El Plan C - Anna Pólux - E-Book

El Plan C E-Book

Anna Pólux

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Beschreibung

Sandie Davies y Elizabeth Cooper trabajan juntas en una revista para mujeres lesbianas y bisexuales y, a pesar de que Sandie tiene al resto de compañeras de plantilla encandiladas por su encanto natural, Elizabeth parece ser tristemente inmune a sus efectos, podría incluso decirse que la odia un poquito. Su carácter extrovertido y despreocupado la pone de los nervios, y esa fama de sex symbol que arrastra a sus espaldas le da alergia en cantidades industriales. Ella es meticulosa, ordenada y organizada hasta la médula y la colisión de opuestos que le supone compartir un mismo espacio-tiempo con Sandie le sube las catecolaminas a lo bestia. De pronto surge la historia perfecta para un artículo que las embarca a ambas en un viaje con destino: un pueblo perdido de Kansas. Tendrán una semana para descubrir que, a veces, lo que realmente necesitas es dejar que la vida te sorprenda. Porque hay muchas cosas que no se ven si no te acercas lo suficiente. A pesar de ser una amante del género de suspense y policíaco, uno de los pasatiempos favoritos de Anna Pólux es la creación de historias románticas con toques de humor. Tras la publicación de Cosas del destino: El diario de Claire Lewis y Cosas del Destino: El efecto mariposa, escritas de forma conjunta con Cris Ginsey, El Plan C es la primera obra que Anna Pólux publica en solitario.

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Anna Pólux nació en Logroño, es licenciada en Historia y en Psicología, y en la actualidad se dedica profesionalmente a esta última. Desde siempre ha sido aficionada a la lectura y la escritura: sus libros favoritos pertenecen al género de suspense y policíaco (Agatha Christie, Douglas Preston y Lincoln Child), pero uno de sus pasatiempos favoritos es escribir relatos de tinte romántico con toques de humor. Publicó su primera historia en el año 2009 bajo el seudónimo de «Newage», y desde entonces ha continuado compartiendo sus escritos en distintas plataformas online. A Anna le gusta explorar el mundo emocional de cada uno de sus personajes y dedica gran parte de su tiempo libre en confeccionar las tramas de sus historias y las relaciones que podrían establecerse entre sus protagonistas. Comparte con Cris Ginsey el blog La bollería de Ginsey.

@newage1119

@labolleriadeginsey

Sandie Davies y Elizabeth Cooper trabajan juntas en una revista para mujeres lesbianas y bisexuales y, a pesar de que Sandie tiene al resto de compañeras de plantilla encandiladas por su encanto natural, Elizabeth parece ser tristemente inmune a sus efectos, podría incluso decirse que la odia un poquito. Su carácter extrovertido y despreocupado la pone de los nervios, y esa fama de sex symbol que arrastra a sus espaldas le da alergia en cantidades industriales. Ella es meticulosa, ordenada y organizada hasta la médula, y la colisión de opuestos que le supone compartir un mismo espacio-tiempo con Sandie le sube las catecolaminas a lo bestia.

De pronto surge la historia perfecta para un artículo que las embarca a ambas en un viaje con destino: un pueblo perdido de Kansas. Tendrán una semana para descubrir que, a veces, lo que realmente necesitas es dejar que la vida te sorprenda. Porque hay muchas cosas que no se ven si no te acercas lo suficiente.

A pesar de ser una amante del género de suspense y policíaco, uno de los pasatiempos favoritos de Anna Pólux es la creación de historias románticas con toques de humor. Tras la publicación de Cosas del destino: El diario de Claire Lewis y Cosas del Destino: El efecto mariposa, escritas de forma conjunta con Cris Ginsey, El Plan C es la primera obra que Anna Pólux publica en solitario.

El Plan C

El Plan C

Anna Pólux

 

 

Primera edición: marzo de 2019

Segunda edición corregida y ampliada: abril de 2022

© Anna Pólux, 2019, 2022

© Letras Raras Ediciones, S. L. U., 2022

© Mireya Murillo Menéndez (IG @wristofink), ilustración de la portada, 2022

LES Editorial pertenece a Letras Raras Ediciones, S. L. U.

www.leseditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-17829-68-1

IBIC: FA, FP, FRD

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Para mi Plan A, B y C,porque sin ti todas mis historiasestarían a medio terminar.

 

 

 

¿Quieres escuchar la banda sonora de esta historia?

1

La oportunidad

¡Maldita sea, Davies! ¡Piensa, piensa, piensa! Pero pensar ¿el qué? Estaba encerrada en uno de los baños de su trabajo con un ramo de rosas que debía hacer desaparecer ya. No había muchas opciones. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¿Eso que había oído era la puerta de acceso a los lavabos? Se quedó quieta como una estatua, con el maldito ramo de flores sujeto contra su pecho y sin apenas respirar. El corazón le bombeaba a toda pastilla, pero debía mantener la calma. Un movimiento en falso y no tendría escapatoria posible.

—¿Sandie? —escuchó aquella voz estridente y un escalofrío recorrió de arriba abajo su metro sesenta y cinco de estatura—. Sandie, sé que estás aquí.

Dio un respingo al escuchar un golpe brusco unos metros a su derecha. Volvió a sobresaltarse con otro igual de fuerte dos segundos después. ¡Hostia puta! Aquella lunática debía de estar abriendo todos los cubículos a base de patadas, como en las películas. Dos puertas más y llegaría a la suya. Las rosas empezaron a quemarle en las manos. Ahora o nunca, Davies. Ahora o nunca.

No iba a funcionar y lo sabía, pero situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas y en aquellos momentos no podía haber nadie más desesperado que ella en todo el planeta Tierra. Levantó la tapa del inodoro, arrojó las rosas dentro, tiró de la cadena y con la escobilla y kilos y kilos de angustia interna intentó por todos los medios hacerlas desaparecer. Pero no, qué va, lo único que consiguió fue atascar el váter. Normal, porque aquel plan había sido una mierda de plan desde el principio. Aquel plan era una puta vergüenza y los demás planes se reirían de él por siempre jamás, señalándola con el dedo y cuchicheando a sus espaldas.

Debía aceptarlo. Su vida había llegado a su fin. Bueno, habían sido veintiséis años maravillosos, sobre todo los once últimos desde que perdió la virginidad. Un placer haber sido Sandie Davies, atractiva hasta rozar lo imposible, con un cuerpo diez y una cara de portada de revista. El buen Dios había sido generoso cuando repartió sus genes, pero ella había utilizado sus superpoderes para el mal, para seducir a chicas inocentes. Bueno, y a las no tan inocentes también, porque se las llevaba de calle a todas. Estos pensamientos dibujaron una pícara sonrisa en su rostro y una bota del 38 reventando la puerta del baño de al lado la hizo desaparecer en microsegundos. Como si nunca hubiera estado ahí.

Su apocalipsis había llegado e iría directa al infierno. Aniquilada por una de esas chicas a las que había embaucado sexualmente. Muy poético todo. ¡Y no iba a tener tiempo de confesarse para salvar su pobre y atractiva alma! Porque había pecado tantísimo en tan poco tiempo que debía de ser récord olímpico o algo. En un último intento desesperado, bajó la tapa del inodoro y se sentó encima justo cuando la puerta de su escondite cedía ante el calzado de diseño de su penúltima conquista. Las flores que le había mandado la última a la redacción estaban justo debajo de su culo. Si aquella pirada las veía: adiós mundo cruel.

—Sandie Davies —casi escupió la muchacha al encontrarla allí.

—Ey, Debbie.

La saludó con media sonrisa nerviosa y un leve movimiento de mano. El corazón se le iba a salir por la boca.

—¡Llevo llamándote días! ¡Días! Y ni siquiera me has devuelto los mensajes.

—Si, eh… es verdad, Debbie. Yo… verás… —titubeó levantándose y salió del cubículo.

Debía alejarla de allí con discreción, porque ya se sabe que «sin rosas no hay delito» y tal vez, ¡solo tal vez!, su encanto natural pudiera salvarla en el último segundo. Si alguien podía salir de una situación así era ella. Confianza, Sandie, confianza. Una sonrisita por aquí, un besito por allá y el hechizo Davies haría el resto.

—Ya sabes que Joanna me encargó a mí el artículo sobre la monja lesbiana de Las Vegas.

Aunque pudiera parecer lo contrario eso del artículo de la monja lesbiana de Las Vegas no se lo estaba inventando. Era bien cierto, y estaba mal que ella lo dijera, pero si había algo que no la caracterizaba era la modestia, de modo que iba a decirlo de todas formas: ¡menudo articulazo le había quedado! Bajo el título «Más cerca de la Virgen María que del Señor» había dejado a la directora de la revista literalmente «Sin. Palabras». Se le habrían caído las bragas al suelo de haberlas llevado, pero sabía de buena tinta que Joanna no solía usar ropa interior. Aquella era otra historia.

—¿Qué tiene que ver una monja lesbiana de Las Vegas con el hecho de que no me hayas cogido el teléfono en tres días, Davies? —Quiso saber Debbie y por los decibelios de su tono su enfado estaba en pleno apogeo.

—¡Me dejé el teléfono en casa! No me di cuenta de que no lo había cogido hasta que fui a apagarlo en el avión. Me he pasado tres días usando cabinas de teléfono de dudosa salubridad para poder hablar con la revista. —Por su cara, Debbie no estaba muy convencida y no podía culparla, tenía una reputación—. ¿Tienes idea de cuántos chicles he comido para conseguir cambio? ¡Pregúntale a Joanna si no me crees!

La retó con un tono cuidadosamente pensado para sonar herida por la desconfianza.

Abracadabra y… ¡ahí estaba! Las facciones de Debbie se habían suavizado considerablemente, señal de que estaba empezando a tragarse el anzuelo. Muy bien, Davies, ahora recoge el sedal y cenaremos trucha.

—Debs, dime… ¿por qué iba yo a no querer hablar contigo? ¿Eh? —inquirió tomándola por ambas manos y acarició con su nariz la de la chica.

—No lo sé —admitió la muchacha, sonrojándose levemente cuando le sonrió.

—Te he echado de menos.

—Yo también te he echado de menos. Pensé que estabas pasando de mí, que habías conocido a otra.

Joder… estaría loca, pero el sexto sentido femenino le funcionaba a la perfección, porque lo había clavado. Bueno, Davies, un beso ahora y callará para siempre; uno de los buenos, venga. Tampoco era un gran sacrificio porque por algo se había acostado con ella, porque estaba buena. Como una puta cabra, eso sí. Pero era una puta cabra muy atractiva. La besó sujetándola por la barbilla con su dedo índice y casi de inmediato sintió cómo la pobre se olvidaba de que había tenido que seguirla hasta los baños, de que no la había llamado en tres días y seguro que también de cómo se llamaba, porque es que sus besos eran así de increíbles.

—¡Idos a un hotel, joder!

Jordan Torres, su compañera de piso y de trabajo, acababa de entrar en los lavabos aparentemente con el único objetivo de admirar su rostro en el espejo. Y luego la vanidosa era ella. Se apresuró en sacar a Debbie de allí, porque Jordan tendría muchas virtudes, pero la de la discreción no era una de ellas y a lo mejor se le escapaba algo de la chica con la que había tenido que desayunar aquella mañana en su casa. Efectivamente, la chica del ramo de rosas.

Le susurró al oído a Debbie que la invitaba a un café y se la llevó de allí esquivando a la muerte por los pelos.

***

Había salido bien, ¿verdad? Contra todo pronóstico, lo había conseguido. Una jugada maestra, una obra de arte, jodidamente brillante su interpretación, ganadora en los Globos de Oro y la favorita de todos para los Óscar. Se le había pasado la taquicardia y los sudores fríos del que ve próxima su hora, y estaba tomándose un café en la sala de reuniones con Debbie y un par de compañeras más. Tranquila, sosegada, hasta cómoda y con la guardia baja, porque lo peor ya había quedado atrás.

Y entonces sucedió.

Algunos lo llaman fatalidad, otros lo llaman tragedia, ella lo llama «Jordan entrando en la sala de juntas con el puto ramo de flores machacadas goteando por todo el parqué». Pero qué coño…

—Oye, Sandie, ya puedes decirme dónde guardas esos cereales que te tomas para cagar así, porque evidentemente son mucho mejores que mis Special K. Deben de tener más fibra o algo, ¿no? —inquirió acercándole las rosas empapadas a la cara.

—¡Ugh! Aparta eso.

Era agua de váter, ¡por el amor de Dios!

—¿Platos acumulados en la fregadera durante días? Lo dejo correr. —Uno de los sermones de su compañera de piso ahora no, Señor, por favor. No con Debbie atando cabos justo a su lado—. ¿Cajas de pizza y botellines de cerveza permanentes en la mesa del salón? Puedo soportarlo. ¿Tu ropa tirada por todos los rincones de la casa? Lo tolero, aunque aún tienes que explicarme cómo llegaron tus bragas a la lámpara de la cocina después de tu aventurilla con Katie Delfinno. —Recordó de pronto y sonrió al revivir en su mente aquella noche tan memorable, pero enseguida borró el gesto porque Debbie la estaba mirando y casi echaba fuego por los ojos—. ¿Esto, Sandie? Esto no lo puedo aguantar. No sabía si estaba en un urinario o en los putos Kensington Gardens. —Continuó su amiga sacudiendo las rosas frente a su cara y salpicándole con aquella agua de váter—. Estos lavabos son de toda la plantilla de la revista, Davies. Los desechos de tus múltiples amantes los tiras en otro sitio.

Dicho esto, su compañera de piso y, por supuesto, «ex mejor amiga», le arrojó las flores y salió de la sala dejándola a ella allí, junto a una extremadamente cabreada Debbie. En el noveno círculo del infierno.

—¡¿Cómo se puede ser tan rastrera, Sandie?! —se puso a gritar aquella pirada.

En serio, le gritaba como si hubiesen estado juntas toda la vida en vez de solo haber echado un par de polvos. Jesús Bendito… ¡cuánta susceptibilidad! Y ella se estaba limpiando el agua de váter de la camiseta con una servilleta y tampoco le prestaba mucha atención, pero es que el resto de la plantilla de la revista había acudido en masa, alertadas por un nuevo drama en la redacción. Buff… lesbianas.

—Debbie, déjame que te explique… —Lo intentó, aunque aquello ya no tenía remedio. Los Davies mueren intentándolo.

—¡No necesito que me expliques nada! ¡¿Te has estado tirando a otra a mis espaldas?!

Sonó medio a pregunta, medio a acusación, y, por un momento, no supo si lo había dicho así, en plan retórico, o si realmente esperaba una respuesta.

—Mmm… ¿preguntas o afirmas? —Quiso aclarar y al parecer Debbie no era muy amiga de las aclaraciones, porque puso una cara que… ¡madre mía! Y roja. Se puso muy muy roja de la rabia.

—¡No he conocido a nadie tan despreciable como tú! ¡Nunca! —chilló tan alto que casi solo los perros pudieron oírlo.

—Debbie, por favor, tómate el café y déjame que…

—¡Vete al infierno, Davies! ¡Y métete tu café por donde te quepa!

Y para poner punto final a aquel drama decidió derramar el contenido de su vaso de café contra su camiseta y salir de la sala en modo amante despechada, llorando y sorteando a sorprendidas compañeras periodistas.

¡Me cago en la leche! ¿Aquel café lo hacía esa máquina o el puto Vulcano en su fragua? Porque, joder, ¡cómo quemaba! Separó la camiseta de su cuerpo tomando el tejido con solo dos dedos e intentó ventilar la zona afectada, porque se le estaba escaldando la piel. Y se dio cuenta de que al menos ocho pares de ojos la observaban de lo más entretenidos. Genial, sería la comidilla de la redacción durante los próximos dos meses, mínimo. ¡Mínimo!

—Ya se ha acabado el espectáculo —masculló al pasar por entre sus compañeras para intentar minimizar los daños a su camiseta en el lavabo.

Escuchó algunas risitas a sus espaldas y se tragó un suspiro. ¿A quién quieres engañar, Davies? Te lo has buscado todo tú solita saltándote la regla de oro de «no salir con compañeras de trabajo». Esquivó mesas en dirección a los baños y localizó a la única persona de toda la redacción que no había acudido a la sala de juntas como un tiburón al oler la sangre. Allí estaba, tecleando en su ordenador, como si aquello no fuera con ella. Imperturbable. Y podría haberse llamado perfectamente Dalai Lama, pero se llamaba Elizabeth Cooper.

Y Elizabeth Cooper salió de su nirvana privado tan solo un momento para lanzarle una mirada de esas que le lanzaba de vez en cuando a ella y que decían «típico, típico» con un tono de desaprobación bastante importante, la verdad. Ya ni se molestaba en verbalizarlo, con esa mirada le bastaba para dejárselo bien claro. No tenía ni idea del porqué, pero ella a Elizabeth Cooper no le caía demasiado bien. Y era un misterio, porque, en general, ella le caía bien a todo el mundo. Era muy simpática y era bastante divertida, y un poco golfa, sí, pero en plan entrañable.

Y era verdad que cuando Elizabeth se incorporó a la plantilla hacía ya tres años, ella la había visto allí, en aquella misma mesa en su primer día de trabajo, con ese pelo tan moreno y esos ojos de ese verde tan verde que deberían estar prohibidos de lo verdes que eran. Y, bueno, se había colado un poco por la chica nueva. Pero luego había descubierto que Elizabeth no venía del planeta Tierra, en la redacción se rumoreaba que no tenía ombligo porque no era humana, era una máquina de precisión milimétrica, cinco estrellas en puntualidad, cinco estrellas en orden y pulcritud, y cinco estrellas en discreción, porque nadie sabía nada en realidad de aquella morena. ¿Hablaba con la gente? Sí, por supuesto. ¿Hablaba con la gente de sí misma? No, nunca, jamás. Sabían que era gay porque en aquella revista todas eran gais, porque era una revista gay que trataba temas gais, por y para los gais. Muy gay todo.

Pero eso era todo lo que sabían de Elizabeth Cooper: que era gay, imperturbable por los asuntos de los simples mortales, que le gustaba que todo estuviera ordenado, que clasificaba las cosas por colores, tamaños o formas, que era puntual como el más británico de los británicos y que ella no le caía del todo bien.

A pesar de eso, quien tuvo retuvo, y en el presente más inmediato el rollito que se traía Elizabeth le hacía bastante tilín, la verdad. A veces intentaba tontear un poco con ella, pero aquel Buda reencarnado parecía ser tristemente inmune a su encanto natural y le lanzaba su mirada desaprobadora de «típico, típico» y seguía ordenando los pósit por colores sin prestarle más atención.

Pero ella era una Davies, y los Davies no se rinden jamás, de modo que al pasar por su lado le dijo «Hola, preciosa» y le guiñó un ojo. Elizabeth la miró por un segundo a ella, bajó la vista a su camiseta manchada de café e hizo «Pfff» negando con la cabeza y devolviendo de nuevo la vista a la pantalla del ordenador.

Bueno… no había ido tan mal.

Prosiguió su camino hasta llegar al baño y, antes de entrar, pidió a Dios mentalmente que, por favor, por favor, por favor, Debbie se hubiera ido a casa deprimida y no estuviera al otro lado de esa puerta. Accedió a los servicios casi conteniendo la respiración y, cuando los encontró vacíos, suspiró aliviada. Se acercó al lavabo más cercano para echar agua sobre la extensísima mancha de café en que se había convertido su camiseta. Una verdadera pena, era de sus preferidas. Y eso estaba haciendo, limpiarse la camiseta, cuando escuchó el sonido de una cisterna. ¡Oh, mierda! Que no fuera Debbie, que no fuera Debbie. Y no, no era Debbie, era la segunda persona a quien menos le apetecía ver en esos momentos: Jordan.

—Ey, Sandie —la saludó tan tranquila mientras se colocaba a su lado para lavarse las manos—. Menuda escenita te han montado ahí afuera, ¿eh?

—Gracias, por cierto —le contestó irónicamente mientras se frotaba la camiseta con papel secamanos.

—Oh, no me las des a mí. Dáselas a la pelirroja con la que he tenido que compartir mis tostadas esta mañana —le reprochó sacudiendo sus manos justo frente a su cara cuando terminó de aclarárselas, y ella le pegó un manotazo para que parase—. Eres una rata de cloaca, Davies, ¿lo sabías?

—Sí, pero me quieres de todas formas. —Le sonrió, y cuando Jordan terminó de secarse las manos hizo una bola con el papel y se lo tiró a la cara para borrar aquel gesto.

—Es posible que te tenga cierto cariño —admitió—, pero, Sandie, amiga del alma mía, la próxima vez que te tires a una chica y desaparezcas a lo Houdini por la mañana dejándome a mí el marrón, te mataré mientras duermes. Te mataré y luego esparciré tus restos por todos los vertederos de la ciudad para que todos los miembros de tu extensa familia de ratas puedan acudir a tu velatorio. ¿Ha quedado lo suficientemente claro?

—Sí, vale. Lo que tú digas. —Asintió distraída mientras seguía peleándose con el desastre.

La mancha de café que decoraba su camiseta le preocupaba mucho más que las vacías amenazas de la psicópata que tenía por amiga. Jordan se había apoyado en la pared y se miraba las uñas distraídamente.

—¿Sabes? Me gustaría no tener que decirte esto, Sandie, pero… —comenzó a decir. Y las dos dijeron «Te lo advertí» a la vez—. ¡Te lo advertí, Davies! ¿Qué te dije?

Puso los ojos en blanco y suspiró.

—Que es mejor no mezclar el trabajo y el placer.

—¡No se puede mezclar el trabajo con el placer! Y mucho menos si el placer te lo da la psicótica de Debbie Morris. Se está medicando, Sandie. Yo lo he visto, y dice que es para el resfriado, pero si es verdad, debe de ser el puto catarro más largo de la jodida historia. Y da gracias a que lo único que ha hecho es tirarte el café a la camiseta, porque lo mismo te podía haber tirado ácido a la cara y sin pestañear.

—Me habría dolido menos, ¿sabes cuánto me costó esta camiseta? —rebatió frotando con más fuerza.

—¡Olvida la camiseta, Davies! Y repite conmigo —dijo y la sujetó por los hombros con las manos para centrar su atención—: «No mezclaré trabajo con placer».

—No mezclaré trabajo con placer.

—«Donde tengas la olla, no metas la po…».

—¡Jordan! —Puso cara de disgusto total y absoluto y se libró de los brazos de su amiga—. Estás enferma, ¿lo sabes?

—¡Son dichos de mi abuela!

—Pues tu abuela está enferma —sentenció dándose por vencida y tirando el papel a la basura. Si tenía que estar el resto de la jornada con la camiseta manchada de café, que así fuera. Se encaminó a la salida de los baños con Jordan pisándole los talones.

—Si te repites estas cosas en plan mantra, esta mierda funciona, Sandie. ¿Acaso me has visto fumar desde que voy a esas clases de meditación? —le preguntó mientras pasaba descaradamente de ella dirigiéndose a su mesa de trabajo.

Se sentó frente a su ordenador, se hizo con la libreta en la que escribía sus brillantes ideas para posibles artículos y miró a su amiga cuando esta se apoyó en su mesa. Al parecer para ella la conversación del baño no había terminado aún.

—Si vas a seguir sermoneándome, tengo trabajo que hacer —le advirtió fingiendo escribir algo en la libreta para darle más credibilidad a sus palabras.

—Sé que no tienes nada que hacer porque acabas de entregar el artículo ese de la monja bollera. —Le desmontó la coartada—. Y debe de ser bueno, porque desde que se lo entregaste, Joanna ha estado como levitando por los pasillos, así que: o es el mejor artículo que ha leído en su vida o esta mañana se le ha ido la mano con los Xanax. Y se le ha tenido que ir mucho, porque esta tía se los toma como si fueran lacasitos —dijo mientras jugaba con uno de sus bolígrafos—. Y, cambiando de tema, ¿te la tiraste?

—¿Perdona? —preguntó dejando a un lado la libreta.

—A la monja bollera. ¿Te la tiraste?

—¡¿Qué?! ¿Pero qué coño…? —exclamó con el ceño fruncido en señal de disgusto—. ¡Es una puta monja! ¿Cómo voy a tirarme a una monja? ¿Qué te pasa en la cabeza?

—Ella es una monja, pero tú eres Sandie Davies. Y no lo has negado todavía.

—¡Claro que no me he acostado con una monja! ¡Están casadas con Dios!

—Los maridos a ti nunca te han frenado.

Se pasaron al menos diez minutos de reloj discutiendo acaloradamente acerca de si se había acostado o no con la hermana Mary, y Jordan le preguntó treinta veces que si debajo del hábito llevaba lencería y ella le contestó cuarenta «¡Estás enferma!». Y, entre tanto «Te has acostado con una monja» por aquí y «No me he acostado con una monja» por allá, Elizabeth Cooper pasó por al lado de su mesa con unos folios grapados y cuidadosamente alineados en sus manos y algo debió de captar acerca de trajinarse a religiosas, porque la miró brevemente, «típico, típico», y desapareció en el despacho de Joanna.

—¡Joder, Davies! Con las miradas que te echa la mujer biónica se podrían derretir glaciares —observó Jordan cuando Elizabeth ya no estuvo a la vista.

—¡Cállate! —exigió golpeándola en la pierna—. Y cuida esa boca, porque una mañana de estas podrías encontrártela para desayunar en nuestra cocina.

La risotada que soltó su amiga al escucharla dejó bastante claro que estimaba que las posibilidades de que eso llegara a pasar eran más bien escasas. ¡Bah! ¿Qué sabría ella? Al menos había logrado que dejara de meterse con la morena. No le gustaba que la llamaran cosas como «la mujer biónica», porque vale que fuera la hostia de rara, pero sí que era un ser humano. Ella le había visto el ombligo una vez mientras se estiraba a coger unos folios para recargar la fotocopiadora.

—Davies, llevas como dos vidas enteras metiéndole fichas. ¿Merece la pena tanto esfuerzo por un polvo? —quiso saber mientras cotilleaba su libreta de ideas brillantes.

—Ey, ¡busca tus propios artículos! —le recriminó arrebatándosela de entre las manos—. ¡Y sería un polvo de la hostia!

—Bueno, supongo que si te has follado a una monja, aún tienes alguna posibilidad con ella.

Volvieron a discutir como otros diez minutos acerca de si se había tirado o no se había tirado a la monja lesbiana de Las Vegas y, cuando su discusión estaba llegando al punto más álgido, se vio bruscamente interrumpida por el sonido de la bocina de aire comprimido de Joanna. Era una de esas que usan los hinchas de fútbol, las que emiten un pitido infernal, debía de habérsela comprado a un hooligan durante la semana que pasó en Londres a principios de año, porque desde que había vuelto de Europa aquella se había convertido en la manera de captar la atención de la plantilla cuando tenía algún asunto importante que tratar. ¡Y, joder, si era eficaz! Silencio absoluto, todas habían parado su actividad y observaban a su jefa; bueno, a su jefa y a Elizabeth Cooper, que estaba a su lado con sus ordenadísimos y grapadísimos folios abrazados contra su pecho.

—Compañeras y amigas, periodistas todas. —Comenzó Joanna su discurso como siempre lo hacía, con ese tonillo que sonaba a mitin político de izquierdas, solo le faltaba llamarles «camaradas»—. Primero, felicitaros por el último número, porque se está vendiendo como si fuera marihuana a las puertas de un instituto público. Torres, muy bueno el artículo de la lesbiana ciega adicta a los deportes de riesgo, debe ser una inspiración para todas nosotras. ¡Superación, superación!

Hizo sonar de nuevo la bocina de aire comprimido dejándose llevar por la emoción, y a lo mejor Jordan tenía razón y aquella mañana se había pasado con los Xanax o los Valiums, o lo que quiera que fuese que tomaba. Su amiga le sonreía henchida de orgullo por la mención especial al artículo que había publicado en el número pasado y, a decir verdad, se lo merecía, porque se había pegado una semana entera andando por la casa con los ojos vendados para poder meterse más en la piel de aquella pobre lesbiana invidente.

—Dicho esto, pasamos al asunto que nos ocupa en el momento presente —prosiguió Joanna—. Nuestra cotrabajadora, Elizabeth Cooper, acaba de proponerme una idea que…

Bah… menudo coñazo. ¿Qué sería en esta ocasión? ¿Mesas alineadas hacia la meca de los ángulos rectos? ¿El puto feng shui en la oficina otra vez? Porque de verdad que Elizabeth estaba buena y le hacía tilín y tolón, pero es que como siguiera en esa línea y dando esas ideas, se le iban a quitar las ganas de defenderla delante del resto de la plantilla. Jordan tampoco parecía estar muy entusiasmada ante la perspectiva de otro discursito Cooper, porque bostezó sin mucho disimulo, y estirándose y todo; con uno de sus brazos le tiró el bote de los bolígrafos al suelo y le dijo «Perdona», pero ni el más mínimo amago por ordenarlos de nuevo. Zorra.

Ella misma se agachó para recogerlos porque, a lo mejor, si estaba haciendo algo físico, evitaba quedarse dormida durante el monólogo de la señorita «me hago la línea de los ojos con escuadra y cartabón». Estaba bajo su mesa, intentando alcanzar un portaminas, y a sus oídos llegaban retazos de lo que Joanna comentaba en el exterior. «Una historia conmovedora… bla, bla… puede ser un gran artículo… bla, bla, bla… portada del próximo número… bla, bla, bla… ¿alguna voluntaria que quiera escribirlo con Elizabeth?».

Eh… ¿Cómo?

¡Uh, uh, uh!

Ella, ¡joder!

¡Ella era voluntaria!

¡Ella!

¡Por favor!

¡La oportunidad perfecta de derretir sus barreras de hielo con el calor de sus encantos!

—¡Yo! ¡Yo quiero! —exclamó tratando de salir de debajo de la mesa a la velocidad de la luz, pero falló en sus cálculos y se pegó un cabezazo contra la madera de esos que hacen historia. ¡Hostia puta! Joder, ¡qué daño! Su cociente intelectual debía de haber descendido en diez puntos por lo menos. Igual estaba sangrando y todo, pero le dio igual—. Yo quiero escribir el artículo con Elizabeth.

Insistió una vez de pie frotándose el lugar del impacto con la mano. A través del dolor, le guiñó un ojo a la morena y le sonrió, y a cambio consiguió que ella pusiera los ojos en blanco y preguntara en voz muy alta y casi desesperada si nadie más se presentaba voluntaria. ¿Nadie? ¿En serio?

Miró a su alrededor en busca de manos levantadas y, por supuesto y tal como esperaba, no vio ninguna. Elizabeth lo preguntó una vez más, y dos y tres. Nada. Ni una sola manita en el aire. A la cuarta, casi se sintió ofendida, pero Joanna intervino poniendo fin a aquella seudosubasta y dijo:

—Sandie a la una… —Ni rastro de más voluntarias—. Sandie a las dos… —El gesto de Elizabeth era casi agónico llegado ese punto—. ¡Y Sandie a las tres! —exclamó alegremente e hizo sonar de nuevo la maldita bocina—. ¡Vendido a Sandie Davies! Las dos afortunadas, pasad a mi despacho, por favor. A las demás: muchas gracias por vuestra atención, y ya podéis seguir creando magia lésbica con vuestras prodigiosas mentes. ¡Fin de la reunión informativa!

Un último bocinazo y desapareció en el interior de su oficina, y, tras mirarla por unos segundos con un gesto indescifrable en sus ojos, Elizabeth hizo lo mismo. En serio, ¿por qué la odiaba tanto? Jordan la sacó de su ensimismamiento pegándole un golpe en el brazo. De los fuertes.

—¿Se te ha ido toda la puta olla, Davies? Ya sé que siempre bromeamos con eso de probar lo de esnifar pegamento, pero, joder, ¿te has metido un tubo entero o qué? ¿Vas a pasarte una semana entera en el culo del mundo con una tía que tiene ordenados de menor a mayor hasta los jodidos dígitos de su carné de identidad?

¿Una semana? ¿En el culo del mundo? ¿De qué coño estaba hablando su amiga? A lo mejor era ella la que se había metido el tubo entero de pegamento, porque solo había accedido a escribir un artículo con la morena, eso le daría unas horas por aquí y por allá para poder ir ablandándola poco a poco. El plan perfecto.

¿Unas horas con Elizabeth? Genial. ¿Una semana entera con Elizabeth? Un puto suicidio.

Porque era verdad que la morena le gustaba un poco, con su rollo de «qué bien huelo», «menudo culo me hacen los vaqueros» y su mirada de «típico, típico». Le ponía un poco esa actitud estirada tipo profesora de matemáticas de instituto. Pero ¿una semana entera de miradas desaprobadoras y líneas rectas? Me cago en la leche, Davies.

—¿De qué coño estás hablando?

Necesitaba aclararlo, aunque sabía que la esperaban en el despacho de su jefa.

—¿Que de qué coño estoy…? —Se exasperó Jordan—. ¿Otra vez has estado evadida recorriendo mentalmente la Mansión Playboy, Sandie?

Y lo que dijo a continuación. ¡Hostia puta, lo que dijo a continuación!

Demasiada información y muy poco tiempo para asimilarla:

«Te vas una semana».

«Con Elizabeth Cooper».

«A Fall River, Kansas».

2

Aceptación

Se iba una semana.

Con Sandie Davies.

A Fall River, Kansas.

Estaba sentada.

Estaba sentada en una silla.

Estaba sentada en una silla del despacho de su jefa. Pero igualmente podría haber estado en mitad del desembarco de Normandía, o en la cubierta del Titanic aquella fatídica noche, ¡incluso en mitad de las rebajas por fin de temporada de Macy’s!… y seguiría inmóvil y no receptiva a ningún tipo de estímulo externo. Eso debía de ser lo que los expertos llaman «estado de shock». Hizo un esfuerzo sobrehumano por girar la cabeza solo un poco, tenía que comprobar que era cierto y, ¡oh, sádico Dios!, allí estaba ella: con aquella cara de Sandie Davies que tenía, con la camiseta aún chorreando café y probablemente un chichón bien grande formándose bajo aquel pelo tan bien acondicionado. Lo llevaba siempre así, como recién salido de un maldito anuncio de Pantene.

Buf… le sonreía a Joanna como si nada, seguramente entre aquellas dos había habido mucho más que palabras. Porque es que Sandie Davies era así y eso la sacaba de sus casillas. Se paseaba por la redacción tirándoles los trastos a todas y a cada una de sus compañeras de trabajo. ¡Incluso a ella! Era la típica chica mona que sabe que es mona y va por la vida alardeando de lo mona que es, cantando en los karaokes de las fiestas de empresa canciones de los ochenta, y encima cantaba bien, y usando a las chicas como si fueran pañuelos desechables. Había conocido a muchas Sandie Davies a lo largo de su vida, a más que suficientes, no tenía interés en conocer a ninguna más. Y, aun así, allí la tenía: en la silla de al lado, y estaba condenada a pasarse siete largos días y seis largas noches con ella en Fall River. En una vida anterior debía de haber sido asesina en serie, pederasta o político, de lo contrario no se entendía a cuento de qué le mandaban a ella semejante penitencia.

Hacía tan solo unos minutos estaba exultante de alegría, es que no le cabía más en el cuerpo, porque aquella historia no podía haber llegado a sus manos en mejor momento. Una semana en Fall River era justo lo que necesitaba. ¿Una semana en Fall River junto a aquella versión femenina de James Dean? Mucho, mucho más de lo que podía aguantar su pobre alma. Y eso que ella paciencia tenía para dar y regalar, pero es que no sabía por qué Sandie Davies se la gastaba toda en dos segundos. A veces en uno. Si le sonreía y le decía «Hola, preciosa» guiñándole un ojo, incluso en menos.

No pasa nada, Elizabeth, no pasa nada. Es aquí cuando vas a amortizar los cuarenta pavos al mes de las clases de meditación zen. Aceptación, querida Cooper, aceptación. De todas formas, estaba casi segura de que aquella libertina desaparecería nada más bajar del avión en busca de faldas que levantar, así que los daños no habían sido tan grandes. Solo esperaba que la rubia no tuviese en mente intentar nada con ella, porque llevaba un espray de pimienta en el bolso y no tenía miedo a usarlo.

—Elizabeth, una gran historia. ¡Portada para el próximo número! —parloteaba Joanna con estrellitas saliéndosele por los ojos de lo feliz que estaba—. Mañana mismo salís para allá, quiero el artículo listo para la imprenta a final de este mes. Cogéis el avión en el JFK a primera hora de la mañana.

—¿Tenemos que irnos mañana? —escuchó que exclamaba la rubia a su lado.

Típico. Típico. Es que era típico de Sandie Davies. Seguramente tenía cita aquella noche con alguna pobre infeliz para intercambiar fluidos corporales y se le había ido todo al traste. Y la verdad era que se alegró un poquito cuando la vio recostándose en la silla con cara de decepción total. Soltó hasta un gruñido de lo frustrada que estaba. Le estaba bien empleado. Se había prestado voluntaria para amargarle la existencia, ¿no? Pues que sufriera ella también un poco. Que siempre iba por ahí con aquella sonrisa pegada en la cara como si su vida fuera un anuncio de la tele.

A lo mejor que su compañera le cayera tan mal no estaba del todo justificado. Porque particularmente a ella no le había hecho nada, pero de verdad que no podía evitarlo. Aquella sonrisa tan de estrella de cine que le salía a veces, esa manera despreocupada y descarada de ir por la vida atrayendo a las chicas como si fueran polillas y ella una gigantesca fuente de luz… es que le sacaba de quicio. Y lo que más le exasperaba de todo era que para la rubia la vida parecía ser sorprendentemente fácil, porque con esa cara y esa labia lo tenía todo ganado. Ni una sola vez la había visto quedarse hasta tarde trabajando; seguro que le pagaba a alguien con favores sexuales para que le escribiera los artículos porque ella estaba demasiado ocupada siendo tan irresistible y partiendo corazones allí y allá.

Tan inmersa había estado pensando en todas las razones por las cuales Sandie Davies le daba hasta un poquito de alergia que ni se había dado cuenta de que la reunión con Joanna había terminado y que estaba ya camino de su mesa. Por supuesto, la voz de Sandie la sacó de su ensimismamiento. Hasta su voz le daba repelús. ¿Por qué estaba aquel personaje pisándole los talones?

—Liz, a lo… —escuchó a sus espaldas.

—Elizabeth. —La corrigió ella con la voz más seca de la que fue capaz.

«Liz» solo la llamaban sus seres queridos, y desde luego que Sandie no era un «ser querido». Sandie apenas era un «ser».

La escuchó bufar a sus espaldas, como irritada porque no le permitiera utilizar aquel diminutivo, pero, francamente, le importó muy poco y continuó la marcha con paso ligero hasta alcanzar su mesa y poder acomodarse en su silla. ¡Maldita sea! Otra vez le habían revuelto las cosas. Uf… Jordan Torres, había sido ella seguro, la amiga íntima de Sandie. Dios las cría y ellas se juntan. ¡Menudo desastre! Todo estaba fuera de su sitio. ¡Todo! Los bolígrafos, la grapadora, los pósits… ¡Virgen María Santísima! ¡Le había mezclado hasta los clips de colores!

Y se dispuso a arreglar aquel despropósito con la mayor celeridad, porque cada segundo que su escritorio pasaba desordenado se iba para no volver. Se estaba recogiendo el pelo en una coleta para poder trabajar mejor cuando se dio cuenta de que no estaba sola. Sandie había arrastrado una silla ajena y la observaba sentada justo a su lado con media sonrisa asomando a sus labios. Y tal vez aquel gesto enmarcado en las facciones de la cara de Sandie Davies encandilara al resto de las lesbianas del planeta, a las bisexuales y a lo mejor a alguna heterosexual curiosa también, pero a ella no. Para ella eran solo dientes, muy blancos, sí, pero solo dientes. Respiró hondo antes de hablar.

—¿Qué quieres, Davies? —preguntó sin mirarla mientras hacía montoncitos de diferentes colores con los clips.

—Parece que el destino quiere que escribamos un artículo juntas —dijo la rubia e intentó ayudarla a colocar un clip verde en su montón correspondiente, pero ella le pegó un manotazo en la mano y Sandie pareció pensárselo mejor y dejó sus clips tranquilos.

—Primero, haz el favor de no tocar mis cosas. Y, segundo, el destino no quiere nada. Has sido tú la que ha saltado como un muelle en cuanto has visto la oportunidad.

Ya hablando en serio… ¿qué ganaba Sandie siguiéndola a Kansas? Porque una cosa era que intentara tontear con ella de vez en cuando en la oficina, eso lo hacía con todas, y otra cosa muy distinta era cruzarse medio Estados Unidos para poder escribir un artículo con ella. ¡Pues claro! ¡El artículo! Cabía la posibilidad de que estuviera interesada en el tema, que le hubiera gustado la historia que iba a cubrir y que se hubiera apuntado por eso, ¿verdad? Porque Sandie podía ser una bala perdida en el terreno sentimental y una vergüenza como ser humano, pero también era periodista, al fin y al cabo. Por un momento, concedió bastante credibilidad a esa teoría, porque no había otra explicación, pero es que después Sandie volvió a abrir la boca y ella casi sintió cómo le subía la bilis por la garganta.

—Por cierto, Liz, ¿de qué dices que va ese artículo?

Y lo dijo tan pancha, como dejándolo caer y sin darle ningún tipo de importancia al hecho de que no tenía ni idea, ¡pero ni idea!, de para qué se había ofrecido voluntaria. Increíble. ¡Increíble! ¡De verdad que sí! ¡Es que aquella mujer era la desfachatez personificada! La miró con desaprobación, y en realidad siempre la miraba así, de modo que, para que la rubia se diera cuenta de que aquello le había molestado, le añadió un par de gramos de indignación. ¡Porque ni siquiera había prestado atención cuando ella misma había explicado cuál era su idea para el artículo!

Y Sandie debió de notar que algo le sucedía porque, al ver cómo la miraba, dejó de rascar la mancha de café de su ajustada camiseta y la observó a ella por unos segundos algo desorientada.

—¿Qué? —preguntó por fin y parecía que la fijeza de su mirada comenzaba a inquietarle un poco.

Ni siquiera se dignó a contestar, porque no merecía la pena gastar saliva con aquella individua. Se limitó a negar con la cabeza y devolvió su total atención a sus clips multicolores. Si Sandie Davies quería seguirla hasta el estado de Kansas y perder una semana entera de su vida insinuándosele sexualmente, allá ella. Pero no podía permitir que la presencia de la rubia estropeara sus planes, porque iba a Fall River por una razón muy concreta. Y esa razón no tenía nada que ver con el artículo que le había propuesto a Joanna. ¿Y por qué seguía allí sentada a su lado? ¿No tenía cosas que hacer? ¿Amantes a las que despechar?

—Apestas a café —insinuó por no decirle con claridad que su mera presencia allí le revolvía las tripas.

Y no solo no se dio por enterada, porque no se dio por enterada, sino que además se le formó una sonrisa de esas suyas, de las de medio lado en plan «cuidado, que te derrito el alma» y le dijo:

—¿Te gusta? Es de tu preferido.

—Eh… ¿no? Por eso precisamente he dicho que apestas.

Cortó de raíz cualquier tipo de tonteo que aquella terrorista emocional estuviera intentando iniciar con ella y vio cómo fruncía el ceño, contrariada. Al parecer aquella Venus-Afrodita no estaba acostumbrada a ver fracasar sus intentos de seducción. Pero se recuperó enseguida, porque la palabra derrota no debía de aparecer en el diccionario Davies, y adoptó de nuevo aquella actitud tan suya, esa que a ella le ponía casi físicamente enferma.

—¿Sabes, Cooper? Estos días van a ser muy largos como no aprendas a sonreír.

Lo dijo levantándose de la silla y apoyando sus manos sobadoras de mujeres en la inmaculada superficie de su mesa.

Creó una nota mental para acordarse de desinfectarla más adelante, o quemarla y comprarse otra nueva, y alzó la vista para encontrarse con aquellos ojos azules fijos en ella. Sus caras estaban tan cerca que ya empezaba a notar cómo comenzaba a formársele el sarpullido y si no la alejaba pronto, lo próximo podría ser un shock anafiláctico de los gordos. Aparte de esa extrema reacción alérgica, aquella indeseada invasión de su espacio personal por parte de Sandie había creado una pequeña bola de ira en la boca de su estómago, porque le repateaba las entrañas la forma que tenía de pasearse por el mundo como si todo estuviera a su alcance. Incluso ella.

—Estos días van a ser muy largos como tú no aprendas que hay una cosa llamada «espacio personal» —le informó tomando un bolígrafo, que apoyó en el pecho de la rubia para poder alejarla sin tener que tocarla directamente. También tendría que quemarlo luego, pero era un daño colateral necesario.

—Perdona, creí que tu «espacio personal» era para dos personas —le respondió con una sonrisa, como si le encantara que la alejaran clavándole bolígrafos de propaganda en el corazón.

—Si lo fuera, tú no serías una de ellas.

Cuando la hubo apartado del todo, tiró el bolígrafo a la papelera. A Sandie aquella manifestación de evidente repulsa hacia su persona no pareció afectarle mucho, es más, parecía que incluso le entretenía el causar ese efecto en ella. Increíble.

—Si me dices de qué va nuestro artículo podría empezar a documentarme.

—Es mi artículo. Y trata de la historia de amor de las dos lesbianas más ancianas del estado. Viven en Fall River y llevan setenta años juntas.

Menuda cara puso al escuchar aquello de setenta años juntas. Normal, seguramente su relación más larga no habría llegado a los setenta minutos, y eso tirando por lo alto. Parecía que le costaba trabajo asimilar que existía gente en aquel planeta para la que las relaciones no se terminaban tras el primer orgasmo.

—¿Por voluntad propia? —preguntó alzando las cejas, genuinamente sorprendida.

Madre mía. Pero es que ¿cómo no le iba a subir la tensión la perspectiva de tener que compartir la próxima semana con aquella cosa? Se tomó unos segundos para regular su respiración antes de contestar.

—Sí, Sandie, llevan setenta años manteniendo una relación, por voluntad propia. Comprendo que resulte algo difícil de aceptar para una persona cuya vida es un eterno casting para una película pornográfica, pero da un salto de fe y créetelo.

Y lo había dicho con todo el desprecio del que fue capaz, pero a Sandie pareció hacerle mucha gracia lo de la película porno, porque se estaba riendo. Sin ofenderse ni nada. En fin: paciencia, Cooper, paciencia.

—¿No ibas a documentarte? —dio a entender que su presencia ya no era bienvenida—. Y con «documentarte» no me refiero a buscar en internet cómo serían tus hijos y los de Bob Esponja.

Y no bromeaba. Jordan y ella hacían cosas así a lo largo de la jornada laboral y se descojonaban señalando la pantalla del ordenador, las había visto en más de una ocasión. Volvía a reírse, como quien no tiene una sola preocupación en el mundo, pero al menos ya había empezado a alejarse, caminando de espaldas y sin dejar de mirarla, eso sí, pero rumbo a su mesa.

—Te veo muy puesta en mis pasatiempos, Cooper, ¿me has estado espiando?

—No me ha hecho falta porque tus risas, o debería decir «rebuznos», se escuchan desde la última planta del parking cuando Torres y tú os ponéis a hacer esas idioteces.

—No son idioteces. Una chica tiene que tener claras cuáles son sus opciones, y te digo una cosa, preciosa, ¿nuestros hijos? —lo dijo señalándolas a ambas—: Una puta monería, Cooper, en serio.

Ugh. Ugh. Ugh. Nada más que decir.

Sandie le guiñó un ojo, no le había afectado mucho el gesto de desagrado total que había adoptado su rostro nada más oír eso de «nuestros hijos». Porque aquellas palabras evocaban en su mente la imagen de una Sandie diminuta, con aquella sonrisa «derrite almas» y en el jardín de infancia diciéndoles a las demás niñas «Eres una puta monería, ¿lo sabías?». Y esperaba que, por el bien de la humanidad, si algún día Sandie Davies llegaba a tener hijos fueran adoptados, o que utilizaran los óvulos de quien quiera que tuviera la desgracia de ser su pareja, porque con una sola Sandie Davies en él, el mundo ya estaba al borde del colapso.

Elizabeth vio cómo su amiga Megan Jensen, la única que tenía en aquella redacción, se acercaba a su mesa con un montón de papeles en las manos y, como Sandie andaba marcha atrás y no tenía ojos en el cogote, chocó con ella, desperdigando todos los documentos por el suelo. Al menos tuvo la deferencia de disculparse y agacharse para ayudarla a recogerlos. Cuando ambas se incorporaron, Sandie la miró de arriba abajo alzando una ceja. ¡Oh, Dios mío! ¿Es que no paraba nunca? No dejaba de ligar ni estando dormida, seguramente.

—Estás preciosa hoy, Jensen —le dijo a Megan tendiéndole los papeles que había recolectado.

Y Megan era su amiga, pero también era un poco idiota porque, en vez de exterminar a la sabandija de Davies con su mirada, que es lo que debería haber hecho, le devolvió la sonrisa a la rubia y le dio un buen repaso antes de responderle.

—Tú tampoco estás nada mal, Sandie.

Estaba flirteando con ella. ¡Por el amor de Dios, Megan!

Por fortuna, las cosas no pasaron de ahí. Sandie se dio media vuelta y se marchó directa a su mesa, presuntamente a «documentarse». Y decía «presuntamente» por decir algo, por otorgarle el beneficio de la duda, aunque no se lo mereciera, pero seguro que la rubia dedicaría el resto de la jornada a buscar porno o a descargar el último episodio de Padre de familia. No tuvo ocasión de pensar más cosas inútiles con las que Sandie pudiera perder el tiempo, porque Megan llegó a su mesa y dejó todos los documentos que llevaba en las manos de golpe frente a ella. Y aún sonreía tras aquel fugaz encuentro.

—¡Joder con Davies, Elizabeth! Hasta el café le queda bien… —lo dijo como si estuviera deseando comérsela enterita.

Y posiblemente lo estaba deseando de verdad. Bufff… iba a tener que replantearse su amistad con aquella chica, pero de momento se limitó a emitir un sonido mezcla entre escepticismo y asco a partes iguales. Megan ocupó la silla que Sandie había dejado allí tirada y continuó hablando.

—¿Ves todo esto? —Señaló los papeles apilados sobre la superficie de su mesa. Y lo preguntaba como mera introducción, porque no le dio tiempo a contestar nada antes de seguir hablando—. ¿Lo ves? ¡Pues esto va a ser todo mi fin de semana! Joanna está empeñada en incluir un artículo especial de «Lesbianas en la historia» en el próximo número, en plan «de Juana de Arco a Ellen DeGeneres» pasando por todas las que hay por el medio, y déjame decirte, querida amiga, que hay muchas. Más de las que parece, porque encima quiere meter también a las bisexuales y yo no tengo horas en el día, Elizabeth. ¡Y me dice que lo tenga listo para el lunes! ¡Para el lunes! ¿Qué espera esta mujer? ¿Que no coma? ¿Que no duerma? ¿Que me pierda Orange Is the New Black? —Tomó aire y, olvidando momentáneamente su agobio, cambió de tema—. ¿Tú qué tal? ¿Cómo llevas eso de irte con Davies de vacaciones a Kansas?

Sabía de sobra que ella a Sandie no la aguantaba y solo se lo preguntaba porque le gustaba hacerla sufrir.

—Te lo cambiaría en cualquier momento.

—Ufff… yo también te lo cambiaría.

Lo dijo volviéndose para poder mirar a Sandie y se relamió.

—No hagas eso nunca más. Nunca —le ordenó retirando los documentos del centro de su mesa para poder retomar el trabajo.

—Si me pides mi opinión…

—No te la he pedido.

—Si me pides mi opinión —repitió imparable—: te diré que no deberías ver este viaje como un castigo divino, sino como la oportunidad de echar un buen polvo con Sandie Davies. —Al oír aquella aberración la fulminó con la mirada y su amiga le devolvió un gesto exasperado—. ¡Venga, Elizabeth! ¡Es exactamente lo que necesitas!

—Si amanece el día en que Sandie Davies sea «exactamente lo que necesito», mátame, por favor.

Y si no la mataba, ella misma se suicidaría porque ¿en que se habría convertido el mundo si aquello llegaba a suceder?

Megan se inclinó hacia ella en la silla, apoyando los codos en las rodillas para acortar la distancia entre ambas. Le señaló con un gesto del dedo que se acercara un poco, como si fuera a contarle un secreto. Ella obedeció, no porque tuviera curiosidad, porque no tenía ni una pizca, solo lo hizo porque, cuanto antes terminara con aquello, antes podría volver al trabajo, y resistirse ante Megan tendía a alargar las cosas unos cuantos siglos.

—Así, entre nosotras, Cooper… ¿cuánto hace que no echas un polvo?

—¿Qué? ¡Eso no es asunto tuyo! —exclamó notando cómo se ponía gradualmente roja y se apartó de su amiga para dar por finalizada aquella sesión de confidencias.

Ella centró su atención en la pantalla del ordenador dispuesta a reservar los billetes de avión para el día siguiente, y Megan tomó entre sus manos una de las carpetas del montón que componía su fin de semana y fingió ojearla, pero ambas sabían que la conversación no acababa allí.

—Liz, ya han pasado cuatro años, ¿piensas estar así toda la vida? —habló por fin, aún con la vista fija en los papeles, y a decir verdad parecía un poco preocupada, así que decidió perdonarle la indiscreción anterior.

—No digas «así» de esa forma, no es como si hubiera estado encerrada en una cueva. He salido con gente.

—Has salido con gente, pero no has dejado que nadie se te acerque de verdad.

—Y desde luego no voy a dejar que se me acerque Sandie Davies, si es lo que estás sugiriendo.

—¿Por qué no? Es guapa, es muy guapa. Divertida, encantadora y sabe hacer que las chicas se sientan bien consigo mismas. Y, vale, es un poco sinvergüenza, pero eso forma parte de su encanto. Si le dieras una oportunidad, te lo pasarías bien con ella, echaríais un buen polvo y se te quitaría de encima esa tontería que llevas arrastrando desde hace años.

—¿Sí? ¿Qué me dices de Debbie Morris? ¿Sandie era lo que ella necesitaba también? Porque por la forma en que ha salido de aquí, no me extrañaría que haya ido a tirarse por un puente.

—¿Sabes por qué la odias tanto, Cooper? La odias porque es exactamente todo lo contrario a lo que eres tú. Por eso —sentenció su amiga recogiendo todos sus papelajos y levantándose de la silla dispuesta a irse.

Pfff… menuda revelación. Y lo había dicho como Galileo dijo que la Tierra era redonda, así, en plan epifanía, noticia de última hora y un bombazo informativo. ¡Pues por supuesto que odiaba a Sandie «sabandija asquerosa» Davies porque era todo lo contrario a ella! La odiaba porque mientras ella era responsable, Sandie era una inconsciente que iba por la vida de flor en flor como si fuera la abeja reina de la colmena del mundo lésbico. La odiaba porque mientras ella respetaba a las personas, Sandie las utilizaba para saciar los más primarios de sus instintos y luego si te he visto no me acuerdo. La odiaba porque su mundo era un lugar ordenado, pulcro y organizado, donde las cosas tenían su momento y su lugar y si no ella se lo buscaba enseguida y todo era fácil así. ¿Sandie? Sandie no debía de tener idea ni de dónde se encontraba la mitad de las veces. A ella en su trabajo le gustaba hacer las cosas bien y a Sandie ver vídeos en YouTube. ¿Acaso necesitaba decir más?

Y no, ella no dijo más, pero Megan sí. Megan siempre tenía que marcharse dejando una frase de esas lapidarias, como con las que acaban los capítulos de las series baratas de televisión. De las que te dejan pensando y a las que sigue una música como: «ta ta ta taaaaan», resaltando el momento para marcar la trascendencia del mensaje.

Megan la miró ya de pie, con las carpetas apretadas contra su pecho, esperó en silencio por unos segundos, por aquello de crear expectación.

—Pues los polos opuestos se atraen.

«Ta ta ta taaaaan».

Y dicho esto se marchó hacia su mesa no sin antes echarle otra mirada a Sandie del tipo «es que me la comía toda».

Pues cómetela, Megan, y a ver si no se te indigesta.

***

El resto de la jornada laboral había ido bien, ya tenía en su poder los billetes de avión para volar a Kansas al día siguiente y casi tenía redactada la totalidad de las preguntas para la entrevista que realizaría a la pareja estrella del artículo. Todo viento en popa. Por si eso fuera poco, Sandie Davies no se le había vuelto a acercar en todo el día porque, al parecer, había estado muy ocupada hablando por teléfono primero y guerreando en una intensa batalla de bolitas de papel con Torres después. El porqué aquella individua continuaba formando parte de la plantilla de la revista era un misterio para ella, uno de los grandes, como el de la Santísima Trinidad.

Lo único que había enturbiado un poco su buena racha fue cuando Megan le dijo que no podría acercarla a su casa después del trabajo, y a la cara no le comentó nada, porque su amiga estaba flipándolo bastante con eso de tener que empezar, desarrollar y terminar el artículo de las lesbianas en la historia en un solo fin de semana, pero en su fuero interno sí que pensó que se lo podría haber avisado antes, la verdad. Así que allí estaba, de pie, en la parada del autobús, a la espera de verlo aparecer en la lejanía entre el denso tráfico de la hora punta de Nueva York y preguntándose si encontraría un asiento libre o si se vería obligada a viajar de pie hasta llegar a su casa. Y junto a ella esperaban un par de ancianas y una mujer embarazada, así que se inclinaba más por la segunda opción, porque, aunque no tenía ni pizca de ganas de ir de pie, sí que tenía educación.

Una que no tenía educación era Sandie, ¿verdad? Uf… Davies, una sabandija disfrazada de mujer que caminaba por la vida oliendo a Calvin Klein, cegando a todo aquel que tuviera ojos con aquella sonrisa cautivadora destroza almas y saboteando viajes a Fall River, Kansas. ¿Por qué, Señor? ¿Por qué Joanna se había empeñado en que aquello era trabajo de dos personas? ¿Y por qué se tenía que haber presentado voluntaria precisamente ella?

La vida es injusta, Cooper, no le des más vueltas.

¡Pero es que bien que a Sandie la había dejado irse sola a Las Vegas a entrevistar a la monja lesbiana! Y sí, sí, claro que la habría entrevistado bien entrevistada. Seguramente le había hecho una entrevista en profundidad. Y que quedara claro que con «entrevista en profundidad» quería decir sexo. La había oído cuchicheando con Torres sobre aquello y, aparte, con Sandie Davies todo parecía querer decir sexo, de modo que no cabía duda. Y, para colmo de males, el artículo parecía uno de los mejores que Joanna había leído en mucho tiempo.

Y en eso pensaba mientras sacaba el bonobús de su bolso, porque al autobús le faltaba un rato aún para llegar, pero a ella le gustaba estar preparada, cuando de pronto escuchó un claxon sonar cerca. Muy cerca. Y aquella voz.

—Ey, preciosa, ¿quieres que te lleve? Soy más rápida que el autobús y cobro en amor. Un beso el viaje.

Sandie le hablaba al volante de un Lexus plateado, con la capota bajada y los ojos escondidos tras unas gafas de sol. Le dedicó una corta mirada, lo justo para que sonara a «ufff, otra vez tú», sacó el bonobús del bolso y se lo mostró como toda respuesta.

—¡Venga, Liz! Por ser tú el billete es sin lengua.

—Ni en un millón de años. Preferiría ir andando descalza al fin del mundo, Davies. —Dejó claro oteando el horizonte en busca del autobús.

Ya le costaba bastante trabajo tener que respirar el mismo aire que ella de vez en cuando. ¿Besar esa boca? Ugh. A saber dónde había estado ese par de labios durante el último mes, seguro que recolectando los gérmenes de toda la población femenina de Nueva York. Ugh. ¿Y por qué demonios seguía llamándola Liz?

—No seas cabezota, Cooper, ¿prefieres viajar en transporte público? Es hora punta y hace como cuarenta grados a la sombra —insinuó quitándose las gafas y entornó los ojos a causa del sol.

Y, tal vez por primera vez en su vida, Sandie tenía razón. Un autobús a aquellas horas y con esa temperatura estaría lleno de gente sudorosa, apretándose los unos contra los otros en busca de unos milímetros de espacio personal inexistente, y el ambiente estaría cargado de esa mezcla de olores llamada «humanidad». Y bueno, Sandie sería muchas cosas, porque las era, pero al menos siempre olía bien y además su coche era descapotable.

Le tomó unos segundos el decidir montarse en el vehículo de la rubia, porque iba en contra de todas sus creencias el acercarse a ella por voluntad propia, pero finalmente suspiró guardándose el bonobús de nuevo en el bolso y aceptó la oferta de su compañera de trabajo. Casi se arrepintió cuando vio cómo Sandie volvía a colocarse las gafas con una sonrisa de satisfacción en el rostro al verla acercarse.