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El sacrificio está en el origen de la cultura humana. El griego queda a oscuras, los vedas se acercan a su desvelamiento, pero sólo el cristianismo lo pone en evidencia y lo desamortiza. Y, con esta acción desmitificadora, deja también en evidencia la hipocresía de todas las nuevas formas míticas de encubrimiento de las violencias humanas, que justifican crímenes sacrificiales interminables en aras de la paz o de objetivos supuestamente humanistas. Un libro breve, pero definitivo como piedra angular del edificio girardiano, pues el sacrificio no es un tema cualquiera de la antropología o de la teología: es el tema humano por excelencia.
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Libros de bolsillo
92
René Girard
El sacrificio
Traducción de Clara Bonet Ponce
Revisión y versión de Ángel J. Barahona Plaza
y David García-Ramos Gallego
Título original
Le sacrifice
© 2012
René Girard
y
Ediciones Encuentro, S. A., Madrid
Diseño de la cubierta:
o3, s.l. - www.o3com.com
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ISBN DIGITAL:978-84-9920-804-6
Introducción
Lo sagrado, en la historia de las culturas y de las religiones, está lleno de paradojas. La paradoja soporta enunciados aparentemente contradictorios: la unidad de los contrarios, la convergencia y la divergencia en lo esencial de la multiplicidad de las interpretaciones, la ambivalencia de sus manifestaciones.
La razón parece fracasar cuando se apresta a entender lo sagrado y su núcleo central: el sacrificio. En su fracaso puede estar la clave para entenderlo. Ellogosha de abrir su férrea estructura lógica cuando se enfrenta al sacrificio para su comprensión. El pensamiento de lo sagrado se ha de enfrentar a lo que es, a lo que se ve, sin intentar someterlo a lo que se piensa previamente. El ser excede al pensar de manera clara en este tema. El pensamiento de lo sagrado requiere el reconocimiento de los límites de la razón y la dificultad de hacerse con la «totalidad». Se requiere un pensamiento hermenéutico abierto a la sorpresa, a la paradoja, a la aceptación de una lógica nueva.
Rudolf Otto había quedado impactado por la incomprensible ambigüedad de lo sagrado, que entendía como una potencia misteriosa que suscitaba tensiones contradictorias: horror y atracción, causa de todos los males y de todos los bienes. Lo «numinoso» era ambiguo: tremendum-fascinosum, maléfico y benéfico a la vez, pharmakon1—veneno y antídoto a la vez—2.
El núcleo de esta dual manifestación de lo sagrado opera a través del sacrificio. En apariencia el sacrificio varía de una cultura a otra, de una región del planeta a otra. Parece difícil encontrar una teoría unificadora. El curso de la investigación antropológico-cultural suministra teorías nuevas en lugar de unitarias. Para elaborar una teoría unitaria hace falta un análisis del hombre que requiere un trabajo antropológico y filosófico previo. Este es el intento de René Girard.
Antes que él, Joseph de Maistre3, Hegel, Nietzsche, Kierkegaard, etc., repensaron el sacrificio como concepto, pero se centraron en su aspecto dialéctico, religioso o existencial y tal vez se les escapó la condición esencial: en el sacrificio un inocente paga por un culpable. La lógica de la sustitución aparece diáfana: «la reversibilidad deviene la única solución posible: un inocente que paga por el culpable»4.
En el análisis de este breve texto girardiano se acomete la universalidad del sacrificio y la universalidad de esta lógica sustitutoria. La referencia a la religión védica no es más que un pretexto para integrar un dato empírico más en una teoría del sacrificio. Tiene todos los ingredientes de la teoría girardiana: la imitación como fuente del conflicto humano, la escalada de reciprocidades y rivalidades, la resolución sacrificial y el desarrollo posterior de una explicación del cosmos en forma de mito.
Sus tesis aplicadas al sacrificio védico se hacen diáfanas cuando llega a la comparación con el sacrificio de Cristo. El libro contiene el componente hermenéutico clave: el sacrificio diferenciador y diferenciado por excelencia. «La eficacia del sacrificio reposa enteramente sobre la reversibilidad y utilidad de éste, que depende de aquel ejemplo supremo que fue el martirio de Cristo»5.
También Solger se queda fascinado por la muerte de Cristo como paradigma de todo sacrificio. En su entrega descubre la forma más pura del sacrificio porque «la víctima sacrificial es siempre el Eterno, aquello que es lo más grande que existe [y por eso]… el acto originario de la creación es ahora sacrificio que confiere existencia a lo finito»6.
El cristiano participa de este acto creador con su sacrificio. Hasta el punto en que ser cristiano significa ser sacrificado: «el verdadero cristiano es el que acepta ser víctima para resaltar que Cristo es la única víctima»7.
Kierkegaard ratifica esta intuición apoyándose en Hebreos: «porque el cristianismo es lo Absoluto, es relacionarse absolutamente con lo Absoluto y, eo ipso, ser sacrificado […]. Que el cristiano sea sacrificado es expresado también en otra imagen que Cristo usa de continúo: ‘ser sal’. Porque ser sal es no ser para sí, sino ser para el otro, es decir: ser sacrificado»8.
La diferencia con Girard es que este sacrificio en Kierkegaard se escapa a su comprensión racional, hay que abandonar el logos. La fe se precipita en Kierkegaard en el absurdo y el sacrificio constituye el culmen de la paradoja, un ápice de locura. «Su anterioridad coincide con la imposibilidad de explicarlo»9.
Para Girard, sin embargo, la astucia de la razón no le hace ascos al sacrificio10. En la «religión según la razón» hay lugar para el sacrificio si bien es cierto que hay que aclararlo. El problema parte de la recepción de los primeros libros de Girard y su impacto en la teología española. Su anti-sacrificialismo constituyó un malentendido mil veces aclarado posteriormente. En El misterio de nuestro mundo11, quiere dejar claro que el Padre de Jesús no es un Dios sádico, sediento de sangre, por lo que pone el énfasis en que Dios quiere la reconciliación entre los hombres sin intermediarios sacrificiales. La justificación de este Dios pacífico, opuesto a los dioses amantes de los sacrificios de todas las religiones de la naturaleza, le llevó a cargar las tintas de modo repetitivo sobre su anti-sacrificialismo y a defender su clara oposición a la violencia como fruto de un conocimiento superior. Pero este énfasis le hizo aparecer como un gnóstico de los muchos que ha conocido la historia de la teología. Sin embargo, sus tesis, bien fundamentadas en sus libros posteriores —El chivo expiatorio y He visto a Satán caer como el relámpago, entre otros—, solucionaban muchos problemas. Identificando decididamente el concepto de sacrificio con el de sustitución, la desmitificación que lleva a cabo del Evangelio es radical. La razón, según Girard, no ha sido nunca capaz de explicar el sacrificio porque tienen ambos el mismo origen: la necesidad de encontrar un chivo expiatorio. Si el sacrificio no es más que sustitución, la razón puede explicarlo.
Por esta razón el padre Raniero Cantalamessa asumió, en la predicación cuaresmal a todo el colegio cardenalicio reunido en san Pedro del Vaticano, la defensa de René Girard como un genial análisis de la realidad persecutoria a lo largo de la historia (aplicada a las actuales víctimas inocentes: la mujer, los niños, los judíos, y la Iglesia):
«En 1972 un conocido pensador francés lanzaba la tesis según la cual ‘la violencia es el corazón y el alma secreta de lo sagrado’». De hecho, en el origen y en el centro de toda religión está el sacrificio, y el sacrificio comporta destrucción y muerte. El periódico Le Monde aplaudía la afirmación, diciendo que ésta hacía de aquel año «un año para marcar con asterisco en los anales de la humanidad». Pero ya antes de esta fecha, este experto se había vuelto a acercar al cristianismo, y en la Pascua de 1959 había hecho pública su «conversión», declarándose creyente e incorporándose a la Iglesia.
Esto le permitió no detenerse, en los estudios sucesivos, en el análisis del mecanismo de la violencia, sino señalar también cómo escapar de dicho mecanismo. Muchos, por desgracia, siguen citando a René Girard como aquel que denunció la alianza entre lo sagrado y la violencia, pero no dicen una palabra sobre el Girard que señaló en el misterio pascual de Cristo la ruptura total y definitiva de esta alianza.
Según este Girard, Jesucristo desenmascara y rompe el mecanismo del chivo expiatorio que sacraliza la violencia, haciéndose Él la víctima inocente de toda la violencia. Cristo no vino con la sangre de otro, sino con la suya propia. No puso sus propios pecados en los hombros de los demás —hombres o animales— sino que puso los pecados de los demás sobre sus propios hombros: «sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo» (1 Pe 2, 24).
El proceso que llevó al nacimiento de la religión primitiva se invierte respecto a la explicación que Freud había dado de la misma. En Cristo es Dios quien se hace víctima. Pero no es la víctima freudiana (el padre primordial) que, una vez sacrificada, es elevada por la comunidad a la dignidad divina (el Padre de los cielos). Ya no es el hombre el que ofrece sacrificios a Dios, sino Dios quien se «sacrifica» por el hombre, entregando a la muerte por él a su Hijo unigénito (Jn 3, 16). El sacrificio ya no sirve para «aplacar» la cólera divina, sino más bien para aplacar al hombre y hacerle desistir de su hostilidad contra Dios, contra el prójimo y contra sí mismo.
¿Se puede, por tanto, seguir hablando de sacrificio, a propósito de la muerte de Cristo y por tanto de la Misa? Durante mucho tiempo el experto rechazó este concepto, considerándolo demasiado marcado por la idea de violencia, pero finalmente admitió su posibilidad, con la condición de considerar el sacrificio de Cristo como un nuevo tipo de sacrificio, y de considerar este cambio de significado como «el hecho central en la historia religiosa de la humanidad»12.
Continúa Cantalemessa haciendo las alabanzas a Girard:
«Visto a esta luz, el sacrificio de Cristo contiene un mensaje formidable para el mundo de hoy. Grita al mundo que la violencia es un residuo arcaico, una regresión a estadios primitivos y superados de la historia humana y —si se trata de creyentes— de un retraso culpable y escandaloso en la toma de conciencia del salto de calidad realizado por Cristo. Recuerda también que la violencia es perdedora. En casi todos los mitos antiguos la víctima es el vencido y el verdugo el vencedor. Jesús cambió el signo de la victoria. Ha inaugurado un nuevo tipo de victoria que no consiste en hacer víctimas, sino en hacerse víctima. Victor quia victima,vencedor porque víctima, así define Agustín al Jesús de la cruz13. El valor moderno de la defensa de las víctimas, de los débiles y de la vida amenazada nació sobre el terreno del cristianismo, es un fruto tardío de la revolución llevada a cabo por Cristo. Tenemos la prueba contraria. Apenas se abandona (como hizo Nietzsche) la visión cristiana para devolver a la vida la pagana, se pierde esta conquista y se vuelve a exaltar ‘al fuerte, al poderoso, hasta su punto más excelso, el superhombre’, y se define a la cristiana ‘una moral de esclavos’, fruto del resentimiento impotente de los débiles contra los fuertes»14.
El Evangelio es así ciencia de la violencia humana y la luz sobrenatural derivada del mensaje evangélico lo revela perfectamente. Sólo es trascendente el amor sobrenatural que triunfa sobre todas las manifestaciones humanas de la violencia, incluida la sagrada, revelándola como mentira y engaño. La violencia continúa disfrazándose pero ha quedado desvelada.
Existe una última cuestión importante que faltaría en el enfoque que del sacrificio hace Girard, y que me consta que lo tiene como objeto de sus últimas investigaciones: la relación con la eucaristía. En este acto litúrgico por excelencia el sacrificio se convierte en don y el altar está limpio de sangre. En Cristo la víctima y el oferente se identifican, en la tríada: sacerdote, víctima y altar 15.
El tema polémico vuelve a ser si el sacrificio de Cristo es o no un sacrificio expiatorio, en el sentido de «sustitución de la víctima» en el sacrificio cruento. Si así fuera, sería víctima sustitutoria respecto de Adán. Pero el último Girard está más conforme con la propuesta joánica: más que de sacrificio se trata de culminación de una vida de amor y de servicio a los hombres16. Tiene más que ver con el amor hacia el Padre que se expresa en la obediencia para vivir en el mundo con el mismo modo de ser que el Padre. Esta vida trinitaria expresa una comunión de amor mutuo y oblativo para todas las personas. Se acabó la justificación humana de la violencia y de la sangre como algo que gusta a los dioses. Cristo, para vivir el amor, ha asumido sobre sí la violencia cambiándola de orientación y de signo. Habría podido evitar la muerte de cruz, si no hubiese vivido el amor, la justicia, en el sentido susodicho y si hubiese negado la verdad, o sea, el ser el Hijo de Dios (Mt 26, 63-65).
Cristo es una víctima de la violencia, pero es víctima activa; no estamos ante un chivo expiatorio pasivo porque ha asumido y aceptado las consecuencias de su elección y, en lugar de renegar de la verdad, la ha aceptado por ser fiel al Amor. «Por eso Dios Padre lo ha resucitado, constituido piedra angular del nuevo edificio vivo y cultual, en tanto en cuanto, sacerdotal, la Iglesia» (Hc 4,11; Mt 21, 43; 1 Pe 2, 4-8)17.
El sacrificio de Cristo, por tanto, no es instrumental o funcional. Sin embargo, tiene carácter salvífico para los hijos de Adán. Dicho de otro modo: «El adamà, el ser que tiene su origen en la tierra, no ha respondido a la llamada del amor; es por eso por lo que se ha encontrado dividido consigo mismo, del otro y del más complementario de sí mismo, Eva, y de Dios. Mientras tanto Dios, tomando sobre sí la naturaleza humana, pudo hacerle capaz de responder a la llamada. De hecho le hace formar parte de la vida divina trinitaria, con la única condición de completar el camino de la divinización hasta la estatura de Cristo» (1 Jn 3, 2) que viene a ser llamada ‘salvación’»18. El Padre envió a su Hijo al mundo, pensando que a «este le respetarán». La piedra desechada por los constructores y la parábola de los viñadores homicidas significan algo más que un recurso literario o parábolico de Jesús: son claves hermenéuticas de la cultura humana. Ambas tienen que ver con la expulsión y el sacrificio de la única víctima, ambas hablan de sacrificio, pero como resultado de un último acto de amor de Dios que proponía la aceptación y acogida, por parte de los hijos de Adán, del Unigénito. El sacrificio de Cristo no era buscado por sí mismo, en una especie de maquiavélica estrategia expiatoria reparadora de un agravio infinito, sino una consecuencia posible de un amor infinito que asume todos los resultados potenciales de la voluntad libre de los hombres.