
Por otro lado, estaba seguro de que había tenido malas experiencias con los hombres o que los rehuía completamente. En cualquier caso, habría sido demasiado esfuerzo, y él intentaba tener que trabajar lo menos posible. No quería nada difícil, ni arduo y huía de las complicaciones como de la peste
Aquella gatita era una complicación en sí misma, pero por alguna razón, estaba dispuesto a dedicar un poco de energía a averiguar por qué le resultaba conocida. Después de todo, era la primera vez en mucho tiempo que le interesaba algo más allá del placer físico. Y no tenía nada que perder.
–¿Quieres un trabajo? –preguntó aun sabiendo la respuesta.
–Claro que sí –ella entornó los ojos–. ¿Cuánto pagas?
Era una buena pregunta, aunque Cristiano dudaba que pudiera rechazar ninguna oferta.
–Mi personal es el mejor y cobra como tal –dijo. Y mencionó una cifra que hizo que los ojos de la chica se abrieran como platos.
–¿Tanto? –ya no quedaba atisbo de desconfianza en ella–. ¿Pagas tanto para que te limpien la casa?
–Es muy grande.
–¿Y me pagarías esa cantidad?
Para Cristiano no era nada, pero estaba claro que para ella era una fortuna.
–Sí –tras una pausa, preguntó–: ¿Dónde vives? ¿Qué haces en la calle a las dos de la madrugada?
El rostro de la joven se ensombreció al instante y su mirada se veló, volviendo a erigir una muralla entre ellos. Se apoyó en el respaldo y miró por la ventana.
–Debería ir a casa. Mi… madre estará preocupada.
Aunque no hubiera respondido su pregunta, el leve titubeo y su actitud indicaron a Cristiano que ni tenía madre ni un lugar al que llamar «casa».
–Yo creo que deberías venir directamente a mi casa y dormir allí –dijo, observándola–. Así podrás empezar a trabajar mañana a primera hora.
–No quiero ir a tu casa.
–Ya te he dicho que hay espacio de sobra.
–Pero…
–No admito discusión –Cristiano había tomado la decisión y eso bastaba–. Tienes dos opciones: o vienes a mi casa o pasas la noche en una comisaría.
–¡Menuda opción! –dijo ella enfadada.
–Fuiste tú quien decidió pintar mi coche. Asume las consecuencias –Cristiano se dio cuenta de que le gustaba discutir con ella. Concluyó–: Tú decides, gatita.
Ella se cruzó de brazos.
–¿Por qué me llamas gatita todo el tiempo?
–Lo usamos en España para las chicas como tú, menudas y salvajes. Además, has intentado arañarme…
–¿Eres español?
–Sí.
–Ah, ¿qué estás haciendo en París?
Cristiano la miró fijamente.
–¿No son demasiadas preguntas para alguien que no me quiere decir ni cómo se llama?
–Tampoco tú me has dado tu nombre.