Me sobran los Romeos - Anna Pólux - E-Book

Me sobran los Romeos E-Book

Anna Pólux

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Beschreibung

Se conocieron en un aula de segundo de infantil. Robin Brooks, la matona de la clase, vivía su vida en solitario bajo el mantra «no quiero amigas, solo almuerzos», hasta que la llegada de Danielle Nichols la obligó a replantearse su existencia entera y resetear prioridades. Dani no tardó ni medio recreo en conseguir que se convirtieran en mejores amigas. Ser la mejor amiga de Danielle Nichols le parecía la bomba, pero, al crecer, Robin empezará a ver en Dani mucho más. Como lo bien que le queda el uniforme del equipo de balonmano y lo bonita que le parece su sonrisa tonta. Descubrirá que la verdadera bomba aún está por venir. Y le va a estallar en toda la cara cuando se enamore de ella. Me sobran los Romeos es la primera parte de la esperada saga de Anna Pólux, Recuerdos. En ella, veremos crecer y cambiar con el paso del tiempo a dos niñas de personalidad dispar, que se convierten en mejores amigas desde su primer encuentro a los cinco años. Una vez más, con su particular humor y su habilidad para la construcción de personajes, la autora consigue que tanto protagonistas como secundarios resulten complejos y entrañables, y es muy fácil empatizar con todos ellos.

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Anna Pólux

Anna Pólux nació en Logroño, es licenciada en Historia y en Psicología, y en la actualidad se dedica profesionalmente a esta última. Desde siempre ha sido aficionada a la lectura y la escritura: sus libros favoritos pertenecen al género de suspense y policíaco (Agatha Christie, Douglas Preston y Lincoln Child), pero uno de sus pasatiempos favoritos es escribir relatos de tinte romántico con toques de humor. Publicó su primera historia en el año 2009 bajo el seudónimo de Newage, y desde entonces ha continuado compartiendo sus escritos en distintas plataformas online. A Anna le gusta explorar el mundo emocional de cada uno de sus personajes, y dedica gran parte de su tiempo libre a confeccionar las tramas de sus historias y las relaciones que podrían establecerse entre sus protagonistas. Comparte con Cris Ginsey el blog La bollería de Ginsey.

@newage1119

@labolleriadeginsey

Ilustración de portada: Margarita H. García @margacong

 

 

Se conocieron en un aula de segundo de infantil. Robin Brooks, la matona de la clase, vivía su vida en solitario bajo el mantra «no quiero amigas, solo almuerzos», hasta que la llegada de Danielle Nichols la obligó a replantearse su existencia entera y resetear prioridades. Dani no tardó ni medio recreo en conseguir que se convirtieran en mejores amigas.

Ser la mejor amiga de Danielle Nichols le parecía la bomba, pero, al crecer, Robin empezará a ver en Dani mucho más. Como lo bien que le queda el uniforme del equipo de balonmano y lo bonita que le parece su sonrisa tonta. Descubrirá que la verdadera bomba aún está por venir. Y le va a estallar en toda la cara cuando se enamore de ella.

Me sobran los Romeos es la primera parte de la esperada saga de Anna Pólux, Recuerdos. En ella, veremos crecer y cambiar con el paso del tiempo a dos niñas de personalidad dispar, que se convierten en mejores amigas desde su primer encuentro a los cinco años. Una vez más, con su particular humor y su habilidad para la construcción de personajes, la autora consigue que tanto protagonistas como secundarios resulten complejos y entrañables, y es muy fácil empatizar con todos ellos.

Me sobran los Romeos

 

 

Primera edición: noviembre de 2022

© Anna Pólux, 2022

© Letras Raras Ediciones, S. L. U., 2022

© Margarita H. Garcia (IG @margacong), ilustración portada, 2022

LES Editorial pertenece a Letras Raras Ediciones, S. L. U.

www.leseditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-17829-86-5

IBIC: FRD

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

 

 

Kris, esta historia es para ti.

Gracias por convertirla en el doble de especial para mí,

poniéndole la banda sonora más bonita del mundo

en todos los sentidos.

 

 

¿Quieres escuchar la banda sonora de esta historia?

1

Cinco años: Sus deliciosas galletas

Dani y yo. Yo y Dani.

Seguro que quieres saber desde cuándo fue así, cómo tú y yo hemos llegado hasta aquí.

Pues desde el principio, fue así desde el principio. Dani se convirtió en mi mejor amiga. Lo sabíamos todo la una de la otra.

Todo, en serio.

Sabía cuál había sido su serie de dibujos favorita, porque la habíamos visto juntas en una de nuestras casas mientras nos tomábamos la merienda que nos habían preparado nuestras madres.

Sabía cuándo a Dani se le había caído el primer diente, porque yo estaba allí para burlarme de ella hasta hacerla llorar. No estoy orgullosa, pero los niños pueden ser muy crueles a veces; de todas formas, a la semana siguiente uno de mis propios dientes decidió abandonar mi encía y la cosa dejó de tener gracia. A favor de Dani tengo que decir que nunca se burló del nuevo espacio en mi dentadura.

Sabía cuándo le habían dado su primer beso, porque yo estaba allí para derribar al niño en cuestión de un empujón tan fuerte que lo dejé llorando en el suelo.

Había estado allí cuando se murió su perro Skippy y Dani lloró durante días enteros, y ella estuvo conmigo cuando se murió mi abuelo y fue mi turno para llorar.

Había estado allí cuando el perro de sus vecinos persiguió al cartero, intentando morderle en el culo, y las dos nos reímos durante horas. Podíamos pasarnos horas riéndonos juntas, porque la risa de Dani era muy contagiosa y conseguía que yo me riera también. Ella decía lo mismo de mi risa, de modo que podíamos estar riendo sin parar hasta que nos dolía la tripa.

A los diez años planeábamos casarnos el mismo día, en el mismo sitio y dar el banquete juntas. Una boda doble.

A los catorce pensábamos casarnos el mismo día, en el mismo sitio y dar el banquete juntas, pero ya no iba a ser una boda doble.

En las contadas ocasiones en las que no estábamos juntas, la gente me preguntaba: «¿Dónde está Dani?», como si fuera lo más extraño del mundo vernos sin la otra al lado. A Dani le pasaba lo mismo, la gente le preguntaba: «¿Dónde está Robin?».

Y era raro, era raro estar sin Dani. Lo más extraño del mundo.

Me acuerdo del primer día que la vi. La gente dice que es imposible que recuerde con tanto detalle algo que sucedió cuando tenía apenas cinco años.

La gente no tiene ni idea, me acuerdo con una claridad absoluta.

Robin y Dani a los cinco años

Paseó su vista por aquella clase de segundo de infantil. Conocía a la mayoría de sus compañeros del año anterior; en aquella ciudad de Ohio escaseaban las guarderías, de modo que no era extraño. Para el ojo inexperto ella solamente dibujaba en un folio con las pinturas de colores, pero en realidad se encontraba sopesando a quién le robaría el almuerzo aquel día. Su mamá le había vuelto a dar una manzana.

¡Una manzana! ¿Eso era comida? ¿En serio, mamá?

Localizó a Nathan en una esquina, trataba de construir con los Legos la torre más alta que hubiera visto aquella clase de infantil. La mamá de Nathan le solía preparar unos sándwiches riquísimos, eso era cierto, pero ya le había quitado su almuerzo el día anterior y tampoco quería que el pobre niño se quedara raquítico por culpa suya.

¡Era tan bondadosa!

Desvió la atención a Ronda, que jugaba con un enorme bloque de plastilina multicolor. Ronda, Ronda, Ronda… ¿cuántas veces te ha dicho la señorita que no se mezclan los colores de la plastilina? Sacudió la cabeza dando a su compañera por imposible, iba a pasarse otro recreo mirando la pared. Es que aquella niña no aprendía jamás. Una vez ella misma había mezclado la plastilina y luego le echó la culpa a Ronda y, como Ronda lo hacía siempre, la señorita la había creído y la pobre se había quedado sin salir al patio. La mamá de Ronda solía prepararle un surtido delicioso de galletitas saladas. Se relamió solo de pensarlo. Era una posibilidad.

Junto a Ronda y también jugando con la plastilina se encontraba Jeffrey, los bollitos rellenos de crema de Jeffrey eran un manjar y…

La voz de la señorita la sacó de sus pensamientos de matona robaalmuerzos. Levantó la vista solo para ver cómo una señora desconocida para ella entraba a la clase sujetando la mano de una niña morena que caminaba tímidamente a su lado. La pequeña escondió la cara en la pierna de su madre en cuanto la voz de la señorita atrajo todas las miradas de los niños sobre ellas.

Oh, genial, otra sosita pusilánime a la que robar el almuerzo.

La señorita la presentó como Danielle Nichols y todos los niños repitieron a coro «hola, Danielle», tal y como les habían enseñado a recibir a las nuevas incorporaciones. La tal Danielle se puso un poco roja antes de contestar con un tímido gesto de la mano.

Una pequeña charla entre la maestra y la señora Nichols y la mujer se agachó delante de su hija para despedirse antes de abandonar la clase. ¡Madre mía, qué drama! Danielle se aferraba a su cuello como si la vida le fuera en ello.

¡Vamos, niña! Es solo una clase de infantil y quiero saber qué has traído de almuerzo.

Por fin la señora Nichols se marchó y Danielle le dio la mano a la señorita, paseando su mirada nerviosa por la clase. Se dejó llevar hasta el lugar donde Ronda y Jeffrey jugaban con la plastilina.

¡Ay, Ronda! Se te ha caído el pelo, maja. Sonrió cuando la señorita comenzó a regañar a la niña porque «la plastilina no se mezcla». Claro que no, pero, aun así, su profesora pasó del asunto sin castigarla sin recreo ni nada. ¿Por qué no? A los cinco años ya empezaba a entender que la vida no era justa algunas veces.

Vio a la nueva sentarse junto a Ronda y Jeffrey, dispuesta a jugar con la plastilina. Dijo algo que no logró escuchar por la distancia que las separaba, pero, nada más abrir la boca, Ronda y Jeffrey se habían echado a reír, señalándola con el dedo y burlándose de ella por alguna razón desconocida. Después se levantaron a toda velocidad y dejaron a la pequeña morena sola y mirando la plastilina.

Cristo Bendito. Iba a llorar seguro.

Ya se sabe cómo son las clases de infantil, allí las noticias corren como la pólvora, y en cuestión de segundos todos miraban a Danielle de reojo y soltaban risitas diciéndose cosas al oído. Ella dedicó unos segundos a mirar a los niños crueles y a Danielle. A Danielle y a los niños crueles. ¿De qué podían reírse? No podían llamarla cuatro ojos, porque no llevaba gafas. No podían estar burlándose de su aspecto físico, era una niña muy mona. Todo un misterio. Hasta que Ralph, el correveidile más eficaz a ese lado de la escuela, llegó hasta donde ella se encontraba «pintando» y dijo riéndose entre dientes:

«La nueva habla raro».

¿La nueva habla raro? Igual que había llegado, Ralph se desvaneció en busca de otros compañeros que aún no se hubiesen enterado de que la nueva hablaba raro.

Efectivamente. Tal y como sospechaba, Danielle lloraba aún sentada junto a la plastilina. Jamás había visto lagrimones de ese tamaño salir de los ojos de nadie, y eso que había hecho llorar a casi todos los niños de aquella clase. Cambió el color de la pintura que sostenía entre los dedos, porque resultaría sospechoso que llevara más de un cuarto de hora con la roja en la mano. Eligió la verde mientras sus ojos seguían observando a la nueva que hablaba raro.

Por fin la señorita se dio cuenta del drama que se estaba viviendo en su aula y acudió al lado de la víctima de toda aquella historia, esa niña necesitaba ingerir algo de líquido o acabaría deshidratándose. Danielle y la señorita hablaron por un rato. La maestra no se reía de su pronunciación, así que o no hablaba tan raro o su profesora sabía aguantarse la risa como una profesional. Una de dos.

Bueno, al menos la nueva ya no lloraba, en aquellos momentos se sorbía la nariz y le había dado un poco el hipo del disgusto que llevaba encima. Le gustaría decir que le daba pena, pero si tenía que ser sincera consigo misma, aún seguía preguntándose qué le habría preparado su mamá de almuerzo. Lo descubriría más adelante, en la hora del recreo.

De pronto, la señorita estaba dando palmas para captar la atención de todos los allí presentes. Veinte pares de ojos se posaron en la profesora y en la nueva. Las dos estaban subidas en la tarima de la clase y Danielle parecía ir a echarse a llorar de nuevo porque algunos de sus compañeros seguían riéndose y señalándola.

—¡No quiero oír ni una risita más! —exigió la maestra en un tono que hizo callar a todos. Solo podía oírse el hipo de la nueva—. Danielle no habla raro.

—¡Sí habla raro! ¡Parece que tiene la lengua de trapo! —señaló Ronda, ganándose la risa de casi todos sus compañeros.

—¡No es verdad! —exclamó de repente la nueva—. ¡Soy de Londres, tonta!

Pero ¿qué demonios…? Era cierto que hablaba raro y ella no pudo evitar soltar una risita ante aquel acento tan extraño. Pero enseguida se quedó seria de nuevo. ¿Qué pondrían las madres de Londres de almuerzo a sus hijos?

Unas risitas por aquí, una bronca de la profesora por allá y todo solucionado. Bueno, solucionado no, eran niños de cinco años y estarían burlándose de la forma de hablar de aquella niña por siempre jamás, pero de forma soterrada, sin captar la atención de la maestra de nuevo. Profesionalidad ante todo.

Danielle se sentó sola en una de las mesas y cogió un folio en blanco y unas pocas pinturas. A lo mejor ella iba a pintar de verdad y no solo a fingir que lo hacía. De vez en cuando su cuerpecillo daba un pequeño bote a causa del hipo y ella sonreía divertida cada vez que eso pasaba, aquel año de segundo de infantil no iba a ser tan aburrido como se había imaginado.

***

Por fin, la hora del recreo. Los niños salieron de estampida al patio, era enorme y todo suyo. En segundos todos los columpios estaban ocupados, con risitas y gritos llenándolo todo, y cada uno de sus compañeros trataba de comerse el almuerzo a la velocidad de la luz. Sabían que ella andaba cerca y no querían correr el riesgo de regresar a la clase con la tripa vacía.

Caminó tranquilamente por aquí y por allá, mirando divertida cómo se metían los almuerzos a presión en sus diminutas bocas. No tenía prisa, le interesaba localizar a la nueva, a la tal Danielle. Le intrigaba en qué podía consistir su almuerzo de Londres. No tenía idea de dónde estaba Londres, pero si la comida allí era tan rara como la forma de hablar de aquella niña morena valía la pena probarlo. Solo por curiosidad.

Bingo. Allí estaba, sola en una esquina del patio y sentada en una de las mesitas que nadie usaba durante los recreos. Se le hizo la boca agua en cuanto localizó la bolsa que colgaba de sus manos, en ella debía de guardar su misterioso almuerzo.

Uh, David, si sabes lo que te conviene, dejaras esa bolsa en paz.

Lo pensó al ver a su archienemigo acercándose a la morena con paso decidido. Ese niño se pensaba que podía quitarles el almuerzo a sus compañeros, así como si nada. ¡Qué atrevida era la ignorancia!

Dile a tu mamá que te ponga un bocata doble, rubito, este patio es de Robin Brooks.

***

Sus padres le habían asegurado que el primer día de clase haría muchos amigos y que todos querrían jugar con ella. Una predicción demasiado ambiciosa y demasiado mentira. Allí todos se burlaban de su forma de hablar y de momento no tenía ni un solo candidato con quién jugar.

Se sorbió la nariz y se frotó los ojos al notar que volvían a picarle, reparó en que un niño se le acercaba y lo miró un tanto desconfiada. Seguro que iba a reírse de ella otra vez.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó aquel pequeño.

Ella bajó la vista a la bolsa que su madre le había preparado aquella mañana; la apretó entre sus dedos mientras se le aceleraban los latidos por lo que pudiera venir a continuación.

Tragó saliva antes de contestar.

—Mi almuerzo. Creo que mi mamá me ha puesto unas galletas. ¿Tú no tienes almuerzo? —Se extrañó al verla con las manos vacías—. Si quieres, podemos compartirlo.

Se lo ofreció, comenzando a sacar su paquetito de galletas, pero en un rápido movimiento aquel niño le arrebató la bolsa de las manos.

—¡Ey! —protestó molesta y con un nudo en la garganta—. ¡Dámelo! ¡Es mío!

Intentó recuperarlo, pero David la empujó y ella acabó sentada en el suelo con las palmas de las manos doloridas por la caída. No la había visto llegar, pero al segundo siguiente una niña rubia salida de la nada había derribado a su agresor y mantenía su pie sobre el pecho del muchacho, impidiéndole incorporarse.

—David…

Fue todo lo que aquella desconocida necesitó decir para que a aquel matón se le bajaran los humos. Después extendió la mano y el aludido le entregó la bolsa de su almuerzo sin rechistar, mientras que ella miraba la escena boquiabierta desde su posición en el suelo.

—Lárgate.

«Lárgate». Así sin más. Una sola palabra y aquel niño desapareció como alma que lleva el diablo. La niña rubia se volvió hacia ella con la bolsa en las manos y se la tendió en silencio, así que se levantó y recuperó su almuerzo con una sonrisa.

—Gracias —dijo educadamente—. Son galletas. Si quieres podemos compartir…

—Dámelo.

Su salvadora se lo ordenó con el mismo tono intimidante con el que había hablado al tal David y a ella el ceño se le frunció solo. Completamente descolocada. ¡Pero si acababa de devolvérselo!

—Dámelo. Tengo hambre.

—Pero es mi almuerzo… —protestó a media voz—. Te puedo dar alguna galleta y podemos ser amigas.

—No quiero ser amiga tuya. Quiero tu almuerzo.

Al escucharla, frunció aún más el ceño sin dejar de aferrarse a su bolsa. Aquella niña no tenía derecho a comerse sus galletas, y menos si no quería que fueran amigas.

—¿Y por qué no les pides a tus amigas que te den un poco del suyo?

—No quiero tener amigas, solo almuerzos.

Tras aquella solemne declaración, a ella las cejas se le levantaron casi hasta la línea del pelo. Alucinante.

—¿No quieres tener amigas? ¿Y con quién vas a jugar?

—Con nadie. —Aquella niña se encogió de hombros.

—¿Con nadie? Eso es un poco aburrido, ¿sabes? Yo tengo una mejor amiga que se llama Megan, pero se ha quedado en Londres con sus papás.

La rubia la miró sin decir ni media palabra. Parecía bastante evidente que su vida le interesaba dos pepinos, pero por alguna extraña razón seguía allí de pie, escuchándola. Seguramente porque aún no le había quitado el almuerzo.

—Mira, si quieres compartimos mis galletas. Saben muy ricas.

Se las ofreció en tono conciliador, sentándose en la mesa y sacándolas de la bolsa. Su compañera miró alrededor, para asegurarse de que nadie la veía socializando con la nueva que hablaba raro, y tras unos segundos de indecisión se sentó junto a ella. Se rio alegremente ante la cara que puso al descubrir sus deliciosas galletas, casi estaba babeando.

—¿Quieres que seamos mejores amigas? Te daré de mis galletas todos los recreos si lo somos —probó suerte de nuevo.

Su amiga en potencia miró las galletas y a ella. A ella y a las galletas.

—Vale.

¡Vale! Al escucharlo los ojos se le debieron de iluminar y todo, porque tenía una mejor amiga. Las risitas de los tontos de sus compañeros desaparecieron de golpe y del hipo ya ni se acordaba.

—¡Vale! —exclamó, poniendo sus galletas en medio de la mesa para que ambas pudieran llegar a ellas—. Prueba una, verás que rica.

Su nueva mejor amiga la miró y disimuló a duras penas la risa, quizá al ver alguno de sus dientecillos manchados de chocolate mientras ella le sonreía ampliamente. Cogió una de las galletas y le dio un mordisco.

—Yo me llamo Danielle, pero mis papás me llaman Dani. Es mejor —se presentó mientras la rubia saboreaba su almuerzo como si fuera lo más delicioso que había probado nunca—. ¿Tú cómo te llamas?

—Robin.

—Robin es un nombre muy bonito. Robin, ahora que somos mejores amigas… ¿puedo sentarme contigo en la clase?

—Bueno… —La rubia se encogió de hombros—. ¿Qué más hacen las mejores amigas?

—No sé, se sientan juntas en clase, juegan juntas y se cuentan secretos —enumeró pensando en las cosas que hacían Megan y ella.

—Ah, vale —accedió Robin antes de meterse otra galleta a la boca.

Sonrió muy amplio tras aquel acuerdo verbal y el estómago le hizo una pirueta, con derroche de entusiasmo y overbooking de adrenalina recorriéndole hasta la última de sus terminaciones nerviosas.

¡Primer día de clase y ya tenía una mejor amiga!

La vida en América no era tan difícil como se la había imaginado.

***

Habían regresado del recreo hacía casi una hora y los niños ya se habían cansado de burlarse de que era amiga de la que hablaba raro. De vez en cuando miraba a Dani, que estaba totalmente concentrada en un dibujo a medio terminar. Sonrió un poco cuando la descubrió con el ceño fruncido y la lengua asomada por entre sus labios mientras realizaba la parte más difícil de su obra de arte. Los gestos de aquella niña eran muy graciosos y sus galletas, deliciosas.

A lo mejor iba a gustarle ser la mejor amiga de Danielle Nichols.

—¡Ya está! —exclamó la morena dejando a un lado la pintura amarilla—. Ya lo he terminado. ¿Tú has terminado el tuyo?

Ese había sido el trato, hacer un dibujo cada una, y solo lo aceptó porque hacer un dibujo de verdad era más entretenido que fingir estar haciendo uno. Dani le había dicho que al terminarlos se los regalarían la una a la otra, porque, por lo visto, formaba parte de las cosas que hacían las mejores amigas. ¡Qué rara era la amistad!

—Sí, yo también lo he acabado.

Hacía lustros que lo había terminado.

—Yo te lo regalo primero, ¿vale?

La morena se lo tendió sin esperar su respuesta, con los ojos chispeantes y derrochando excitación, ridículamente emocionada y casi aguantando la respiración, a la espera de saber si le gustaba su creación.

Así que lo cogió y lo miró.

Era evidente que Dani había puesto mucho esfuerzo en aquel trabajo. Mucho más que ella. Había plasmado una casa al fondo, árboles, un sol gigante y, en primer plano, aparecían un par de muñecos un tanto desfigurados, con las piernas demasiado cortas y los brazos demasiado largos. Uno tenía puntos azules por ojos y un borrón amarillo, presuntamente representando su pelo. A su lado estaba el otro, igual de feo, pero con unos puntos verdes por ojos y un borrón negro por pelo.

—¿Te gusta? Somos tú y yo en mi casa. Puedes venir a jugar siempre que quieras.

Ante aquel interrogante de su nueva mejor amiga, apretó los labios y la miró en silencio, pensándose si decirle que de ninguna forma aquel espantajo era ella, pero vio el brillo esperanzado en sus ojos y se obligó a sonreírle.

—Sí, es muy bonito —mintió.

—Si quieres, lo puedes colgar en tu habitación —sugirió la pequeña morena, contenta de que le hubiese gustado.

Sí, ya, estate esperando.

—Toma… este es el que he hecho yo. —Le ofreció su hoja medio en blanco.

Dani la cogió, sonriendo de oreja a oreja, y frunció el ceño al descubrir unas cuantas rayas negras.

—¿Qué es?

Vaya. Al parecer el minimalismo no era lo suyo.

—Eh, son rayas negras —señaló, sintiéndose algo incómoda por tener que aclarar aquella obviedad.

Su compañera se había esforzado mucho más que ella. Estaba claro.

—¡Me gustan tus rayas negras, Robin! Las voy a colgar en mi habitación.

Dani lo dijo recuperando aquella sonrisa extremadamente ilusionada y con el tono empapado de «¡es el mejor regalo del mundo!». Como si aquel folio manchado de negro lo fuera de verdad.

Se limitó a mirar cómo la morena guardaba su nuevo tesoro en su mochila de Marie de Los aristogatos y parpadeó un par de veces mientras aquel implícito «es el mejor regalo del mundo porque me lo has dado tú» le arañaba el interior del pecho. Suave. Esponjoso y caliente.

Nuevo para ella.

La miró un poco más pensando «qué niña más rara», pero sospechó desde aquel mismo momento que, aunque Dani dejara de llevar aquellas galletas tan deliciosas para compartir con ella durante los recreos, no le importaría seguir siendo su mejor amiga.

2

Seis años: Monstruos

Una cosa importante que tienes que saber es que Dani podía conseguir de mí todo lo que le diera la gana. Todo. Era el único ser humano sobre la faz de la tierra por el que hacía cosas que en realidad no quería hacer. Cosas aburridas, cosas asquerosas, cosas increíblemente estúpidas. Dani se salía con la suya siempre y yo la seguía a ciegas. Fue así desde la primera vez que me hizo pucheros mirándome de aquella forma, cuando ninguna de las dos levantábamos más de tres palmos del suelo. Desde entonces seguí cayendo una y otra vez.

Si tenía que ver con Dani, no tenía remedio.

No puedo imaginar cómo habría sido mi vida si aquel día no hubiese estado tan ansiosa por probar las deliciosas galletas de la niña nueva que hablaba raro. De Danielle Nichols.

La misma Danielle Nichols que lloró amargamente porque, un par de semanas después de habernos conocido, su madre le cambió el almuerzo y ya no tenía las galletas deliciosas, y pensó que eso significaría que dejaríamos de ser mejores amigas. Y lo habría significado en condiciones normales, pero con ella nada era normal. Aquel día podrían haberme ofrecido miles de millones de toneladas de galletas deliciosas o helados gratis para el resto de mi vida, aquel día podrían haberme ofrecido el mundo en bandeja, y nada habría podido convencerme de que lo intercambiara por mi amistad con Dani. Nada.

Nos convertimos en inseparables. Siempre estábamos la una en la casa de la otra, o las dos explorando los alrededores porque Glenn nos había dicho que en el bosque cerca de casa vivían duendes verdes que regalaban caramelos. Todos los fines de semana teníamos algo extremadamente importante que hacer, a Dani siempre se le ocurrían asuntos vitales por los que debíamos vernos. Eso de pasarnos dos días separadas nos parecía una gigantesca pérdida de tiempo y nuestro tiempo era valiosísimo, así que llorábamos, pataleábamos y aguantábamos la respiración hasta ponernos azules. Lo que hiciera falta para que nuestros padres cedieran a llevarnos a la casa de la otra. Y casi siempre lo conseguíamos, porque éramos muy persuasivas, sobre todo Dani.

Nuestra amistad cada día se hacía más fuerte y mucho más profunda. Todo lo profunda que podía ser la amistad entre niñas de seis años, claro. Casi nunca nos quedábamos sin cosas que hacer, teníamos miles de planes a corto, medio y largo plazo, y si se nos acababan las ideas, daba lo mismo, porque con Dani hasta aburrirse era divertido.

A los cinco años soñábamos con los seis y a los seis con el día en que cumpliéramos siete, porque a Glenn lo dejaban irse con la bicicleta mientras fuera de día. Independencia sobre ruedas y un medio de transporte para poder vernos siempre que quisiéramos, ya que nuestras casas no quedaban muy lejos y, aunque lo hubieran estado, me daba lo mismo.

Yo habría pedaleado hasta el fin del mundo.

Robin y Dani a los seis años

¡Viernes! ¡Viernes, por fin!

Y no era un viernes cualquiera, sus papás le habían dejado pasar el fin de semana en casa de Dani. El fin de semana entero, así que su sonrisa no le cabía en la cara de lo grande que era. En el asiento delantero su madre le comentaba a su padre que resultaba «un poco preocupante» que estuviera tan contenta por ir a pasar dos días lejos de ellos. Escuchó algo sobre «problemas en el apego» y a Margaret poniéndose en modo drama en plan «¿qué hemos hecho mal?». Estuvo a punto de consolarla con un cariñoso «no te lo tomes a mal, mamá, es que te tengo muy vista», pero divisó la silueta de la casa de Dani a lo lejos y toda empatía hacia su progenitora se esfumó de repente. Pegó la cara y las manos a la ventanilla del coche al máximo, nariz aplastada incluida, para intentar localizar a su amiga en el porche. Fue totalmente involuntario, pero una risita impaciente escapó de sus labios y esto llamó la atención de Margaret.

—Robin —escuchó que la llamaba y, cuando la miró, la vio girándose hacia ella en el asiento del copiloto—. Espero que recuerdes lo que me has prometido.

—Sí, me acuerdo. —Sacudió la cabeza, tratando de parecer convincente, no fueran a cambiar de opinión en el último momento—. Me voy a portar bien.

—Espero que Christine no tenga que llamarme —dejó caer su madre, colocándose bien en su asiento.

¡Qué poca fe en el género humano, mamá!

Observó el respaldo por unos segundos, pensativa. Si tenía que ser sincera consigo misma, no podía asegurar que Christine no tuviera que llamar a Margaret, pero su madre eso no tenía por qué saberlo. ¡A veces las cosas escapaban a su control! Y más cuando Dani y ella estaban juntas. ¿Quién iba a pensar que tener una mejor amiga resultaría tan divertido? A lo mejor le parecía tan genial porque su mejor amiga era Dani, seguro que sería mucho menos apasionante si su mejor amiga fuera Ronda, por poner un ejemplo.

Bufff, Ronda, clase de primaria y mezclando la plastilina aún. ¡Crece de una vez!

Una sonrisa enorme apareció en su cara cuando localizó a Dani saludándola desde el porche de la casa. Su amiga le había dicho que iba a esperarla fuera, pero no supo si creerla porque hacía bastante frío. Cuando Douglas acercó más el coche pudo apreciar que la punta de la nariz de la morena estaba un poco roja. Dani daba pequeños saltitos, impaciente por tenerla junto a ella, y su interior al completo empezó a activarse con ganas de que su fin de semana de diversión empezara ya. La saludó de forma bastante entusiasta con la mano y trató de soltarse el cinturón de seguridad para saltar del coche en marcha, pero aquellas cosas eran a prueba de niños.

Maldita sea.

Margaret y Douglas sabían lo que se hacían. Tendría que esperar…

***

«Pórtate bien». «Que no me entere yo de que has desobedecido a Mike y a Christine». «Hazles caso en todo lo que te digan». Un beso. Dos besos. Tres besos. ¡Mamá! Es la casa de Dani, no voy a pasarme el fin de semana esquivando balas. Buf…, amor de madre.

Por fin su mejor amiga y ella despidieron el coche de los Brooks con Christine en la retaguardia. Cuando el vehículo se perdió de vista la madre de Dani las guio al interior de la vivienda y las dos subieron a la velocidad de la luz a la habitación de la morena. Dejó la mochila que Margaret le había preparado sobre la cama de su amiga y, casi antes de haber terminado de soltarla, la voz de Dani le recordó que tenían importantísimos asuntos de los que encargarse. Ya.

—Tenemos que ir ahora, Robin. Enseguida se va a hacer de noche.

Su amiga lo dijo mientras perdía la vista por la ventana y ella sintió que la tripa le hacía una pirueta extraña, recreándose en eso de «enseguida se va a hacer de noche». Ignoró aquella alerta fisiológica y corrió al lado de la morena para pegarse al cristal también. Paseó la mirada por los alrededores del jardín, más allá de los límites establecidos por Christine y Mike para personas de su edad y tamaño.

La tarde estaba fría, teñida de una tonalidad gris, y soplaba un poco de viento, a lo mejor hasta llovía y ella quería quedarse dentro. De verdad que tenía ganas de decirle a Dani «¿no prefieres ver dibujos en el sofá?», pero aquel fin de semana su amiga la había reclamado allí por una razón muy concreta.

Monstruos.

La miró de reojo y se lo preguntó, aún con las manos pegadas al cristal de la ventana.

—Pero ¿seguro que lo has oído?

—Seguro. Tres días seguidos, Robin. ¿Tienes miedo?

Dani le devolvió la mirada y habló en tono serio, como si no le viniera nada bien su repentina cobardía. Sumada a la suya las dejaba a ambas bastante escasas de valor.

—¡Claro que no! —lo negó a pesar de ser la mentira más grande que había contado jamás—. Robin Brooks no le tiene miedo a nada.

—Vale. Yo sí. Entonces tú irás primero.

Dani lo dijo como si nada. Se separó de la ventana y echó a caminar hacia la puerta y ella la siguió con la mirada sin moverse del sitio, porque eso de «tú irás primero» no la convencía en absoluto si con «tú» se refería a ella. ¡Por supuesto que tenía miedo! La morena estaba convencida de que había monstruos en los alrededores de su jardín, durante los últimos días no paraba de repetir que en cualquier momento podrían llevársela mientras jugaba fuera de casa.

—¡Vamos! —exigió su amiga con el pomo en la mano, y llegado ese punto tuvo que seguirla tragando saliva.

Es que Dani conseguía de ella todo lo que quería.

Bajaron al piso inferior y, al cruzar la cocina para acceder al jardín trasero de la casa, se encontraron a Christine metiendo ropa en la lavadora. Evidentemente les preguntó que a dónde iban con ese frío, y Dani le dijo que había perdido un juguete la tarde anterior e iban a buscarlo, así, sin inmutarse.

Aquella niña sabía mentir muy bien, así que su madre se lo creyó y se acercó a ellas para asegurarse de que fueran correctamente abrigadas. Les subió al máximo las cremalleras de los abrigos y les ajustó los gorros mientras les hacía prometer que no abandonarían el recinto.

Ay, es que ni sus padres ni los de Dani les permitían traspasar las fronteras del jardín sin estar ellos presentes, así que volvió a tragar saliva antes de seguir a la morena hasta el exterior de la casa y observó cómo miraba su amiga a uno y otro lado.

—Ayer lo oí por allí. —Señaló un lugar a su derecha.

—Pero ¿qué es?

Se lo preguntó por millonésima vez en los últimos días y Dani se encogió de hombros antes de echar a caminar en aquella dirección.

—No lo sé…, pero gruñe —le informó y se le notó en el tono que eso de que gruñera la asustaba bastante.

«Tú irás primero».

Ay, Cristo bendito.

Se obligó a seguirla hasta la verja de madera que separaba el jardín del área boscosa que rodeaba la casa. En aquella zona de las afueras de su pequeña ciudad las viviendas escaseaban y se separaban las unas de las otras por árboles y maleza. En el bosque de detrás de su casa, Glenn decía que había duendes verdes que repartían caramelos, y allí, al parecer, había monstruos que gruñían.

—¿Gruñe? —Trató de mantener su voz firme. Cuando llegaron al límite del jardín de casa de los Nichols, Dani se giró para mirarla y de paso contestar a su pregunta.

—Sí. Así: «Grrrrrrr». «Grrrrrr».

Dani le hizo una demostración perfecta del dialecto de aquella criatura y, con el corazón acelerado, dirigió la vista hacia la zona boscosa que se abría tras la valla, después la devolvió a su amiga y se encontró con el verde de sus ojos acobardado y cargadito de «yo sola no me atrevo».

Suspiró y miró la verja de nuevo.

No era muy alta y, tal y como había dicho Dani, ya que ella no tenía miedo, no le importaría saltar primero hacia lo desconocido. Y, a pesar de que sí que le importaba, y a pesar de que tenía más miedo que en toda su vida, no pudo decepcionar a su mejor amiga. No cuando la miraba así, porque tenía miedo de salir a jugar a su propio jardín.

Apretó la mandíbula, asustada y decidida, y tomó aire antes de trepar por la verja, dejándose caer al otro lado. Se frotó las manos contra el material de sus pantalones y miró a la morena través de las tablas de madera.

—Vamos, Dani.

La apremió a seguirla, porque no era nada divertido estar sola a aquel lado de la valla, sin refuerzos de ningún tipo en el territorio de ese monstruo que gruñía. La morena la observó inmóvil por un par de segundos, como si estuviera pensándose si saltar o abandonarla a su suerte.

De repente lo escucharon, un ruido entre la maleza y no muy lejos de allí. Se le dispararon las pulsaciones, encima pensó que Dani saldría corriendo hacia el lado contrario y el corazón le bombeó aún más deprisa de puro miedo. Pero no, contra todo pronóstico y desafiando al sentido común, la morena se apresuró a trepar la verja y saltar al territorio de los monstruos, justo a su lado. Casi sin haber aterrizado del todo, Dani se parapetó tras ella y sus pequeñas manos se convirtieron en puños que la sujetaban muy muy fuerte por la espalda del abrigo.

—¿Qué es, Robin? —lo escuchó en un susurro muy cerca de su oído.

—No lo sé. ¿Quieres descubrirlo? —preguntó en un hilo de voz con la esperanza de que le dijera que por supuesto que no. Ella quería volver al interior de la casa.

—Quiero poder salir a jugar al jardín los días que no llueva. No quiero tener miedo.

«No quiero tener miedo».

Maldita sea, ella tampoco quería que su mejor amiga tuviera miedo, y Dani era una de las personas más cobardes que había conocido en los días de su vida, así que aquel era un objetivo bastante ambicioso; pero ningún monstruo tenía derecho a impedir que la morena saliera a jugar a su jardín cuando le viniera en gana. Nunca tendría ese derecho por muy alto que gruñera. Así que respiró hondo de nuevo, dijo «vamos» con la voz más firme que pudo impostar y echó a caminar siguiendo el trazado de la verja.

Dani decía que siempre había oído el ruido muy cerca y, mientras avanzaban entre la maleza, la sentía aferrada con fuerza a la espalda de su abrigo y notaba su respiración acelerada directa en la oreja. De pronto pudo escuchar el sonido que tantas veces le había descrito la morena en los últimos días. No era tan escalofriante como se había imaginado.

Es que su amiga era un pelín exagerada, pero sus latidos se empeñaban en seguir acelerando en línea recta y con mucha prisa.

Sonaba muy cerca.

—¿Lo oyes? —le preguntó Dani en un tembloroso susurro.

—Ajá —asintió muy bajito, intentando orientarse.

Escucharon algo moverse entre los matorrales y los pequeños puños de su amiga apretaron aún más su abrigo. Las dos se quedaron completamente quietas, respirando a toda pastilla. El aliento de Dani chocaba contra su oreja una y otra vez y sentía como si el corazón fuera a salírsele del pecho en cualquier momento.

¿Y si era un lobo? ¿O un oso? O…

¡Oh, Santa Madre de Dios! Lo que quiera que fuera aquello se abría paso de forma muy veloz entre las hierbas, directo a ellas, y tuvo que obligarse a permanecer firme en el sitio, protegiendo con su cuerpo a la miedica de su mejor amiga. Las dos dieron un grito y un bote tan grande al verlo aparecer entre la maleza, que terminaron sentadas de culo en el suelo.

Hiperventilando y taquicárdicas.

Era un perro.

—¡Es un perrito!

Dani se recuperó impresionantemente rápido del susto, incorporándose sin perder tiempo, mientras que ella aún esperaba a que su cuerpo decidiera si iba a desmayarse o no.

—Hola, perrito. —Su amiga saludó al animal, que parecía muy contento de verla a pesar de no conocerla de nada—. Robin, es un perrito.

Lo dijo como si no pudiera verlo con sus propios ojos, a la vez que el animal se acercaba a ella meneando la cola a velocidades cósmicas para tratar de chuparle la cara. Un lametón de los babosos en su mejilla la sacó de su estado de shock y acarició la cabeza del perro mientras sonreía, aliviada por no haber sido devorada por un oso o por un lobo.

***

Habían intentado colar a Skippy, así bautizaron a su nuevo amigo, dentro de la casa de Dani sin que Christine se percatara de nada, pero las había pillado nada más entrar por la puerta.

Las madres es que tienen un sexto o un séptimo sentido para esas cosas y nada les pasa desapercibido. En un principio les había ordenado que se deshicieran de él, pero Dani se había puesto a llorar como nunca jamás la había visto llorar antes, ni siquiera cuando los niños de clase se burlaban de lo raro que hablaba. Aquellas sí que eran lágrimas de verdad. Sí, señor. Como resultado, Christine se había comprometido a consultarlo con Mike cuando este llegara a casa y de momento el perrito se quedaba en el garaje.

Milagrosamente, y en cuanto Christine se perdió de vista, las lágrimas de Dani desaparecieron tan rápido como habían aparecido y fueron sustituidas por una enorme sonrisa de satisfacción.

¡Qué maestría en el campo del chantaje emocional! ¡Tenía tanto que aprender de su amiga aún! El perrito se quedaba, tan seguro como que el sol saldría al día siguiente. Michael Nichols no sabía decirle «no» a su única hija y no podía reprochárselo, Dani sabía poner una cara de pena irresistible. Exhibía unos pocos pucheros y se metía a quien fuera en el bolsillo. Incluida ella.

Mike iba a llegar tarde aquella noche, así que tuvieron que irse a la cama a regañadientes. Ella estaba muy emocionada, porque era la primera vez que iba a dormir fuera de su casa, lejos de sus padres y de su hermano. En otra cama.

En la cama de Dani. En la gigantesca cama de Dani. En la gigantesca y extremadamente blandita cama de Dani. Era como dormir en una nube, al menos eso decía su amiga y ella se burlaba al escucharla, porque nadie sabía cómo era dormir en una nube.

¿A quién quieres engañar, morenita?

Mientras su amiga despejaba la cama de sus múltiples peluches, dejándolos cuidadosamente alineados junto a la pared, ella hurgó en su mochila en busca del pijama que Margaret había elegido para la ocasión. En cuanto lo localizó, lo sacó y lo dejó sobre la cama. Frunció el ceño al escuchar la estridente risa de Dani a su espalda. Esa que utilizaba solo para burlarse de ella.

—¡Qué pijama más feo! —La morena rio, dejándose caer sobre la cama mientras se sujetaba la tripa con los brazos.

—No es feo. ¡Tú eres fea! —Se molestó y abrazó su pijama de ositos.

—No. ¡Tú eres fea! —rebatió Dani ya incorporada sobre el colchón.

—¡Yo seré fea, pero tú eres más fea que yo! Es imposible ser más fea que tú.

—¿Y Ronda? —Dani frunció el ceño.

—Ah, sí… Ronda es más fea que tú… —tuvo que reconocerlo y las dos se rieron tras un momento de silencio—. Enséñame tu pijama.

Dani gateó hasta la cabecera de su cama y lo sacó de debajo de la almohada.

—Me lo regaló mi abuela. ¿Te gusta? Tiene gatitos, ¿ves? —indicó, acercándoselo para que pudiera apreciar los dibujos. Lo puso tan cerca de su cara que la obligó a retroceder riendo.

—Seguro que a Skippy no le gustan los gatitos.

—Seguro que no.

Se cambiaron a los pijamas, dejando atrás aquel concurso de niveles de fealdad, y corrieron al baño dispuestas a lavarse los dientes sin que Christine tuviera que obligarlas a hacerlo. Dani arrastró una pequeña banqueta que utilizaba para poder llegar bien al lavabo y ambas la compartieron poniéndose caras raras en el espejo y riéndose la una de los gestos de la otra mientras cepillaban todos los rincones de sus pequeñas dentaduras con la boca llena de pasta de dientes. Cuando terminaron, la dueña de la casa salió disparada hacia su cama, saltó sobre el colchón y gateó rápidamente hacia la cabecera, retirando las sábanas para colarse dentro.

—Te dejo que elijas el lado que quieras —le dijo al ver que ella la miraba parada desde los pies de la cama.

—¿El que yo quiera?

—Si, eres la invitada —explicó esperando que decidiera cuál era su lado favorito.

—¡Vale! —exclamó alegremente.

Saltó sobre el colchón y gateó hasta colocarse a la izquierda de Dani. Se tumbó bocarriba, observando el techo, y la morena la miró con el ceño fruncido.

—¿Qué haces?

—Pensar qué lado me gusta más —explicó como si fuera obvio.

Se incorporó rápidamente y rodó sobre Dani, provocando sus protestas enmascaradas con risas por su brusquedad. Se acomodó a su derecha y volvió a quedarse quieta mirando el techo.

—¿Cuál te gusta más?

—Me gustan igual de mucho, me quedo aquí. Es verdad que es como dormir en una nube. —Sonrió mientras se colaba bajo las sábanas y acomodaba la cabeza sobre la almohada.

—¡Te lo dije! —le recordó Dani, volviéndose de lado para poder mirarla. Ella hizo lo mismo y las dos quedaron frente a frente, tan cerca que podía distinguir el toque de menta en el aliento de la morena.

—Pero debes tener mucho cuidado, Robin.

Arrugó la frente ante el tono utilizado por su amiga.

—¿Por qué? —temió preguntar también en voz muy baja.

—Porque creo que hay monstruos debajo de la cama. Tienes que taparte mucho con las sábanas para que no te puedan coger —le dio instrucciones—. Hasta la barbilla.

¿Más monstruos? Por Cristo bendito, ¿en qué vecindario vivía aquella niña? ¿Y en qué momento había accedido a pasar allí la noche? Se acercó más a su amiga, terminando del todo con el espacio que las separaba en aquel colchón, porque quería alejarse lo máximo posible del filo de la cama. Casi podía ver unas manos peludas y horribles tratando de alcanzar la tela de su pijama.

—Pero por las noches me destapo porque me muevo mucho —señaló, realmente preocupada por la posibilidad de que las palabras de Dani fueran ciertas.

—Entonces se te llevarán los monstruos. —Se encogió de hombros la morena.

—¡Dani! ¡No quiero que se me lleven los monstruos! —exclamó pegándose aún más a ella.

—Pues no te destapes.

—No me gusta dormir en tu casa —le informó y Dani sonrió al verla tan asustada.

—Pensaba que Robin Brooks no le tenía miedo a nada —se burló y ella la miró molesta.

—¿Te lo has inventado?

—Sí. Y tú te lo has creído. No hay monstruos, tonta, los monstruos no existen.

—Bien que pensabas que Skippy era uno —la acusó con el ceño fruncido.

—Pero al final era un perro, así que es verdad que los monstruos no existen. Lo dice mi papá —reveló la fuente de su sabiduría.

—Ah…

Después de aquella matización se quedó más tranquila, la verdad, porque Michael Nichols parecía un hombre listo. Si él decía que los monstruos no existían, seguramente tendría razón.

—Además, no dejaría que los monstruos se te llevaran, eres mi mejor amiga, tengo que defenderte —le recordó Dani.

—¿Las mejores amigas tienen que defenderse de los monstruos también?

Ella no estaba al corriente de nada de eso, se lo hubiera pensado mucho más de haberlo sabido y tal vez no se habría visto obligada a pasearse entre la maleza en busca de una de esas criaturas del demonio.

—Claro que sí. Tú me tienes que defender a mí y yo te tengo que defender a ti. De todo —puso en claro Dani—. Siempre.

—¿Siempre?

—Siempre.

—¿Y de todo?

¡Cuánta responsabilidad! Ella solamente había querido comerse aquellas deliciosas galletas.

Madre mía.

—Si, de todo —confirmó la morena.

No contestó nada y Dani cerró los ojos dispuesta a dormirse, como si no acabara de soltarle una de las bombas más grandes del mundo en plena cara. Continuó en silencio, mirando el rostro de su amiga mientras pensaba en lo que le había dicho. «Tú me tienes que defender a mí y yo te tengo que defender a ti. De todo».

Se acordó de lo poco que había dudado Dani en saltar la verja hacia aquel ruido desconocido simplemente para no dejarla a ella sola en el otro lado y sonrió. La morena sería una miedica, pero cumplía con sus deberes de mejor amiga como una profesional.

Y llegó a una conclusión: ella defendería a Dani incluso en el caso de que aquello no entrara dentro de sus obligaciones como mejor amiga. No podía dejar que le sucediera nada malo. ¿Con quién buscaría hormigas? ¿Con quién diseñaría planes altamente sofisticados para robar las chocolatinas que su madre escondía en el armario más alto de la cocina?

Christine entró poco después para comprobar que todo estuviera en orden y las besó a ambas en la frente al encontrárselas ya metidas dentro de la cama. Les dio las buenas noches antes de salir entornando la puerta. En cuanto las tinieblas invadieron el cuarto ella estrechó la mano de su amiga y se percató de que Dani sonreía sin abrir los ojos.

—Ya te he dicho que no hay monstruos, Robin —musitó ahogando un bostezo.

—Me da igual, si es mentira y me llevan, tú te vendrás conmigo —señaló apretando su pequeña manita.

La morena se limitó a devolverle el apretón, como si no le importara tener que acompañarla, así que cerró los ojos mucho más tranquila. No le daba tanto miedo la perspectiva de vivir entre monstruos si Dani iba a estar con ella.

3

Siete años: El comemocos

Dicen que la gente cambia a medida que crece, que quieren cosas diferentes y que no deseas lo mismo cuando tienes seis años que cuando tienes dieciséis, y en parte es verdad. Por ejemplo, yo, Robin Brooks, a los siete años quería ser artista de circo de mayor, a los ocho pilotar aviones, a los nueve convertirme en astronauta y hasta los dieciocho no me decidí finalmente. Cada año quería ser algo distinto, me gustaba una música diferente, cambiaba de sabor de helado favorito y los pósteres de mi pared.

Pero siempre había querido estar con Dani, por encima de todos los cambios superficiales se convirtió en una constante en mi vida. Alerta spoiler, aunque tú lo sabes de sobra: primero como mi mejor amiga y después como mucho más. A Dani le pasaba lo mismo y crecimos juntas queriendo seguir juntas.

A un nivel muy básico nos sentíamos especialmente unidas, con muchos más derechos que el resto. Al principio nos enfadábamos si la otra priorizaba a cualquier compañero de clase, como aquel día que a Dani se le ocurrió jugar a la plastilina con Ronda. ¡Con Ronda! Nichols, ¿dónde tenías la cabeza? Me pasé todo el recreo sin hablarle, porque había preferido jugar con aquella loca mezclaplastilina que conmigo.

Celos, porque éramos las mejores amigas y nadie podía meterse en medio de aquello.

A los siete mis celos en torno a la figura de Dani eran solo celos de mejor amiga, tontos y medianamente tolerables. Inofensivos. Más adelante se transformarían en otra cosa. En miedo del que te aprieta fuerte el pecho y no te deja respirar.

Miedo de perderla a ella.

Tú no has llegado a conocerlo, pero ¡jodido comemocos! Tocándome las narices desde los siete años.

Robin y Dani a los siete años

Era domingo por la tarde y llevaban allí mucho rato, en el rincón más apartado del enorme jardín de la casa de Dani. Aquella mañana había convencido a su amiga para que la ayudara a buscar botellas. De lo que fuera. Botellas vacías. La morena había accedido fácilmente aun sin saber el objetivo que perseguía con aquella recolección. Así que se habían pasado media tarde con Skippy rastreando los alrededores.

Tras una extensa búsqueda, no habían encontrado las suficientes, y por eso entraron en casa de los Nichols y vaciaron unas cuantas de las que encontraron en la nevera aprovechando que Margaret y Christine estaban ocupadas en el salón.

Ella se había bebido una Coca-Cola, Dani un zumo de naranja y habían llenado el bebedero de Skippy de zumo de manzana. Vaciaron dos cervezas, tirando su contenido por el fregadero, y ya estaban listas para llevar a cabo lo que tenía en mente.

Afinar su puntería.

Eso quería, porque una nunca sabe cuándo va a necesitar de ese tipo de destrezas y prefería estar preparada. Así que la morena llevaba casi una hora sentada en el suelo junto a su perro, ambos a su espalda, observando cómo ella les disparaba piedras a los envases con un tirachinas. Trataba de derribarlos, aunque no siempre lo conseguía, casi nunca lo conseguía, pero Dani le aplaudía muy fuerte cada vez que una de las botellas caía abatida. Apoyo moral. Skippy, por su parte, corría hasta el lugar del derribo para olisquear la lata o la botella hasta que se cansaba y volvía junto a la morena.

—No creo que puedas trabajar en el circo —opinó Dani mientras jugueteaba con un hierbajo entre sus dedos.

—Sí, sí que podré trabajar en el circo —insistió cerrando un ojo y sacando la lengua a la vez que trataba de apuntar con precisión a una lata de Pepsi—. Seré equilibrista.

—No. No quiero que seas equilibrista —prácticamente se lo prohibió, como si su futuro laboral estuviera en sus manos—. ¿Y si te caes y te mueres?

—Vale. Pues seré domadora de leones y de tigres.

Cedió con facilidad, porque eso de su posible deceso parecía preocuparla bastante.

—No. Podrían comerte. Te dejo solo que seas maga.

Así sin más, su lista de posibles trabajos en el circo se redujo drásticamente y ella hizo una mueca de fastidio antes de disparar la piedra y fallar el tiro. Musitó un «mierda» al ver todas las botellas intactas y Dani le pegó un manotazo en la pierna porque a sus padres no les gustaba que utilizara esa palabra y a ella tampoco. Se volvió hacia su amiga y tomó aire, como si lo que fuera a decir a continuación fuese lo más difícil del mundo.

—Vale. Seré maga.

La complació y seguidamente se puso a buscar más piedras por el suelo. Necesitaba munición, así que miró a Dani con la intención de pedirle que la ayudara a encontrar más proyectiles y frunció el ceño al encontrársela con aquella cara tan seria. Mantenía la mirada baja, fija en sus manos cruzadas sobre las piernas, y cuando su amiga se ponía en aquel plan solo significaba una cosa: dadle la bienvenida a la Dani triste.

Se avecinaban pucheros, lágrimas e hipo.

—¿Qué te pasa? Ya te he dicho que seré maga.

Se lo recordó por si acaso su amiga seguía sopesando la posibilidad de que se estrellara contra el suelo en mitad de uno de sus alucinantes espectáculos de acrobacias o de que se la comieran unos leones hambrientos, sin miedo a su látigo y su silla.

—Ya, pero el circo siempre está viajando y no te vería nunca —admitió la morena, aún mirando sus manos.

—Sí que me verías, tú tienes que trabajar en el circo conmigo. Ya lo había pensado, serás payasa, te sale muy bien.

Dani le pegó otro manotazo en la pierna y ella se rio al haber conseguido molestarla, al tiempo que se metía otra piedra en el bolsillo. Estaba encontrando bastante munición sola, la señorita pucheritos no ayudaba demasiado.

Consiguió como cinco piedrecillas más antes de volver a mirarla, porque Dani llevaba un rato demasiado callada y eso siempre quería decir que pensaba en cómo decirle algo importante.

—Robin…

Ahí estaba.

—¿Qué? —inquirió distraídamente mientras rastreaba los alrededores.

—Vamos a ser mejores amigas para siempre, ¿verdad que sí?

Ante su tono optó por abandonar la recolección y centrar en Dani su total atención, se agachó frente a ella y se mantuvo en cuclillas apoyando las manos en las rodillas de la morena.

—Claro que sí.

Se lo aseguró con tanta rapidez porque estaba convencida de ello.

—Y vamos a vivir siempre en el mismo sitio, ¿a qué sí?

—Ya te he dicho que vamos a ser vecinas —la tranquilizó sosteniéndole la mirada—. Nos podremos pasar juntas todo el día, trabajaremos en el circo y luego viviremos al lado.

—¿Y si tu marido no quiere vivir allí?

—No me casaré con nadie que no quiera vivir donde vivas tú.

—¿De verdad que no?

Mientras lo preguntaba, a Dani se le escapó media sonrisa que quería decir «menos mal» y ya no parecía tan preocupada como momentos antes. Ella le devolvió el gesto, porque le gustaba ser capaz de hacer desaparecer su ceño fruncido.

—De verdad que no —le aseguró tomando asiento a su lado.

Jugueteó con su tirachinas entre las manos mientras Dani acariciaba distraída la cabeza de Skippy, y de pronto recordó algo tremendamente importante que debería haberle contado a su amiga mucho antes. Las ganas de afinar su puntería habían conseguido que lo olvidara por completo.

—Yo ya sé con quién vas a casarte tú.

Lo dijo mirándola de reojo y sonrió al verla arrugar la frente de nuevo, Dani volvió a centrar la atención en Skippy y su sed infinita de mimos, parecía que no tenía muy claro si quería continuar con ese tema. Esperó con paciencia a que se decidiera, solo era cuestión de tiempo, porque su curiosidad sin límites no le permitiría pasar por alto aquella conversación y ella lo sabía.

—A ver, ¿con quién? —preguntó al final a pesar de su reticencia.

—Con Nathan —le informó como si estuviera en su mano asegurar algo así.

—Ugh… ¡No!

Dani se rio, arrugando la nariz, y sacudió la cabeza con bastante ímpetu, como si lo que acababa de decirle fuera la tontería más grande que había escuchado en la vida. Ella se rio también porque la risa de su amiga le resultaba contagiosa, pero aquella información era de primerísima mano, así que tuvo que aclarar conceptos, para asegurarse de que su amiga se lo tomaba en serio.

—Sí, porque le gustas, me lo ha dicho Sarah.

Dani paró de reír de golpe y porrazo al escuchar aquello, y dejó de acariciar a Skippy y todo. Buscó sus ojos, con su verde hiperserio por la gravedad de la situación, y ella se obligó a sostenerle la mirada, porque sabía que estaba juzgando la veracidad de aquella categórica afirmación observando así de cerca el azul de sus iris. Dani decía que, cuando mentía, cambiaba ligeramente su tonalidad, y aquella vez su color no debió de variar ni un ápice a juzgar por la reacción de su amiga.

—¡Pero se come los mocos! —exclamó por fin disgustada.

—Mejor, así no tendréis que comprar tanta comida. —Trató de verle el lado positivo y se rio aún más al ver cómo la cara de la morena reflejaba más asco del que ninguna cara había reflejado antes—. Le gustas, Dani, te va a dar un beso.

Los ojillos verdes de su amiga se abrieron como platos al escuchar aquellas últimas novedades y a ella le dio un poco de pena verla así. En aquellos momentos parecía bastante alarmada, pero es que no podía dejar de sonreír porque a la vez le hacía gracia.

—¿Qué? ¡Yo no quiero que me dé besos ese comemocos!

Lo exclamó con mucha energía y a todo volumen, como si gritarlo así de alto fuera a cambiar de alguna forma su inexorable destino. Ella se limitó a encogerse de hombros, no había nada que pudiera hacer al respecto y lo sentía por su amiga, de verdad que sí.

—Le gustas y le ha dicho a Ralph que mañana te va a dar un beso. Me lo ha dicho Sarah.

Lo de «mañana» debió de calarle bastante profundo y se levantó del suelo, propulsada por una indignación sin límites y muy pocas ganas de acudir al colegio al día siguiente.

—¡Pero…!

Dani empezó a protestar con el tono más agudo que le había oído jamás, pero la voz de Margaret Brooks las interrumpió justo en aquel momento tan dramático.

—¡Robin, nos vamos a casa! —le informó la mujer desde el otro lado del jardín—. Dile adiós a Dani.

Miró a su amiga y suspiró. ¿Ya se había pasado la tarde? Increíble. Demasiado pronto y, además, tenía que dejar a su amiga sola en aquella tesitura tan descorazonadora. Pensó en decirle «tranquila, que no es para tanto», pero es que era para mucho más, y ella a Dani no podía mentirle.

Como no podía, no lo hizo y optó por lo básico:

—Me tengo que ir.

Se disculpó levantándose, y se sacudió la parte trasera de los pantalones mientras la morena la miraba con angustia evidente empapando su anatomía al completo, especialmente concentrada en sus ojos.

—¡No dejes que me dé un beso, Robin, por favor! —suplicó arrodillándose en el suelo para abrazarse a su pierna.

Bufff. Había olvidado lo dramática que era a veces.

Habría sido mejor no haberle dicho nada y que fuera una sorpresa.