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Caitlin no había oído nada más que cosas malas sobre Rhys Morgan, el marido de su prima Amelie. Por eso cuando, a punto de morir, Amelie le pidió que cuidara de la hija que había tenido con otro hombre, no se le ocurrió que debiera ponerse en contacto con Rhys. El problema era que el irresistible Rhys creía que la pequeña Fleur era hija suya, y estaba dispuesto a utilizar todo su poder, su dinero y su peligroso encanto para recuperar a la niña. Lo primero que debía hacer era seducir a Caitlin, llevarla a la cama y, si era necesario... al altar.
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Seitenzahl: 208
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Kate Walker
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El poder del dinero, n.º 1493 - septiembre 2018
Título original: Their Secret Baby
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-648-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
RHYS Morgan desvió su coche de la carretera principal y pisó el acelerador cuando el motor se ralentizó por la inclinada cuesta que se alzaba ante él.
«¿Es ésta la carretera que lleva a un hotel?», murmuró para sí mientras conducía el lustroso vehículo a través de las retorcidas curvas. Tenía el volante agarrado con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. «Más bien parece destinada a disuadir a la gente».
Pero nada podría disuadirlo. No en ese momento.
No cuando el fin de su búsqueda estaba tan cerca. No cuando estaba a punto de encontrarse cara a cara con la mujer a la que había estado siguiendo la pista. Cuando se disponía a averiguar todos los detalles sobre la única cosa que había colmado sus pensamientos.
Su hija.
Había dejado de lado su trabajo, sus negocios, sus amigos, su vida durante los últimos tres meses por esa razón. Había recorrido muchos kilómetros, había estado en al menos tres países y quién sabe en cuántas ciudades. Y todo por una pequeña personita cuya existencia había desconocido hasta meses después de su nacimiento.
La niña que él había pensado que nunca nacería. La niña que su ex mujer no quería tener, pues decía que el embarazo arruinaría tanto su figura como su estilo de vida.
Pero hacía sólo tres meses que había descubierto que algo muy distinto había sucedido.
La cuesta se acabó y la carretera se abrió a un amplio parking cubierto de grava, al fondo del cual se alzaba el pequeño hotel que había estado buscando.
Estaba situado en lo alto del valle y parecía imponente y sólido frente a la persistente lluvia, entre las colinas y frente al lago Windermere que se extendía ante él.
–¡Por fin!
Rhys aparcó el coche, echó el freno y se recostó en el asiento mientras suspiraba. Miró a través de la lluvia entornando sus ojos azul zafiro y se pasó las manos por su pelo oscuro mientras fruncía el ceño con cara de concentración.
Por fin estaba allí.
Era hora de planear su próximo movimiento.
Hora de decidir cómo iba a comportarse cuando estuviese cara a cara con la prima de su mujer, Caitlin Richardson, que tenía la custodia de la hija que él desconocía haber tenido.
Caitlin Richardson colgó el teléfono y suspiró mientras se pasaba la mano por su melena color castaño. Puso cara de disgusto al notar lo mal que tenía las puntas. No había tenido tiempo de ir a cortarse el pelo durante semanas. No había tenido tiempo para nada.
Cuidar de un bebé de seis meses no dejaba mucho tiempo para la relajación y el ocio. Y menos si, además, tenía que hacer frente a un trabajo de jornada completa para poder alimentarla.
Estaba cansada. Agotada. Fleur llevaba durmiendo mal las últimas dos semanas porque le estaban saliendo los dientes y además había cambiado su rutina. Como consecuencia, Caitlin no había podido dormir una noche seguida en mucho tiempo.
Sobre todo desde que se había enterado de lo de Amelie y Josh.
–¡No! –exclamó con grito ahogado. Cerró los ojos y se los frotó con la mano mientras intentaba olvidar los recuerdos que le venían a la cabeza–. No quiero recordar.
–¿Perdón? –dijo una voz desconocida. Era una voz que no había oído jamás. Una voz que interrumpió sus pensamientos y la asustó, haciendo que abriera los ojos de golpe.
–Estaba… estaba hablando sola.
Le fue difícil recomponerse. Casi imposible al encontrarse frente a unos ojos tan azules como aquellos.
Y la había pillado hablando sola. Hablando sobre cosas en las que ni siquiera quería pensar y menos aún hablarlas delante de un absoluto desconocido. No era extraño que todo pensamiento coherente hubiera abandonado su cabeza.
Por fortuna los años de entrenamiento y profesionalidad le proporcionaron algo que decir.
–¿Puedo ayudarlo? –preguntó ella, esperando que su sonrisa pareciese convincente y calurosa, si se trataba de un cliente.
¿Era un cliente? No parecía la típica persona que se alojara en el Linford. La clientela habitual del hotel, que estaba lejos de las cinco estrellas, eran grupos de familias y parejas de jubilados que pasaban un fin de semana fuera, sobre todo en una primavera fría y húmeda como aquélla.
Aquel hombre parecía demasiado acomodado para eso. A pesar de ir vestido de manera desenfadada con unos vaqueros negros y un jersey beige, denotaba un estilo elegante y adinerado, de mucho dinero.
–Tengo una reserva.
Así que era un cliente. Caitlin consiguió aguantarse la exclamación que casi escapó a sus labios y se dirigió hacia el teclado del ordenador.
–¿A nombre de quién?
–Delaney… Matthew Delaney.
¿Se había acercado a ella? De pronto parecía estar demasiado cerca. Caitlin sintió cómo se le ponía la piel de gallina.
–Delaney…
Comenzó a ver borroso mientras buscaba el nombre en la pantalla. Jamás había estado tan pendiente con ninguna persona en su vida.
Tenía unos ojos realmente impactantes. De un azul profundo como el cielo al final de un cálido día de verano, justo antes de anochecer. Él también necesitaba un corte de pelo, aunque la manera en que el flequillo le caía por la frente resultaba sumamente sensual. Ella ansiaba retirárselo con los dedos para así sentir la calidez de su piel.
–Delaney… –dijo Caitlin de nuevo tratando de concentrarse. Pero se asustó al ver cómo un dedo pasaba ante sus ojos para presionar una de las teclas–. ¿Qué…?
–Matthew Delaney –dijo él con un tono cordial aunque con una nota que hizo que ella apretara los dientes sin saber muy bien por qué–. Mi nombre. Está justo ahí.
–¡Ya lo sé!
El deseo de no parecer tonta hizo que su voz sonara más severa de lo que a ella le hubiera gustado. Y más de lo que le hubiera gustado a él también. Eso resultó obvio al verlo fruncir el ceño.
–Lo siento. Quiero decir que…
–Lo que quiere decir es que no meta las narices donde no me llaman.
Para alivio de Caitlin, su voz sonó más que razonable, incluso sorprendida, y una sonrisa asomó a sus labios, suavizando sus rasgos.
–Bueno, yo no lo habría dicho así. Pero la verdad es que lo tengo todo bajo control.
–Claro que lo tiene, señorita… –dijo él, y bajó la mirada hacia la chapa del nombre que estaba sujeta a su blusa blanca–, señorita Richardson –añadió. Y, de pronto, la sonrisa desapareció de sus labios tan deprisa como había aparecido–. Y ahora que tiene todo bajo control, señorita Caitlin Richardson, ¿le importaría decirme exactamente dónde está mi habitación?
Rhys se dio cuenta de que aquella Caitlin Richardson no era en absoluto la persona que había imaginado. Nunca antes la había visto. Caitlin no había estado entre los pocos invitados que Amelie había invitado a su boda fugaz dos años antes. Sabiendo que era familia de Amelie, Rhys se la había imaginado parecida a su ex mujer. Y esperando encontrar el estilo parisino, sofisticado y elegante de Amelie Deslonge, aquella criatura pequeña y ordinaria suponía todo un shock para él.
Peso común, constitución común, color común. Así es como se la había imaginado en sus pensamientos. Sin nada especial que destacar.
O, al menos, hasta que había abierto los ojos, los cuales revelaban una historia muy diferente.
Rhys jamás había visto unos ojos como aquéllos. Eran ojos de gato. Grandes, dorados, brillantes, enmarcados por largas pestañas. Eran imponentes y preciosos.
Y de pronto se encontró pensando en cosas muy distintas de las que había pensado mientras subía por la carretera hacia el hotel.
–Habitación 342. Si es tan amable de firmar aquí y apuntar la matrícula de su coche.
–Por supuesto.
¡Maldición! La distracción en que se encontraba sumido casi hizo que firmara automáticamente con su nombre real.
Le llevó un par de segundos hasta que fue capaz de escribir el nombre falso que había utilizado para hacer la reserva.
Bueno, no era del todo falso. Estaba muy relacionado con ellos. Pero no en ese orden. Matthew y Delaney eran su segundo y tercer nombre. Delaney procedía del apellido de soltera de su madre.
Puede que resultase complicado a la hora de pagar la cuenta pero, para entonces, esperaba haber podido hacer pública su verdadera identidad. Pero puede que Rhys Matthew Delaney Morgan hubiera sido de sobra conocido para Caitlin Richardson o para cualquiera que estuviese al corriente de su reputación como marchante de arte internacional. Eso la habría alertado de que el ex marido de su prima se dirigía al hotel en busca de respuestas sobre algunos asuntos muy serios.
Respuestas que sólo Caitlin podría proporcionar.
–Está en el último piso. El ascensor está allí. La escalera está doblando la esquina, a su derecha. ¿Necesita ayuda con el equipaje?
–En absoluto –dijo indicando con la cabeza hacia una pequeña bolsa de viaje que estaba a sus pies. Para un hombre de su estatura no supondría gran problema–. Creo que puedo arreglármelas.
–Estoy muy segura de ello –dijo Caitlin ruborizada. Una vez más, el tono de sus palabras denotó lo incómoda que se sentía.
Rhys se dio cuenta de que se sentiría mucho más incómoda si supiera quién era él en realidad. Si sospechara la razón por la que había ido allí, era más que capaz de arrancarle la llave de la mano y no dejar que la tocara.
–El desayuno se sirve a partir de las siete.
Mientras ella le proporcionaba una lista de útiles detalles, Rhys recordó que, mientras caminaba desde el coche hasta la puerta del hotel, había visto ovejas pastando en las laderas. Y ahora tenía la sensación de ser el lobo que rodeaba a los confiados corderos, esperando la oportunidad para abalanzarse.
No era una posición en la que estuviese acostumbrado a estar. Ni siquiera una en la que jamás hubiese imaginado estar. Era tan extraña para él que le costaba reconocerse a sí mismo.
–Y si desea algo en su habitación, el servicio de habitaciones está disponible las veinticuatro horas del día. Creo que eso es todo.
–No es todo.
–Ah. ¿Y qué se me olvida?
–¿Cuándo acaba usted de trabajar?
¡Maldición! ¿Cómo se le ocurría decir algo así? De acuerdo. Al fin y al cabo ésa era parte del plan. Llegar a conocerla y ganarse su confianza. Después invitarla a salir e intentar sacarle la información sin que ella lo supiera.
Entonces él desvelaría su identidad y, si fuera necesario, metería a sus abogados en el asunto.
Pero ¿en qué estaba pensando al apresurarse de aquel modo, arriesgándose a echarlo todo a perder?
Pero se dio cuenta de que la pregunta no era ésa. La pregunta era ¿con qué había estado pensando? Y, desde luego, la respuesta no era con la cabeza.
La miró a los ojos y vio cómo la sonrisa educada y la expresión servicial desaparecieron de su cara rápidamente. Había metido la pata. En sus ansias por conocer la verdad, se había arriesgado a retroceder varios pasos.
–¿Acabar de trabajar? –repitió ella, dándose cuenta de que hacía mucho que no empleaba esa expresión para referirse a sí misma.
–Me preguntaba si le apetecería una copa, o comer algo juntos.
Por un instante una parte irresponsable de su corazón, una parte que no había sentido desde que había sabido la verdad sobre Josh, reapareció en sus pensamientos. ¿Cuándo había sido la última vez que había dejado de trabajar? ¿Y cuándo había sido la última vez que un desconocido atractivo la había invitado a salir?
Pero claro, no podía ser.
–Lo siento. Me temo que no es posible. La dirección no permite a los empleados socializarse con los huéspedes. La política…
«¡Al diablo con la política!», añadió ella para sus adentros. Si su padre se enterara de la invitación aparecería allí como un rayo para instarla a aceptar y pasar un buen rato. Para recordarle que sólo tenía veinticuatro años.
Estaba segura de que, incluso, se ofrecería voluntario para cuidar del bebé.
Pero su padre no sabía la verdad sobre Amelie y Josh. Él no sabía nada del sentimiento de traición, el shock y la pérdida que ella había sufrido al enterarse.
Todo el mundo pensaba que Caitlin aún lloraba por Josh y Amelie. Nadie sabía que ella los había perdido meses antes del accidente. Antes de que Fleur naciera.
–¿Está segura?
Caitlin pensó que algo había cambiado. Notaba en él cómo la calidez de su sonrisa y sus ojos se enfriaba por momentos. Y, sin esa calidez, eran unos ojos realmente fríos.
De pronto un instinto que no podía explicar hizo que presionara la campanilla del mostrador para llamar al portero. La necesidad de estar acompañada se hizo apremiante en su cabeza.
–Sólo te estoy ofreciendo una copa. No tienes nada que temer –añadió él.
Caitlin decidió ignorar la deliberada provocación en aquel comentario.
–Estoy bastante segura. Pero gracias de todos modos.
–Sin problema.
Rhys se dio cuenta de que era bastante buena en las disculpas educadas. Tanto que casi estuvo a punto de creerla.
Casi.
Pero las investigaciones que le habían hecho ir a parar allí aquel día eran demasiado claras como para dejarse convencer. La supuesta dirección era su padre, el dueño del hotel.
Y, si la hija de Bob Richardson era como su prima Amelie, entonces sería capaz de manejar a cualquier hombre a su alrededor con un solo dedo sin ni siquiera despeinarse.
¿No era eso lo que ya había hecho con él? Le había hecho olvidar su cuidadoso plan y realizar un movimiento totalmente impulsivo.
¿Pero cómo lo había hecho?
Sólo dos minutos antes la había considerado ordinaria. Comparada con Amelie era ordinaria. Pero algo había ocurrido. Algo que no podía explicar.
Pero de lo que estaba seguro era que el proceso de averiguar cosas sobre el bebé iba a ser mucho más atractivo de lo que había imaginado.
–¿Caitlin?
Era la voz de otra persona. Una voz masculina pero más joven que la suya propia. Giró la cabeza y vio al portero.
–¿Querías algo?
–Sí. El señor Delaney necesita que le lleven el equipaje a su habitación. 342.
–Yo… –comenzó a decir Rhys, pero miró a los ojos dorados de aquella mujer que tenía delante y no pudo protestar.
Eran unos ojos desafiantes y decididos a no retroceder.
Él había actuado sin pensar, estúpidamente, apresuradamente, y había despertado sus sospechas, lo cual era lo último que necesitaba. Quería ganarse su confianza, no alertarla ni ponerla en guardia.
Así que se limitó a sonreír y a hacerle señas al portero para que recogiera su bolsa.
–Gracias.
–Sean le conducirá hasta su habitación –dijo ella con fría educación.
Rhys podía sentir los ojos de Caitlin clavados en él mientras el portero se acercaba para recoger la bolsa con tal facilidad que la sugerencia de que Rhys necesitara ayuda sonaba ridícula. Él era más alto que el portero y también más fuerte, con unos músculos muy definidos bajo su jersey.
–Por aquí, señor.
Aquellas palabras fueron interrumpidas por un sonido que rompió el incómodo silencio del hall de recepción e hizo que todos miraran.
Era el llanto de un bebé.
Y provenía de la puerta que había detrás de Caitlin Richardson. La puerta que daba a la oficina del recepcionista.
El bebé.
Rhys no pudo quedarse quieto. Reaccionó instintivamente, se detuvo y dirigió una mirada aguda en dirección al sonido antes de darse cuenta de lo estúpido que estaba siendo. Lo mucho que estaba desvelando.
«¡No!», escuchó cómo su mente le gritaba. «¡Ahora no! ¡Aún no!».
Afortunadamente pudo tomar las riendas de su cuerpo y controlar sus ansias de abrir la puerta de golpe y tomar al bebé en sus brazos.
–¡Aún no! ¡Aún no! –murmuró él para sí–. ¡Es demasiado pronto!
Por fortuna Caitlin también había reaccionado inmediatamente y se había apresurado tras la puerta antes de que él tuviera tiempo de pensar en qué hacer. Y se sintió aliviado al darse cuenta de que su propia reacción había pasado inadvertida.
Sintió en su cabeza una ira terrible y un dolor que difícilmente podía controlar. Aquella mezcla explosiva hizo que cualquier pensamiento racional se esfumara, y lo dejó solo con sus sentimientos.
Tras esa puerta estaba su bebé. Su hija. Y esa mujer, esa extraña estaba ahí dentro con ella. Serían sus manos las que tomaran al bebé, sus brazos los que la mecerían y su voz la que la calmaría.
–¿Señor? ¿Señor Delaney?
La tos discreta del portero, junto con su susurro, hizo que sus pensamientos volvieran al presente y que elaborara una máscara ante el personal del hotel para no echarlo todo a perder.
–Lo siento –dijo Rhys con una sonrisa y se dirigió hacia el ascensor–. ¿Es habitual traer un bebé a trabajar? –preguntó mientras subían.
–Bueno. Es la niña de la señorita Caitlin –le dijo Sean–. Es un poco complicado.
No era nada complicado. Ese bebé no era nada de la señorita Caitlin.
Rhys se tragó la incómoda respuesta que se le ocurrió y optó por un acercamiento más distendido.
–Es una mujer muy atractiva.
–Mmm –fue la respuesta evasiva de Sean–. Pero, en lo que a ella se refiere, es de mirar pero no tocar. Sólo llevo aquí un mes, pero ya he aprendido eso.
–La soltera de hielo, ¿verdad?
–Y de qué manera. Éste es el piso. Es la tercera puerta a la izquierda.
Así que el joven Sean lo había intentado con la señorita Richardson y había sido rechazado, pensó Rhys una vez se encontró a solas en la que iba a ser su habitación durante la próxima semana. Estaba decorada en verde oscuro y blanco, y parecía limpia y acogedora, aunque un poco pequeña, incluso para una sola persona.
Claro que él estaba acostumbrado a hoteles mucho mejores que ése. Viajaba muy a menudo en busca de objetos que mostrar en su galería o cuadros que comprar y siempre insistía en lo mejor que el dinero pudiera comprar. Y su dinero podía comprar todo lo mejor.
Mientras se pasaba las llaves de una mano a otra se paseó por el limitado espacio, hasta que se detuvo para mirar por la ventana. Su habitación estaba en la parte trasera del hotel y daba a una explanada de césped con varios arbustos.
La señorita Richardson era una soltera de hielo. Pero con la persuasión adecuada el hielo podía derretirse. Sólo era hielo, no piedra. Y él tenía bastante experiencia en derretir a las mujeres frías y vacilantes. Era un desafío, y siempre le habían gustado los desafíos.
Y él no le era indiferente a ella, de eso estaba seguro. Había notado la chispa en sus ojos y cómo se le erizaba la piel. Puede que actuara con frialdad, pero, si era como su prima, como Amelie, entonces habría un volcán salvaje en su interior esperando para hacer erupción a través de la capa de hielo que cubría la superficie.
–Así que la señorita Caitlin Richardson es de mirar pero no tocar, ¿verdad? Bueno, ya lo veremos.
Al pronunciar su nombre en voz alta volvió a recrear en su mente la imagen de su cara, de aquellos ojos dorados. Volvió a pensar en la conversación que habían tenido, calmada a simple vista pero llena de sentimientos latentes. La cantidad de cosas que se habían dicho sin ni siquiera ser pronunciadas.
¿Habría averiguado algo? El ambiente había sido tenso. Se había comportado como un idiota al precipitarse con su invitación.
Sería mejor que anduviese con cuidado porque aquel impulso había hecho que ella se pusiera alerta. Había notado cómo ella levantaba la cabeza y abría mucho los ojos alarmada, como un ciervo que detecta intrusos en su territorio. Si no andaba con cuidado acabaría por sospechar.
–Con suavidad, con suavidad –murmuró él para sí.
Pero, a pesar de su determinación, el recuerdo del llanto del bebé le venía a la cabeza y hacía que apretara las llaves con fuerza contra la palma de la mano. Al recordar cómo ella había abandonado el mostrador a toda prisa se dio cuenta de que no podía ver ni pensar con claridad por culpa de la ira que le nublaba la vista.
Era su bebé, su hija. Pero no sabía nada de ella. Ni siquiera sabía su nombre, por el amor de Dios. Si no hubiese quedado con un amigo de él y de Amelie que le había contado toda la historia, él nunca habría sabido de la existencia del bebé. Su esposa había dejado claro que los niños no eran para ella, que si se quedaba embarazada abortaría inmediatamente.
Pero, por alguna razón, Amelie había cambiado de opinión. El bebé que él había pensado que nunca tendría era real. Y esa Caitlin Richardson, con su fría sonrisa y su fría voz y su imagen de «no me toques», era la que cuidaba a su hija. Ni siquiera se lo había hecho saber. No se lo habría dicho aunque él se lo hubiese preguntado.
–Ah, sí, señorita Caitlin Richardson –murmuró él mientras golpeaba el marco de la ventana con el puño–. Haces bien en estar alerta en lo que a mí respecta. Y, si eres sabia, seguirás estándolo, por tu bien. Porque pienso recuperar a mi hija cueste lo que cueste. Ese bebé va a ser mío, por las buenas o por las malas.
Y en ese momento, cuando la furia nublaba todo pensamiento racional, sentía que por las malas sería la opción más preferible.
De hecho, al recordar aquellos ojos ardientes y las atractivas promesas que ofrecían, en contraste con el aspecto gélido de Caitlin, pensó que también sería el acercamiento más agradable.
MIENTRAS colocaba al bebé en la oficina, tras el mostrador de recepción y se preparaba para el trabajo, Caitlin pensó que en tres días podían cambiar muchas cosas.
Sólo tres días antes la vida parecía tranquila y controlada. De acuerdo, no era lo que ella quería, lo que había planeado, pero después de todo el caos y la tristeza de los meses pasados, al fin parecía que volvía todo a la normalidad.
Pero todo eso era antes de que Matthew Delaney apareciese para complicar las cosas.
«Oh, sé sincera», le dijo a Caitlin una voz en su interior. «No es Matthew Delaney el que complica las cosas, sino tu reacción ante él».
–Duérmete, Fleur, cariño –dijo ella para intentar distraerse y no pensar en eso–. Yo estaré aquí.
No quería pensar en la manera en que Matthew Delaney parecía haber llegado a estar tan presente en su vida. No se sentía capaz de escapar de él. Cada vez que se daba la vuelta, ahí estaba él, en el hall, en el salón, en el comedor. Durante esos tres días había pasado de sentirse ligeramente halagada a sentirse incómoda, y sentía reparos cada vez que pensaba en él.
Y en todo momento, en el fondo de cada pensamiento, residía su miedo a verlo como un hombre.
Se le erizaba la piel cada vez que él estaba cerca. Su corazón se aceleraba y cada sentido de su cuerpo se agudizaba de manera alarmante. Se sentía intensamente femenina y sensual, como nunca se había sentido. Y no podía evitar mirarlo cada vez que se encontraban en la misma habitación.
Recordó con incertidumbre la cantidad de veces que él parecía haber notado cómo ella lo miraba, y entonces giraba la cabeza y sus miradas se cruzaban durante unos segundos eternos hasta que ella no podía soportarlo más y miraba para otro lado.
Pero Caitlin decidió que eso no iba a ocurrir más. No iba a permitir que Matthew Delaney se acercara a ella en ningún sentido.
Su decisión duró sólo el tiempo que tardó en ir desde la oficina al mostrador de recepción.