El mercenario - Terri Brisbin - E-Book

El mercenario E-Book

Terri Brisbin

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Beschreibung

Brice Fitzwilliam por fin recibió su recompensa: el título y las tierras de Thaxted. Sólo le faltaba reclamar a la esposa que le había sido prometida.Pero Gillian de Thaxted no quería ser el premio de ningún hombre. No se sometería al poderoso físico y a los ojos penetrantes de aquel caballero, a pesar de que sus brazos la envolvieran por las noches.Brice pensaba que complacería a su esposa por obligación, pero se iba a convertir en un placer nocturno también para él. Se arriesgaría a perder la armadura que rodeaba su corazón si sucumbía a los encantos de esa bella mujer.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Theresa S. Brisbin. Todos los derechos reservados. EL MERCENARIO, Nº 466 - octubre 2010 Título original: The Mercenary’s Bride Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción,total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso deHarlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecidocon alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin sonmarcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited ysus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.

I.S.B.N.: 978-84-671-9202-5 Editor responsable: Luis Pugni E-pub x Publidisa

 

 

 

 

 

 

 

 

En todo tiempo y lugar, por muy adversas que sean las circunstancias, hay un sitio para el amor. Y en esta novela que nos complace presentaros, ambientada en los turbulentos tiempos de la Inglaterra medival, donde la lealtad hacia un rey u otro determinaba el destino y la vida misma de hombres y mujeres, dos enemigos podían vivir una apasionante y bella historia de amor... y éste es el caso de la novela de Terri Brisbin que tenéis en vuestras manos. Deseamos que os guste tanto como a nosotros.

Los editores

Nota de la autora

Aunque la invasión de 1066 del duque Guillermo de Normandía trajo consigo grandes cambios en la política y la sociedad inglesas, algunos de esos cambios ya estaban en camino. Los normandos se habían convertido en una parte integral de Inglaterra durante el reinado de Eduardo el Confesor; muchos de los que habían obtenido tierras y títulos mucho antes del Conquistador se establecieron allí. Así que los sajones ya habían tenido cierta experiencia con los normandos antes de que aquel gran ejército invasor desembarcase en Pevensey en octubre de 1066.

Muchos sajones mantuvieron sus tierras tras la llegada de Guillermo; a aquéllos que juraron lealtad al nuevo gobernante se les permitió conservarlas, pero muchos fueron suplantados por los que habían luchado por Guillermo. Muchos nobles normandos importantes ganaron propiedades y, con frecuencia, herederas sajonas.

Con fama de despiadado y decidido a la hora de usar la fuerza para gobernar, Guillermo no la empleó por completo tras la batalla de Hastings hasta la revolución tres años después en el norte de Inglaterra. Ahí desencadenó su ira en lo que aún se conoce como «la angustia del norte», destrozando todo a su paso y borrando lo poco que quedaba del estilo de vida sajón.

En mi historia, uno de los hijos de Harold, Edmund, aparece como líder de rebeldes. Mi Edmund es en realidad una mezcla de varias personas reales que sobrevivieron a la batalla de Hastings y que continuaron luchando contra los normandos mientras avanzaban hacia el norte y el oeste para tomar el control de todo el país.

Se cree que al menos dos de los hijos de Harold evitaron o sobrevivieron a la batalla que mató a su padre, y que su madre y ellos se unieron a los esfuerzos de algunos de los que luchaban contra los normandos. Los condes de Mercia y de Northumbria, cuñados de Harold, cambiaron de bando varias veces durante el conflicto, e incluso fueron llevados a Normandía junto con el heredero sajón designado, Edgar Atheling. Más tarde formaron parte de la lucha que desencadenaría «la angustia del norte» llevada a cabo por Guillermo.

De modo que cualquier parecido de mi Edmund con los protagonistas reales de la historia es intencionada.

Prólogo

Mansión Taerford, Wessex, Inglaterra

Diciembre 1066

El obispo Obert convocó una reunión con el segundo de los caballeros de la lista que había preparado meses atrás con aquéllos que se beneficiarían de la generosidad del rey. Llevaba consigo los papeles que convertirían al caballero en un barón, a un bastardo sin dinero en un lord rico; si lograba quitarles a los rebeldes sajones las tierras que le correspondían.

Obert daba vueltas de un lado a otro frente a la mesa, esperando a que llegase Brice Fitzwilliam, el caballero de Bretaña. Si quería regresar a Londres antes de la coronación del rey, debería marcharse al día siguiente, y aquélla era su última misión allí en Taerford. A pesar de que el invierno ya hubiese llegado, a pesar de las revueltas populares y a pesar de sus propios deseos y necesidades, era el leal sirviente del duque Guillermo. Después de Dios, por supuesto, pensó mientras se giraba hacia el grupo de hombres que se acercaban.

Como parecía ser su costumbre, el nuevo señor de Taerford, Giles Fitzhenry, caminaba junto al hombre a quien Obert esperaba. Pensando en las semanas que había pasado allí, apenas los había visto separados, ya fuera en el salón o en los jardines, en cualquier tarea que hubiese que realizar en Taerford. Entraron seguidos de los hombres de Giles, que acababan de practicar sus habilidades de lucha en el patio. Fueron calmándose a cada paso que daban e hicieron una reverencia como si fueran uno solo.

—Milord —le dijo a Giles primero. Luego se volvió hacia el otro con intención de proceder con su misión—. Milord —le dijo a Fitzwilliam.

Las implicaciones fueron evidentes para todos los demás, que se quedaron callados y aguardaron las palabras de Obert. El guerrero puso cara de sorpresa, hasta que estalló en una carcajada. Si resultó inapropiado, Obert podía entenderlo; como bastardo complacido por el éxito de otro. Las risas y gritos cesaron rápidamente y todo el salón los observó, esperando la declaración.

Obert le hizo gestos al caballero para que se acercara y se arrodillara frente a él. Aunque aquello debería haber sido más ceremonioso y formal, y ante el duque en persona, los peligros de la zona instaban a la celeridad. Lord Giles se puso en pie, de nuevo junto a su amigo, y le colocó a Brice la mano en el hombro mientras Obert continuaba.

—En el nombre del duque, os declaro, Brice Fitzwilliam, barón y lord de Thaxted, y vasallo del propio duque —entonó Obert. El compromiso de lealtad al duque, que pronto sería rey, aseguraba una red de guerreros que le debían sus tierras, sus títulos y sus riquezas sólo a él, sin otros lores de por medio. Obert no pudo contener la sonrisa, pues había sido idea suya hacerlo—. Como tal, tenéis el derecho a reclamar todas las tierras, el ganado, los aldeanos y demás propiedades que tuviera en su poder el traidor Eoforwic de Thaxted antes de su muerte.

Aunque los normandos y los bretones presentes aplaudieron, los campesinos que habían vivido allí y que reclamaban su herencia sajona no se alegraron. Él comprendía que los vencedores en cualquier conflicto merecían todo aquello por lo que habían luchado tan duramente, pero su parte compasiva también comprendía la vergüenza de ser derrotado. Sin embargo, aquel día le pertenecía al caballero bretón victorioso que tenía ante sí.

—El duque declara que deberéis casaros con la hija de Eoforwic, si es posible, o buscar otra esposa apropiada de los alrededores si no lo es.

Obert le entregó al nuevo lord el paquete de pergaminos doblados que le garantizaban la concesión de las tierras y de los títulos. Extendió los brazos y esperó a que Brice hiciera su promesa. Con voz profunda, Brice repitió las palabras mientras el ayudante de Obert se las susurraba.

—Por el señor ante el que yo, Brice Fitzwilliam de Thaxted, hago este juramento y en el nombre de todo lo sagrado, juró fidelidad a Guillermo de Normandía, duque y ahora rey de Inglaterra, y prometo amar todo lo que él ame y rechazar todo lo que él rechace, de acuerdo con las leyes de Dios y con el orden del mundo. Juro que jamás, por palabra, acto u omisión, haré nada que le desagrade, a condición de que me trate como merezco, y que haga todo según lo establecido en nuestro acuerdo, cuando me sometí a él y a su misericordia y elegí su voluntad por encima de la mía. Me ofrezco incondicionalmente, sin esperar nada más que su fe y su favor como mi señor feudal.

Obert alzó la voz para que todos pudieran oírlo.

—Yo, Obert de Caen, hablando en nombre y con la autoridad de Guillermo, duque de Normandía y rey de Inglaterra, acepto este juramento de lealtad pronunciado ante estos testigos y ante Dios, y prometo que Guillermo, como lord y rey, protegerá y defenderá la persona y las propiedades de Brice Fitzwilliam de Thaxted, que aquí jura sobre su honor que será gobernado por la palabra y la voluntad del rey. En nombre del rey, acepto las promesas contenidas en este juramento de manera incondicional, y sin mayor expectativa que su fe y su servicio como leal vasallo del rey.

Obert permitió que las palabras retumbaran por el salón y luego soltó al nuevo lord Thaxted para que se pusiera en pie frente a él.

—Por lord Thaxted —gritó—. ¡Thaxted!

Todos corearon, vitorearon y aplaudieron durante varios minutos. Lord Giles le dio una palmada en la espalda a su amigo y luego lo abrazó con cariño. Pero, cuando Obert vio a lady Fayth entrar en la sala, se dio cuenta de que debía hablar con Brice sobre la otra mujer implicada en el acuerdo. Al contemplar cómo la expresión de la dama cambiaba varias veces mientras se aproximaba tras haber oído la noticia del nombramiento de Brice, supo que a aquella mujer le gustaba ponerles las cosas difíciles a los hombres elegidos o designados para gobernarlos.

Obert advirtió la reticencia en el saludo de la dama y en sus palabras de felicitación, aunque nadie más lo hiciera. Los sentimientos pasionales de las mujeres siempre hacían que las cosas fueran más difíciles para los hombres. Pero cuando lord Giles le tomó la mano a lady Fayth y se colocó a su lado, Obert comprendió la gran diferencia entre la suerte de los dos caballeros.

Lord Giles no había tenido que perseguir a una esposa tras hacerse con sus tierras por la fuerza.

No podría decirse lo mismo de lord Brice.

Uno

Bosque de Thaxted, noreste de Inglaterra

Marzo 1067

El suelo bajo sus pies comenzó a temblar y Gillian buscó una causa. Era un día agradable, teniendo en cuenta que el invierno aún lo cubría todo, pero no había nubes en el cielo azul y brillante. Miró hacia arriba y no vio señales de tormenta inminente que pudiera causar el estruendo que inundaba la zona.

Se quitó la capucha, entró en el camino y miró hacia delante y hacia atrás. Inmediatamente se dio cuenta de cuál era la razón del ruido y volvió a esconderse en la maleza que bordeaba el sendero. Dio gracias a Dios de haber robado una capa marrón oscuro en su huida, se envolvió con ella y se quedó tumbada, muy quieta, mientras los caballeros y guerreros a caballo pasaban velozmente por delante de su escondite. Cuando se detuvieron a poca distancia de ella, Gillian ni siquiera se atrevió a respirar por miedo a ser detectada y capturada por aquellos merodeadores desconocidos.

Demasiado lejanas para oírlas y demasiado bajas para comprenderlas, sus palabras eran una mezcla de francés normando e inglés también. Gillian mantuvo la cabeza gacha y aguardó a que siguieran su camino. Cuando oyó que bajaban de los caballos y caminaban por el sendero, su cuerpo comenzó a temblar. Ser descubierta sola en aquellos tiempos tan peligrosos era una invitación a la muerte o algo peor, y algo que Gillian había tratado por todos los medios de evitar.

Su decisión de marcharse de casa y huir al convento no había sido tomada de manera precipitada, o sin pensar en las consecuencias, pero sus opciones eran limitadas y no muy atractivas: el matrimonio que su hermano Oremund había acordado con un anciano asqueroso o el que había acordado el duque invasor con un guerrero normando vicioso en su intento por destruir todo lo que a ella le era preciado. Lo único que podía hacer era mantenerse escondida y rezar para que aquellos soldados siguieran y ella pudiera continuar su viaje hacia el convento.

Gillian aguardó mientras los soldados discutían sobre algo y aguantó la respiración una vez más, intentando no llamar su atención cuando las voces se acercaron al lugar donde estaba escondida. Reconoció el nombre de su casa y el de su hermano también. Si al menos hablaran su idioma, o si al menos hablasen más despacio para que pudiera intentar entender alguna de sus palabras.

Tras lo que le parecieron unos minutos interminables, los hombres comenzaron a alejarse y a decirles a los demás que no habían visto nada. Gillian levantó la cabeza con cuidado y lentitud, y observó cómo se retiraban. Pero un caballero permaneció en el camino, a pocos metros de donde ella estaba. En vez de seguir a los demás, se quitó el casco, se lo colocó debajo del brazo y se dio la vuelta.

Gillian suspiró sin poder evitarlo.

Era alto y musculoso, el hombre más atractiva que jamás había visto, incluso teniendo en cuenta a su primo, que estaba considerado como el sueño de toda mujer. Su pelo rubio no era corto, al estilo normando; en vez de eso le caía libremente alrededor de la cara. Desde la distancia no podía ver el color de sus ojos, pero su cara era angulosa y masculina, así como interesante a pesar de ser normando.

¡Un normando! ¡Y un normando con armadura de batalla!

¡Santa madre de Dios! ¡Que el señor se apiadase de ella!

Y el normando miraba hacia los árboles en su dirección. Gillian no se atrevía a moverse, ni siquiera a buscar cobijo entre las ramas tiradas en el suelo, pues él ladeó la cabeza, entornó los ojos y esperó. Ella sabía que estaba esperando a oír cualquier señal de que alguien estuviera allí escondido, y apenas dejó escapar el aliento mientras permanecía tendida y quieta.

Gillian pensó que el soldado se metería entre los árboles para inspeccionar, pero en vez de eso se dio la vuelta hacia los demás antes de ponerse el casco y alejarse hacia ellos. Mientras caminaba iba maldiciendo, a veces de manera tan blasfema que Gillian se sonrojó. No podía ser el lord a quien el Conquistador le había cedido Thaxted, pues ningún noble actuaría de un modo tan vulgar, usando palabras como las que había usado y comparando a uno de sus hombres con una bestia de carga.

¿Entonces quién era? ¿Y cuál era su misión allí?

Uno de los otros soldados dio órdenes de seguir adelante y ella rezó para que por fin se marcharan. Gillian no se movió hasta que el polvo volvió a posarse sobre la superficie seca del camino y ya no podía oírse nada. Incluso entonces, se arrastró por el suelo hasta incorporarse y se tapó con la capa. No se movería de aquel sitio hasta estar completamente segura de que había una distancia de seguridad entre los soldados y ella.

Sacó el odre de cerveza aguada de entre los pliegues de su capa y dio un buen trago para refrescarse la garganta. El cansancio de caminar varios kilómetros, el polvo del camino y el miedo que aún palpitaba en sus venas le cerraban la garganta, y la cerveza la calmaba. Tentada de hacer uso de la comida que llevaba envuelta en un paño, Gillian decidió esperar, pues sólo se había llevado alimento suficiente para dos días de viaje desde su casa al convento, y tenía pocas monedas para comprar más.

Si acaso había alimento disponible para comprar durante el camino.

El invierno había llegado temprano y la última cosecha había sido mala, alterada por los planes de guerra y sus consecuencias. Cualquier excedente, incluso el necesario para alimentar a las muchas personas que vivían en las tierras de su padre, había ido destinado a alimentar al ejército del rey Harold a su paso. Habían pasado primero de camino al norte para enfrentarse a las tropas de Harald Hardrada, y luego de camino al sur para combatir al usurpador Guillermo de Normandía.

Las tropas del rey Harold tenían pocas posibilidades de reagruparse tras combatir a los nórdicos antes de dirigirse al sur a recibir a las tropas normandas junto a la costa. En un único día de mediados de septiembre, las esperanzas de Inglaterra se habían visto sacudidas cuando su rey y varios de sus aliados más cercanos fueron asesinados.

Peor, en los meses posteriores a aquella batalla junto a Hastings, los rebeldes y forasteros poblaban las tierras en busca de algo que avivara sus esfuerzos contra el ejército normando. Gillian suspiró. Se le revolvió el estómago al recordar los acontecimientos de los últimos meses, y ya le resultaba imposible la idea de comer. Decidió que ya había pasado suficiente tiempo y se puso en pie, se sacudió la tierra de la capa y del vestido y regresó al borde del camino.

Miró hacia el sol y se dio cuenta de que probablemente hubiese perdido una preciada hora de luz con aquel encuentro. Salió al camino e incrementó la velocidad de sus pasos. Tenía que llegar al convento a la caída del sol o pasaría otra noche sola en el bosque, idea que le asustaba más ahora que sabía que aquellos normandos compartían el camino con ella.

Pasó una hora, luego otra, y Gillian continuó andando, siempre mirando al frente y atenta a cualquier sonido de peligro, viajando en la misma dirección que los soldados, pero con cuidado de no alcanzarlos. A medida que el sol iba acercándose al horizonte, se dio cuenta de que no llegaría al convento antes de que las hermanas cerraran las puertas. Mientras se secaba el sudor de la frente con la manga, pensó que dormir oculta entre las sombras junto a los muros del convento sería casi tan seguro como dormir dentro.

De modo que se apresuró y decidió comerse los pedazos de pan y de queso que llevaba en la bolsa. Aminoró la velocidad sólo cuando llegó a la pendiente del camino que indicaba que estaba cerca de su destino. Sólo unos pocos kilómetros la separaban de la seguridad. La respiración se le aceleró a medida que ascendía por la pendiente hacia la cima, y tuvo que detenerse en varias ocasiones para tomar aliento antes de llegar.

Entonces perdió la habilidad de respirar por completo cuando contempló una visión terrorífica; la misma tropa de guerreros, más ahora, acampada a un lado del camino. Gillian miró hacia delante y se preguntó si podría continuar su camino como si fuera una simple campesina. Tal vez no le prestaran atención. Controlando su necesidad de correr, pues salir corriendo sería una invitación a seguirla, decidió que lo mejor sería caminar despacio.

Se cubrió la cara mejor con la capucha, agachó la cabeza y fue poniendo un pie delante del otro, obligándose a ir despacio y a medir sus pasos. Por el rabillo del ojo miró a los soldados y aceleró el paso. Aunque varios se acercaron al camino, nadie la detuvo. Sintió cómo crecía su esperanza a medida que avanzaba. Ya casi había dejado atrás el campamento cuando un hombre grande se puso en su camino y le bloqueó el paso.

Ella lo esquivó, o lo intentó, pero él se movió al mismo tiempo. Obviamente se trataba de un hombre fuerte, así que Gillian sopesó sus opciones. Se dio la vuelta con la intención de regresar por la misma dirección por donde había llegado, pero entonces se encontró con otro guerrero. Luego un tercero y un cuarto bloquearon los laterales, de modo que no le quedó sitio al que ir. Respiró profundamente y esperó a que actuaran.

—¿Señorita, qué estáis haciendo sola por estos caminos? —preguntó uno de ellos con un inglés muy acentuado—. ¿Qué os proponéis?

Aunque había esperado no tener que usarla, Gillian llevaba preparada una historia para responder a esa pregunta. Sin mirarlo a la cara, se dio la vuelta hacia el que había hablado.

—Mi señora me envía al convento, milord —respondió con una reverencia de cabeza.

—Ya casi es de noche —dijo el que tenía detrás—. Venid, estaréis más segura en nuestro campamento esta noche.

¿Estaba a salvo una oveja cuando la protegía un lobo? Creía que no. Negó con la cabeza y rechazó la invitación.

—Las hermanas me esperan, milord. Debo darme prisa. Mi señora se enfadará si no llego a tiempo.

Intentó abrirse paso empujando al que tenía delante, pero éste apenas se movió. Gillian lo intentó una vez más, sin éxito. Antes de que pudiera probar suerte una vez más, dos de ellos la agarraron de los brazos y la arrastraron hacia los demás. Forcejeó, pero no consiguió zafarse de ellos, y el corazón comenzó a acelerársele en el pecho, haciendo que la cabeza le diese vueltas.

Antes de que pudiera darse cuenta, ya estaban en mitad del campamento, lo suficientemente lejos para que no pudiera escaparse con facilidad. No se lo puso fácil, pero aquello tampoco ralentizó ni impidió su progreso. Simplemente la arrastraban entre ellos. Estaban haciéndole daño en los brazos y sabía que por la mañana tendría hematomas; si sobrevivía hasta entonces.

A juzgar por sus susurros furiosos, supo que algo pasaba. Decidió aprovecharse de la situación. Pisó con todo su peso el empeine del soldado que tenía detrás y lo empujó con las caderas en un intento por hacerle perder el equilibrio.

No funcionó.

Al contrario, pues ahora le dolía el pie y tuvo que ir cojeando el resto del camino. Finalmente se detuvieron y ella aprovechó el momento para soltarse y huir. Un soldado le agarró la capa, que cedió cuando los nudos se soltaron. Gillian no había dado ni dos pasos, dos pasos dolorosos, antes de que un brazo con cota de malla le rodeara la cintura y la arrastrara contra la superficie más dura que jamás había sentido. Tan dura era que le dejó los pulmones sin aire y a punto estuvo de dejarla inconsciente cuando golpeó con la cabeza la lámina del pecho.

—¿Adónde vais, señorita? ¿Habéis decidido no honrarnos con vuestra presencia esta noche?

Cuando reconoció la voz del guerrero que la tenía prisionera, se sintió aterrorizada. Sin posibilidad de escape y con la sospecha de que aquellos hombres planeaban todo tipo de actos ilícitos e inmorales contra ella, escuchó las risas de los que presenciaban la escena y quiso desmayarse. Pero en vez de eso emitió un grito ahogado cuando aquel gigante la rodeó con su otro brazo y la atrapó en un abrazo indecente contra su pecho. Luego apoyó la cabeza contra la suya hasta hacerle sentir su aliento caliente sobre la piel del cuello.

—Dime lo que buscas, cariño —le susurró en inglés—, y trataré de complacerte en todo lo que pueda.

Dos

Aunque las circunstancias y a veces la triste historia de su existencia como bastardo entre la nobleza deberían haberle enseñado la lección, Brice Fitzwilliam nunca había aprendido eso de que la paciencia era una virtud. Siempre le había parecido sobrevalorada y una molestia necesaria, y aquella situación simplemente confirmaba su opinión al respecto.

Tras ser paciente como el rey pedía, y esperando mientras pasaba el invierno a que llegaran los documentos que le cedían las tierras y los títulos de barón y de lord de Thaxted, había llegado hasta allí y se había encontrado con la fortaleza cerrada. Tres semanas esperando los refuerzos de su amigo Giles no hacían que estuviese más cerca de conquistar la fortaleza ni a los que vivían dentro. Ahora, tras capturar a varios campesinos que huían, descubría que su prometida, que ya había huido en varias ocasiones, también acababa de escapar bajo su vigilancia; y que buscaba refugio lejos de su control en un convento. Por suerte Stephen le Chasseur lo acompañaba y nada ni nadie escapaba a él cuando cazaba.

Aunque Gillian se retorcía entre sus brazos, Brice sabía que no tenía idea de su identidad, ni de que era suya. Su rabia aumentó al darse cuenta de que ignoraba los peligros del camino. Si no la hubiera encontrado, la idea de lo que podría haberle sucedido le aterrorizaba por muchas razones. Había que enseñarle una lección, y él sería el encargado.

Al menos estaba viva, así podría hacerle pensar en sus actos.

—¿Cuánto cobráis por noche, señorita? — preguntó mientras deslizaba la mano por su cuerpo y sentía el escalofrío bajo sus dedos—. Muchos de mis hombres han ahorrado y podrían pagaros bien para que os quedarais con nosotros.

—No soy pro… pros… —se estremeció—. No vendo mis favores.

Brice la soltó y le dio la vuelta para mirarla, y estuvo a punto de perder la cabeza, pues por fin pudo ver claramente a su prometida. Era guapa y le pertenecía.

Unos ojos grandes, luminosos y de un color entre el azul y el verde adornaban su rostro. Sus rizos largos y castaños escapaban bajo su velo y le caían sobre los hombros. Aunque iba vestida al estilo sajón, con ropa ancha, advertía que su cuerpo tenía curvas y encajaba con las formas femeninas que él deseaba en sus amantes; caderas y pechos voluptuosos. A juzgar por la fuerza de su resistencia, sabía que sus piernas y sus brazos eran fuertes.

Su cuerpo reaccionó antes de terminar de mirarla, y cierta parte de su anatomía cobró vida, dispuesta a hacerle todas las cosas con las que la había amenazado. Sólo habló cuando uno de sus hombres tosió audiblemente.

—Si no sois prostituta, ¿entonces qué?

—Les he dicho a estos hombres que mi señora me envía al convento e iba de camino.

—¿Sola, señorita? ¿Con los merodeadores y rufianes que controlan los bosques y los caminos? Vuestra señora habrá enviado guardias para protegeros.

Ella dio un paso atrás, pero sus hombres no retrocedieron y permaneció atrapada entre ellos. Advirtió el miedo creciente en su mirada y supo que su apariencia valiente corría el peligro de venirse abajo. Pero luego vio cómo recuperaba la confianza en sí misma, estiraba los hombros y levantaba la barbilla.

—Mi señora tiene otras cosas de las que preocuparse, señor. Sabe que soy independiente y puedo llegar sola al convento.

—¿Bromeáis? —preguntó él—. ¿Buscáis problemas? Cualquier señora que envíe a su sirvienta sola por estos caminos en estos tiempos tan peligrosos que corren comprenderá el mensaje que está enviando.

Brice casi pudo oírla intentando tragarse el miedo. Los ojos le brillaban con la inminencia de las lágrimas y el labio inferior había empezado a temblarle. Tal vez estuviera dándose cuenta de lo absurdo de su plan.

—Un noble honraría la promesa de una dama a su doncella y le permitiría la llegada al convento. Un noble de verdad no se aprovecharía de una mujer sin protección. Un noble de verdad… —comenzó a explicar otra cualidad, pero él la detuvo negando con la cabeza.

—Yo no he dicho que sea un noble, señorita —susurró él—. Si vuestra señora cree que se puede confiar en los nobles y que éstos dejarían pasar una tentación como la que vos representáis, entonces es más tonta de lo que pensaba.

Sus hombres se carcajearon, sabiendo que ni ellos ni él eran nobles ni de nacimiento legítimo, y Brice reconoció la confusión en su expresión. Casi todos los hombres se habrían sentido halagados por ella, pero no aquéllos que se habían abierto camino en el mundo con el trabajo y el sudor de sus cuerpos.

Lady Gillian pareció querer decir algo, pero no encontró las palabras, así que agachó la cabeza y se dio la vuelta. Sus intentos de humillarla no le dieron la satisfacción esperada. Miró a sus hombres. Sabía que la noche se acercaba y que aún quedaban muchas cosas por hacer ahora que su prometida estaba allí.

—Llevadla a mi tienda y aseguraos de que se queda ahí —ordenó.

—¡No podéis! —gritó ella. Brice se acercó a ella para obligarla a levantar la cabeza y mirarlo a la cara—. Las buenas hermanas…

—Las buenas hermanas cenarán, rezarán sus oraciones y se irán a dormir como cada noche, señorita. Vuestra señora debería haber pensado en su plan antes de llevarlo a cabo.

—Pero me esperan. Mi señora les envió un mensaje.

—Puedo aseguraros que al convento no ha llegado ningún mensaje. Llevamos acampados aquí varias semanas y nadie de Thaxted se ha cruzado en nuestro camino… hasta hoy.

Gillian miró a su alrededor, visiblemente desanimada, y por primera vez pareció darse cuenta de que la superaban en número y que eran peligrosos. Si en efecto había un mensajero, los hombres de Brice no lo habían visto. Siempre existía la posibilidad de que el mensajero hubiera huido en dirección contraria al ver su campamento y saber que no podría pasar. Aparentemente ese mensajero no informó del fracaso a su señora.

—Lleváosla —repitió suavemente, mientras se echaba a un lado para que Stephen pudiera llevar a cabo su orden.

La dama pareció dispuesta a ofrecer resistencia, pero luego asintió y se dejó arrastrar. Al menos ya estaba a salvo, y era una cosa menos de la que tenía que preocuparse en aquella situación tan inestable. Por la mañana sería suya, al igual que la mansión Thaxted y todos los terrenos vinculados a ella y a él por ser lord Thaxted.

Y con el apoyo de los hombres de Giles desde Taerford y las tropas del rey, tomaría el control de la fortaleza, expulsaría a los rebeldes que no apoyaran al rey Guillermo y comenzaría su vida como todopoderoso en vez de seguir siendo un simple soldado. Respiró profundamente y se dio cuenta de que ansiaba muchas de las cosas que aún tenía ante sí en los próximos días.

Enfrentarse a la ira de aquella dama por su conducta no era una de esas cosas.

Pasaron las horas mientras supervisaba los preparativos para su asalto final a la fortaleza, así como otros asuntos más personales que tenían que ver con lady Gillian. Envió un mensaje al convento para hacerles saber que estaba a salvo y que regresaría a su hogar. Una generosa donación acompañaba al mensaje para suavizar, o así lo esperaba, los futuros tratos con las monjas. Había visto cómo muchos otros cometían el error de no respetar al clero y estaba decidido a no caer en el mismo error.

Finalmente, varias horas después de que el sol se ocultara por el oeste y, cuando la noche ya los cubría con su manto, decidió que era el momento de dar el primer paso para recuperar el control de sus tierras… y de su esposa. Avisó a los más cercanos a él y se dirigió hacia su tienda. Había cuatro hombres montando guardia allí, uno en cada esquina, y ninguno parecía feliz.

—¿Problemas, Ansel? —preguntó mientras se acercaba. Todos parecían tranquilos, pero sus expresiones decían lo contrario. Aunque aquélla era la primera campaña de guerra de Ansel, confiaba en el joven para realizar cualquier tarea que le ordenase.

—Sí —respondió Ansel en su dialecto—. Es… la dama… es muy decidida —negó con la cabeza como si hubiera fracasado y Brice advirtió los inicios de un hematoma en su barbilla.

Brice agarró la solapa de entrada a la tienda y se detuvo.

—Mientras no se le haga daño, no cuestionaré tus actos.

Ansel asintió, pero aún había un problema que Brice no lograba identificar. Entonces se acercó Stephen.

—Ha estado a punto de escaparse tres veces, Brice —explicó—. Una vez ha logrado llegar hasta el perímetro sur del campamento sin ser vista —Brice miró a los dos hombres que custodiaban la tienda y vio que varios tenían arañazos y hematomas. Luego volvió a mirar a Stephen, que respiró profundamente y se encogió de hombros—. Échame la culpa a mí si quieres, pero era la única manera de que estuviera a salvo.

Brice se preguntó cómo lo habrían hecho.

—Traedle algo de comer y luego buscad algo para vosotros —dijo—. Procederemos después de comer.

Los hombres se alejaron y Brice levantó la solapa de la tienda para poder entrar. Se agachó para no golpearse la cabeza con el techo de la tienda, entró y se detuvo. A pesar de que en el interior sólo había un farol, pudo verla claramente y se quedó con la boca abierta ante lo que vio.

Sus hombres habían clavado estacas de madera al suelo y la habían atado a ellas, con las muñecas y los tobillos juntos y atados a los postes. Tenía la capucha quitada y una mordaza en la boca. A causa de retorcerse contra las ataduras, el vestido se le había subido por las piernas y dejaba ver su forma. Debido a la posición de sus brazos y al movimiento del escote del vestido, sus pechos se restregaban contra la tela y los pezones erectos eran visibles a través del tejido.

Brice tragó saliva, pero la boca volvió a secársele. Terminó de entrar en la tienda y dejó caer la solapa tras él. Gillian comenzó a retorcerse de nuevo al verlo aproximarse, y sus esfuerzos provocaron que el vestido se le subiera más y le proporcionara una visión clarísima de sus muslos y de sus caderas. Brice apretó los dientes y los puños para evitar deslizar las manos por su piel y palparle las nalgas. El pulso se le aceleró mientras pensaba en todos los lugares donde la besaría y la acariciaría antes del amanecer.

Gillian murmuró algo y él se dio cuenta de que no podía dejarla así. Se agachó junto a ella, sacó su daga y le rompió la mordaza.

—Ya está, señorita —susurró. Con una caricia suave, le apartó el pelo de la cara y le secó las mejillas.

Lágrimas. Había estado llorando. Por lo poco que sabía de su prometida, deducía que aquel síntoma de debilidad la humillaría y no le apetecía eso. Se acercó a la mesa, sirvió vino en una jarra metálica y se lo ofreció.

—Tomad, bebed esto —le levantó la cabeza y la ayudó a beber hasta que se tomó el vino. Después volvió a llenar la jarra y se la bebió rápidamente.

Se arrodilló a su lado y comenzó a colocarle el vestido. Pero cuando le tocó el tobillo, no pudo evitar disfrutar del momento. Deslizó la mano hasta su rodilla antes de agarrarle el dobladillo del vestido. Su cuerpo le pedía que siguiera subiendo, que introdujera la mano entre sus piernas hasta llegar al lugar que le haría llorar de placer. Brice se resistió al deseo de explorar su cuerpo y sólo las suaves palabras de Gillian le hicieron volver en sí.

—Os lo ruego, milord. Por favor, no… — susurró.

No se movió en absoluto, y fue algo bueno, pues Brice se debatía entre hacer lo correcto o seguir los instintos de su cuerpo. Tras un momento que duró demasiado, tiró del dobladillo hasta cubrirle las piernas y luego se apartó.

La tensión entre ellos se rompió cuando Ansel lo llamó desde fuera. Brice se dio la vuelta, salió y regresó con un plato de madera para la dama. Lo colocó sobre la mesa y volvió a sacar la daga para soltarle las muñecas. Cuando le ofreció la mano, se dio cuenta de que aún llevaba puesta la cota de malla y los guantes de cuero.

A pesar de la mirada suave en su rostro en aquel momento, Gillian no confiaba en él. Oh,