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Un asesino inteligente con un plan escalofriante. Solo hay una forma de detenerlo… ¿Qué hacer cuando un asesino ataca a las personas que más quieres, cuando sabe explotar sus vulnerabilidades, cuando sabe hacer lo mismo contigo? Cuando su hija muere en lo que la policía califica como un accidente, al agente especial y perfilador del FBI Pierce Quincy le quedan demasiadas preguntas sin respuestas. Está seguro de que alguien la mató y está dispuesto a arriesgarlo todo para descubrir lo que ocurrió en realidad. Solo hay una persona dispuesta a ayudarlo: su amiga, la expolicía Rainie Connor. Quincy la ayudó en un momento oscuro de su vida y ahora es el momento de devolverle el favor. Pero el que buscan es diferente a cualquier otro asesino con el que estos dos experimentados profesionales se hayan topado con anterioridad: se aprovecha de las mentes de sus víctimas y tiene un hambre insaciable de venganza… y de miedo. La única forma en que pueden desenmascarar a este asesino retorcido es que Rainie se interponga en su mortífera senda. Ella se convertirá en un asesinato a punto de ocurrir, será… el próximo accidente. --- «Una de los mejores escritoras de novelas de suspense en activo». Associated Press ⭐⭐⭐⭐⭐ «Justo cuando pensabas que Lisa Gardner no podía mejorar… lo hace». Lee Child ⭐⭐⭐⭐⭐ «Gardner nos tiene en ascuas hasta el desenlace, manteniendo también la tensión en todo momento». Los Angeles Times ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un relato cargado de suspense y giros que fácilmente iguala lo mejor de Sue Grafton y Kathy Reichs». The Providence Journal ⭐⭐⭐⭐⭐ «Desgarrador… Una danza de la muerte diabólicamente bien coreografiada». Booklist ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡El suspense es constante!». The Plain Dealer ⭐⭐⭐⭐⭐ «El culpable es brillante. El desarrollo de los personajes es completamente cautivador. Hacía mucho mucho tiempo que una novela de suspense no me emocionaba tanto». Reseña en Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡Este thriller psicológico es brillante! Lisa Gardner nunca decepciona y esta no ha sido una excepción. Tiene unos giros extremos y la revelación final me impactó… Una gran lectura que no dudo en recomendar de forma encarecida». Reseña en Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un thriller trepidante con personajes fuertes que hacen que te quedes en vilo toda la noche leyendo "El próximo accidente"». Reseña en Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡FENOMENAL! Este libro me mantuvo en ascuas en todo momento». Reseña en Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐
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Seitenzahl: 548
Veröffentlichungsjahr: 2024
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El próximo accidente
El próximo accidente
Título original: The Next Accident
© 2001 by Lisa Gardner Inc. Reservados todos los derechos.
© 2024 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
Traducción: Ana Lydia García del Valle, © Jentas A/S
ISBN: 978-87-428-1336-2
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.
This edition is published by arrangement with Jane Rotrosen Agency, LLC., through International Editors & Yáñez Coʼ S.L.
AGRADECIMIENTOS
Durante la mayor parte de mi carrera como escritora de novelas de suspense, en numerosas ocasiones me han hecho el comentario: «Vaya, pareces muy agradable para ser alguien que escribe unos libros tan retorcidos». Por una vez, me gustaría estar de acuerdo. En realidad, soy una persona aburrida y corriente que lleva una vida aburrida y corriente. La única formación verdadera que he recibido es la de consultoría de negocios, y aunque supongo que un personaje podría morir a causa de unos esfuerzos de reestructuración de procesos con un horrible final, no estoy segura de que nadie, aparte de los entusiastas de Dilbert, el famoso oficinista de las tiras cómicas, lo apreciase.
Así pues, he recurrido a la ayuda de los siguientes expertos para darle a mi trama giros bien enrevesados y a mis personajes, muertes horribles. Hay que recordar que estas personas respondieron con paciencia y precisión a todas mis preguntas, aunque eso no significa que haya utilizado su información de forma paciente o precisa. Soy una férrea defensora de las licencias artísticas, además de poseer una mente retorcida. Todos tenemos nuestros talentos.
Dicho esto, debo mi más profunda gratitud y reconocimiento a:
Doctor Greg Moffatt, catedrático de Psicología de la universidad Atlanta Christian College, por responder con generosidad a mi incesante flujo de preguntas y ofrecerme unas perspectivas fabulosas de la mente criminal.
Phil Agrue, investigador privado, de Agrue & Associates, en Portland, Oregón, que en tres horas me convenció de que quiero ser investigadora de la defensa cuando sea mayor.
Gary Vencill, consultor de Investigación Jurídica de la corporación Johnson, Clifton, Larson & Corson. Su placer al crear un escenario de accidente o asesinato automovilístico solo se equiparaba a su diligencia en mostrarme en persona cómo manipular los cinturones de seguridad.
Doctor Stan Stojkovic, catedrático de Justicia Penal de la Universidad de Wisconsin-Milwaukee, por sus ideas sobre el protocolo y la comunicación en las cárceles.
Doctor Robert Johnson, de la American University, que tuvo la amabilidad de permitirme utilizar su dedicado estudio académico como modelo para llevar a cabo diversas formas de caos criminal.
Larry Jachrimo, armero experto en personalización de pistolas, cuya continua ayuda con los detalles de las armas de fuego y las técnicas balísticas me ha permitido ser más diabólica de lo que jamás hubiera esperado. Me ha proporcionado una información maravillosa, aunque cometo algunos errores.
Mark Bouton, antiguo instructor de armas de fuego del FBI y colega escritor, por ayudar a mis agentes del FBI a entrar en el nuevo milenio.
Celia MacDonell y Margaret Charpentier, farmacéuticas extraordinarias, que también tienen un futuro muy prometedor como envenenadoras. No es nada personal, pero, de ahora en adelante, me llevaré mi propia comida.
Mark Smerznak, ingeniero químico, gran amigo y extraordinario cocinero.
Heather Sharer, amiga maravillosa, entusiasta del jazz y hombro en el que llorar en general.
Rob, Julie y mamá, por la visita al barrio de Pearl District y el constante flujo de cafés moca.
Kate Miciak, extraordinaria editora, que sin duda ha hecho de este un libro mejor.
Damaris Rowland y Steve Axelrod, agentes extraordinarios, que me animan a escribir siempre el libro de mis sueños, y aún mejor, me permiten pagar mi hipoteca mientras lo hago.
Y, por último, a mi marido, Anthony, por el suministro de trufas caseras de chocolate con champán y tarta de mousse de chocolate. Sabes cómo mantener motivada a una escritora, y te quiero.
El próximo accidente
Plan A
PRÓLOGO
Virginia
Su boca rozaba un lado del cuello de ella. Le gustaba la sensación de su beso, susurrante y juguetón. Echó la cabeza hacia atrás y se oyó a sí misma soltar una risa tonta. Él atrapó el lóbulo de la oreja de ella entre sus labios y esa risa se convirtió en gemido.
¡Dios!, le encantaba cuando la tocaba.
Los dedos de él levantaron su pesado cabello, bailaron por su nuca y se deslizaron por sus hombros desnudos.
—Preciosa Mandy —susurró—. Sexi, sexi Mandy.
Volvió a soltar una risa tonta. Después de reírse, percibió un regusto a sal en los labios y supo que había llorado. Él la puso bocabajo en la cama. Ella no protestó.
Las manos de él recorrieron la línea de su columna antes de posarse en su cintura.
—Me gusta esta curva de aquí —murmuró, hundiendo un dedo en el hueco de la parte baja de su espalda—. Es perfecta para beber champán. Hay otros hombres que pueden preferir los pechos y los muslos. Yo solo quiero este punto. ¿Me lo das, Mandy? ¿Me lo das?
Tal vez dijo que sí, tal vez solo gimió. Ya no tenía nada claro. Había una botella de champán vacía sobre la cama, otra a medias. El sabor prohibido le producía un cosquilleo en la boca y se repetía a sí misma que todo saldría bien. Solo era champán, y lo estaban celebrando, ¿no? Él tenía un nuevo trabajo, el GRAN trabajo y, ¡vaya!, estaba lejos. Pero habría visitas de fin de semana, tal vez algunas cartas, llamadas de teléfono…
Estaban de fiesta, estaban de luto. Era un polvo de despedida, y de cualquier forma el sexo con champán no debía contar para la buena gente de Alcohólicos Anónimos.
Inclinó la botella de vino espumoso abierta sobre los hombros de ella. Un líquido frío y brillante le cayó en cascada por el cuello y se acumuló en la sábana de satén blanco. Ella lo bebió sin poder evitarlo.
—Esa es mi chica —susurró—. Mi dulce, sexi chica… Ábrete para mí, nena. Déjame entrar.
Sus piernas se abrieron. Ella arqueó la espalda, concentrándose por completo hacia abajo, abajo y más abajo, hasta el punto entre sus piernas donde el dolor había aumentado. Y solo él podía aliviarlo. Solo él podía salvarla.
«Lléname. Haz que me sienta completa».
—Hermosa Mandy. Sexi, sexi Mandy.
—P… p… por favor…
La penetró. Sus caderas retrocedieron, su columna pareció derretirse y se entregó a él.
«Lléname. Haz que me sienta completa».
Sintió regusto a sal en las mejillas y a champán en la lengua. ¿Por qué no podía dejar de llorar? Inclinó la cabeza hacia las sábanas y bebió un sorbo de champán mientras la habitación daba vueltas de forma enfermiza.
De repente, la cama había desaparecido. Estaban fuera, en la entrada, con la ropa puesta y las mejillas secas. El champán se había acabado, pero no la sed. Llevaba seis meses sobria. En ese momento tenía un terrible deseo de tomarse otra copa. Quedaba una botella de champán sin abrir. Tal vez podría conseguir que él se la diera para el viaje de vuelta a casa. Una para el camino.
«No te vayas…».
—¿Estás bien, cariño?
—Estoy bien —murmuró ella.
—Quizá no deberías conducir. Tal vez deberías pasar la noche…
—Estoy bien —volvió a murmurar. No podía quedarse, y ambos lo sabían. Las cosas hermosas venían, las cosas hermosas se iban. Si intentaba aferrarse a ese momento, solo lo empeoraría.
Sin embargo, él estaba dudando. La miraba con esos ojos profundos y preocupados que se arrugaban en las comisuras. A ella le encantó eso cuando lo conoció, la forma en que sus ojos se arrugaban como si estuviera estudiándola con atención, mirándola de verdad. Una fracción de segundo después sonrió, como si el mero hecho de haberla conocido le hubiera hecho muy feliz.
Nunca le había sonreído así un hombre. Como si fuera alguien especial.
«¡Oh, Dios!, no te vayas…».
Y luego: «Tercera botella de champán, entera. Una más por los viejos tiempos. Una más para el camino».
Su amante le cogió el rostro entre las manos y le acarició las mejillas con los pulgares.
—Mandy… —susurró con ternura—. La parte baja de tu espalda…
Ella ya no podía contestar. El llanto la ahogaba.
—Espera, cariño —dijo él de repente—. Tengo una idea.
Iban en el coche muy concentrados porque la angosta carretera se curvaba como una serpiente, y estaba oscuro, y era muy extraño lo pronto que podía venirle a ella un pensamiento y lo tarde que su cuerpo respondía. Él iba sentado a su lado en el asiento del copiloto. Quería asegurarse de que llegaba a casa sana y salva; luego cogería un taxi. «Quizá debería coger un taxi. Tal vez no estoy en condiciones de conducir. Y si él me acompaña, ¿por qué voy yo al volante?».
No pudo retener ese pensamiento el tiempo suficiente para hacer algo al respecto.
—Ve más despacio —le advirtió él—. La carretera es peligrosa por aquí.
Ella asintió, frunciendo el ceño y esforzándose por concentrarse. «Qué extraño siento el volante en las manos, muy redondo. Eh…». Fue a presionar el freno, pero, en su lugar, pisó el acelerador. El vehículo se lanzó hacia delante.
—Lo siento —murmuró ella. El mundo empezaba a girar de nuevo. No se sentía bien. Como si fuera a vomitar o a desmayarse. Tal vez las dos cosas. «Si pudiera cerrar los ojos…».
La carretera volvió a moverse ante ella. El vehículo pegó una sacudida.
«El cinturón de seguridad. Necesito el cinturón de seguridad». Buscó a tientas la correa, cogió el cierre y tiró. El cinturón de seguridad salió sin agarre. «Es verdad, estaba estropeado. Tengo que arreglarlo algún día. Hoy… un día de mayo… Las estrellas se alejan, el cielo empieza a aclararse. Va a salir el sol. Ahora solo necesito una niña cantando: «Mañana, mañana, te quiero mañana…»».
—Más despacio —repitió él desde el asiento del copiloto—. Hay una curva cerrada más adelante.
Lo miró aturdida. Él tenía un extraño brillo en los ojos, de emoción, que ella no entendía.
—Te quiero —se oyó a sí misma decir.
—Lo sé —respondió él. Extendió la mano hacia ella con dulzura y puso la mano en el volante—. Dulce, sexi Mandy. Nunca vas a olvidarme.
Ella asintió. El dique se rompió y las lágrimas empezaron a derramarse por sus mejillas. Sollozaba desesperada mientras el Ford Explorer daba un volantazo atravesando la carretera y el brillo aumentaba en los ojos de él.
—No hay otro mejor que yo —continuó él, implacable—. Sin mí, Mandy, estarás perdida.
—Lo sé, lo sé.
—Tu propio padre te abandonó. Yo estoy haciendo lo mismo ahora. Las visitas de fin de semana cesarán, luego las llamadas telefónicas. Y entonces solo estarás tú, Mandy, sola noche tras noche tras noche.
Sollozó con más fuerza. Sintió regusto a sal en las mejillas y a champán en los labios. «Estoy sola. Hay un abismo negro. Sola, sola, sola».
—Afróntalo, Mandy —añadió el con voz suave—. No eres lo bastante buena para mantener el interés de un hombre. No eres más que una borracha. ¡Por Dios!, estoy rompiendo contigo, y todo en lo que puedes pensar es en esa tercera botella de champán. Esa es la verdad, ¿no es así? ¿No es así?
Ella intentó sacudir la cabeza, pero acabó asintiendo.
—Mandy —susurró—, acelera.
«¿Por qué no ha venido papá a casa por mi cumpleaños? ¡Quiero que venga papá!».
—Dulce y sexi Mandy.
«Lléname. Haz que me sienta completa. Estoy tan sola…».
—Sufres, Mandy. Sé que sufres. Pero te ayudaré, cariño. Acelera.
Sintió regusto a sal en las mejillas y a champán en los labios. Su pie se posó en el pedal…
—Dale un pequeño empujón al acelerador y nunca volverás a sentirte sola. Nunca tendrás que echarme de menos.
Su pie… La curva que se aproximaba en la carretera…
«Estoy tan sola. ¡Dios!, estoy cansada».
—Vamos, Mandy. Acelera.
Su pie empezó a presionar… En el último instante, lo vio. Había un hombre en el estrecho arcén de la carretera comarcal. Estaba paseando a su perro, pareció sobresaltarse al ver un vehículo a esa hora de la mañana, y aún más sorprendido al ver que se le echaba encima.
«¡Gira! ¡Gira! ¡Tienes que girar!».
Amanda Jane Quincy dio un frenético giro al volante… Pero seguía dirigiéndose hacia el frente. Su amante continuaba agarrándolo, y lo sujetaba con fuerza.
El tiempo se detuvo. Mandy miró sin comprender el rostro que había llegado a amar. Vio la oscuridad que se precipitaba a través de la ventana que estaba detrás de él. Vio el cinturón de seguridad bien ajustado en el pecho fuerte y ancho de él, y lo oyó decir:
—Adiós, dulce Mandy. Cuando llegues al infierno, no olvides darle a tu padre recuerdos de mi parte.
El Explorer impactó contra el hombre. Después del ruido del golpe, se oyó un grito interrumpido de forma repentina. El vehículo siguió avanzando, y justo cuando pensaba que todo acabaría bien, que ella seguía entera, que los dos seguían enteros, el poste telefónico emergió de la oscuridad.
Mandy no tuvo tiempo de gritar. El Explorer chocó contra el grueso poste de madera a sesenta kilómetros por hora. El parachoques delantero se hundió, la parte trasera se levantó. Y su cuerpo desprotegido saltó del asiento del conductor al parabrisas, donde el duro marco metálico le aplastó la parte superior del cráneo.
El copiloto no tuvo esos problemas, el cinturón de seguridad le sujetó el pecho y lo empujó hacia el asiento mientras la parte delantera del Explorer se abollaba. El cuello se le fue hacia delante y los órganos internos se le agolparon en el pecho, cortándole por un instante la respiración. Jadeó, parpadeó y, segundos después, la presión había desaparecido. El vehículo se estabilizó, él se estabilizó. Estaba ileso.
Se desabrochó el cinturón de seguridad con sus manos desnudas. Había hecho los deberes y no le preocupaban las huellas. Tampoco le preocupaba el tiempo. Una carretera rural en las primeras horas del alba. Pasarían diez, veinte, treinta minutos antes de que alguien pasara por allí.
Inspeccionó a la preciosa y sexi Mandy. Todavía tenía un pulso débil, pero le faltaba casi toda la parte superior de la cabeza. Aunque su cuerpo estuviera luchando hasta el último aliento, su cerebro nunca se recuperaría.
Un año y medio de planificación después, estaba satisfecho. Amanda Jane Quincy había muerto asustada, confusa y con el corazón roto.
Él y Pierce Quincy aún no estaban en paz, pensó el hombre, pero era un comienzo.
1
Catorce meses después
Portland, Oregón
El lunes por la tarde, la investigadora privada Lorraine Conner se encontraba sentada, inclinada sobre su escritorio inundado de papeles. Tecleó unos cuantos números más en su viejo pero eficaz ordenador portátil y luego frunció el ceño al ver los resultados que aparecieron en la pantalla. Volvió a comprobar los números, obtuvo los mismos pésimos resultados y les dedicó la misma mirada sombría. Sin embargo, el presupuesto generado por el programa Quicken se negaba a dejarse intimidar.
«Maldito archivo —pensó—. Maldito presupuesto, maldito calor…». Y maldito ventilador, que había comprado una semana antes y ya se negaba a funcionar a menos que le diera dos golpes. Se detuvo un instante para darle el doble golpe necesario y por fin fue recompensada con una débil brisa. ¡Dios!, ese tiempo estaba matándola.
Eran las tres de la tarde del lunes. Fuera brillaba el sol y el calor estaba a punto de alcanzar su punto álgido en otro día de temperatura récord de julio en el centro de Portland. Técnicamente hablando, en Oregón no hacía tanto calor como en la costa este. En teoría, tampoco era tan húmedo como el sur, pero, por desgracia, esos días el clima no parecía darse cuenta de ello. Hacía tiempo que Rainie había cambiado la camiseta normal por una de tirantes de algodón blanco. En ese momento la tenía pegada a la piel mientras los codos dejaban anillos de condensación en el único lugar despejado de su escritorio. Si la temperatura seguía subiendo, se llevaría el portátil a la ducha.
El loft de Rainie disponía de aire acondicionado central, pero como parte de su programa de «apretarse el cinturón», refrescaba su enorme apartamento de una sola estancia a la antigua usanza: abría las ventanas y encendía un pequeño ventilador de mesa. Por desgracia, ese pequeño problema del aumento del calor conspiraba contra ella. No solo no estaba produciéndose ningún enfriamiento milagroso en la vivienda del octavo piso, sino que la polución del aire se había multiplicado por diez.
Era un mal día para ajustarse el cinturón. Sobre todo en el moderno barrio de Pearl District de Portland, donde vendían café helado casi en cada esquina y todas las cafeterías se enorgullecían de sus helados gourmet. Dios sabía que, con toda probabilidad, la mayoría de sus vecinos de clase acomodada estarían sentados en Starbucks en ese mismo momento, disfrutando de la gloria del aire acondicionado mientras intentaban elegir entre un té Chai helado o un moca latte desnatado.
Pero no Rainie. No, la nueva y mejorada Lorraine Conner estaba sentada en su moderno loft de ese pequeño barrio de moda, intentando decidir qué era más importante: el dinero para la lavandería o un nuevo carburador para su tartana de quince años. Por un lado, la ropa limpia siempre causaba una buena impresión al conocer a un nuevo cliente. Por otra parte, no le servía de nada conseguir nuevos casos si no tenía medios para llevarlos a cabo. Eran detalles y más detalles.
Probó una nueva ronda de cifras en su archivo de Quicken. Demostrando una gran falta de imaginación, el archivo devolvió los mismos resultados en rojo. Rainie suspiró. Acababa de aprobar el examen de la Junta de Investigadores de Oregón para conseguir su licencia. La buena noticia era que podría empezar a trabajar para abogados como investigadora de la defensa, a lo Paul Drake para su Perry Mason. La mala era que esa licencia de dos años le había costado setecientos pavos. Luego llegaron los cien dólares de la fianza estándar de cinco mil dólares para protegerla contra denuncias. Por último, tuvo que desembolsar otros ochocientos por un seguro de un millón de dólares contra errores y omisiones, más infraestructura para cubrirse la espaldas. Con todo, Conner Investigations estaba avanzando, pero en ese momento tenía que abonar mil seiscientos dólares y estaba pasando apuros.
—Pero me gusta comer —trató de decirles a sus registros comerciales informatizados. No parecía importarles.
Sonó un timbre. Rainie se incorporó y se pasó una mano por el pelo, desalentada, mientras parpadeaba sorprendida. Ese día no esperaba ningún cliente. Se asomó a la sala de estar, donde su televisor estaba sintonizado con las cámaras de seguridad del edificio y transmitía la vista desde la entrada principal. Un hombre bien vestido y con cabello oscuro salpicado de canas esperaba de forma paciente ante las puertas cerradas. Mientras ella miraba, él volvió a llamar a su loft y luego dirigió la vista a la cámara.
Rainie no pudo evitarlo. Se le cortó la respiración. Tal vez hasta se le paró el corazón. Lo miró, era la última persona a la que esperaba ver esos días, y todo en su interior se puso patas arriba.
Volvió a pasarse una mano por su pelo recién rapado. Aún estaba acostumbrándose a su aspecto, y el calor hacía que se le pusiera de punta como a un cepillo friegaplatos castaño oscuro. Luego estaba su camiseta de tirantes, vieja y empapada de sudor. Sus pantalones vaqueros cortos, rasgados, deshilachados y poco profesionales. Ese día solo estaba haciendo papeleo, no necesitaba arreglarse, y, ¡oh, Dios!, se preguntó si se había puesto desodorante esa mañana, porque ahí hacía mucho calor y ya no recordaba si lo había hecho.
El agente especial de supervisión Pierce Quincy seguía mirando a la cámara de seguridad, e incluso a través de la imagen granulada, ella pudo ver la mirada intensa en sus profundos ojos azules.
Los pensamientos dispersos de Rainie se ralentizaron. Se llevó la mano al hueco del cuello y estudió a Quincy, casi ocho meses después de la última vez que lo vio y seis desde que cesaron incluso las llamadas telefónicas.
Seguía teniendo esas arrugas en las comisuras de los ojos. Su frente aún mostraba profundas líneas de expresión. Tenía los rasgos duros y delgados de un hombre que había pasado demasiado tiempo lidiando con la muerte, y, ¡diablos!, cómo le había atraído eso de él. Llevaba el mismo traje de impecable corte a medida, el mismo rostro difícil de leer. No había nadie como el agente especial de supervisión, el AES, Quincy.
Pulsó el timbre por tercera vez. No se iba. Una vez que se decidía por algo, Quincy rara vez lo dejaba pasar. Excepto a ella…
Rainie sacudió la cabeza con disgusto. No quería pensar así. Lo habían intentado y habían fracasado. Esas cosas pasaban. Quisiera lo que quisiera Quincy en ese momento, ella dudaba que fuera algo personal. Lo dejó entrar, y ocho pisos más tarde, estaba llamando a su puerta. A ella le dio tiempo a ponerse desodorante, pero no había nada que pudiera salvarle el pelo. Abrió la puerta, apoyó una mano en la cadera enfundada en unos vaqueros y saludó:
—¡Qué hay!
—Hola, Rainie.
Ella esperó. La pausa se alargó y, para su satisfacción, Quincy rompió el silencio primero.
—Empezaba a preocuparme que estuvieras fuera trabajando en algún caso —comentó.
—Sí, ya…, ni siquiera los buenos pueden estar trabajando todo el tiempo.
Quincy enarcó una ceja. Su tono seco la inundó de una positiva nostalgia al replicar:
—Yo de eso no sé nada.
Ella sonrió a su pesar. Entonces abrió la puerta un poco más y lo dejó entrar de verdad.
Quincy no habló de inmediato. Se paseó por su loft con indiferencia, pero Rainie no se dejó engañar. Había gastado la mayor parte de sus ahorros en la vivienda hacía solo cuatro meses y sabía la impresión que causaba. Esos techos de tres metros de un almacén reconvertido, y la distribución, abierta y soleada, con solo una encimera de cocina y ocho gigantescas columnas de soporte que creaban cuatro sencillos espacios: cocina, dormitorio, sala de estar y estudio. La enorme extensión de las ventanas, que llenaban toda la pared exterior con cristales originales de 1925.
La propietaria anterior a Rainie había acabado la entrada con ladrillo de color rojo cálido y pintado el salón con tonos rústicos de adobe y canela. El resultado era ese aspecto desgastado pero elegante que Rainie había visto en revistas, pero que no se habría atrevido a probar por su cuenta.
El loft casi la había llevado a la quiebra, pero, en cuanto lo vio, no pudo dejarlo pasar. Era moderno, era exclusivo y era precioso. Y tal vez, si la nueva y mejorada Lorraine Conner vivía en un lugar así, podría ser una persona así.
—Es bonito —elogió Quincy al final.
Rainie escrutó su rostro. Parecía sincero. Ella dio un gruñido como respuesta.
—No sabía que pintaras con esponja —comentó Quincy.
—Y no lo hago. Fue la propietaria anterior.
—¡Ah!, hizo un buen trabajo. ¿Nuevo peinado?
—Me lo corté todo y lo vendí para comprar el loft, claro.
—Siempre fuiste lista. No organizada, según puedo ver al observar el escritorio, pero sí lista.
—¿Por qué has venido?
Quincy hizo una pausa y sonrió de mala gana.
—Veo que aún sabes ir al grano.
—Y tú todavía sabes cómo esquivar una pregunta.
—¡Touché!
Ella arqueó una ceja, indicando que eso tampoco era una respuesta. Luego apoyó la cadera en el borde del escritorio y, conociendo a Quincy tan bien como lo conocía, esperó.
El agente especial de supervisión Pierce Quincy empezó su carrera como perfilador del FBI en los tiempos en que esa división se llamaba Unidad de Apoyo a la Investigación, y era conocido como uno de los mejores entre los mejores. Seis años atrás, después de un caso especialmente cruel, se había trasladado a la Unidad de Ciencias del Comportamiento, donde se dedicaba a investigar futuras prácticas homicidas y a impartir clases en Quantico. Rainie lo había conocido hacía un año, en su ciudad natal de Bakersville, Oregón, cuando un asesinato en masa asoló su pintoresca comunidad y atrajo la atención de Quincy. Como agente principal, recorrió con él aquella escena del crimen, habiéndole conocido apenas una hora antes y ya impresionada por lo impasible que podía mantener el rostro, incluso al contemplar el contorno en tiza del cadáver de unas niñas.
Al principio, ella no tenía la misma compostura que él. Se ganó la suya a pulso, en los días siguientes a la investigación, cuando las cosas en su pueblo fueron de mal en peor y se dio cuenta de lo mucho que tenía que temer. Quincy comenzó como su aliado y se convirtió en su ancla. Al final del caso, hubo una insinuación de algo más.
Entonces Rainie perdió su trabajo en el departamento del sheriff. Luego el fiscal la acusó de homicidio en primer grado por un asesinato ocurrido catorce años atrás, y pasó cuatro meses esperando a que la juzgaran. Hacía ocho meses, sin aviso ni explicación, se retiraron los cargos contra ella. Todo había acabado.
El abogado de Rainie tenía la impresión de que alguien podría haber intervenido en su favor. Alguien con influencia. Rainie nunca sacó el tema, pero siempre sospechó que esa persona fue Quincy. Y, lejos de unirlos, era una cosa más que desordenaba el espacio entre ellos.
Él era el agente especial de supervisión Pierce Quincy, el hombre que atrapó a Jim Beckett, el hombre que descubrió a Henry Hawkins, el hombre que probablemente incluso sabía lo que le había ocurrido a Jimmy Hoffa.
Ella era solo Lorraine Conner, y aún le quedaba mucho por hacer para encauzar su vida.
—Tengo un trabajo para ti —anunció Quincy.
Rainie casi resopló.
—¿Qué? ¿El Buró ya no te resulta suficiente?
—Es… personal —respondió, vacilante.
—El Buró es tu vida, Quincy. Todo es personal para ti.
—Pero esto lo es mucho más. ¿Podrías darme un vaso de agua?
Rainie frunció el entrecejo. Quincy con una misión personal. Sintió una irremediable intriga.
Fue a la cocina, preparó dos vasos de agua con abundante hielo y volvió junto a él al salón. Quincy ya se había sentado en su mullido sofá de rayas azules, que estaba viejo y raído. Era uno de los pocos vestigios de su vida en Bakersville. Allí vivía en una pequeña casa tipo rancho con una terraza trasera rodeada de altos pinos donde el aire se llenaba del sombrío ulular de los búhos. No había sonidos de sirenas ni de trasnochadores juerguistas, solo tardes interminables llenas de recuerdos: su madre borracha, su madre levantando el puño, su madre sin gran parte de la cabeza…
No todos los cambios recientes en la vida de Rainie habían sido malos.
Quincy bebió un largo sorbo de agua. Luego se quitó la chaqueta y la colocó con cuidado sobre el brazo del sofá. La pistolera que llevaba en el hombro resaltaba oscura sobre su camisa blanca.
—Mi hija… Enterramos a Mandy el mes pasado.
—¡Oh!, Quincy, lo siento —respondió Rainie de forma instintiva, y luego apretó las manos antes de hacer algo torpe como acercarse a él. Conocía la historia del accidente de coche de Mandy. El pasado abril, la hija de veintitrés años de Quincy chocó de frente contra un poste telefónico en Virginia, lo que le causó lesiones cerebrales permanentes y le destrozó la cara. En el hospital, la conectaron de inmediato a un respirador, cuyo único propósito fue el de salvaguardar sus órganos el tiempo suficiente para obtener el permiso para la donación. Por desgracia, Bethie, la exmujer de Quincy, confundió ese soporte vital con la vida y se negó a que desconectaran las máquinas. Quincy y Bethie discutieron. Al final, Quincy abandonó la vigilia junto al lecho para volver al trabajo, una decisión que alejo aún más a su exmujer.
—Bethie por fin concedió el permiso —dedujo Rainie.
Quincy asintió con la cabeza.
—No creí… En mi cabeza, Mandy lleva muerta más de un año. No imaginé que fuera a resultarme tan duro.
—Era tu hija. Sería extraño que fuera fácil.
—Rainie… —Dio la impresión de estar a punto de decir algo más, tal vez atrapado en ese momento en el que parecían viejos amigos de nuevo. Pero el momento pasó, sacudió la cabeza y especificó—: Quiero contratarte.
—¿Por qué?
—Quiero que investigues el accidente de mi hija. Quiero que te asegures de que fue un accidente.
Rainie se quedó demasiado atónita para hablar. Quincy se percató de que dudaba y prosiguió con firmeza:
—Han surgido algunos detalles. Quiero que los investigues.
—Creía que iba borracha —comentó Rainie, tratando todavía de recobrar la compostura—. Borracha, atropelló a un hombre, a un perro y un poste telefónico. Fin de la historia.
—Iba borracha. El hospital confirmó que tenía una tasa de alcoholemia dos veces superior al límite legal, pero lo que me preocupa es cómo se emborrachó. Hablé con algunas de sus amigas en el funeral, y una de ellas, Mary Olsen, afirma que Amanda pasó la mayor parte de la tarde en casa de ella, jugando a las cartas y bebiendo Coca-Cola Light. Hacía tiempo que yo no hablaba con Mandy. Tú… ya sabes que no tenía una relación muy estrecha con ella. Pero, al parecer, Amanda se había apuntado a Alcohólicos Anónimos seis meses antes de su accidente y le iba muy bien. Sus amigas estaban muy orgullosas de ella.
A su pesar, Rainie frunció el ceño.
—¿Pasó algo durante la partida de cartas? ¿Algo que la molestó, que hizo que se fuera directa a un bar?
—No según Mary Olsen. Y Amanda no se fue hasta casi las dos y media de la mañana, después de la hora de cierre de los bares.
—¿Estaba sola?
—Sí.
—Tal vez se fue a casa a emborracharse.
—¿Y luego volvió a coger su coche para ir a dónde?
Rainie se mordió el labio inferior.
—Vale, quizá tenía alcohol escondido en el coche y empezó a beber en cuanto salió de la fiesta.
—No se encontraron envases en su vehículo ni en su apartamento. Además, las tiendas de alcohol estarían todas cerradas, así que no pudo haberlo comprado esa misma noche.
—Tal vez lo compró antes de llegar a casa de su amiga y luego tiró los envases vacíos de camino a casa. Ya sabes, para no dejar huella.
—Amanda se estrelló a veinticinco kilómetros de su apartamento, en una carretera secundaria que no tiene relación directa con la casa de Mary Olsen ni con la suya.
—Como si hubiera estado conduciendo sin rumbo…
—Borracha, a las cinco y media de la mañana, sin suministro evidente de alcohol —terminó Quincy por ella—. Rainie, estoy preocupado.
Ella no contestó de inmediato. Seguía dándoles vueltas a los hechos en su cabeza, intentando que las piezas encajaran.
—Pudo haber ido a casa de otra persona después de dejar la de Mary.
—Es posible. Mary dijo que Amanda había conocido a un hombre unos meses antes. Ninguna de las amigas de Amanda lo había visto todavía, pero se suponía que era un tipo muy agradable, muy comprensivo. Mi hija… Amanda le dijo a Mary que creía que estaba enamorada.
—Pero ¿tú nunca viste a ese chico?
—No.
Ella ladeó la cabeza.
—¿Y en el funeral? Seguro que asistió al funeral.
—No asistió al funeral. Nadie sabía su nombre ni cómo contactar con él.
Rainie miró a Quincy.
—Si es tan estupendo, ya te habría encontrado él a ti. Seguro que Mandy le mencionó a su padre, y dada la cantidad de atención mediática que has recibido en varios casos…
—Ya he pensado en eso.
—Pero ni rastro del señor Maravilloso.
—No.
Rainie por fin comprendió.
—No crees que fuera un accidente, ¿verdad? Crees que es culpa del señor Maravilloso. Emborrachó a tu pequeña y dejó que se fuera conduciendo a casa.
—No sé lo que hizo —respondió Quincy en voz baja—, pero, de alguna manera, Amanda tuvo acceso a alcohol entre las dos y media y las cinco y media de la mañana, y eso le costó la vida. Tenía problemas. Tenía un historial de alcoholismo… Sí, me gustaría oír la versión de los hechos que él tiene.
—Quincy, esto no es un caso. Esta es una de las cinco etapas del duelo. Ya sabes… negación.
Rainie intentó pronunciar las palabras con suavidad, pero le salieron directas y, casi de inmediato, Quincy se enfadó. Apretó los labios, se le oscurecieron los ojos y sus rasgos se endurecieron. En su mayor parte, Quincy era un académico, propenso a enfocar el mundo como un rompecabezas que había que analizar y resolver. Pero además era cazador; Rainie también había visto esa faceta suya. Una vez, su última noche juntos, ella le tocó las cicatrices del pecho.
—Quiero saber qué pasó la última noche de la vida de mi hija —pronunció Quincy con firmeza y precisión—. Te pido que lo investigues. Estoy dispuesto a pagar tus honorarios. Ahora, ¿aceptarás el caso o no?
—¡Oh, por el amor de Dios! —Rainie se levantó de la silla. Se paseó por la habitación un par de veces para que él no viera lo enfadada que acababa de ponerla, y luego añadió con tono amargo—: Sabes que te ayudaré, y sabes que no aceptaré tu maldito dinero.
—Es un caso, Rainie. Un simple caso, y no me debes nada.
—¡Mentira! Es otra migaja de pan que estás tirándome, y ambos lo sabemos. Eres agente del FBI. Tienes acceso a tu propio laboratorio criminalístico, tienes cien veces más contactos que yo.
—Todos querrían saber por qué hago preguntas y todos husmearían en la vida de mi familia y se sentarían a juzgar mis preocupaciones, aunque sean demasiado educados para acusarme de negación.
—Solo digo…
—¡Sé que estoy en fase de negación! Soy su padre, por el amor de Dios. Pues claro que me niego a aceptarlo. Pero también soy un investigador entrenado, como tú, Rainie, y algo en esto apesta. Mírame a los ojos y dime que no apesta.
Rainie se detuvo y lo miró a los ojos con gesto desafiante. Luego deseó no haberlo hecho, porque vio que tenía la mandíbula tensa y las manos cerradas en puños, y ¡maldita sea!, le gustaba cuando se ponía así. El resto del mundo podría tener a un Pierce Quincy sereno y profesional. Ella quería a ese hombre. Al menos lo había hecho.
—¿Le pediste al fiscal que retirara los cargos contra mí? —preguntó ella.
—¿Qué?
—¿Le pediste al fiscal que retirara los cargos contra mí?
—No. —Sacudió la cabeza, desconcertado—. Rainie, fui yo quien te dijo que siguieras adelante con el juicio, que tal vez era la mejor manera de dejar atrás el pasado. ¿Por qué iba entonces a interferir?
—Bien, me ocuparé de tu caso.
—¿Qué?
—¡Que me ocuparé de tu caso! Cuatrocientos dólares al día, más gastos. Y no sé nada de Virginia ni de investigación de accidentes de tráfico, así que no me acuses luego de no poseer suficiente experiencia. Te lo digo ahora, no tengo experiencia, y aun así va a costarte cuatrocientos dólares al día.
—Ya estás otra vez con ese encanto.
—Aprendo rápido. Ambos sabemos que aprendo rápido —añadió con un tono más salvaje de lo que pretendía. El rostro de Quincy casi se suavizó, pero luego se contuvo.
—Bien —respondió de forma tajante. Cogió su chaqueta, sacó un sobre de papel de estraza y lo dejó caer sobre la mesita de cristal—. Aquí tienes el informe del accidente. Incluye el nombre del investigador responsable. Estoy seguro de que querrás empezar con él.
—¡Jesús!, Quincy, no deberías estar leyendo eso.
—Es mi hija, Rainie. Es lo único que puedo seguir haciendo por ella. Ahora, vamos, yo invito.
—¿Invitas a qué?
—A cenar. ¡Maldita sea!, aquí hace demasiado calor, y deberías ponerte algo de ropa.
—Solo por eso, voy a llevar la camiseta de tirantes para cenar. Y, si tú pagas, vamos a Oba›s.
2
Barrio de Pearl District, Portland
Solo salieron una noche y ya fue fácil caer en los viejos roles. Quincy llegó a la ciudad y la llevó a un restaurante sofisticado a comer comida estupenda: ceviche de gambas tropicales, tataki de atún de aleta amarilla y enchiladas de calabaza. Él se tomó dos mundialmente famosos daiquiris de zarzamora, servidos en copas de martini bien frías. Rainie se limitó a beber agua, porque en un lugar como Oba›s le daba demasiada vergüenza llevar a cabo su pequeño ritual de pedir una Bud Light y no tomársela.
Empezaron hablando un poco y acabaron hablando un montón. ¡Dios!, cuánto se alegraba de volver a verlo.
—¿Y qué tal va el negocio de la investigación? —preguntó Quincy a mitad del postre, cuando ya habían agotado la conversación trivial y estaban relajados.
—Bien. Acabo de recibir mi licencia. La número quinientos veintiuno, esa soy yo.
—¿Estás haciendo trabajos privados?
—Algo. Me puse en contacto con unos abogados defensores, que fueron los que me convencieron para que sacase la licencia. Ahora puedo hacer más cosas para ellos: comprobar antecedentes de testigos, reconstruir escenas de crímenes y analizar informes policiales. Sigo pasando mucho tiempo sentada delante de mi escritorio, pero es mejor que perseguir a maridos o esposas infieles.
—Suena interesante.
Rainie se rio.
—¡Suena aburrido! Paso mi tiempo conectada a la Red de Información Judicial de Oregón. Los días más emocionantes puede que acceda a mi cuenta de la Policía Estatal de Oregón para consultar antecedentes penales. Requiere inteligencia, pero no estamos hablando de un subidón de adrenalina.
—Yo también leo muchos informes —agregó Quincy, sonando un poco a la defensiva.
—Tú vuelas a sitios, hablas con gente y llegas a la escena cuando la sangre todavía está fresca.
—¿Tanto lo echas de menos, Rainie?
Evitó su mirada para no contestar, deseó tener una botella de Bud Light y cambió de tema.
—¿Cómo está Kimberly?
—No lo sé.
—Pensé que era la hija a la que le gustabas —agregó Rainie, arqueando una ceja.
—Tacto, Rainie, tacto —replicó él con una mueca.
—Me esfuerzo por ser coherente.
—Kimberly necesita algo de espacio. Creo que el accidente de su hermana la afectó más que al resto de nosotros. Está resentida, y no creo que se sienta cómoda con la situación todavía.
—¿Resentida con Amanda o resentida contigo y Bethie?
—Para ser sincero, no estoy seguro.
Rainie asintió con la cabeza.
—Siempre quise tener una hermana. Pensé que debía ser algo especial tener una aliada genética en el mundo. Alguien con quien jugar, alguien con quien luchar, alguien que tuviera los mismos padres, que pudiera decirte si tu madre estaba loca de verdad o si todo estaba en tu cabeza. Pero no parece que Mandy haya sido una gran aliada para Kimberly. En cambio, ha sido la mayor fuente de estrés familiar.
—Era la hermana mayor rebelde, la que acaparó toda la atención —coincidió él.
—Mientras Kimberly se comporta como la niña modelo, la diplomática nata.
—Bethie odia que lo diga, pero Kim será una estupenda agente algún día.
—¿Sigue interesada en criminología?
—En psicología para su licenciatura, pero ahora está pensando en matricularse en un máster de criminología. —Las líneas de la frente de Quincy se suavizaron por un instante. Estaba muy orgulloso de su hija pequeña, y se le notaba en el rostro—. ¿Cómo va Bakersville? —preguntó enseguida.
—Bien. Todos siguen adelante lo mejor que pueden después de lo sucedido.
—¿Y Shep y Sandy?
—Están todavía juntos. —Rainie sacudió la cabeza como diciendo: «¿Quién lo entiende?»—. Shep trabaja para una empresa de seguridad en Salem y Sandy está muy activa en la revisión de la ley de menores.
—Bien por ella. ¿Y Luke Hayes?
—Está convirtiéndose en un buen sheriff, o eso me dice. Lo visité hace cinco o seis meses. El municipio está en buenas manos.
—Me sorprende que hayas vuelto.
—Luke tenía algunos asuntos para mí.
Quincy la miró con curiosidad; al final, proporcionó la información encogiéndose de hombros.
—Han estado haciéndole preguntas sobre mi madre.
—¿Sobre tu madre? —cuestionó Quincy sorprendido. La madre de Rainie llevaba muerta quince años, asesinada de un escopetazo en la cabeza. La mayoría de la gente de Bakersville pensó que fue Rainie fue quien apretó el gatillo. Eso era lo que pasaba cuando salías de casa con los sesos chorreándote por el pelo.
—Un tipo andaba indagando por la localidad, tratando de encontrarla. Luke pensó que yo debía saberlo.
—¿Por qué después de todo este tiempo?
Rainie sonrió sin poder evitarlo.
—El tipo acababa de salir de prisión. Lo pusieron en libertad después de cumplir treinta años por asesinato con agravantes. Sí, mi madre sabía cómo elegirlos.
—Y, por lo visto, sabía cómo causar impresión —añadió Quincy con desgana—, si el hombre sigue pensando en ella treinta años después.
—Luke lo informó de la situación. Comprobó los antecedentes para asegurarse de que no había nada raro y me lo pasó. Eso es todo.
Quincy volvía a tener esa expresión extraña en el rostro. Rainie pensó que iba a decir algo más, pero al parecer cambió de opinión.
El camarero llegó con la cuenta, que Quincy pagó. Y, como en los viejos tiempos, Rainie fingió que no le importaba.
Lo más sensato habría sido terminar la noche en ese momento. Quincy había volado hasta allí, le pasó un trabajo que necesitaba con desesperación y la llevó de paseo por la ciudad. Rainie debía retirarse mientras se encontraba en situación favorable, pero solo eran las siete, la temperatura por fin empezaba a refrescar y ella todavía sentía su ego agitado.
Paseó a Quincy por el barrio de Pearl District. Vieron una preciosa tienda de antigüedades, con un Porsche aparcado delante de forma ilegal, pasaron por una cafetería, una galería de arte, una exposición de muebles únicos hechos a mano… Lo llevó junto a hileras de almacenes recién transformados, cuyas fachadas renovadas en amarillo crema y rojo cálido constituían modestos exteriores para apartamentos de medio millón de dólares y lujosos áticos. Había gente sentaba en pequeños jardines cuadrados que salpicaban todas las entradas, y más de una pareja ataviada con ropa de J. Crew paseaba a sus preciados labradores negros por las calles bien cuidadas.
«Mira este lugar —pensó Rainie—. Mírame a mí. No está mal para una chica de Bakersville».
Luego bajó la mirada a sus pantalones cortos rotos y su camiseta de tirantes raída, y la euforia la abandonó de inmediato. Le gustaba ese mundo, con tantas cosas bonitas; odiaba ese mundo, con tantas cosas bonitas. Tenía treinta y dos años y aún no sabía quién era ni qué quería de la vida. Eso la enfadaba, sobre todo consigo misma.
Dio un giro brusco y se encaminó hacia las colinas. Tras un momento de confusión, Quincy la siguió.
Touché era un establecimiento de barrio. Se mantuvo en pie cuando los estudiantes universitarios pobres eran los únicos que encontraban habitable el decadente barrio de almacenes, y se mantuvo en pie mucho después de que los propietarios de deportivos se cansaran de esos lofts enormes y huyeran hacia pastos más verdes. La planta baja del edificio era un restaurante que no estaba mal. El piso de arriba era una sala de billar, mucho mejor.
Rainie entregó su carné de conducir y un fajo de billetes en el bar. A cambio, recibió un triángulo de bolas de billar, dos tacos y dos Bud Lights. Quincy arqueó una ceja y se quitó la chaqueta. Era el único que llevaba traje en la poco iluminada sala llena de media docena de moteros y dos docenas de universitarios. En ese momento era el pez fuera del agua, y lo sabía.
—Bola ocho —anunció Rainie—. Las bolas incorrectas cuentan lo mismo que una falta de bola blanca. Si le das a la ocho primero, mueres.
—Conozco el juego —respondió en tono inexpresivo.
—Apuesto a que sí. —Colocó las bolas y le dio el taco para que rompiera. Él le dio la primera sorpresa agradable haciendo rodar el taco sobre la mesa para comprobar si estaba recto.
—No está mal —comentó.
—Aquí hay siempre buenas partidas. Ahora deja de perder el tiempo y rompe.
Se le daba bien. Ella ya se lo había imaginado. En el tiempo que habían pasado juntos, aún no había encontrado su punto débil, algo que la irritaba y le llamaba la atención a la vez. Pero Rainie llevaba ya cuatro meses viviendo en el barrio de Pearl District, y Touché seguía siendo el único lugar donde se sentía como en casa. Las mesas estaban arañadas por el uso, la moqueta, muy gastada y la barra, destartalada. El lugar había recibido unos cuantos golpes, al igual que ella.
Quincy metió dos bolas en la apertura y continuó con una racha de seis antes de fallar. Leonard, el camarero, se detuvo el tiempo suficiente para mirar y luego se encogió de hombros con indiferencia. Touché atraía a un buen número de experimentados jugadores de billar y él había visto cosas mejores.
Ella tomó el relevo con fanfarronería. Ya estaba de buen humor, con adrenalina en las venas y un zumbido agradable en los oídos. Estaba sonriendo, podía notarlo en la cara. Una luz empezaba a arder en los ojos de Quincy. Rainie pudo sentirla sobre sus propios brazos desnudos al inclinarse sobre la mesa. Él llevaba la camisa remangada y con el cuello abierto. Tenía tiza en las manos y otra mancha azul claro en la mejilla. Estaban en terreno peligroso, y ella lo disfrutaba.
—¡Tronera de la esquina! —proclamó ella, y el juego comenzó de verdad.
Jugaron durante tres horas. Él ganó la primera partida cuando ella se puso tonta e intentó saltar la bola blanca por encima de la ocho, pero falló. Él ganó el segundo juego cuando ella se puso agresiva e intentó hacer un tiro a tres bandas para cerrar la mesa. Volvió a fallar. Luego ganó ella la tercera, cuarta y quinta jugadas clavando esos mismos tiros y dando qué pensar a la meticulosa naturaleza de Quincy.
—¿Ya te has rendido? —le preguntó ella.
—Solo estaba calentando, Rainie. Solo calentando.
Ella le dedicó una enorme sonrisa y volvió a la mesa. En la sexta partida, la sorprendió cambiando parte de su delicadeza por potencia. Así que le había estado ocultando algo. Eso solo ponía las cosas más interesantes.
Él se hizo con el sexto juego; se prepararon para el séptimo.
—Has estado jugando mucho —observó Quincy a mitad de un golpe de cuatro bolas. Su tono era suave, pero tenía la frente cubierta de sudor y se tomaba más tiempo que al principio para alinear los tiros.
—Me encuentro a gusto aquí.
—Es un sitio agradable —coincidió él—. Pero, para jugar al billar de verdad, tienes que ir a Chicago.
Él fue a por la bola ocho y falló. Rainie le quitó el taco.
—A la mierda Chicago —contestó ella, dejando limpia la mesa forrada de fieltro.
—¿Y ahora qué? —preguntó Quincy. Respiraba con dificultad. Ella también. La sala se había caldeado y era tarde. No era tan ingenua como para no captar los matices de su pregunta. Echó un vistazo al interior, a la pobre y destartalada estancia. Miró al exterior, donde las farolas brillaban con encanto. Pensó en su precioso y carísimo loft. Pensó en su viejo rancho de los años cincuenta de Bakersville y en los altísimos pinos que aún echaba de menos. Entonces miró a Quincy y…
—Ahora debería irme a casa —respondió.
—Ya me lo imaginaba.
—Mañana por la mañana tengo un trabajo importante.
—Rainie…
—Nada ha cambiado en realidad, ¿no? Podemos engañarnos un poco, pero no ha cambiado nada.
—No sé si algo ha cambiado, Rainie. Para empezar, nunca supe qué era lo que estaba mal.
—Aquí no.
—¡Sí, aquí sí! Entiendo lo que pasó aquella última anoche. Sé que no lo gestioné tan bien como podría haberlo hecho, pero estaba dispuesto a intentarlo de nuevo. Salvo que lo siguiente que supe es que estabas demasiado ocupada para verme cuando venía a la ciudad, y luego estabas tan ocupada que ni siquiera podías devolverme una llamada. ¡Por el amor de Dios!, sé por lo que estás pasando, Rainie. Sé que no es fácil…
—Ya estamos otra vez con tu lástima.
—¡La comprensión no es compasión!
—¡Está bastante cerca!
Él cerró los ojos. Ella se dio cuenta de que estaba contando hasta diez para no ceder al impulso de estrangularla. Había ironía en ello, porque el maltrato físico era algo que ella habría entendido mejor, y ambos lo sabían.
—Te echo de menos —reconoció él al fin, en voz baja—. Ocho meses después, todavía te echo de menos. Y sí, tal vez he venido hasta aquí y te he ofrecido un trabajo por esa razón tanto como por cualquier otra…
—¡Lo sabía!
—Rainie, no te voy a echar de menos para siempre.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Ella no pretendía malinterpretarlas. Volvió a pensar en Bakersville, en la casa en la que había crecido, en la gran terraza trasera y en los imponentes pinos. Pensó en aquel día de hacía quince años, y luego en aquella noche de hacía quince años, y sabía que él también debía estar pensando en ello. Quincy le dijo una vez que sacar la verdad la haría libre. Un año después, ya no estaba tan segura. En ese momento vivía con la verdad, y lo único en lo que podía pensar era que aún quedaban muchas cosas que alteraban el espacio entre unas y otras.
—Debería irme ya a casa —volvió a decir.
—Ya me lo imaginaba —repitió él también.
Rainie volvió a casa caminando sola. Encendió sola las luces de su enorme loft. Se dio una ducha fría, se lavó los dientes y se metió sola en la cama.
Tuvo una pesadilla. Estaba en un desierto de África. Conocía el lugar por un programa sobre la vida salvaje que había visto una noche en Discovery Channel. En su sueño, medio reconoció las escenas como parte de ese programa de televisión, y medio sintió que se desarrollaban en tiempo real frente a ella. Vio esas llanuras desérticas, una sequía horrible, un bebé elefante nacido de una madre enferma y agotada que se levantó tembloroso y cubierto de mucosidad. Su madre suspiró y falleció.
Sentada demasiado lejos para ayudar, Rainie se oyó a sí misma gritar: «Corre, pequeño, corre». Aunque aún no sabía por qué tenía miedo.
El bebé de una hora estaba apoyado en su madre, intentando mamar del cadáver. Al final, se alejó tambaleándose.
Rainie lo siguió por el desierto. El aire reverberaba por el calor, la tierra dura se resquebrajaba bajo sus pies. El elefante huérfano emitía pequeños gemidos mientras buscaba comida y compañía. Llegó a un soto de árboles caídos y frotó su cuerpo contra los gruesos troncos.
—El paquidermo recién nacido confunde los troncos de los árboles con las piernas de su madre —oyó Rainie comentar a un narrador invisible—. Se frota contra ellos para anunciar su presencia y buscar consuelo. Cuando no llega ninguno, la exhausta criatura continúa su búsqueda del agua que tanto necesita en medio de esta salvaje sequía.
—Corre, pequeño, corre —volvió a susurrar Rainie.
La cría se tambaleó hacia delante. Pasaron las horas y empezó a tropezar más, desplomándose en el suelo implacable. Se levantó y continuó.
—Tiene que encontrar agua —prosiguió el narrador—. En la vida del desierto, el agua es la diferencia entre la vida y la muerte.
De repente, una manada de elefantes apareció en el horizonte. A medida que se acercaban, Rainie pudo ver a otras crías que corrían para protegerse a la sombra del bulto de sus madres. Cuando la manada se detuvo, las crías se pararon a mamar y las madres las acariciaban con la trompa.
Se sintió aliviada. Habían llegado otros elefantes, el huérfano se salvaría.
La manada se acercó. El bebé corrió hacia ellos, barritando de alegría. El elefante macho se adelantó, cogió al pequeño con la trompa y lo arrojó lejos. El bebé de nueve horas aterrizó con fuerza y no se movió.
—No es raro que una manada de elefantes adopte a un huérfano en su seno —volvió a comentar el narrador—. El comportamiento agresivo que se observa aquí es indicativo de la gravedad de la sequía. La manada ya está estresada intentando mantener a sus propios miembros y, por tanto, no está dispuesta a aumentar su grupo. De hecho, el elefante macho ve al recién nacido como una amenaza para la supervivencia de su manada y actúa en consecuencia.
Rainie intentaba correr hacia la cría caída. El desierto iba haciéndose más ancho, más vasto. No podía llegar.
—Corre, pequeño, corre.
Por fin el bebé se movió, sacudió la cabeza y se puso en pie de manera inestable. Le temblaban las piernas. Ella pensó que iba a caerse de nuevo, pero entonces él inclinó la cabeza, se recompuso y el temblor cesó.
Todavía podía verse a la manada que había pasado. El bebé corrió tras ellos. Un elefante macho más joven se dio la vuelta, se detuvo y luego golpeó al pequeño animal en la cabeza. El bebé retrocedió y lloró, pero lo intentó de nuevo. Otros dos elefantes macho se giraron. Corrió hacia ellos. Lo tiraron al suelo. Volvió a levantarse tambaleándose. Volvieron a derribarlo. El bebé seguía avanzando, llorando, llorando y llorando. Y lo golpearon contra la tierra dura y agrietada, luego se dieron la vuelta y continuaron su pesado caminar.
—Corre, pequeño, corre —susurró Rainie con lágrimas en las mejillas.
La cría se arrastró cansada hasta ponerse de pie. Sangraba por la cabeza. Las moscas zumbaban alrededor de la carne desgarrada. Uno de los ojos se le había cerrado por la hinchazón. Nueve horas de vida, todas crueles, y aun así luchaba por vivir otra.
Dio un paso y después otro más. Uno tras otro, siguió a la manada principal de elefantes, sin molestarse ya en llorar y sin acercarse lo suficiente como para ser embestido.
Tres horas más tarde, el sol se puso y la manada encontró una charca poco profunda. Uno a uno, los elefantes fueron entrando en el agua. Según el narrador, el huérfano recién nacido estaba esperando a que terminaran, entonces le tocaría a él.
Rainie respiró por fin más tranquila. Ya todo saldría bien. Los animales habían encontrado agua, se sentirían menos amenazados y ayudarían al huérfano. Había insistido y todo iría bien. Así era como funcionaba. Si soportabas lo insoportable, te ganabas el «felices para siempre».
Lo pensó hasta el momento en que aparecieron los chacales y, frente a los indiferentes elefantes machos, saltaron sobre el abrumado recién nacido y lo despedazaron de forma metódica.
Rainie se despertó sobresaltada. Los sonidos lastimeros de los llantos de la cría moribunda seguían resonando en sus oídos. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
Se levantó de la cama con inestabilidad y atravesó el oscuro loft hasta la cocina, donde se sirvió un vaso de agua y bebió un largo trago.
No se oía nada en la vivienda. Eran las tres de la madrugada, todo estaba tranquilo, oscuro y vacío. Le temblaban las manos. Parecía como si su cuerpo no le perteneciese.
Y deseaba… Deseaba que Quincy estuviera ahí.
3
South Street, Filadelfia
Elizabeth Ann Quincy había envejecido bien.
La habían educado diciéndole que una mujer siempre debía cuidar de sí misma. Había que depilarse las cejas, peinarse el cabello e hidratarse el rostro, y luego pasarse el hilo dental dos veces al día. Nada envejecía tan rápido como las bacterias atrapadas en las encías.
Elizabeth hacía lo que le habían enseñado. Se depilaba, se peinaba y se hidrataba. Para ir a hacer recados se ponía vestido. Fuera de la pista, nunca llevaba zapatillas de tenis.
Elizabeth se enorgullecía de respetar las normas. Había crecido en una familia acomodada de las afueras de Pittsburgh, montando al estilo inglés todos los fines de semana y practicando sus saltos. A los dieciocho años ya sabía bailar El lago de los cisnes y tejer un cubreteteras a ganchillo. También sabía cómo utilizar la cerveza para fijar su pelo castaño oscuro en rulos y cómo usar una plancha para volver a alisarlo. Las chicas de hoy consideraban que su generación era frívola. Que pusieran la cabeza sobre la tabla de planchar cada mañana a primera hora, a ver si seguían pensando lo mismo.
Tenía un carácter duro que la llevó a la universidad cuando su madre lo desaprobaba. Mientras estudió allí, se sintió atraída por un hombre ajeno a la experiencia de su familia: el enigmático Pierce Quincy. Era originario de Nueva Inglaterra. A su madre le gustó eso. (¿Descendía de los peregrinos del Mayflower quizá? ¿Seguía vinculado a la madre patria? No lo estaba. Su padre dirigía una granja en Rhode Island, poseía cientos de acres de tierra y, al parecer, pocas palabras y sentimientos). Quincy estaba haciendo un doctorado en Psicología. Eso también le gustó a su madre. (Era un académico, entonces, eso no tenía nada de malo. «El doctor Quincy», sí, muy bien. Se asentaría y abriría una consulta privada. Podía ganarse mucho dinero con las mentes perturbadas).
Quincy se sentía atraído por esas mentes perturbadas. De hecho, fueron sus años en el cuerpo de policía de Chicago los que lo convencieron para cursar una doble licenciatura en Criminología y Psicología. Al parecer, más que las armas y la testosterona inherentes al trabajo policial, le fascinaba la mente criminal. ¿Qué era una personalidad desviada? ¿Cuándo mataría esa persona por primera vez? ¿Cómo podría detenerse?
Ella y Pierce habían tenido largas conversaciones sobre el tema. Elizabeth quedó hipnotizada por la claridad de sus pensamientos y la pasión de su voz. Era un hombre tranquilo, culto y de una positividad impactante por su capacidad para meterse en la piel de un asesino y asumir su trayectoria.
A ella la oscuridad de su trabajo le producía una emoción secreta. Le observaba las manos mientras él hablaba de psicópatas y sádicos e imaginaba sus dedos sosteniendo una pistola… Era un pensador, pero también un hacedor, y eso a ella le encantaba de forma genuina.
Eso era al principio, cuando aún pensaba en que se casarían, sentarían la cabeza y llevarían una vida normal; al principio, antes de darse cuenta de que para un hombre como Pierce no existía la normalidad. Él necesitaba su trabajo, respiraba su trabajo, y ella y las dos niñas eran las que quedaban fuera de lugar en su mundo.
Elizabeth era la única de su familia que se había divorciado, que había sido madre soltera. A su madre no le gustó, le dijo que aguantara, pero Elizabeth había vuelto a encontrar su vena dura. Tenía que pensar en Amanda y Kimberly, y sus hijas necesitaban estabilidad, algún tipo de vida sana en las afueras en la que su padre no saliera zumbando de los partidos de fútbol para ir a ver cadáveres. Amanda, en especial, tuvo dificultades con la carrera de su padre. Nunca entendió por qué solo veía a su padre cuando los maníacos homicidas terminaban su jornada.
Elizabeth había hecho lo correcto por sus hijas. Últimamente, solía repetírselo a sí misma. Había hecho lo correcto por sus hijas.
«¿Incluso al tomar la decisión de poner fin al matrimonio?».
A los cuarenta y siete años, Elizabeth Ann Quincy era una mujer hermosa. Culta, sofisticada y solitaria.
Ese lunes, a última hora de la tarde iba caminando por South Street, en Filadelfia, ignorando a las multitudes que se reían y disfrutaban de la estrafalaria mezcla de boutiques de lujo y tiendas de juguetes sexuales. Pasó por delante de tres adolescentes muy tatuados y luego esquivó una larga limusina negra. Esa noche, había coches de caballos por todas partes, que añadían la fuerte pestilencia del estiércol al ya característico olor a sudor humano y comida frita de South Street.