La tercera víctima - Lisa Gardner - E-Book

La tercera víctima E-Book

Lisa Gardner

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Beschreibung

El pasado no quedará enterrado… Un acto inenarrable ha destrozado la idílica localidad de Bakersville, en el estado de Oregón, y sus antaño pacíficos habitantes exigen una justicia rápida. Pero, aunque un niño ha confesado el horrendo crimen, las pruebas demuestran que podría no ser el responsable. La agente Rainie Conner, que dirige su primera investigación de homicidio, se encuentra en el centro de la polémica. La situación reaviva sus peores pesadillas y amenaza con sacar a la luz sus pecados secretos, pero nada le impedirá encontrar al verdadero culpable. Con la ayuda del perfilador del FBI Pierce Quincy, Rainie se acerca más de lo que puede imaginar a la inquietante verdad. Porque ahí afuera, en las sombras, un hombre la observa y trama su próximo movimiento. Conoce sus secretos, mata por diversión y ha destrozado para siempre la comunidad de Bakersville. Pero lo que en realidad ha venido a buscar es a Rainie, y no se irá hasta que haya terminado con ella… --- «Una inquietante lectura para disfrutar bajo una manta en invierno. Esta novela de suspense está repleta de diálogos nítidos y realistas y personajes cautivadores». Publishers Weekly ⭐⭐⭐⭐⭐ «Intriga envolvente que te mantiene en vilo». Iris Johansen ⭐⭐⭐⭐⭐ «He leído muchos libros de Lisa Gardner ¡y este sigue estando entre los mejores! Una novela tan absorbente que no podía apartar la vista». Reseña en Amazon ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un thriller brillante, de los que te dejan sin respiración, y que entretiene en múltiples niveles». Reseña en Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐ «Otra fantástica y apasionante lectura de Lisa Gardner. Me ha ENCANTADO este libro, no era capaz de dejar de leer. Hay algo en sus libros que hace que sean no solo emocionantes, sino que, además, parecen engancharte desde la primera página hasta la última. Así que, si estás buscando una lectura que te haga morderte las uñas y te mantenga en vilo hasta el final, tienes que leer esta novela. Créeme, no te decepcionará». Reseña en Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐ «La trama en sí es compleja, con muchas capas y muy emotiva, pero es buenísima. Lisa Gardner sabe cómo mantener tu atención con giros perfectamente sincronizados. Me ha cautivado por completo». Reseña en Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐ «Gran libro, grandes personajes, me ha ENCANTADO la trama. Se está convirtiendo muy rápido en una de mis autoras favoritas». Reseña en Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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La tercera víctima

La tercera víctima

Título original: The Third Victim

© 2001 by Lisa Gardner Inc. Reservados todos los derechos.

© 2024 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

Traducción: Ana Lydia García del Valle, © Jentas A/S

ISBN: 978-87-428-1330-0

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

This edition is published by arrangement with Jane Rotrosen Agency, LLC., through International Editors & Yáñez Coʼ S.L.

NOTA DE LA AUTORAY AGRADECIMIENTOS

Cuando propuse por primera vez este libro a mi editor, era el invierno de 1998 y habían pasado casi siete meses desde el último tiroteo, la matanza protagonizada por Kip Kinkel en Springfield, Oregón, en mayo. A esa tragedia la siguió de cerca otra, la ocurrida en Jonesboro, Arkansas, el 24 de marzo de 1998, a la que a su vez siguieron las de West Paducah, Kentucky, el 1 de diciembre de 1997, Pearl, Mississippi, el 1 de octubre de 1997, y Bethel, Alaska, el 19 de febrero de 1997. Al igual que muchos estadounidenses que luchaban por asimilar cinco tiroteos en quince meses, yo quería entender por qué se habían producido esos asesinatos en masa y qué se podía hacer para evitarlos.

Después de discernir lo que sería apropiado incluir en una obra de ficción cuyo objetivo debía ser también el de entretener, empecé el trabajo de investigación para la novela. Un lunes, mientras concluía semanas de entrevistas, pregunté a un experto si creía que la racha de incidentes indicaba una nueva tendencia en el comportamiento juvenil. Aunque el asunto era controvertido, el hombre no dudó en responder:

—Por supuesto —afirmó—. Con respecto a futuros tiroteos, la cuestión no es si ocurrirán, sino cuándo.

Justo al día siguiente, Littleton, Colorado, se sumó a la triste lista de colegios afectados por tiroteos en una magnitud y alcance asombrosos. Vi las noticias y, al igual que la gente del mundo entero, reflexioné y recé mucho por una comunidad que no conocía.

Resulta desgarrador cada vez que se produce uno de estos tiroteos, pero, como intentará explicar el agente especial de supervisión Pierce Quincy en las páginas siguientes, no tiene por qué ser desalentador. Con cada tragedia hemos aprendido y seguiremos aprendiendo. Además de Littleton, Springfield y Jonesboro, se encuentra Burlington, en Wisconsin, donde la policía respondió a una denuncia anónima con tiempo suficiente para detener a tres adolescentes que tramaban un plan para asesinar a una serie de populares estudiantes; y también Wimberly, Texas, donde unos estudiantes, preocupados, se pusieron en contacto con la policía a tiempo para frustrar un complot de cinco chicos de octavo curso para hacer volar el instituto. La gente está aprendiendo a escuchar, y funciona.

Al final, creo que tenemos una enorme deuda de gratitud con cada una de las comunidades que han sufrido esta tragedia. Al compartir con nosotros su experiencia y su dolor, nos enseñan a ser mejores estudiantes, familias y vecinos, mejores personas. Ojalá llegue un día en que los lirios blancos y las rosas rojas no se amontonen junto a las vallas de los patios escolares. Ojalá llegue un momento en que no nos persiga la imagen de adolescentes firmando notas de despedida sobre ataúdes blancos. Ojalá exista un futuro en el que nuestros colegios vuelvan a conocer la paz.

Las siguientes personas colaboraron en gran manera en mi investigación. Agradezco su ayuda y sus pacientes explicaciones. Por supuesto, todos los errores son míos y algunos hechos están sujetos a licencia artística.

Dr. Gregory K. Moffatt, catedrático de Psicología, Universidad Atlanta Christian College.

Dr. Thomas Grisso, catedrático de Psiquiatría (Psicología Clínica), director de Formación e Investigación Forense, Facultad de Medicina de la Universidad de Massachusetts.

Steve Ellis, agente, Departamento de Policía de Amity.

Rudolf Van Soolen, jefe de Policía, Departamento de Policía de Amity.

Jonathan McCarthy, técnico en emergencias sanitarias, Departamento de Salud de Nueva Orleans.

Amy Holmes Hehn, fiscal adjunta superior, División de Menores, Condado de Multnomah.

Stacy Heyworth, fiscal adjunta superior, condado de Multnomah.

Michael Moore, abogado.

Virgie Lorenz, profesora.

Bruce Walker, genio informático extraordinario.

Chad LeDoux, aficionado a las armas y colega escritor.

Debra Dixon, escritora.

UNO

Martes, 15 de mayo, 01:25 p. m.

La agente Lorraine Conner se encontraba en una mesa con bancos de vinilo rojo en el restaurante de carretera Martha’s Diner, comiendo su ensalada de atún y escuchando los cotilleos de Frank y Doug, cuando recibió la primera llamada. Estaba sentada sola en la mesa, comiendo ensalada, porque acababa de cumplir treinta y un años y empezaba a notar que los kilos no desaparecían por arte de magia como cuando tenía veintiuno, o qué demonios, ni siquiera cuando tenía veintisiete. Aún podía correr un kilómetro y medio en seis minutos y entrar en una talla cuarenta, pero los treinta y uno eran, en esencia, diferentes de los treinta. Dedicaba más tiempo a arreglar su larga melena castaña para atraer esas segundas miradas, y para comer, había cambiado las hamburguesas con queso por ensalada de atún, cinco días a la semana.

Ese día, el compañero de Rainie era el agente de policía voluntario Charles Cunningham, de veintidós años, al que apodaban Chuckie. En la jerga del pequeño departamento de policía de Bakersville, Oregón, era conocido por ser un «novato inexperto», ya que aún no había asistido a la escuela de entrenamiento de nueve meses. Eso significaba que podía ver pero no tocar. La plena autoridad llegaría cuando completara los cursos obligatorios de la academia y obtuviera su certificado. Mientras tanto, adquiría experiencia patrullando y redactando informes. También podía llevar el uniforme estándar de color caqui y portar un arma. Chuckie era un chico bastante alegre.

Antes de que entrase la llamada, él se encontraba en el mostrador de la cafetería, intentando hechizar a una camarera rubia de piernas largas llamada Cindy. Tenía el pecho hinchado, la rodilla doblada hacia delante y la mano apoyada ligeramente en el arma. Por su parte, Cindy estaba intentando servir porciones de la tarta casera de arándanos de Martha’s a seis granjeros a la vez. Un viejo cascarrabias murmuró al novato que se quitara de en medio. Chuckie sonrió todavía más.

En la mesa que había detrás de Rainie, los lecheros jubilados Doug Atkens y Frank Winslow empezaban a hacer sus apuestas.

—Diez dólares a que cede —anunció Doug, estampando un billete arrugado contra la mesa de formica rosa.

—Veinte a que le tira un vaso de agua helada en la cabeza a Romeo —replicó Frank, sacando la cartera—. Sé a ciencia cierta que a Cindy le importa más ganar buenas propinas que conquistar el corazón de Clark Gable.

Rainie dejó su ensalada y se dio la vuelta para mirar a los dos hombres. Era una tarde tranquila y ella no tenía nada mejor que hacer con su tiempo, así que dijo:

—Me apunto a eso.

—Hola, Rainie —saludaron Frank y Doug, amigos desde hacía casi cincuenta años, sonriendo al unísono.

Los ojos de Frank se veían más azules en el rostro curtido por el sol, pero Doug tenía más pelo. Ambos vestían camisas de estilo Oeste con cuadros rojos y botones automáticos perlados, las oficiales para pasar la tarde en la ciudad. En invierno, complementaban sus camisas con americanas de ante marrón y sombreros vaqueros color crema. Rainie los acusó una vez de intentar hacerse pasar por el hombre Marlboro. A su edad, se lo tomaron como un cumplido.

—¿Día tranquilo? —preguntó Doug.

—Mes tranquilo. Es mayo, ha salido el sol... Todo el mundo está demasiado contento como para pelearse.

—¡Ah!, ¿no hay jugosos altercados domésticos?

—Ni siquiera una discusión sobre qué perro deposita qué recuerdos en el jardín de quién. Si continúa este buen tiempo, voy a quedarme sin trabajo.

—Una mujer hermosa como tú no necesita un trabajo —afirmó Frank—. Necesitas un hombre.

—¿Sí? Y después de treinta segundos, ¿qué iba a hacer?

Frank y Doug se rieron entre dientes y Rainie les guiñó un ojo. Frank y Doug le caían bien. Todos los martes, desde que tenía uso de razón, los encontraba sentados en esa misma mesa de ese restaurante de carretera a la una en punto de la tarde, igual que el sol salía y luego se ponía. Frank y Doug tomaban el pastel de carne especial de los martes de Martha’s. La rutina les funcionaba.

Rainie echó entonces diez dólares en el bote a favor de Chuckie. Ya había visto al joven donjuán en acción, y a las jóvenes de Bakersville les encantaba su sonrisa con hoyuelos.

—Y bien, ¿qué opinas del nuevo voluntario? —preguntó Doug, haciendo un gesto con la cabeza hacia la barra.

—¿Qué hay que opinar? Poner multas de tráfico no es neurocirugía.

—Nos hemos enterado de que la semana pasada tuvisteis un pequeño encuentro con un pastor alemán —indagó Frank.

Rainie hizo una mueca.

—Tenía la rabia. Menudo maldito animal también.

—¿De verdad arremetió contra Romeo?

—Todos sus cuarenta kilos.

—Hemos oído que Chuckie casi se meó en los pantalones.

—No creo que a Chuckie le gusten los perros.

—Walt contó que eliminaste al pastor. Un tiro limpio en la cabeza.

—Por eso me pagan tanto dinero, para poder aconsejar a borrachos y disparar a animales domésticos.

—Vamos, Rainie. Walt comentó que era un disparo complicado. Esos perros se mueven rápido. ¿Chuckie está en deuda contigo ahora?

Rainie miró al novato, todavía henchido como un gallo en la barra.

—Creo que Chuckie ahora me tiene un miedo atroz —señaló ella.

Frank y Doug volvieron a reírse. Entonces Frank se inclinó hacia delante, con un brillo en sus viejos ojos azules, buscando pescar cotilleos de verdad.

—Seguro que a Shep le gusta tener más ayuda —expresó de modo significativo.

Rainie vio el cebo y optó por no morder el anzuelo.

—A todos los sheriffs les gusta conseguir gente dispuesta a trabajar gratis —respondió con neutralidad.

Era bastante cierto. El modesto presupuesto de Bakersville solo permitía tener un sheriff y dos agentes a tiempo completo, Rainie y Luke Hayes. Los otros seis patrulleros eran meramente voluntarios. No solo prestaban sus servicio de forma gratuita, sino que, además, pagaban su propia formación, uniformes, chalecos y armas. Muchas localidades pequeñas utilizaban ese sistema. Al fin y al cabo, la mayoría de las llamadas eran por disputas domésticas y delitos contra la propiedad. Nada a lo que unas buenas personas con la cabeza fría no fueran capaces de enfrentarse.

—He oído que Shep está reduciendo sus horas —insistió Doug.

—No llevo la cuenta.

—Vamos, Rainie. Todo el mundo sabe que Shep y Sandy tienen sus diferencias. ¿Está intentado arreglar las cosas? ¿Está acostumbrándose a que su mujer tenga trabajo?

—Yo solo registro incidentes civiles, Frank. No hago de espía para los contribuyentes.

—¡Ah!, danos una pista. Ahora vamos a la barbería, ya sabes. Si le proporcionas noticias frescas, Walt te corta el pelo gratis.

Rainie puso los ojos en blanco.

—Walt ya sabe más que yo. ¿A quién crees que llamamos para pedir información?

—Walt lo sabe todo —refunfuñó Frank—. Tal vez deberíamos abrir una barbería. Demonios, cualquier imbécil debería ser capaz de cortar el pelo.

Rainie lanzó una mirada a las manos de los dos hombres, retorcidas por toda una vida de duro trabajo e hinchadas por una década de artritis.

—Yo entraría —aseguró ella con valentía.

—Y mira, Doug, también podríamos ligar.

Doug estaba impresionado. Empezó a considerar los detalles, y Rainie decidió que era hora de hacer mutis por la derecha. Volvió a girarse hacia su mesa con una sonrisa de despedida y miró el reloj. Era la una y media de la tarde. No entraban llamadas, no tenía que redactar informes de esa jornada. Una mañana de inusual tranquilidad en un municipio ya de por sí tranquilo. Miró a Chuckie, cuyas mejillas debían dolerle de tanto sonreír de esa forma.

—Termina ya, novato —farfulló, y tamborileó inquieta con las puntas de los dedos.

A diferencia de Charles Cunningham, Rainie nunca había pensado en hacerse policía. Cuando se graduó en el instituto de Bakersville, su primera idea fue largarse de ese antro de lecheros. Llevaba dieciocho años de claustrofobia acumulándose en su interior y ya no le quedaba familia que la mantuviera encadenada. Libertad, eso era lo que necesitaba. Se habían acabado los fantasmas, o eso creía ella.

Rainie cogió el primer autobús a Portland, donde se matriculó en la Universidad Estatal de Portland y estudió Psicología. Disfrutaba de sus clases. Le gustaba esa joven ciudad rebosante de escuelas de cocina, institutos de arte y «estilos de vida alternativos». Se involucró en una embriagadora aventura amorosa con un ayudante del fiscal de distrito de treinta y cuatro años que conducía un Porsche.

Pasaban noches al volante del vehículo de alto rendimiento con todas las ventanillas bajadas, pisando a fondo el acelerador y subiendo por las curvas cerradas de Skyline Boulevard con la melena al viento. Subían más y más y más alto, presionando más y más y más fuerte. Buscando... algo.

Luego, cuando por fin llegaban a la cima de la colina, la ciudad se extendía como un manto de estrellas, aparcaban y se quitaban la ropa mientras follaban de forma apasionada entre palancas de cambios y asientos de tipo deportivo.

Después, Howie llevaba a Rainie a casa, donde ella abría un paquete de seis cervezas para ella sola, aunque sabía que no debía hacerlo.

Rainie volvió a mirar el reloj.

—Vamos, Chuckie, que Cindy no va a irse a ninguna parte.

La radio que Rainie llevaba en el cinturón cobró vida. «Por fin —pensó con verdadero alivio—, algo de acción».

—¡Uno-cinco, uno-cinco! Llamando a uno-cinco.

Rainie cogió la radio y se levantó con rapidez de la mesa.

—Aquí uno-cinco, adelante.

—Nos han informado de un incidente en el colegio de preescolar a secundaria. Un momento... espere.

Rainie frunció el ceño. Podía oír ruidos de fondo, como si la central tuviera su propia radio muy alta o un teléfono junto al receptor. Rainie escuchó interferencias y gritos. Entonces oyó cuatro ruidos sordos distintos. Eran disparos.

«¿Qué demonios?».

Rainie se acercó a Chuck y le dio la vuelta en el mismo momento en que la central volvió a escucharse. Por primera vez en ocho años, Linda Ames sonaba alterada.

—A todas las unidades, a todas las unidades. Informes de disparos en el colegio de Bakersville. Nos informan... hay heridos... sangre en los pasillos. Llamando a seis-cero... seis-cero... ¡Walt, lleva la maldita ambulancia! Estoy asegurando el canal tres. Creo que se trata de un tiroteo escolar. ¡Oh, Dios mío, se está produciendo un tiroteo en el colegio!

Rainie sacó a Chuck del restaurante. Estaba pálido y conmocionado. Ella esperaba sentir algo, pero fue en vano. Percibió un débil zumbido en los oídos. Lo ignoró mientras se deslizaba en el viejo sedán de la policía, se abrochaba el cinturón y estiraba el brazo de forma automática para poner las sirenas.

—No lo entiendo —murmuró Chuckie—. ¿Un tiroteo escolar? Nosotros no tenemos tiroteos en los colegios.

—Mantengan la radio en el canal tres. Ese es el canal designado, y toda la información se transmitirá por ahí.

Rainie metió la marcha y arrancó. Se encontraban en Main Street, a un cuarto de hora largo del colegio de preescolar a secundaria de Bakersville, y Rainie sabía que en quince minutos podían pasar muchas cosas.

—No es posible que estemos teniendo un tiroteo escolar —continuó Chuckie, balbuceando—. ¡Joder!, ni siquiera tenemos pandillas, ni drogas, ni... ni homicidios, de hecho. La central debe estar confundiéndose.

—Sí —respondió Rainie en voz baja, aunque el zumbido aumentaba en sus oídos. Hacía años que no lo oía. Habían pasado años desde que de niña volvía a casa del colegio y sabía desde el primer paso que daba en la entrada, el primer indicio de presentimiento en sus tímpanos, que su madre ya estaba borracha y que la situación acabaría mal.

«Ahora eres policía, Rainie. Tú tienes el control».

De repente, sintió una desesperada necesidad de agarrar una botella de cerveza.

La radio volvió a crepitar. La voz del sheriff Shep O’Grady sonó cuando Rainie pasó el primer semáforo de Main Street.

—Uno-cinco, uno-cinco, ¿cuál es tu posición?

—A doce minutos —respondió Rainie, sorteando bruscamente un coche aparcado en doble fila y esquivando a duras penas el siguiente.

—Uno-cinco, cambia al canal cuatro.

Rainie miró a Chuckie. El novato cambió al canal privado. Volvió a oírse la voz de Shep, que ya no parecía tan tranquilo.

—Rainie, tienes que llegar más rápido.

—Estábamos en Martha’s. Voy tan rápido como puedo. ¿Y tú?

—A seis minutos. Demasiado lejos. Linda ha desplegado al resto de los agentes con rapidez, pero la mayoría tienen que ir corriendo a casa a buscar sus chalecos y armas. El agente del condado que se encuentra más cerca está tal vez a veinte minutos y el del estado, a unos buenos treinta o cuarenta. Si de verdad se trata de un incidente grave... —Su voz se entrecortó; luego dijo con brusquedad—: Rainie, tienes que ser la agente principal.

—No puedo ser la principal, no tengo experiencia. —Rainie miró a Chuck, que parecía igual de confuso. El sheriff era siempre el agente principal en un caso. Ese era el procedimiento.

—Tienes más experiencia que nadie —replicó Shep.

—Mi madre no cuenta...

—Rainie, no sé muy bien qué es lo que está pasando de verdad en el colegio, pero si es un tiroteo... Mis hijos están allí, Rainie. No puedes pedirme que no piense en mis hijos.

Se quedó callada. Tras ocho años trabajando con Shep, conocía a sus dos hijos tan bien como si fueran su sobrina y sobrino predilectos. Becky, de ocho años, estaba loca por los caballos, y a Danny, de trece, le encantaba pasar sus tardes libres en la pequeña comisaría. Una vez, Rainie le dio al niño una estrella de sheriff de plástico. La llevó puesta durante casi seis meses y exigía sentarse al lado de Rainie siempre que ella iba a cenar a su casa. Eran unos niños estupendos. Dos niños estupendos en un edificio lleno de otros doscientos cincuenta niños y niñas estupendos. Ninguno pasaba de los catorce años...

No en Bakersville. Chuckie tenía razón: Esas cosas no podían estar pasando en Bakersville.

—Seré la agente principal—accedió Rainie en voz baja.

—Gracias, Rainie. Sabía que podía contar contigo.

La radio se apagó. Rainie se encontró con otro semáforo en rojo y tuvo que pisar el freno para reducir la velocidad. Por fortuna, el tráfico transversal la vio venir y se detuvo enseguida. Percibió con vaguedad las expresiones de preocupación de los demás conductores. ¿Sirenas de policía por Main Street? Nunca se oían sirenas de policía en la calle principal. Aún les quedaban unos diez minutos de trayecto, y ya estaba preocupada de veras por que fuera demasiado tiempo... demasiado tarde.

Eran doscientos cincuenta niños pequeños...

—Vuelve al canal tres —pidió a Chuckie—. Ordena al personal sanitario que se mantenga a la espera.

—Pero se ha recibido un informe de que hay heridos...

—Los médicos deben mantenerse preparados hasta que la escena esté asegurada. Esa es la norma.

Chuck hizo lo que se le ordenó.

—Conecta con la central y pide refuerzos. Estoy segura de que los chicos de la policía del estado y del condado ya están al corriente, y no quiero que haya ninguna confusión: aceptaremos toda la ayuda posible.

Hizo una pausa, escudriñando en su memoria las clases que recibió ocho años atrás en un aula mohosa de Salem, Oregón, en las que era la única mujer entre treinta hombres. La movilización completa o los procedimientos para manejar posibles víctimas a gran escala fueron cuestiones que le resultó extraño estudiar en aquel momento.

—Solicita a los hospitales locales que se mantengan en alerta —murmuró—. Pide al personal sanitario que contacte con el banco de sangre local por si necesitasen incrementar el suministro. Linda tiene que solicitar asistencia de los geos. Ah, y dile a la Unidad de Escena del Crimen del estado que estén preparados para actuar. Por si acaso.

La central volvió a comunicarse antes de que Chuckie pudiera coger la radio. Linda sonaba frenética.

—Tenemos llamadas que notifican que siguen produciéndose disparos. No hay información sobre el tirador. Tampoco hay información sobre las víctimas. Nos han comunicado que hay un hombre vestido de negro en la escena. El tirador puede encontrarse en la zona. Procedan con precaución. ¡Por favor, por favor, procedan con precaución!

—¿Un hombre? —cuestionó Chuck con voz áspera—. Pensé que sería un estudiante. Siempre es un estudiante.

Rainie llegó por fin a la carretera rural, en el límite del centro de la localidad, y aceleró el coche a casi ciento treinta kilómetros por hora. Ya estaban en camino. Siete minutos y contando. Chuck cogió la radio y repasó la lista de órdenes.

Rainie empezó a pensar en las otras comunidades y colegios que había visto en las noticias sin comprender del todo. Incluso la ciudad de Springfield, en Oregón, parecía muy lejana. Era una ciudad más grande, y todo el mundo sabía que las localidades grandes tenían sus problemas. Por eso la gente se mudaba a Bakersville. Se suponía que ahí nunca pasaba nada malo.

«Pero tú ya lo sabías, ¿verdad, Rainie? Tú más que nadie deberías haberlo sabido».

Chuckie había terminado con la radio. Después, sus labios empezaron a moverse en una oración silenciosa. Rainie tuvo que apartar la mirada.

—Ya voy —murmuró a los niños que podía imaginar con claridad en su cabeza—. Voy lo más deprisa que puedo.

Era martes por la tarde, y Sandy O’Grady se esforzaba por terminar unos informes de investigación de mercado, fracasando de manera rotunda. Sentada en un pequeño despacho de esquina, un antiguo dormitorio de una casa victoriana reconvertida, pasaba más tiempo mirando por la ventana que a la pila de informes amontonados sobre su deteriorado escritorio de roble.

El día era precioso, no se divisaba ni una nube. Una auténtica rareza en un estado donde caía tanta lluvia que los lugareños se referían a ella como sol líquido, de forma afectuosa. La temperatura también era suave. No hacía tanto fresco como en primavera, pero tampoco tanto calor como para empezar a atraer a todos los turistas y estropear el ambiente.

El día era perfecto, un inusual regalo para todos los ciudadanos de Bakersville, que soportaban también todos los demás días: los otoños lluviosos, los inviernos helados, los aludes de lodo que a veces cerraban los pasos de montaña y las inundaciones primaverales que amenazaban con destruir todos los campos fértiles.

—Un buen día de cada cien —habría ironizado su padre. Aunque habría sido el primero en decir que era suficiente.

Sandra había vivido en Bakersville toda su vida, y no existía otro lugar donde quisiera criar a su familia. Enclavado entre la cordillera costera de Oregón, al este, y el océano Pacífico, al oeste, el valle presumía de exuberantes y onduladas colinas salpicadas de vacas frisonas de color blanco y negro, y rodeadas de imponentes montañas verdes. Las vacas lecheras superaban en número a las personas en una proporción de dos a uno. Las granjas familiares perduraban como forma de vida. La gente se conocía y participaba en la vida de sus vecinos. Había playas para divertirse en verano y rutas de senderismo para el esplendor otoñal. Para cenar, podías disfrutar de un cangrejo recién pescado, seguido de un tazón de fresas recién cogidas y coronado con nata recién montada. No era una mala vida, en absoluto.

Al final, la única queja que Sandra había escuchado sobre su comunidad era por el clima. Esos interminables inviernos grises, con una niebla tan espesa como un puré de guisantes, parecían deprimir a algunos. A Sandy, sin embargo, le encantaban incluso las mañanas grises y brumosas, en las que las montañas apenas asomaban por encima de sus sudarios de franela y el mundo quedaba envuelto en el silencio.

Cuando ella y Shep estaban recién casados, salían a pasear por la mañana temprano, antes de que él tuviera que presentarse al servicio. Se enfundaban en abrigos camperos y botas de goma negras y atravesaban los prados cargados de rocío, sintiendo la niebla como una caricia sedosa en las mejillas. Una vez, cuando Sandy estaba embarazada de cuatro meses y sus hormonas estaban descontroladas, hicieron el amor en la niebla, revolcándose bajo un viejo roble y calándose hasta los huesos. Shep la miró fascinado y admirado, y ella rodeó su delgada cintura fuertemente con sus brazos, escuchando los rápidos latidos de su corazón y soñando despierta con el niño que crecía en su vientre. ¿Sería niño o niña? ¿Heredaría su pelo rubio rizado o los gruesos mechones castaños de Shep? ¿Qué se sentiría al tener una vida diminuta mamando de sus pechos?

Fue un momento mágico. Por desgracia, su matrimonio no había visto muchos de esos desde entonces.

Alguien llamó a su puerta. Sandy apartó con culpabilidad la mirada de la ventana y vio a su jefe, Mitchell Adams, apoyado en el antiguo rosetón de la moldura de la puerta. Tenía los tobillos cruzados y las manos metidas en los bolsillos de un traje color carbón de tres mil dólares. El pelo oscuro le rozaba el cuello por detrás y sus delgadas mejillas estaban recién afeitadas. Mitchell Adams era uno de esos hombres que siempre tenían buen aspecto, tanto si vestía de Armani como de L. L. Bean. Shep lo odió nada más conocerlo.

—¿Cómo van esos informes? —preguntó Mitch.

A pesar de la preocupación de Shep, Mitchell se dedicaba a los negocios al cien por cien. No contrató a Sandy porque siguiera siendo ágil y bella incluso a los cuarenta. La contrató porque se dio cuenta de que la antigua reina de las fiestas escolares tenía cerebro y necesidad de triunfar. Cuando Sandy intentó explicárselo a Shep, él se limitó a odiar más a Mitchell.

—La reunión con Wal-Mart es mañana —continuó Mitch—. Si de verdad queremos convencerlos de que se instalen en la localidad, debemos tener nuestros números en orden.

—Así que será mejor que ponga los números en orden.

—¿Hasta dónde has llegado?

—Voy avanzando —respondió, vacilante. Lo que era señal de que no había hecho nada en absoluto. Señal de que había tenido otra gran pelea con Shep la noche anterior. Señal de que se quedaría hasta tarde a terminar los informes, y eso provocaría otra discusión con su marido, y ya no se sentía capaz de ganar. Pero era demasiado católica para cambiar nada, y Shep también.

No hacían más que dar vueltas y más vueltas, y entonces Becky se pasaba todo el tiempo recluida en su habitación con un ejército de peluches que creía que podían hablar mientras Danny pasaba cada vez más tiempo jugando por Internet en la sala de ordenadores del colegio. Le había dicho a Sandy que estaba ganando puntos extra de la señorita Avalon. Pero tanto Sandy como Shep sospechaban que su hijo ya no quería estar en casa. El mes anterior había ocurrido el incidente de las taquillas...

Sandy se frotaba las sienes de manera inconsciente. Mitchell dio unos pasos hacia el interior del despacho, pero se contuvo y retrocedió.

—Para mañana por la mañana —dijo en voz baja.

—Por supuesto. A primera hora de la mañana. Sé lo importante que es la reunión.

Al final, él asintió, aunque Sandy se dio cuenta de que no estaba satisfecho. Ella no sabía qué más podía decir. Así era su vida en ese momento. Nadie estaba del todo satisfecho: ni su jefe, ni su marido, ni sus hijos. Se decía a sí misma que, si aguantaba un poco más, las cosas se arreglarían. La reunión con Wal-Mart era algo que llevaban preparando nueve meses. Habían estado trabajando hasta tarde, hasta pasada la medianoche. Pero, si salía bien, entraría mucho dinero. Al final, la empresa inmobiliaria comercial podría contratar a más empleados, y Sandy tal vez se llevaría a casa una buena bonificación. Shep podría darse cuenta por fin de que ella tenía verdaderas habilidades y ambiciones, al igual que él.

Era la una y cuarenta y cinco de la tarde. Sandy se levantó y bajó las persianas de su ventana, con la esperanza de que eso la ayudara a concentrarse. Se sirvió un vaso de agua, cogió un bolígrafo y se dispuso a ponerse seria.

Acababa de empezar a revisar los datos de mercado cuando sonó el teléfono que estaba junto a su codo. Lo cogió de forma distraída, una mitad de su mente seguía procesando números. No estaba preparada para lo que oyó.

Lucy Talbot sonaba histérica.

—¡Sandy, Sandy! ¡Oh, gracias a Dios que te he localizado! Se ha producido un tiroteo, en el colegio. Ha sido algún hombre, dicen que ha huido. Lo he escuchado en la radio. Hay sangre por los pasillos. De alumnos, profesores, no sé quiénes. La gente está acudiendo a toda prisa de todas partes. ¡Tienes que ir rápido!

Sandy no recordaba haber colgado, ni haber cogido el bolso, ni haberle gritado a Mitchell que tenía que irse. Lo único que recordaba era haber corrido. Tenía que llegar al colegio. Tenía que llegar hasta Danny y Becky.

Y recordó haber pensado por primera vez en mucho tiempo que se alegraba de que Shep O’Grady fuera su marido. Sus hijos lo necesitaban.

DOS

Martes, 15 de mayo, 01:52 p. m.

El colegio de preescolar a secundaria de Bakersville parecía una escena sacada del caos. Cuando Rainie se detuvo en seco a media manzana del enorme edificio de una sola planta, vio a los padres corriendo de forma frenética por el aparcamiento mientras los niños deambulaban por el patio vallado del colegio, llorando histéricos. Sonaban las alarmas de incendio. También la sirena de la ambulancia de 1965 de Walt, ¡maldito fuera! Más coches se acercaban de forma peligrosa por las calles residenciales, tal vez de padres que habían llamado desde el trabajo.

—¡Joder! —protestó Rainie—. ¡Joder, joder, joder!

Pudo ver cómo los profesores reunían a sus alumnos en pequeños grupos. Un hombre trajeado, quizá fuera el director VanderZanden, al que Rainie solo había visto una vez, se colocó junto al asta de la bandera y parecía intentar organizar el caos. No estaba teniendo mucho éxito. Había demasiados padres corriendo de un grupo a otro tratando de encontrar a sus hijos; demasiados niños dando vueltas sin rumbo en busca de sus padres. Un chico joven con los vaqueros empapados en sangre se alejaba tambaleándose del torbellino de locura arremolinada y se desplomó en la acera. Nadie pareció darse cuenta.

Rainie saltó de su coche y corrió. Cunningham la siguió de inmediato. Mientras se abrían paso entre el mar de gente, empujando hacia las puertas de cristal del colegio, Rainie vio el coche patrulla de Shep, aparcado de forma estratégica para bloquear la entrada oeste del aparcamiento. Sin embargo, el sheriff no se veía por ninguna parte.

Las puertas principales estaban abiertas de par en par. Rainie pudo distinguir a los dos técnicos en emergencias sanitarias voluntarios de Bakersville, Walt y Emery, agachados al final del amplio pasillo, donde ya estaban atendiendo a una víctima.

—¡Maldita sea! —volvió a soltar ella. Los dos hombres no tenían que estar en el edificio antes de que hubiera sido asegurado.

Un padre se acercó corriendo, dirigiéndose en directo a las puertas abiertas. Rainie lo agarró del brazo justo cuando intentaba pasar y lo empujó con fuerza.

—Mi hijo... —empezó a decir.

—Al aparcamiento —gritó Rainie—. ¡Que nadie entre en el edificio! ¡Eh!, usted, el del traje. Venga aquí.

Rainie atrapó al joven a mitad de carrera. Tenía cierto aire de autoridad, con su traje color oliva bien entallado y sus zapatos negros recién lustrados. Miró a Rainie con el ceño fruncido, con claro gesto ansioso y con prisa.

—¿Es usted del colegio? ¿Cómo se llama? —exigió Rainie.

—Richard, Richard Mann. Soy el orientador del colegio, y necesito llegar hasta los alumnos. Tenemos algunos heridos...

—¿Sabe qué es lo que ha sucedido ahí?

—Hubo disparos. Luego sonó la alarma de incendios y todo el mundo echó a correr. En un momento estaba en mi despacho haciendo papeleo y al siguiente todo era un caos.

—¿Vio quién disparaba?

—No, pero alguien dijo que vio a un hombre salir corriendo por las puertas del lado oeste. No lo sé.

—¿Y los alumnos? ¿Están todos fuera?

—Seguimos el procedimiento básico de evacuación —respondió Richard Mann de forma automática. Entonces le cambió la cara. Bajó la voz para que solo Rainie pudiera oírlo—. Dos profesores dijeron que vieron a algunos alumnos por los pasillos. Pero tenían que ocuparse de sus propias clases, así que les pareció que no podían detenerse... y no querían que sus chicos se dieran cuenta. También he visto algunos niños heridos aquí fuera. Intenté avisar a los técnicos de emergencias, pero ya se dirigían al edificio.

—¿Tiene alguna formación médica?

—Aprendí a hacer reanimación cardiopulmonar en una asociación juvenil.

—Es suficiente. Esto es lo que va a hacer: forme un puesto de primeros auxilios en los jardines del colegio. Reúna a todos los niños heridos; acabo de ver a un chico desplomarse junto a la acera, así que tiene que enviar a alguien allí. Luego pregunte entre los padres. Tiene que haber por aquí más personas que tengan algún tipo de formación: reanimación cardiopulmonar, primeros auxilios de campamentos, cría de animales, me da igual. Que ayuden a los niños y defiendan el fuerte lo mejor que puedan. Walt parece tener las manos ocupadas ahí dentro, y quizá tengamos que esperar otros buenos diez o quince minutos hasta que llegue la ambulancia del condado de Cabot.

—Haré lo que pueda. Resulta muy difícil hacerse oír por encima del ruido.

Rainie señaló con el dedo el coche patrulla de Shep.

—¿Ve eso? En el asiento trasero hay un megáfono. Es todo suyo. Bien, una vez que tenga preparada la zona de primeros auxilios, tengo otra tarea para usted. ¿Me está escuchando?

El joven orientador asintió con lentitud. Tenía la cara pálida y el labio superior perlado de sudor, pero parecía prestar atención.

—¿Ve a toda esa gente que está bloqueando el aparcamiento? —preguntó—. Necesitamos que los trasladen a todos al otro lado de la calle. Diga al profesorado que ponga en fila sus clases y realice un recuento. Cuando terminen, podrán emparejar a los alumnos con sus padres. Pero todos menos los heridos tienen que despejar este aparcamiento por razones de seguridad, ¿vale? Y que nadie se vaya a casa hasta que lo haya autorizado la policía. ¿Entendido?

—Lo intentaré.

—¿Ha visto al sheriff O’Grady?

—Corrió hacia el edificio. Creo que estaba buscando a sus hijos.

Richard Mann se dirigió hacia el coche de Shep. Rainie observó el extenso edificio blanco del colegio, que supuso que aún no estaba asegurado, y luego miró a su novato, que acariciaba nervioso su pistola.

Respiró hondo. La única formación que había recibido sobre ese tipo de cosas había sido en las aulas, y de eso hacía años, pero no le quedaba otra alternativa. Walt y Emery ya estaban en el colegio. Shep también. Ella y Chuckie bien podrían sumarse a la contienda.

Se volvió hacia él.

—Camina justo detrás de mí, Chuckie. Mantén los ojos abiertos, las manos fuera del arma. Walt está actuando sin autoridad, pero aun así no merece que le disparen.

Chuckie asintió con gesto obediente.

—Solo hay tres cosas que debes recordar en la escena de un crimen: no toques nada, no toques nada de nada y no toques nada en absoluto. ¿De acuerdo?

Chuckie volvió a asentir. Rainie miró el reloj. Era la 1:57 de la tarde. El aparcamiento seguía siendo un desastre y resultaba complicado pensar por encima del fragor de las sirenas y los llantos de los niños. Era difícil mirar muy de cerca, porque en ese momento se fijó en las manchas rojas de la acera, el inconfundible rastro de sangre que iba desde el colegio hasta el patio. De los niños heridos huyendo para salvar sus vidas. ¿Y los otros? ¿Esos que Richard Mann dijo que los demás profesores habían visto? Rainie no podía pensar en eso todavía.

Llevaba su pistola Glock en la mano derecha y su calibre 22 de reserva enfundada en el tobillo. Esperaba que fuera suficiente. Hizo un gesto tranquilizador a Cunningham y entró en el edificio con el walkie-talkie en la mano izquierda.

El ruido era más intenso dentro del edificio, los largos pasillos canalizaban el implacable pitido de la alarma de incendios y hacían llover el sonido sobre sus cabezas.

—¡Central! —gritó Rainie por su walkie-talkie—. Uno-cinco llamando a central. Linda, adelante.

—Central a uno-cinco.

—Comunícame con Hank. Necesito saber cómo apagar las malditas alarmas de incendio.

—Mmm, vale. Un momento.

Rainie y Chuckie se detuvieron en el vestíbulo, haciendo una mueca de desagrado por el ruido cada vez mayor.

Ante ellos, el pasillo principal estaba sorprendentemente limpio. No había mochilas desperdigadas ni libros tirados por el inmenso suelo de baldosas blancas. A la derecha asomaba la oficina de Admisión, cuyas ventanas de cristal estaban cubiertas con recortes de flores de papel en tonos pastel y el alegre saludo «¡Bienvenido!». Rainie seguía sin ver signos de violencia.

El walkie-talkie se activó. Rainie se lo acercó al oído para captar las instrucciones de Linda. Dentro de la oficina principal... Un panel central... Rainie observó la puerta cerrada. No podía ver qué había al otro lado y era imposible oír nada. Ese era el problema fundamental.

Le hizo un gesto a Chuckie para que se apartara. No había mejor momento que el presente.

Agachándose, avanzó con la pistola por delante. Abrió la puerta de una patada y entró a toda velocidad. Siguió adelante... Nada..., nada..., nada. La oficina estaba asegurada.

Se dirigió al panel de control principal y, un segundo después, las alarmas de incendio se desconectaron de golpe.

Chuckie parpadeó de forma abrupta. El silencio resultaba impresionante después de tanto ruido. Impresionante e inquietante.

—Así... así está mejor —manifestó Chuckie al cabo de un momento, esforzándose por sonar confiado, aunque su rostro había adquirido el color del pergamino.

—Es una de las grandes enseñanzas aprendidas del tiroteo de Columbine —murmuró Rainie—. Las alarmas de incendio ocultaron todos los ruidos e hicieron que al equipo de geos le resultara imposible localizar en qué parte del edificio se encontraban los tiradores.

—¿Te han entrenado para tiroteos escolares? —preguntó Chuckie, esperanzado.

—No. Leo la revista Time —respondió Rainie, y sacudió la cabeza—. Vamos. Mantén la cabeza erguida, utiliza los oídos y te irá bien.

Volvieron a la sala principal, ambos con sus armas y desplazándose con cautela. Pasada la oficina empezaban las hileras de taquillas azules, con todas las puertas cerradas. Rainie dedujo que el tiroteo debió producirse después de que todos los alumnos hubieran vuelto a clase después de comer. Se preguntó si eso era significativo. Luego se cuestionó qué encontraría en las aulas.

A medida que se adentraban, se dio cuenta de que había unas cuantas balas deformadas en el suelo. Sin duda, eran disparos perdidos de la zona principal del incidente, o tal vez restos arrastrados a la zona cuando la gente huyó en estampida. Pasó con cuidado alrededor de todos los objetos, aunque no se hacía ilusiones sobre la situación que tenía por delante.

La máxima prioridad de un agente al acercarse a la escena de un crimen era preservar vidas humanas. El segundo objetivo era detener al autor, si todavía se encontraba en las inmediaciones, y asegurar el lugar de los hechos. Por último, debía retener a los testigos y proteger las pruebas, pues la labor del agente era siempre mirar más allá de la tragedia del momento. Durante las jornadas siguientes, los vecinos de Bakersville exigirían respuestas. Querrían reconstrucciones de lo ocurrido ese día, quién hizo qué a quién, qué había salido mal y a quién debía culparse.

Rainie ya sabía que esas preguntas no tendrían fácil respuesta. El colegio estaba situado en una zona residencial, y demasiados civiles habían llegado al edificio antes que los agentes. Entre ellos, los técnicos de emergencias y los alumnos; el pasillo estaba contaminado. Y ahí estaban Rainie y Chuckie, dos agentes armados e inexpertos en su primera escena de un crimen importante. Ni siquiera había comenzado y ya estaba en apuros, y aun así no tenía más remedio que continuar.

Rainie podía oír la agitada respiración de Cunningham a sus espaldas mientras Walt soltaba improperios a cincuenta metros por delante de ella.

—Maldita sea, Bradley —murmuró el técnico en emergencias voluntario—. No me dejes plantado ahora. ¡Joder!, tío, tenemos póker el viernes.

Rainie y Cunningham se acercaron en silencio por detrás de Walt a examinar lo que ocurría. El conserje, Bradley Brown, yacía en la intersección principal de dos amplios pasillos. Desde esa posición ventajosa, Rainie podía ver casi una docena de puertas de aulas a la izquierda. Estaban todas cerradas, lo que de inmediato hizo que se le erizara el vello de la nuca.

Echó un vistazo a Chuckie, pero el novato estaba mirando hacia la derecha, donde el pasillo conducía a dos puertas laterales de cristal, destrozadas y manchadas de una sustancia oscura que con toda seguridad era sangre. Ahí había más taquillas abolladas, muchos más daños. Era el área principal del incidente.

Un cuerpo yacía no lejos de las puertas. Tenía el cabello largo y oscuro y un vestido de verano vaporoso. Podía ser una profesora. Al acercarse, Rainie divisó otras dos figuras, más pequeñas, inmóviles. No eran adultos.

Cunningham emitió un sonido parecido al hipo.

Rainie se dio la vuelta.

—Ya he estado mirando —señaló Walt con fuerza desde el suelo.

—Ni siquiera deberías estar aquí.

—Son niños, Rainie, solo niños. Teníamos que entrar.

Rainie no se molestó en reprenderle más. Walt era exmédico del ejército y voluntario en emergencias sanitarias. Conocía las circunstancias, y lo hecho, hecho estaba. Ella dirigió su atención al conserje.

Bradley era un hombre mayor de erizado cabello canoso. Vestía unos pantalones marrones y una camisa azul de cambray bastante desgastada. Llevaba un modesto reloj de oro, de los que se dan como recompensa después de prestar veinte años de servicio. Le habían disparado en lo alto del pecho, y la sangre se filtraba sin cesar a través de las vendas de gasa blanca.

—¿Y los otros? —susurró el conserje.

—Todo el mundo está bien, Bradley —respondió Walt con sequedad—. Preocúpate solo por tu miserable pellejo. ¿A qué te dedicas, que dejas que te disparen así?

Walt introdujo una aguja intravenosa en el brazo de Bradley, tratando de inyectarle fluidos mientras iba perdiendo los suyos propios.

—Lo estás haciendo muy bien —tranquilizó Rainie al conserje, arrodillándose junto a su cabeza y dedicándole una sonrisa—. ¿Qué ha ocurrido aquí, Bradley?

—Me... han disparado.

—¡No me digas! —Forzó una risita, como si estuvieran contando una breve historia durante un almuerzo—. ¿Pudiste ver quién lo hizo?

—Apareció... por... la esquina.

Ella asintió con la cabeza en señal de apoyo. La tez de Bradley estaba volviéndose azul. Estaba poniéndose cianótico. Luego sufriría un shock hipovolémico por la pérdida de sangre, seguido de la inconsciencia. Si no lograban contener la hemorragia, moriría. Walt y Emery trabajaban con frenesí, pero una venda tras otra seguía tiñéndose de rojo.

—Oí disparos... —añadió Bradley jadeando—. Quería... ayudar.

—Eres un hombre valiente, Bradley.

—Vino por aquí... —Hizo una mueca de dolor—. ¡Pum! No llegué... a ver...

—¿... qué te impactó?

—Sí. —Su aliento se escapaba como un silbido—. Serví en Vietnam. Tiene gracia... Creí que esto ocurriría... allí.

A Bradley se le pusieron los ojos en blanco. Walt soltó una repentina maldición.

—¡Maldita sea!, necesito más gasas. Emery.

Emery tenía abierto un botiquín vacío.

—Nos hemos quedado sin nada.

—Lo subimos y nos vamos —ordenó Walt, acercando la camilla mientras Rainie se quitaba de en medio con rapidez.

—No servirá de nada —argumentó Emery—. El hospital está demasiado lejos.

—¿Helicóptero? —preguntó Rainie.

—Llamamos hace siete minutos. Tal vez todavía nos queden otros cinco de espera.

—¡Vale, mierda! —gritó Cunningham desde detrás de Rainie—. Detened la hemorragia, haced algo por él. Se está muriendo, ¿no lo veis? —El novato los miró a todos y luego, en un movimiento brusco, se arrancó la camisa color caqui que había comprado con orgullo hacía apenas dos meses—. Tomad, tomad, utilizad esto.

—Necesitamos más —expuso Walt—. Para vendar bien la herida.

—¡El armario vestidor del conserje! —exclamó Rainie—. Está justo ahí. Debe tener algo.

—Compresas femeninas —declaró Walt—. ¡Funcionan de maravilla!

Chuck estaba más cerca. Agarró el pomo metálico de la puerta y tiró con fuerza. La puerta estaba cerrada con llave. La golpeó una vez con la mano abierta. Cuando eso no funcionó, apuntó con su arma.

—¡Por Dios! —Rainie se abalanzó sobre su brazo extendido y le arrancó la Glock del 40 de la mano justo antes de que pudiera disparar. Luego se volvió hacia él con mirada severa—. ¡Maldita sea! ¡No vuelvas a desenfundar así! No en una escena de un crimen, donde contaminarías todas las pruebas, y no en un edificio donde todo el mundo está acojonado. La mitad de los padres habrían entrado corriendo con sus escopetas y te habrían hecho pedazos.

—¡Tenemos que abrirlo! —gritó Chuckie.

—¡Entonces, pégale un golpe con el hombro! No eres de cristal.

A Chuckie se le iluminaron los ojos. Dio un salto corriendo hacia el armario mientras Rainie se apartó, preparada para cubrirse. Todas esas aulas cerradas. ¿Quién se habría tomado la molestia de cerrar una puerta al salir corriendo para salvar su vida? ¿Quién cerraría cada sala de forma ordenada, como si tuviera todo el tiempo del mundo? «Los niños no —pensó—. Tampoco los profesores». Lo que solo dejaba una opción.

La puerta del armario se abrió. Cunningham cacareó su triunfo y se zambulló en las negras profundidades antes de que Rainie pudiera detenerlo. Entonces lanzó un grito que heló el corazón de Rainie.

—¡Oh, Dios mío! ¡Hay una niña aquí dentro!

Walt y Emery se apresuraron. Rainie los hizo retroceder.

—¡Dejadme comprobarlo! —declaró con fuerza—. ¡Jesús!, Walt, tú ya has gastado tus nueve vidas.

Entró en el armario vestidor y parpadeó tres veces mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra. Cunningham estaba en un rincón, inclinado sobre una niña que se había hecho un ovillo tan apretado que Rainie solo podía distinguir su pelo rubio dorado. Entonces la pequeña levantó la vista. Rainie la reconoció al instante.

—¡Becky O’Grady! ¡Oh!, cariño, ¿estás bien?

Rainie hizo un gesto a Walt y Emery para que entraran, luego enfundó su arma y cayó de rodillas frente a la benjamina de Shep. A primera vista, Becky parecía estar bien. Rainie pasó las manos por los brazos de la niña, buscando cualquier signo de lesión. No había cortes ni magulladuras. No había signos de quemaduras de pólvora ni agujeros de bala o Dios sabía qué en esas circunstancias. Entonces se fijó en la mirada vidriosa que tenían los brillantes ojos azules de Becky. Con cuidado, Rainie se la acercó a ella y la niña se desplomó sin fuerzas en sus brazos.

Rainie se apresuró a sacar a Becky del armario y la tumbó sobre el suelo fresco. Emery se hizo cargo.

—Tiene las pupilas dilatadas —declaró—. Falta de respuesta. ¿Puedes decirme tu nombre?

Becky no dijo nada.

—¿Puedes oírme?

La niña permaneció en silencio, pero, cuando él chasqueó los dedos, giró la cabeza hacia el sonido.

—Está conmocionada —explicó Emery después de un instante—. Sin duda, a causa del trauma. Solo necesita tiempo.

Rainie se agachó frente a la niña, no muy convencida y aún preocupada. Becky tenía una mancha de suciedad en la nariz y telarañas en el pelo. Llevaba una camiseta verde de Winnie the Pooh, con Pooh y Piglet bailando y una leyenda que decía lo feliz que era por tener un amigo.

Rainie frotó con delicadeza una de las manchas negras de la mejilla de Becky. Puso una mano en el rostro pálido de la pequeña.

—Cariño —manifestó en voz baja—. ¿Cómo has acabado en el armario?

Becky se limitó a mirarla.

—¿Te estabas escondiendo?

Despacio, la niña asintió.

—Becky, ¿sabes de quién te estabas escondiendo?

El labio inferior de Becky empezó a temblar.

—¿Era alguien que conocías?

Becky bajó la mirada.

—Está bien, Becky. Ya ha pasado todo. Estás a salvo. —Rainie miró todas las puertas cerradas de las aulas—. Ya nadie puede hacerte daño. Solo necesito saber quién hizo esto para poder hacer mi trabajo. ¿Puedes ayudarme a hacer mi trabajo, Becky?

Becky O’Grady negó con la cabeza.

—Solo piénsalo, cariño. Solo piensa.

Pasó un minuto después de otro. La niña permaneció en silencio y, al final, se apartó de Rainie y volvió a hacerse un ovillo. Frustrada, Rainie se puso en pie. Walt y Emery habían subido a Bradley a la camilla. La camisa de Chuck sujetaba un grueso montón de compresas en el pecho del hombre. Bradley seguía teniendo la piel de un pálido tono azulado, pero parecía respirar con más facilidad. Un punto para los buenos.

Rainie miró a su alrededor. La puerta del armario estaba astillada. En su búsqueda de compresas, Walt había arrojado la mitad de su contenido al pasillo. Él y Emery habían rastreado huellas ensangrentadas por todas partes. Las puertas del vestíbulo permanecían cerradas de forma inquietante y Becky O’Grady seguía acurrucada en posición fetal a los pies de Rainie.

Luego, más adelante en el pasillo, yacía la profesora y las dos figuras más pequeñas...

¡Santo cielo!, ¿qué había pasado en el colegio de Bakersville?

Rainie apartó a Chuckie y le dijo en voz baja:

—Tenemos que sacar a Becky de aquí. ¿Por qué no te la llevas fuera y ves si puedes encontrar a Sandy? El resto de los agentes deberían estar llegando ya. Haz que establezcan un perímetro alrededor de las instalaciones. Diles de mi parte que nadie puede entrar en el perímetro, y eso incluye a la prensa, al alcalde y al padre más rico del municipio. Después, dile a Luke que él está a cargo del registro de la escena del crimen.

—La prensa no tardará en llegar —murmuró Chuckie, con el rostro ya fruncido por el desagrado.

—Dejaremos que Shep se ocupe de ellos.

—De acuerdo —respondió él, y miró después alrededor del pasillo, el silencioso y tranquilo pasillo, con las puertas destrozadas al final—. ¿Rainie? ¿Por qué están cerradas todas las puertas de las aulas? El orientador dijo que evacuaron como en un simulacro de incendio. No parece probable que, huyendo del edificio, ninguno de los chicos cerrase las puertas ni apagase las luces. ¿Quién haría algo así?

—No creo que fueran los niños ni los profesores.

—¿El hombre de negro?

—¿Te tomarías la molestia de ir cerrando todas las puertas mientras huyes tras cometer tu delito?

—Lo más probable es que no, pero entonces, ¿quién queda? —respondió Chuckie, frunciendo el ceño.

Rainie le sonrió con gesto irónico.

—No lo sé, Cunningham, pero supongo que estoy a punto de averiguarlo.

TRES

Martes, 15 de mayo, 02:05 p. m.

Sandy O’Grady tomó las curvas en S de la calle residencial a más de setenta kilómetros por hora. Los neumáticos de su fiel Oldsmobile chirriaban a modo de protesta, pero ella no se daba cuenta. Tenía las manos aferradas con fuerza al volante. Sus ojos azules estaban fijos hacia delante.

A su alrededor, la gente corría, salía de sus casas a toda velocidad, galopando por las ordenadas aceras estrechas, con el rostro pálido por la conmoción y la boca gritando ya las terribles noticias a sus vecinos. Llevaban botiquines, mantas, toallas, botellas de agua y cualquier otra cosa que consideraran útil.

Sandy chirrió en la siguiente curva, golpeó con fuerza un badén y, al final, tuvo que frenar. Fue lo mejor. A dos manzanas del colegio, la calle estaba bloqueada por automóviles aparcados de forma apresurada y padres frenéticos. Sandy condujo hasta la mitad de la acera, aparcó de golpe su Olds y se sumó a la contienda.

Había mucho ruido. Se oía el sonido estridente de la vieja ambulancia de Walt, a niños llamando entre llantos «¡Mamá!», «¡Papá!», y a padres gritando los nombres de sus hijos. Escuchó sirenas de policía y motores revolucionados. Oyó un agudo y fuerte lamento, como si hubieran arrancado el alma del corazón de una madre, y se le heló la sangre.

Eso no podía estar pasando. No en Bakersville. No en el colegio de sus hijos. ¡Oh, Dios!, ¿no podía alguien hacer que todo eso desapareciera?

Vadeó el mar de gente y coches. No sabía a dónde ir. Se limito a seguir avanzando hacia el colegio, tratando de acercarse. ¿Dónde estaban sus hijos? ¿Dónde estaba su marido? ¿No podía alguien decirle qué hacer?

Más adelante vio a un agente de policía con uniforme del condado de Cabot. Parecía estar alejando a la gente del edificio del colegio y, al mismo tiempo, preguntando quién estaba al mando. Nadie sabía darle una respuesta. Los padres solo querían encontrar a sus hijos.

Sandy llegó por fin a la alambrada que rodeaba el patio del colegio. Se apretó contra ella y miró hacia el aparcamiento, donde pudo ver a niños tendidos sobre el asfalto, algunos con compresas frías en la cabeza, otros levantando codos o rodillas raspados para que se los vendaran. Cinco adultos atendían el improvisado puesto de primeros auxilios, utilizando los botiquines y las toallas tan rápido como otras personas se los entregaban. Sandy reconoció a Susan Miller, madre de Johnny y enfermera del hospital de Cabot. Vio a Rachel Green, directora de la Asociación de Padres y Profesores y ama de casa, vendando la muñeca de un niño de ocho años. Vio a Dan Jensen, el veterinario de la localidad, agachado sobre un chico cuyos vaqueros estaban cubiertos de sangre. Sandy pudo distinguir el orificio rasgado en la resistente tela. El chico había recibido un disparo en la pierna.

Dios, una herida de bala. El tiroteo había sido real. Todo era real. Alguien había abierto fuego en el colegio de Bakersville.

A Sandy le pareció que estaba poniéndose enferma.

La subdirectora Mary Johnson pasó corriendo. Sandy le agarró el brazo.

—Mary, Mary. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo están todos? ¿Has visto a Becky o Danny?

Mary parecía agotada; su cabello, por lo general arreglado, estaba despeinado y encrespado, y el rostro, bañado en una pátina de sudor. Su expresión pareció ausente por un instante; luego reconoció a Sandy y le estrechó la mano.

—Oh, Sandy, lo siento mucho. Estamos haciendo todo lo que podemos.

—¿Les ha pasado algo a mis hijos? ¿Dónde están Danny y Becky? ¿Dónde están mis hijos?

—Shhh, no te preocupes. Seguro que están bien. Tengo que pedirte que te alejes del colegio. Han trasladado a todos los niños al otro lado de la calle con sus profesores. Los hemos colocado en cada patio por orden de curso. Así que la clase de Becky está en el cuarto patio hacia abajo. La de Danny estaría a unos cuatro metros más abajo de ahí.

—¿Los has visto? ¿Están bien?

Mary Johnson dudó. Algo vaciló en su mirada. Sandy volvió a sentir que se le cortaba la respiración.

—No lo sé —respondió Mary—. Ha habido tantos niños...

—No los has visto.

—Hemos evacuado a la mayoría de los niños del colegio. Nos está costando un poco solucionarlo todo.

—Dios mío, no has visto a mis hijos.

—Por favor, Sandy...

—¿Hay víctimas mortales? Solo dime. ¿Hay víctimas mortales?

Mary Johnson apretó con fuerza la mano de Sandy. Entonces Sandy lo vio todo en su mirada sombría, la noticia que la subdirectora no quería decir en voz alta, la noticia que todos estarían intentando digerir durante los siguientes días, meses, años: habían disparado y matado a niños. De verdad estaba sucediendo ahí.

Sandy no podía respirar, no podía pensar. Quería retroceder seis horas en el tiempo, a cuando estaba en casa sirviendo tazones de Cheerios a sus hijos antes de despedirlos con un beso en la cabeza. Quería retroceder el reloj hasta diez horas antes de aquello, cuando estaba arropando sus agitados cuerpos en la cama y leyendo historias de niños magos y hechizos fantásticos. Así debían ser sus vidas. Solo eran niños, por el amor de Dios, solo niños.

Un nuevo grito se alzó entre la multitud. Sandy y Mary se giraron hacia las puertas del colegio justo a tiempo para ver a Walt y Emery salir corriendo con una camilla.

—Apártense, apártense, apártense —vociferaba Walt.

El agente del condado de Cabot gritaba a la gente que despejara la calle. Había un coche bloqueando el camino. Nadie parecía saber a quién pertenecía. El agente abrió la puerta y puso el coche en punto muerto. Dos jóvenes corrieron para ayudar a apartar el vehículo. La gente aplaudió la pequeña victoria. Walt ya estaba poniendo en marcha la ambulancia.

Entonces Sandy vio a Chuckie Cunningham corriendo por el aparcamiento con una niña rubia envuelta con firmeza en sus brazos. Era Becky.

Sandy saltó hacia delante antes de que Mary Johnson pudiera detenerla. Cruzó corriendo el aparcamiento y abrió los brazos justo cuando Becky la vio y gritó:

—¡Mamá!

Al instante tenía a su niña entre sus brazos. Sandy la abrazaba, inhalando el dulce aroma del champú de manzana. La apretaba con mucha mucha fuerza, y Becky le agarraba el cuello con tanta intensidad que le hacía daño.

—Mi bebé, mi bebé, mi bebé.

—Mami, mami, mami.

—¡Mi pequeña!

Levantó los ojos llenos de lágrimas hacia Chuckie, y entonces se dio cuenta de que estaba medio desnudo y manchado de sangre.

—¿Y Danny? —preguntó con voz ronca.

—No lo sé, señora.

—¿Shep?

—Lo siento.

Sandy cayó de rodillas. Tenía a uno de sus hijos con ella, uno a salvo. Pero no era suficiente. El presentimiento volvió a apoderarse de ella. Algo frío y oscuro corrió por sus venas. Levantó la cabeza suplicante hacia el cielo.

—¿Dónde está mi hijo? ¡Oh, Dios!, ¿dónde está Danny?

Sola en el colegio, Rainie empuñaba su Glock del 40 con las palmas húmedas. Respiraba de forma entrecortada. Sentía que el corazón le latía con fuerza en el pecho. Hizo todo lo posible por ignorar las sensaciones mientras caminaba hacia el extremo izquierdo del colegio, el extremo más alejado de los cadáveres, y se preparó para llevar a cabo una búsqueda metódica en las aulas, ya segura de que no estaban vacías.

Concentró sus pensamientos en los vagos recuerdos de las lecciones aprendidas en los cursos de policía de hacía años. Una especie de acrónimo. ACCESO... ÁGIL... ADAPTO. Eso era, ADAPTO.

A: Arrestar al agresor si continúa en el lugar de los hechos.

(¿Seguiría el agresor en el lugar de los hechos? Habían recibido informes de un hombre vestido de negro, y todas estas puertas cerradas...).

D: Detener e identificar a testigos y sospechosos.

(La multitud de estudiantes que ya había salido corriendo del edificio, Bradley Brown, que continuaba luchando por su vida... Ellos eran testigos tal vez, pero en ese momento eran responsabilidad de otros).

A: Analizar la escena del crimen.

(Los pasillos estaban limpios y la recepción, intacta; las taquillas abolladas más adentro; los casquillos usados en el suelo. No había que pasar por alto lo obvio, eso decían en clase. ¿Qué había de obvio en un tiroteo en un colegio? ¿Los muertos por el suelo?).

P: Proteger la escena.

(Rainie hizo una mueca. Los técnicos en emergencias sanitarias, el armario estropeado, los proyectiles que Cunningham había esparcido por el suelo de un puntapié, los padres que habían tomado el aparcamiento... La Unidad de Escena del Crimen del estado iba a llegar, y la carrera de Rainie estaría acabada).

T: Tomar nota.

(Rainie se quedó mirando su pistola. Pensó en la libreta de espiral que llevaba en el bolsillo de la pechera. Se preguntó cómo iba a sujetarla llevando el arma).

Tendría que olvidarse de tomar notas. Debía centrarse en el primer paso: detener al autor si era posible. Solo Dios sabía lo que implicaba que estuviera haciendo cosas fuera de orden. Al menos las estaba llevando a cabo e intentaba hacerlo lo mejor que podía.