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De empleada de hogar a esposa de millonario. Michelle Spicer, sencilla y tímida empleada del hogar, siempre ha sabido cuál es su lugar. Alessandro Castiglione ha encontrado una diversión. Sin su uniforme, y desnuda entre sus brazos, Michelle florece ante él... Deshonrada y abandonada con el bebé que ahora lleva dentro, Michelle vuelve a su lluviosa Inglaterra. Hasta que el magnate toscano decide volver a saborear sus encantos...
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Seitenzahl: 184
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2009 Christina Hollis
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El hombre de la toscana, n.º 1984 - abril 2022
Título original: The Tuscan Tycoon’s Pregnant Housekeeper
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-636-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
ESTÁ a punto de llegar!», pensó Michelle mientras la proa del Arcadia asomaba por el cabo San Valere. Había estado esperando aquel momento. A pesar de todo, se tomó unos segundos para admirar el enorme yate de su jefe mientras surcaba las aguas del Mediterráneo.
No quería que aquel trabajo temporal terminara… si es que podía llamarse «trabajo» a ser la encargada doméstica de la villa Jolie Fleur. Aquel trabajo era un regalo de los dioses, y la idea de que fuera a acabarse pendía como un gran nubarrón negro en su horizonte… horizonte al que por lo visto iba a sumarse otro nubarrón.
El día anterior, la secretaria de su jefe había llamado desde el yate. Obviamente tensa y exasperada, le había comunicado que un invitado inesperado iba a alojarse en la villa. Michelle no había tardado en averiguar a qué se debía su tensión. Uno de los principales invitados de su jefe no se estaba adaptando al estilo de vida a bordo del yate. Michelle había reído al escuchar aquello, pensando que se debería al típico mareo.
Pero la verdad era más compleja.
El multimillonario tratante de arte Alessandro Castiglione no podía ser confinado en el océano. Según la secretaria del jefe de Michelle, se suponía que iba a tomarse varias semanas de auténticas vacaciones, pero el tono en que lo dijo reveló más que sus palabras. Michelle entendió entonces a qué iba a enfrentarse, pues ya había conocido a muchos hombres como aquél. Alessandro Castiglione sería un hombre de carácter fuerte e impetuoso que volvería locos a sus empleados. Era posible que, como había dicho la secretaria, fuera «el hombre más atractivo que podía aparecer en cualquier revista», pero Michelle sabía que hacía falta algo más que tener buen aspecto para mantener a un magnate en lo alto de su juego.
Haberse dedicado a limpiar oficinas en el centro de Londres le había permitido atisbar el lado más brutal del mundo de los negocios. De manera que, cuando la secretaria había añadido algunos cotilleos a sus comentarios, Michelle se los había tomado con una pizca de sal. Por lo visto, aquel hombre había asumido recientemente la dirección de la empresa de su padre y lo primero que había hecho había sido despedir a casi todos sus empleados. Por si eso no bastaba, la secretaria había añadido en voz baja que todos esos empleados eran tíos, tías y primos suyos.
¿Qué clase de hombre era capaz de despedir a sus parientes? ¡Ni siquiera su madre había sido capaz de hacer algo así!, pensó Michelle. Pensó en la vida que tan gustosamente había abandonado unos meses atrás. Trabajar para su madre había sido un auténtico infierno. La señora Spicer era una completa perfeccionista. Las dos, como Spicer & Co, se habían labrado una buena reputación por el discreto y efectivo servicio doméstico que prestaban en el centro de Londres. La señora Spicer era la que daba las órdenes y Michelle formaba la parte «& Co» del negocio. A ella le tocaba todo el trabajo sucio.
«¡Pero aquí soy yo la que está a cargo!», pensó. A pesar de los nervios, se permitió una pequeña sonrisa mientras se preparaba para recibir al famoso invitado. Por malo que fuera, Alessandro Castiglione no podía ser peor jefe que su madre.
Michelle siempre mantenía la villa en un estado impecable, de manera que aquella inesperada visita no había supuesto demasiado trabajo extra. ¿Y qué era lo peor que podía hacer aquel hombre? ¿Despedirla? A fin de cuentas, aquel trabajo tan sólo iba a durarle unas semanas más. Tal vez fuera como una bomba a punto de estallar, pero Michelle confiaba plenamente en sus propias habilidades. Sabía que, si trabajaba duro y se mantenía fuera de su camino, no habría motivo para que Alessandro Castiglione perdiera la paciencia… al menos con ella.
Pero un hombre capaz de despedir a sus parientes no se inmutaría a la hora de despedirla, y ella aún no estaba lista para irse. Había llegado hasta aquel punto en su vida gracias a un intenso sentido de la supervivencia y, después de haber escapado de Inglaterra, sentía curiosidad por saber hasta dónde podía llegar.
Mientras observaba desde lo alto del acantilado que daba a la bahía, un helicóptero se elevó desde la cubierta del yate. Michelle se protegió los ojos con la mano. Siempre resultaba estimulante verlo balancearse contra el cielo azul con la gracia de una gaviota. Pasó largo rato observándolo, hasta que recordó que debía estar en el lugar adecuado para dar la bienvenida a su no bienvenido invitado. Rodeó la villa hasta la puerta principal de la casa a la vez que echaba un vistazo para constatar que todo estaba en orden. Las inmaculadas ventanas brillaban a la luz del sol y dentro todo estaba preparado. El conserje y el jardinero eran los únicos empleados permanentes durante la temporada de vacaciones, pero no se les veía por ningún sitio.
Nerviosa, Michelle miró sus uñas y su uniforme. Todo estaba limpio y cuidado, como de costumbre. Mantenerse ocupada era el truco de Michelle para enfrentarse al mundo. Tras comprobar que todo estaba en orden, repasó lo que haría cuando llegara el invitado.
«Sonreiré y haré una pequeña inclinación de cabeza», pensó. «Luego le ofreceré la mano para que la estreche, le diré que pulse el timbre si necesita algo y desapareceré».
Aquello no parecía especialmente difícil. Lo complicado era lograrlo. A Michelle le encantaba aquel trabajo porque le daba la oportunidad de pasar mucho tiempo sola. La gente siempre le ponía nerviosa. Lo cierto era que la perspectiva de conocer a un hombre al que por lo visto nunca fotografiaban con la mismo modelo dos veces, la aterrorizaba.
El sonido del helicóptero fue creciendo de volumen hasta que hizo reverberar todo su cuerpo. Se miró las palmas de las manos, ligeramente húmedas a causa del sudor. Las frotó distraídamente contra la camisa negra de su uniforme, pero se detuvo de pronto. ¡Una auténtica francesa no haría nunca algo así!
«Puede que tenga suerte y le guste pasar todo el tiempo en la ciudad», pensó, tratando de animarse. «En ese caso será de tipo nocturno, y apenas lo veré. Bastante tendré con conseguir que todo vaya bien mientras esté en la villa».
Pero según fue acercándose el helicóptero, el ruido de sus rotores se volvió casi imposible de soportar. Michelle se volvió y se acercó a la puerta de la villa en busca de protección. Una vez allí volvió de nuevo la cabeza, esperando ver al helicóptero sobre el césped. Pero se llevó una sorpresa. El helicóptero aún seguía suspendido en el aire. Algo debía de ir mal.
Gastón, el piloto, solía tener tanta prisa por volver a su partida de póquer en el yate que solía aterrizar en cualquier sitio. Varios arbustos y parterres destrozados en los alrededores eran testigo de ello. Pero en aquella ocasión estaba claro que las cosas iban a ser distintas. Michelle supuso que había un nuevo piloto al mando. Gastón nunca se habría tomado tanto tiempo para alinear el helicóptero con la pista. Pero cuando el aparato se elevó de repente y giró para cambiar la dirección de la aproximación, Michelle pudo ver el rostro del piloto. Era el viejo Gastón, aunque, por la furiosa expresión de su rostro, algún perfeccionista debía de estar dándole instrucciones sobre el arte del aterrizaje.
Para cuando el helicóptero aterrizó finalmente, sus patines quedaron perfectamente alineados con la letra H de color blanco dibujada en el suelo.
Pero mientras Michelle trataba de evitar que el intenso aire producido por la hélice deshiciera su peinado se produjo el desastre. Cuando la hélice comenzó a reducir su velocidad, el cambio de presión que ello produjo en el aire hizo que una repentina corriente cerrara de golpe la puerta de la villa. Michelle dio un salto… o al menos lo habría hecho si su uniforme no la hubiera retenido. Su falda había quedado atrapada por la puerta y apenas podía moverse. Horrorizada, tiró de ella para tratar de liberarla, pero no lo logró.
Desesperada, y con la esperanza de que se produjera un milagro, trató de abrir la puerta. Pero sabía que estaba cerrada. Su ángel de la guardia debía de estar de vacaciones.
Había estado nerviosa toda la mañana, pero en aquellos momentos corría el riesgo de ponerse histérica. ¿Qué podía hacer? ¿Saludar de lejos con la mano al hombre que estaba bajando del helicóptero? Pedir ayuda a un invitado cuando se suponía que era ella la que debía atenderlo no era la mejor forma de iniciar una relación profesional. No era probable que alguien capaz de dar clases de precisión a un piloto chapucero tuviera tiempo para resolver accidentes domésticos.
Desesperada, trató de mover la falda abajo y arriba a la vez que tiraba de ella, pero todo fue inútil. La alternativa era dejar la falda atrás, pero esa opción no era posible. Una cosa era una encargada descuidada, pero una encargada semidesnuda sería algo imperdonable. Atrapada como un pollo en el horno, se resignó a que lo encendieran.
El señor Alessandro Castiglione estaba de espaldas a ella, esperando a que bajaran su equipaje del helicóptero. Michelle esperó, sintiéndose cada vez más y más abochornada mientras buscaba mil excusas para explicar su situación. El invitado tomó un maletín y un ordenador y dejó que Gastón se ocupara del resto. Luego se volvió hacia la mansión.
No era tan mayor como Michelle había imaginado, pero pensar que ya se hablaba de un hombre tan joven en la prensa le hizo sentir que su situación empeoraba.
Sin mirar a derecha o izquierda, Alessandro Castiglione se encaminó directamente hacia la puerta principal.
Si Michelle no hubiera estado tan frenética, se habría fijado en sus refinados rasgos. Su pelo oscuro y ligeramente rizado, junto a sus perspicaces ojos marrones y firme caminar, la habrían impresionado muy positivamente… de no encontrarse en aquella situación. En lugar de ello, estaba completamente abochornada. Con las manos a la espalda, siguió tirando inútilmente de su falda. Se sentía como una mariposa agitando las alas contra una ventana cerrada. Y por si aquello no bastara, empezaba a comprender por qué aquel invitado no había encajado en el yate del señor Barlett. Aquel barco estaba pensado para pasarlo bien y disfrutar de las vacaciones, pero Alessandro Castiglione no parecía conocer el significado de aquellas palabras. A pesar del calor reinante, vestía un traje exquisito y una camisa hecha a mano. La única concesión al ambiente mediterráneo era el color marfil de su traje, la camisa con el cuello desabrochado y la corbata morada que asomaba por su bolsillo.
Michelle tragó con esfuerzo. Había pasado el momento de practicar su bienvenida.
–Buongiorno, signor Castiglione. Me llamo Michelle Spicer y voy a ocuparme de cuidar de usted durante su estancia en Jolie Fleur.
El pálido y aristocrático rostro del invitado se tensó visiblemente.
–No necesito que se ocupen de mí. Por eso me he ido del barco. Había demasiada gente persiguiéndome. Lo único que hacen es estorbar –dijo en un inglés impecable, hablado con el acento de un César. Aquello apartó todo pensamiento de la mente de Michelle, excepto el temor a explicar por qué estaba haciendo el ridículo.
De pronto, la expresión de Alessandro Castiglione cambió de distraída a pensativa. Se detuvo. Michelle trató de dar un paso atrás, pero sus talones chocaron contra la puerta. No había escapatoria. Permaneció quieta y aterrorizada mientras él la observaba. Trató de decirse que aquello no era más que un trabajo más y que en realidad le daba igual la impresión que pudiera estar causando al invitado. Pero lo cierto era que no le daba igual. El servicio doméstico debía ser invisible y silencioso. Sin embargo, allí estaba ella, atrapada y sin posibilidad de escape. Era difícil resultar más visible.
«¿Por qué tiene que ser tan atractivo?», se preguntó. «La situación no sería tan embarazosa si fuera viejo, o feo, o si despotricara… cualquier cosa sería mejor que este silencioso y lento interrogatorio…».
–¡Vaya! ¿Qué sucede aquí? –dijo finalmente Alessandro Castiglione–. Está atrapada.
«Dime algo que no sepa», pensó Michelle, aunque asintió y trató de sonreír.
–Soy la encargada de Jolie Fleur y voy a hacer todo lo posible para que su estancia aquí resulte agradable… –«aunque no sé cómo voy a arreglármelas desde aquí», añadió para sí en silencio.
–¿Todo? –repitió Alessandro Castiglione a la vez que alzaba una ceja con expresión irónica–. ¿Quiere decir que mis deseos son órdenes para usted? Dado que se encuentra atrapada, esa afirmación podría resultar un poco peligrosa, signorina.
Abochornada, Michelle balbuceó unas palabras incomprensibles. Pero no tendría por qué haberse molestado. Al parecer, Alessandro Castiglione estaba especialmente interesado en su problema.
–Yo también estaba atrapado… en el maldito barco –dijo él en tono casi compasivo.
Tras un momento de duda, Michelle hizo acopio de todo su valor y trató de dar una explicación.
–La puerta se ha cerrado a causa de la corriente cuando ha aterrizado el helicóptero. La llave está en mi bolsillo, pero no puedo alcanzarla –dijo con un hilillo de voz que apenas pudo reconocer como suya.
Para su sorpresa, Alessandro Castiglione asintió con expresión comprensiva.
–Debería tener más cuidado. Esa puerta es muy pesada, Michelle. Tiene suerte de que sólo haya atrapado su vestido. Podrían haber sido sus dedos.
Los latidos del corazón de Michelle arreciaron. Mirar aquellos ojos marrones estaba ejerciendo un efecto muy extraño en ella. Ya no importaba ninguna de las cosas malas que le habían contado sobre Alessandro Castiglione. Aquel hombre había pasado por mucho. Se podía apreciar en su rostro. Debía estar cerca de los cuarenta, y las pequeñas arrugas que había en torno a sus ojos añadían carácter a sus rasgos… aunque lo que más le gustaba a Michelle era su sonrisa.
Trató de hablar, pero tuvo que carraspear antes para poder hacerlo.
–Las llaves están en mi bolsillo, pero no puedo alcanzarlas.
–En ese caso, el problema puede ser fácilmente resuelto –dijo Alessandro Castiglione mientras avanzaba hacia ella.
La temperatura de Michelle empezó a subir. Cuanto más se acercaba aquel hombre, más atractivo le parecía. Su aura de seguridad debería haber servido para relajarla, pero tuvo el efecto exactamente contrario. No había nada que mirar excepto a él. Se vio arrastrada por la profundidad de sus ojos y pudo contemplarlos todo lo que quiso. Alessandro Castiglione estaba demasiado ocupado como para fijarse. Estaba concentrado en su cintura.
–¿No puede darse la vuelta?
–¿Cómo? Estoy atrapada.
–Así –dijo Alessandro Castiglione, que se detuvo a escasos milímetros de ella.
Michelle alzó sus ojos color avellana hacia él con evidente ansiedad. Cuando Alessandro apoyó las manos en sus hombros, no pudo evitar dar un respingo.
Él rió.
–Cualquiera pensaría que soy un monstruo, Michelle.
–Lo siento…
–No se preocupe. Ya he tenido mi cuota de vírgenes por hoy –tras decir aquello, Alessandro le hizo volverse hacia la derecha.
Michelle se encontró de cara a la puerta. Ya no podía ver al señor Castiglione, pero tampoco necesitaba verlo. Su mera presencia le estaba enviando suficientes vibraciones para hacerle comprender que estaba totalmente centrado en su tarea.
–Así tiene más sitio, ¿no? –preguntó él con su profunda voz.
Michelle lo intentó, pero apenas pudo moverse.
–Sí, pero no es suficiente. Aún no puedo alcanzar el bolsillo con la mano.
–¿Y si lo intento yo?
Michelle asintió. Cuando Alessandro deslizó la mano sobre ella, se quedó como hipnotizada. Fue como una caricia. Trató de controlar el ritmo de su respiración, pero fue imposible.
–No… por favor… no haga eso… –murmuró, pero su protesta no sonó nada convincente.
Alessandro detuvo su mano, pero no la apartó. Michelle sintió que el calor que desprendía atravesaba la tela de su vestido .
–¿Qué sucede, Michelle?
Ella presionó la mejilla contra el panel de la puerta y trató de calmarse.
–Nada –dijo.
«Pero es la primera vez que me toca un hombre», pensó.
Alessandro reanudó el movimiento de su mano. Cuando encontró el bolsillo, deslizó la mano en su interior y tomó la llave.
–Ahora me temo que voy a tener que acercarme aún más para introducirla en la cerradura.
Michelle no pudo hablar. Alessandro Castiglione tuvo que apoyarse contra ella mientras buscaba la cerradura. La sensación de su aliento en el pelo ya resultaba lo suficientemente embriagadora.
Finalmente se escuchó un clic y la puerta se abrió. Alessandro Castiglione dio un paso atrás.
–Ya está libre –dijo, y señaló el vestíbulo con un gesto de la cabeza a la vez que sonreía.
Michelle no pudo evitar sentirse maravillada ante su sonrisa. Entonces, la brisa volvió a soplar y la puerta empezó a cerrarse de nuevo. Alargó automáticamente una mano para impedirlo a la vez que lo hacía él y sus manos se encontraron. Algo muy parecido a una descarga eléctrica recorrió el cuerpo de Michelle, que apartó la suya de inmediato.
–Gracias, señor Castiglione. Voy a mostrarle su suite. Luego le daré una vuelta por Jolie Fleur…
–No hace falta –interrumpió Alessandro–. No tiene por qué preocuparse por mí. Vaya a hacer lo que tenga que hacer. Soy perfectamente capaz de encontrar el camino por mi cuenta.
–Por supuesto, señor Castiglione.
Michelle inclinó educadamente la cabeza y se alejó de él.
–¿Adónde va?
–Voy a cambiarme… mi vestido ha quedado completamente arrugado. Vivo en la casa estudio, que está en los terrenos de la villa.
Alessandro frunció el ceño.
–¿Por qué no vive en la casa principal?
–Éste es sólo un trabajo temporal y, dada la situación, no encajo en ningún lugar de la casa.
–Pero Terence Barlett me dijo que su casa estaba vacía; tiene que haber habitaciones de sobra. Todo su personal de servicio está con él en el yate. Ése es el único motivo por el que le pedí que me dejara aquí en lugar de llevarme a casa. Yo tengo aún más empleados que él –dijo Alessandro sin ningún entusiasmo.
–Lo cierto es que prefiero no alojarme en la casa principal –dijo Michelle–. Me gusta estar sola, de manera que el estudio es ideal para mí.
–¿Es un estudio artístico?
Michelle asintió.
–Hay mucho material y cosas almacenadas en él, pero nada ha sido utilizado, o ni siquiera abierto.
–Terence hizo que lo construyeran con intención de coquetear un poco con la pintura, pero nunca ha tenido tiempo de utilizarlo. Ni el talento necesario para ello –añadió Alessandro con pesar–. ¿Es una buena construcción?
–Es magnífica, señor –dijo Michelle con una sonrisa.
Vivir en un lugar en el que algún día podrían producirse obras de arte era otro de los motivos por los que a Michelle le gustaba estar en Jolie Fleur. Ojalá hubiera tenido ella la mitad del material que se hallaba abandonado en el estudio. Pero enseguida se recordó que no le habría servido de nada, ya que ni siguiera tenía el valor para intentarlo.
–¿Puedo echar un vistazo al estudio?
Michelle sabía que no podía negarse. A fin de cuentas, Alessandro era el jefe. Asintió. Normalmente, la idea de que un hombre entrara en su espacio personal no le habría hecho ninguna gracia. Sin embargo, había algo en aquél que hizo que su petición le resultara muy natural. No quería disgustarlo, pero ése no era el único motivo. En los pocos minutos transcurridos desde que había aterrizado, se había dado cuenta de algo. Era posible que Alessandro Castiglione estuviera acostumbrado a la compañía de estrellas y multimillonarios, pero también era la persona más natural y menos afectada que había conocido nunca. Y tampoco le gustaba malgastar palabras. Aquello era algo más a su favor. Michelle prefería un jefe que se mantuviera en silencio y le permitiera hacer las cosas a su ritmo, aunque el magnético señor Castiglione podía llegar a ser todo un reto. Pero ella conocía su lugar. Alessandro Castiglione estaba de vacaciones y su trabajo consistía en hacerle la estancia lo más agradable posible a la vez que se mantenía fuera de su camino.
No pudo evitar preguntarse si pensaría pasar mucho tiempo en la villa o si iba a dedicarse a viajar. E, hiciera lo que hiciese, ¿tendría compañía? Empezó a pensar que mantener discretamente vigilado a aquel hombre tan atractivo podría resultar más divertido que ocultarse completamente de él…
MICHELLE abrió las puertas deslizantes del estudio y se apartó para dejar pasar a Alessandro Castiglione.