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El multimillonario Tanner King quería terminar con el negocio de árboles de Navidad de su vecino, que le molestaba mucho. King tenía el dinero y el poder suficientes como para conseguir que le cerraran el negocio, así que a Ivy Holloway, la propietaria de la plantación, no le quedaba otra opción que ablandarle. Tanner no podía vivir tranquilo por culpa del negocio de su vecino y, además, no conseguía deshacerse de la guapa asistenta que le había mandado su abogado. No era capaz de dejar de pensar en ella ni evitar besarla. El problema era que la dueña de la plantación y su asistenta… eran la misma persona.
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Seitenzahl: 170
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Maureen Child. Todos los derechos reservados. EL VECINO NUEVO, N.º 1772 - marzo 2011 Título original: Cinderella & the CEO Publicada originalmente por Silhouette® Books. Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9829-4 Editor responsable: Luis Pugni
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–Hola, soy su nueva asistenta.
Tanner King miró a la mujer de arriba abajo una vez más, fijándose en las exuberantes curvas, el rostro con forma de corazón y los labios carnosos. No debía de llegar a los treinta años y la melena rubia le caía sobre los hombros. Iba vestida con una camiseta amarilla y unos vaqueros desgastados y muy ceñidos. Los ojos azules claros le brillaron al sonreír y se le hizo un hoyuelo en la mejilla izquierda.
El cuerpo de Tanner reaccionó y él negó con la cabeza, tanto a la mujer, como a su cuerpo por reaccionar así.
–No, no lo es.
–¿Qué? –dijo ella riendo.
El sonido de su risa lo estremeció y Tanner pensó que hacía demasiado tiempo que no estaba con una mujer.
Volvió a negar con la cabeza.
–No es ninguna asistenta.
–¿Por qué no…? –le preguntó ella, arqueando las cejas rubias.
–Porque no es lo suficientemente mayor, para empezar.
–Bueno, pues yo le aseguro que soy lo suficientemente mayor para limpiar una casa. ¿Con quién esperaba encontrarse? ¿Con la señora Doubtfire?
Él pensó en aquella comedia, con el hombre disfrazado de mujer mayor y asintió.
–Sí.
–Pues siento decepcionarlo –le dijo ella sonriendo.
No lo había decepcionado. Ése era el problema. Nada en ella podía decepcionarlo. Salvo que no iba a poder contratarla. No necesitaba ninguna distracción, y aquella mujer lo era.
–Vamos a empezar desde el principio –le sugirió ella, tendiéndole la mano derecha–. Me llamo Ivy Holloway y usted es Tanner King.
Él tardó un segundo o dos de más en darle la mano, y se la soltó enseguida. Nada más tocarla, sintió como si una corriente eléctrica le recorriese el cuerpo. Era la prueba de que aquello era mala idea.
Nada había salido bien desde que, dos meses antes, se había mudado a la que debía haber sido la casa perfecta.
El sol estaba empezando a ponerse en el valle y el pelo rubio de la mujer se movió con el aire frío procedente de la montaña. Lo estaba mirando como si fuese un marciano o algo así. Y tal vez tuviera motivos.
Aquello era lo que ocurría cuando un hombre al que le gustaba la privacidad se mudaba a un pueblo en el que todo el mundo se conocía. Estaba seguro de que en Cabot Valley sentían curiosidad por él. Había ido allí en busca de paz y tranquilidad, para poder trabajar sin que nadie lo molestase.
Aunque, por supuesto, la paz y la tranquilidad ya se habían desintegrado. Levantó la vista hasta los confines de su propiedad, los árboles de Navidad se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Era un lugar tranquilo. Sereno. Pero lo que él tenía en su interior era frustración. Intentó aplastarla.
–Mire –empezó, bloqueándole el paso apoyando la mano en el marco de la puerta–. Siento que haya venido, pero no es exactamente lo que estoy buscando. Si quiere, le pagaré el desplazamiento.
Tanner sabía que a las personas, en especial a las mujeres, les gustaba que las compensasen. A sus ex novias las había despedido con elegantes pulseras de diamantes y a sus ex asistentas, con buenos cheques. Y nunca había tenido problemas.
–¿Por qué iba a pagarme, si todavía no he trabajado para usted?
–Porque esto no es buena idea.
–¿No necesita una asistenta? –insistió ella, cruzándose de brazos y haciendo que se le levantasen los pechos redondos y generosos, que se empezaban a asomar por el escote de la camiseta.
–Por supuesto que sí –le contestó Tanner.
–Su abogado me contrató para que lo fuese yo. ¿Cuál es el problema?
El problema era que tenía que haber sido más explícito cuando su abogado y mejor amigo, Mitchell Tyler, se había ofrecido a contratar él a la asistenta. Tenía que haberle pedido que contratase a una mujer mayor y silenciosa.
Y era evidente que Ivy Holloway iba a ser una distracción.
Mientras estaba perdido en sus pensamientos, ella se agachó y entró en la casa por debajo de su brazo. Y no podía agarrarla y sacarla de allí. No habría sido difícil hacerlo. Habría podido agarrarla de un hombro y hacer que volviese a cruzar el porche, pero como si le hubiese leído el pensamiento, ella entró en el salón y allí se detuvo y se dio la vuelta, mirándolo todo.
–Este lugar es increíble –susurró.
Tanner siguió su mirada.
En la mayor parte de la casa había madera oscura y muchas ventanas, que le permitían ver los árboles de Navidad que se habían convertido en su pesadilla en los últimos dos meses. El salón era enorme. Estaba amueblado con grandes sofás y sillones, agrupados en círculos para sentarse a conversar, aunque no se utilizaban nunca. La chimenea era de piedra, tan alta que Tanner habría podido meterse dentro de pie. Una librería de un metro de alto rodeaba la habitación y también había varias mesas encima del suelo de roble color miel. Habría sido el salón perfecto si no hubiese sido por…
–Todo el mundo se muere por ver esta casa por dentro –comentó Ivy en voz baja–. Desde que la compró y empezó a reformarla, todo el pueblo está fascinado.
–Seguro que sí, pero…
–Es comprensible –añadió ella, mirándolo un segundo–. Al fin y al cabo, la casa llevaba años vacía antes de que la comprase, y no se parecía en nada a esto.
Eso ya lo sabía él. Había pagado una fortuna a la empresa de construcción para que hiciese en diez meses lo que cualquiera habría tardado dos años en hacer. Había tenido muy claro lo que quería y le había pedido a uno de sus primos, que era arquitecto, que le hiciese el proyecto. Había sido muy meticuloso, ya que quería que aquel lugar fuese su santuario.
–¿Dónde está la cocina? –le preguntó ella, interrumpiendo sus pensamientos otra vez.
–Allí –respondió él, señalando con el dedo–, pero…
Demasiado tarde, ya se había ido, haciendo ruido con los tacones de las botas en el suelo de madera. Tanner se sintió obligado a seguirla, y tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada de la curva de su trasero.
–Oh, Dios mío –susurró Ivy, como si acabase de entrar en una catedral.
La cocina también era enorme, con las paredes de color crema y los muebles en madera dorada. Había metros y metros de encimera de granito en tono miel y, encima del fregadero, una gran ventana con vistas a la parte trasera del jardín. A pesar de que estaba anocheciendo, el jardín era impresionante.
–Cocinar aquí será como estar de vacaciones –comentó Ivy, sonriéndole brevemente–. Debería ver mi cocina. Casi no hay espacio y la nevera es más vieja que yo.
Se acercó a la de allí, la abrió y miró dentro.
–¿Cerveza y salami? –dijo con el ceño fruncido–. ¿Sólo tiene eso?
–Y algo de jamón –contestó él, un poco a la defensiva–. Y huevos.
–Dos.
–El congelador está lleno –puntualizó, sin saber por qué tenía que darle explicaciones–. No soy del todo inútil.
Ella lo miró como si fuese un niño pequeño.
–¿Tiene esta cocina y sólo la utiliza para descongelar comida en el microondas?
Tanner frunció el ceño. Había estado muy ocupado, pero tenía planeado empezar a cocinar, o contratar a alguien para que lo hiciese. Algún día.
–No importa –le dijo ella, sacudiendo la cabeza y cerrando la nevera–. Iré a por algo de comida para usted…
–Puedo comprarme solo la comida.
–Por supuesto, pero yo haré la lista, porque me da la sensación de que no está muy inspirado.
–Señorita Holloway –le dijo él.
–Ah, llámeme Ivy. Todo el mundo lo hace.
–Señorita Holloway –repitió él deliberadamente–. Ya le he dicho que no va a funcionar.
–¿Cómo lo sabe? –le preguntó ella, pasando la palma de la mano por la encimera, como si la estuviese acariciando–. Podría ser estupendo. Es posible que yo sea la mejor asistenta del mundo. Al menos podría darme una oportunidad antes de tomar la decisión.
Tanner pensó que le encantaría darle una oportunidad, pero no en el sentido en el que ella lo decía. Su olor le llegó desde el otro lado de la isla que los separaba. Olía a cítricos y se contuvo antes de aspirar hondo y analizar su aroma todavía más.
Si hubiese tenido allí a Mitchell, lo habría matado. Tanto él como su mujer, Karen, llevaban años intentando emparejarlo. Habían hecho todo lo posible por sacarlo de su caparazón.
El problema era que él no pensaba que viviese metido en un caparazón. Había pasado muchos años levantando un muro a su alrededor y no iba a permitir que nadie lo traspasase. Tenía amigos. Tenía primos y hermanastros. No necesitaba a nadie más. No obstante, sus amigos casados no lo entendían. Era como si, una vez casados, todos los hombres a los que conocía quisieran meterlo a él en ese mismo barco. Era evidente que Mitchell se iba a llevar una gran decepción en el caso de Tanner, pero no se daba por vencido.
E Ivy Holloway era la prueba de ello. Seguro que, nada más verla, Mitchell había decidido que era perfecta para él, pero no iba a funcionar.
–La cosa es que trabajo en casa por la noche. Y duermo por el día, o lo intento… –murmuró–. Así que no puedo tenerla aquí haciendo ruidos mientras trabajo y…
–¿A qué se dedica?
–¿Qué?
–Ha dicho que trabaja en casa –comentó ella, apoyando los codos en la encimera y la barbilla en las manos–. ¿A qué se dedica?
–Diseño juegos de ordenador.
–¿De verdad? ¿Ha diseñado alguno que yo pueda conocer?
–Lo dudo –le respondió él, sabiendo que sus juegos iban dirigidos más a hombres jóvenes que a mujeres–. No diseño juegos de moda, ni de ejercicio.
–Guau –respondió ella–. Muy condescendiente.
Y tenía razón, aunque Tanner no había esperado que se lo dijese.
–Es sólo…
–Póngame a prueba –le pidió ella, sonriendo.
–Está bien. El último juego que he diseñado ha sido Dark Druids.
–¿En serio? –preguntó Ivy con los ojos muy abiertos–. Es estupendo. Me encanta ese juego. Y tiene que saber que estoy en el noveno nivel.
Intrigado muy a su pesar, Tanner la miró con admiración. Sabía lo difícil que era su juego de druidas y llegar al noveno nivel era algo impresionante.
–Vaya. ¿Y cuánto tiempo ha tardado en llegar?
Ella se encogió de hombros.
–Seis meses –admitió–, pero tengo que decir en mi defensa que sólo he jugado por las noches. ¿En qué está trabajando ahora? ¿Puedo preguntárselo o es un secreto?
¿Seis meses? ¿Lo había conseguido en seis meses? Tanner había recibido correos electrónicos de jugadores que se quejaban de sólo haber llegado al tercer nivel en todo un año. Casi se le olvidó que tenía que deshacerse de ella. Así que, además de guapa, también era lista. Una combinación letal.
No obstante, Tanner tenía que contenerse para no contarle en qué estaba trabajando y lo que había conseguido la noche anterior. Aunque, si era tan buena, tal vez pudiese darle un par de días. No, no estaba buscando ningún colaborador. De hecho, ella estaba impidiendo que se pusiese a trabajar. Estaba allí, hablando con ella, en vez de estar arriba, inmerso en la magia medieval. Lo que le demostraba que aquella mujer era una distracción.
–Supongo que es secreto –comentó ella, leyéndole la expresión–. Bueno, no importa. ¿Por qué no va a trabajar mientras yo me ocupo de esto?
–No creo…
–Necesita una asistenta –lo interrumpió–, y es evidente que necesita desesperadamente a alguien que le cocine. Y yo necesito el dinero. Haré tan poco ruido, que no se enterará de que estoy aquí. Se lo prometo. ¿Por qué no me da una oportunidad?
Era evidente que no iba a marcharse sin pelear, y Tanner no tenía ganas de discusiones.
–Está bien. Estaré arriba, en el despacho. La tercera puerta de la izquierda.
–¡Diviértase! –le dijo ella, antes de darse la vuelta y empezar a abrir armarios.
Tanner pensó que hablaría con Mitchell y le pediría que la despidiese él. Y pronto. Era evidente que aquello no iba a funcionar. Le daría esa noche, pero al día siguiente, tendría que marcharse.
Salió de la cocina y ella ni siquiera giró la cabeza para mirarlo.
En cuanto se quedó sola, Ivy se dejó caer sobre la bonita encimera.
–Ha ido bien –murmuró.
Lo había enfadado, aunque lo cierto era que ya había estado enfadado cuando le había abierto la puerta. Si no hubiese sido rápida, tal vez no hubiese conseguido entrar en la casa.
Y había tenido que entrar. Necesitaba el trabajo. El dinero le iría bien, aunque ése no fuese el único motivo por el que estaba allí, en territorio enemigo. Aquello sonaba extraño, incluso para ella. En realidad, nunca había tenido enemigos, pero en esos momentos tenía uno muy rico y poderoso.
Le habría gustado saber de antemano que su enemigo era tan impresionante. Nada más verlo, casi se le habían doblado las rodillas.
Tanner King era un hombre peligroso: guapo, alto y fuerte. Las hormonas de Ivy todavía lo estaban celebrando. Desde que le había abierto la puerta, se había sentido como si hubiese estado en un terremoto, con el suelo moviéndose debajo de sus pies.
Tanner tenía los ojos de un azul oscuro, el pelo grueso y moreno, enmarañado y un poco largo. Y la combinación de hombros anchos, cintura estrecha y piernas largas era demoledora.
–Tal vez el abuelo tuviese razón –murmuró mientras pensaba en cómo éste había intentado disuadirla de su plan.
«Demasiado tarde», se dijo, avanzando hacia la otra punta de la cocina, donde encontró la despensa que había estado buscando. Estaba casi vacía e Ivy se dijo que Tanner King tenía suerte de no haber muerto de inanición en los dos meses que llevaba viviendo allí.
Al parecer, sólo se dedicaba a trabajar en sus juegos de ordenador y a llamar al sheriff para quejarse.
De ella.
Ivy cerró los ojos y respiró hondo. Por eso estaba allí, por supuesto. El sheriff Cooper le había dicho dos días antes que no sabía durante cuánto tiempo más iba a poder seguir apaciguando a Tanner King.
Ivy cerró las puertas de la despensa, se apoyó en ellas y miró a su alrededor. La cocina era bonita, pero estaba vacía. ¿Qué tipo de hombre podía construir una casa tan bella y dejarla tan vacía?
–Eso es lo que has venido a averiguar, ¿no? –se dijo a sí misma con firmeza.
No sólo quería comprenderlo, también quería que él la entendiese a ella y que comprendiese adónde había ido a vivir. Antes de que lo estropease todo.
No sería fácil, pero Ivy no procedía de una familia de perdedores. Cuando tomaba una decisión, hacían falta Dios y ayuda para hacerle cambiar de opinión. Estaba allí y no iba a marcharse hasta que Tanner King no viese la luz, por decirlo de algún modo.
Estaba un poco nerviosa y sabía que le iba a costar mucho trabajo fingir que era sólo una asistenta. Al fin y al cabo, era una gran mentirosa. En realidad, más que mentir, iba a omitir información, y eso no era tan grave, ¿no? Si lo hacía por un buen fin.
–Me preguntó cuántas personas se habrán consolado con esa idea.
Suspiró y deseó que las cosas fuesen de otra manera, pero así no cambiaría nada. Además, el juego ya había empezado. Ella había realizado el primer movimiento, así que tenía que seguir adelante. Estaba allí. Tenía que hacer lo que había ido a hacer.
De un modo u otro, Tanner King tendría que darse cuenta de que había encontrado la horma de su zapato.
–Sólo te estoy diciendo –murmuró Tanner por teléfono– que no debería estar preocupado por la Navidad en pleno mes de agosto.
–Ya, ya –respondió la voz al otro lado del teléfono, divertida–. Es como esos idiotas que se compran una casa al lado de un aeropuerto y luego se quejan del ruido.
Tanner miró por la ventana hacia la granja de árboles de Navidad que limitaba con su terreno. Por la noche, el paisaje parecía tranquilo. Por la ventana entreabierta, una ráfaga de viento trasladó hasta allí el olor a pino y Tanner frunció el ceño. Nadie habría dicho que aquel lugar se llenase de gente y de ruido por el día.
–¿Qué quieres decir?
–Quiero decir –le respondió su primo riendo– que sabías que la granja de árboles de Navidad estaba ahí antes de comprar esa propiedad hace un año. Ahora no vengas lloriqueando.
–Para empezar –replicó él–, no lloriqueo. Y, para seguir, ¿qué clase de granja de árboles de Navidad está abierta todo el año? Nadie me lo dijo cuando compré este lugar.
Aunque tampoco lo había preguntado. Había comprado la casa un año antes, sin pensar demasiado en sus vecinos, dando por hecho que sólo venderían árboles de Navidad en Navidad.
Se había mudado allí hacía sólo dos meses, después de días de obras en la casa. Cuando por fin se había instalado, lo había hecho deseando disfrutar de la paz y tranquilidad del lugar, pero llevaba dos meses viendo desfilar visitantes por la propiedad vecina.
Salvo eso, su casa era todo lo que podía desear. Estaba hecha de cristal y madera y rodeada por casi media hectárea de terreno. Y tenía toda la privacidad que necesitaba. O eso había pensado al comprarla. Desde el segundo piso, podía disfrutar de varias hectáreas de árboles. Y no eran los árboles los que lo molestaban, sino el espíritu emprendedor de su dueño. Al parecer, la familia propietaria de la granja había tenido la idea de convertir un negocio navideño en un negocio para todo el año.
Casi todos los fines de semana celebraban bodas, organizaban paseos en carro, picnics e incluso fiestas de cumpleaños infantiles. Lo que tenía como resultado una interminable sucesión de coches cuyos motores rugían justo enfrente de su casa.
Pero aquello no era lo peor. Lo peor era la música que sonaba por los altavoces. Villancicos. En agosto. Todos los días.
Mientras él intentaba dormir.
–Podrías pensar en dejar de vivir como un vampiro y empezar a dormir por las noches, como hacemos casi todos –le sugirió su primo Nathan.
–Lo intenté nada más llegar –murmuró él, apartándose de la ventana y acercándose al ordenador que tenía encima del escritorio–. Intenta trabajar tú en un videojuego de guerras medievales mientras oyes villancicos.
No, la única solución razonable había sido ponerse a trabajar por las noches. Tanner pensó en la sensual mujer que había rondando por su casa y se preguntó cómo iba a concentrarse sabiendo que estaba allí.
–Está bien, olvídate de lo que te he dicho –le dijo Nathan–. Prefiero que sigas refunfuñando, pero que termines a tiempo el videojuego. Por cierto, ¿qué tal va?
Aquél era el motivo por el que lo había llamado su primo en realidad. La empresa de Tanner, King Games, se había asociado con la de Nathan, King Computers. Y el juego que Tanner estaba diseñando estaría incluido en el software de todos los ordenadores nuevos de la marca. Iba a ser todo un éxito. Si conseguía terminar el juego a tiempo.
Lo que, gracias a la Granja de Árboles de Navidad Angel, y a Ivy Holloway en esos momentos, iba a ser cada vez más complicado.