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Después de una noche de pasión, se había quedado embarazada del conde… Gwen había ido a Francia a perseguir su sueño como chef, dispuesta a matarse trabajando antes de regresar al seno de su familia. Pero ni siquiera toda su determinación pudo conseguir que se resistiera a la intensa mirada de Etienne Moreau… Después de una noche de pasión, Etienne quiso convertirla en su amante, pues era el antídoto perfecto a su refinada existencia. Pero Gwen se sintió indignada con la oferta. Tal vez Etienne pensara que podía comprarlo todo con su dinero, ¡pero ella no estaba a la venta! Sin embargo, ninguno de los dos contaba con algo inesperado…
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Seitenzahl: 168
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Christina Hollis. Todos los derechos reservados.
EL NOBLE FRANCÉS, N.º 2127 - enero 2012
Título original: The French Aristocrat’s Baby
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-393-7
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
UN TERRIBLE ruido sacó a Gwen de la cama antes de que estuviese completamente despierta. Fue a trompicones por la habitación, buscando el despertador. Cuando lo encontró, estaba en silencio. El timbre procedía de otra parte. Debía de ser su teléfono móvil. Horrorizada, se dio cuenta de que había caído en la cama tan agotada que se le había olvidado encender el despertador. Se había dormido y ya llegaba por lo menos una hora tarde. Debía de estar llamándola una de sus compañeras, acerca del turno de noche. Siguió buscando su teléfono y por fin lo encontró. Estaba en el bolsillo del delantal, en el fondo de la cesta de la ropa sucia.
–¡Gwenno! ¿Por qué tardas tanto en responder al teléfono, cariño?
Y ella se alegró por una vez de que su madre la llamase a diario.
–¡Mamá! Me alegra oírte, pero no tengo tiempo. Tengo que prepararme para la fiesta de esta noche. Pensé que me llamaban de la cocina, para avisar de que había alguien enfermo.
Dio un grito ahogado y luego hizo una mueca. Era un error, contarle así la verdad a su madre. En casa tenían que seguir pensando que estaba teniendo mucho éxito con su nueva vida.
–Quiero decir, que me sobra gente, pero cada persona tiene su especialidad. ¡No puede faltar nadie! –añadió enseguida, cruzando los dedos.
En realidad, estaba desesperada por recortar costes y estaba haciendo ella misma el trabajo de al menos tres personas. Le estaba costando mucho trabajo ahorrar. Estaba tan agotada, que había pensado que se iba a desmayar durante los preparativos de la fiesta. Por eso se había ido un rato a casa a medio día, a echarse una siesta de veinte minutos. Miró el reloj y se dio cuenta, horrorizada, de que había dormido casi hora y media.
–¡Dios mío, tendría que estar en el restaurante! ¡No vamos a poder abrir a tiempo! ¡Tengo tanto que hacer!
Corrió por la habitación e intentó agarrar con una mano la ropa que iba a ponerse, mientras con la otra sujetaba el teléfono.
Su madre tenía respuesta para todo. Y aquel desastre no fue una excepción.
–Deja que la docena de trabajadores de la que nos has hablado se ganen el sueldo, Gwenno.
–¿La docena de trabajadores? Ah… sí, sí, claro. Es que me gusta hacer todo lo que puedo yo misma. Todavía no estoy acostumbrada a ser la única dueña del restaurante y, a veces, me supera.
–No te prestamos ese dinero para que te hundas, Gwenno. Se suponía que era para ayudarte a convertirte en la chef y dueña de Le Rossignol –le dijo su madre, diciendo el nombre del restaurante muy despacio para pronunciarlo mejor–. ¿Ves? ¡Ya estamos todos practicando para cuando vayamos a verte!
A Gwen le dio un vuelco el corazón, pero consiguió hacer como si riese con naturalidad.
–¡Estupendo! Estoy deseando veros. ¡Han pasado meses!
–Cuatro meses, tres semanas y cinco días desde que conseguiste comprar el restaurante –le respondió la señora Williams, casi tan orgullosa como Gwen cuando tenía energía–. Y tu padre y yo, que estábamos preocupados porque hubieses desaprovechado un futuro estable con nosotros en la tienda para perseguir un tonto sueño…
Gwen deseó llorar, pero no se atrevió. La idea de que su familia descubriese la verdad acerca de su vida en Malotte era más de lo que su orgullo podía soportar. Estaba segura de que podía conseguir tener éxito con el negocio, pero era una época muy dura. Cada reserva debía gestionarse con sumo cuidado. Por desgracia, eso incluía la recepción que iba a dar esa noche para una espantosa condesa. La mujer sólo quería causarle una buena impresión a su rico hijastro. Le daba igual lo bien que cocinase Gwen, o el restaurante, sólo le preocupaba su propia reputación.
Gwen tenía la esperanza de que el hijastro fuese más agradecido.
Etienne Moreau también tenía un día muy ocupado, pero todo iba según lo previsto. Como a él le gustaba. Hasta su vida social iba en esos momentos con la precisión de un reloj, aunque cada vez le gustase menos socializar. Muchas personas pensaban que tenerlo en la lista de invitados de su fiesta benéfica era una gran atracción y, en ocasiones, él se sentía obligado a darles lo que querían. «Ojalá estuviese siempre rodeado de pelotas», pensó mientras se peinaba el pelo moreno con los dedos. Tampoco era tanto pedir, tener una conversación normal con alguien. Estaba harto de estar constantemente en el punto de mira de proyectos malos, o de mujeres en busca de aventuras.
Los hombres más ricos del país lo habían invitado a formar parte de su junta directiva con la idea de utilizar su título para impresionar a los accionistas, nada más. Y no habían tardado en darse cuenta de su error. Etienne había nacido en una familia privilegiada, pero nunca se había conformado con eso. Su difunto padre había considerado indigno trabajar, pero a Etienne no le satisfacía ser sólo un nombre en un membrete.
Suspiró. En exactamente noventa minutos tendría a un sirviente esperándolo cuando bajase la escalera principal de su castillo. El hombre le pondría un clavel fresco en la solapa antes de abrirle la puerta. Eso seguía siendo igual que en la época de su padre, y desde que todo el mundo tenía memoria, así que él había accedido, a regañadientes, a seguirle la corriente a su leal servicio. Un par de años antes, hasta había imaginado a su propio hijo y heredero ocupando su lugar.
Pero eso había sido antes de enterarse de muchas cosas, incluido cómo era la naturaleza humana. En esos momentos, se centraba en su trabajo y su comportamiento despiadado y resuelto le estaba proporcionando muchos éxitos. De hecho, para ser un hombre que no tenía nada que demostrar, estaba demostrando ser imparable. Era una pena que hasta aquello estuviese empezando a hacerse pesado.
«Necesito encontrar un nuevo reto», pensó. Había sido criado para ocupar el papel del conde de Malotte, pero, una vez en el puesto, tenía demasiado tiempo para pensar. Quería alguna distracción. Tal vez la cena de esa noche le ofreciese algo diferente.
Gwen se duchó y se vistió a la velocidad del rayo. Incapaz de enfrentarse al montón de cartas cerradas que la esperaban encima del tocador, las metió todas en un cajón. Últimamente sólo traían malas noticias. Su nueva vida estaba teniendo algunos momentos horribles, muy duros, pero ella estaba decidida a no rendirse. Abrió el armario y sacó el vestido que se colocaría justo antes de que llegasen los clientes esa noche a Le Rossignol. Estaba segura de que querrían charlar tranquilamente con la chef y dueña del restaurante. Aquélla era la única parte de su trabajo que no le gustaba, pero estaba resultando ser una importante fuente de negocios. Tenía que perseverar, y era muy duro.
Gwen siempre había soñado con ser la chef de un restaurante de lujo. Y, en tiempo récord, había conseguido asociarse con su mejor amiga de la escuela de hostelería. Carys había aportado el glamur y la vista comercial. Ella se había dedicado a la cocina y había mantenido siempre la cabeza agachada. Su sistema había funcionado a la perfección, hasta que las aventuras románticas de su amiga habían convertido el negocio en un caos. Carys había desaparecido, dejando plantada a Gwen, que no había conseguido encontrar otro socio y había tenido que enfrentarse a la idea de vender el restaurante y volver a casa. Eso habría sido como admitir delante de sus padres que «el caso Le Rossignol», como ellos lo llamaban, había sido un fracaso. Otra opción había sido hipotecarse y empezar su nueva vida laboral sola. El primer camino llevaba a la seguridad de la tienda de sus padres. El segundo, a un futuro incierto, pero suyo. Podría ser independiente, sin tener que apoyarse en nadie.
Después de muchas noches sin dormir, hablando consigo misma para convencerse de lo contrario, había decidido perseguir su sueño. Su familia estaba segura de que estaba tirando el dinero, y ella tenía la horrible sensación de que tenían razón, pero jamás lo admitiría. Además, si conseguía sacar el negocio adelante, tendría la satisfacción de poder decir que lo había hecho ella sola. Siempre había sabido que sería difícil, pero, en esos momentos, estando sola y en un país extranjero, había veces que echaba de menos tener un hombro en el que llorar. El tiempo pasaba demasiado deprisa. Suspiró. Lo que más la complacía era cocinar, pero últimamente pasaba más tiempo satisfaciendo los caprichos de sus clientes.
Llevó el vestido al piso de abajo y lo dejó con cuidado en el asiento trasero del coche. Se miró el reloj, se sentó delante del volante y se llevó otra desagradable sorpresa. El indicador del nivel de gasolina estaba en la parte roja. ¡Justo esa tarde! No tenía tiempo para ir a la gasolinera. Miró hacia el cielo, que estaba despejado, y hacia la carretera que descendía hacia el pueblo. Era todo cuesta abajo hasta Le Rossignol, así que, con un poco de suerte, conseguiría llegar.
Cinco horas más tarde, Gwen se estaba poniendo su impresionante vestido. Era el único vestido de fiesta que tenía y era perfecto para una recepción aristocrática. De terciopelo azul marino, se ceñía a sus generosas curvas justo donde tenía que hacerlo. Se miró en el espejo de cuerpo entero de su despacho y observó como su melena rubia caía sobre los hombros desnudos. El efecto era impactante, pero ella no estaba en absoluto impresionada. Sólo veía a una chica de pueblo, toda emperifollada, con un vestido nada práctico.
Gwen sonrió y salió a enfrentarse a su clientela.
El bar y el restaurante no tardaron en llenarse. Las chicas a las que había contratado para la noche se movían entre los elegantes invitados con bandejas llenas de deliciosos bocados. Gwen recorrió la habitación con la vista. Acababa de llegar una persona nueva. Un hombre que hizo que Gwen se quedase donde estaba y lo observase. Él también estaba recorriendo el restaurante con la mirada, como un general inspeccionando a sus soldados de a pie. Era una vista imponente. El recién llegado era uno de los hombres más altos de la noche y su aspecto austero también lo hacía ser diferente. Todo el mundo se giró a mirarlo.
Para sorpresa de Gwen, el hombre fue directo hacia ella.
–Bonsoir. Debe de ser usted Gwyneth Williams. A ella le sorprendió que supiese su nombre, pero eso no era todo. Notó cómo estudiaba su correcto disfraz, poniéndola nerviosa.
–Bonsoir, monsieur. Sí, soy la chef y dueña del restaurante. Suelo estar encerrada en la cocina, pero esta noche es una ocasión especial.
A él le brillaron los ojos oscuros.
–Es cierto. Hasta hace un segundo no sabía que iba a ser tan especial –le respondió, tomando su mano para besársela–. Soy Etienne Moreau. Vengo con frecuencia a este restaurante. Siento que no nos hayamos conocido antes.
Gwen se sintió hechizada. A pesar de estar rodeados de gente, aquel hombre hacía que se sintiese como si estuviesen completamente solos. Después de semanas de trabajo y preocupaciones, era como si por fin hubiese llegado la Navidad.
–¡Gracias! ¿Quiere beber algo, señor Moreau?
Una de las camareras se acercó, pero ella le hizo un ademán para que se marchase. Por primera vez, estaba disfrutando con aquello. Pasó al otro lado de la barra, contenta de tener algo que hacer. La presencia de un hombre como Etienne Moreau, son el pelo moreno y la piel dorada, era suficiente para dejar a cualquiera sin palabras. La condesa Sophie, que era quien estaba dando aquella recepción, había dejado caer que a su hijastro no le gustaba estar de cháchara. Le había advertido a Gwen que se mantuviese alejada de él. Y si no hubiese habido una importante factura en juego, a Gwen le habría encantado ignorar su recomendación. En esos momentos sólo la separaba de aquel hombre tan guapo una barra de mármol negro. Gwen tragó saliva y se aferró a la cubitera. Todas las mujeres que había a la vista estaban babeando. Gwen intentó comportarse con naturalidad. Nadie podría quejarse si sólo le servía. Al fin y al cabo, era su trabajo.
–Disculpe, monsieur, ¿qué va a querer?
Etienne Moreau se había entretenido un momento hablando con otro invitado de un reciente negocio, pero volvió a fijarse en Gwen. Clavó su mirada en ella como si fuese lo último que hubiese esperado encontrarse en una fiesta familiar. Frunció el ceño y, después de la debida deliberación, sonrió por fin.
Y fue entonces cuando el mundo se detuvo alrededor de Gwen.
–Me gustaría algo que no creo que pueda ofrecerme en un bar lleno de gente.
Gwen se puso nerviosa y sonrió. Estaba acostumbrada a evitar problemas con los hombres, pero por primera vez en su vida sintió que se derretía. Y no pudo evitar que le temblase la voz.
–Quería decir que qué va a beber, monsieur. Le Rossignol tiene una gran selección de buenos vinos y otros digestivos –le dijo ella, intentando disimular su inquietud apoyándose en la barra.
Él arqueó las cejas con apreciación y Gwen le respondió volviendo a erguirse:
–Me tomaré un léger colombien, s’il vous plaît.
Gwen no estaba acostumbrada a servir café a las personas que iban a una fiesta a Le Rossignol, pero estaba preparada para cualquier cosa. Al otro lado de la barra estaba la mejor cafetera que podía permitirse. Mientras iba a preparar el café, Etienne se quedó charlando con otras personas. Ella no oyó de qué hablaban, estaba demasiado ocupada disfrutando de la sensación que le había causado el interés de aquel hombre por ella. A pesar de estar dándole la espalda, era evidente. Cuando se giró a mirarlo, vio muchas posibilidades en sus ojos. Al ponerle el café, él bajó la vista a su mano izquierda.
–Merci, mademoiselle. ¿No se toma uno conmigo?
–No, monsieur. Estoy trabajando.
Él enseñó su perfecta dentadura blanca al sonreír con malicia.
–Supongo que eso significa que Sophie ya ha hablado con usted. Debe de haberla amenazado para que no me distraiga demasiado.
Y, al oír aquello, Gwen estuvo a punto de olvidarse de todo lo demás.
–De eso nada, monsieur –consiguió responder–. Estoy de servicio. No sería profesional entretenerme con un solo invitado, por encantador que sea. Y, ahora, si me perdona, tengo que seguir circulando.
Y le dedicó una sonrisa que tembló al ver calor en su mirada antes de alejarse de él con la mayor dignidad posible.
Etienne bebió de la taza de café y le brillaron los ojos al verla marchar. Las personas que lo rodeaban seguían hablando, pero él sólo prestó atención por educación.
–Veo que no te ha costado mucho superar lo de Angela, ¿verdad, Etienne? –le preguntó uno de los hombres riendo.
Y la pregunta hizo que volviese al presente.
–El sentimentalismo es sólo para las mujeres y los niños. No malgasto mi tiempo en él –le contestó Etienne encogiéndose de hombros–. Disculpadme, voy a acercarme a hablar con la condesa Sophie.
Y atravesó el salón sin mirar atrás. Deseó poder ignorar el pasado con la misma facilidad con la que ignoraba a la gente. A veces el trabajo amortiguaba el dolor, pero nunca por demasiado tiempo. Era mucho más fácil quedarse en la superficie de la vida y pasar de sensación en sensación sin dar demasiadas vueltas a las cosas. Se pasaba los días llenando su mente atribulada de preocupaciones económicas ajenas. Cuando era capaz de utilizar su poder e influencia para ayudar a los demás, se sentía satisfecho, aunque inquieto. Durante siglos, los Moreau habían sido guerreros. Etienne tenía una gran capacidad intelectual y le era más sencillo leer balances e informes que entender a las personas. Prefería utilizar su cabeza para trabajar y su cuerpo, para cosas más civilizadas que la guerra.
En esos momentos, se estaba preguntando cuánto tiempo tardaría la señorita Gwyneth Williams en caer rendida a sus encantos.
Como de costumbre, todo el mundo quería hablar con Etienne, así que tardó un rato en llegar hasta donde estaba Gwen. Ella miró por encima de su hombro y sonrió de medio lado, como diciéndole que sabía que la estaba observando. Eso le gustó. Compensaba el hecho de que la sobrina de su madrastra, Emilie, también estuviese allí esa noche, vestida con un ajustado vestido de satén rosa, justo detrás de su tía. Cuando Sophie Moreau se dio cuenta de que Etienne se acercaba, apartó a Gwen a un lado e hizo avanzar a la sorprendida Emilie. Etienne entendió la jugada y miró a Gwen con complicidad y vio cómo una sonrisa pícara iluminaba su rostro. Él se acercó más y Gwen desapareció en la cocina, dejándolo a solas con su madrastra.
–¿Tienes algún problema con el servicio, Sophie? ¿Quieres que vaya detrás de esa mujer y hable con ella? –se ofreció en tono inocente.
La condesa frunció el ceño.
–De ninguna manera, Etienne. No has venido aquí a trabajar. Has venido a decirle a tu prima Emilie qué te parece. ¿No la ves más alta?
Sophie Moreau sólo tenía dos cosas a su favor: que se la veía venir y que siempre iba directa al grano.
–Es verdad –dijo él, llevándose la mano de la joven a los labios–. ¿Cuántos años tienes, Emilie? ¿Dieciséis?
–¡Dieciocho! ¡Por eso accediste a venir como invitado de honor a su fiesta de cumpleaños el mes que viene! –dijo entre dientes su madrastra.
–Jamás decepcionaría a una prima –añadió él, inclinando la cabeza hacia Emilie, que sonrió como una tonta, haciendo que su aparato dental brillase bajo la discreta iluminación del restaurante.
–Emilie saldrá del internado al trimestre que viene. A no ser que se te ocurra un buen motivo para sacarla antes de ese horrible lugar, Etienne –le dijo su madrastra mirándolo con malicia.
Etienne esperó.
–A no ser… –continuó ella, acercándose más. De repente, frunció el ceño–. ¡Por Dios santo, Etienne, no seas tan complicado! Necesitas un heredero para que continúe con el linaje de los Moreau y herede esas casas tan bonitas que tienes.
Etienne la hizo callar con una mirada. Y su madrastra tardó sólo unos segundos en recuperarse y añadir:
–Ya han debido de pasar dos años desde que tuviste aquella mala experiencia con esa mujer, y tienes que pensar en el futuro, Etienne.
–¿Por qué? Ya lo haces tú por los dos, madrastra –replicó él.
En la cocina de Le Rossignol, los preparativos de la cena iban según estaba previsto, pero Gwen seguía muy nerviosa. Nervios que aumentaron al oír cotillear a las camareras.
–Madame quiere asegurarse de conseguir parte de la fortuna de Etienne después de que éste se case. Por eso intenta emparejarlo con su sobrina.
–Ya os he dicho antes que no podéis contar nada de lo que oigáis, Clemence –las reprendió Gwen.
Aunque en el fondo, le entraron celos al oírlo.
–No te preocupes, jefa. Sólo hay que leer lo que dicen de Etienne Moreau en los periódicos para saber…
Las puertas que daban al restaurante se abrieron de nuevo para que pasasen los camareros con bandejas vacías y, entre ellos, Gwen vio a la condesa Sophie y a su sobrina apartándose del impresionante conde. Clemence lo vio también.
–Mira, ya se la ha quitado de encima. Ahora es tu oportunidad, jefa. El conde Etienne vale su peso en oro. Viene mucho y es quien mejores propinas deja. ¡Sé simpática con él! –le aconsejó la camarera, guiñándole el ojo a Gwen.
Y ésta se dio cuenta de que tenía el corazón acelerado. Siempre le costaba trabajo hablar con los clientes, y hablar con un hombre tan guapo le era imposible, a no ser que tuviese una buena excusa tras la que esconderse. Los encontró a ambos en la barra. Deseosa de tener alguna opinión acerca de un nuevo Burdeos que quería añadir a la carta de vinos, le sirvió una copa y se la acercó intentando no pensar en el calor que sentía por dentro. La expresión de él hizo que se olvidase de cualquier preocupación y su cuerpo respondió con un anhelo hasta entonces desconocido para ella. Sintió miedo. Aquel hombre era un completo extraño y ella era una mujer trabajadora, con los pies en el suelo. ¿Cómo podía despertar en su interior emociones tan fuertes a primera vista?