No quiero perderme nada - Anna Pólux - E-Book

No quiero perderme nada E-Book

Anna Pólux

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Tras los altibajos y malentendidos a los que tuvieron que enfrentarse Dani y Robin en La Isla de las Medusas, mantener una relación a distancia llega a su fin. Dani está a punto de terminar la universidad y de mudarse definitivamente con su novia, porque han superado aquellos temidos cuatro años separadas y juntas siguen encajando igual de bien. Las dos están convencidas al cien por cien de que son un «para siempre» perfecto. Tienen toneladas de planes increíbles y unas ganas brutales de seguir sumando etapas cogidas de la mano. En No quiero perderme nada, descubrirán lo felices que pueden llegar a ser juntas, pero, también, que eso del «para siempre» es solo un espejismo. Que, a veces, ocurren cosas que no queremos que pasen y no podemos controlarlas. No quiero perderme nada es la tercera entrega de la saga Recuerdos, de Anna Pólux. En este tercer volumen, Robin y Dani tocan las cimas de la felicidad, pero también se enfrentan al mayor de los miedos, al peor de todos.

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Anna Pólux

Anna Pólux nació en Logroño, es licenciada en Historia y en Psicología, y en la actualidad se dedica profesionalmente a esta última. Desde siempre ha sido aficionada a la lectura y la escritura: sus libros favoritos pertenecen al género de suspense y policíaco (Agatha Christie, Douglas Preston y Lincoln Child), pero uno de sus pasatiempos favoritos es escribir relatos de tinte romántico con toques de humor. Publicó su primera historia en el año 2009 bajo el seudónimo de Newage, y desde entonces ha continuado compartiendo sus escritos en distintas plataformas online. A Anna le gusta explorar el mundo emocional de cada uno de sus personajes, y dedica gran parte de su tiempo libre a confeccionar las tramas de sus historias y las relaciones que podrían establecerse entre sus protagonistas. Comparte con Cris Ginsey el blog La bollería de Ginsey.

@newage1119

@labolleriadeginsey

Ilustración de portada: Margarita H. García @margacong

 

 

Tras los altibajos y malentendidos a los que tuvieron que enfrentarse Dani y Robin en La Isla de las Medusas, mantener una relación a distancia llega a su fin. Dani está a punto de terminar la universidad y de mudarse definitivamente con su novia, porque han superado aquellos temidos cuatro años separadas y juntas siguen encajando igual de bien.

Las dos están convencidas al cien por cien de que son un «para siempre» perfecto. Tienen toneladas de planes increíbles y unas ganas brutales de seguir sumando etapas cogidas de la mano. En No quiero perderme nada, descubrirán lo felices que pueden llegar a ser juntas, pero, también, que eso del «para siempre» es solo un espejismo.

Que, a veces, ocurren cosas que no queremos que pasen y no podemos controlarlas.

No quiero perderme nada es la tercera entrega de la saga Recuerdos, de Anna Pólux. En este tercer volumen, Robin y Dani tocan las cimas de la felicidad, pero también se enfrentan al mayor de los miedos, al peor de todos.

No quiero perderme nada

No quieroperderme nada

Recuerdos III

Anna Pólux

 

Primera edición: mayo de 2023

© Anna Pólux, 2023

© Letras Raras Ediciones, S. L. U., 2023

© Margarita H. García (IG @margacong), ilustración portada, 2023

LES Editorial pertenece a Letras Raras Ediciones, S. L. U.

www.leseditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-19879-01-1

IBIC: FRD

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

 

Para Cristina...The best is yet to come.

 

 

 

 

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Anteriormente en La Isla de las Medusas

En La Isla de las Medusas, Dani se marchó a la universidad de Columbus y Robin se quedó en su pequeña ciudad. Obligadas a separarse por primera vez en su vida y acostumbradas a la estable relación que mantenían hasta entonces, se encontraron de golpe cara a cara con obstáculos de los jodidos. Con compañeras de carrera de ojos claros y sonrisa bonita y profesoras sexis tatuadas hasta en el corazón.

Ambas se enfrentaron a su nueva situación convencidas al noventa y nueve por ciento de que todo iría bien, pero con un uno por ciento de miedos e inseguridades susurrándoles al oído «¿y si deja de quererte a ti?».

Una fotografía de Dani besando a una de sus compañeras de clase hizo historia en Facebook y les enseñó a ambas que el amor a veces duele. Lo descubrieron igual que habían aprendido todo lo demás. Juntas. Igual que aprendieron que podían encontrarse de nuevo después de perderse en un mar de lágrimas hasta los topes de malentendidos. Que en las relaciones largas, a veces aparecen goteras que te mojan cuando llueve y que las dos estaban dispuestas a esforzarse al máximo por arreglarlas o a empaparse enteras.

Que merecía la pena.

Que merecían la pena.

El tercer año de carrera de Dani interpuso entre ellas mucho más que kilómetros de carretera, las separaron interminables horas de estudio y trabajos de última hora. Una intensa exigencia académica que las llevó a decir cosas como «tampoco voy a poder ir a casa este fin de semana» y «a veces parece que no tengo novia». Las hizo llorar al teléfono y secarse las mejillas con los pulgares al verse en persona. «Perdona».

Demasiados «perdona» y etapas diferentes. Porque Robin empezó a trabajar en el taller de su padre, quería independizarse y le gustaba salir de bares los fines de semana, mientras que Dani continuaba enterrada entre manuales y apretados plazos de entrega. Y, por un momento, lo perdieron de vista.

Se perdieron de vista.

Aquella sensación de no encajar tan bien como antes las asustó por igual a ambas, así que pensaron a la vez: «Por favor, vamos a hacerlo diferente». Construir su propia etapa, una que les valiese a las dos. Robin cambió su idílico piso de una habitación en el centro, cerca del trabajo y de los bares, por uno de dos habitaciones a las afueras y Dani abandonó los manuales en la residencia universitaria al volver a casa por Navidad.

«Vive conmigo, Dani». Porque aquella habitación extra era una sala de estudio y la solución perfecta a aquella gilipollez de sus etapas diferentes. «Yo puedo salir y tú puedes estudiar y después podemos follar y pasar muchos más fines de semana juntas». Simplemente brillante, así que Dani dijo que sí.

Margaret y Christine eso de «nos independizamos» se lo tomaron regular, con gestos compungidos y elevado gasto en pañuelos desechables. Pero verlas felices las hacía felices a ellas, cosas de madres, y al final aceptaron el síndrome del nido vacío con estoica heroicidad.

Pasaron la primera noche juntas en su nuevo piso. A solas. Sin padres y sin Glenn. Un cambio de los decisivos y lo que siempre habían querido, acompañado de un poco de miedo a echar a volar. Asustaba, pero siempre se habían sentido el doble de valientes cuando estaban juntas, así que saltar al vacío de la mano les parecía el triple de fácil e increíblemente emocionante.

1Veintiún años: Un gato doméstico

A los veinte años terminamos la mudanza a nuestro nuevo piso y Dani regresó a Columbus. Al agobio de las clases, los trabajos importantes y los parciales que hacían media. A sus goteras.

Dani regresó a sus goteras y yo también, pero habían encogido durante aquellas navidades y mojaban menos. El resto del tercer año de universidad ella repartió su tiempo a partes iguales entre estudiar y hacerlas aún más pequeñas, y nuestra nueva vida juntas se llenó de miles de mensajes tipo «te echo de menos», «tengo ganas de verte», y…

De otras cosas que quizás sea mejor que tú no sepas, así que lo siguiente me lo guardo para mí.

Nuestra nueva vida juntas se llenó de llamadas de las que terminaban con gemidos y jadeos y «necesito sentirte ya». De follar duro y superdulce en cualquier rincón de nuestra casa en cuanto Dani ponía un pie dentro los viernes por la tarde. A veces ni siquiera le daba tiempo a quitarse la cazadora, y protestaba entre risas mientras yo le marcaba el cuello contra la pared de la entrada. De discusiones estúpidas en las que decíamos «Robin, vete a la mierda» y «pues sigue estudiando y olvídame» que no conseguían más que arañar nuestra superficie, porque debajo se encontraban con contundentes «sabes que te quiero, gilipollas».

Y lo sabía, lo sentía por todos lados, Dani me lo decía con palabras y en silencio y no tuve que repetir eso de «yo también soy importante» ni una sola vez.

Desde que nos mudamos al nuevo piso, disminuyó la frecuencia de mis viajes en dirección Columbus. Era mucho más cómodo estar en casa y Dani decía que no le importaba conducir, que estudiaba mejor allí. A veces la creía y a veces no. A veces pensaba que mi «necesito verte más, Dani» tenía algo que ver en aquel cambio de dinámica.

Cada vez que mi novia insistía con algo como «venga, Robin, vamos a ver un capítulo» a pesar de estar agotada y se quedaba dormida sobre mi hombro en el sofá, aquellos acusadores «ya no hacemos nada juntas, Dani» regresaban a pellizcarme fuerte en mitad del pecho.

Los fines de semana en los que se levantaba antes de que saliera el sol para adelantar trabajo y poder acompañarme a alguna fiesta el sábado por la noche, me acordaba de mi desafortunado «a veces parece que no tengo novia» y me daban ganas de pedirle perdón una y otra vez, y decirle que no hacía falta que me lo demostrara más. Que ya lo sabía.

Así que un par de meses después se lo dije, que no hacía falta y que ya lo sabía, que podía irse a dormir si tenía sueño y que no era necesario que se levantase de madrugada si prefería estudiar el sábado por la noche. Entre las dos pactamos unas rutinas que nos valían a ambas y nuestra vida en común empezó a tomar forma de esa manera.

A Dani le gustaba dormirse en el sofá con la cabeza en mi regazo, y la mayoría de fines de semana se quedaba estudiando mientras yo salía por la noche.

En ocasiones me esperaba despierta y cuando volvía a casa follábamos guarro en el sofá, y otras la despertaba sin querer al colarme a su lado en la cama y teníamos sexo lento, húmedo y caliente bajo las sábanas. Esas noches mi vida me parecía la hostia y Dani jodidamente sexi, pero la mayoría de las veces me la encontraba dormida sobre apuntes y manuales en la habitación que usaba para estudiar. Con una sudadera encima del pijama y un bolígrafo entre los dedos. Le susurraba «ey, Dani, te has quedado frita. Vamos a la cama», acariciándole la espalda, y ella musitaba «¿qué?» sin apenas abrir los ojos; después fruncía el ceño y se dejaba guiar hasta la habitación.

A veces me sonreía adormilada cuando yo le quitaba la sudadera, me miraba con mi verde favorito cristalino y cargado de sueño mientras le abría su lado de la cama, y esos momentos me estrujaban el corazón a lo bestia, porque no podía quererla más. Se lo decía en cuanto la veía acurrucarse bajo las sábanas. Me agachaba a su lado y le susurraba «te quiero infinito, Dani»; solía responderme «vale» o «gracias» de forma automática, con media cara enterrada en la almohada, y me hacía sonreír.

Para cuando me metía en la cama, Dani volvía a estar fuera de circulación, pero se adaptaba a la perfección a las curvas de mi anatomía en cuanto me acercaba buscando su calor. Se movía hacia mi cuerpo, de forma instintiva e innata, y me hacía polvo sin contemplaciones cada vez que sentía su suspiro satisfecho contra la piel de mi cuello al encontrar la postura adecuada.

Esas noches eran mis favoritas, las que antes nos llevaban a discutir, a llorar y a colgarnos el teléfono. Las habíamos transformado entre las dos, con una habitación extra y cientos de kilómetros de asfalto en una sola dirección. Con un suave «solo son goteras, Dani» y la convicción absoluta de que teníamos herramientas suficientes para arreglarlas. Nos sobraban y llevábamos años aprendiendo a utilizarlas.

Durante el primer año en aquel piso encontramos otras nuevas y aprendimos mucho más. Que Dani consideraba que enjuagar la taza del desayuno con un poco de agua «no es fregar, Robin» y que no le gustaba que me quitara la ropa en la habitación las noches que salía. Decía que olía a «bar» y que le hacía soñar cosas raras, y para mis adentros yo pensaba «tú sí que eres rara», pero la confrontación directa no me merecía la pena, así que me desnudaba en el baño y metía las prendas directamente en la cesta de la ropa sucia.

A cambio, Dani se convirtió en un ser extremadamente silencioso las mañanas que yo no tenía que madrugar, tras descubrir que me ponía de muy mal humor que me despertara antes de tiempo. También terminó por aceptar mi manía de apretar por el medio el tubo de la pasta de dientes.

Pasados unos meses, Margaret se cansó de repetirme eso de «como no tengas cuidado Dani te va a devolver», aunque cuando comíamos todos juntos seguía preguntándole «¿qué tal se porta?», y mi novia me miraba a mí con una sonrisa de las tontas antes de contestar «progresa adecuadamente». Después me tomaba por las mejillas con una mano y me besaba con todo el afecto del mundo concentrado en una fugaz embestida, sin importarle quién estuviera mirando. Cada vez sentíamos más normal hacerlo así, y ensayo tras ensayo nos ruborizábamos menos.

Nos acostumbramos a convivir en nuestro piso durante los fines de semana. Salir de la ducha y encontrarme a Dani en pijama comiendo cereales en la isleta de la cocina se convirtió en todo un clásico, y el murmullo de su voz recitando leyes terminó siendo uno de mis sonidos favoritos. Lo echaba de menos cuando no lo escuchaba.

La echaba de menos de lunes a viernes, a ella, a su murmullo y a sus apuntes diseminados por la casa. Encontrarme con su calor entre las sábanas de la cama y la forma en que me decía «buf… estás congelada» cuando me colaba a su lado de madrugada las noches más frías. La manera en que me cubría los pies con los suyos mientras me tapaba las orejas con las manos susurrando «se te van a caer». En vez de huir de mi frío, Dani lo espantaba con su calor.

Me enamoré de ella otra vez, de sus facetas desconocidas como compañera de piso y de todas las demás bajo aquella nueva luz. De la forma en que me sentía los viernes por la tarde, porque sabía que estaba a punto de llegar, y de lo cariñosa que se ponía los domingos antes de tener que marcharse.

Dani volvió a enamorarse de mí también, no me lo dijo en voz alta, pero hacía que fuera evidente cada vez que regresaba a la cama horas después de haberse levantado. En cuanto me escuchaba moverme, recorría el pasillo a toda velocidad y se metía bajo las sábanas en modo «pegatina», me atrapaba entre sus brazos con una sonrisa enorme y demasiada energía, y yo le decía «suave, fiera» con la voz ronca y empapada de sueño. Dani solía susurrar «perdón» junto a mi oído, me besaba la mejilla, la oreja o la nuca y se quedaba quieta abrazada a mi cintura. Los días que no tenía mucho que estudiar podíamos pasar horas enteras allí tumbadas adivinando formas en las nubes.

A Dani le concedieron las prácticas en el bufete Pinker, así que, en vez de irse a Boston o a Nueva York, en verano regresó a nuestra pequeña ciudad. Nos pasamos tres meses enteros sin decirnos adiós y compartiendo isleta en el desayuno por las mañanas. Dani se colaba en la ducha mientras yo estaba dentro y se justificaba diciendo «voy a llegar tarde», aunque le sobraba el tiempo. Se enjabonaba mirándome con aquella sonrisa tonta que me gustaba tanto e inventándose canciones que hablaban de lo bien que iba a oler, hasta que yo cedía a lo inevitable y la besaba. Me lo devolvía lento e intenso, y atrapaba mis labios de tantas formas diferentes que al final tardábamos el doble en salir. Aun así, al día siguiente Dani se materializaba de nuevo a mi lado repitiendo eso de «voy a llegar tarde, Robin». Y no tenía sentido, pero nos encantaba a ambas y nos acostumbramos a todo aquello demasiado rápido.

Aquel verano fue el tráiler más alucinante de la mejor película de la historia del cine. Un adelanto de lo que estaba por venir en cuanto Dani terminara Derecho, que algunas noches se volvía para mayores de dieciocho en cuanto apagábamos la luz. A veces era ella la que se acercaba hasta pegarse a mi espalda, lo hacía despacio y me besaba la nuca de esa forma. Solía acompañarlo de un «Robin» tan vergonzosamente evidente que me ponía la piel de gallina, y el calor de su mano acariciándome el muslo hacía el resto.

Otras veces la buscaba yo, alargando los besos de buenas noches y subiéndoles intensidad con embestidas cada vez menos inocentes, hasta que una de las dos gemía contra la boca de la otra y nuestros «hasta mañana» se convertían en «joder…» roncos y excitados. A veces, Dani me decía cosas como «creo que no sabría follar con nadie más» mientras se movía sobre mi cuerpo, entre gemidos y sudada, y las cosas se volvían tan intensas que a mí solo se me ocurría contestarle «te quiero» y me sonaba a poco. A veces no decíamos nada, a veces solo gemíamos y jadeábamos, gruñíamos palabrotas y repetíamos nuestros nombres mientras pedíamos más. Algunas noches lo hacíamos simple y rápido y otras nos corríamos de madrugada. Pero por muy tarde que termináramos, yo siempre necesitaba acariciarla después.

Para cuando cumplimos veintiuno, compartir piso ya no era una novedad y mi vida había vuelto a llenarse de rutinas más o menos flexibles que, en última instancia, dependían del momento académico por el que estuviera pasando Dani. A los veintiuno llegó el último año de carrera y con él un temido «¿y si me queda alguna?». Nuestras semanas juntas volvieron a tener solo dos días y retomamos las despedidas los domingos por la tarde.

Sin Dani el piso me parecía enorme, con Dani todo lo demás era lo de menos, y cada vez que la miraba pensaba: «Sigues siendo tú».

A los veintiuno discutimos y follamos, nos reímos hasta que nos dolió la tripa y dormimos en camas separadas por primera vez. Dani me dijo «eres mi mejor mitad» y «no quiero hablar contigo», y yo le grité gilipolleces y la besé superdulce. Subimos y bajamos y, mientras tanto, aquel «sigues siendo tú» continuó ganando intensidad, seguro e imparable, se alimentaba de lo bueno y de lo malo, y yo cada vez lo sentía más grande.

Estábamos tan distraídas con nuestra vida que no lo escuchamos llamar a la puerta y casi entró sin permiso. Es que aquel monstruo muchas veces se dejaba ver cuando ya era muy tarde, y otras ni siquiera te dabas cuenta de que acababa de rozarte. Si pasaba eso, tenías suerte.

Durante muchos años, Dani y yo nos creímos de acero macizo, nos sentíamos tan alto que pensábamos que nadie podría tocarnos nunca. Por encima de las nubes. Invencibles.

Hasta que a los veintitrés nos recordaron que, a veces, pasan cosas que no queremos que pasen y no podemos controlarlas. Que no lo éramos.

Invencibles.

Robin y Dani a los veintiún años

Marzo

Ronda revoloteaba alrededor de un tío distinto cada fin de semana y Sadie decía que no buscaba nada serio mientras coleccionaba follamigas. Leith le preguntaba «¿todavía sigues con ella?» cada vez que se encontraban, y aquella noche le susurró «te has vuelto un gato doméstico demasiado pronto, Brooks» mientras acariciaba el cuero de la cazadora que le regaló Dani. Le contestó «porque la encontré a los cinco» y pidió una cerveza alejándose de ella lo justo para quedar fuera de su alcance.

Leith le sonrió jodidamente sexi, apoyada a su lado en la barra, y en una realidad paralela podría haber sido así. Una primera vez desastrosa seguida de muchas diferentes, tontear con chicas entre cervezas y dejarse manosear. Podría haber sido Sadie y Leith y Erika. Podrían haber sido unas cuantas chicas de las que se acercaban a acariciar su tatuaje. Podría haber sido así hasta que una de ellas le diera la vuelta a todo su mundo al preguntarle «¿quieres que compartamos mi cerveza?». Con acento británico y sonrisa tonta.

Podría haberla encontrado mucho más tarde, pero la encontró a los cinco.

Así que se tomó dos cervezas y bailó unas cuantas canciones con Erika y un par más con Sadie. Las dos se movían de puta madre, mucho mejor que Dani, pero ella prefería su ritmo mediocre, pisotones ocasionales y lo boba que se ponía siempre, en plan «¿podemos irnos ya?», sin haber terminado de bailar el primer tema siquiera.

Sobre la una y media se sentó en una de las mesas junto a Ronda, y su amiga le dijo «esta noche hay buen material» mientras paseaba la mirada por un grupo de chicos de los que vivían en el gimnasio. Les echó un vistazo distraído, neutro y estéril, demasiados músculos y exceso de testosterona. Para ella nunca hubo un «a lo mejor», la bisexualidad quedó fuera de su universo de posibilidades en el minuto uno, así que desvió la mirada un par de metros a su derecha, a un grupo de chicas, y lo de «esta noche hay buen material» encajaba mucho mejor en aquel contexto visual.

Algunas llevaban vestidos cortos y tops ceñidos, otras pantalones apretados y camisetas llamativas. Resaltaban con maquillaje sus mejores atributos mientras disimulaban todo lo que podían lo que les gustaba menos. Se habrían pasado por lo menos media hora frente al espejo y seguro que olían de maravilla. Contrastaban al máximo con lo que solía encontrarse al llegar a casa, con Dani dormida sobre sus apuntes, con el pelo recogido en un moño descuidado y en pijama. Normalmente, completaba su atuendo una sudadera holgada con una mancha difuminada y muy rebelde en la zona del pecho que persistía lavado tras lavado. Una superviviente. Su novia la llamaba «mi sudadera de la suerte» y se ofendía hasta extremos insospechados cuando ella insinuaba que iba siendo hora de jubilarla con todos los honores en el contenedor de la basura.

En vez de decirle «me gusta tu tatuaje» mientras lo acariciaba de forma sensual, Dani musitaba «¿qué?» levantándose del escritorio, totalmente desorientada y con la cara manchada de tinta.

Mientras miraba a aquellas chicas totalmente equipadas para derretir neuronas, supuso que Dani debería perder en teoría, pero en su práctica ganaba una y otra vez, así que se levantó de la silla anunciando un «me voy a casa». Ronda le preguntó «¿tan pronto?», y su tono le recordó al comentario de Leith sobre el gato doméstico.

Salió del local, escondió las manos en los bolsillos de la cazadora ante el brusco cambio de temperatura y el camino de regreso se lo pasó dándole vueltas a lo del jodido gato.

La gente alrededor intercambiaba saliva con conocidos de una noche y follaban a lo loco, y seguro que follar a lo loco era la hostia, pero el fin de semana anterior, Dani le dijo «no podría follar así con nadie más» mientras se la follaba a ella, y aquello jugaba en otra liga completamente diferente. Su novia añadió «no quiero», a media voz, caliente, sudada y a punto de correrse porque hacérselo con el arnés le gustaba demasiado. Escucharla así la dejó sin aire en los pulmones y sin nada que decir. A veces, Dani subía la intensidad al máximo y lo desenfocaba todo a su alrededor, y aquella noche, mientras la miraba dormir a su lado, pensó que en universos paralelos podría gemir y jadear con cualquier otra, besar a lo bestia labios distintos y correrse entre otros brazos, pero estaba segura de que ella tampoco podría follar así con nadie más.

Cuando divisó su edificio al enfilar la calle, cayó en la cuenta de que la luz de la habitación donde estudiaba Dani estaba apagada. Al consultar el reloj, las manecillas marcaban las dos menos diez de la madrugada, así que era posible que encontrara a su novia hecha un ovillo bajo el edredón. Se preparó para ser supersigilosa, se descalzaría antes de entrar, dejaría la ropa que llevaba puesta en la cesta del baño y, con un poco de suerte, Dani le calentaría los pies y las orejas en cuanto la notara colarse a su lado en la cama. Cada vez que la oía musitar «se te van a caer», bajito y casi en sueños, a ella se le rompía algo muy dulce dentro.

Supo que la morena estaba despierta en cuanto salió del ascensor, porque escuchó el familiar murmullo de su voz en el interior del piso y al abrir la puerta se encontró con que había luz en el pasillo. Dani dijo «principios que rigen la mediación» y ella frunció el ceño porque hablaba desde el baño.

—Dani —la llamó mientras cerraba la puerta con llave, era evidente que su novia no la había escuchado entrar y a los dos segundos la oyó recitar «voluntariedad y libre disposición», así que lo intentó de nuevo cuando avanzaba por el pasillo—. Dani…

—Igualdad de partes e imparcialidad de los mediadores.

Empezaba a pensar que tanto estudiar había terminado por volverla loca, pero se asomó a la puerta del baño y le cambió la perspectiva de golpe al descubrirla metida en la bañera. Con el pelo recogido en un moño alto y cubierta de espuma, mantenía los ojos cerrados y parecía superconcentrada en lo que fuera que escuchaba a través de los auriculares conectados a su teléfono.

Sonrió de medio lado, apoyada en el marco de la puerta, y se dio unos segundos para, simplemente, observarla con las manos escondidas en los bolsillos de la cazadora. Los sintió fríos, en claro contraste con la temperatura del interior del baño, y pensó que acercarse a Dani se sentía siempre así, sin importar el contexto.

Acercarse a Dani era entrar en calor.

—Danielle.

Se mordió el labio inferior, divertida, cuando la morena dijo «mierda, joder…, buena fe y respeto mutuo de las partes» en un tono que, claramente, le recriminaba no recordar algo tan evidente como la buena fe y el respeto mutuo entre las partes.

Se acercó hasta la bañera, se agachó a su lado y le retiró uno de los auriculares con suavidad. Trató de no reírse al verla dar un respingo acompañado de un grito agudo al que siguió un aliviado «Robin, joder».

—¿Qué haces? —preguntó colocándole un mechón de pelo rebelde tras la oreja y Dani le sonrió con un mudo «me alegra que me hagas esa pregunta».

—Estoy estudiando. Me he grabado algunos temas en el móvil, así podré escucharlos en el coche y ganaré cuatro horas extra de estudio todos los fines de semana —explicó mientras le colocaba uno de los auriculares en la oreja. Escuchó su voz recitando «el mediador no podrá ni comunicar ni distribuir la información o documentación que la parte le hubiera aportado…» y Dani alzó una ceja en plan engreído—. Inteligente, ¿eh?

—Se te podía haber ocurrido en primero de carrera, pero más vale tarde que nunca.

Lo dijo con intención de molestarla mientras le colocaba el auricular de nuevo y aprovechó el movimiento para deslizar la mano por su cuello hasta tomarle la nuca. Su novia sonrió bajando la vista a sus labios y ella solo le dio tiempo a decir «eres gilipo…» antes de embestir lento su boca. Tras un par de segundos, rompió el contacto apenas unos milímetros para repetir el movimiento desde un ángulo distinto y Dani le dio la bienvenida separando los labios. Encajaban perfecto y sintió un pellizco caliente en el bajo vientre al entrar en contacto con la humedad de su boca. Casi al mismo tiempo, su novia le acunó la mejilla con la mano y, al darse cuenta de que la estaba mojando, sonrió apartándose con un «perdona», pero ella le quitó importancia y la besó otra vez.

—¿Tienes que seguir estudiando? —preguntó liberando su nuca para apoyar la mano en el borde de la bañera.

—Depende. ¿Quieres entrar?

Dani se quitó los auriculares y los dejó caer al suelo, junto al teléfono móvil. La oferta le salió improvisada e inocente y, aun sin la promesa explícita de sexo, sonó genial, así que sonrió de lado quitándose la cazadora. Su novia le devolvió el gesto mientras se incorporaba para hacerle sitio y el agua pasó a cubrirle justo por encima de los pechos. Se fijó en que tenía un poco mojado el pelo de la base de la nuca y le entraron unas ganas gigantescas de besarla justo ahí. Empezó a quitarse los pantalones y se encontró con su mirada, no vio nada en su verde que indicara claramente que tuviera ganas de guerra aquella noche.

Los más gilipollas de sus amigos del curso de administración decían cosas como «con novia y con piso propio te hincharás de follar» y sonaba bastante posible, al menos en teoría.

Su práctica evolucionaba junto a todo lo demás.

A partir del cuarto o quinto mes de convivencia follaban menos y, contra todo pronóstico, le gustaba más. Cuando ella le decía «Dani, estoy cansada» al sentir que la besaba en la nuca de esa manera bajo las sábanas, la morena se acurrucaba a su lado y le acariciaba la cara de la forma en que sabía que le ayudaba a quedarse dormida. Y no era sexo, pero era igual de increíble.

A veces era Dani la que le decía «hoy no, Robin, que no me he duchado», ella solía contestarle con un divertido «ugh, Nichols» mientras se alejaba de ella y la morena la perseguía hasta el filo de cama partiéndose de la risa. Y no era sexo, pero era igual de increíble.

—¿Qué tal la noche?

Su novia se lo preguntó mientras observaba atentamente cómo se quitaba la ropa, la miraba sin ninguna vergüenza y sin perder detalle, y ella sonrió por dentro al recordar lo diferentes que fueron las cosas aquella primera noche a sus dieciséis. Las mejillas sonrojadas de Dani y lo que le costó atreverse a levantar la vista cuando ella se deshizo del sujetador.

Terminó de desnudarse y se recogió el cabello de forma descuidada con una de las gomas de pelo que guardaban en el primer cajón del mueble del lavabo. Cuando sus ojos se encontraron, su novia sonrió de lado. Un gesto simple, suave, cálido y jodidamente intenso. Dani solía observarla así cuando perdían la ropa, como si su cuerpo fuera algo sagrado y estuviera deseando profanarlo todo el tiempo, en una mezcla de amor infinito y «te tengo muchas ganas».

Seguro que no quedaría así de bien en ninguna otra mirada.

Tenía que ser la suya.

—Como siempre. Me he encontrado con Leith —contestó a su pregunta introduciendo el primer pie en el agua.

—Como siempre —dio por sentado la morena mientras miraba cómo se sentaba frente a ella—. Seguro que le ha encantado verte, estás muy muy guapa hoy.

Se le escapó una pequeña sonrisa al escucharla, porque le decía esas cosas como si nada, colaba piropos entre las líneas de sus conversaciones y los dejaba atrás sin darles mayor importancia. No se lo había dicho nunca, pero le encantaba que lo hiciera así.

Dani había encogido las piernas para dejarle sitio y apoyaba la espalda en la pared de la bañera con las rodillas a la altura de su pecho. Ella se acomodó en la misma postura y la morena sonrió cubriéndole los pies con los suyos.

—Creo que va detrás de Sadie —señaló a modo de confidencia—. Las he dejado bailando muy juntas.

—Segundo plato. Después de tres años, tendrá hambre.

—Estoy bastante segura de que ha estado comiendo todo este tiempo.

—Y mientras masticaba pensaba en ti. Apuesto a que más de una vez ha dicho tu nombre al correrse.

Suprimió una carcajada al oírla y la reprendió con un «¡Dani!» en tono divertido mientras le salpicaba con ambas manos y la hacía reír. Su novia fue muy rápida, la sujetó por las muñecas, incorporándose, y separó las piernas para que las suyas encajaran en medio y poder estar más cerca. La morena apoyó los antebrazos en sus rodillas y descansó la barbilla encima, mirándola con una sonrisa.

Los puntos de contacto entre ambas se habían multiplicado considerablemente, sentía sus muslos rodeándole las piernas y sus gemelos a la altura de la cintura. Se los acarició con las palmas de las manos y pensó que solo aquello era mil veces mejor que seguir bebiendo cervezas en la barra de un bar.

Ser el gato doméstico de Dani era, en su humilde opinión, bastante alucinante.

—Al rato de irte me ha llamado Jeremy.

Su novia lo dejó caer acomodándose aún más sobre sus piernas mientras ella continuaba acariciándole los gemelos.

Jeremy era uno de los abogados del bufete donde Dani había hecho las prácticas el verano anterior y fue el encargado de supervisarla durante los tres meses que pasó en la firma. La morena lo describía como «un hombre de mediana edad, prácticamente calvo y con bigote que le recordaba a Robert de Niro». Tenía una hija de edad similar a la suya, tal vez por eso a su papel de mentor en el mundo de la abogacía se le unió una actitud de tintes protectores que lo llevó a implicarse de forma especial en su formación y, al terminar el periodo de prácticas, le aseguró a su novia que estaría atento a cualquier movimiento en la plantilla.

—Me ha dicho que en la firma se empieza a hablar de que va a quedar una vacante para el próximo año y que vaya preparando mi currículo —añadió con media sonrisa de las de «¿a que es genial?».

Y sí que lo era, porque Dani pidió las prácticas en uno de los bufetes de su ciudad precisamente con la esperanza de que pasara algo parecido, y desde que inició el último curso habían hablado como mil veces de aquella posibilidad. La morena estaba convencida de que quedarían puestos vacantes tarde o temprano, solía decir que más temprano que tarde «porque aquello estaba lleno de abogados viejos que estarían a punto de jubilarse o de morir».

Le devolvió la sonrisa y se incorporó para acercarse más, deslizó las palmas de las manos por toda la longitud de sus piernas, desde los tobillos hasta terminar acariciándole los muslos, de arriba hacia abajo y viceversa, con un ritmo pausado y constante. Dani aprovechó la nueva postura para colocarle un mechón rebelde tras la oreja y después le cubrió el lateral del cuello con la mano. La notaba extracaliente y húmeda, y sintió cosquillas en la zona que su novia empezó a acariciar distraídamente con el pulgar.

—¿Muerte o jubilación? —preguntó alzando una ceja y sonrió observando su boca cuando la escuchó reír bajito.

—Jubilación. Solo faltan tres meses, Robin.

Sonó a «por fin» y a impaciencia mal escondida y ella se mordió el labio inferior al oírlo. En tres meses su novia terminaba la universidad y volvía para quedarse.

—Tres meses y dejarás de babearme en el sofá.

—Te encanta que te babee en el sofá, Brooks.

Dani utilizó un tono insinuante y se rio cuando ella le pellizcó el muslo.

—Dejarás de babear «mi ropa» en el sofá —aclaró conceptos y después la miró en silencio por un instante antes de volver a hablar—. Estarás aquí todos los días.

De pequeñas, cada vez que les preguntaban a sus padres cuándo podrían hacer cosas de las geniales, ellos siempre contestaban «cuando seas mayor». «¿Cuándo podré irme tarde a la cama?», «cuando seas mayor». «¿Cuándo podré irme sola con la bici?», «cuando seas mayor». «¿Cuándo voy a ser mayor?», «dentro de muchos años». Así que mientras esperaban a que pasasen «muchos años», Dani y ella solían tumbarse sobre el césped a contemplar las nubes, imaginando lo alucinante que sería cuando por fin fueran mayores. Decían cosas como «podremos comer helados para desayunar», «no tendremos que comer verduras», «podremos comprarnos todos los cómics que existen», «nos lavaremos los dientes con chocolate» y «nos quedaremos despiertas todas las noches viendo dibujos».

De pequeñas, todos sus planes futuros incluían a la otra y tenía mucha suerte de que aquello no hubiese cambiado. De que, después de cuatro años fuera, Dani quisiera volver.

—Estaré aquí todos los días.

La morena lo parafraseó mientras dejaba escapar una de sus mejores sonrisas y, al respirar, a ella se le llenó el pecho de aire caliente, porque había utilizado un tono muy parecido al suyo y detrás de aquella maravillosa tonalidad de verde se escondían todas las ganas del mundo.

—Ya no tendremos que despedirnos los domingos.

Lo añadió a media voz mientras le frotaba con la yema del pulgar una pequeña mancha de tinta que acababa de descubrir en las inmediaciones de su oreja.

—Y no tendré que echarte de menos por las noches —aportó la morena sacudiendo suavemente la cabeza para librarse de la insistencia de su dedo.

Ella le pidió que se estuviera quieta y utilizó la mano libre para sujetarla por la barbilla e impedir que se apartara de nuevo.

—¿Solo me echas de menos por las noches?

Dani sonrió de lado y comenzó a dibujar con el índice las líneas de su tatuaje.

—Te echo de menos siempre, pero especialmente por las noches. Me gusta babearte.

Fue su turno para sonreír, y conectó con su mirada antes de preguntarle «¿la ropa en el sofá?». Dani amplió la sonrisa un poco más y la besó suave y de improviso. En un primer momento, la morena se limitó a capturar su labio inferior entre los suyos y deslizó la mano con la que tocaba su tatuaje por su antebrazo y su bíceps. Lento y suave.

Aquella caricia tibia recorrió la piel de su hombro hasta terminar adaptándose a la perfección a su cuello y Dani buscó su boca de nuevo, con los labios entreabiertos, acercándola con un gentil incremento de la presión en su nuca.

Se inclinó hacia ella, porque quería atrapar sus labios de forma mucho más firme, pero la postura en la que se encontraban no se lo ponía fácil: sus propias piernas flexionadas le dificultaban la tarea. Compartir bañera con Dani le encantaba en muchos sentidos y el sexo acuático era jodidamente interesante, por el agua y por la acústica, pero a veces les faltaba espacio.

—¿Me haces sitio?

La morena se lo preguntó tras dar por finalizado el beso con una embestida dulce y perezosa, y ella sonrió. Sabía lo que buscaba y estaba encantada de ayudarla a encontrarlo. Se movieron las dos, Dani se alejó hacia su lado de la bañera para darle espacio de maniobra y ella se acomodó contra el suyo, separando las piernas para que la morena pudiera encajar en su hueco y tumbarse de espaldas sobre su pecho. Dos segundos después, la tenía encima, con la cabeza apoyada en su hombro y los brazos descansando sobre sus muslos.

Tras explorar sus opciones durante las semanas posteriores a la mudanza, habían descubierto que la bañera era lo suficientemente grande como para que ambas pudieran estar cómodas en tres o cuatro posturas, pero no les regalaba ni un centímetro más de lo necesario. Tener a Dani sobre su cuerpo de esa forma era una de sus posiciones favoritas.

Depositó un beso sobre su sien y, al sentirlo, la morena ladeó la cabeza para mirarla y le dedicó una sonrisa antes de llevar la vista al frente.

—No te quiero devolver —dijo su novia buscando sus manos bajo el agua, que llevó hasta la superficie para entrelazar sus dedos—. Tu madre dice que cuando vuelva y esté aquí contigo todos los días me vas a volver loca y te voy a devolver, pero no te quiero devolver.

—¿Aunque a veces se me olvide cambiar el rollo del papel higiénico cuando se termina?

—«A veces».

—Y, aun así, me quieres.

—Te tolero.

—Pues me toleras como si me quisieras. —Escondió la nariz en su cuello y la besó en la oreja al verla sonreír—. Yo tampoco quiero que me devuelvas.

—Tranquila, necesito ver cómo llevas eso de la crisis de los cuarenta —dijo mientras la obligaba a abrazarla a la altura del pecho—. ¿Qué crees que harás? ¿Comprarte un descapotable? ¿Volver a vestirte como una adolescente?

—Puede, y seguro que te pondrá cachonda.

Dani se rio y giró la cabeza para buscar su mirada.

—Seguro.

La morena lo dijo dándolo por sentado y después depositó un beso suave en la línea de su mandíbula. Ella sonrió y le devolvió el gesto besándole la frente. A aquel intercambio le siguió una pausa de un par de segundos durante la cual se sostuvieron la mirada en silencio.

Estaba a punto de preguntar «¿qué?», pero Dani se movió primero y le besó el cuello, más lento y más húmedo. Cuando volvió a encontrarse con sus ojos, un cosquilleo bastante familiar había empezado a despertar en su bajo vientre y le dedicó media sonrisa antes de besarle justo debajo de la oreja. Aún más pausado, subiendo la temperatura de aquella dinámica.

Dani cambió de postura, giró el cuerpo ligeramente hacia ella y buscó sus labios en un movimiento lento con la boca abierta. La superficie del agua se llenó de ondas en movimiento, dinamizando el calor que producía contra su piel, y el cosquilleo que sentía incrementó su intensidad hasta convertirse en electricidad de la de bajo voltaje. Consiguió algo más de espacio al estirar las piernas, que hasta entonces había mantenido flexionadas, y se unió a la cadencia de aquel beso. Se le descompensó un poco la respiración al sentir el tacto de la lengua de Dani entrar al juego casi tímidamente.

Soltó una de las manos para cubrir su abdomen y la mantuvo allí, inmóvil, mientras se separaba de la boca de la morena apenas unos milímetros.

—¿Tienes sueño? —preguntó en un susurro y su novia negó con su verde un pelín oscurecido y un movimiento de cabeza—. ¿Estás cansada?

Tanteó el terreno un poco más y se le aceleraron las pulsaciones al verla sonreír y negarlo de nuevo. Casi al mismo tiempo, Dani volvió a besarla, atrayéndola firme hacia su boca y elevando la exigencia de sus movimientos. Ella deslizó hacia el norte la mano con la que acariciaba su abdomen y, como respuesta, la sintió respirar de forma entrecortada por la nariz.

La morena gimió suave contra su boca cuando ella cubrió uno de sus pechos con la palma de la mano, y al escucharla subió de golpe el voltaje de la electricidad que estimulaba su vientre. Crecía y se generalizaba, entre agua caliente, sonidos jodidamente sexis y espuma. Se preguntó por qué todos aquellos gatos querrían seguir en la calle.

A lo mejor entre sus cuatro paredes no tenían algo así de increíble.

El ángulo desde el que se besaban no era el más cómodo del mundo, pero la forma en que Dani la buscaba de espaldas sobre su cuerpo siempre le había parecido jodidamente sexi. Le encantaba sentir el peso de su cabeza sobre el hombro y poder pasear las manos por su anatomía así de fácil, conocía cada rincón de su piel a fondo, porque llevaba años explorándolo con los cinco sentidos y máxima atención. A Dani se la sabía de memoria, pero conseguía que se perdiera en ella una y otra vez sin cansarse nunca.

Apretó su pecho entre los dedos, sintió cómo el pezón se le endurecía contra la palma de la mano y le mordió el labio inferior. Dani jadeó mientras ella se lo acariciaba con los dientes hasta que embistió su boca, con un beso húmedo y exigente. La morena seguía sujetándola posesivamente por la nuca y con su otra mano la invitó a deslizar la suya por su torso en dirección sur.

Le aumentó la temperatura tres o cuatro grados de golpe y sonrió contra su boca susurrando «me pones muy cachonda cuando haces eso, Nichols. ¿Lo sabes?». Dani asintió con un movimiento de cabeza y murmuró un «ajá» camuflado entre jadeos sin apenas dejar de besarla.

Bendita acústica. Cada vez que su novia gemía dentro de aquel puñetero baño ella perdía años de vida de la mejor forma posible.

La morena dejó de besarla justo en el momento en que sus dedos entraron en contacto con su intimidad y reclinó la cabeza sobre su hombro, dejando escapar un gemido ronco cuando la acarició entera. Ella escondió la cara en su pelo y le mordió la oreja con suavidad al escucharla jadear «mierda, Robin». Joder, es que incluso en mitad de una bañera llena de agua podía notar que estaba mojada.

Lo sentía distinto entre sus dedos, sedoso y resbaladizo.

Se le aceleraron las pulsaciones cuando la sintió moverse impaciente contra la palma de su mano. Iba a pedirle «suave, fiera», pero la morena se incorporó en un movimiento rápido y cambió de posición salpicando agua por todos lados.

Casi sin darse cuenta la tenía sentada a horcajadas sobre un muslo, se sujetaba a los bordes de la bañera, de modo que se apresuró a sostenerla por los costados, porque aún se acordaba de lo que pasó la primera vez que follaron así.

Hacía unos meses, en aquel mismo espacio, la acelerada de su novia apoyó las manos mojadas en los bordes de la bañera para aguantar su peso y poder colocarse sobre su cuerpo. Una de ellas se le resbaló y Dani se pegó el cabezazo más grande de la historia contra uno de los laterales de la bañera. Pasaron de cien a cero en un segundo, toda excitación sexual aniquilada por el susto que se llevó al oírlo sonar tan fuerte. Al final, la morena terminó sorbiéndose los mocos abrazada a su cuello mientras ella la estrechaba entre los brazos y le acariciaba el pelo preguntándole si estaba bien.

—Ten cuidado, acelerada —le pidió apretando los dedos en sus costados.

Dani le sonrió y cambió su punto de apoyo de los bordes de la bañera a sus hombros antes de comenzar a moverse contra su muslo. Joder, aquella era una de sus posiciones favoritas. Tenerla sentada encima le hacía sentir muchas cosas demasiado interesantes a sus terminaciones nerviosas en cualquier contexto, pero tenerla encima desnuda y mojada, con el pelo recogido y sujetándose a sus hombros mientras se movía de esa forma, la impulsó a tragar saliva y a jadear «joder, no voy a durar nada». Sonó a lamento y a «estoy tan cachonda que me da lo mismo». Dani sonrió y ajustó su posición acercándose aún más para presionarle la entrepierna con la rodilla.

—Me encantas así de sincera —dijo inclinándose hacia ella para unir sus frentes.

—Me encantas así de mojada.

Ella se lo confesó sin dejar de mirarla, deslizando las manos por sus costados y su baja espalda hasta cubrirle con ellas el trasero. La vio sonreír en la periferia de su campo visual, sintió su respiración caliente y entrecortada acariciándole los labios y su corazón se saltó un latido.

Dani no le dio tiempo a recuperarse, la sujetó por las mejillas con ambas manos y la besó con intensidad, obligándola a elevar el rostro a causa de la diferencia de alturas que implicaba la postura. Ella le gruñó en la boca y se incorporó de forma algo brusca, cerrando fuerte los brazos alrededor de su cintura.

El agua golpeó las paredes de la bañera a causa del repentino movimiento, sentía la rodilla de su novia directamente contra su intimidad y empezaba a dolerle el pecho por exceso de excitación y falta de oxígeno.

La morena se separó de sus labios para acercar la boca a su oreja, mejilla contra mejilla, y le susurró «¿a qué esperas, Brooks?». Eso de que le llamara por el apellido seguía haciéndole polvo, así que le besó el hombro al tiempo que le liberaba la cintura de uno de sus brazos y deslizó la mano por su costado, su bajo vientre y su pierna. La morena se sujetó a su cuello, casi podía escucharla contener la respiración a medida que ascendía por el interior de su muslo.

Le encantaba oírla así.

Para ella el sexo era eso. Los sonidos de Dani y el olor de su pelo y de su piel rodeándolo todo. Lo suave que la acariciaba y lo brusco que le mordía a veces. La forma en que decía «perdona» en respuesta a sus «más despacio, Dani».

Suave, fiera.

Follar era su ceño semifruncido y sentir las curvas de su cuerpo bajo las palmas de las manos. Llevaban construyendo aquel concepto juntas desde los dieciséis y lo habían llenado de tantas cosas que apenas cabía nada más.

No cabía nadie más.

Dani gimió bajito cuando deslizó dos dedos en su interior y la abrazó aún más fuerte por el cuello respirando deprisa. Ella cerró los ojos al sentirla en su mano y le besó la base del cuello, húmedo, ahogando un «bufff» contra su piel.

La morena abandonó el abrazo a su cuello y apoyó ambas manos sobre sus hombros para estabilizar la postura y poder moverse sobre sus dedos. Lo hacía lento y lo hacía sexi. Lo hacía de puta madre y cada vez que la veía así se le fundían los circuitos y se preguntaba cómo habían llegado hasta allí buscando hormigas entre la hierba.

Tragó saliva mientras se perdía en su cuerpo, en la forma en que movía las caderas y tensaba el abdomen, en lo perfectos que le parecían sus pechos y en lo bien que quedaba el agua resbalando sobre su piel.

Aquella chica se le había ido colando dentro desde el principio, despacio y de tantas formas diferentes que ya no podría dejarla salir sin perder una parte esencial de sí misma.

Su novia le apretó los hombros con los dedos mientras se mordía el labio inferior para ahogar un gemido más potente que los anteriores; la presión en su entrepierna se multiplicó por mil y gimoteó «Dios, Dani» completamente enganchada a ella.

La sujetó firme por la cintura y se recolocó mejor bajo su cuerpo, incrementando los movimientos de los dedos desde aquel ángulo. Dani soltó un nuevo gemido seguido de un «Dios, Robin, joder» y le soltó los hombros para agarrarla fuerte por la nuca con ambas manos. Conectaron sus miradas desde aquella diferencia de alturas, la morena apenas podía mantener los ojos abiertos, pero sonrió de lado al encontrarse con su azul en un gesto empapado de placer físico y complicidad.

Perdió de vista su verde favorito, a la vez que sentía cómo su novia comenzaba a contraerse en torno a sus dedos y le susurró «vamos, vamos, Dani» con la voz ronca y la respiración completamente descontrolada. Tenía la sensación de que su corazón latía como loco, mientras que sus jadeos se mezclaban con los gemidos de la morena y con el sonido del vaivén del agua haciendo eco en la pared.

Dani se tensó sobre su cuerpo justo antes de gemir como gemía ella al correrse y lo sintió por todos lados. Un gigantesco «joder, Dani, sigues siendo tú» que la impulsó a besarla en mitad de aquel momento.

Buscó sus labios falta de aire y con las pulsaciones a mil, y su novia no se lo devolvió, pero ronroneó contra su boca, bajito y cargado de placer. Sonó a «dame un par de segundos, Brooks» y ella sonrió, apartándose lo justo para poder observarla. La morena aprovechó el momento para unir sus frentes, manteniendo los ojos cerrados, y dejó escapar el aire que le quedaba en los pulmones, bajando poco a poco de su nube de endorfinas posorgásmica.

Retiró los dedos de su interior y comenzó a acariciarle la espalda de abajo hacia arriba con una mano, mientras que con el otro brazo continuaba abrazándola por la cintura. La quería cerca, increíblemente cerca, y esperar a que abriera los ojos rodeada por su calor en mitad del silencio de un piso en el que solo estaban ellas dos.

Diseñaban su vida juntas con sexo de madrugada y mañanas perezosas bajo las sábanas que Dani fastidiaba demasiado pronto con repelentes «Robin, tengo que levantarme a estudiar».

Fijó la mirada en sus labios, en su forma y en las curvas perfectas que delineaban el inferior, y recordó aquella vez a los nueve años que encontraron uno de los pintalabios de Christine en la mesa del salón y obligó a su mejor amiga a dejárselos pintar. «Ponlos bien, Dani», «no, así no, como si fueras a dar un beso», «deja de moverte o te voy a pintar la barbilla». Al final no le pintó la barbilla, pero sí los dientes sin querer y cuando Dani se los vio en el espejo dijo que quería jugar a los vampiros. Estropearon el pintalabios coloreándose los colmillos y se pasaron el resto de la tarde buscando sangre fresca.

Los acarició suave con los suyos, un ligero roce que no perseguía nada más que materializar lo que sentía por dentro, pero que animó a Dani a buscarla igual de inocente pocos segundos antes de abrir los ojos. Al encontrarse con aquella tonalidad de verde, sonrió y la morena le devolvió el gesto mientras le acariciaba despacio la nuca. Dos segundos después, su novia la besó de nuevo la mitad de inocente y el triple de húmedo, en un claro «te toca» que le recordó lo increíblemente sensible que la había dejado su reciente actividad acuática. Cuando follaban así, ella terminaba corriéndose dos minutos después de que la morena se pusiera en ese plan.

—Dani…

Lo murmuró contra sus labios, le salió ronco y demasiado excitado y la sintió sonreír.

—Dos minutos, ya lo sé, los utilizaré sabiamente.

—A veces eres muy gilipollas.

—Y tú jodidamente sexi.

Casi sin terminar de decirlo, Dani la besó con todas sus ganas, sujetándole la cara entre las manos y deslizando la lengua en el interior de su boca sin pedir permiso.

Aquella chica podía ser todo lo gilipollas que le diera la gana si después iba a besarla así.

Se movió contra su rodilla, casi involuntariamente, en busca de fricción y la morena la besó aún con más intensidad mientras deslizaba las manos por sus costados para tomarla por las caderas. Le acarició el paladar con la lengua mientras la ayudaba a cambiar posiciones y sentarse a horcajadas sobre su muslo, y ella se la mordió suave haciéndola sonreír. El nivel del agua que la cubría descendió considerablemente y sin la morena besándola de esa manera seguro que habría sentido frío.

El «suave, fiera» lo guardaría para otra ocasión, porque en el presente más inmediato su versión brusca le venía perfecta.

—Esa cazadora te queda de puta madre, Brooks, seguro que Leith no era la única que se moría por follar contigo en ese bar.

Madre mía, aquella faceta de Dani solo aparecía cuando estaban a solas y a su acento británico las palabrotas le quedaban demasiado bien. Una mezcla de imposibles que se hacía realidad en contextos de juego erótico.

Ahogó un gemido y se quejó a la vez cuando Dani le mordió con fuerza el lateral del cuello, y jadeó «sigue, Dani» por si a la morena le preocupaba haber apretado demasiado. La sintió sonreír contra su piel y la suavidad de su lengua acarició el lugar del mordisco, húmeda y caliente, un escalofrío la recorrió entera y la sujetó por la nuca para mantenerla cerca. Su novia volvió a morderle igual de fuerte un par de centímetros más abajo, al mismo tiempo que la sujetó por el culo con ambas manos y la apretó contra ella haciéndole gruñir un sentido «Dios, joder».

—A veces pienso en esto mientras estoy estudiando.

—Mierda, Danielle…

—Me imagino follándote sobre el escritorio y se me olvida cómo leer.

Dani enterró la cara en su escote y dibujó un camino de besos húmedos y descuidados por la línea de su esternón. Ella se movió contra su muslo y sintió aquella bola de calor empezar a crecer en su bajo vientre. La morena la animó a seguir, guiándola con una de las manos sobre su trasero mientras cubría uno de sus senos con la otra. Por muy guarro que jugaran, Dani siempre era especialmente cuidadosa con sus pechos, sabía que eran supersensibles a cualquier tipo de estimulación, así que acarició uno de sus pezones con los dedos utilizando la presión adecuada. Atrapó el otro entre sus labios, succionando con suavidad antes de empezar a mimarlo con la lengua; la mitad inferior de su cuerpo se convirtió en pura electricidad.

—¿Me dejarías hacerte de todo de espaldas contra el escritorio, Brooks?

Dani se lo preguntó conectando sus miradas y ella se quedó enganchada a su iris. Se encontraba tan perdida en todo aquello que no se dio cuenta de que la mano que hasta hacía dos segundos estimulaba su pecho había empezado a descender, así que cuando acarició firme su intimidad la pilló desprevenida y casi se le cerraron los ojos mientras jadeaba. La morena sonrió de aquella forma, como si le encantara, y bajó la vista a sus labios.

—Dime que me dejarías, Robin.

Lo susurró justo antes de penetrarla con dos dedos, rápido y brusco, porque sabía que estaba lo bastante lubricada como para que no le doliera si lo hacía así. Ella gimió ronco y la abrazó fuerte por el cuello mientras su novia comenzaba a estimularla jodidamente bien desde el principio.

—Joder, joder… Joder, sí, Dani…

La morena depositó un beso sobre su hombro, de los cargados de afecto, y después le mordió justo en el mismo sitio gruñendo supersexi contra su piel a la vez que incrementaba la fuerza de sus embestidas.

Dani buscó su mirada y se la sostuvo desde muy cerca; sus jadeos se mezclaban en el escaso espacio que separaba sus bocas. Al sentir que añadía estimulación directa a su clítoris con el pulgar a aquella mezcla alucinante, gimió entrecortado y su novia aprovechó el momento para morderle con suavidad el labio inferior. Después le dedicó media sonrisa tonta y la besó intenso, inclinándose hacia ella y utilizando el peso de su cuerpo para obligarla a regresar de nuevo a una posición casi horizontal mientras exploraba el interior de su boca con la lengua.

Se dejó llevar y notó cómo la morena cubría con cuidado la parte posterior de su cabeza con la mano que le quedaba libre, seguramente quería asegurarse de que no se golpeara contra la pared de la bañera. Parte del agua terminó en el suelo del baño debido a la brusquedad de sus movimientos, pero no le importó una mierda, porque Dani empezó a restregarse contra su cuerpo de esa manera que la volvía loca, sin interrumpir ni por un solo segundo la actividad de su mano.

Y en ese momento todo se convirtió en demasiado. Aquel calor denso a su alrededor y sus respiraciones aceleradas. La protección de la mano de Dani perdida entre su pelo y lo maravillosamente bien que movía la otra justo en los sitios adecuados, porque se sabía de memoria cómo le gustaba más. Sus besos brutos que seguían sabiendo igual de dulces y la forma en que le hacía sentir estar con ella piel con piel.

Dani se separó medio milímetro de sus labios y le dijo: «A veces mientras estudio pienso en la suerte que tengo de que quieras estar conmigo».

Demasiado. Se convirtió en demasiado y se corrió perdiendo de vista todo lo demás. Completamente anestesiada por unos segundos y desconectada del mundo exterior hasta el punto de que apenas sintió cómo la morena le mordía la barbilla antes de dejarse caer del todo sobre su cuerpo escondiendo la cara en su cuello.

Su sentido del tacto despertó de nuevo al calor de su respiración acariciándole la piel y los demás regresaron después, empapándose del olor de su pelo y de la bonita panorámica que conformaba su trasero asomando entre la espuma. La escuchó decir «Robin, deberíamos hacerlo más aquí, así nos vamos limpias a la cama», y sonrió propinándole una palmadita en el glúteo. Dani dio un respingo al sentirlo y su risa le hizo cosquillas en la oreja.

—Te encanta sudar conmigo entre las sábanas —afirmó con una seguridad absoluta.

—Me encanta sudar contigo en cualquier sitio.

Su novia lo admitió sin tapujos antes de dejar un beso húmedo en su mejilla y después volvió a descansar la cabeza sobre su hombro.

—¿De pequeña te imaginabas que sería así? —preguntó la morena tras unos segundos de cómodo silencio.

—¿El qué?

—Vivir juntas.

—No, de pequeña pensaba que lo más divertido que se podía hacer en una bañera era jugar con patitos de goma.

La escuchó bufar en plan «no seas tonta» y protestó al sentir que la pellizcaba en el costado.

—En general, Robin. ¿Pensabas que sería así?

—Pensaba que nos pasaríamos el día jugando y viendo dibujos. Lo de trabajar, estudiar, limpiar, cocinar y poner lavadoras ha sido una sorpresa bastante desagradable, pero el sexo en la bañera lo compensa todo —bromeó mientras le acariciaba la espalda.

Dani se incorporó lo justo para poder conectar sus miradas y, por un momento, se limitó a observarla en silencio. Ella alzó una ceja, un claro «¿qué?» en lenguaje no verbal.

—¿Y te gusta?

—¿El sexo en la bañera?

—Vivir conmigo. Poner lavadoras con mi ropa, discutir porque nunca cambias el rollo de papel higiénico, follar menos porque la mayoría de las noches me quedo dormida en el sofá…

—Si tienes que preguntármelo, es que estudiar te está volviendo más tonta en lugar de más lista.

—Solo quiero asegurarme —insistió sentándose frente a ella con el agua a la cintura.

—¿Asegurarte para qué? —curioseó incorporándose e imitando su postura.

—Para asegurarme —dio por sentado esquivando su mirada por un milisegundo—. ¿Lo confirmas?

Dani insistió alzando las cejas y a ella le dieron ganas de contestarle besándola hasta la muerte y durante dos o tres vidas extra, pero se limitó a dibujar un camino descendente entre sus pechos con el dedo índice hasta terminar posando la mano abierta sobre su abdomen y le dijo «lo confirmo».

Joder, pues claro que lo confirmaba, como mil veces seguidas y sin rastro de duda por ningún lado, porque todas sus etapas con Dani eran sus favoritas, pero desde que se fueron a vivir juntas lo sentía más fuerte que nunca. A ella. A ellas. A lo que eran y lo que podían llegar a ser. Se le ocurrían mil cosas de las que estaban por venir y las quería todas tanto que dolía si lo pensaba demasiado. Aquellos tres últimos meses se le iban a hacer eternos restando despedidas los domingos por la tarde.

Su novia ahogó un bostezo que la hizo darse cuenta de que seguían en la bañera de madrugada y el agua empezaba a enfriarse, así que le dijo «¿quieres ir a la cama?» y recibió una sacudida de cabeza bastante entusiasta como respuesta.

En su adolescencia, su madre le había repetido hasta la saciedad eso de «tienes que estar segura, Robin» preocupada hasta extremos insospechados por el destino de su virginidad. Con el paso de los años, aquel consejo se hizo más grande y trascendió a su primera vez para terminar refiriéndose a todo lo demás también. Segura de que era «ella» y de que no necesitaba probar nada más. Segura de que merecía la pena esperarla cuatro años. Segura de que Dani estaba segura también.

—¿Has cerrado la puerta con llave?

Dani se lo preguntó mientras ambas se ponían el pijama de pie junto a su respectivo lado de la cama, y ella hizo memoria colocándose la parte superior.

—Creo que sí.

—Entonces «crees» que nadie podrá matarnos mientras dormimos.

—Es bastante improbable, pero no imposible.

—Robin…

Dani utilizó su tono de advertencia, el de «no seas gilipollas», el mismo que usaba de pequeña cada vez que ella le tomaba el pelo diciendo «Dani…, ¿has oído eso?» bajo las sábanas de una de sus camas. Su mejor amiga la agarraba muy fuerte del brazo y le decía «cállate, tonta».

—¿Quién crees que va a venir a matarnos? —le dio pie a explayarse mientras abría su lado de la cama.