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Los opuestos se atraen porque los dos desean lo que no pueden tener. Hannah Yates, propietaria de una empresa de construcción, llevaba casco de protección en su trabajo. ¡Ojalá le sirviera para proteger también su corazón del hombre que estaba a punto de hacer famosa a su constructora! Lo único que tenía que conseguir era cumplir el plazo imposible que le había impuesto Bennett Carey, un hombre de negocios de sangre azul, y resistirse a la atracción que había entre ellos. Sin embargo, cuando una jornada de trabajo acabó en una noche inolvidable para los dos, Hannah tuvo que preguntarse si iba a arriesgar todo aquello por lo que tanto había trabajado, o si, en aquella ocasión, se había enamorado del verdadero hombre de su vida.
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Seitenzahl: 178
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2021 Maureen Child
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El soltero perfecto, n.º 2162 - agosto 2022
Título original: The Wrong Mr. Right
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-864-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Si te ha gustado este libro…
Bennett Carey estaba al borde de un ataque de nervios.
Y su madre estaba a punto de empujarlo por el precipicio.
–Mamá –dijo, tratando de no perder la paciencia–, no necesito que redecores mi casa.
Candace Carey estaba sentada frente a él, al otro lado de su escritorio, y descartó su comentario con un movimiento de la mano. El sol se reflejó en el enorme brillante de su alianza y los reflejos iluminaron la cara de su hijo.
–Yo no diría que es una casa, Bennett –replicó, y miró a su alrededor–. Y, mucho menos, un hogar –añadió, al tiempo que movía la cabeza–. Este despacho de las oficinas de la empresa tiene más personalidad que esa casa. Llevas cinco años viviendo allí y parece que es una casa de alquiler. O que está vacía.
Él la miró con el ceño fruncido y murmuró:
–En este momento, no lo suficientemente vacía.
Desde que sus padres habían iniciado lo que sus hijos denominaban «las guerras de la jubilación», no había forma de saber cuál iba a ser el siguiente paso de su madre. Y parecía que ni siquiera en su despacho de las oficinas centrales de Carey Corporation iba a estar a salvo de sus interferencias. Incluso había ofrecido un aumento de sueldo a su secretario, David, si conseguía mantenerla fuera del despacho. David había rehusado la oferta.
Bennett no podía reprochárselo. Su padre, Martin Carey, le había prometido a su mujer que iba a jubilarse y que iban a hacer los viajes que siempre habían estado planeando. Sin embargo, su padre era incapaz de alejarse de la empresa familiar. Aunque, ahora, él era el consejero delegado, Martin se aseguraba de dar su opinión acerca de todo lo que hiciera su hijo. Así que, para demostrarle a su marido lo que sentía por haber sido abandonada en aras del trabajo, su madre lo había dejado después de un matrimonio de casi cuarenta años y se había ido a vivir con Bennett.
–Las paredes son de color beis, Bennett.
–A mí me gusta el beis.
–A nadie le gusta el beis –dijo su madre–. No es un color. Solo es ligeramente mejor que el blanco. Necesitas color en tu vida, Bennett, y me refiero a algo más que a las paredes de tu casa. Corres el peligro de convertirte en alguien como tu padre. Antes de que te des cuenta, habrás consagrado tu vida a esta empresa y te habrás olvidado de todo lo demás.
–No es cierto. Yo tengo una vida. Por ejemplo, acabo de estar en mi cabaña de Big Bear.
Había ido a la cabaña para intentar escaparse de su familia que, en aquel momento, lo estaba volviendo loco. Se suponía que iba a ser una semana llena de paz y tranquilidad, pero solo había durado dos días allí. ¿Quién podía vivir sin los sonidos de la ciudad? ¿Sin una buena conexión a internet? ¿Sin cemento? En aquella cabaña había demasiada naturaleza.
–No has invitado ni a una sola mujer a casa durante las dos semanas que yo llevo viviendo contigo.
Él se quedó boquiabierto.
–Por supuesto que no. Tú eres mi madre –respondió.
No podía creer que estuvieran manteniendo aquella conversación. De repente, echó de menos la paz y la tranquilidad de la cabaña.
–Y, como soy tu madre, sé muy bien lo importante que es una buena relación sexual para tener una vida sana.
Él alzó ambas manos y cabeceó.
–Te lo ruego, déjalo ya. No sigas.
Ella dio un resoplido.
–No sabía que eras tan mojigato, Bennett.
–No lo soy –respondió él–, pero no voy a hablar de sexo con mi madre.
–Tus hermanas no tienen ningún problema en hablar de esto conmigo.
–Ya. Tampoco voy a hablar de su vida sexual.
Eran sus hermanas, y no quería saberlo.
–Bueno, pues yo creo que…
Por suerte, el teléfono sonó en aquel mismo momento.
–¿Sí? –respondió él, rápidamente.
Mientras escuchaba a su secretario, Bennett alzó una mano para pedirle a su madre que se mantuviera en silencio.
–¿Es grave? –preguntó.
–Sí, señor –dijo David–. Los bomberos ya están allí.
–Muy bien. Voy para allá ahora mismo –dijo él.
Colgó, tomó la chaqueta del traje y se la puso.
–Lo siento, mamá, vamos a tener que dejar la conversación para más tarde.
O para nunca.
–Antes, dime qué ocurre.
–Ha habido un incendio en The Carey.
A su madre se le escapó un jadeo.
–¿Hay algún herido?
–Todavía no lo sé –respondió él, mientras se dirigía hacia la puerta–. En cuanto lo sepa te lo diré.
Tardó un poco menos de media hora en llegar desde Irvine, en California, a Laguna, donde la familia tenía su restaurante de cinco estrellas, al borde de un acantilado, desde hacía décadas. Era un lugar rústico pero elegante, construido con madera de cedro que el aire del mar había ido desgastando, y con enormes cristaleras que proporcionaban maravillosas vistas. En el amplio porche delantero había asientos tapizados de azul marino para que la gente pudiera esperar cómodamente mientras le asignaban una mesa. El edificio estaba junto a la autopista de la costa del Pacífico, pero lo suficientemente alejada de la carretera como para que hubiera espacio para una docena de jardineras de piedra con flores. El aparcamiento estaba a la izquierda, y en la parte trasera había un patio muy amplio con solera de pizarra, lleno de asientos desde los que poder admirar una incomparable vista del océano Pacífico.
Sin embargo, en aquel momento había tres camiones de bomberos, un par de coches patrulla y una ambulancia, algo que le preocupó. Esperaba que todos los empleados hubieran podido salir del local sanos y salvos.
Aparcó el BMW a cierta distancia y se abrió paso, rápidamente, entre la gente que se había arremolinado allí para observar el enorme agujero que había en el tejado del restaurante y el humo que ascendía y se retorcía debido al aire que soplaba desde el mar.
Se aflojó la corbata, porque tenía un nudo en la garganta. Había agua por todas partes y apestaba a madera y plástico quemados. A Bennett se le encogió el corazón.
–Señor Carey.
Se giró y vio a un bombero de unos cuarenta años. Tenía la cara manchada de hollín y el uniforme húmedo a causa del agua y los productos químicos.
–Uno de sus empleados me dijo quién era usted. Yo soy el capitán Hill.
–¿Están todos bien? –preguntó él.
–Sí –respondió el capitán, y miró hacia el restaurante–. En ese momento solo estaban dentro los cocineros, y salieron rápidamente. Nos llamaron desde el exterior.
–Qué alivio –dijo él. Era muy consciente de que los edificios podían reconstruirse, pero las vidas humanas no eran recuperables.
–¿Cómo se originó el incendio?
El capitán Hill se quitó el casco y se pasó una mano por el pelo empapado.
–El inspector vendrá un poco más tarde y convocará a todo el mundo, pero puedo adelantarle que, en mi opinión, ha sido un cable eléctrico defectuoso. ¿Cuántos años tiene el edificio?
Bennett suspiró.
–Más o menos, sesenta.
Era culpa suya. Debería haberse ocupado de aquel asunto justo después de que lo nombraran consejero delegado. Sin embargo, con todo lo que tenía que atender y su padre entrometiéndose constantemente, no había tenido tiempo. Aunque debería haberlo encontrado, porque en eso consistía su función principal: en que todo marchara como la seda.
–¿Puedo entrar a echar un vistazo?
El capitán Hill frunció el ceño, pero respondió:
–Sí. Es seguro. Está todo sucio y húmedo, pero es seguro. Tenga cuidado, eso sí. Algunos de mis hombres siguen dentro, así que, si necesita algo, puede preguntarles a ellos.
–Muy bien. Lo haré. Gracias –dijo Bennett, y se dirigió hacia el restaurante.
Por el camino, pasó por encima de las mangueras y de algunos charcos, y rodeó a los bomberos que estaban recogiendo el equipo de extinción. Una vez dentro, miró a su alrededor y exhaló un suspiro. No solo iba a tener que encargarse de reparar los daños provocados por el fuego, sino, también, de los destrozos que había causado el agua en los muebles, en las paredes y el suelo. Era una pesadilla.
Había estado allí dos días antes con Jack Colton, el prometido de su hermana Serena. Aquella noche, como siempre, el ambiente era elegante y acogedor. Las paredes eran de un color adobe claro, y estaban adornadas con pesadas vigas oscuras. Los ventanales eran muy amplios y las lámparas de bronce parecían del siglo anterior. Las mesas estaban vestidas con manteles blancos y jarrones de flores. La cubertería era pesada, la cristalería estaba tallada a mano, el servicio era impecable y la comida, superior a la de cualquier otro lugar.
Sin embargo, en aquel momento parecía un escenario de guerra. Aunque los bomberos hubieran vencido al fuego, había otra batalla que librar. Era muy consciente de que la tradición de aquel lugar iba a tener que cambiar.
Parecía que, últimamente, estaba rodeado de cambios. Sus hermanas estaban cambiando las cosas. Su hermano Justin estaba evitando a la familia. Su madre, por el amor de Dios, se había ido a vivir a su casa. Y su padre se negaba a apartarse del trabajo y le complicaba la vida mucho más de lo que debiera.
Al mirar a su alrededor, tuvo que aceptar que los daños que había sufrido The Carey era otra carga más que recaía sobre sus hombros.
Pasó por delante del bar y entró en la cocina. Tuvo que contenerse para no suspirar de nuevo.
–Está claro que vamos a tardar en dar cenas otra vez –dijo.
Y eso también era un problema grave.
Al menos, sabiendo que los empleados estaban sanos y salvos, podía concentrarse en solucionarlo.
Había una cena formal organizada en el restaurante dentro de cuatro semanas. Ya se habían enviado las invitaciones y se había hecho un anuncio público en los medios de comunicación. Era demasiado tarde para cambiar el lugar de la celebración, y no estaba dispuesto a cancelarla. Así pues, solo podía hacer una cosa.
Sacó el teléfono móvil y llamó a su secretario.
–David, por favor, consigue al mejor contratista del condado. Necesito que se pongan a trabajar en el restaurante inmediatamente.
–Sí, señor.
Bennett colgó y siguió evaluando los daños. La cocina necesitaba una reparación completa. El suelo, de tablones de roble centenario, necesitaría acuchillado y barnizado. El bar estaba manchado de humo de tabaco y lleno de agua, y el espejo que había detrás de la barra había quedado hecho añicos, como las botellas de licor. Las mesas de nogal estaban volcadas y también necesitarían arreglos, por no hablar de las sillas.
Abrió su bloc de notas y comenzó a elaborar una lista. A medida que apuntaba el suelo, los licores, las paredes y los muebles, iba mascullando maldiciones en voz baja. Por lo menos, la lista le proporcionó algo en lo que concentrarse. Las listas, si se utilizaban bien, podían resolver casi cualquier problema.
–Cuatro semanas –dijo, y emitió un gemido–. En cuatro semanas, esto tiene que volver a ser un establecimiento de primer nivel.
–Sí, y no veo que eso pueda suceder.
Bennett miró a su izquierda y vio a su chef, el afroamericano John Henry Mitchell. El chef medía un metro noventa, tenía el pelo corto y rizado y los ojos marrones, de mirada perspicaz. Tenía el físico de un jugador de la Liga Nacional de Fútbol Americano y era un artista en la cocina.
–John Henry –dijo Bennett, tendiéndole la mano. El chef se la estrechó–. Estoy muy aliviado de que todos estéis bien.
–Sí, yo, también –respondió el chef, y su voz grave retumbó como un trueno–. Dos de los cocineros estaban aquí, preparándolo todo para esta noche.
–¿Están bien?
–Un poco asustados, pero sí.
John Henry agitó la cabeza y miró a la pared del otro extremo de la cocina.
–Empezó allí –dijo, señalándola–. Yo no me di cuenta, al principio, porque estaba en la cámara haciendo recuento del género.
–No es culpa tuya.
–Sí, ya lo sé. Fue el cableado, Bennett. Los bomberos dicen que estalló, que el fuego se extendió como la pólvora por las paredes y el techo y que, de ahí, pasó al ático y prendió el techo. Este cedro tan viejo y las tejas alimentaron el fuego y, bueno, ya sabes el resto –dijo el chef, y se encogió de hombros–. Saqué de aquí a los chicos y llamé a los bomberos. Nos quedamos esperando fuera, viéndolo todo.
–Sí –dijo Bennett, y le dio una patada a un trozo de madera carbonizada, que se deslizó por el suelo–. Gracias por llamar tan rápidamente.
–Esto es un desastre, Bennett.
–Sí, desde luego que lo es.
Los dos hombres siguieron evaluando los daños en silencio, durante un par de minutos.
–¿Qué vas a hacer con esa fiesta? Solo quedan cuatro semanas.
–Ya lo sé –dijo Bennett–. Le he pedido a mi secretario que encuentre al mejor constructor del condado.
John Henry se echó a reír.
–Está a punto de llegar el verano, Bennett. Todos los contratistas van a estar ocupados con los patios, las piscinas y Dios sabe cuántas cosas más. Yo mismo tengo a uno que va a empezar a hacerme un muro de contención en el patio trasero el lunes.
–Encontraré a alguien –dijo Bennett–. Si tengo que pagar el doble, lo haré.
–Bueno, pues así, quizá lo resuelvas –dijo John Henry, pensativamente.
–Lo voy a conseguir como sea –dijo Bennett, mirando a su amigo–. El dinero es una buena motivación para cualquiera. Voy a conseguir al contratista y a celebrar esa cena. Tú sigue preparando el menú. Por supuesto, chuletas…
–Por supuesto.
The Carey ofrecía las mejores carnes de California, sin duda. Era una tradición de las que no iba a cambiar.
–Tú ocúpate del resto del menú –dijo Bennett, agitando una mano.
John Henry se echó a reír.
–Sí, ya sé que tengo que hacerlo. No te iba a dejar a ti esa tarea.
Bennett sonrió con una expresión de ironía.
–Mejor, no.
Respiró profundamente y arrugó la nariz al percibir el olor desagradable de la madera quemada y el humo. Después, miró a su amigo.
–Bueno, ¿necesitas algo?
–No. Yo estoy bien.
–Pagaremos los sueldos aunque el equipo no pueda trabajar hasta que el restaurante esté completamente renovado.
John Henry sonrió.
–Ya le he dicho a todo el mundo que ibas a hacerlo.
Bennett enarcó las cejas.
–¿Tan seguro estás de ti mismo?
–No, estoy seguro de ti, Bennett. Sé que te preocupas por tus empleados.
Bennett se sintió azorado e incómodo, y dejó pasar el comentario. No se merecía ningún reconocimiento por cumplir con su deber.
–Bueno, John Henry, no tienes por qué quedarte más. Vete a casa. En cuanto empiecen a trabajar aquí, te aviso.
–Bien –dijo el chef–. Tengo algunas ideas para mejorar la cocina.
–De eso estoy seguro –respondió Bennett.
John Henry se echó a reír.
–Como hay que rehacer la cocina, se puede hacer esos cambios que llevo pidiéndote estos cinco últimos años. Por ejemplo, encimeras más altas, para no tener que trabajar encorvado…
–De acuerdo. Haz una lista.
John Henry le dio una palmada en la espalda.
–¿Cuántas listas has empezado tú hoy?
–Dos –dijo Bennett, cabeceando–. Y seguro que empezaré más.
Estaba seguro de que iba a concederle a John todo lo que pidiera para la cocina. Aquel hombre era el mejor chef de California, y no quería que ningún otro restaurante se lo robara.
–Cuando hable con el constructor, tú estarás presente.
John Henry asintió. Después, los dos amigos se miraron y se echaron a reír.
Bennett suspiró y dijo, con una sonrisa:
–Sí, ya sabías que ibas a estar presente en la conversación. Prepara la lista y te aviso en cuanto dé con un contratista.
John Henry sonrió.
–Sí, será mejor que empieces cuanto antes. Cuatro semanas no es mucho tiempo.
Pocos días después, a Bennett se le estaba acabando la paciencia. Aunque no quisiera admitirlo, John Henry tenía razón. Su secretario había llamado a todos los contratistas conocidos de Orange County y todos habían respondido negativamente. Ni siquiera el dinero había podido resolver aquel problema. Como necesitaba rehabilitar el restaurante a toda costa, no había tenido más remedio que reunirse con la representante de una empresa constructora pequeña, Construcciones Yates, con buenas críticas en internet.
Estaba allí, en The Carey, con una mujer que no era lo suficientemente grande como para sostener un martillo. La observó mientras ella se movía por el restaurante, evaluando los daños. Era muy menuda, diminuta. No medía más de un metro cincuenta centímetros, pero era impresionante.
Tenía el cuerpo pequeño, compacto y curvilíneo. Tenía el pelo negro y rizado, y lo llevaba corto, de modo que la melena enmarcaba su rostro ovalado. Su boca era carnosa, tenía los pómulos altos y los ojos muy brillantes, de color verde. Hannah Yates no era, en absoluto, lo que él se esperaba.
Se irritó un poco al darse cuenta de que estaba desconcentrado. Hannah era toda una distracción, y eso no era lo que él necesitaba en aquel momento. Lo que necesitaba era una buena constructora y, en vez de eso, estaba mirando embobado a un duendecillo muy sexy.
Según lo que le había contado, su padre, Hank, era el dueño de la empresa hasta que ella se había hecho cargo, hacía tres años. Le mostró sus referencias y fotografías de otras obras que habían realizado, y no dejó de hablar ni un momento. Parecía que conocía bien su profesión. El único problema era que él no sabía si una empresa pequeña podría acometer y terminar aquella obra en un plazo de cuatro semanas.
Ella estaba muy ocupada tomando notas en su tableta y haciendo mediciones.
–¿Para cuándo necesita que esté terminada la obra? –le preguntó.
–Para dentro de cuatro semanas.
–¡Ya! –exclamó ella, y cabeceó como si estuviera hablando con un loco. Después, se puso a murmurar.
A él se le habían acabado las opciones. Aquella mujer y su pequeña constructora eran su última esperanza. No iba a ser fácil encargarle aquella obra, pero no le quedaba más remedio. Y eso era difícil de asimilar para un hombre que estaba acostumbrado a llevar las riendas. Iba a ser todo un reto confiar en una mujer que parecía un duendecillo.
Cuatro semanas. Hannah tuvo que contenerse para que no se le escapara una carcajada. Aquel hombre tenía que estar de broma.
Él la seguía con la mirada mientras ella se movía por aquel restaurante de lujo de Laguna. Lo que había sucedido era una lástima. Nunca había tenido la oportunidad de comer allí, ¿quién podría permitírselo? Y, ahora que por fin había entrado a The Carey, estaba viéndolo en su peor momento.
Y parecía que a Bennett Carey, también. No estaba muy contento de tener que tratar con ella, pero, si quería salvar su restaurante, iba a tener que superarlo.
«Pero míralo», pensó. Allí, entre los escombros, parecía un modelo de revista. A pesar del polvo, se las había arreglado para que sus zapatos mantuvieran el brillo. Cuando se giró para seguir tomando medidas, notó que la estaba observando.
Se estaba preguntando si ella podía hacer el trabajo. Como era bajita y mona, los hombres tenían tendencia a subestimarla. No era la primera vez que iba a tener que demostrar lo que valía.
Que él fuera el hombre más guapo que había visto en su vida no quería decir que ella se olvidara del verdadero trofeo.
Que era conseguir aquel trabajo.