Un reto para el conde - Christina Hollis - E-Book
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Un reto para el conde E-Book

Christina Hollis

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Beschreibung

Aquella mujer le haría recordar un pasado que había jurado olvidar… Mientras se acercaba al magnífico castillo Di Sirena, la tímida Josie temblaba de anticipación… aquel castillo a las afueras de Florencia era el sueño de cualquier arqueólogo y no podía creer que le hubieran permitido no solo trabajar, sino alojarse allí. Recelosa del famoso propietario, el conde Dario di Sirena, esperaba que estuviese demasiado ocupado yendo de fiesta en fiesta como para fijarse en ella. Intrigado, Dario esperaba la llegada de Josie con cierta curiosidad. Su inocencia era algo nuevo para un cínico como él y despertar a la mujer apasionada que había debajo de aquella ropa ancha e informe sería un reto delicioso.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Christina Hollis. Todos los derechos reservados.

UN RETO PARA EL CONDE, N.º 2195 - noviembre 2012

Título original: The Count’s Prize

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1151-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

JOSIE no podía contener su nerviosismo. Fingir que aquel iba a ser simplemente un trabajo más era imposible y, saltando del asiento, golpeó el cristal que la separaba del impecablemente vestido chófer de la familia Di Sirena.

–¡Pare, por favor, pare!

El hombre pisó el freno inmediatamente, girando la cabeza para mirarla con cara de preocupación.

–¿Ocurre algo, doctora Street?

–No, no, perdone, no quería asustarlo. Es que me han dicho que el castillo de la familia Di Sirena es precioso y quiero verlo bien –respondió Josie, hundiéndose de nuevo en el asiento de cuero–. ¿Podría ir un poquito más despacio?

El hombre asintió con la cabeza.

–Es uno de los más hermosos de Italia que aún sigue en manos privadas, signorina. Pero, como va a quedarse aquí durante un mes, imagino que podrá visitarlo a fondo.

–No lo sé. Tengo tanto que hacer mientras estoy aquí –Josie suspiró–. Puede que no me quede mucho tiempo libre para admirarlo.

La emoción que sentía ante la posibilidad de un descubrimiento arqueológico quedaba ligeramente ensombrecida por la idea de presentar su trabajo ante sus estudiantes el próximo semestre. Peso eso podía esperar, se dijo. Antes tenía mucho que investigar.

–Estoy preparando mi primer curso y quiero traer a algunos de mis alumnos a estudiar esta zona de Italia.

Una mirada a los campos que la rodeaban, brillando bajo el sol, y Josie supo que ver el castillo de la familia Di Sirena solo como parte de un proyecto de investigación iba a resultar difícil porque aquel sitio tan hermoso estaba lleno de distracciones.

Pero la tinta apenas se había secado en su contrato con la universidad, de modo que haría todo lo posible para aprovechar la oportunidad. Había tenido que hacer interminables presentaciones y estudios para conseguir los fondos necesarios para el viaje y era una suerte que su mejor amiga, Antonia, la hubiese invitado a pasar unas semanas en la finca, ya que el castillo de la familia Di Sirena estaba cerrado a los demás investigadores.

Sin eso, no le habrían dado fondos para viajar a Italia y, aun así, solo le habían financiado un par de semanas como máximo.

La arqueología era su pasión. De niña, solía volver loca a su madre llenando la casa de embarrados tesoros que encontraba en el jardín. La señora Street había sacrificado mucho para que su hija fuera a la universidad, de modo que Josie estaba decidida a poner siempre el trabajo por delante.

–¿Puede esperar unos minutos mientras hago unas fotografías? –le preguntó al conductor, sacando la cámara del bolso–. Quiero llevarle pruebas a mi madre de que en verdad me alojo en un castillo italiano.

Apenas había terminado la frase cuando el conductor salió del coche para abrirle la puerta.

–Puede tomarse el tiempo que quiera, signorina.

–Es usted muy amable, pero no quiero hacerle perder el tiempo… –Como le dije en el aeropuerto, no es ningún problema.

Josie hizo una mueca de horror al recordar la escena. Ella no estaba acostumbrada a ser recibida por un chófer uniformado y le había pedido que se identificase antes de darle sus maletas.

–Gracias –murmuró, avergonzada, mientras bajaba del coche.

El sol de la Toscana en pleno mes de julio era abrasador, pero tomó un par de fotos del camino flanqueado por árboles que llevaba hasta el imponente castillo antes de volver a subir a la lujosa limusina con aire acondicionado, maravilloso en un día como aquel.

–¿Qué es ese olor tan maravilloso? –le preguntó mientras arrancaba.

–Son tilos. Y están en flor –respondió el chófer, señalando los árboles–. A los insectos les encantan. El conde me dijo una vez que en la finca había varios millones de abejas.

Josie pensó que esa imagen coincidía con la imagen que tenía del conde Dario di Sirena, el hermano de su amiga Antonia.

No lo conocía personalmente, pero por lo que ella le había contado debía de ser un tipo insoportable que salía de fiesta todas las noches y holgazaneaba por la finca durante el día mientras los demás trabajaban. Con tanto tiempo libre, era lógico que supiera tanto sobre abejas.

–Si pasea bajo estos árboles, las oirá ronronear como el motor de un Rolls Royce, doctora Street.

Ella suspiró.

–Qué curioso.

–Debería aprovechar que tiene el castillo para usted sola. Todos están dormidos y nos han dicho que los invitados no cenarán en casa esta noche. La signora Costa, el ama de llaves, le preparará el desayuno.

Josie dejó escapar un suspiro de alivio. El castillo era una experiencia nueva para ella, pero había pasado las vacaciones en el apartamento de Antonia en Roma y también había estado en la villa familiar de Rimini varias veces. En ambos sitios, las amistades de su mejor amiga la habían dejado abrumada. Eran gente simpática, pero Josie se sentía fuera de lugar. Solía jugar con el pequeño Fabio mientras su madre, Antonia, iba de compras, pero las cenas con sus amigos, siempre hablando de fabulosas estaciones de esquí o lugares de vacaciones que ella solo había visto en las revistas, le resultaban incómodas.

Antonia le había dicho que su hermano tenía una gran vida social y le parecía muy bien. De ese modo podría trabajar en la finca durante el día e irse a la cama antes de que él se levantase. Con un tiempo tan limitado para hacer lo que había ido a hacer, no podía perder un momento.

Pero al pensar en lo que el conde haría por las noches no pudo evitar sentir una punzada de envidia. Aunque le encantaba su trabajo, a veces se sentía como un hámster dando vueltas en una rueda. Ella tenía que trabajar sin descanso para pagar sus facturas mientras el conde había sido criado entre algodones… Cuando conoció a Antonia en la universidad se había preguntado si las diferencias sociales entre ellas serían un problema para su amistad, pero no había sido así; al contrario, esa cuestión se había convertido en una broma. Y cuando alguna de las dos pasaba por un mal momento, la otra la apoyaba siempre.

La lealtad era importante para Josie. Había creído tener la de su exprometido, pero se había equivocado sobre él, como Antonia se había equivocado con su exnovio, Rick, que la abandonó al saber que estaba embarazada.

Josie había ayudado a su mejor amiga a superarlo, aunque en su fuero interno pensaba que estaba mejor sin él. Pero después de eso, y de su propia experiencia con Andy, había empezado a desconfiar de todos los hombres.

Y cuando su amiga decidió quedarse en casa con el niño en lugar de seguir con sus estudios fue un golpe para Josie. El trabajo no era lo mismo sin su amiga, por eso estaba deseando empezar con aquel proyecto; así tendría la oportunidad de ver a Antonia y al pequeño Fabio cuando volviesen de Rimini.

Claro que también envidiaba que su amiga pudiera elegir cuando ella no podía hacerlo…

–Ya hemos llegado.

La voz del chófer interrumpió sus pensamientos y, un poco nerviosa, Josie bajó del coche.

Mientras admiraba los altos muros de piedra del castillo se preguntó cuántos guerreros habrían intentado entrar en aquella fortaleza inexpugnable, con una gran puerta de madera claveteada, descolorida por cientos de veranos soleados como aquel. En el centro del patio había una fuente con una sirena de hierro, copiada del escudo de la familia, que parecía mirarla con cierto desdén.

El chófer se dirigió hacia la parte de atrás con sus maletas y Josie tomó la cadena de hierro que colgaba de una campanita a un lado de la puerta, esbozando su mejor sonrisa.

El conde Dario di Sirena estaba aburrido. Como siempre, había entretenido a sus invitados hasta la madrugada, pero eso significaba que no había nadie para entretenerlo a él en ese momento. Los miembros del club náutico lo habían pasado en grande probando los vinos de su bodega la noche anterior, pero como el alcohol no era algo que lo interesase demasiado, él tenía la cabeza despejada.

Dario decidió dejar que sus invitados durmieran mientras hacía lo que solía hacer por las mañanas… aunque le faltaba un compañero para jugar al tenis. Golpear las pelotas que lanzaba la máquina no era sustituto para un buen partido y pocos de sus invitados parecían interesados en el deporte. En realidad, solo parecían interesados en relacionarse con él porque era una persona influyente. Y eso empezaba a irritarlo.

Por una vez, le gustaría encontrar a alguien que lo tratase de manera normal, pensó, mientras decapitaba media docena de margaritas con la raqueta. Cuando estaba a punto de decapitar todo el jardín de ese modo, oyó el ruido de un coche por el camino.

Era su limusina y, al ver que una mujer salía de ella, intentó recordar quién podría ser aquella nueva invitada. ¿Sería la amiga de Antonia?

Dario miró la fecha en su reloj e hizo una mueca. Era el día doce.

Desde que heredó su título, le parecía como si el tiempo pasara más rápidamente de lo normal, un día convirtiéndose en otro. El tiempo se le escurría como agua entre las manos sin que él hiciese nada.

Un buen handicap de golf y suficientes puntos en el programa de viajero frecuente como para circunnavegar el sistema solar no contaban en absoluto.

Podía tener todo lo que quisiera, salvo una buena razón para madrugar, pensó, colocándose la raqueta al hombro mientras se acercaba a la recién llegada.

Antonia le había dicho que su mejor amiga iba a ir al castillo a trabajar y no debía distraerla. Según había descrito su hermana a la doctora Josephine Street, casi esperaba que fuese una monja, pero la mujer que estaba en la puerta era mucho más atractiva que una monja. Aunque hacía todo lo posible por esconderlo.

Llevaba el pelo recogido y ropa demasiado ancha, como si quisiera esconderse. Desde luego, respondía a la imagen de seria profesora inglesa, pero tal vez alguien debería decirle que en la vida había más cosas, aparte del estudio.

Los años que había pasado trabajando en excavaciones arqueológicas eran la prueba de que Josie no era una floja, pero se cansó de tirar de la campanita sin lograr que sonara.

Irritada, llamó a la puerta con los nudillos, pero medio metro de sólido roble ahogaban cualquier sonido. El chófer debería haberle advertido a alguien que estaban a punto de llegar, pensó. Claro que seguramente tardarían un rato en abrir…

–Buon giorno.

Josie dio un respingo al escuchar una voz masculina. Tras ella había aparecido un hombre alto, de anchos hombros, cabello oscuro y piel bronceada, vestido de blanco inmaculado.

Era un contraste muy llamativo y Josie sospechaba que el hombre lo sabía perfectamente. Ella llevaba la ropa arrugada del viaje mientras todo lo de él parecía nuevo. Incluso la raqueta de tenis con la que se golpeaba distraídamente la mano izquierda… aunque entre las cuerdas podía ver pétalos de margarita. Tal vez los habría puesto allí alguna chica, pensó, mirando alrededor. Pero el patio estaba desierto.

Y no tenía que decirle quién era. Esos suaves ojos castaños, rodeados por largas pestañas, le resultaban muy familiares. Debía de ser su anfitrión, el hermano de Antonia. Y, por su aspecto, era todo lo que le había contado.

–Permítame que me presente: soy el conde Dario di Sirena –le dijo, tomando su mano para llevársela a los labios.

–¿Por qué no está en la cama?

Él enarcó una burlona ceja.

–¿Es una invitación?

Josie apartó la mano y dio un paso atrás, ruborizándose furiosamente. Eso era empezar con mal pie, incluso para ella.

–No, no…

Dario sonrió al verla tan incómoda.

–Tú debes de ser Josie.

–La doctora Josephine Street, sí.

No debería mostrarse tan antipática con su anfitrión, pero tratar con desconocidos nunca había sido fácil para ella y era diez veces más difícil cuando se trataba de un hombre tan guapo.

–Entonces, permítame decir que es un placer para mí recibirla en mi humilde morada –anunció Dario, con burlona seriedad.

Josie sabía que esconder su timidez bajo una fachada de seriedad solía funcionar, de modo que irguió los hombros y lo miró directamente a los ojos.

Aquel era un hombre que se sentía cómodo en cualquier situación, Antonia se lo había contado. En realidad, le había contado tantas cosas sobre su hermano que la noche anterior había buscado su nombre en Google. Y ni las columnas de cotilleos ni Antonia habían exagerado.

Era un hombre guapísimo e imponente que irradiaba seguridad en sí mismo. Y eso era algo que ni todo el dinero ni todo el poder del mundo podían comprar. Dario di Sirena era completamente diferente a su hermana, la alegre y regordeta Antonia. Sin la menor duda, era el hombre más guapo que había visto nunca y la miraba… como si fuese el centro del universo.

Josie tuvo que hacer un supremo esfuerzo de voluntad para recordar que la mayoría de los hombres tenían la misma capacidad de atención que la mosca del vinagre y estaba segura de que cuando no le rindiera pleitesía a su ego se olvidaría de ella.

Esa táctica le había funcionado en el pasado, aunque nunca lo había hecho deliberadamente. Los hombres parecían desvanecerse quisiera ella o no. Y un experto seductor como Dario no perdería el tiempo con ella.

–Me sorprende que decidiera venir aquí en lugar de quedarse en Rimini con Antonia y Fabio, doctora Street.

Josie tragó saliva. El brillo de sus ojos la cegaba, pero intentó convencerse a sí misma de que era el sol.

–Puedes llamarme Josie –murmuró–. La verdad es que me he alojado en la villa de Rimini alguna vez y siempre sentía que estaba molestando.

–¿Por qué? –preguntó él, sorprendido.

–Antonia hacía lo imposible por incluirme en su círculo de amistades, pero esas historias sobre estaciones de esquí, islas privadas y sitios en los que yo no he estado nunca… –¿No son lo tuyo? –la interrumpió Dario.

Su precioso acento italiano era como una caricia, pensó mientras asentía con la cabeza.

–El chófer se ha llevado mis maletas… estaba intentando llamar, pero no soy capaz de hacer sonar la campanita.

Él apartó un pasador en la cadena en el que Josie no se había fijado.

–Ah, era eso. Gracias –le dijo. Pero cuando iba a tirar de nuevo, Dario sujetó su mano.

–No, no. Esa campana se usa para dar la alarma en caso de robo o incendio. No querrás que venga todo el pueblo, ¿verdad?

–No, claro que no… –Para llamar a la puerta tendrás que acostumbrarte a Stella Maris –Dario se dirigió hacia la sirenita, en el centro del patio–. Uno de mis antepasados tenía un curioso sentido del humor.

Que él parecía haber heredado, pensó Josie mientras lo veía apretar el ombligo de la estatua, haciendo sonar un timbre en el interior de la casa.

–¿Es ese uno de los inventos del octavo conde Di Sirena? Cuando Toni sugirió que viniese aquí, leí todo lo que pude sobre el castillo.

Dario se encogió de hombros.

–No lo sé, pero quien lo inventase debía de querer burlarse de las mujeres tímidas –respondió.

Josie volvió a ponerse colorada. Al lado de Dario, se sentía como un gorrión frente a un halcón peregrino. Él se mostraba absolutamente cómodo y seguro de sí mismo mientras ella tenía que hacer un esfuerzo para encontrar su voz.

Unos segundos después, un criado abría la puerta del castillo. La entrada estaba dominada por una gran chimenea de piedra sobre la que estaba el escudo de la familia Di Sirena, el mismo que había visto tantas veces en las maletas de Antonia.

–Ahí van tus cosas –Dario señaló a un criado que llevaba una maleta en cada mano–. Te habrán instalado en el ala oeste, así no te molestarán los miembros del club náutico que se alojaron aquí anoche y que están en el ala este del castillo. Vamos, te acompaño a la suite.

Mientras Josie observaba, atónita, los techos artesonados y las paredes forradas de madera, él empezó a subir los escalones de mármol de dos en dos.

–Supongo que tendrá usted mejores cosas que hacer. No quiero molestar…

Él la miró desde arriba.

–Eres amiga de la familia, de modo que para ti soy el hermano de Antonia, Dario. Y es un placer para mí acompañarte a tu suite.

Suspirando, Josie lo siguió.

–¿Seguro que sabes dónde está la habitación? –bromeó mientras atravesaban un laberinto de pasillos.

–Llevo toda mi vida aquí. ¿Antonia no te ha contado por qué brillan tanto los suelos?

Ella negó con la cabeza.

–De pequeño, le ataba trapos del polvo a los pies y la empujaba por estos kilómetros de pasillos. Por triste que estuviera, eso siempre la hacía reír.

–No me imagino que nadie pueda ser infeliz en un sitio tan bonito como este.

–La gente suele olvidar que el dinero y las posesiones no lo son todo en la vida –Dario suspiró mientras, por fin, abría una puerta.

Estaban en la zona más antigua del castillo, en una torre de vigilancia completamente modernizada, con una escalera circular que llevaba a una suite de tres plantas. La primera para comer y relajarse, la segunda un dormitorio con cuarto de baño.

–Y esto –anunció Dario, llevándola por el último tramo de escaleras– es lo que llamamos el solario.

Habían llegado a la última planta y Josie se encontró en una habitación circular con enormes ventanales y paneles de cristal en el techo. Era casi como estar al aire libre, pero con el beneficio del aire acondicionado.

–Es maravilloso –murmuró, mirando las hermosas vistas de la Toscana.

El aire era transparente, los cipreses tiesos como signos de exclamación frente a hectáreas de hierba, campos de girasoles e interminables viñedos.

–De noche es aún más bonito –dijo él–. Se ven las luces de los coches que van a Florencia por la carretera… ¿será debido a un triunfo o a una tragedia? ¿Un bebé que llega al mundo o un amante que se aleja?

Ella lo miró, sorprendida.

–Eso es muy poético.

–Sí, bueno… –Dario sonrió, un poco cortado–. Por el momento, te será difícil distinguir las casas hasta que conozcas mejor la zona, pero por la noche se puede ver la casa de Luigi, el olivar de Enrico y la granja de Federico.

Yo subo a veces aquí –siguió, bajando la voz– y me pregunto qué estarán haciendo.

Estaba tan cerca que el aroma de su colonia masculina la hizo temblar.

«¿Qué me está pasando? He venido aquí a trabajar», pensó, alarmada, mientras Dario miraba el paisaje perdido en sus pensamientos. En ese momento, él volvió para mirarla y, de nuevo, Josie sintió un escalofrío que la recorrió de arriba abajo.

Y, como si se hubiera dado cuenta, Dario esbozó una sonrisa irresistible.

Capítulo 2

JOSIE intentaba poner orden en sus pensamientos, pero casi se ahogaba en la mirada de Dario.

Eso debía de ser lo que había pasado entre Andy y esa chica de la universidad, pensó, sintiendo un escalofrío.

«No puedo interponerme entre este hombre y la novia que debe de tener en algún sitio».

Después de lo que le pareció una eternidad, consiguió recuperar la compostura para apartarse de él y dar una vuelta por la habitación.

–Esto es demasiado para mí. ¿No tienes una habitación más pequeña? –le preguntó, intentando volver a la tierra.

Dario la miró con cara de sorpresa.

–Esto no es un hotel, Josie. Pero, como amiga de mi hermana, eres bienvenida cuando quieras y durante el tiempo que quieras.

–Eso me dijo Antonia, pero yo prefiero pagar…

–Y el hospital local agradece mucho tu contribución –la interrumpió Dario–. ¿Por qué no fingimos que tu generosidad te da derecho a una suite como esta?

–En ese caso, muchas gracias. Pero entonces tú no podrás subir a mirar el paisaje de noche.

–No me importa.