La Isla de las Medusas - Anna Pólux - E-Book

La Isla de las Medusas E-Book

Anna Pólux

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Después de toda la vida juntas, Dani se marcha a estudiar fuera y Robin se queda en su pequeña ciudad. Las dos saben que estar separadas no será fácil, y seguir creciendo la una sin la otra, entre un montón de gente nueva y cientos de experiencias por estrenar, les da un poco de miedo. Se enfrentan a su nueva relación a distancia con cara de valientes y confiados «vamos a estar bien», pero con el paso del tiempo sus inseguridades se hacen más grandes y sus discusiones al teléfono el doble de frecuentes. Lo que siempre había sido fácil deja de serlo y, entre un montón de videollamadas, despedidas y desencuentros, las dos comenzarán a preguntarse: ¿puedes ser un «para siempre» ya a los dieciocho? La Isla de las Medusas es la continuación de Me sobran los Romeos, que conforman las dos primeras entregas de la saga Recuerdos, de Anna Pólux. En este segundo volumen, Robin y Dani se enfrentan a los primeros escollos de su relación. Sin perder el toque de humor, la autora muestra las luces y las sombras que supone crecer, los pequeños dramas de adentrarse en la vida adulta.

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Anna Pólux

Anna Pólux nació en Logroño, es licenciada en Historia y en Psicología, y en la actualidad se dedica profesionalmente a esta última. Desde siempre ha sido aficionada a la lectura y la escritura: sus libros favoritos pertenecen al género de suspense y policíaco (Agatha Christie, Douglas Preston y Lincoln Child), pero uno de sus pasatiempos favoritos es escribir relatos de tinte romántico con toques de humor. Publicó su primera historia en el año 2009 bajo el seudónimo de Newage, y desde entonces ha continuado compartiendo sus escritos en distintas plataformas online. A Anna le gusta explorar el mundo emocional de cada uno de sus personajes, y dedica gran parte de su tiempo libre a confeccionar las tramas de sus historias y las relaciones que podrían establecerse entre sus protagonistas. Comparte con Cris Ginsey el blog La bollería de Ginsey.

 @newage1119

 @labolleriadeginsey

Ilustración de portada: Margarita H. García  @margacong

 

Después de toda la vida juntas, Dani se marcha a estudiar fuera y Robin se queda en su pequeña ciudad. Las dos saben que estar separadas no será fácil, y seguir creciendo la una sin la otra, entre un montón de gente nueva y cientos de experiencias por estrenar, les da un poco de miedo.

Se enfrentan a su nueva relación a distancia con cara de valientes y confiados «vamos a estar bien», pero con el paso del tiempo sus inseguridades se hacen más grandes y sus discusiones al teléfono el doble de frecuentes.

Lo que siempre había sido fácil deja de serlo y, entre un montón de videollamadas, despedidas y desencuentros, las dos comenzarán a preguntarse: ¿puedes ser un «para siempre» ya a los dieciocho?

La Isla de las Medusas es la continuación de Me sobran los Romeos, que conforman las dos primeras entregas de la saga Recuerdos, de Anna Pólux. En este segundo volumen, Robin y Dani se enfrentan a los primeros escollos de su relación. Sin perder el toque de humor, la autora muestra las luces y las sombras que supone crecer, los pequeños dramas de adentrarse en la vida adulta.

La Isla de las Medusas

 

 

Primera edición: noviembre de 2022

© Anna Pólux, 2022

© Letras Raras Ediciones, S. L. U., 2022

© Margarita H. García (IG @margacong), ilustración portada, 2022

LES Editorial pertenece a Letras Raras Ediciones, S. L. U.

www.leseditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-17829-89-6

IBIC: FRD

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

A todas esas personas que encuentranen esta historia su propia Isla de las Medusas.Sobre todo a ti.

 

¿Quieres escuchar la banda sonora de esta historia?

Anteriormente en Me sobran los Romeos

Robin Brooks y Danielle Nichols se conocieron en un aula de segundo de infantil a los cinco años. Con su acento inglés y sus deliciosas galletas, Dani consiguió meterse en el bolsillo a la matona robaalmuerzos más rebelde de la clase. Por primera vez, Robin sintió que encajaba con alguien, y tener una mejor amiga pasó a convertirse en lo mejor de su mundo.

Hasta los doce años, lucharon juntas contra monstruos imaginarios y decidieron que dar besos era superasqueroso, así que pactaron que no besarían a nadie nunca jamás. Dani no dio ni un paso atrás cuando, a los ocho años, el monstruo más terrorífico de todos se llevó al abuelo de Robin y, al año siguiente, Robin le devolvió el favor arriesgando su vida para salvarla mientras huían del saco y el hacha del señor Enderson.

Juntas aprendieron que la amistad era mucho más que jugar a buscar hormigas o pedalear en sus bicicletas. La suya daba para mucho más y, en su preadolescencia, discutieron temas de rabiosa actualidad como los peligros de la hierba o el sexo seguro, con poco conocimiento de causa y mucha imaginación.

Después, las cosas empezaron a ponerse serias. Chungas de verdad.

A los doce la tontería más absoluta se apoderó de sus compañeras de clase y empezaron a decir barbaridades del tipo «tía, qué guapo es Michael» y «qué guapo es Nathan, tía». De la noche a la mañana, los chicos pasaron de ser «ugh» a ser «madre mía» para todas, menos para ellas.

El motivo por el cual no compartían aquella fascinación por el género masculino dejó de ser un misterio meses después, cuando Robin se dio cuenta de que la que le fascinaba era Dani, con su uniforme del equipo de balonmano y su sonrisa tonta. Y se arrastró a solas por un infierno emocional llenito de secretos y pesadas losas en forma de «no puede gustarte tu mejor amiga» y «bolleras no». Un puto drama, hasta que Dani la besó en la casa del árbol la noche de Halloween de sus catorce años.

Enamorarse, eso hicieron a partir de entonces.

Y esconderse, eso también. De sus familias, por miedo a que mandasen a Dani de vuelta a Londres, y de sus compañeros de clase, por puro instinto de supervivencia. A los dieciséis, tras su primera cerveza y su primera vez, fingir empezó a doler demasiado, así que salieron del armario a lo grande: con un espectacular beso en mitad de la cafetería del instituto y anunciando «la quiero» durante una de sus cenas familiares. Mandaron a tomar por culo el superpoder de la invisibilidad y a los diecisiete lo tenían todo ganado. O eso pensaban ellas, hasta que dejaron de pensarlo.

Por el jodido Oxford y la Ivy League. Porque Dani se iba a estudiar fuera mientras Robin se quedaba en su pequeña ciudad.

Después de toda una vida creciendo juntas, en La Isla de las Medusas a Dani y a Robin les toca seguir creciendo por separado, entre gente nueva y mil experiencias por estrenar. Con cara de valientes y un poco de miedo.

Con un montón de videollamadas y cientos de dólares en gasolina.

Con Natalie.

Con «aquello».

1

Dieciocho años: Supertrágico

Supertrágico, porque Dani se fue a la universidad y yo me quedé en nuestra pequeña ciudad. No, no se fue a Londres. Y no, no se matriculó en una de las universidades de la Ivy League, pero siguió siendo supertrágico porque tuvimos que separarnos e iniciar una relación a distancia.

A dos horas de distancia.

Sí, lo sé. Un poco dramático, pero ya me conoces y, más importante aún, conoces a Margaret, así que no creo que te sorprenda mucho.

Cuatro años de universidad. Fue muy difícil vernos tan solo los fines de semana después de habernos pasado toda la vida juntas prácticamente cada segundo del día. ¿Por qué nuestra ciudad no tenía universidad? Una pequeña habría bastado, pero no, Dani tuvo que irse fuera. Las primeras semanas fueron las peores, yo apenas podía dormir porque no dejaba de preguntarme qué clase de gente estaría conociendo allí en Columbus.

A Natalie. Conoció a Natalie y empezó a hablarme de ella a todas horas. «Natalie es de Phoenix, pero ha vivido por lo menos en siete ciudades diferentes». «Natalie estaba en el equipo de natación de su último instituto, dice que aguanta casi dos minutos enteros debajo del agua». «Natalie tiene un tatuaje chulísimo en la cadera, es de los que te gustan a ti». «Natalie me ha dicho que rompió con su última pareja justo antes de venir a Columbus». «La última pareja de Natalie era una chica». «Natalie es bisexual».

Dani conoció a mucha más gente, pero la tal Natalie se convirtió en la constante de todas sus historias. Simpática, graciosa, fichaje reciente en el mundo de la soltería y bisexual. En un par de ocasiones me pregunté si eso de que rompiera con su última pareja antes de irse a la universidad tendría que ver con la famosa «carta blanca», me pregunté si querría que Dani formara parte de su menú. Después la conocí en persona, Dani me la presentó el primer fin de semana que fui a verla a Columbus.

Me había contado muchísimas cosas sobre aquella chica, pero se le olvidó comentarme que era jodidamente guapa. Así que aquella misma noche le saqué el tema, le dije «ey, Dani, Natalie es jodidamente guapa» mientras se metía a mi lado en la cama, y ella sonrió de medio lado al oírme y contestó «¿en serio? No sé, no me he fijado», haciéndose la tonta al mismo tiempo que se pegaba a mi cuerpo en actitud juguetona y me besaba el cuello.

Buf, es que cuando Dani hacía eso me era muy difícil concentrarme en cualquier otra cosa; pero la sonrisa de Natalie debía de salir en los anuncios de dentífrico de medio mundo, así que hice un esfuerzo sobrehumano y me aparté de ella para seguir con aquel tema, en plan «es físicamente imposible que no te hayas fijado».

Y entonces pasó.

Dani suspiró y se sentó en la cama, como aceptando que íbamos a tener aquella conversación, y reconoció que se había fijado en Natalie en julio cuando la vio en la jornada de puertas abiertas. Admitió que le parecía guapa y que, en un universo paralelo en el que nosotras dos no nos hubiésemos conocido y en el que no tuviera pareja, podría plantearse intentar algo con ella. Lo dijo sin adornos y sin tapujos, me lo contó igual que me contaba todo lo demás, y escuchar aquello debería haberme hecho sentir el doble de insegura, pero Dani también me dijo que estaba tan estúpidamente enamorada de mí que interesarse de forma romántica por cualquier otra chica ni siquiera era una opción. Que los universos paralelos en los que no estábamos juntas eran una mierda y que no le gustaban.

Oídos tapados, por favor, que lo siguiente puede que te incomode un poco.

Me dijo «te quiero a ti, Robin», mirándome de una forma que conseguía que todo lo demás pareciera muy pequeño, y después me hizo protestar y reír a la vez por la brusquedad con que se me colocó encima. Se movió suave contra mis caderas susurrándome «no quiero hacer esto con nadie más. Nunca» directo contra mis labios. Justo en ese momento Natalie dejó de preocuparme y estrenamos la cama de la habitación de su residencia universitaria. Sexo oral del increíble, tras el que Dani me dijo al oído: «Hay miles de chicas guapas por ahí, pero tú eres la única especial».

Oídos destapados, gracias.

Dani me susurró «eres especial» y sonaba igual que cuando me lo dijo a los doce e incorporaba mil matices diferentes. Seis años más tarde el verde de su mirada había perdido inocencia para hacer sitio a aquella nueva forma de observarme. Abarcaba lo de antes de los catorce y lo de después. Mi vida entera condensada en un par de iris. Mirar a Dani me hacía sentir en casa.

Después de aquello, descarté del todo la posibilidad de que Dani quisiera carta blanca, y en el uno por ciento de mi tiempo a solas me preocupaba por otras cosas: «¿Y si de repente nuestros planes de comprarnos una casa a las afueras de la ciudad y tener niños y una cabaña en un árbol ya no eran suficiente para Dani?». «¿Y si decidía que quería salvar el mundo trabajando para una de esas grandes ONG proderechos de los animales?». «¿Y si decidía que quería destruir el mundo trabajando para una de esas industrias del mal, buscando vacíos legales que ampararan el vertido de sustancias letales aquí y allá?». «¿Y si decidía que necesitaba mucho más que volver a nuestra pequeña ciudad?».

Muchos «¿y si…?» tras los que Margaret decía cosas como que si estábamos hechas la una para la otra, todo saldría bien. Seguro que intentaba reconfortarme, pero no hacía muy buen trabajo, porque aquella afirmación dejaba abierta otra posibilidad: ¿y si no estábamos hechas la una para la otra? A mí no me importaba, quería a Dani de todos modos, me daba lo mismo cómo estuviera hecha.

Así que sí, de vez en cuando me preocupaban otras cosas, pero ni una sola vez volví a plantearme que Dani quisiera experimentar nada con nadie más. A lo mejor por eso «aquello» me pilló con la guardia baja y sin estar mirando.

Los dieciocho fueron el año del mayor drama de mi vida hasta la fecha, incluso más grande que aquella vez que Dani me dejó plantada por una fiesta de sándwiches de mocos. Sabíamos que estar separadas no iba a ser fácil, pero ninguna de las dos nos esperábamos «aquello» y nunca antes había visto a Dani llorar tan de verdad. Nunca antes había sentido eso dentro, como si un tren de mercancías hubiera chocado contra mi pecho a toda velocidad, dejando un enorme agujero en medio. Hueco y muy frío.

Hasta que pasó «aquello», ni me imaginaba que algo así de abstracto pudiera doler de esa forma tan bestia físicamente.

Otra de las cosas que aprendimos juntas Dani y yo: que el amor a veces duele.

Fue breve, pero jodidamente intenso. Nuestro particular simulacro de lo que se siente cuando te parten el corazón.

Si nuestros cimientos no hubiesen sido así de sólidos ya a los dieciocho, seguro que todo habría sido muchísimo peor.

Robin y Dani a los dieciocho años

Febrero

Siempre había odiado los exámenes. Estúpidas pruebas sin sentido y exageradamente importantes.

Cuando estaban en el instituto, cada vez que Glenn o ella iban a examinarse Margaret encendía velas en cantidades industriales y rezaba. Cientos de llamas y miles de oraciones, en serio, era un poco ofensivo que pensara que necesitaban tanta ayuda para llegar al aprobado.

Ya no estaba en el instituto, pero durante la semana en la que había tenido los exámenes del curso de Administración, su madre retomó su modus operandi y toda la casa olía a cera e incienso. El aroma de la desconfianza en las habilidades académicas de sus hijos. No podía culpar a la pobre mujer, estudiar nunca había sido lo suyo. Dani se había pasado la vida entera diciéndole que si pusiera un poco más de interés, sacaría matrículas; decía que era «así de inteligente» y ella se lo creía, pero nunca hizo el esfuerzo de comprobarlo de primera mano. Le parecía estúpido memorizar datos vacíos y fechas antiguas.

Inútil y aburrido.

Al terminar el instituto dejó de parecérselo. De repente, lo que estudiaba estaba relacionado con lo que había visto hacer a su padre en el taller durante años, y después de acudir a clase por las mañanas iba al negocio familiar por las tardes, por voluntad propia, para poder convertir la teoría en práctica, y le gustaba.

Se había pasado el último año de instituto pensando tanto en cómo sería el nuevo mundo de Dani que ni se planteó cuál sería el suyo. Le había dado una importancia tan enorme al hecho de que su novia fuera a marcharse, a todas las cosas que cambiarían a peor, que no había dejado espacio para la idea de que otras mejorarían.

Con el tiempo descubrió que echar de menos a Dani iba a ser solo una parte de los siguientes cuatro años y que junto a eso habría mucho más. Nuevos amigos, nuevas rutinas y un cambio importante en la relación con su madre; sin la presión de su «preocupante desinterés en los estudios en particular y en una vida responsable en general» machacándolas a ambas, empezaron a llevarse significativamente mejor.

Así que cambiaron muchas cosas, pero su odio infinito hacia los exámenes no fue una de ellas. En vez de disminuir, aumentó de forma exponencial, porque en el presente más inmediato no solo implicaban más tiempo delante de los libros, también significaban menos tiempo para ver a Dani y ya había pasado un mes desde la última vez que estuvieron juntas.

Ella había finalizado sus exámenes el día anterior y la morena haría el último a la mañana siguiente, así que ya lo había preparado todo para ir a Columbus.

—Tengo muchas ganas de verte. Tengo tantas ganas de verte que no tengo ganas de nada más. En serio, como por inercia, y ni siquiera estoy nerviosa por el examen de mañana.

Dani lo dijo desde el otro lado de la pantalla del ordenador y ella sonrió, acomodándose sobre el respaldo de la silla de su escritorio. Se habían acostumbrado a aquellas sesiones de Skype antes de acostarse y a comunicarse de aquella forma tan virtual. No estaba mal del todo, era mejor que hablar por teléfono, porque su novia quedaba brutal en cámara.

—«Como por inercia» es lo más romántico que me has dicho nunca.

Dani sonrió por una milésima de segundo, después apoyó la barbilla sobre los brazos que tenía cruzados en la superficie del escritorio y casi hizo pucheros mientras la miraba.

—Te echo de menos y cada día me parece que estás más guapa y quiero tocarte y no puedo y no es justo —murmuró la morena acariciando su imagen bidimensional—. Cuando vengas mañana voy a besarte como veinte minutos seguidos.

—¿Con o sin lengua? —quiso saber inclinándose hacia el ordenador.

—Con —concretó y, por un momento, se miraron sin añadir nada más—. Robin…

En cuanto escuchó a Dani decir su nombre en aquel tono supo lo que vendría a continuación, miró nerviosamente hacia la puerta de su habitación y sintió un calor instantáneo en el bajo vientre.

—Ahora he quedado con Natalie para el último repaso del examen, nos llevará un par de horas, pero mañana no madrugas, así que a lo mejor podrías esperarme despierta y…

—Dani… —la cortó tras echar otro rápido vistazo a la puerta de su habitación—. Tú estás en una residencia universitaria con tus padres a cientos de kilómetros de distancia, pero mi madre seguro que está escuchando detrás de la puerta.

—Vale, lo siento —se disculpó bajando el tono y lo siguiente lo añadió en un susurro—. A lo mejor podrías esperarme despierta y yo podría llamarte y tú y yo podríamos…

Suprimió una sonrisa, porque a veces Dani le parecía superidiota y extremadamente sexi todo al mismo tiempo, y trató de que no se notara demasiado que solo planteárselo le aceleraba las pulsaciones.

—Eres consciente de que mi habitación está emparedada entre la de mis padres y la de mi hermano, ¿verdad?

—Vale, entonces yo podría…

Lo dejó en el aire, con media sonrisa traviesa, y ella se rio, así que la sonrisa de su novia se hizo más grande.

—Dios, Dani…

—Mañana tengo examen y me ayudaría a relajarme.

La morena se justificó sin dejar de sonreír y de mirarla a través de la pantalla. Cuando Dani la observaba así, ella escuchaba «me encanta lo nuestro», aquella tonalidad de verde lo gritaba muy fuerte.

Su novia llevaba viviendo en Columbus cinco meses y desde el principio ella había dado por sentado que la distancia afectaría negativamente aquella faceta de su relación. Menos tiempo juntas equivalía en su psique a menos sexo, y aquella ecuación tan sencilla sumaba peso al extremo de la balanza favorable a aquella temida carta blanca.

Menos sexo con ella y más posibilidades de experimentar con otras chicas, no era una buena mezcla para su uno por ciento. Pero cuando Dani le dijo «no quiero hacer esto con nadie más. Nunca» mirándola de aquella forma, la idea de que quisiera experimentar con otras chicas se cayó por su propio peso del conjunto de posibles escenarios futuros.

Todo el mundo hablaba de tener dieciocho y ganas de experimentar. Ellas tenían dieciocho y ganas de experimentar, así que llevaban cinco meses explorando nuevas formas de mantener activa la parte más física de su relación. La ecuación «menos tiempo juntas» igual a «menos sexo» terminó por ser errónea y no follaban menos por estar separadas.

Follaban diferente.

Sexo telefónico, cibersexo, selfis subidos de tono y conversaciones guarras. Al principio era raro y la primera vez que intentaron hacerlo en una de sus sesiones de Skype terminaron con dolor de barriga de haberse reído tanto, pero cinco meses después eran expertas en ponerse cachondas la una a la otra a través de la pantalla de un ordenador.

Había tenido mucho miedo de que aquellos cuatro años de crecer separadas terminasen por separarlas, pero se sentía más cerca de Dani que nunca. Por su forma de mirarla a través de la webcam y por lo fuerte que la abrazaba cada vez que volvían a verse. Porque sus mundos se habían hecho más grandes, pero ambas seguían ganando a toda su competencia por goleada.

Dani seguía mirándola de la misma forma y le sonreía igual de evidente. Tan obvia como la describía Sarah. «La chica de la que estaba enamorada» seguía haciéndolo jodidamente bien y esperaba que la morena pensara lo mismo sobre ella.

Observó su imagen en la pantalla y se revolvió en la silla, la perspectiva de volver a juguetear a través del teléfono le aceleraba las pulsaciones. Escuchar la voz de Dani junto al oído en mitad de la oscuridad de su habitación resultaba superexcitante y, en aquellas condiciones, su acento le parecía el triple de sexi que de normal.

—Hace un momento has dicho que no estabas nerviosa por el examen de mañana —señaló ante la clara insinuación de su novia.

—No te hagas la estrecha, Brooks. —Dani cortó sus evasivas inclinándose ligeramente hacia la pantalla, y ella sonrió ante su actitud juguetona—. Sabes que vas a esperarme despierta.

La morena le dedicó aquella sonrisa fingidamente engreída, le parecía un poco increíble que después de tantos años su corazón siguiera saltándose un latido cada vez que la veía aparecer, y si la tuviera delante la sujetaría por los cordones de la sudadera y la acercaría a lo bestia para besarla hasta la muerte.

Como estaban en ciudades diferentes se conformó con decirle «te lo tienes muy creído». Dani sonrió aún más amplio e iba a contestarle algo, pero la puerta de su habitación se abrió de golpe para dar paso a Glenn y a ella casi se le salió el corazón por la boca.

—Déjame tus cascos, anda, que los míos no funcionan.

Su hermano entró con toda la tranquilidad del mundo hasta el centro del cuarto y ella lo miró con el ceño fruncido, mala leche y las pulsaciones a mil.

—¿No sabes llamar a la puerta?

—Es mucho más emocionante así. Dame los cascos o le digo a mamá que te he pillado haciendo guarradas con la cerebrito —dijo tras su silla y saludando a la morena con la mano—. Ey, Dani, ¿las universitarias besan mejor que mi hermana?

—Algunas sí y algunas no —respondió la aludida, y cuando la miró en plan «gilipollas», Dani le dedicó aquella sonrisa tonta que la atontaba a ella—. ¿Para qué quieres los cascos, gusano? Ya has debido de ver todo el porno de internet.

—Me falta la película que me recomendaste el otro día: Los exámenes finales serán todos orales.

—¡Ugh, Glenn! —exclamó ella al oírlo, lo empujó con el respaldo de la silla sin muchas contemplaciones mientras el muy imbécil se reía y escuchaba a Dani llamarlo «puto pervertido»—. Toma los cascos y lárgate.

A mitad de búsqueda de los dichosos auriculares por los cajones del escritorio, escuchó a su hermano soltar un silbido de los de «madre mía» mientras miraba la pantalla, e iba a decir «¿qué te pasa ahora, engendro?», pero el chico susurró «¿quién es esa?» y ya no le hizo falta preguntar más.

Natalie.

Echó un rápido vistazo al ordenador y, efectivamente, la amiga de Dani había llegado a la habitación con un par de libros y carpetas de apuntes en las manos y estaba sentada en la cama de su novia. Un plano perfecto para el asqueroso de su hermano, ya que quedaba justo frente a la cámara del ordenador. Dani estaba girada en la silla, contándole algo bastante gracioso a juzgar por cómo se reía aquella chica.

—Se llama Natalie, es una amiga de Dani —explicó en voz baja justo antes de estrellarle los auriculares contra el pecho.

Glenn los sujetó con ambas manos sin desviar la mirada de la pantalla, ella puso los ojos en blanco y se levantó de la silla para empujarlo hasta la salida.

—Pues espero que sea la amiga más heterosexual del mundo, porque parece muy cómoda en su cama.

—No seas gilipollas, mañana tienen examen y van a repasar. —Lo empujó aún más fuerte y él se rio.

—¿Van a repasar en su habitación?

—Sí.

Un nuevo empujón.

—¿En su cama?

—Sí.

Otro empujón que lo situó en el umbral de la puerta.

—¿Allí los exámenes finales también son orales?

Bufff. Le dijo «piérdete, gusano» y lo echó de la habitación cerrándole la puerta en las narices. Respiró hondo y dejó que las estúpidas insinuaciones de Glenn resbalaran con facilidad sobre aquel jodidamente intenso «no quiero hacer esto con nadie más. Nunca». No era la primera vez que Natalie y Dani se quedaban estudiando en la habitación de una de las dos, en aquella época las bibliotecas estaban abarrotadas y exigían silencio absoluto.

Regresó a la silla, para despedirse de su novia, y se encontró a Natalie mucho más cerca. Había abierto uno de los manuales en el escritorio, frente al ordenador, y se inclinaba sobre el hombro de Dani señalando algo en una de las páginas. El resto de los apuntes se veían diseminados sobre la cama, a su espalda.

Escuchó cómo Natalie comentaba «me han dicho que le encanta preguntar sobre este tema, deberíamos repasarlo», y su novia giró la silla hacia uno y otro lado mientras paseaba la mirada por la página antes de contestar «ya lo hemos repasado, ¿quieres decir que deberíamos repasarlo el doble?». La castaña sonrió de aquella forma y aclaró: «No, quiero decir que deberíamos repasarlo el triple».

Aquella forma de sonreír.

Es que cada día estaba más segura de que a Natalie le gustaba Dani. Al principio pensó que malinterpretaba cosas, debía reconocer que había estado un poco celosa de la relación que su novia mantenía con aquella chica. Un buen día, cuando hablaban por teléfono, Dani se refirió a su amiga como «Nat», y al oírlo sintió un pellizco desagradable en la boca del estómago. Durante trece años la morena y ella se habían pasado las veinticuatro horas del día juntas y, de repente, Natalie la había relevado en aquel privilegio, así que las primeras semanas pensó que sus recién estrenados celos de «mejor amiga destronada» le hacían leer demasiado en las sonrisas que la castaña dedicaba a Dani.

Sonreía así siempre, aunque su novia no la estuviese mirando. A veces le recordaba a Cady y a sus barritas energéticas.

Cinco meses después, sus celos se habían suavizado ante la palpable evidencia de que aquello no representaba una amenaza real para su relación con Dani y, aun así, las sonrisas de Natalie seguían pareciéndole igual de sospechosas. Además, se reía de todo lo que decía su novia, aunque no tuviera gracia. Los fines de semana que visitaba a la morena en Columbus solían salir con su nuevo grupo de amigos y se había fijado en que aquella chica miraba a Dani diferente al resto.

Blanco, en botella y muy poco inesperado, porque todo lo que le atraía de Dani no era suyo en exclusiva y tenía la capacidad de atraer al resto del mundo también. Era consciente de ello y lo había aceptado hacía tiempo.

—Ey, Robin, me gustaría ser tú.

Natalie se dirigió a ella al descubrirla en la pantalla y aquella afirmación, enmarcada en sus actuales pensamientos, la llevó a pensar «joder, qué directa», luego la castaña añadió «¿qué se siente al haber terminado los exámenes?» y le cambió la perspectiva en un segundo.

—No os queda nada, pero te adelanto que es bastante alucinante —respondió con media sonrisa.

A pesar de que se riera ante las bromas con poca gracia de Dani, aquella chica le caía bien.

—No te fíes, es su resaca la que habla, ¿verdad, Brooks? —dejó caer su novia, divertida, sin apartar la vista del manual.

—Para tener tantísimo que estudiar tienes mucho tiempo libre para cotillear las redes sociales de la gente.

Y cuando decía «de la gente» quería decir «de Ronda» y que ella tenía muy mala suerte. Porque no solo sus oraciones habían sido descaradamente ignoradas durante años por los seres superiores —que no habían invertido ni medio segundo de su tiempo en teletransportar a aquella niña a Siberia—, sino que, además, el primer día de clase de la formación profesional descubrió con horror que seguiría compartiendo aula con ella durante un año más. Así que, cuando la noche anterior salió con sus compañeros a celebrar el fin de los exámenes, Ronda estaba justo a su lado y ella aparecía en más de la mitad de las fotografías que había colgado en su perfil de Facebook.

—No puedes culparme por querer mirar, esos pantalones te quedan de puta madre y las babas de Sadie te daban un toque exótico.

Dani lo dijo con una ceja levantada y ella la llamó «imbécil», suprimiendo una sonrisa.

Su novia sonrió amplio y la invadió de nuevo aquella sensación que quería decir «es igual y maravillosamente diferente al mismo tiempo», porque el contenido de sus conversaciones había variado con el paso de los años, pero la forma era la misma. Fácil, fluida y especial. Que Dani pudiera bromear de esa forma acerca de Sadie, la chica que la había invitado a salir un mes después de iniciadas las clases, le hacía pensar que el «uno por ciento» de su novia era tan diminuto como el suyo, y que ella también había hecho las cosas bien.

—Ahora tenemos que estudiar, pero… ¿te llamo luego?

Dani lo preguntó en un tono que sonaba a «sabes que quieres, nena» y ella le bajó los humos con un poco comprometido «llama y si no te lo cojo, será que estoy dormida». Su novia se mordió el labio inferior, y cambió el tono y la forma en que la miraba para despedirse con un «te quiero» al que no le importaba que tuvieran compañía. Cuando se trataba de ponerse cariñosa con ella a Dani le daba lo mismo quién estuviera mirando.

En aquella ocasión las miraba Natalie, desde su posición sentada en la cama y con la carpeta de apuntes entre las manos. Había bajado la vista a sus folios al escuchar el «te quiero» de Dani, como si oírlo le hubiese dado calambre, y la mantuvo así cuando ella contestó «yo también te quiero».

Sospechoso.

Tremendamente sospechoso.

Es que le gustaba, seguro.

Apartó a un lado el «pues espero que sea la amiga más heterosexual del mundo, porque parece muy cómoda en su cama» del imbécil de su hermano y no le costó demasiado trabajo.

El «te quiero» de Dani sonaba mucho más alto.

***

«Conceptos jurídicos fundamentales», «Ética y deontología profesional», «La interpretación y la aplicación del Derecho». Ahogó un bostezo y pasó un par de páginas de sus apuntes antes de sacudir la cabeza para despejarse, en un clarísimo «no puedo más». Dejó caer los papeles sobre su regazo y se apoyó contra el cabecero de la cama soltando un «buf» que llamó la atención de Natalie. Su amiga estaba sentada a los pies del colchón, con la espalda contra la pared y rodeada de folios y manuales, levantó la vista al escucharla y sonrió al encontrarse con su mirada de «ya, por favor».

—No puedo más, Nat. No me cabe más información en el cerebro —se quejó, golpeando la pared con la parte posterior de la cabeza.

—Creo que con la que has metido ya, apruebas seguro —admitió su amiga y ella frunció el ceño.

—No quiero «aprobar», quiero sacar…

—«Notable alto, mínimo». —Natalie completó su frase imitando su forma de hablar y ella sonrió de lado.

—Mínimo —confirmó, dejando los papeles a un lado.

Durante aquellos cinco meses en Columbus había conocido a mucha gente nueva, compañeros de la residencia y compañeros de clase en su mayoría; se llevaba bien con todo el mundo en general, pero había conectado de forma especial con aquella chica en particular. Era simpática, divertida y lista. Hiperinteligente, por eso le gustaba que estudiaran juntas y se esforzaba al máximo por estar a su altura en todas las materias. Natalie decía lo mismo de ella, así que se motivaban la una a la otra y las dos salían ganando. Aparte de todo eso, la chica era guapa.

Natalie era muy guapa y saltaba a la vista, por eso cuando Robin la conoció en persona esperaba que comentara algo al respecto y aquella conversación con su novia no la pilló desprevenida. Se había preparado para tratar con una Robin celosa, con varios «pasas mucho tiempo con ella, ¿no?» y unos cuantos «me parece que os lleváis demasiado bien», con suspiros cansados cada vez que le mencionara su nombre o silencios incómodos al otro lado del teléfono. Estaba lista para lidiar con todo aquello, pero al final no le hizo falta y el primer año separadas estaba resultando mucho menos complicado de lo que había previsto.

La rubia había aceptado sorprendentemente bien su nueva relación con Natalie y a ella no le molestó en exceso que una tal Sadie invitara a Robin a salir a las pocas semanas de iniciar el curso. Ronda le escribió varios mensajes del tipo «tía, se pasa las horas mirando a tu novia como si quisiera follársela encima de la mesa». Así de gráfico.

Al principio, cada vez que lo pensaba sentía aquel desagradable pellizco en la boca del estómago, se volvía más y más molesto, así que se lo preguntó directamente a Robin. En una de sus conversaciones telefónicas dejó caer «me han dicho que una tal Sadie quiere follar contigo encima de las mesas de clase» y su novia le respondió «puede, pero yo quiero follar contigo encima del escritorio de tu habitación». Así que el siguiente fin de semana convirtieron aquella fantasía en realidad y, mientras ella recuperaba el aliento abrazada a su cuello, Robin le susurró al oído: «Yo tampoco quiero hacer esto con nadie más, Dani. Nunca» y aquel desagradable pellizco en la boca del estómago no volvió a molestarle.

—¿Es Robin?

Natalie lo preguntó gateando por la cama hacia la fotografía que tenía en la mesilla de noche y la tomó en sus manos con media sonrisa asomada a los labios. Se acomodó a su lado, apoyando la espalda contra el cabecero, y señaló: «Dios, eras una monada».

—Es Robin —confirmó mirando la foto—. Ahí teníamos siete años.

—¿Os conocéis desde los siete años?

—Desde los cinco en realidad. Fue la primera que habló conmigo cuando llegué nueva a clase después de mudarnos desde Londres. Los demás se burlaban de mí, decían que hablaba raro.

Natalie sonrió al escucharla, sin desviar la vista de la fotografía, y dejó pasar unos segundos de silencio entre ambas antes de volver a hablar.

—¿Cuándo empezasteis a salir? —Se acomodó aún más contra el cabecero y giró la cabeza para poder mirarla.

—La noche de Halloween del año que cumplimos catorce.

—¿Tu primera novia? —curioseó, interesada.

—Mi primera novia.

—¿Tu primer beso?

—Mi primer beso.

Lo confirmó con media sonrisa y un suave movimiento de cabeza y, cuando Natalie preguntó «¿tu primera vez?», alzando una ceja de forma insinuante, ella sonrió aún más y desvió la mirada al frente, porque sintió que se le calentaban las mejillas al tratar aquel tema. Su primera vez con Robin.

—A los dieciséis —matizó aún sin mirarla.

—¿Nunca has estado con nadie más?

Natalie lo preguntó como si le sorprendiera, y ella volvió a mirarla y negó con la cabeza antes de verbalizar «no. Nunca». Su amiga devolvió la vista a la fotografía y murmuró «qué tierno» sin dirigirse a nadie en especial, y ella se limitó a observar la enorme sonrisa que exhibía Robin en aquella instantánea. Dos días después de que se tomara la foto, otro de sus dientes abandonó sus encías, la rubia se negó a sonreír durante una semana entera y se enfadaba con ella cuando intentaba que se riera a base de hacer tonterías.

—¿No tienes curiosidad por cómo sería? —preguntó Natalie buscando su verde—. Ya sabes, estar con otras chicas.

Frunció el ceño y sonrió de lado al escucharla, todo a la vez.

—No creo que esto entre en el examen de mañana —dijo sosteniéndole la mirada.

—Seguro que no, pero es más interesante que «la teoría de la norma jurídica». ¿Nunca te has planteado que, si todo te sale bien con ella, solo te acostarás con una persona en toda tu vida? En toda entera, Dani.

—Lo haces sonar supertrágico. —Se rio y Natalie sonrió.

—¿Y no lo es?

—Supongo que depende de para quién. —Se encogió de hombros, y su amiga continuó mirándola en espera de algo más—. No siento que me esté perdiendo nada.

Natalie la observó en silencio, y ella le devolvió la mirada hasta que se le escapó media sonrisa ante aquella inesperada pausa y tuvo que preguntar: «¿Qué?». La castaña respondió con un suave «nada» mientras desviaba la vista al techo.

—¿Por qué lo dejaste con tu novia?

Aprovechó aquella conversación para satisfacer su curiosidad y la aludida sonrió en plan «veo que no soy la única cotilla aquí».

—Pensamos que seguir juntas estando separadas iba a ser como «no estar con nadie, sin poder estar con alguien» durante cuatro años.

—Pues llevas cinco meses «pudiendo estar con quien quieras, sin estar con nadie» —indicó sin dejar de observar su perfil.

—A lo mejor aún no he encontrado a nadie con quien quiera estar.

—Qué exigente.

—No tanto, pero las mejores ya están cogidas.

Natalie lo dijo mirándola fugazmente, y ella iba a bromear con un tonto «¿eso ha sido una indirecta?», pero su amiga no le dio tiempo; dijo «es tarde», se levantó de la cama y empezó a recoger sus apuntes, así que la ayudó, arrodillada sobre el colchón para recopilar folios y manuales. Una vez lo tuvo todo en sus manos, se lo tendió a la castaña y esta lo aceptó, apretando todos los materiales contra su pecho.

—El examen es a las once, si quedamos para desayunar sobre las seis, ¿crees que te dará tiempo a terminarte las tostadas? —preguntó, saltando cama abajo para abrirle la puerta de la habitación cuando la chica se dirigió a la salida. Natalie la miró suprimiendo una sonrisa y ella se apoyó en el marco de la puerta—. ¿Mejor a las cinco y vamos con tiempo?

Se rio cuando la castaña le pegó un suave puñetazo en el hombro, al escucharla burlarse de lo despacio que comía. Llevaba haciéndolo desde el principio, desde el primer día que desayunaron juntas en el comedor de la residencia.

—Eres gilipollas y espero que Robin esté dormida —dijo pasando por su lado—. Mañana te veo abajo a las nueve.

No le dio opción a réplica antes de echar a caminar pasillo adelante hacia su habitación, a seis puertas de la suya. Ella susurró «buenas noches», porque era tarde y toda la planta estaba en silencio, y volvió al interior de su cuarto. Se apresuró en recuperar el teléfono de la mesilla y le mandó un mensaje a Robin. Sonrió al verla conectarse.

Es que sabía que iba a esperarla despierta.

ROBIN

En línea

DANI: ¿Sigues despierta?

ROBIN: Terminando Los exámenes finales serán todos orales.

DANI: Imbécil.

DANI: Baño, pijama y te llamo.

Tiró el móvil sobre la cama y corrió hasta el aseo dispuesta a estar lista en tiempo récord. Mientras se lavaba los dientes frente al espejo repasó la última conversación con Natalie, esa que giraba en torno a tener curiosidad por saber cómo sería el estar con otras chicas, y se preguntó si en realidad era tan raro el que no la tuviera, porque no la tenía.

Se preguntó si Robin se lo plantearía a veces, y aquel «yo tampoco quiero hacer esto con nadie más, Dani. Nunca» la sacó de dudas antes de que pudiera darle demasiadas vueltas.

Al día siguiente iban a verse después de un mes entero de llamadas telefónicas y conversaciones por Skype, de aguantarse las ganas de besarla y echar de menos lo bien que encajaba en sus abrazos. Treinta días eran demasiados, así que tendrían que organizarse mejor en futuras ocasiones.

Bufff…, es que al día siguiente volvía a ver a Robin y su anatomía había iniciado ya los preparativos para su reencuentro. Ganas infinitas estrangulándole el estómago y sonrisa tonta rozando la superficie todo el tiempo, sin importar que aún no hubieran terminado los exámenes. Le dolían los dedos por la necesidad de tocarla.

Y todo aquello lo sentía por su primera novia.

Por su primer beso y su primera vez.

Por la chica con la que quería acostarse en exclusiva durante el resto de su vida.

«De toda entera, Dani».

Supertrágico.

2

Dieciocho años: Estás tan colada, Nichols

Aún febrero

No solía levantarse a aquellas horas los días que no tenía que madrugar por obligación, pero eran las ocho menos cuarto de la mañana y ya iba por el segundo tazón de cereales, y eso que la noche anterior Dani la había tenido despierta hasta tarde.

Se revolvió en la silla al recordar sus suaves «joder, Robin» al otro lado del teléfono; antes de aquellos cinco meses jamás se había planteado que imaginarse a la morena tocándose a sí misma podría ponerla así de cachonda, sinceramente. Que su habitación conectara pared con pared con la de sus padres y la de Glenn restringía sus actuaciones más acústicas, así que, salvo en las contadas ocasiones en las que se encontraba sola en casa, tenía que conformarse con susurrar al teléfono, y escuchar la contrarréplica de su novia al otro lado en forma de respiración acelerada y gemidos con acento. Solía encargarse de ella misma después de colgar, porque le era imposible no hacerlo, y Dani la ayudaba mandándole fotos.

Al principio era raro para ambas, pero luego se convirtió en todo un descubrimiento.

Sabía que era una práctica tremendamente arriesgada, teniendo en cuenta que vivía bajo el mismo techo que Margaret Brooks, la mujer más cotilla del hemisferio norte del planeta, y seguro que del sur también, así que borraba de inmediato las instantáneas más comprometidas y en la galería de su teléfono se quedaba con las catalogadas para todos los públicos. «Dani mandándole un beso antes de dormir», «Dani junto a uno de los árboles del campus que le recordaba al roble con forma de mano donde encontraron el hacha y el saco del señor Enderson», «Dani enseñándole una mancha de chocolate en la sudadera que le había prestado para los próximos cuatro años». «La sonrisa tonta de Dani». «Los ojos de Dani». Nada que pudiera darle a su madre demasiadas pistas acerca de sus actividades nocturnas.

Se llevó otra cucharada de cereales a la boca y fantaseó una vez más con la idea de poder independizarse. Eso de vivir sola no le llamaba la atención antes, pero los fines de semana pasados con su novia en Columbus le susurraban al oído «vamos, sabes que quieres hacerlo» cada vez con mayor insistencia. Independencia y privacidad, porque cuando era Dani la que volvía a la ciudad, tenían que conformarse con follar deprisa en los asientos traseros de los coches de sus padres o hacerlo en completo silencio en una de sus habitaciones. No poder hacer ruido tenía su encanto, pero la libertad de movimientos que les daba la habitación individual de la residencia de Dani ganaba por goleada a todo lo demás.

Hizo cálculos. Terminar el actual curso, completar el período de prácticas del siguiente y empezar a trabajar en el taller. Suspiró por dentro. Demasiado tiempo y muy poca paciencia. Jugueteó con la cuchara y los cereales hasta que unos pasos aproximándose a la cocina la impulsaron a levantar la mirada. Soltó un bufido al descubrir a Glenn en el umbral de la puerta.

—¿No habías terminado los exámenes? ¿Qué haces despierta? —preguntó mientras se dirigía a la cafetera, y ella devolvió la atención a sus cereales.

—No podía dormir más —reconoció, y su hermano la miró con media sonrisa burlona.

—¿Vuelves a tener siete años y muchas ganas de ir a pasar el fin de semana a casa de Dani?

Se limitó a enseñarle el dedo medio de la mano con la que no sostenía la cuchara, en un expresivo «que te den», a pesar de que el muy gilipollas tenía un poco de razón.

Se había despertado a las seis y media porque su fisiología al completo gritaba «hoy ves a Dani» demasiado alto como para que pudiera seguir durmiendo. Parecido a cuando era pequeña e iba a pasar un fin de semana con su mejor amiga, siempre estaba lista frente a la puerta por lo menos una hora antes de lo previsto: abrigo, gorro y mochila con todo lo necesario incluido.

—Hablando de esa amiga suya…, la que está tan buena. —Glenn se sentó frente a ella con la taza de café en las manos y se ganó una mirada de las de «gusano asqueroso».

—Se llama Natalie —puntualizó, abandonando toda intención de seguir con su desayuno.

—«Nat Walters» en Facebook, ayer etiquetó a Dani en una foto en la que salen muy juntas y en su perfil dice que es bisexual —aportó una información que nadie le había pedido, a la vez que se preparaba una tostada.

—¿Y en tu perfil dices que eres gilipollas? Porque deberías.

—No quiero ser «gilipollas», quiero ser tu hermano mayor, y mientras Dani está en Columbus haciéndose fotos muy pegadita a chicas bisexuales, tú estás aquí despierta a las ocho de la mañana y sin poder dormir porque vas a verla el fin de semana.

Sonó a «no seas estúpida» con demasiada rabia contenida, y ella estuvo a punto de decirle que se metiera en sus propios asuntos; iba a llamarlo imbécil y a pedirle que se olvidara de ella durante los siguientes tres años y medio, pero se acordó de aquella mañana en la que era él quien no podía dormir, porque iba a pasar unos días con su novia Angela en Nueva York, y tensó la mandíbula al recordar todo lo demás también. Que cuando regresó de aquel viaje se notaba que se había pasado todo el vuelo entero llorando, y el montón de fotos rotas que encontró al día siguiente en la basura. Que Glenn no quiso dar más explicaciones aparte de un escueto «lo hemos dejado» y que se pasó las semanas siguientes con cara seria y mala leche, encerrado en su habitación.

—Tú también te haces fotos con tus amigos, ¿no?

—Sí, pero no me paso las noches «estudiando» con ellos en mi cama —replicó con la mandíbula tensa.

Era tan evidente que no solo hablaba de Dani que sus ganas de tirarle el café a la cara se redujeron a la mitad y quiso preguntarle «¿fue eso lo que pasó con Angela?», pero nunca había tenido una conversación parecida con su hermano. La poca práctica le pasó factura y cerró aquella puerta antes de abrirla, para centrarse en la parte que implicaba a su novia follando con Natalie durante aquellas noches de estudio. En cientos de imágenes de Dani dejando que la castaña le hiciera de todo en su cama que le quitaron el hambre.

Imposible. No eran reales y lo sabía. Pero Glenn no era el primero en señalarle amablemente el obvio atractivo de la amiga de Dani. Ya con anterioridad su particular penitencia, también conocida como Ronda, le había preguntado «tía, ¿cómo sabes que no se la está follando?» después de ver un par de fotos en las que Natalie había etiquetado a la morena en Facebook. Aparecían de fiesta en uno de los locales de moda entre los universitarios, y la gilipollas de su archienemiga añadió «¿para ti el alcohol sería un atenuante?».

Y era imposible tener pruebas objetivas que demostraran más allá de toda duda razonable que su novia no estaba follando con nadie en Columbus, pero es que de las subjetivas tenía unas cuantas, y para ella eran más que suficiente. Si Dani le decía «Natalie y yo vamos a estudiar un par de horas», se lo creía sin cuestionar nada más; después de trece años de sinceridad absoluta la palabra de la morena le valía hasta ese punto.

—Confío en ella, ¿vale? Podría estar follándosela todas las noches, pero confío en que no lo está haciendo.

—La confianza a veces te convierte en gilipollas —musitó su hermano con la vista fija en el café.

Lo vio tan claro que dejó pasar un par de segundos antes recostarse contra el respaldo de la silla y señalar lo evidente.

—Dani no es Angela, Glenn.

Le dieron ganas de añadir «así que para de comportarte como un imbécil», pero se limitó a observar cómo se le tensaba la mandíbula de nuevo y le sostuvo la mirada por encima de sus desayunos. Su hermano terminó de beberse el café de un solo trago y se levantó de la mesa.

—Puede, pero yo también pensaba que Angela era mi Dani. Supongo que todos lo pensamos antes de descubrir que no.

—¿Ser así de gilipollas es tu forma de decirme que no quieres que me hagan daño? —preguntó en tono ligero, llevándose el tazón a los labios, en un intento por descargar el ambiente de aquella súbita intensidad emocional, porque no estaba acostumbrada a ver a su hermano tan serio.

—Te has manchado el pijama ahí.

El rubio señaló su camiseta para desviar el tema y ella bajó la vista, pero no encontró ninguna mancha. Antes de que pudiera preguntar «¿dónde?», Glenn empujó el tazón que sostenía entre sus manos, derramando parte de su contenido sobre la prenda, y gritó «¡mamá, Robin se ha tirado el desayuno por encima, creo que está intentando llamar tu atención!», tras lo cual abandonó la cocina.

Era un imbécil y se había pasado la vida mutilando sus peluches y tocándole las narices de mil formas diferentes; a los veinte seguía siendo igual de estúpido, pero aquellas manchas de leche en su camiseta le sonaban a «no quiero que te hagan daño, pero cállate».

***

Hacía unas horas que había terminado oficialmente su periodo de exámenes y llevaba un par de minutos maquillándose frente al espejo del baño de su habitación. Se había puesto los pantalones preferidos de Robin, unos vaqueros que decía que le hacían un culo increíble, y un jersey de punto gris holgado porque a la rubia le encantaba su tacto. Nunca se había preocupado en exceso de su apariencia cuando se trataba de ver a Robin, pero llevaban un mes separadas y de repente sentía la necesidad de que le dijera «joder, Dani, estás increíble», o algún derivado de igual intensidad.

Su relación había cambiado en los últimos cinco meses, se veían muchísimo menos y, en consecuencia, se echaban de menos muchísimo más, las dos se habían adaptado a la nueva situación buscando estrategias compensatorias que les permitieran seguir sintiéndose igual de conectadas a pesar de la distancia. Conversaciones por Skype todas las noches antes de acostarse y llamadas telefónicas, mensajes tontos que disfrazaban miles de «estoy pensando en ti» y muchos selfis. Se aseguraban de verse casi todos los fines de semana a base de viajes hacia uno y otro lado, se sabían de memoria las carreteras que unían las dos ciudades, señales y áreas de servicio incluidas.

Una relación a distancia, por suerte a corta distancia, pero que implicaba importantes desventajas al compararla con la anterior. Echarse de menos de aquella forma era la más grande de todas, pero a las dos les merecía la pena. Si era por Robin, los pros siempre ganarían a los contras, y aquel «seguir juntas estando separadas es como no estar con nadie sin poder estar con alguien» de Natalie le sonaba estúpido y sin sentido. Ella no quería a Robin por que vivieran en el mismo sitio, quería a Robin y punto.

Estaba pintándose la raya del ojo, con un insistente «en diez minutos está aquí» dando saltos en la boca de su estómago, cuando escuchó cómo llamaban a la puerta. Musitó un «mierda», porque tenía un poco de prisa, y dejó el lápiz de ojos sobre el lavabo para acudir a abrir, impaciente y a medio maquillar; se encontró a Natalie esperando al otro lado y le dijo «ey, pasa» antes de regresar al baño a toda velocidad. De nuevo frente al espejo escuchó a su amiga entrar y cerrar la puerta tras ella.

—Dani, ¿dónde está tu cama?

Sonrió a su reflejo al oírla mientras terminaba el trabajo en un ojo y pasaba al otro. Había tardado más de lo previsto en decidir qué quería ponerse para su reencuentro y la mitad de su ropa se encontraba esparcida sobre el colchón.

—Quería sopesar mis opciones —respondió buscando el rímel en su maletín del maquillaje.

—Esto parece el escenario de preparación de una primera cita, creía que llevabas saliendo con ella cuatro años.

—Cállate, es nuestra primera cita después de treinta días separadas.

Treinta días eternos y de más de veinticuatro horas, seguro. Al despedirse aquel último fin de semana se dijeron que el tiempo se pasaría rápido porque tenían que estudiar e iban a estar muy ocupadas, pero había resultado ser muy mentira.

—¿Tú besas en las primeras citas? —Natalie lo dijo en tono burlón y ella salió del baño esbozando media sonrisa.

—A Robin sí.

Se acercó a la cama donde su amiga se había sentado, rodeada de sus prendas de ropa; alzó una ceja al encontrarse con su forma de mirarla y preguntó «¿qué?» mientras comenzaba a colocarlas de vuelta en el armario. Natalie negó con la cabeza y musitó «nada» paseando la vista por el edredón. Iba a preguntarle si estaba bien, pero su amiga habló primero.

—Venía a preguntarte si queréis cenar con nosotros en el Wendy’s —dijo tendiéndole unos pantalones—. Hemos quedado a las ocho abajo, después iremos al Axis.

Cena y club nocturno, a Robin le encantaban las hamburguesas de ese local, así que aceptó la invitación y los pantalones. Estaba colgándolos en una percha cuando su teléfono vibró sobre el escritorio, captando toda su atención de golpe y porrazo por lo que significaba: Robin ya estaba allí.

Se asomó a la ventana y sonrió al localizar el coche de su novia al otro lado de la calle, frente a la residencia. Normalmente siempre había huecos vacíos y encontrar aparcamiento no era un problema. La vio bajarse del vehículo, colocándose aquella cazadora de cuero marrón que se había comprado hacía un par de meses porque decía que le quedaba sexi —y tenía razón—, y con el pelo un pelín ondulado. Le encantaba que lo llevara así.

Se apartó de la ventana con muchas ganas y poca paciencia y le dio lo mismo que aún quedaran prendas desperdigadas sobre la cama. Robin estaba acostumbrada a convivir con el desorden y eso era un hecho objetivo e innegable, por mucho que su novia se enfadara con Margaret cada vez que la mujer lo insinuaba, así que seguro que no le importaría encontrarse con un par de camisetas fuera del armario. Salió de la habitación seguida por Natalie.

—Dile hola a Robin. Nos vemos a las ocho —dijo su amiga cuando llegaron a la altura del ascensor.

—Sí, vale, a las ocho —respondió por inercia y tuvo que contenerse para no dar saltitos a la espera de que las puertas se abrieran.

Ridículo. Completamente ridículo y francamente alucinante. Entre ellas siempre había sido así, de pequeñas se esperaban la una a la otra con la cara y las manos pegadas a la ventana en espera de ver aparecer el coche de sus padres y, aunque en el presente más inmediato sus padres quedaban fuera de la ecuación, la sensación era la misma. Ya no medían medio metro y las ganas de estar juntas seguían sin caberles dentro a pesar del espacio extra. Tenían suerte.

Tenía mucha suerte de que Robin quisiera seguir haciéndola sentir de ese modo trece años después de su primer encuentro.

Salió del ascensor con mucha prisa y casi chocó con un par de chicas que esperaban frente a las puertas, se disculpó con un rápido «lo siento» antes de seguir su camino hacia el exterior de la residencia. Esperaba encontrarse con su novia en cualquier momento, pero, una vez fuera, la localizó aún junto al coche, hablaba por teléfono de espaldas a ella, frente al maletero abierto.

Cruzó la calle con paso ligero y la escuchó decir «mamá, olvídate de nosotras y sigue comprándole condones a Glenn, ¿quieres?» justo antes de abrazarla por la espalda, le rodeó la cintura con los brazos y escondió la cara en su cuello. El calor de su piel contrastaba con el frío del cuero de la cazadora y respiró profundo, estrechándola muy fuerte contra ella. Escuchó una sonrisa en su voz cuando Robin dijo «mamá, voy a colgar, Dani está aquí», y después un gruñido impaciente en forma de «Margaret, por favor», seguido de un «mi madre quiere hablar contigo» resignado y dirigido a ella. Se hizo con el teléfono sin despegarse ni un milímetro de la espalda de su novia y se lo acercó a la oreja que no tenía apoyada sobre su hombro.

—¿Sí?

—Dani, cariño, ¿qué tal te va?

—Muy bien, Margaret, ahora mejor —reconoció acariciando el abdomen de Robin con la palma de la mano. Sonrió al teléfono al escuchar a su novia susurrar «me encanta este jersey» cuando descubrió que lo llevaba puesto.

—¿Cómo te han ido los exámenes?

—Creo que bastante bien, para aprobar seguro.

Suprimió una sonrisa y pellizcó a Robin al oírla murmurar «jodida creída»; se le tensó el pecho al escucharla reír mientras le sujetaba la mano para evitar nuevos ataques, y le cosquillearon los dedos cuando la rubia los entrelazó con los suyos.

—Hace mucho que no te vemos, la próxima vez que vengas podríamos comer todos juntos.

—Voy el próximo fin de semana —dio por sentado sin necesidad de hablarlo primero con Robin, finalizado el periodo de exámenes regresaban a la rutina de alternarse en los viajes.

—Fenomenal, ahora mismo llamo a tu madre y organizamos algo. Oh, y dile a mi hija que meter la ropa a presión en el armario no es «ordenar», a lo mejor a ti te hace más caso. La próxima vez se la voy a tirar toda al contenedor. Avisada queda.

—Se lo diré, pero creo que es una causa perdida, cada vez que viene tardo dos días en volver a tenerlo todo limpio y ordenado —le siguió la corriente a Margaret y sonrió divertida al oír a Robin protestar con un «Dani…» que sonaba a «no puedo creerme que le estés diciendo eso a mi madre».

—¿Estás segura de que quieres quedártela?

—Muy segura —dijo sin necesidad de pensárselo ni medio segundo y separó la mejilla del hombro de Robin para depositar un beso suave en la base de su cuello.

—Lo quiero por escrito y no se admiten devoluciones —bromeó la mujer—. Tened cuidado y pasadlo bien el fin de semana.

Se despidió de Margaret, guardó el teléfono en el bolsillo de la cazadora de Robin y volvió a estrecharla contra su cuerpo con ambos brazos, restregando la mejilla contra su hombro. Susurró «te he echado mucho de menos» y la escuchó responder «joder, y yo a ti, Dani» antes de permitirle que se diera la vuelta para quedar cara a cara; dos segundos después estaba atrapada entre sus brazos y era la rubia la que se escondía en su cuello abrazándola extrafuerte.

—No quiero volver a pasarme un mes sin verte —lo escuchó cerca de su oído y le besó el pelo.

—Ni yo, lo organizaremos mejor la próxima vez.

No quería hablar de la próxima vez, ni de que Robin se marcharía en un par de días. Treinta separadas y dos juntas. Joder, si lo pensaba demasiado no le salían las cuentas, así que decidió no pensarlo y se separó de su novia lo estrictamente necesario para poder mirarla. Lo imprescindible, porque todo lo demás sobraba.

Fue entonces cuando descubrió que la rubia también se había maquillado para la ocasión y se perdió un par de segundos en aquel azul resaltado por lápiz de ojos y rímel. Cuando la mirada de su novia descendió a su boca, ella solo la dejó decir «mierda, Dani, estás…» antes de tomarla por el cuello de la cazadora y acercarla de un tirón, atrapando sus labios entre los suyos a mitad de camino. Dulce e intenso. Robin le respondió cambiando el ángulo del beso en una suave embestida, y ella sonrió contra su boca antes de adaptarse a su ritmo.