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En el páramo golpeado por el viento, la solitaria figura de aquel hombre juró vengarse de la mujer que una vez destruyó el último fragmento de su corazón… Lady Katherine Charlton nunca había olvidado al chico solitario de su infancia, el chico con los puños siempre preparados y el corazón roto. Ahora, el rebelde había vuelto, su cólera apenas disimulada bajo un pulido y autocrático exterior. Cuando diez años de escándalos y secretos salieron a la luz tras un apasionado y furioso beso, el más profundo y oscuro deseo de Heath cristalizó en una promesa: Kat sería suya y al fin podría vengarse.
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Seitenzahl: 165
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Kate Walker. Todos los derechos reservados.
EL RETORNO DEL EXTRAÑO, N.º 2164 - junio 2012
Título original: The Return of the Stranger
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0148-6
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
HABÍA vuelto.
Heath estaba en el montículo del páramo, exactamente entre las dos casas que habían conformado su vida en el pasado. Sobre la colina, el antiguo edificio de piedra llamado High Farm ahora abandonado, los marcos de las ventanas descolgados, el jardín como una selva, tenía un aspecto tan triste y poco acogedor como el viento que sacudía las copas de los árboles.
Más abajo, en el valle, estaba la casa Grange, elegante y bien cuidada, con un precioso jardín lleno de rosas y, a un lado del jardín, el brillo azulado de una piscina.
Él había crecido en una de esas casas, pero nunca había podido llamarla su hogar. Había pasado la mayor parte de su infancia y adolescencia allí, pero nunca fue su sitio. Siempre se había sentido como un extraño y cuando murió el hombre que lo llevó allí, cualquier traza de «calor familiar» había desaparecido con él.
De la otra casa había estado excluido por completo. Ni siquiera le permitían atravesar el quicio de la puerta y mucho menos entrar en alguna de sus elegantes habitaciones. Solo una vez lo había logrado y en esa ocasión lo habían agarrado por el cuello de la camisa para lanzarlo al camino con tal fuerza que durante días estuvo quitándose las piedrecitas que habían quedado incrustadas en su cara.
Había vuelto, pero aquel no era su hogar.
–Hogar… ¡ja!
Heath pateó una piedrecilla del suelo y la vio rebotar por el camino antes de quedarse inmóvil sobre un retazo de hierba.
Aquel nunca había sido su hogar incluso cuando había anhelado que lo fuera. Diez años antes, siendo un adolescente y sin un céntimo, le había dado la espalda a aquel sitio empujado por una última traición, un último rechazo. Se había marchado de High Farm una noche tan vil que parecía como si todos los demonios del infierno estuviesen aullando por el páramo, el viento y la helada lluvia dejándolo aterido.
Solo con la ropa que llevaba puesta y sus ahorros en el bolsillo, una cantidad tan pequeña que no se atrevería a dársela a un mendigo, Heath había jurado que un día volvería. Pero no hasta que tuviera el estatus social, el poder y el dinero necesarios para que ni la familia Nicholls ni los Charlton pudiesen hacer nada contra él.
Había tardado diez años, pero ya estaba preparado.
Decían que la venganza era un plato que se servía frío y en esos años había tenido tiempo de hacerse frío como el hielo.
De hecho, ya había movido la primera ficha de un dominó que pronto acabaría con las defensas de sus enemigos.
Un golpe de viento revolvió su pelo y mientras lo apartaba de su cara tocó la cicatriz en su mejilla, sonriendo con amargura al recordar quién se la había hecho.
Antes de que terminase la semana, Joseph Nicholls lamentaría aquel golpe… y muchos más.
¿Y la hermana de Joseph? ¿Qué pasaría con Kat?
–Katherine…
Pensar en ella era un error y Heath sacudió la cabeza para apartar los recuerdos; unos recuerdos que creía haber enterrado mucho tiempo atrás.
Tenía cosas que hacer, planes que poner en marcha, y no iba a dejar que el recuerdo de la chica que una vez se había adueñado de lo que quedaba de su pobre corazón para pisotearlo lo distrajese de su propósito cuando estaba a punto de conseguir su objetivo.
La vería tarde o temprano, por supuesto. ¿Cómo iba a volver a Hawden y no encontrarse con ella?
No podría marcharse de allí sin exorcizar el amar - go recuerdo que Katherine le había dejado, una cicatriz más profunda que las que tenía en el cuerpo.
Tendría que volver a verla una última vez antes de marcharse del valle de Hawden para siempre. Pero antes tenía otras cosas que hacer, otros recuerdos que borrar, crueldades e injusticias que vengar.
Estaba dispuesto a demostrarle a las familias que tan cruelmente lo habían tratado que ya no tenían ningún poder sobre él. Al contrario, era él quien a partir de ese momento controlaría sus vidas.
Katherine Nicholls… Katherine Charlton ahora podía esperar un poco más. Tenía que volver a verla para saber que todo había quedado atrás. Eso sería lo último que hiciera antes de sacudirse el polvo de Hawden de los zapatos.
–Alguien desea verla, señora Charlton.
Kat estaba leyendo unos papeles, de modo que no levantó la mirada, pero frunció el ceño, desconcertada, cuando Ellen, el ama de llaves, hizo el anuncio desde el quicio de la puerta.
No había oído el timbre y la vacilación de Ellen, que no le había dicho directamente quién quería verla, le parecía extraña. Como era extraño que la llamase por el formal «señora Charlton» cuando su ama de llaves solía llamarla Kat.
Por supuesto, cuando Arthur vivía era diferente porque su marido siempre había insistido en que fuesen tratados con estricta formalidad. Pero Arthur había muerto unos meses antes y el régimen que había impuesto fue una de las primeras cosas que Kat decidió cambiar.
–¿Quién es, Ellen?
–Dice que viene de Londres –respondió el ama de llaves. Y, por su tono, estaba claro que no era cualquier persona.
Pero entonces recordó quién debía visitarla aquel día y lo entendió todo. Nada había sido lo mismo en los últimos meses, desde la inesperada muerte de Arthur y lo que quedó al descubierto tras esa muerte. Y aquel era el día en el que iba a descubrir cuál era su situación.
–Dile que pase, Ellen.
Sabía que se notaba la tensión en su voz. Después de todo, era la abogada de Arthur, la persona que tenía en sus manos los detalles de su futuro. Y el futuro de Ellen, que estaba atado a aquel sitio tanto como el de muchos otros empleados de la finca. Tanta gente que había sido engañada por su marido… esa era una de las razones por las que aquel día era tan importante.
La cantidad de problemas que Arthur había dejado atrás la había tomado por sorpresa. Su afición al juego y otras sórdidas maneras de gastar dinero eran más que suficiente para disgustarla, pero el número de sus deudas, sobre todo a una empresa extranjera, la Compañía Itabira en Sudamérica, la había dejado estupefacta.
Una cosa estaba clara: su difunto esposo la había dejado en la ruina, gastándose hasta el último céntimo en una vida secreta que le había escondido desde que se casaron… incluso antes de eso.
La verdad, tenía que reconocer, era que nunca había conocido a Arthur Charlton.
El hombre con el que se había casado, el hombre con el que había creído casarse, nunca había existido.
Y si hubiera sospechado algo de lo que había descubierto tras su muerte jamás se habría casado con él. Y si su visita era la abogada, debía haberse hecho una operación de cambio de sexo, pensó, irónica, al notar que los pasos en el vestíbulo sonaban más pesados que los de Ellen.
No, era un hombre y definitivamente un hombre con un propósito, como solía decir su abuela. Sus pasos eran fuertes, firmes, seguros.
Tras ella, los pasos se detuvieron y el repentino silencio le dijo que el visitante estaba en el quicio de la puerta. Pero antes de que pudiese levantar la mirada, escuchó una voz que puso su mundo patas arriba.
–Hola, Kat.
Esa voz…
No podía ser, era imposible.
–¿Heath?
Al darse la vuelta, los papeles que estaba leyendo cayeron de su mano sin que se diera cuenta. Y al ver al hombre que estaba en el quicio de la puerta sintió como si volviera atrás en el tiempo.
«Hola, Kat».
Cuando había pensado que jamás volvería a verlo, que nunca volvería a escuchar esa voz. Era casi como si hubiera regresado de entre los muertos.
–¡Heath!
Era Heath, el mismo Heath de siempre y, sin embargo, otra persona. Aquel hombre era más grande, más musculoso, más oscuro. Tan diferente y, sin embargo, el mismo. El chico salvaje que había sido, de la sonrisa amplia, los puños siempre preparados y el corazón dolido, seguía ahí. Podía verlo en esos ojos de ébano.
Pero el chico salvaje estaba ahora escondido bajo una capa pulida y sofisticada. Heath se había convertido en un hombre muy apuesto e increíblemente sexy.
Su pelo, una vez perpetuamente despeinado, ahora estaba cortado a la perfección, su cuerpo fibroso bajo un traje de chaqueta de color gris que destacaba unos hombros anchos y unas piernas poderosas plantadas firmemente sobre la moqueta de color crema, las botas negras hechas a mano brillando en contraste con los colores pastel.
La inmaculada camisa blanca destacaba su tez bronceada… un bronceado adquirido después de diez años en un clima más cálido que los páramos de Yorkshire. Sobre los hombros llevaba un impermeable negro y largo que la hacía pensar en un salteador de caminos pistola en mano, demandando que le entregase sus joyas.
¿Y eso que brillaba en el lóbulo de su oreja era un pendiente? Sí, era una esmeralda que parecía hacerle guiños; un adorno tan fantástico, inesperado y exóticamente bello como el hombre que tenía delante.
–Eres tú.
Una vez se habría sentido feliz de volver a verlo, cuando eran amigos. Pero esa persona había desaparecido. Después de las amenazas de Heath mientras se marchaba de High Farm, Kat sabía que su afecto por ella había muerto para siempre. Y, a juz- gar por la hostilidad de su expresión, no había ido allí para una reunión nostálgica.
–¿A quién esperabas? –le preguntó él, con una voz que conocía pero que nunca había escuchado antes, con un ligero acento.
Aquel hombre había sido una parte esencial de su vida. Mucho más que un amigo con el que había compartido su infancia, el dolor por la muerte de su padre y el principio de su adolescencia. El chico que se había puesto de su lado contra la tiranía de su hermano y luego, sencillamente, había desaparecido.
Se había marchado de High Farm sin dar ninguna explicación y no había vuelto a ponerse en contacto con ella desde entonces.
Kat había llorado su ausencia durante meses, pero él parecía haberla olvidado de inmediato. No había vuelto a verlo o a saber de Heath en diez largos años…
Sin embargo, le decía: «Hola, Kat», y eso era todo lo que hacía falta para poner su mundo patas arriba.
Pero eso era lo que Heath había amenazado con hacer.
–¿Quién creía que podía ser, lady Katherine?
El tono cínico era nuevo también. Como su aspecto, era completamente diferente a todo lo que Kat recordaba de él. Su Heath nunca la había mirado así. El Heath al que había conocido nunca se había portado como un predador. Claro que ella, mejor que nadie, sabía que las apariencias eran engañosas.
Pero, a pesar de su nuevo aspecto, seguía pareciendo una criatura salvaje de mirada vigilante y músculos preparados para luchar o salir corriendo, lo que fuera necesario.
En sus ojos oscuros, Kat vio un brillo de desafío. El antiguo Heath estaba ahí, en ese brillo; una naturaleza rebelde que ningún sofisticado traje de chaqueta podría esconder.
Cuando lo miraba, veía las facciones de su antiguo amigo y, sin embargo, nada del afecto que había habido entre ellos. Heath estaba allí, pero el chico había desaparecido y Kat lo echaba tanto de menos…
–¡Lady Katherine! –repitió, sorprendida–. Antes siempre me llamabas Kat.
–Entonces eras Kat.
Se mostraba tan frío, tan distante.
Heath se quitó el impermeable y lo tiró sobre el respaldo de un sillón.
–Pero eso fue hace mucho tiempo –dijo ella–. En - tonces éramos niños.
¿Y en ese tiempo no había aprendido nada?, se preguntó Heath.
No debería haber ido allí. Se había dicho a sí mismo que volvía por una sola razón, que solo lidiaría con los dos hombres que le habían hecho la vida imposible cuando era un crío. Los hombres que lo habían tratado como si fuera un animal y no un ser humano.
Volvería a Hawden para mostrarles en qué se había convertido, para revelar el poder que ahora tenía sobre ellos y tirarles sus insultos y su crueldad a la cara antes de marcharse para no volver jamás.
Y llevaría a cabo ese plan, al menos con Joseph Nicholls. Arthur Charlton era otra cuestión.
Cuando descubrió que Arthur había muerto se había sentido como un cazador al que hubieran robado su presa. Sin la satisfacción de enfrentarse con el odiado aristócrata, la frustración se lo comía. Y esa frustración lo había llevado al sitio al que había jurado no volver nunca.
A Katherine Charlton, que una vez había sido Katherine Nicholls, la mujer que había roto lo que quedaba de su corazón cuando su hermano y su mejor amigo lo habían destrozado, aplastándolo cruelmente con su elegante pie.
–Ya no somos niños –le dijo–. Hace tiempo que no lo somos.
De vuelta en Inglaterra, no había podido resistir el deseo de ir a Grange para ver a Kat una vez más. Solo una mirada, se decía a sí mismo. Una mirada a la mujer que era ahora y después se marcharía.
Pero esa mirada había sido fatal para su determinación de irse de Hawden y todo lo que representaba para él.
Porque una sola mirada le había dicho que no podría alejarse de Katherine Charlton. Una sola mirada le había demostrado que seguía deseándola más de lo que había deseado a ninguna otra mujer en toda su vida.
Tenía que alejarse de ella antes de que el ansia que sentía le impidiera pensar con la fría lógica que exigía la situación.
Había imaginado que seguiría siendo atractiva, por supuesto. ¿Cómo no iba a serlo? Incluso de niña llamaba la atención de todo el mundo.
Pero no había imaginado que se convertiría en tal belleza.
El tiempo había suavizado sus facciones, dándole un aspecto más femenino… y unas curvas que aceleraban su pulso. En esos diez años se había refinado, convirtiéndose en una criatura elegante, un pálido reflejo de la Kat a la que él había conocido.
Su largo cabello oscuro, que antes llevaba suelto sobre los hombros, ahora estaba sujeto en una elegante coleta que se agitaba cuando movía la cabeza. Su rostro era más delgado, los pómulos marcados bajo unos enormes ojos azules, más grandes que nunca, rodeados de largas pestañas.
Incluso con aquel sencillo vestido de algodón parecía la señora de la casa cuyo interior habían mirado una vez por las ventanas, fascinados.
–No, desde luego que no somos niños –asintió ella–. Dejamos eso atrás hace mucho tiempo.
Sus ojos se habían oscurecido y en ellos podía ver un brillo de rechazo. Y, sin embargo, eso no consiguió templar la atracción que sentía por ella. Heath la miró de arriba abajo, desde la barbilla levantada en un gesto de desafío a los pies, envueltos en delicadas sandalias azules.
–Tú ya no eres una niña, es cierto. Eres una señora.
El brillo de sus ojos le dijo que Kat había entendido que no lo decía como un halago. Ella debía saber bien lo que había detrás de sus palabras.
Porque solo él había sido excluido de la casa Grange, recordó con amargura. A Kat nunca le habían prohibido la entrada en la que los vecinos del pueblo llamaban «la gran casa».
La noche que los perros guardianes de Grange los oyeron entrar en el jardín y mordieron a Kat en un tobillo, los Charlton la habían llevado en brazos al interior de la casa para curar sus heridas mientras a él lo habían echado a golpes, como si fuera un perro lleno de pulgas.
Y cuando volvió a High Farm, Joseph lo había pegado con una fusta por atreverse a entrar en la finca de su aristocrático vecino.
Ese fue el final de su amistad con Kat. Una vez que experimentó el lujo y los placeres de ser recibida en la casa Grange, no volvió a tratarlo de la misma forma. Se parecía más a su hermano que a la chica de cuyo afecto él dependía para respirar.
Y ahora allí estaba, reservada, distante, sus fríos ojos azules diciéndole que era un intruso en su elegante mundo.
Pero él era algo más que un intruso y un día, pronto, Kat descubriría que la situación había cambiado por completo.
–He crecido –dijo ella–. Imagino que los dos lo hemos hecho.
Sí, había crecido, desde luego. Había crecido, alejándose de él más que nunca; a tierna amistad de su infancia muerta para siempre. Si en verdad habían sido amigos alguna vez.
Años atrás, había deseado a aquella mujer con el corazón solitario de un niño abandonado, pero Kat le había dado la espalda, eligiendo en cambio a un hombre con dinero y posición.
Heath ya no era ese niño solitario que luchaba contra el resto del mundo y los sentimientos que despertaba en él no tenían nada que ver con la niñez, sino con la urgencia de un hombre maduro. Un hombre endurecido por la experiencia.
Un hombre que deseaba a la mujer que tenía delante con un ansia que había ido creciendo en su interior durante diez largos años, incluso cuando intentaba negarse a sí mismo que así fuera.
Incluso cuando se juraba a sí mismo que solo la vería una vez más, antes de darse la vuelta para siempre.
Había creído que podía hacerlo, pero eso fue antes de ver a la mujer en la que Kat se había convertido. Una mujer que en unos segundos había despertado en él un deseo que no desaparecería fácilmente ni era capaz de controlar.
Había vuelto a Hawden para vengarse de su hermano y de su marido, que había escapado de esa venganza muriendo inesperadamente. Pero la verdad era que había dejado algo a medias con lady Charlton.
–Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos –le dijo–. La situación ya no es la misma.
–No, desde luego que no.
Kat tragó saliva, incómoda. No sabía cómo comportarse delante de aquel hombre que ya no era Heath. Desde luego, no el Heath que ella había conocido.
No estaba lidiando con el chico de su infancia. La frialdad de sus ojos y las arruguitas alrededor de su boca contaban su propia historia.
–No mereces una bienvenida después de diez años de silencio. Imagino que no habrás vuelto a pensar en mí en todo ese tiempo.
–Más de lo que tú has pensado en mí, señorita Katherine.
Estaba burlándose de la manera en la que su hermano había exigido que se dirigiese a ella. Aquel Heath, aquel hombre que parecía haber tenido éxito en la vida, jamás la llamaría «señorita Katherine» por deferencia. Aquel hombre miraba al mundo a los ojos y su tono sarcástico pretendía ser un insulto.
–O tal vez debería llamarte lady Charlton.
–Es mi título.
El nerviosismo hacía que hablase con un tono frío y distante que en realidad no pretendía; un tono parecido al de Arthur Charlton. Claro que era una copia del tono que Heath estaba usando.
Si no había vuelto como amigo, solo podía haber vuelto como enemigo y Kat se daba cuenta de que debía tener cuidado con aquel extraño. Había prosperado, eso era evidente, ¿pero prosperado en qué campo?
–Entonces sabes que me casé con Arthur.
Y podía imaginar cómo lo habría interpretado. Pero Heath no sabía nada de su vida desde que se marchó de Hawden. Ni idea del hueco que dejó su ausencia y cómo ella había intentado llenarlo.
Heath asintió con la cabeza, su rostro como tallado en piedra, sus ojos opacos, sin revelar nada.