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Ensayo que el Gobierno de Argentina encargó a Leopoldo Lugones en 1903. El estudio se basa en los viajes de exploración que el autor argentino realizó por la zona de las misiones jesuitas de Latinoamérica y en el análisis histórico de la conquista espiritual que la orden llevó a cabo.-
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Seitenzahl: 295
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Leopoldo Lugones
Saga
El imperio jesuítico: ensayo histórico
Copyright © 1917, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726641875
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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El Gobierno, en decreto de Junio del año pasado, encar góme la redacción de este libro, que por voluntad suya, y por mi propia indicación, iba á ser una Memoria.
Los datos recogidos sobre el terreno, así como la bibliografía consultada, fueron ampliando el proyecto primitivo, hasta formar la obra que entrego á la consideración del lector. Habría podido, ciñéndome estrictamente al plan oficial, ahorrar mi esfuerzo, compensándolo con abundantes fotografías y datos estadísticos; pero he creído interpretar los deseos del Excmo. señor Ministro del Interior, á quien debo esta distinción, agotando el tema.
Asi, la «Memoria» primitiva se ha convertido en un ensayo histórico, al cual concurren la descripción geográfica y arqueológica, sin excluir—y esto corre de mi cuenta—la apreciación crítica del fenómeno estudiado.
En cuanto á las ilustraciones he optado por concretarme á lo pertinente, aunque resulte de apariencia menos lucida que esa vaga profusión, cuyo abuso constituye una enfermedad pública; pero éste no es un libro de viajes ni una disertación amena.
Los dibujos y planos que presento—entre los cuales sólo hay dos fotografías—tienden realmente á «ilustrar» el texto, sin esperar que el lector se divierta; por lo demás, los datos incluídos en él sobran hasta para guiar á los «turistas», si su intrépida ubicuidad llega á derramarse por aquellos escombros...
He titulado este trabajo El Imperio Jesuítico , porque, como verá el lector, dicha clasificación cuadra mejor que ninguna á la or ganización estudiada. Los jesuítas habíanla clasificado con el nombre de República Cristiana, correcto también; pero la palabra «república» apareja ahora un concepto democrático, enteramente distinto del que corresponde á aquella sociedad.
Su carácter imperial fué ya notado, aplicándose también á un título, por el jesuíta Bernardo Ibáñez; quien escribió en 1770, bajo el nombre de «Reino Jesuítico del Paraguay», una obra contra la orden de la cual había sido expulsado.
No necesito advertir al lector, que fuera de ésta, no hay otra coincidencia entre mi libro y la diatriba del sacerdote rebelde; pues no tengo para los jesuítas, y por de contado para los que ya no existen en el Paraguay, cariño ni animadversión. Los odios históricos, como la ojeriza contra Dios, son una insensatez que combate contra el infinito ó contra la nada.
Creo inútil hablar de mi viaje por el territorio de las Misiones, bastándome decir que no se limitó á la parte ar gentina; pues temo que el lector vea en mí uno de esos viajeros que hacen del héroe fácil, por la misma razón á la cual debe su prestigio «el mentir de las estrellas».
Aprovecharé, si, esta coyuntura, para agradecer en mi nombre y en el de mis compañeros de exploración, sus finezas á las personas que durante ella nos auxiliaron.
Ocupa el primer lugar el señor Juan J. Lanusse, gobernador de Misiones y distinguido caballero que me ayudó con toda decisión. El doctor Garmendia, Juez Letrado del Territorio, es también acreedor á mi gratitud; y ella se extiende al señor Rafael Garmendia, administrador de la Aduana; al ingeniero señor F. Fouilland; al Jefe de Policía, señor Olmedo; á los comisarios de San José, Apóstoles y Concepción, señores Silva, Rodríguez y Verón; al señor Gallardo, Juez de Paz de San Carlos; al señor Castelli, administrador de la colonia Apóstoles; al señor Augusto Gorordo, vecino de Concepción; á los señores Noriega y García, comerciantes de Saracura; al señor Caldeira, de Santa María; al señor Baumeister, cónsul ar gentino en Villa Encarnación (Paraguay); al señor Zarza, Jefe político de Trinidad en el mismo país; á la señorita Báez, maestra de escuela en el mismo punto; al señor Chamorro, vecino de Jesús (Paraguay); al señor Mariano Macaya, comerciante de Santo Tomás, y á los esposos Frédéric Villemagne, cuidadores de las ruinas de San Ignacio, hospitalarios vecinos cuya generosidad es inolvidable.
En cuanto al territorio de Misiones, constituye, como es sabido, una belleza nacional que no necesita mi recomendación.
Junio de 1903.—Mayo de 1904.
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Antes de describir la situación y condiciones de la conquista espiritual realizada por los jesuítas sobre las tribus guaraníes, conviene sintetizar en una ojeada el estado del país donde aquellos tuvieron origen y bajo cuya bandera ejecutaron su empresa, con el fin de no hallarnos de repente en su presencia, sin los antecedentes necesarios á toda investigación.
Ello es tanto más necesario, cuanto que hasta ahora el asunto se ha debatido entre los elogios de los adictos y las diatribas de los adversos— unos y otras sin mesura—pues para esos y éstos la verdad era una consecuencia de sus entusiasmos, no el objetivo principal.
Tan escolásticos los clericales como los jacobinos, ambos adoptaron una posición absoluta y una inflexible lógica para resolver el problema, empequeñeciendo su propio criterio al encastillarse en tan rígidos principios; pero es justo convenir en que el jacobinismo sufrió la más cabal derrota, infligida por sus propias armas, vale decir el humanitarismo y la libertad.
Producto de la misma tendencia á la cual combatía por metafísica y fanática, el instrumento escolástico falló en su poder, tanto como triunfaba en el del adversario para quien era habitual, puesto que durante siglos había constituído su órgano de relación por excelencia, cuando no su más perfecta arma defensiva.
Uno y otro descuidaron, sin embargo, el antecedente principal—la filiación de la orden discutida y de la empresa que realizó. Dando por establecido que los jesuítas son absolutamente buenos ó absolutamente malos, el estudio de su obra no era ya una investigación, sino un alegato; resultando así que para unos, las Misiones representan un dechado de perfección social y de sabiduría política, mientras equivalen para los otros al más negro despotismo y á la más dura explotación del esfuerzo humano.
No pretendo colocarme en el alabado justo medio, que los metafísicos de la historia consideran garante de imparcialidad, suponiendo á las dos exageraciones igual dosis de certeza, pues esto constituiría una nueva forma de escolástica, siendo también posición absoluta; algo más de verdad ha de haber en una ú otra, sin que pertenezca totalmente á ninguna; pero es mi intención que el lector y no yo saque las consecuencias del fenómeno descrito, y por bien servido me daré si hay coincidencia.
Tampoco creo que reporte perjuicio á nadie el examen preliminar anteindicado, y aun cuando así fuera, estoy completamente seguro que no ha de causarlo á la verdad. El estudio de la conquista requiere ese capítulo previo, que todas nuestras historias han descuidado, y que da en síntesis, así como la semilla al árbol futuro, el sucesivo problema de la Independencia. Lo más importante que hay en historia, es el origen de los acontecimientos, si se quiere explicarlos por medios humanos y clasificarlos en un orden cualquiera, dependiendo de este concepto científico la rectitud de relaciones entre el autor y el lector. Así la lógica viene á ser un organismo fecundo, no una mera construcción dialéctica
El conocimiento del estado en que se encontraba España al emprender y realizar la conquista, resulta, pues, indispensable para apreciar este fenómeno con claridad, puesto que fué naturalmente una consecuencia de aquel.
Al descubrirse el Nuevo Mundo, España vacilaba entre el feudalismo declinante y la nacionalidad naciente, como el resto de los países europeos, agravada, sin embargo, esta situación de crisis, por un fenómeno especial de la mayor importancia. Quiero referirme á la impregnación morisca, que habían efectuado en su pueblo los ocho siglos de dominación sarracena.
Es innecesario demostrar que ningún pueblo sufre en veinte generaciones la conquista, sin resultar poco menos que mestizo del conquistador. Por resistido que éste sea, por mucho que se le aborrezca, á la larga establece relaciones inevitables con el vencido. Ellas son tanto más rápidas, cuanto es en mayor grado superior la civilización de aquel, pues une entonces al hecho consumado por la fuerza, la seducción que ejercen las artes de la paz. Tal sucedió, precisamente, con la conquista mahometana.
Sabido es que desde la confección y ejercicio de las armas, elementos tan capitales entonces, hasta los principios de las ciencias naturales, y las matemáticas introducidas por ellos en Europa, los árabes sobrepujaron decididamente al pueblo avasallado, estableciendo sobre él su dominio con tan decisiva ventaja. El feudalismo facilitó la impregnación, al celebrar los señores frecuentes alianzas con el enemigo común, para desfogar rencores ó dirimir querellas de vecindad; y así como las cotas de nudos, que trenzaban con lonjas brutas los guerreros godos, cayeron ante las hojas de Damasco, la rudeza nativa cedió al contacto de la cultura superior.
Rasgos étnicos que todavía duran, con mayor abundancia donde fué más intensa la conquista y donde el ambiente es más propicio á su conservación, sin dejar de revivir por esto en las otras regiones con intermitencias suficientemente reveladoras; el idioma, es decir lo último que ceden los pueblos conquistados, como lo demuestran polacos y albaneses, invadido de tal modo, que ni la reacción implícita en la adopción del dialecto aragonés y castellano como lengua nacional, ni la transformación latina de los humanistas, pudieron abolir desinencias, prefijos característicos, y hasta elementos tan genuinamente nacionales como las expresiones interjectivas, pues nuestro deprecatorio Ojalá es textualmente el «In xa Alá» (si Dios quiere!) de los sarracenos. La misma nobleza terciada de sangre judía, según lo propalaba un libelo contemporáneo, el Tizón de la nobleza de Castilla, atribuído al arzobispo Fonseca, que aun exagerando, por algo lo diría, así le hubiera inducido, como se pretende, un resentimiento nobiliario: todos estos son elementos bastantes para demostrar la impregnación.
La independencia fué un desprendimiento lógico del tronco semita, el eterno fenómeno de la mayoría de edad que se produce en todos los pueblos, mucho más que un conflicto de razas.
Comprendo que sea más dramático y más susceptible de inflamar al patriotismo, aquel puñado de montañeses asturianos que empezó la heroica reconquista; mas los aragoneses tienen cómo oponer, y por iguales motivos, la cueva de San Juan de la Peña á la de Covadonga y Garci Ximénez á don Pelayo...
Algo de eso hubo sin duda, pero las guerras de independencia nunca son un arranque de aventureros; y en aquel choque, colaboró decisivamente el mismo elemento semita, el árabe español, que daba contra su raza por amor á su tierra natal. Tres siglos bastaron para producir el mismo fenómeno con los españoles en América: ¡cuánto más no alcanzarían ocho en la Península, y mezclándose el factor religioso para precipitar la separación!
El movimiento patriótico es, pues, bien explicable, sin necesidad de recurrir á la guerra de razas, para dilucidar cómo España consiguió su independencia del arábe, siendo substancialmente arábiga; pero sin profundizar mayormente la tesis, puede sostenerse con verdad que los dos pueblos en su largo contacto (la guerra lo es también, hasta en términos específicos) se impregnaron mutuamente, engendrando un tipo que, sin ser del todo semita, no era tampoco el ario puro de los demás países de Europa.
Como es natural, los rasgos comunes de los antecesores se robustecieron al sumarse, caracterizando fuertemente al nuevo tipo. El proselitismo religioso-militar, que había suscitado en el Occidente las Cruzadas y en el Oriente la inmensa expansión islámica; el espíritu imprevisor y la altanera ociosidad característicos del aventurero; la inclinación bélica que sintetizaba todas las virtudes en el pundonor caballeresco, formaban ese legado. Rasgos semitas más peculiares, fueron el fatalismo, la tendencia fantaseadora que suscitó las novelas caballerescas, parientas tan cercanas de las Mil y Una Noches ( 1) ; y el patriotismo, que es más bien un puro odio al extranjero, tan característico de España entonces como ahora.
Creo oportuno recordar á propósito, que el semitismo español no era puramente arábigo. Los judíos tenían en él buena parte, y sus tendencias se manifiestan dominadoras en algunas peculiaridades, como esa del patriotismo feroz.
Ellos y los árabes, resistieron cuanto les fué posible al destierro, prueba evidente de que se hallaban harto bien en la Península. Vencidos, perseguidos, humillados, sin esperanza de riqueza material siquiera, sólo la atracción de la raza puede explicar su constancia. Consideraban su patria á España, lo soportaban todo por vivir en ella—no digamos años sino siglos después de la derrota—sin la más lejana idea de reconquista ya, dejando rastros de esta invencible afección en toda la literatura contemporánea.
Los moros nunca abandonaron sus costumbres del todo, no digamos ya en las Alpujarras donde disfrutaban de una autonomía casi completa, sino en el resto de la Península y bajo su forzada corteza de cristianos; igual sucedía con los hebreos, continuando esto, profundamente, la impregnación que la guerra había abolido en la superficie.
Además España, militarizada en absoluto por aquella secular guerra de independencia, se encontró detenida en su progreso social; y este estado semibárbaro, que luego trataré detalladamente, unido al predominio del espíritu arábigomedioeval antes mencionado, le dió una capacidad extraordinaria para cualquier empresa, en la que el ímpetu ciego, que es decir esencialmente militar, fuera condición de la victoria.
Carlos V sueña entonces la monarquía universal, que no era sino una transposición en el terreno político, del sueño de la Iglesia universal, ó si se quiere, su realización consecutiva; pero la Iglesia sostenía también un ideal semita, puesto que el Cristianismo, originariamente hebreo, era una prolongación de la ley mosaica, y pretendía realizar por cuenta propia las promesas de dominación universal, contenidas en ella para los hijos de Israel.
No faltaron al absurdo proyecto las coincidencias, que en ciertos momentos históricos parecen acumularse con milagrosa oportunidad en torno de un hecho cualquiera, bien que ello no demuestre sino una convergencia de causas más ó menos ocultas, al efecto que las caracteriza. Así el desequilibrio morboso, necesario para concebir como realizable ese sueño enfermizo también, tuvo en Carlos V y Felipe II dos augustos representantes.
La hipocondría hereditaria, que produjo en uno el místico desvarío de la abdicación, y en el otro la torva displicencia que sombreó todas sus horas, engendró en ambos la misma ambición desatinada, quizá como una válvula de los tormentos atávicos; y así, fracasado el plan del Emperador entre las ruinas de un mundo que se desmoronaba, nació en Felipe II la idea del Imperio Cristiano. Era una reducción del mismo sueño, después de todo grandioso, pues contaba para efectuarse con el dominio de medio mundo. España y sus posesiones constituían la base de aquel designio, que si fracasó en su parte internacional, tuvo sobre el pueblo la influencia más desastrosa.
Aquellos absolutistas, como nuestros demócratas de ahora, pretendían conformar los acontecimientos humanos á principios metafísicos, tomando por norma el ideal católico, del propio modo que éstos pregonan su república universal sobre el concepto de una fraternidad abstrusa. Ambos caminos que conducen fatalmente al despotismo, como lo demostró tan claro el final imperialista de la Revolución, trastornan en la mente de los pueblos toda noción de progreso recto, y extravían á poco toda idea de libertad, substituyéndola por la rigidez de un principio unitario, cuando su desiderátum racional es una constante variedad dentro del orden.
Los pueblos, que cuanto más ignorantes son, sienten más hondo el influjo de las capas superiores, pues se encuentran más desprovistos de medios de defensa y de apreciación, no tardan en conformar su vida al principio dominante que se les sugiere como ideal; proviniendo de aquí la importancia que tienen en su vida, las ideas fundamentales cuyo respeto se les ha imbuído. A los conceptos falsos en la mente, corresponde casi siempre la falsedad de conducta, pues ideas y sentimientos son como vasos comunicantes en los que no puede alterarse parcialmente el nivel.
El Imperio Universal, y su succedáneo el Impelio Cristiano, tuvieron consecuencias desastrosas sobre el pueblo, como que pretendían la supervivencia de un estado artificial; y de este modo, pronto desaparecen á su sombra todas las virtudes que constituyen el término medio común de las sociedades normales, para ser reemplazadas por las condiciones heroicas, es decir de excepción, necesarias al sostenimiento de un estado antinatural.
Por lo demás, la planta arraigó pronto, encontrando terreno propicio en las tendencias dominantes del pueblo, pues aquellas dos monstruosidades políticas fueron, ante todo, aventuras de paladines.
Bajo ese estado de crisis, mal cimentada aún la nacionalidad; el derecho en pleno conflicto de los fueros consuetudinarios con la unificación monárquica; el ideal absolutista en pugna con el sentimiento federal; el feudalismo que caía, poderoso aún, y el pueblo que se levantaba respetable; en esa crisis, el Descubrimiento produjo una inundación de riquezas. No podían llegar en peor momento para los destinos de la Península, pues fueron un tesoro en poder de un adolescente.
El equilibrio á que tendían aquellos antagonismos, y que hubiera llegado á establecerse después de las naturales oscilaciones, quedó roto para siempre, asegurando el triunfo de la política absolutista. Floreció el pernicioso tema de la monarquía universal; y como el éxito no estaba en relación con el esfuerzo, el pueblo, falto del sensato reposo que da el trabajo para gozar de sus frutos, se entregó ciegamente á la dilapidación de su lotería.
De tal modo, las tendencias de raza, el sentimiento religioso, el concepto político, la misma obra de la independencia con su carácter de militarismo exclusivo, la ignorancia general y el interés como remate, constituyeron al pueblo español sobre un patrón heroico, que sustituyó á la honradez con el pundonor y al deber con el entusiasmo. Admirable máquina de guerra, la conquista formaba naturalmente su ideal, y el destino le deparaba, con el Descubrimiento, un mundo entero en qué realizarlo.
El siglo XVI fué el siglo del Conquistador. Al comenzar la Edad Moderna, éste continuó el espíritu de la Edad Media. Obligado á ser valeroso únicamente, pues era el defensor de la sociedad, que á la sombra de sus armas trabajaba, y exento de todo otro esfuerzo y de toda contribución, puesto que daba la de su sangre por labradores y artesanos que costeaban gustosos su franquicia, todo se aunó para constituirlo en sér privilegiado. El instinto aventurero que las Cruzadas aguzaron hasta la locura, le dominaba enteramente. La bravura, que después de todo era la única condición de sus empresas y la garantía de su éxito, constituyó para él un culto; y siendo solamente bravo, degeneró con toda facilidad en cruel. La misma cortesía, que fué el rasgo amable de su condición romántica, se tuvo por nada mientras no pudo tributar vidas de hombre á la prez de la dama preferida. Poco á poco, los trofeos de honor se convirtieron en su único salario, y como la guerra lo justificaba todo, el pillaje fué para él ocupación lícita; despojó á mano armada, los derechos más írritos, como el de fractura que enriqueció á tantos feudos ribereños, consagraron sus demasías, y la protección á los bandoleros, flor de sus huestes, fué tan celosamente conservada, que sólo bajo Felipe II, las Cortes de Tarazona dieron á los oficiales reales potestad de penetrar en los señoríos persiguiendo malhechores.
Con la ambición se hermanaban en su espíritu dos pasiones correlativas—la superstición y el juego, siendo éste al fin y al cabo un estado de guerra, en el cual, como en los trances bélicos, son elementos decisivos de triunfo la audacia, la oportunidad y la astucia; nada diré de la superstición, que fué la enfermedad espiritual característica de la Edad Media, y quizá la más lúgubre forma de la inquietud. Ya se sabe, por otra parte, que el jugador de raza es, sobre todo, supersticioso. La inquietud de la Edad Media, que avivaron de consuno iras celestes explotadas por la ambición de los monjes, y conflictos de mundos, como aquella eterna y nunca resuelta amenaza del Asia—exasperóse hasta la angustia en el alma sencilla del paladín.
Magias tenebrosas, importadas por órdenes como la del Temple, en cuyo exterminio tanto influyó el miedo; pestes atroces, de procedencia igualmente oriental; la alquimia cuyos prestigios confinaban con la brujería; el peligro enorme que implicaba el dominio de España y del Mediterráneo por fuerzas asiáticas; las leyendas de leprosos siniestros, que atravesaban la Europa con mensajes de inteligencia entre los sarracenos de Asia y los de España, para una acción conjunta de la cual era sagaz avanzada el comercio judío; la astronomía convertida en un simbolismo aterrador — todas estas circunstancias dieron á la superstición un vuelo inmenso.
Es un hecho averiguado ya, que los Cruzados sufrieron su contagio oriental, mucho más definido por cierto en España, donde el contacto no fué ocasional y meramente guerrero, sino habitual durante ocho siglos: otra circunstancia que acentúa los caracteres del aventurero español. Aquel contagio, no hizo sino avivar en el ánimo del paladín los rasgos fundamentales, puesto que provenía también de una civilización aventurera. Armas civilizadas, éste no las tenía para luchar con el terror que torturaba su espíritu. Toda su ciencia se reducía al blasón, la cetrería y las armas; la filosofía era una especialidad del monasterio; el arte una tarea de villanos y de vagabundos. No le quedaba, entonces, otro refugio espiritual que la fe. En ella se exaltó su bravura y se robusteció su superstición, puesto que era una fe ignorante; y de ella resultó otro rasgo también saliente de su carácter: la tenacidad.
Intrépido, no tenía en ello escasa parte su ignorancia, pues lo cierto es que en fuerza de creer pequeño al mundo, los descubridores se arriesgaron á la empresa que lo agrandó.
El orgullo de raza, despertado por las victorias sobre el infiel, agregaba otro motivo á la bravura; y tal conjunto de cualidades y defectos, entre los que sobresalían el coraje y la superstición, dieron igual fondo imperioso á su carácter y á su ideal. Éste era en lo cercano la fama y en lo remoto la religión, es decir dos pasiones. De aquí la intolerancia dominadora y la ausencia completa de espíritu práctico.
Idealista, la empresa que acomete no le interesa, sino porque puede darle timbres de honor; supersticioso, tiene el alma predispuesta á la fantasía de las tierras encantadas; bravo, la empresa más difícil le parece poco para ilustrar su nombradía; ignorante, carece de los puntos de comparación que podrían arredrarle, demostrando lo excesivo del esfuerzo.
Las grandes expediciones, sin consecuencia hasta hoy, ni aun á título de dato geográfico, cual la de aquellos temerarios aventureros que se cruzaron la América desde Quito á la boca del Amazonas; las exploraciones quiméricas en busca del clásico Eldorado, ó de las inhallables ciudades de los Césares ( 2) , revelan en el conquistador, de una manera concluyente, al paladín medioeval. Eran las Hircanias y Guirafontainas de Amadises y Gaiferos( 3) .
Esa aventura de la conquista fué una prolongación, por otra parte, del estado militar en que dejó á España la guerra con el moro, sirviéndole á la vez de estímulo, en contraposición al interés civil y al progreso, afectados por el militarismo exclusivo. Después de todo, el Descubrimiento había sido una consecuencia de esa situación.
Cerrado, ó estorbado á lo menos, el acceso del Mediterráneo por la amenaza turca, la piratería trasladó al Atlántico su campo de acción, familiarizándose con la alta mar; y buscando por ella una senda de travesía, para evitar la obstruída ruta de las Indias, se dió con el Nuevo Mundo. Así, el tipo del paladín y el acto del Descubrimiento, fueron natural consecuencia de un estado social y político, no una excelencia de raza ni una invención genial. El prestigio del aventurero reside en lo pintoresco, tanto más acentuado cuanto es más discorde con su tiempo; y el mérito de la empresa estriba puramente en su audacia; pero tanto el hombre como la acción, son dos accidentes históricos, sin ninguna importancia intrínseca excepcional.
Ella está, para mi objeto, en la expansión que dió al proselitismo religioso-militar y al afán de riqueza inesperada, peculiares de la empresa aventurera, haciendo de España el país conquistador por excelencia.
Doble prueba de su especialidad en tal sentido, es su éxito y el fracaso de las naciones restantes. La tentación era demasiado fuerte, en efecto, para que éstas no intentaran un lance igual. El resultado les fué adverso, y no se diga que por falta de marinos. Inglaterra tuvo entre los mejores á Drake y á Frobisher; Italia, sin contar el Descubridor, á Vespuccio, Corsali, Verrazzano y Marco Polo; Francia á Cartier, Roberval y Ribaut; sin contar aquellos bravos portugueses, cuya fama envolvía al globo en red de hazañas, desde el Catay famoso al bárbaro mar del Africa ( 4) . No llegaron ni con mucho á operar en la misma escala que los españoles, y tanto Cortés como Pizarro siguen siendo el modelo del conquistador ( 5) .
Es que la conquista, por lo que tenía de quimérico, de colosal, de problemático, era una empresa medioeval, cuyo cumplimiento requería espíritus y tendencias medioevales. Las demás naciones empezaban ya su evolución moderna, modificando rápidamente la antigua estructura; se hallaban en condiciones inferiores ante el caso especial, que requería las peculiaridades abandonadas. Más calculadoras y utilitarias, fracasaron en eso, porque progresaban en sentido moderno; y si no acrecieron la honra, aumentaron el provecho, mientras los otros realizaban el viejo ideal, alcanzando la miseria en la plenitud de su gloria estéril.
Para abrir el Nuevo Mundo, se necesitaba conquistadores, es decir hombres de aventura que realizaran en un año lo que el colono, sedentario por naturaleza, habría efectuado en un siglo. Y sólo España tenía conquistadores. Los demás países, al volverse industriosos y comerciantes, se tornaron colonizadores, siendo la colonia y las instituciones representativas, consecuencias políticas del período industrial. Así se explica cómo habiendo ejecutado España la apertura del Continente, fueron otros los que disfrutaron de su riqueza en definitive ( 6) . El oro de América no enriqueció propiamente á España, puesto que no se transformó para ella en ramos permanentes de producción; pasó á su través como por un cedazo demasiado ralo, sin dejarle más que un residuo insignificante. En cambio le quitó, por medio de la selección violenta que efectuaron de consuno las aventuras y las quimeras, la población más viril; resultandole desastroso aquel oro que le compraba su sangre.
La consecuencia es mucho más terrible, si se considera que junto con los elementos mejores, perdía la esperanza de reaccionar, siendo aquello un fenómeno análogo al encadenamiento de procesos destructores que mina los organismos en decadencia.
Producto de la Edad Media que moría al empezar la conquista, el aventurero llevó al principio la ventaja, aunque para el concepto medioeval del paladín, es decir del guerrero exclusivo á quien sucedía, sea ya un tipo de decadencia; pero al correr los años, el colono se sobrepuso lentamente hasta vencerlo, por su mayor conformidad con las tendencias dominantes; y los resultados de uno y otro tipo, con sus respectivos métodos de ocupación, quedan patentes en ambas Américas. La del Norte, al libertarse, produce sobre todo hombres de gobierno; si por algo peligra allá la libertad, es por carestía de militares. Acá, es todo lo contrario; sobran guerreros y faltan estadistas. Tal las consecuencias acarreadas por el predominio respectivo del colono y del conquistador. Ambos fueron lógicos en el momento de la conquista, porque éste era de transición; mas el uno fincaba su prestigio en el pasado, mientras el otro contaba con el porvenir.
Entre tanto, los privilegios feudales pasaban al pueblo, que había combatido con el rey contra los señores, bajo la forma de empleos en la administración, en la Iglesia y en el ejército. Pero esta alianza no quitó al privilegio nada de su carácter odioso, y hasta agravó su daño al difundirlo, determinando en el carácter nacional un individualismo agresivo, que hizo de cada español un pequeño tirano, mucho más cuando á esto se unía un enorme orgullo de raza, en el cual colaboraron el fatalismo de cepa oriental y el egoísmo del conquistador afortunado.
Junto con los poderes feudales, pasó al pueblo el ideal guerrero, con tanta mayor facilidad cuanto que aquel acababa de ser soldado con el rey. El clero fué separándose cada vez más de Roma, pan colocarse al lado del monarca, siguiendo la inclinación y las conveniencias que emanaban de su origen popular; por último el empleado, sobrepujó su exclusiva condición de amanuense, cuanto terminó la era puramente militar, convirtiéndose en un resorte esencial de gobierno, al acrecer su importancia la administración en la nacionalidad unificada. La Iglesia, la administración, y el ejército proporcionaron, pues, las profesiones más lucrativas, señaladamente este último. Los hombres de más talento y de mayor ilustración, enganchábanse como soldados rasos, tal era la estima en que se tenía á la carrera militar; pero semejante limitación profesional, aparejaba el desdén de la agricultura y del comercio. En estas ramas de la actividad no había nobleza, es decir privilegio, careciendo de importancia por consiguiente para el hidalgo—y el hidalgo formaba legión. En ciertas partes la hidalguía era un derecho de nacimiento.
Los semitas, excluídos de esas tres profesiones honoríficas, buscaron en el trabajo de la tierra y en el comercio, que por único recurso les quedaban, fructuosa compensación; y la necesidad dominó su indolencia oriental. Los judíos compraban la recaudación de las rentas y tributos reales, volviéndose doblemente odiosos al asumir este carácter fiscal, que era lo más aborrecido por un pueblo á quien las exacciones agobiaban; y para colmo sus hijas, á costa de crecidas dotes, enlazábanse con nobles tronados, según lo refiere el ya conocido Tizón de la nobleza de Castilla, iniciando esa conquista comercial del título, tan detestada en todos los tiempos y en todos tan eficaz.
El contraste alarmó bien pronto á los invadidos. La soberbia de raza no pudo tolerar aquellas fortunas. La religión atizó el descontento con su odio tradicional, y la expulsión, otra consecuencia absolutista, dió á España la unidad de la miseria, que por cierto no había buscado. España desapareció como país productor, y sobre el erial que diariamente aumentaba, en aquella lucha por la esterilidad, consecuencia de un ideal estéril, imperó como señor natural el hidalgo haragán y soberbio, para quien el tiempo fué arena que dejaba escurrirse al desgaire entre sus dedos, mientras mascullaba, susurrando coplas, el mondadientes simulador de meriendas; flotante en la altivez de su ojo arábigo un ensueño de Américas dilapidadas; su sangre hirviendo con la sed de fiestas crueles; su corazón harponeado por amores morenos; gran rodador de escudos, botarate magnífico, tan capaz de un heroísmo como de una estafa; místico bajo la cota, guerrero bajo la cogulla, y pronto siempre á tapar el cielo con el harnero de su capa familiar.
Nadie sintió el estrago, mientras duraron las empresas militares y la embriaguez de victoria que produjeron. Todo parecía conjurarse para realizar el ensueño de riqueza mágica, en las pintorescas regiones donde vestía de oro á su dueño la desnudez de la espada. Pero al producirse la contracorriente conquistadora, en los comienzos del reinado de Felipe II, comenzó el fracaso. La conquista no dió abasto ya para la satisfacción del ideal nacional. Cubiertos de heridas sin gloria por anónimas saetas de bárbaros; con un culto tal del coraje, que las milicias castellanas consideraban cobardía el atrincherarse; curtidos por su desamparo solar de ascios, que habían carecido hasta de su propia sombra; más bravíos, si cabe, al contacto de la breña virgen; orgullosos de haber sobrellevado peligros que semejaban fantasías de leyenda, volvían á arrastrar su fastidio en el suelo natal asaz estrecho.
Los pobres, se habían endurecido demasiado para doblegarse al yugo del trabajo, en su intimidad con los fierros de pelea; los ricos, se apresuraban á vaciar la escarcela en la carpeta. El desprecio del oro conseguido en la guerra, que no era sino una indirecta ostentación de valor, engendraba el desdén hacia toda aplicación productiva. Por nada de este mundo habría degenerado el héroe en comerciante ó en labrador. Acabada la fortuna, lo que acontecía en un tiempo harto breve, si estaba aún vigoroso volvía al teatro de sus hazañas; si viejo, se moría tranquilamente de hambre en su nostalgia de aventuras ultramarinas, ó se metía asceta, para liquidar en la atrición sus cuentas de sangre y de saqueo, pero sin que la reacción fuera jamás hacia el trabajo, penuria de siervos y de gañanes.
El raudal de sangre pura que atravesó el Océano, tornaba viciado por gérmenes de disolución, mucho más activos á causa del trasplante; y aquella diseminación de aventureros, corrompidos por esa atroz libertad de instintos que fué la conquista en el Nuevo Mundo, causó tanto daño á la Península como la invasión gitana, y el azote de las plagas inmundas con las cuales fué sincrónica.
La decadencia industrial de España asumió los caracteres de un derrumbe, tan brusco cual lo fué el abandono en pos del ideal conquistador. Cesaron las exportaciones de tejidos en lana y seda, de cerámica ( 7) y otros artículos, que durante la época arábiga iniciaron transacciones con Sicilia y Cerdeña, adquiriendo mayor importancia en los mercados flamencos y alemanes. La química industrial, aplicada á explotaciones como la del oleum magistrale y la potasa que surtían á Inglaterra, desapareció con los restos de la cultura morisca. El desierto y el bosque avanzaron sobre huertas y sembradíos; y no parece sino que una intención simbólica, bautizó al monumento clásico de la monarquía con el nombre de El Escorial.
El fanatismo religioso que precipitó la despoblación, y los impuestos excesivos, contribuyeron á matar el progreso español, presentándose como consecuencias del absolutismo. La importancia comercial de España había sido tan grande, que las naciones tenían adoptado por código marítimo internacional el Llibre del Consulatde Mar, promulgado en Cataluña, aceptando además como meridiano inicial el de las Azores. La absorción militar de esos centros parciales de cultura, anuló el progreso que habría sobrevenido, al incorporarse todos ellos en la nacionalidad común, viniendo á ser la unidad un azote para la Península; por otra parte, la conquista, al emplearse en ella lo más selecto de la población, arrastró á América los mejores industriales, y de consiguiente su industria, explicando esto cómo Méjico tuvo canales dos siglos antes que Inglaterra, y telares de seda en 1543; y cómo en tiempo del viaje de Humboldt se fabricaba pianos en Durango, mientras en España no había ya quien lo hiciera.
La concentración de productos brutos que iban de América en cantidades inmensas, limitó la especulación comercial á un intercambio de materia prima y manufacturas extranjeras, prolongando el régimen medioeval de las transacciones en especies, al paso que toda la Europa salía completamente de él.
Bálsamos, maderas, alimentos tan preciados como el azúcar, plumas, pedrerías, pastas preciosas, artículos de fantasía que la riqueza extranjera pagaba sin regateos, llevaron á España el oro del mundo; improvisáronse fortunas colosales; los precios subieron hasta lo fabuloso. El rezago aventurero de la Edad Media que acababa, buscó aquel centro natural de reunión, agregando á la conquista su turbia gloria los mercenarios de toda la Europa, desde el lansquenete con su táctica famosa, hasta el griego insular con sus clásicas piraterías ( 8) .
Combustibles en una hoguera, aumentaban el esplendor fugaz; pero sus heces contribuyeron no poco á obscurecer el cuadro de la decadencia, á cuyo fondo tenebroso añadía el contrabandista gitano las escorias de su fragua clandestina.
La fácil transacción de toma y daca mató á la industria, ocasionando con su magnificencia retrospectiva, una vez pasado el torbellino, la continuación del sistema que produjo la decadencia. Los buques españoles abandonaron los puertos europeos, para largarse hacia las nuevas costas, cediendo el campo al comercio inglés. Éste dominó de tal modo y tan rápidamente en la misma Península, que en 1564, el gobierno español, en represalias de ciertas piraterías británicas, detuvo en sus puertos treinta buques ingleses con más de mil marineros. La industria española, que hubiera podido surtir al Nuevo Mundo, sucumbió en la persona de sus artesanos, contagiados por la fiebre aventurera, siendo sustituída por la británica